Capítulo 22

El príncipe Alfonso de Aragón se comportaba siempre de forma regia; incluso cuando abusaba del vino, como había sucedido esa noche.

De ahí que a nadie le sorprendiera que se retirase en cuanto concluyó la cena en los aposentos privados de Alejandro, alegando que debía regresar a su palacio para ocuparse de ciertos asuntos personales. Antes, se había despedido de Lucrecia con un beso, prometiéndole que aguardaría impaciente su regreso.

La realidad era que, después de sus encuentros con el cardenal Della Rovere, Alfonso se encontraba incómodo en presencia de los Borgia. Llevado por su ambición, Della Rovere, que ansiaba obtener el apoyo de Alfonso, se había acercado a él en dos ocasiones con el pretexto de advertirle del peligro que corría en su actual situación. Debía pensar en el futuro, en lo que le ocurriría cuando los Borgia perdieran el poder y él se convirtiera en el sumo pontífice. Entonces, Nápoles no tendría nada que temer, pues el rey francés sería expulsado de la península. Algún día, sin duda, la corona de Nápoles sería de Alfonso.

A Alfonso le aterraba la posibilidad de que Alejandro llegara a tener conocimiento de esas reuniones. Desde su vuelta de la fortaleza de los Colonna, tenía la sensación de que los Borgia observaban cada paso que daba, pues, sin duda, sospechaban de su traición.

Mientras Alfonso atravesaba la plaza desierta de San Pedro, de repente, el ruido de pisadas se multiplicó sobre el empedrado. Una nube ocultaba la luna, sumiendo la plaza en una penumbra casi completa. Alfonso se dio la vuelta, pero no vio a nadie. Respiró hondo, intentando tranquilizarse. Pero algo iba mal. Lo presentía.

Cuando la luna volvió a iluminar la plaza, vio a tres hombres enmascarados que corrían hacia él. Intentó huir, pero los hombres lo alcanzaron y lo arrojaron contra el empedrado. Cada uno de ellos sujetaba un zurrón de cuero lleno de hierros, los primitivos scrofi, el arma más temida de las calles de Roma. Alfonso se encogió, intentando protegerse de los golpes, pero los scroti caían una y otra vez sobre su cuerpo, acallando incluso sus gritos de dolor. Hasta que uno de los seroti le golpeó en el rostro y Alfonso escuchó el crujido de su nariz justo antes de perder el conocimiento.

Uno de los enmascarados clavó su daga en el cuello del duque. Mientras la hacía descender hasta su vientre, un miembro de la guardia pontificia dio la voz de alarma. Los tres agresores huyeron al amparo de las sombras.

Al llegar, el soldado dudó si debía atender al herido o perseguir a sus agresores. Hasta que se dio cuenta de que el hombre que yacía a sus pies era el yerno del sumo pontífice.

Gritó pidiendo socorro. Después se agachó y cubrió la herida del duque con su capa, intentando detener la sangre que manaba a borbotones de su pecho.

Sin dejar de gritar, cargó con el cuerpo inerte de Alfonso hasta las dependencias del cuerpo de guardia, lo posó con sumo cuidado sobre una dura litera de hierro y corrió en busca de ayuda.

El médico del papa apenas tardó unos minutos en llegar. Afortunadamente, la puñalada no era profunda. Ninguno de los órganos vitales había resultado dañado y la rápida reacción del soldado había salvado al joven príncipe de morir desangrado.

Tras mirar a su alrededor, el médico le indicó a uno de los miembros de la guardia que le diera la botella de coñac que había sobre un estante. Vertió el alcohol sobre la herida abierta y empezó a suturarla. Pero no había nada que pudiera hacer por el rostro del joven duque, por ese joven rostro que ya nunca más volvería a ser el de un hombre atractivo; tan sólo podía poner una gasa sobre la nariz destrozada y rezar a Dios por que cicatrizase con el menor daño posible.

Al tener noticias de lo ocurrido, Alejandro ordenó que su yerno fuera trasladado a sus aposentos privados y dispuso que dieciséis de sus mejores hombres se turnasen en dos grupos haciendo guardia día y noche frente a la puerta.

A continuación, ordenó a Duarte que enviara un mensaje urgente al rey de Nápoles, explicándole lo ocurrido y pidiéndole que enviase a Roma a su médico. También debía venir Sancha, para cuidar de su hermano y para consolar a Lucrecia.

Por mucho que le doliera hacerlo, ahora el sumo pontífice debía comunicarle lo ocurrido a su hija. Volvió a la estancia en la que habían cenado y se acercó a la silla que ocupaba Lucrecia.

—Unos canallas acaban de atacar a tu esposo en la plaza —dijo Alejandro sin más preámbulos.

La conmoción de Lucrecia era evidente.

—¿Dónde está? ¿Se encuentra bien? —preguntó al tiempo que se levantaba.

—Las heridas son graves, hija mía —dijo Alejandro—, pero con la ayuda del Señor se salvará.

Lucrecia se volvió hacia sus hermanos.

—César, Jofre, tenéis que ayudarme —suplicó—. Tenéis que dar caza a esos villanos. Y cuando lo hagáis, dádselos como comida a una jauría de perros salvajes. —Permaneció en silencio durante unos segundos, como si no supiera qué debía hacer a continuación—. Llevadme con él, padre —exclamó por fin, incapaz de contener el llanto por más tiempo.

Alejandro condujo a su hija hasta la cámara donde yacía su esposo. César y Jofre los siguieron.

Alfonso seguía inconsciente. La sábana que cubría su cuerpo mostraba un surco rojo allí donde la daga le había abierto la carne y tenía el rostro cubierto por la sangre que no cesaba de manar de sus heridas.

Al verlo, Lucrecia dejó escapar un grito desgarrado y perdió el conocimiento. Jofre la cogió antes de que cayera al suelo y la recostó sobre un diván.

Aunque César llevaba la cara cubierta con una máscara de Carnaval, su tranquilidad resultaba evidente.

—¿Quién podría tener motivos para hacerle algo así a Alfonso? —le preguntó Jofre a su hermano.

Los ojos de César brillaban como el carbón detrás de su máscara.

—Todos tenemos más enemigos de lo que suponemos —dijo—. De todas maneras, veré lo que puedo averiguar —dijo finalmente sin demasiado entusiasmo antes de abandonar la estancia.

Al recuperarse, Lucrecia pidió a los criados que le trajesen vendas limpias y agua caliente. Mientras esperaba, levantó cuidadosamente la sábana que cubría el cuerpo de Alfonso, pero al ver la herida, tuvo que sentarse para no desmayarse de nuevo.

Jofre permaneció toda la noche junto a su hermana, esperando a que Alfonso recobrara el conocimiento, pero todavía tendrían que pasar dos días antes de que Alfonso abriera los ojos.

Antes habían llegado Sancha y el médico personal del rey de Nápoles. Destrozada por el dolor, al ver a su hermano, Sancha se había inclinado para besarlo, pero al no encontrar un solo lugar donde hacerlo, finalmente le había cogido una mano y había besado con desesperación sus dedos amoratados mientras las lágrimas cubrían su rostro.

Después había besado a Lucrecia y a Jofre, quien, incluso en esas circunstancias, no había podido contener la dicha que sentía al verla de nuevo. A sus ojos, su esposa estaba más hermosa que nunca, con el cabello largo y ondulado, las mejillas encendidas y los ojos brillantes por las lágrimas.

Sancha se sentó junto a Lucrecia y cogió su mano.

—Mi dulce Lucrecia —dijo—. ¿Cómo puede haber alguien capaz de hacerle algo así a nuestro amado Alfonso? Pero, ahora, estoy aquí para ayudarte. Debes descansar. Yo velaré a tu esposo mientras duermes.

Lucrecia no pudo contener las lágrimas.

—¿Dónde está César? —preguntó Sancha mientras mesaba el cabello de su cuñada—. ¿Ha capturado ya a esos villanos?

El cansancio de Lucrecia era tal que sólo pudo negar con la cabeza.

—Tienes razón —dijo finalmente—. Necesito descansar. Pero sólo unas horas. Quiero que mi rostro sea lo primero que vea Alfonso cuando abra los ojos.

Jofre la acompañó hasta el palacio de Santa Maria in Portico, donde, tras besar a sus hijos y a Adriana, Lucrecia se retiró a descansar en su lecho. Pero cuando estaba a punto de conciliar el sueño, de repente recordó algo que la hizo temblar.

Era su hermano César. Recordó que apenas se había movido cuando su padre les había dicho lo que había ocurrido. Era como si no le hubiera sorprendido. Pero eso… No, no podía ser.

Algunos días después, Jofre y Sancha se retiraron juntos a descansar. No habían estado a solas desde que Sancha había llegado de Nápoles y, aunque Jofre comprendía el sufrimiento de su esposa, también anhelaba su compañía.

Mientras Sancha se desnudaba para acostarse, Jofre se acercó a ella y le rodeó la cintura con los brazos.

—No sabes cuánto te he echado de menos —dijo con ternura—. Entiendo lo que debes de estar sufriendo y créeme que lamento lo que le ha ocurrido a tu hermano.

Sancha rodeó el cuello de Jofre con sus brazos y apoyó la cabeza contra su hombro.

—Es de tu hermano de quien tenemos que hablar —dijo al cabo de unos segundos.

Jofre se alejó un poco de su esposa para poder verle la cara. Estaba más hermosa que nunca.

—¿Qué te preocupa? —preguntó.

Sancha se acostó y le hizo un gesto a su esposo para que acudiera junto a ella. Desnuda, se apoyó sobre un brazo, observando cómo Jofre se despojaba de la ropa.

—Hay muchas cosas que me preocupan sobre César —dijo—. Ahora que lleva esas horribles máscaras resulta imposible saber lo que siente.

—Son para ocultar las cicatrices de la sífilis —intervino Jofre—. Se avergüenza de su aspecto.

—Pero no es sólo eso, Jofre —dijo ella—. Desde que ha vuelto de Francia, César vive rodeado de misterio. Tu hermano ha cambiado. No sé si será por su enfermedad o por el veneno del poder, pero noto que ha cambiado. Y temo por todos nosotros.

—Su deseo es protegernos, Sancha —la tranquilizó Jofre—. Para eso debe consolidar el poder de Roma y unificar los Estados Pontificios bajo la autoridad del Santo Padre.

—No tengo por qué ocultarte que no siento ningún aprecio por tu padre desde que me expulsó de Roma —dijo Sancha, levantando por primera vez el tono de voz—. Si la vida de mi hermano no hubiera estado en peligro, te aseguro que nunca habría vuelto a pisar Roma. Si hubieras deseado estar conmigo, tú podrías haber venido a Nápoles. No confío en tu padre, Jofre —concluyó diciendo tras un breve silencio.

—Sigues enojada con él, Sancha —dijo Jofre—. Y lo comprendo. Pero olvidarás tu odio con el tiempo.

Sancha sabía que no era así, pero, por una vez, decidió callar, pues también sabía que tanto ella como Alfonso corrían peligro. Y, aun así, no pudo evitar preguntarse qué debía de pensar realmente Jofre sobre su padre, si es que tan siquiera se atrevía a tener una opinión sobre él.

Mientras tanto, Jofre se había acostado a su lado.

Como tantas otras veces, Sancha se sorprendió ante la inocencia de la mirada de su joven esposo.

—Nunca te he ocultado que cuando me obligaron a desposarme contigo me parecías un niño sin apenas inteligencia —dijo acariciándole la mejilla—. Pero, con el tiempo, he aprendido a apreciar tu bondad y ahora sé que eres capaz de amar de una manera que el resto de tu familia ni siquiera puede concebir.

—Lucrecia ama a Alfonso —objetó Jofre y, al recordar la lealtad con la que César había guardado su secreto, pensó que su hermano también sabía lo que era el amor, pero no dijo nada.

—Sí, Lucrecia sabe lo que es el amor —dijo Sancha—, y ésa será su perdición, pues la ambición de tu hermano y de tu padre acabarán por destrozar su corazón. ¿Es que no te das cuenta, Jofre?

—Mi padre cree en la Iglesia a la que sirve —Jofre interrumpió a su esposa.

—Y César desea devolverle el esplendor a Roma, como en tiempos de aquel emperador que llevaba su mismo nombre. Su vocación es la guerra.

Sancha sonrió.

—¿Y has pensado alguna vez en cuál es tu vocación? —preguntó con ternura—. ¿Te ha preguntado alguna vez tu padre por tus anhelos? La verdad es que no comprendo cómo puedes no odiar a ese hermano que te roba la atención de tu padre, o a ese padre que nunca se ha esforzado por saber quién eres realmente.

Jofre acarició el suave hombro de su esposa. El tacto de su piel siempre le había proporcionado un gran placer.

—De niño siempre soñé que, cuando creciera, me convertiría en cardenal. Cuando mi padre me cogía en brazos, el olor de sus vestiduras me llenaba de amor por Dios y de deseos de servirle. Pero antes de que yo pudiese decidir, mi padre encontró un sitio para mí en Nápoles… junto a ti, Sancha. Y así fue como llegué a amarte a ti con el amor que guardaba para Dios.

La devoción que sentía por ella hacía que Sancha quisiera protegerlo, que intentara hacerle comprender de cuántas cosas le había privado el sumo pontífice.

—Tu padre es un hombre despiadado —le dijo a Jofre—. ¿Puedes ver al menos eso, Jofre? Aunque su crueldad esté envuelta en el manto de la fe. ¿No te das cuenta de que la ambición de tu hermano raya en la locura? ¿Es que no puedes ver lo que con tanta claridad veo yo?

Jofre cerró los ojos.

—Veo mucho más de lo que crees, amor mío.

Sancha lo besó apasionadamente. Después hicieron el amor. Con los años, y su ayuda, Jofre se había convertido en un amante cuidadoso que, más que en su propio placer, pensaba en el de ella.

Después, yacieron largo tiempo en silencio. Pero Sancha necesitaba prevenirlo, aunque sólo fuera para protegerse a sí misma.

—Amor mío —dijo—. Es posible que tu padre o tu hermano intentaran matar a Alfonso. Antes tu padre me expulsó de Roma con el único fin de obtener una ventaja política. ¿Y, aun así, piensas que nosotros no corremos ningún peligro? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que nos separen, Jofre?

—Nunca permitiré que nos separen, Sancha —dijo él con firmeza y, más que como una declaración de amor, sus palabras sonaron como una promesa de venganza.

César había pasado la mañana indagando en las calles de Roma sobre la agresión contra Alfonso. ¿Había visto u oído alguien algo que pudiera facilitar la captura de los agresores? Finalmente, había vuelto al Vaticano con las manos vacías.

Al día siguiente, almorzó en el palacio del cardenal Riario para hablar de los preparativos del jubileo y le hizo saber que la Iglesia recompensaría generosamente su esfuerzo por preparar los festivales y encargarse de organizar la limpieza de las calles de Roma.

Tras el almuerzo, fueron al comercio de un negociante de arte que vendía antigüedades. El cardenal Riario tenía una selecta colección privada y estaba considerando la posibilidad de comprar una exquisita escultura que acababa de llegar a manos del comerciante.

Se detuvieron ante una pesada puerta de madera tallada y el cardenal llamó con insistencia. Les abrió un anciano con el cabello blanco, una pronunciada bizquera y una sonrisa astuta.

El cardenal hizo las presentaciones.

—Giovanni Costa —dijo—. El capitán general de nuestros ejércitos, el gran César Borgia, desea ver tus esculturas.

Tras hacer una reverencia, Costa los condujo a través de varias estancias hasta llegar a un patio lleno de esculturas. El suelo estaba cubierto de polvo y entre el desorden reinante podían contemplarse brazos, piernas, bustos inacabados y todo tipo de piezas de mármol esculpido. En un rincón apartado había una pieza cubierta con una tela negra.

—¿Qué escondes bajo esa sábana negra? —preguntó César.

El comerciante los condujo hasta la esquina y, con un gesto lleno de teatralidad, retiró la sábana.

—Probablemente sea la mejor pieza que jamás haya tenido en mi poder —dijo Costa.

Al ver el magnífico Cupido tallado en mármol, César contuvo por un momento la respiración. La figura tenía los ojos entornados y los labios dulcemente arqueados en una expresión de ensueño y, al mismo tiempo, de melancolía. La pieza parecía poseer una luz propia y las alas eran tan delicadas que daba la sensación de que el querubín podría echar a volar en cualquier momento. César nunca había visto algo tan bello, tan perfecto.

—¿Cuánto pedís por esta pieza? —preguntó.

—Es un auténtico tesoro —dijo el comerciante—. Si quisiera podría venderla por una auténtica fortuna.

—¿Cuánto? —repitió César, que estaba pensando en cuánto disfrutaría Lucrecia al verla.

—Por tratarse de vos, tan sólo dos mil ducados.

Antes de que César pudiese contestar, el cardenal Riario se acercó a la escultura y la estudió con atención, pasando la mano una y otra vez por su delicada superficie. Después se dio la vuelta y se dirigió al comerciante.

—Mi querido amigo —dijo—. Esta pieza no es antigua. De hecho, estoy convencido de que no hace mucho tiempo que acabó de tallarse.

—Tenéis buen ojo, eminencia —se apresuró a decir Costa—. Nunca he dicho que fuera antigua. De hecho, fue tallada hace un año por un joven talento florentino.

El cardenal negó con la cabeza.

—No me interesan las obras contemporáneas, y menos aún a un precio tan desorbitado —dijo.

Pero César había quedado fascinado por la belleza de aquel dulce Cupido.

—Me da igual lo que cueste o cuándo fuera tallada —dijo—. Debe ser mía.

—El dinero no es sólo para mí —se apresuró a decir Costa, excusándose por el alto precio—. Debo entregar su parte al artista. Y también a su representante. Además, no hay que olvidar el coste del transporte…

—No es necesario que digas nada más —lo interrumpió César con una sonrisa—. Ya he dicho que debe ser mía. Así pues, te daré lo que pides. Tendrás dos mil ducados. —Guardó silencio durante unos instantes, pero en el último momento, cuando estaba a punto de abandonar el patio, pareció recordar algo—. ¿Y cómo se llama ese joven talento florentino? —preguntó.

—Buonarroti —dijo Costa—. Miguel Angel Buonarroti. Os aseguro que volveréis a oír su nombre.

Los rumores corrían por las calles de Roma. Al principio se decía que César había intentado dar muerte a otro hermano, y cuando César proclamó públicamente su inocencia, un nuevo rumor no tardó en sustituir al anterior. Ahora se decía que, agraviados por el gobierno de Lucrecia en Nepi, los Orsini se habían vengado en la persona de su esposo, quien, además, era un aliado de sus más encarnizados enemigos, los Colonna.

Pero dentro de los muros del Vaticano eran otras las preocupaciones. Alejandro, que había sufrido varios síncopes, se veía obligado a guardar cama y Lucrecia había dejado a su esposo al cuidado de Sancha para atender a su padre, a quien tan sólo su presencia parecía consolar.

—Decidme la verdad, padre —le preguntó un día—. No tuvisteis nada que ver con el ataque contra Alfonso, ¿verdad?

—Mi dulce niña —dijo Alejandro al tiempo que se incorporaba en su lecho.

—Nunca podría hacerle daño al hombre que tan feliz hace a mi hija. Por eso, precisamente, he ordenado que mis hombres hagan guardia día y noche ante su puerta.

Lucrecia se sintió aliviada.

Mientras Alejandro disipaba las dudas de su hija, Sancha entraba acompañada de dos napolitanos en la cámara en la que yacía su hermano. Alfonso se recuperaba rápidamente y, ese día en concreto, se sentía especialmente animado. Aunque sólo habían pasado dos semanas desde el brutal asalto, ya era capaz de levantarse, aunque todavía no podía andar.

Alfonso saludó efusivamente a los dos hombres y le pidió a su hermana que los dejara a solas para que pudieran conversar como lo hacen los amigos cuando no hay mujeres presentes; al fin y al cabo, no se veían desde que él había estado en Nápoles por última vez, hacía ya varios meses.

Feliz de ver a su hermano con tan buen ánimo, Sancha decidió ir a visitar a los hijos de Lucrecia en Santa Maria in Portico. Sólo estaría fuera una hora y no cabía duda de que Alfonso estaría a salvo en compañía de los dos napolitanos.

Aquel soleado día de agosto hacía más calor incluso de lo normal. César estaba paseando por los jardines del Vaticano, disfrutando con el color de las flores, la serenidad de los altos cedros, el suave murmullo de las fuentes y el alegre trinar de los pájaros. Hacía tiempo que el hijo del papa no sentía tanta paz. El calor no le molestaba. Al contrario, disfrutaba con él; sin duda, un privilegio de su ascendencia española. Estaba sumido en sus pensamientos, reflexionando sobre la información que le acababa de ofrecer don Michelotto, cuando vio una exótica flor roja. Se inclinó para admirar su belleza y apenas había pasado un instante cuando escuchó el susurro de una flecha justo encima de su cabeza. La flecha se clavó en el cedro que había detrás de la flor.

Instintivamente, César se lanzó al suelo justo antes de que la segunda flecha cortara el aire encima de él. Y, mientras gritaba llamando a la guardia, se dio la vuelta rodando por el suelo para poder ver de dónde procedían las flechas.

Ahí, en uno de los balcones del palacio, estaba su cuñado Alfonso, sostenido por los dos napolitanos. Uno de sus compañeros cargaba su ballesta mientras Alfonso apuntaba una flecha directamente a César.

—¡Traición! ¡Traición! —gritó César—. ¡Hay un traidor en palacio!

De forma instintiva, su mano sujetó la empuñadura de la espada mientras se preguntaba cómo podría alcanzar a Alfonso antes de que una de sus flechas lo alcanzara a él.

Cuando los soldados de la guardia llegaron en auxilio de César, Alfonso había desaparecido del balcón.

César arrancó la segunda flecha, que se había clavado en la tierra, y mandó llamar al médico del Vaticano. Éste no tardó en confirmarle lo que César sospechaba. La punta de la flecha había sido impregnada con un veneno letal; un rasguño hubiera sido suficiente para darle muerte.

Al regresar a las dependencias privadas de su padre, encontró a Lucrecia lavando cuidadosamente las heridas de su esposo. Inmóvil, con el pecho descubierto, Alfonso permanecía en silencio. Sus dos cómplices habían desaparecido, pero la guardia del Vaticano pronto les daría caza.

César no le dijo nada a su hermana. Alfonso parecía agitado, pues no podía saber con certeza si César lo había reconocido desde el jardín. Pero César no tardó en despejar sus dudas.

—Lo que habéis comenzado concluirá esta misma noche —le susurró al oído sin que Lucrecia pudiera oírlo.

Después le dio un beso a su hermana y se marchó.

Horas después, Lucrecia y Sancha conversaban animadamente junto al lecho de Alfonso, haciendo planes para pasar una temporada en Nepi. Allí podrían pasar más tiempo con los niños mientras Alfonso se recuperaba de sus heridas. Desde que Sancha había vuelto de Nápoles, las dos mujeres habían forjado una sincera amistad.

Alfonso se había quedado dormido mientras ellas hablaban. De repente, el sonido de alguien llamando insistentemente a la puerta lo despertó. Lucrecia abrió la puerta. Era don Michelotto.

—Primo Miguel —dijo Lucrecia—. Me sorprende veros aquí.

—He venido a ver a vuestro esposo. Debo tratar ciertos asuntos con él —dijo don Michelotto mientras recordaba con afecto los tiempos en los que había llevado a Lucrecia sobre sus hombros cuando la hija del papa todavía era una niña—. Vuestro padre me ha pedido que os dijera que desea veros.

Lucrecia vaciló unos instantes.

—Por supuesto —dijo finalmente—. Iré a verlo ahora mismo. Mientras tanto, Sancha velará por Alfonso, pues esta noche mi esposo está muy débil.

—Es importante que hable con él en privado —dijo don Michelotto con expresión afable.

Mientras tanto, Alfonso fingía dormir. Tenía la esperanza de que, al verlo así, don Michelotto abandonase la estancia sin interrogarlo sobre lo ocurrido esa tarde en el balcón.

Lucrecia y Sancha abandonaron la estancia, pero antes de que hubieran llegado al final del corredor, oyeron la voz de don Michelotto, que las urgía a regresar.

Alfonso seguía tumbado en su lecho, pero su tez había adquirido un tono azulado. Estaba muerto.

—Debe de haber sufrido una hemorragia —explicó don Michelotto con aparente preocupación—. De repente, dejó de respirar.

Pero no dijo nada sobre las poderosas manos con las que había rodeado el cuello de Alfonso.

Lucrecia se arrojó sobre el cuerpo sin vida de su esposo, llorando desconsoladamente. Pero Sancha se abalanzó sobre don Michelotto, maldiciéndolo mientras lo golpeaba una y otra vez en el pecho.

Cuando César entró en la estancia, Sancha saltó sobre él.

—¡Bastardo! —gritó—. ¡Maldito bastardo! Impío hijo del diablo —gritó mientras le arañaba el cuello. Después empezó a tirarse del pelo sin parar de chillar, arrancándose un mechón tras otro de su largo y oscuro cabello.

Jofre no tardó en llegar. Abrazó a su esposa y aguantó sus golpes enloquecidos hasta que Sancha cesó en su actitud y empezó a llorar desconsoladamente. Entonces la cogió en brazos y la llevó a sus estancias privadas.

Cuando César le pidió a don Michelotto que lo dejase a solas con Lucrecia, ella levantó la cabeza del pecho sin vida de su esposo y se volvió hacía su hermano.

—Nunca te perdonaré por lo que has hecho, César. Nunca —dijo, incapaz de contener el llanto—. Me has arrancado el corazón, pero nunca podrá ser tuyo, pues ya ni siquiera es mío. Todos sufriremos por lo que has hecho, hermano, incluso nuestros hijos.

César intentó acercarse a su hermana, intentó explicarle que Alfonso había intentado acabar con su vida primero, pero al ver el odio en el rostro de Lucrecia las palabras no salieron de sus labios.

Lucrecia corrió a las estancias de su padre.

—Nunca os perdonaré, padre —amenazó al sumo pontífice en cuanto estuvo en su presencia—. Me habéis causado más dolor del que podáis imaginar. Si fue vuestra la orden de acabar con la vida de mi esposo, deberíais haber callado por el amor que decís sentir por mí. Y, si el culpable es mi hermano, deberíais haberlo detenido. Nunca volveré a amaros, a ninguno de los dos, pues habéis traicionado mi confianza.

El papa Alejandro la miraba con sorpresa.

—¿Por qué hablas así, Lucrecia? ¿Qué ha ocurrido?

—Me habéis arrancado el corazón —dijo ella con los ojos llenos de odio—. Habéis roto un pacto que estaba sellado en el cielo.

Alejandro se levantó y se acercó lentamente a su hija. No intentó abrazarla, pues sabía que ella rechazaría su roce.

—Mi querida niña —dijo—, nunca quise hacerle ningún daño a tu esposo. Fue él quien intentó asesinar a tu hermano César. Y, aun así, ordené que fuera protegido. Pero nadie podía evitar que tu hermano se protegiera de su agresor —añadió finalmente al tiempo que inclinaba la cabeza.

Al ver la angustia en el rostro de su padre, Lucrecia se dejó caer de rodillas a sus pies.

—Debéis ayudarme a comprender, padre —dijo sin dejar de llorar al tiempo que se cubría el rostro con las manos—. ¿Qué clase de demonio habita en este mundo? ¿Qué clase de Dios es éste que permite que muera un amor como el nuestro? ¡Es una locura! Decís que mi esposo intentó matar a mi hermano y que mi hermano asesinó a mi esposo. Entonces, sin duda, sus almas arderán en el infierno y yo nunca volveré a verlos. Los he perdido a los dos para siempre.

Alejandro apoyó una mano sobre el cabello de su hija, intentando calmar su dolor.

—No llores, hija mía. No llores. Dios es misericordioso. Los perdonará, Sí no fuera así, no habría razón para su existencia. Algún día, cuando esta tragedia terrenal llegue a su final, volveremos a estar juntos en el cielo.

—No puedo esperar a la eternidad para ser feliz —dijo Lucrecia, y, sin más, se levantó y salió corriendo de la estancia.

Esta vez, los rumores eran ciertos: César había dado muerte al esposo de su hermana. Pero, antes, el napolitano había intentado matarlo a él en los jardines del Vaticano, por lo que el pueblo de Roma justificó la acción de su capitán general.

Los dos napolitanos fueron capturados, confesaron y fueron ahorcados en la plaza pública.

Pero la ira de Lucrecia no iba a apagarse tan fácilmente.

Aquel día, Alejandro y César estaban en los aposentos privados del sumo pontífice. Lucrecia irrumpió en la sala y acusó a César de haber matado primero a su hermano y después a su esposo. Alejandro intentó calmar a César, pues no deseaba, que la brecha que se había abierto entre sus dos hijos favoritos se hiciera aún más pronunciada, pero la acusación de su hermana había herido profundamente a César, quien nunca se había defendido ante ella de esa acusación, pues nunca podría haber sospechado que Lucrecia lo creyera culpable del asesinato de Juan.

Habían pasado varias semanas desde la muerte de Alfonso y Lucrecia seguía llorando desconsoladamente a su esposo. Incapaces de presenciar su dolor, Alejandro y César empezaron a evitarla. Cuando Alejandro le dijo a su hija que debía volver junto a sus hijos al palacio de Santa Maria in Portico, Lucrecia insistió en dejar Roma y viajar a Nepi en compañía de los niños y de Sancha. Jofre también podía acompañarla, si ése era su deseo, pero César no sería bienvenido. Antes de partir, al despedirse de su padre, le hizo saber que no deseaba volver a hablar con César en toda su vida.

César luchó contra su propio corazón para no seguir a su hermana a Nepi. Deseaba explicarle lo que sentía, por qué había obrado como lo había hecho, pero sabía que todavía no era el momento adecuado para hacerlo. Así, se entregó en cuerpo y alma a planear la nueva campaña contra la Romaña. Lo primero que debía hacer era viajar a Venecia para conseguir que sus ejércitos no acudieran en defensa de Rímini, Faenza y Pesaro, pues los tres feudos contaban con la protección de los venecianos.

Tras varios días de travesía, César finalmente divisó Venecia desde la cubierta de su buque, La bella ciudad emergía de las oscuras aguas con el esplendor de un dragón mítico. Ahí estaba la plaza de San Marcos.

Al atracar, fue llevado a un imponente palacio bizantino situado junto al Gran Canal, donde varios nobles venecianos lo agasajaron con obsequios. En cuanto estuvo instalado, el capitán general de los ejércitos pontificios solicitó ser recibido por el Gran Consejo, a cuyos miembros propuso un acuerdo tras explicar la posición del papado: los ejércitos pontificios defenderían Venecia de producirse una invasión de la flota del sultán de Turquía; a cambio, Venecia renunciaría a brindar su apoyo a los caudillos de Rímini, de Faenza y de Pesaro.

En una brillante y colorida ceremonia, el Gran Consejo dio su visto bueno al acuerdo e invistió a César con la capa de ciudadano de honor de Venecia. Ahora, el capitán general también era un «caballero veneciano».

Los dos años que Lucrecia había compartido con Alfonso habían sido los más felices de su vida. Durante ese breve período de tiempo, todas las promesas que le había hecho su padre cuando era niña parecían haberse convertido en realidad. Pero ahora, el dolor que la afligía trascendía la muerte de su querido esposo, la pérdida de su dulce sonrisa, de su alegre disposición, de su felicidad junto a él. Con la muerte de su esposo también había perdido la confianza en su padre y en su hermano, hasta en la mismísima Iglesia. Ahora se sentía abandonada, tanto por su padre como por Dios.

Finalmente había ido a Nepi acompañada por Sancha, Jofre, sus dos hijos, Giovanni y Rodrigo, y un reducido séquito de cincuenta criados de su confianza.

Hacía tan sólo un año que Alfonso y ella habían pasado días felices en ese mismo lugar, haciendo el amor, eligiendo bellos muebles y deliciosos tapices para decorar sus estancias, paseando entre los altos robles de la bella campiña de los alrededores.

Nepi era una población pequeña, con una plaza con una bella iglesia erigida sobre el templo de Júpiter y estrechas calles con edificios góticos y algún palacete señorial. Alfonso y Lucrecia habían paseado incontables veces cogidos de la mano por aquellas calles que, ahora, parecían tan tristes y melancólicas como el ánimo de Lucrecia.

Pues daba igual que mirara el negro volcán de Bracciano o la azulada cordillera de Sabina, Lucrecia sólo veía a Alfonso.

Un hermoso día soleado, Sancha y Lucrecia salieron a dar un paseo con los niños. Lucrecia parecía más animada que de costumbre, hasta que el balido de una oveja y el tono lastimero de la flauta de un pastor hicieron que las lágrimas volvieran a aflorar en sus ojos.

Por las noches, a veces se despertaba con la sensación de salir de una pesadilla. Entonces alargaba el brazo, buscando el cuerpo de su esposo, pero sólo encontraba sábanas vacías y soledad. Todo su ser suspiraba por Alfonso. Apenas comía. Nada parecía poder aliviar su dolor. Todas las mañanas se levantaba más fatigada que el día anterior y tan sólo la presencia de sus hijos conseguía dibujar una leve sonrisa en sus labios. Durante el primer mes de estancia en Nepi, Lucrecia tan sólo había sido capaz de encargar a su costurera que le hiciera unos nuevos trajes a sus hijos. Incluso jugar con ellos le resultaba agotador.

Decidida a ayudar a su cuñada, finalmente Sancha intentó dejar a un lado su propio dolor y se entregó en cuerpo y alma a Lucrecia y a los niños. Jofre la ayudaba consolando a Lucrecia y cuidando de los niños; jugaba con ellos, les leía cuentos y, todas las noches, los acostaba con una dulce canción.

Y fue durante ese tiempo cuando Lucrecia empezó a reflexionar sobre sus sentimientos hacia su padre, hacia su hermano y hacia Dios.

César llevaba una semana en Venecia y estaba listo para regresar a Roma y reunir a sus tropas para emprender la campaña contra la Romaña. La noche anterior a su partida, cenó con varios de sus antiguos compañeros de la Universidad de Pisa, disfrutando de los viejos recuerdos y el buen vino.

Aun brillante y majestuosa como lo era durante el día, con su gentío, sus coloridos palacios, sus tejados almenados, sus magníficas iglesias y sus bellos puentes, de noche Venecia era una ciudad siniestra.

La humedad de los canales envolvía la ciudad en una espesa bruma en la que resultaba difícil no extraviarse. Los callejones surgían como patas de arañas entre los palacios y los canales, dando refugio a todo tipo de villanos.

Mientras César caminaba por el estrecho callejón que conducía a su palacio, un poderoso haz de luz lo iluminó desde el canal. Se dio la vuelta, pues había oído el chirrido de los goznes de una puerta, pero, cegado por la luz, no vio a los tres hombres vestidos con sucias ropas de campesinos hasta que casi estuvieron a su lado. Los destellos de sus dagas cortaban la niebla.

César se dio la vuelta, buscando un camino por donde huir, pero otro hombre se acercaba a él desde el otro extremo del callejón.

Estaba atrapado.

Sin pensarlo, saltó a las oscuras aguas del canal, sobre las que flotaban todo tipo de desechos e inmundicias, y nadó bajo la superficie, aguantando la respiración hasta que creyó que el pecho le iba a estallar. Hasta que finalmente volvió a salir a la superficie en la otra orilla del canal.

Dos de sus perseguidores corrían atravesando un puente con antorchas en las manos.

César se llenó los pulmones de aire y volvió a sumergirse. Esta vez emergió entre dos de las góndolas que había amarradas debajo del puente. Sin apenas sacar la cabeza del agua, rezó por que sus agresores no lo encontraran.

Los hombres corrían por la orilla del canal, entrando y saliendo en cada pequeño callejón, registrando cada esquina, iluminando cada recodo con sus antorchas…

Cada vez que se acercaban a donde estaba, César se sumergía bajo el agua y aguantaba la respiración hasta que no podía hacerlo por más tiempo.

Finalmente, los hombres se reunieron encima del puente.

—Maldito romano —oyó César que decía uno de ellos—. Ha desaparecido.

—Se habrá ahogado —contribuyó la voz de otro hombre.

—Yo preferiría ahogarme que nadar entre toda esa porquería —dijo otro.

—Ya hemos hecho suficiente por esta noche —dijo una voz cargada de autoridad—. Nero nos ha pagado por cortarle el cuello a un hombre, no por perseguir a un fantasma hasta que amanezca.

César escuchó cómo se alejaban las pisadas de sus perseguidores.

Preocupado ante la posibilidad de que hubieran dejado a alguien vigilando, nadó pegado a la oscura orilla hasta llegar al palacio donde se alojaba. Un miembro de la guardia asignada personalmente por el dux para proteger a César observó con sorpresa cómo el distinguido romano salía temblando de las hediondas aguas del Gran Canal.

Después de darse un baño caliente y de vestirse con ropa limpia, César reflexionó sobre la mejor manera de proceder mientras bebía una taza de jerez caliente. Finalmente ordenó a sus criados que dispusieran todo para partir al amanecer.

No concilió el sueño en toda la noche. Al rayar el alba, montó en la gran góndola tripulada por tres hombres armados que lo esperaba en el muelle. Estaban soltando las amarras cuando un hombre corpulento con un uniforme oscuro se acercó corriendo a ellos.

—Excelencia —dijo, luchando por recuperar el aliento—, soy el alguacil jefe de esta zona de Venecia. Antes de vuestra partida, quería disculparme por el desagradable incidente de anoche. Desafortunadamente, Venecia no es un lugar seguro una vez caída la noche. Hay cientos de ladrones al acecho.

—Sin duda ayudaría que alguno de vuestros hombres se dejara ver por las calles —dijo César con evidente disgusto.

—Sería de gran ayuda que nos acompañaseis al callejón donde fuisteis atacado —se apresuró a decir el alguacil—. Sólo serían unos minutos. Vuestra escolta podría esperaros aquí mientras registramos las casas más cercanas. Tal vez reconozcáis a alguno de los agresores.

César se debatió en la duda. Por un lado deseaba partir inmediatamente hacia Roma. Por otro, deseaba saber quién había intentado acabar con su vida. Y, aun así, las pesquisas podrían durar horas y él no tenía tiempo que perder. Ya obtendría esa información por otros medios. Ahora, debía regresar a Roma.

—Bajo circunstancias normales, estaría encantado de ayudaros, pero me temo que mi carruaje me está esperando en tierra firme y debo alcanzar Ferrara antes del anochecer, pues los caminos son tan peligrosos como sus callejones.

El alguacil sonrió y se ajustó el casco.

—¿Volveréis a honrarnos pronto con vuestra presencia en Venecia, excelencia?

—Eso espero —dijo César.

—Entonces, quizá en vuestra próxima visita podáis ayudarnos. Podéis encontrarme en el cuartel que hay junto al puente de Rialto. Me llamo Bernardino Nerozzi, pero todo el mundo me llama Nero.

Mientras viajaba hacia Roma, César no dejó de pensar en quién podría haber sobornado a un alguacil para que acabara con su vida. Pero sus reflexiones resultaban inútiles, pues había demasiados candidatos. Divertido, pensó que, si los asesinos hubieran logrado su objetivo, la lista de sospechosos habría sido tan extensa que nunca se podría haber sabido quién había ordenado el asesinato.

Podría haber sido un pariente aragonés de Alfonso que deseara vengar su muerte. Podría haber sido Giovanni Sforza, humillado por la anulación y por la afrenta de su supuesta impotencia. Podría haber sido algún miembro del clan de los Riario, encolerizados por la captura de Caterina Sforza. Incluso podría haber sido el propio Giuliano della Rovere, cuyo odio hacia los Borgia no conocía límites. O algún caudillo de la Romaña, intentando detener la campaña contra sus feudos. O alguien que deseara vengarse de alguna afrenta del Santo Padre. O… La lista era interminable.

Cuando finalmente llegó a Roma, sólo estaba seguro de una cosa: debía vigilar bien sus espaldas, pues no cabía duda de que alguien deseaba su muerte.

Igual que al yacer con César por primera vez había visto las puertas del paraíso, ahora, la muerte de Alfonso había conducido a Lucrecia hasta las puertas del infierno. Ahora, por primera vez, veía su vida y a su familia tal como eran verdaderamente.

Y esa pérdida de inocencia había sido devastadora para Lucrecia, pues hasta entonces había vivido y había amado en un reino mágico. Pero, ahora, todo eso había cambiado. Ahora todo había acabado. A veces intentaba recordar el principio, pero era inútil, pues el principio no existía.

Cuando todavía no era más que un bebé, su padre solía sentarla sobre su regazo y contarle maravillosas leyendas sobre los dioses y los titanes del Olimpo. Y entonces ella pensaba que su padre era como Zeus, el más grande de todos los dioses. ¿Acaso no era su voz el trueno? ¿Acaso no eran sus lágrimas la lluvia? ¿Acaso no era su sonrisa el sol que brillaba en su cara? ¿Acaso no era ella entonces Atenea, la hija de Zeus, o Venus, la diosa del amor?

Y cuando su padre le leía la historia de la creación con gestos elocuentes de las manos y palabras llenas de luz, entonces, ella era Eva, tentada por la serpiente, y también era la Virgen María, la madre del hijo de Dios.

En los brazos de su padre Lucrecia se había sentido libre de todo peligro, se había sentido fuera del alcance del diablo. Y por eso nunca había temido la muerte. Porque estaba segura de que estaría a salvo en los brazos del Padre Celestial, igual que lo estaba entonces en los brazos de su padre. Pues ¿acaso no eran lo mismo?

Y había hecho falta que portara el velo negro de una viuda para que el velo de la ilusión dejara de ocultar la realidad a sus ojos.

Pues al besar los labios fríos de su esposo había sentido por primera vez el vacío de la muerte y había comprendido que la vida era sufrimiento y que ella también moriría. Ella y su padre y César; todos compartirían el mismo final. Hasta ese momento, en su corazón, todos sus seres queridos habían sido inmortales y ahora lloraba por todos ellos.

Eran muchas las noches durante las que no conciliaba el sueño. De día, pasaba las horas vagando sin rumbo por sus aposentos, incapaz de encontrar un solo momento de paz. Las sombras del miedo y la duda parecían haberla seducido e, igual que cuestionaba todo aquello en lo que había creído, Lucrecia no tardó en cuestionar su fe.

—¿Qué me está pasando? —le preguntó, asustada, a Sancha un día, cuando el dolor y la desesperación ya ni siquiera le permitieron levantarse del lecho.

Sentada al borde de la cama, Sancha mesó el cabello de Lucrecia y se inclinó para besarle la frente.

—Te estás dando cuenta de que no eres más que un peón que tu padre mueve a su antojo —le dijo a su cuñada—. De que eres como esos feudos que tu hermano conquista para la mayor gloria de los Borgia. Y ésa es una verdad difícil de aceptar, querida Lucrecia.

—Eso no es cierto —protestó Lucrecia—. Mi padre siempre se ha preocupado por mi felicidad.

—¿Siempre? —preguntó Sancha—. Sinceramente, yo nunca lo he visto. Pero da igual. Ahora, lo importante es que te recuperes. Debes ser fuerte, pues tus hijos te necesitan.

—Dime, Sancha —dijo Lucrecia—. ¿Es bondadoso contigo tu padre? ¿Te trata como mereces?

—No es ni bondadoso ni cruel —dijo ella tras un largo silencio—, pues has de saber que mi padre perdió la razón cuando los franceses invadieron Nápoles. Y, aun así, puede que ahora sea más piadoso que antes. Vive en una torre del palacio. Todos intentamos cuidarlo. Hay noches en que sus gritos dementes resuenan por todo el palacio. «Oigo a Francia —grita—. Los árboles y las rocas llaman a Francia». Y, a pesar de su demencia, es más bondadoso que el sumo pontífice. Pues, incluso antes de enfermar, yo ya no compartía su mundo ni él era todo lo que había en el mío. Tan sólo era mi padre, y mi amor por él no me hacía más débil.

Lucrecia rompió a llorar de nuevo, pues sabía que Sancha decía la verdad. Aferrada a las sábanas, intentaba recordar cuándo había cambiado su padre.

Su padre siempre hablaba de un Dios misericordioso y alegre, pero, como sumo pontífice, servía a un Dios vengativo, a un Dios despiadado. Lucrecia no podía entender cómo ese Dios permitía que hubiera tanto dolor en el mundo.

Y fue entonces cuando empezó a dudar de la sabiduría de su padre. ¿De verdad eran ciertas sus enseñanzas? ¿De verdad era la palabra de Dios aquello por lo que luchaba su padre? ¿De verdad era su padre el vicario de Cristo en la tierra? ¿De verdad eran todos sus deseos los deseos de Dios? Pues el Dios bondadoso que vivía en el corazón de Lucrecia no se parecía al Dios vengativo cuya voz oía su padre.

No había pasado un mes aún desde la muerte de Alfonso, cuando el sumo pontífice empezó la búsqueda de un nuevo esposo para Lucrecia. Aunque a ella pudiera parecerle una decisión cruel, Alejandro debía asegurarle una posición, pues no deseaba que, cuando él muriera, su hija se viera obligada a mendigar comida en platos de barro.

Ese día, Alejandro mandó llamar a Duarte para estudiar a los posibles pretendientes.

—¿Qué te parece Luis de Ligny? —le preguntó el Santo Padre a su consejero—. Después de todo, se trata de un primo del rey de Francia.

—No creo que Lucrecia lo encuentre aceptable, Santidad —contestó Duarte con sinceridad.

Alejandro le envió una carta a su hija a Nepi. Lucrecia no tardó en responderle. «No viviré en Francia», decía la escueta misiva.

El siguiente candidato era Francisco Orsini, el duque de Gravina. «No deseo desposarme con ningún hombre», decía la segunda misiva de Lucrecia.

Cuando Alejandro le envió otra carta preguntando por sus razones, la respuesta de Lucrecia fue igual de rotunda: «Todos mis esposos son desafortunados. No deseo que la desdicha de otro hombre pese sobre mi conciencia».

El papa volvió a llamar a Duarte.

—No sé qué hacer, amigo mío —le dijo a su consejero—. No consigo hacer entrar en razón a mi hija. No se da cuenta de que yo no viviré para siempre. Y, cuando yo muera, sólo quedará César para cuidarla.

—Lucrecia parece confiar en Jofre y en su esposa Sancha, Su Santidad —intervino Duarte—. Puede que sólo necesite algo más de tiempo para recuperarse de su dolor. Decidle que vuelva a Roma. Así podréis explicarle vuestros sentimientos cara a cara. Todavía hace muy poco tiempo que el joven Alfonso pasó a mejor vida. Además, Nepi está demasiado lejos de Roma.

Las semanas transcurrían lentamente mientras Lucrecia intentaba recuperarse de su dolor y encontrar una razón por la que seguir viviendo. Una noche, Jofre entró en su cámara y se sentó junto a su hermana. Aunque era tarde, ella leía, incapaz de conciliar el sueño.

Jofre llevaba el cabello rubio oculto bajo un sombrero de terciopelo verde. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño. Esa noche, después de la cena, se había retirado pronto a descansar, por lo que a Lucrecia le sorprendió verlo de esa manera, como sí estuviera a punto de salir. Pero su hermano empezó a hablar antes de que ella pudiera preguntarle por su atuendo.

—He cometido un terrible pecado, hermana mía —empezó a decir Jofre, luchando por pronunciar cada palabra—. Sólo yo lo conozco. Sé que ningún Dios me perdonaría por lo que he hecho. Sé que nuestro padre jamás me perdonaría y, aun así, yo nunca lo he juzgado a él por sus pecados.

Lucrecia se incorporó en el lecho. Tenía los ojos hinchados por el llanto.

—¿Qué puedes haber hecho tú que nuestro padre no pueda perdonarte? De los cuatro hermanos tú siempre fuiste el que menos cariño recibió y, aun así, eres el más dulce de todos nosotros.

Al mirarlo a los ojos, Lucrecia vio la lucha interna en la que se debatía su hermano.

¡Jofre llevaba tantos años deseando compartir su culpa! Y, de todas las personas que lo rodeaban, Lucrecia era en quien mas confiaba.

—No puedo seguir cargando con esta culpa —dijo finalmente él—. Lleva demasiados años conmigo.

Lucrecia cogió la mano de su hermano y, por un momento, el dolor que se reflejaba en la mirada de Jofre hizo que incluso olvidara su propia desdicha.

—Dime, hermano mío, ¿qué es lo que tanto te aflige?

—Me odiarás si te lo digo. Si se lo dijera a cualquiera que no fueras tú, no me cabe duda de que pronto acabarían con mi vida. Pero si no lo comparto con alguien temo volverme loco y, lo que es peor, temo por la salvación de mi alma.

—¿Qué pecado puede ser tan terrible como para hacerte pronunciar esas palabras, hermano mío? —preguntó ella sin ocultar su confusión—. Sabes que puedes confiar en mí. Te juro que tu secreto estará a salvo conmigo, pues nunca saldrá de mis labios.

—No fue César quien mató a nuestro hermano Juan —dijo por fin Jofre con voz entrecortada.

Lucrecia se apresuró a apoyar los dedos de una mano sobre los labios de su hermano.

—No digas más —le suplicó—. No pronuncies las palabras que oigo en mi corazón, pues te conozco desde que eras un bebé. Pero ¿qué podría ser tan querido para ti como para llevarte a cometer un acto tan desesperado? —preguntó tras un largo silencio.

Jofre apoyó la cabeza en el pecho de su hermana.

—Sancha —suspiró mientras Lucrecia lo abrazaba—. Mi alma está unida a la de mi esposa de maneras que a veces ni siquiera yo comprendo. Sin ella, no soy capaz de respirar.

Al pensar en su amor por Alfonso, Lucrecia comprendió lo que quería decir Jofre. Entonces pensó en César. Cuánto debía de haber sufrido. Sintió compasión por todos aquellos cuyo amor no era compartido, pues a veces el amor podía ser más traicionero incluso que la guerra.

César tenía que ver a su hermana antes de partir hacia la Romaña. Debía hacerle entender la razón de sus actos, debía pedir su perdón, debía recuperar su amor.

Cuando llegó a Nepi, Sancha intentó impedirle el paso, pero él la apartó de su camino y entró en los aposentos privados de su hermana.

Lucrecia estaba sentada, interpretando una triste melodía en un laúd. Al ver a César, sus dedos se congelaron en las cuerdas del instrumento y las notas de su canción se detuvieron en el aire.

César se arrodilló delante de ella y apoyó las manos en sus rodillas.

—Maldigo el día en que nací por haber sido la causa de tu desdicha —exclamó—. Maldigo el día en que supe que te amaba más que a mi propia vida. Necesitaba verte antes de acudir al campo de batalla, pues sin tu amor no existe guerra que merezca ser librada.

Lucrecia apoyó una mano sobre la cabeza de su hermano y le alisó el cabello hasta que él reunió el valor necesario para mirarla.

—¿Podrás llegar a perdonarme algún día? —preguntó César.

—¿Cómo no iba a perdonarte? —contestó ella con dulzura.

Los ojos de César se humedecieron.

—Entonces, ¿no he perdido tu amor? ¿Me sigues amando más que a nadie en este mundo?

Lucrecia suspiró.

—Te quiero, hermano mío, pues tú también eres un peón en manos del destino —dijo finalmente—. Y por eso me compadezco de los dos.

César se levantó, confuso por las palabras de Lucrecia. Y, aun así, agradeció su perdón.

—Ahora que he vuelto a verte, he recuperado la paz necesaria para acudir a la lucha y conquistar nuevos territorios para la gloria de Roma.

—Ve con cuidado, César —le dijo su hermana—, pues no podría soportar la pérdida de otro ser querido.

Cuando César la abrazó, a pesar de todo lo que había ocurrido, ella se sintió en paz entre los brazos de su hermano.

—Cuando volvamos a reunirnos espero haber cumplido todo lo que he prometido —dijo él.

Lucrecia sonrió.

—Con la ayuda de Dios, pronto volveremos a reunirnos en Roma —dijo.

Lucrecia pasó los meses siguientes dedicada a sus hijos y a la lectura.

Leyó las vidas de santos, de héroes y heroínas y estudió a los grandes filósofos. Llenó su mente de sabiduría hasta que, finalmente, comprendió que todo se reducía a una pregunta.

¿Viviría la vida o se la quitaría?

Pero si vivía, ¿encontraría algún día la paz que ansiaba? Se había jurado que, por muchas veces que su padre la desposara, nunca volvería a amar a otro hombre como había amado a Alfonso.

Para encontrar la paz, antes debía perdonar a todos aquellos que habían sido injustos con ella, pues si no lo hacía, la cólera de su corazón le robaría su libertad.

Habían pasado tres meses desde su llegada a Nepi cuando volvió a abrir las puertas del palacio para escuchar los ruegos y las quejas de sus súbditos, intentando servir con justicia tanto a los pobres como a aquellos que portaban monedas de oro en sus bolsas. Pues Lucrecia había decidido dedicar su vida a los desamparados, a aquellos que, como ella, sabían lo que era el sufrimiento, a aquellos cuyo destino estaba en manos de otros hombres más poderosos.

Si aprovechaba el poder de su padre y se servía de él en el nombre del bien, igual que su hermano lo empleaba para la guerra, todavía podría encontrar una razón para vivir. Como los santos que entregaban sus vidas a Dios, ella entregaría la suya a los demás, y lo haría con tal devoción que, cuando llegara el día de su muerte, el Padre Celestial la acogería a su lado a pesar de sus muchos pecados.

Y fue entonces cuando el sumo pontífice insistió en que Lucrecia regresara a Roma.