En Roma, las tropas de César estaban listas para emprender la nueva campaña. En esta ocasión, la mayoría de los hombres procedían de Italia y de España. Los soldados de infantería llevaban cascos de metal y jubones púrpura y dorados sobre los que había sido bordado el escudo de armas de César. Al frente de la infantería cabalgaban capitanes españoles de contrastado valor y veteranos condotieros, entre los que estaban Gian Baglioni y Paolo Orsini. César había nombrado comandante en jefe a Vito Vitelli, quien aportaba veintiún poderosos cañones al ejército pontificio. En total, César contaba con dos mil doscientos soldados a caballo y cuatro mil trescientos soldados de infantería. Además, Dion Naldi, el antiguo capitán de Caterina Sforza, se había unido al ejército de César con un poderoso contingente de hombres.
El primer objetivo era la ciudad de Pesaro, que aún gobernaba el primer esposo de Lucrecia, Giovanni Sforza, a quien Alejandro había excomulgado al descubrir que estaba negociando con los turcos para defenderse de las tropas pontificias.
Al igual que en Imola y en Forli, los súbditos de Giovanni Sforza no parecían dispuestos a sacrificar sus vidas y sus posesiones para defender a su señor. Al saber que las tropas pontificias se acercaban, algunos de los hombres más distinguidos de Pesaro secuestraron a Galli, el hermano de Giovanni. Temeroso de enfrentarse con su antiguo cuñado, Giovanni huyó a Venecia.
César entró en Pesaro seguido de ciento cincuenta hombres con uniformes rojos y amarillos. Bajo la lluvia, fue aclamado por los ciudadanos, que se apresuraron a hacerle entrega de las llaves de la plaza. César era el nuevo señor de Pesaro.
Y fue así como César ocupó sin lucha la fortaleza de los Sforza y se instaló en los mismos aposentos donde había vivido Lucrecia. Durante dos noches durmió en su lecho, soñando con su amada hermana. El tercer día, antes de continuar su marcha, confiscó los setenta cañones con los que contaba el arsenal de Pesaro, y los incorporó a la poderosa artillería de Vitelli.
La mayor dificultad a la que tuvieron que enfrentarse las tropas pontificias en su avance hacia Rímini fueron las lluvias torrenciales.
En esta ocasión, al tener noticias de la cercanía de los hombres de César, los propios habitantes de Rímini se encargaron de expulsar a sus crueles señores, los hermanos Pan y Carlo Malatesta.
Una nueva plaza se había rendido a los ejércitos de Roma.
Pero Astorre Manfredi, el jovencísimo señor de Faenza, demostró ser un rival más digno que los anteriores. Faenza no sólo disponía de una poderosa fortaleza rodeada por altas murallas almenadas, sino que, además, contaba con las tropas de infantería más célebres de toda la península y, lo que era todavía más importante, con la lealtad de sus valerosos súbditos.
La batalla no comenzó bien para César. Aunque, tras insistentes bombardeos, los cañones de Vitelli lograron abrir una pequeña brecha en la muralla, cuando intentaron tomar la plaza al asalto, las tropas de César fueron rechazadas por la infantería de Astorre Manfredi, y sufrieron numerosas bajas.
En el campamento de César, los condotieros y los capitanes españoles se culpaban mutuamente de la derrota sufrida. Gian Baglioni, enfurecido por las acusaciones de los españoles, abandonó el asedio y regresó con sus hombres a su feudo de Perugia. Y, para colmo de males, con la proximidad del invierno, el frío empezaba a ser un problema.
Consciente de que, en esas condiciones, nunca conseguiría tomar Faenza, César decidió esperar hasta la llegada de la primavera. Dejó un reducido contingente de tropas sitiando la plaza y distribuyó al resto de sus hombres entre las pequeñas poblaciones de los alrededores. Los soldados tenían órdenes de esperar hasta la llegada de la primavera, cuando se reanudaría la campaña contra la plaza rebelde.
César se trasladó a Cesena, cuyos gobernantes habían huido a Venecia al enterarse de su llegada. Cesena contaba con una gran fortaleza y sus ciudadanos eran conocidos en toda la península por su valor en la guerra y su amor por la diversión en la paz. Instalado en el palacio de los antiguos señores de Cesena, César invitó a sus nuevos súbditos a que pasearan por las bellas y lujosas estancias donde habían vivido y amado éstos, mostrándoles así lo que habían conseguido con todo su trabajo y sacrificio.
Porque, al contrario que los antiguos señores, César gustaba de mezclarse con el pueblo. Durante el día, participaba en los tradicionales torneos, enfrentándose a los nobles que habían permanecido en la ciudad, y, por las noches, acudía a bailes y festejos populares. Los ciudadanos de Cesena disfrutaban con la presencia de César, cuya compañía era un motivo de orgullo para ellos.
Una noche, en la plaza, se levantó un cuadrilátero de madera para que los hombres de Cesena demostraran su fortaleza mediante combates de lucha libre. Al llegar César, dos jóvenes musculosos se aferraban, el uno al otro, sudorosos, sobre el suelo cubierto de paja.
César miró a su alrededor, buscando un contrincante digno de su fortaleza, junto al cuadrilátero vio a un hombre calvo de gran envergadura y tan ancho como un muro de piedra que al menos le sacaba una cabeza de estatura. Cuando preguntó por él, le dijeron que era un granjero. Se llamaba Zappitto y era el hombre más fuerte de la comarca.
—Pero esta noche no luchará —se apresuró a decir el hombre a quien César había preguntado.
César se aproximó al granjero.
—Buen hombre —dijo César—. Conozco tu reputación. ¿Me honrarías concediéndome un combate en esta hermosa noche?
Zappitto sonrió, mostrándole a César sus dientes ennegrecidos, pues sabía que todos lo admirarían si derrotaba al hijo del papa Alejandro.
Los dos contendientes se despojaron de sus chaquetas, sus blusones y sus botas y subieron al cuadrilátero. Los bíceps de Zappitto doblaban en grosor los de César. Al ver a su oponente con el torso desnudo, el hijo del papa pensó que por fin había encontrado el desafío que anhelaba.
—Quien tumbe dos veces a su oponente será el vencedor —exclamó el hombre encargado de arbitrar el combate.
El gentío enmudeció.
Los dos hombres empezaron a moverse, sin apartar los ojos de su rival, dando vueltas dentro del cuadrilátero, midiéndose, hasta que el corpulento granjero se precipitó sobre César. Pero el hijo del papa consiguió agacharse a tiempo y se abalanzó contra las piernas de Zappitto. Entonces, aprovechando el empuje de su adversario, lo levantó en el aire y lo lanzó contra una esquina del cuadrilátero. Sin tan siquiera saber cómo había ocurrido, el granjero cayó de espaldas contra el suelo. César se dejó caer inmediatamente sobre el pecho de su rival, ganando así el primer punto.
—¡Asalto para el aspirante! —gritó el hombre encargado del arbitraje.
César y Zappitto retrocedieron a esquinas opuestas del cuadrilátero y esperaron a recibir la señal.
De nuevo los dos hombres giraron, midiendo las fuerzas de su rival, pero esta vez Zappitto no atacó sin pensar. Continuó dando vueltas en el cuadrilátero hasta que César saltó sobre él, golpeándole las rodillas con ambas piernas. Pero fue como si le hubiera dado una patada a un tronco; no ocurrió nada.
Mostrando más agilidad de la que César esperaba, Zappitto le agarró un pie y empezó a dar vueltas en círculos. Después lo sujetó de los muslos y lo elevó sobre sus hombros, donde hizo girar a César otras tres veces antes de arrojarlo contra el suelo. Instantes después, el corpulento granjero se dejó caer contra el pecho del hijo del papa y le dio la vuelta, obligándolo a apoyar la espalda contra el suelo.
La multitud rugió Con entusiasmo.
—¡Asalto para el campeón!
César tardó unos segundos en recuperarse del golpe, pero cuando el encargado del arbitraje dio la señal, corrió rápidamente hacia su rival.
Tenía pensado sujetarle la mano y forzar sus dedos hacia atrás, tal y como había aprendido a hacerlo en Génova. Cuando Zappitto retrocediera con la presión, él le golpearía detrás de las rodillas al tiempo que lo empujaba, y lo haría caer de espaldas.
Pero cuando presionó sobre los dedos de Zappitto, éstos se mantuvieron tan rígidos como si fueran de hierro. Zappitto cerró los dedos alrededor de la mano de César, y le trituró los nudillos. César contuvo el grito de dolor que pugnaba por salir de su garganta e intentó rodear la cabeza de su rival con el otro brazo, pero el corpulento granjero también le cogió esa mano y, mirando fijamente al hijo del papa, apretó con todas sus fuerzas, hasta que César pensó que iba a romperle todos los huesos de las manos.
A pesar de la intensidad del dolor, César saltó, rodeando la descomunal cintura de su rival con sus musculosas piernas, y apretó con todas sus fuerzas en un intento desesperado por dejar a Zappitto sin respiración. Con un sonoro gruñido, el granjero arrojó todo su cuerpo hacia adelante y César cayó de espaldas contra el suelo.
Un instante después, Zappitto estaba encima de él.
—¡Asalto y combate!
Cuando el hombre encargado del arbitraje levantó el brazo de Zappitto en señal de victoria, la multitud aclamó a su campeón.
César estrechó la mano de Zappitto y le dio la enhorabuena.
—Ha sido un buen combate —dijo.
Después bajó del cuadrilátero, sacó su bolsa de un bolsillo de la chaqueta y, con una solemne reverencia y una encantadora sonrisa, se la entregó a Zappitto.
La multitud rugió con júbilo, aclamando a su nuevo señor, quien no sólo los trataba con bondad, sino que, además, compartía sus entretenimientos; danzaba, luchaba y, lo que era más importante, se mostraba benévolo incluso en la derrota.
Aunque César disfrutaba participando de los festejos y los torneos, sobre todo lo hacía para ganarse el corazón de sus súbditos, pues eso formaba parte de su plan para unificar la Romaña y llevar la paz a todas sus gentes. Pero la buena voluntad no era suficiente. De ahí que César hubiera prohibido a los soldados de su ejército que abusaran de mujer alguna o saquearan ninguna propiedad de los nuevos territorios conquistados.
Una fría mañana, justo una semana después de su combate con Zappitto, llevaron ante su presencia a tres soldados de infantería encadenados.
El sargento de guardia, Ramiro da Lorca, un recio veterano de Roma, le informó de que los tres hombres habían estado bebiendo toda la noche.
—Pero lo peor es que han robado dos pollos y una pata de cordero de una carnicería y han golpeado al hijo del carnicero cuando éste ha intentado evitar el hurto —dijo el sargento.
César se acercó a los tres soldados, que esperaban acobardados a las puertas del palacio.
—¿Es cierto lo que dice el sargento? —preguntó.
—Sólo nos hemos procurado un poco de comida, señor —dijo con voz implorante el mayor de los tres, que debía de tener unos treinta años—. Teníamos hambre, señor. Sólo…
—No son más que mentiras, señor —lo interrumpió el sargento—. Estos hombres reciben su paga con regularidad, al igual que toda la tropa. No tienen ninguna necesidad de robar.
Alejandro siempre le había dicho a César que para gobernar era necesario tomar decisiones, decisiones difíciles.
El hijo del papa miró a los tres hombres que tenía ante él y al gentío que se había reunido a las puertas del palacio.
—Colgadlos —ordenó.
—Pero… Sólo son dos pollos y un poco de carne, señor —susurró entre dientes uno de los soldados.
César se acercó a él.
—Te equivocas —le dijo—. Es mucho más que eso. Por orden expresa del Santo Padre, cada uno de vosotros recibe una generosa paga. Y recibís ese dinero para que no robéis o abuséis de las gentes cuyas plazas conquistamos. Os proporcionamos suficiente comida y un lecho resguardado donde descansar para que no tengáis que obtenerlos a costa de nuestros súbditos, pues no deseamos provocar su odio. No tienen que amarnos, pero al menos, debemos mostrarnos dignos de su respeto. Y lo que vosotros habéis hecho, estúpidos ignorantes, va en contra de mis deseos y los de Su Santidad el papa Alejandro VI.
Al anochecer, los tres soldados fueron colgados en la plaza como ejemplo para todas las tropas pontificias y como gesto de disculpa ante los ciudadanos de Cesena.
Después de la ejecución, en cada casa y cada taberna de Cesena, los nuevos súbditos de César celebraron lo ocurrido, convencidos de que habían llegado tiempos mejores, pues César Borgia, su nuevo señor, era un hombre justo.
Con la proximidad de la primavera, un contingente de tropas francesas enviadas personalmente por el rey Luis se unió al ejército pontificio. También viajó a Cesena el prestigioso artista, ingeniero e inventor Leonardo da Vinci, que había sido altamente recomendado a César como experto en los métodos de la «guerra moderna».
Al llegar al palacio de los Malatesta, Da Vinci encontró a César estudiando un mapa de las fortificaciones de Faenza.
—Estas murallas parecen repeler las bombas de nuestros cañones con la misma facilidad con la que un perro se sacude el agua —se lamentó César—. Necesito abrir una brecha lo suficientemente grande como para permitir que la caballería gane el interior de la fortaleza.
Da Vinci sonrió y varios mechones castaños cayeron sobre su rostro.
—Es fácil, excelencia. Sí, realmente, el problema que planteáis tiene una fácil solución.
—Por favor, explicaos, maestro —lo urgió César.
—Bastará con una torre móvil con una rampa —empezó a decir Leonardo.
—Sí, ya lo sé. Estáis pensando que se llevan usando torres de sitio desde hace siglos y que nunca han demostrado una gran utilidad, pero os aseguro que mi torre es diferente. Está compuesta por tres secciones independientes y puede ser empujada hasta las murallas de la fortaleza. En el interior, la escalera conduce a una plataforma cubierta con capacidad para albergar a treinta hombres. Por delante, los soldados están protegidos por una barrera de madera que puede hacerse descender, como un puente levadizo, creando una rampa que permita a los hombres acceder a lo más alto de la muralla blandiendo sus armas mientras otros treinta soldados ocupan su lugar en el interior de la torre. En tres minutos, pueden acceder a las murallas hasta noventa hombres. En diez minutos más, puede haber trescientos soldados luchando contra el enemigo —concluyó Leonardo.
—¡Es una idea brillante, maestro! —exclamó César.
—Pero lo mejor de mi torre es que no será necesario emplearla.
—No entiendo qué queréis decir —dijo César, desconcertado.
Leonardo sonrió.
—Veo en vuestro diagrama que las murallas de Faenza tienen diez metros de altura. Algunos días antes de la batalla debéis hacer circular el rumor de que vais a emplear mi nueva torre y que, con ella, es posible tomar un muro de hasta doce metros de alto. ¿Podréis conseguir que esas noticias lleguen a oídos del enemigo?
—Por supuesto —dijo César—. Las tabernas están llenas de hombres que acudirán raudos a Faenza a contar lo que han oído.
—Entonces debemos comenzar inmediatamente la construcción de la nueva torre —dijo Leonardo mientras desplegaba un pergamino con un plano bellamente dibujado de la inmensa torre—. Aquí podéis ver el diseño. Es vital que esté a la vista del enemigo.
César examinó el pergamino con atención, pero cada sección del plano estaba acompañada por unas explicaciones escritas en un extraño lenguaje.
Al ver el desconcierto en su semblante, Leonardo volvió a sonreír.
—Es un truco del que me sirvo a menudo para confundir a quienes intentan plagiar mi trabajo —explicó—. Nunca se sabe quién puede intentar robar la obra de uno. Para poder leer las explicaciones, basta con poner un espejo delante.
César sonrió, pues admiraba a los hombres precavidos.
—Supongamos que el enemigo ya ha oído todo tipo de noticias sobre nuestra imponente torre y que observa cómo va progresando la construcción —continuó diciendo Leonardo—. Saben que no les queda mucho tiempo. La torre pronto será una realidad y, como sus murallas sólo tienen una altura de diez metros, no podrán detener a los hombres de nuestra torre. ¿Qué harán entonces? Harán las murallas más altas. Apilarán piedra tras piedra sobre los muros hasta conseguir hacerlos tres metros más altos. Pero habrán cometido un terrible error. ¿Por qué? Porque para aumentar la altura de un muro es necesario aumentar el grosor de su base; si no, el peso añadido hace que el muro deje de ser estable. Pero cuando se den cuenta de su error, vuestros cañones ya estarán trabajando.
César reunió a todos sus hombres en Cesena y se aseguró de que no hubiera un solo soldado que no oyera la buena nueva de la gran torre con la que tomarían Faenza. Acto seguido, y tal y como Da Vinci había sugerido, comenzaron las obras de construcción de la torre a la vista de la fortaleza rebelde.
Cuando César llegó a las afueras de Faenza al frente del grueso de sus tropas, vio cómo el enemigo se afanaba colocando una enorme piedra tras otra en lo alto de las murallas. El hijo del papa mandó llamar a su presencia a Vito Vitelli, el capitán de artilleros.
—Cuando dé la orden quiero que bombardeéis con todos vuestros cañones la base de la muralla —dijo, divertido, mientras contemplaba la fortaleza desde la puerta de su tienda—. Exactamente entre esas dos torres —continuó diciendo al tiempo que señalaba una zona lo suficientemente ancha como para que su caballería pudiera atravesar los muros al galope.
—¿La base, capitán? —preguntó Vitelli con incredulidad—. Pero eso es exactamente lo que intentamos antes del invierno y, como sabéis, no obtuvimos el menor resultado. ¿No sería mejor dirigir los cañones contra las almenas? Al menos, así crearemos algunas bajas entre el enemigo.
Pero César no deseaba compartir con nadie la estrategia de Leonardo da Vinci, pues siempre podría volver a serle útil en el futuro.
—Haced lo que os ordeno —dijo—. Y recordad que debéis dirigir todos los disparos contra la base de la muralla.
—Como ordenéis, capitán, pero será un gasto inútil de munición —dijo Vitelli sin ocultar su desconcierto. Después se inclinó ante César y se marchó.
Desde su tienda, César podía ver cómo Vitelli transmitía las órdenes a sus hombres. Pronto, los cañones estuvieron dispuestos y los artilleros hicieron descender sus bocas hasta el ángulo más bajo en el que era posible disparar.
Vestido con su armadura negra, César dispuso a la infantería detrás de los cañones y ordenó a los soldados de caballería que subieran a sus monturas y que aguardasen su orden para entrar en acción. Fueron muchos los soldados que se quejaron entre dientes. ¿Acaso esperaba el capitán general que durmieran y comieran sobre sus monturas? Pues, sin duda, el cerco duraría al menos hasta el verano.
Tras comprobar que todos sus hombres estaban dispuestos, César te dio la señal a Vitelli para que comenzara el bombardeo.
—¡Fuego! —gritaron los condotieros—. ¡Fuego!
Los cañones bramaban escupiendo fuego sin cesar mientras las balas golpeaban contra las murallas a apenas un metro del suelo. Mientras el bombardeo proseguía de forma implacable, Vitelli miró a César, interrogándolo con la mirada, pero éste le ordenó que continuara disparando.
Hasta que, de repente, empezó a oírse un ruido sordo, cada vez más y más pronunciado, como el sonido de una tormenta al acercarse, y una sección de varios metros de ancho de la muralla se desplomó sobre sí misma, levantando una inmensa nube de polvo. Al cesar el estruendo, tan sólo se oyeron los gemidos lastimeros de los pocos soldados apostados en esa sección de la muralla que habían logrado sobrevivir.
—¡Al ataque! —gritó César. Entre atronadores gritos de entusiasmo, la caballería ligera traspasó las murallas seguida por la infantería, que tenía órdenes de desplegarse en abanico en cuanto hubiera accedido a la fortaleza.
Los soldados de Faenza que acudieron a defender la brecha fueron aplastados sin piedad por los hombres de César.
Atrapados entre dos fuegos, los soldados que permanecían en la parte intacta de la muralla tampoco tardaron en ser derrotados.
Hasta que un capitán del ejército de Faenza gritó:
—¡Nos rendimos! ¡Alto el fuego! ¡Nos rendimos!
Al ver cómo el enemigo arrojaba las armas al suelo y levantaba los brazos en señal de rendición, César ordenó a sus capitanes que interrumpieran la lucha. Y así fue como Faenza fue conquistada por el ejército pontificio para la mayor gloria de Roma.
César ofreció un salvoconducto al príncipe Astorre Manfredi, pero, ante su sorpresa, sediento de aventuras e impresionado como estaba por la demostración de poder del ejército pontificio, Manfredi solicitó su permiso para unirse con sus hombres a las tropas de Roma. César accedió. Manfredi tan sólo contaba dieciséis años de edad, pero era un joven inteligente y juicioso que contaba con su aprecio.
Tras unos breves días de descanso, César lo dispuso todo para conducir a sus hombres hacia una nueva victoria.
Recompensó a Leonardo da Vinci con una considerable suma de ducados y le pidió que acompañase a su ejército durante el resto de la campaña.
Pero Da Vinci movió la cabeza de un lado a otro.
—Debo volver a las artes —dijo—. Porque ese joven cortapiedras, Miguel Ángel Buonarroti, no cesa de recibir encargos mientras yo malgasto mi tiempo en el campo de batalla. Admito que tiene talento, pero carece de profundidad, de misterio. Sí, debo regresar lo antes posible.
Montado en su corcel blanco, César se despidió de Leonardo antes de partir hacia el norte. En el último momento, el maestro le ofreció un pergamino.
—Es la lista de los diversos oficios que ejerzo: cuadros, frescos, desagües para aguas fecales… La tarifa siempre es negociable. Además, he pintado un fresco de la última Cena en Milán que creo que sería del gusto del sumo pontífice —añadió tras un breve silencio.
César asintió.
—Lo vi cuando estuve en Milán —dijo—. Es una pintura realmente magnífica. El Santo Padre tiene un especial interés por las cosas hermosas. No me cabe duda de que admiraría su obra, maestro.
Y, sin más, César enrolló el pergamino, lo guardó en el bolsillo de su capa y, levantando el brazo en señal de despedida, espoleó a su magnífico corcel hacia el norte.