El ejército pontificio avanzó hacia el norte por el camino que unía Rímini con Bolonia. Cabalgando junto a César, Astorre Manfredi demostró ser un joven dispuesto y de trato agradable. Todas las noches, cenaba con César y sus capitanes, amenizando las veladas con irreverentes canciones populares, y, todas las mañanas, escuchaba con atención cómo Cesar analizaba las posibles estrategias y planeaba cada nueva jornada.
Pues, tras la toma de Faenza, César se enfrentaba a un grave problema estratégico. Ahora que la campaña para someter los principales feudos de la Romaña a la autoridad del sumo pontífice había tocado a su fin, no podía avanzar sobre Bolonia, pues esta ciudad gozaba de la protección directa del rey de Francia. Incluso si pudiera haber tomado tan importante plaza, no deseaba enemistarse con el rey Luis, ni mucho menos con su padre, quien sin duda no aprobaría una iniciativa así.
Pero César tenía un as escondido en la manga: los Bentivoglio, los señores de Bolonia, ignoraban todo lo anterior. Además, su verdadero objetivo no era la plaza en sí, sino el castillo Bolognese, una poderosa fortaleza emplazada a las afueras de la ciudad. Pero ni siquiera sus principales capitanes conocían sus verdaderas intenciones.
Tras largas reflexiones, y demostrando gran astucia, finalmente César dispuso que sus hombres acamparan a escasos kilómetros de las puertas de Bolonia. El señor de Bolonia, Giovanni Bentivoglio, un hombre de gran corpulencia, se acercó al campamento de César cabalgando sobre un semental majestuoso. Lo seguía un soldado con su estandarte: una sierra roja sobre un fondo blanco.
Aunque gobernaba Bolonia con mano de hierro, Bentivoglio era un hombre razonable.
—César, amigo mío —dijo al tiempo que se acercaba al hijo del papa—. ¿De verdad es necesario que nos enfrentemos? Es improbable que consigáis tomar Bolonia e, incluso en el caso de conseguirlo, vuestros amigos franceses nunca os lo perdonarían. Sin duda, tiene que haber alguna manera de persuadiros para que desistáis de vuestro insensato propósito.
Tras veinte minutos de intensas negociaciones, César accedió a no atacar Bolonia. A cambio, Bentivoglio le entregaría el castillo Bolognese y aportaría hombres a las futuras campañas de los ejércitos pontificios.
Al día siguiente, los hombres de César ocuparon el castillo Bolognese, una fortaleza de poderosos muros con almacenes espaciosos que alojaban munición abundante y unas estancias inusualmente confortables tratándose de una fortaleza militar.
Satisfecho, esa noche César obsequió a sus capitanes con un espléndido cabrito asado bañado en una salsa de higos y pimientos. También se sirvió una ensalada de una lechuga roja llamada achicoria aliñada con aceite de oliva y hierbas de la región. Los capitanes cantaron, rieron y bebieron grandes cantidades de vino de Frascati.
Antes, César se había mezclado con la tropa, congratulando a sus hombres por la nueva victoria. Los hombres de César sentían un gran afecto por el hijo del papa, a quien servían con la misma fidelidad que los ciudadanos de las plazas conquistadas.
Después de la cena, César y sus capitanes se desnudaron para sumergirse en los baños termales del castillo, que estaban alimentados por un manantial subterráneo. Tras pasar unos minutos en las aguas sulfurosas, se lavaron con el agua limpia del pozo. Tan sólo César y Astorre Manfredi permanecieron unos minutos más en los baños termales.
Pasados unos minutos, César sintió una mano en la parte interior del muslo. Borracho como estaba, tardó en reaccionar mientras los dedos ascendían, acariciándolo suavemente.
Hasta que apartó la mano de Astorre.
—No comparto vuestras apetencias, Astorre —dijo sencillamente, sin aparente enojo.
—No es la lascivia lo que me impulsa a acercarme a vos —se apresuró a decir Astorre—. Estoy enamorado. No puedo esconder por más tiempo mis sentimientos.
César se incorporó contra el borde de los baños, intentando pensar con claridad.
—Astorre —dijo—, he llegado a apreciaros como a un amigo. Vuestra compañía me agrada y os admiro. Pero veo que eso no es suficiente para vos —añadió tras un breve silencio.
—No —dijo Astorre con tristeza—, no es suficiente. Os amo, igual que Alejandro Magno amaba a aquel niño persa, igual que el rey Eduardo II de Inglaterra amaba a Piers Gaveston. Y, aunque pueda parecer una locura, estoy seguro de que mi amor por vos es verdadero.
—Astorre —dijo César con calidez y firmeza al mismo tiempo—, debéis renunciar a ese amor. Conozco a muchos hombres de honor, soldados, atletas, incluso cardenales, que disfrutan con la clase de relación de la que me habláis, pero yo no soy uno de ellos. No puedo corresponder a vuestros deseos. Os ofrezco mi amistad, pero no puedo ofreceros nada más.
—Lo entiendo —dijo Astorre al tiempo que se levantaba, patentemente azorado—. Mañana mismo viajaré a Roma.
—No tenéis por qué hacerlo —dijo César—. No os desprecio porque me hayáis declarado vuestro amor.
—Debo irme —dijo Astorre—. No puedo permanecer junto a vos. Debo aceptar lo que me habéis dicho y renunciar a mi amor por vos. Si no lo hiciera, si me engañara a mí mismo y permaneciera junto a vos, sin duda intentaría acaparar vuestra atención y, al final, sólo conseguiría que os disgustaseis conmigo. Y eso es algo que no podría soportar. No —concluyó diciendo—, debo marcharme.
Al día siguiente, tras despedirse de los capitanes, Astorre se acercó a César y le dio un sincero abrazo.
—Adiós, amigo mío —le susurró al oído—. Siempre estaréis presente en mis sueños.
Y, sin más, montó en su caballo y cabalgó hacia Roma.
Esa misma noche, después de cenar, César se sentó a reflexionar sobre cuál debía ser su próximo paso. Una vez cumplidos todos los objetivos fijados por su padre, sabía que se acercaba el momento de regresar a Roma. Pero, al igual que sus hombres, César todavía tenía sed de conquistas. Vito Vitelli y Paolo Orsini habían intentado convencerlo de que atacara Florencia, pues Vitelli despreciaba a los florentinos y Orsini quería restaurar el poder de los Médicis, tradicionales aliados de su familia. César siempre había sentido afecto por los Médicis y, aun así, dudaba.
Amaneció y César seguía sin tomar una decisión. Posiblemente Vitelli y Orsini tuvieran razón. Posiblemente pudieran tomar Florencia y devolver el poder a los Médicis, aunque sin duda se perderían muchas vidas, pero en la práctica, atacar Florencia era lo mismo que declararle la guerra a Francia. Además, el rey de Francia nunca le permitiría conservar la ciudad toscana.
Finalmente, César decidió seguir una estrategia similar a la que tan buen resultado le había dado en Bolonia.
Así, condujo a sus hombres hacia el sur, hasta el valle del Arno, y levantó campamento a escasos kilómetros de las murallas.
El comandante de las tropas florentinas acudió a parlamentar con César. Lo seguía un pequeño contingente de soldados vestidos con armaduras. Al llegar, César observó con satisfacción cómo sus miradas se desviaban nerviosamente hacia los cañones de Vitelli. No cabía duda de que estaban dispuestos a negociar para evitar el enfrentamiento. En esta ocasión, César se contentó con un considerable pago anual, la promesa de fidelidad al sumo pontífice y el apoyo de Florencia en caso de guerra.
No fue una victoria espectacular, pero probablemente fue una decisión acertada. Había muchas otras tierras que conquistar.
Esta vez, César condujo a sus hombres hacia el suroeste, hasta la población de Piombino, al final del golfo de Génova. Incapaz de hacer frente al poderoso ejército pontificio, una nueva plaza capituló ante las tropas de Roma.
Mientras paseaba por los muelles de Piombino, César, ávido de nuevas conquistas, vio a lo lejos la silueta de la isla de Elba. ¡Con sus ricas minas de hierro, la isla sería una espléndida conquista! ¡Qué mejor colofón para su campaña! Aunque parecía un objetivo imposible para el hijo del papa, pues César no tenía experiencia naval.
Mientras consideraba distintas posibilidades, tres hombres se acercaron cabalgando hacia él. Eran su hermano Jofre, don Michelotto y Duarte Brandao.
Jofre se adelantó a sus dos compañeros para saludar a su hermano. Con su jubón de terciopelo verde y sus abigarradas calzas, parecía más corpulento que la última vez que lo había visto César. Su largo cabello rubio asomaba bajo una birreta de terciopelo verde.
—Nuestro padre te felicita por tu heroica campaña y espera con impaciencia tu regreso —le dijo a César—. Me ha pedido que te diga que añora tu presencia y que debes regresar a Roma sin más demora, pues la estrategia que has empleado en Bolonia y en Florencia ha levantado el recelo del rey de Francia —continuó diciendo—. César, nuestro padre me ha pedido que te diga que no debes volver a intentar nada parecido. Debes regresar inmediatamente a Roma.
A César le molestó que su padre se hubiera servido de su hermano menor para transmitirle su mensaje. Además, no cabía duda de que Brandao y don Michelotto habían acompañado a Jofre para asegurarse de que él cumpliera las órdenes del sumo pontífice.
Le dijo a Duarte que deseaba hablar con él en privado. Mientras paseaban por los muelles, César señaló hacia Elba, cuya silueta se distinguía perfectamente a pesar de la bruma.
—Sin duda habéis oído hablar de las minas de hierro de Elba —le dijo al consejero de su padre—. Con la riqueza que nos proporcionarían esas minas podríamos financiar una campaña para unificar toda la península. Sé que el sumo pontífice no se opondría a la conquista de Elba, pero yo no poseo ninguna experiencia naval. Y, si no la tomamos ahora, no me cabe duda de que el rey de Francia pronto añadirá esa isla a sus territorios.
Duarte permaneció en silencio mientras contemplaba el horizonte. Después se giró hacia los ocho galeones genoveses que había amarrados en el muelle.
—Quizá pueda ayudaros —dijo finalmente—. Aunque ya hace muchos años de eso, hubo un tiempo en que yo capitaneaba armadas en grandes batallas navales.
Y, por primera vez en su vida, César creyó apreciar cierta añoranza en la mirada de Duarte. Aun así, vaciló unos instantes.
—¿En Inglaterra? —preguntó por fin. El gesto de Duarte se endureció.
—Perdonadme —se apresuró a decir César mientras rodeaba al consejero de su padre con un brazo—. No es asunto mío. Entonces, ¿me ayudaríais a conquistar Elba para mayor gloria de la Santa Iglesia de Roma?
Ambos hombres observaron la isla en silencio. Hasta que, de repente, Duarte señaló hacia los galeones genoveses.
—Esos viejos buques nos pueden servir. Sin duda, los habitantes de la isla estarán más preocupados por los piratas que por una invasión desde tierra adentro. Habrán concentrado sus defensas (cañones, redes de hierro y buques incendiarios) en el puerto, que sin duda es donde atacarían los piratas. Seguro que podremos encontrar una bahía tranquila donde desembarcar al otro lado de la isla.
—¿Cómo transportaremos los caballos y los cañones? —preguntó César.
—No lo haremos —dijo Duarte—. Los caballos provocarían todo tipo de destrozos y, de resbalar, los cañones podrían abrir una brecha en el casco y causar el hundimiento de los buques. No, no llevaremos ni cañones ni caballos, Tendrá que bastar con la infantería —concluyó diciendo.
Tras estudiar detenidamente las cartas de navegación genovesas, todo estuvo dispuesto para partir en dos días. Los soldados de infantería subieron a los galeones y la pequeña flota navegó hacia Elba.
Pero la alegría duró poco pues el balanceo del barco no tardó en afectar a la mayoría de los soldados, que vomitaban en la cubierta, incapaces de contener las náuseas. El propio César tuvo que morderse los labios durante toda la travesía. Ante su sorpresa, el movimiento de los pesados buques no parecía afectar ni a Jofre ni a don Michelotto.
Demostrando gran destreza, Duarte condujo los galeones hasta una bahía tranquila de arenas blancas y suaves. Detrás de la playa se abría un camino que atravesaba las colinas flanqueado por arbustos grisáceos y olivos de ramas retorcidas. No había nadie a la vista.
Los galeones se aproximaron todo lo posible a la orilla, pero, aunque apenas había una profundidad de dos metros, la gran mayoría de los soldados no sabían nadar. Finalmente, César ordenó que se atara un pesado cabo a la proa de cada galeón y ocho marineros nadaron hasta la orilla, donde tensaron los cabos alrededor de recios olivos.
Duarte le dijo a César que ordenase que la mitad de los hombres se atasen las armas con correas a la espalda para poder ganar la orilla. El resto de los soldados permanecería a bordo de los galeones hasta que el primer contingente hubiera sitiado la plaza.
Para doblegar la reticencia de los soldados, el propio Duarte se deslizó por la proa del buque, sujetó el cabo con las dos manos se dejó caer al agua y avanzó sujeto al cabo hasta alcanzar la orilla.
César fue el siguiente y, siguiendo su ejemplo, un soldado tras otro fueron desembarcando, pues cualquier cosa era mejor que permanecer en esos horribles buques a los que, incluso en la bahía, el mar sometía a un continuo balanceo.
Una vez a salvo en la playa, César esperó a que sus hombres se secaran antes de conducirlos por el empinado camino. Una hora después, llegaron a la cima de la colina, desde donde se divisaba la ciudad y el puerto de la isla de Elba.
Como Duarte había previsto, los inmensos cañones de hierro estaban apuntalados a la entrada del puerto, apuntando hacia el mar. Tras observar la ciudad durante una hora desde lo alto de la colina, no vieron ninguna pieza de artillería móvil, tan sólo un reducido batallón de la milicia en la plaza principal.
César ordenó a sus hombres que descendieran la colina en silencio y, cuando llegaron a las puertas de la ciudad, dio la orden de atacar.
—¡Al ataque! —gritó—. ¡Al ataque!
Los soldados de infantería no tardaron en llegar hasta la plaza consistorial, donde las milicias locales apenas opusieron resistencia.
Atemorizados, los habitantes de Elba corrieron a refugiarse en sus casas.
Pocos minutos después, el estandarte de los Borgia ondeaba en lo alto del asta de la casa consistorial.
César recibió a una delegación de hombres notables de Elba y, tras identificarse, les comunicó que no sufrirían ningún perjuicio por parte de sus tropas y que, desde ese momento, la isla estaba bajo el control del sumo pontífice.
A continuación, César ordenó que se encendiera una gran hoguera; la señal acordada para hacer saber a Duarte que la plaza había sido tomada y que era seguro entrar en el puerto. Los ocho galeones no tardaron en entrar en la bahía con el estandarte de César Borgia ondeando al viento.
Tras inspeccionar personalmente las minas y dejar un contingente de sus mejores hombres a cargo de la isla, César y el grueso de sus tropas volvieron a embarcar rumbo al continente.
Y así fue como, tan sólo cuatro horas después del desembarco, el capitán general de los ejércitos pontificios abandonó la isla de Elba.
Al llegar a Piombino, César, don Michelotto, Jofre y Duarte partieron al galope camino de Roma.