Capítulo 21

César fue recibido en Roma como un verdadero héroe. El gran desfile que se celebró en su honor fue el más sobrecogedor que se recordaba en la ciudad. Todos los miembros del ejército de César iban vestidos de un negro riguroso. Incluso los carros habían sido cubiertos con lienzos negros y el buey de los Borgia había sido bordado sobre un estandarte con el fondo negro. Al frente de sus hombres, cabalgando con su armadura negra sobre un semental azabache, César parecía un príncipe de las tinieblas. A su lado, cuatro cardenales con vestidura púrpura ofrecían un contraste estremecedor.

Al llegar al Vaticano, César se arrodilló ante el sumo pontífice, le besó el anillo y le ofreció las llaves de las plazas que había conquistado.

Con el rostro encendido por el orgullo, Alejandro levantó a su hijo del suelo en un caluroso abrazo. El gentío aclamó a los Borgia con júbilo.

César había cambiado mucho durante el tiempo que había estado lejos de Roma. Al darse cuenta de que los miembros de la corte del rey Luis lo despreciaban por su ostentación y sus aires de grandeza, al no conseguir vencer la voluntad de Carlotta, al no encontrar la felicidad ansiada en compañía de su esposa, incapaz de librarse del recuerdo de Lucrecia, finalmente había jurado que nunca volvería a mostrar sus emociones.

Y, desde aquel momento, rara vez dejó entrever una sonrisa y sus ojos nunca volvieron a reflejar ira ni desdén. La enfermedad había marcado su rostro para siempre, pues no hacía mucho que la sífilis se había reproducido en un episodio aún más severo que la primera, surcándole las mejillas con profundas marcas y llenándole la nariz y la frente de cicatrices que ya nunca desaparecerían. Y aunque en el campo de batalla no tuviera importancia, ahora que volvía a estar rodeado de bellas mujeres suponía una auténtica maldición, pues, a sus veinticinco años de edad, César se había convertido en un hombre cuyo aspecto provocaba repulsión en quienes lo rodeaban.

Mandó cubrir todos los espejos de sus aposentos privados con paños negros y ordenó a sus criados que nunca los retirasen. Para evitar las pesadillas que volvían a acecharlo, dormía durante el día y permanecía en vela toda la noche. Cada vez pasaba más horas cabalgando al amparo de la oscuridad.

Anhelaba el momento de volver a ver a Lucrecia. ¡Llevaba tanto tiempo esperándolo! En cada batalla que había librado, ella había sido su inspiración. Habían pasado casi dos años desde la última vez que la había visto. ¿Habría cambiado también su hermana? ¿Despertaría todavía los mismos sentimientos en él? César tenía la esperanza de que ella ya no amase a su esposo, pues ahora que las alianzas de Roma habían cambiado, Alfonso se había convertido en una amenaza para la familia Borgia.

Y ahora estaba a punto de verla. Mientras cabalgaba hacia el palacio de Santa Maria in Portico, César, el hombre sin sentimientos, se preguntaba si su hermana aún lo amaría.

Al verlo, Lucrecia corrió hacia él y se abalanzó en sus brazos, hundiendo el rostro en el cuello de César.

—¡Te he echado tanto de menos! —exclamó Lucrecia con lágrimas en los ojos.

Y cuando se apartó de su hermano para poder verlo mejor, no sintió repulsión, sino lástima.

—Mi querido César —exclamó, sujetando la cara de su hermano entre sus manos—. Cuánto debes de haber sufrido.

César apartó la mirada. Su corazón palpitaba con la intensidad de antaño, como nunca lo había hecho con ninguna otra persona.

—Sigues igual de hermosa —dijo con ternura, incapaz de ocultar sus sentimientos—. ¿Todavía eres feliz?

Ella le cogió de la mano y lo llevó hasta el diván.

—Sólo en el cielo podría sentir una felicidad mayor —dijo Lucrecia—. Soy tan feliz que todas las mañanas me levanto temiendo despertar de este ensueño.

—He visto a Giovanni —dijo César con sequedad—. Veo que nuestro hijo se parece más a ti que a mí. Sin duda, sus bucles dorados y sus ojos claros delatan quién es su verdadera madre.

—Así es —dijo ella con una gran sonrisa—. Pero también tiene tus labios y tu sonrisa y tus manos, que son iguales que las de nuestro padre. —Lucrecia levantó una de las manos de César y la observó con dulzura—. Desde tu marcha, Adriana me visita todos los días con nuestro hijo. Es un niño inteligente y sensato, aunque también tiene tus ataques de mal genio —concluyó diciendo, incapaz de contener su dicha.

—¿Y tu otro hijo? —preguntó César.

—Rodrigo todavía es un bebé —dijo Lucrecia con una radiante sonrisa—. Pero es tan hermoso y dulce como su padre.

—Veo que sigues siendo feliz al lado de tu esposo —dijo César sin que ni su voz ni su rostro reflejaran el más mínimo sentimiento.

Lucrecia tardó unos segundos en contestar. Sabía que tenía que cuidar sus palabras, pues si decía que no, Alfonso podría perder su protección, pero si decía que sí lo era, si insistía demasiado en el amor que sentía por su esposo, podría ser aún peor.

—Alfonso es un hombre bueno y virtuoso —dijo finalmente—. Es bondadoso conmigo y con los niños.

—¿Consentirías que nuestro padre anulase vuestros esponsales? —preguntó César.

Lucrecia no pudo contener sus emociones.

—Me moriría, César. Si nuestro padre está considerando esa posibilidad debes decirle que no podría vivir sin Alfonso… Igual que no podría vivir sin ti —añadió tras un breve silencio.

César se separó de su hermana con sentimientos encontrados. Le dolía aceptar que Lucrecia siguiera amando a Alfonso y, aun así, se sentía feliz ahora que sabía que los sentimientos de su hermana hacia él no habían cambiado.

Aquella noche, mientras yacía a oscuras en su lecho, iluminado tan sólo por la luz de la luna que entraba por el ventanal, César evocó una y otra vez el aspecto de Lucrecia, su olor, sus palabras… Hasta que recordó la mueca de repulsión apenas perceptible que se había dibujado en su rostro al separarse de él para poder verlo mejor. Y oyó la lástima en su voz cuando, sujetando su cara entre sus manos, había dicho: «Cuánto debes de haber sufrido». Y entonces se dio cuenta de que Lucrecia no sólo había visto las cicatrices de su rostro, sino también esas otras, mucho más profundas, que tenía en su corazón.

Y fue entonces cuando César juró que, a partir de aquel día, cubriría su rostro con una máscara, para que nadie pudiera ver el precio que había pagado por sus pecados. Así, cubierto de misterio, dedicaría el resto de su vida a la guerra, pero a partir de ahora no lucharía por el Dios de su padre, sino contra todo lo que ese Dios representaba.

Un mes después del regreso de César a Roma, en una solemne ceremonia presidida por el sumo pontífice en la basílica de San Pedro, Alejandro despojó a su hijo del manto francés de duque de Valentinos y, en su lugar, le impuso la capa de gonfaloniere y capitán general de los ejércitos pontificios y le hizo entrega del bastón de mando.

César se arrodilló ante su padre y, con su mano sobre la Biblia, juro obediencia a la Santa Iglesia de Roma, a la que nunca traicionaría, ni siquiera bajo tortura o amenaza de muerte.

A continuación, Alejandro bendijo a su hijo y le entregó la Rosa Dorada.

—Recibe esta rosa como símbolo de felicidad, pues has demostrado ser poseedor de nobleza y fortaleza. Que el Padre Celestial te bendiga y te guarde del peligro.

Esa noche, el Santo Padre mandó llamar a César y a Duarte a sus aposentos privados y le comunicó a su hijo que había decidido concederle la oportunidad de obtener nuevos títulos y riquezas.

—Te ofrezco esta nueva oportunidad debido a la confianza de la que has demostrado ser digno, pues ha llegado el momento de liberar de una vez por todas los territorios de la Romaña. Ahora que Imola y Forli vuelven a rendirnos la debida obediencia, debemos liberar Faenza, Pesaro, Carmarino y Urbino. Es mi deseo que recuperes todas las plazas rebeldes y establezcas un gobierno eficaz que asegure la unidad y la lealtad futura de la Romaña.

Y, sin más, Alejandro se retiró a su cámara, pues había dispuesto que esa noche lo visitara su cortesana favorita.

El jubileo sólo se conmemora una vez cada veinticinco años. Así pues, Alejandro sólo dispondría de una oportunidad para celebrarlo con toda la fastuosidad que merecía un acontecimiento así. Peregrinos de toda Europa acudirían a Roma para escuchar el sermón de Pascua del sumo pontífice, y llenarían las arcas de la Iglesia con sus ofrendas. Alejandro no podía desperdiciar esta ocasión, pues necesitaba todo el dinero que pudiera obtener para sufragar la campaña contra la Romaña.

Alejandro deseaba que las celebraciones fueran de tal majestuosidad que llegasen incluso a reflejar la grandeza del Padre Celestial. Pero no iba a ser fácil conseguirlo. Sería necesario construir amplias avenidas y derribar las barriadas para erigir nuevos edificios para alojar a los peregrinos.

Alejandro llamó a César a sus aposentos y, tras pedirle que se hiciera cargo de los preparativos, le recordó que el éxito del proyecto y las consiguientes ganancias redundarían en su beneficio, pues se destinarían a sufragar su próxima campaña.

César aceptó, pero antes de retirarse le dijo a Alejandro que debía darle una mala noticia.

—Debéis saber que hay dos traidores en el Vaticano —dijo escuetamente—. El primero es vuestro maestro de ceremonias, Johannes Burchard.

—¿Herr Burchard?

—Así es. Está al servicio del cardenal Della Rovere. Su diario está repleto de difamaciones sobre los Borgia y os aseguro que algunas resultan absolutamente escandalosas —dijo César tras aclararse la garganta.

Alejandro sonrió.

—Hace tiempo que conozco ese diario, hijo mío, pero debes saber que, a pesar de sus defectos, Burchard es un hombre valioso para nosotros.

—¿Valioso?

—Aunque sus obligaciones como maestro de ceremonias parezcan frívolas, Herr Burchard nos proporciona un servicio de gran valor, pues, cuando deseo que Della Rovere tenga conocimiento de algo no tengo más que decírselo a Burchard. Es un sistema tan sencillo como eficaz —concluyó diciendo Alejandro con una sonrisa de satisfacción.

—Pero ¿habéis leído el diario, padre? —preguntó César, sorprendido.

Alejandro soltó una carcajada.

—Por supuesto, hijo mío. Realmente hay partes muy interesantes, aunque si fuéramos tan depravados como él nos hace parecer, deberíamos haber disfrutado más de la vida. También hay partes divertidas, aunque algunos fragmentos denotan una preocupante falta de inteligencia.

—¿No os preocupa que Della Rovere pueda divulgarlo algún día para socavar vuestro poder?

—Nuestros enemigos han aireado tantos escándalos sobre los Borgia que realmente no creo que uno más tenga demasiada importancia —declaró el sumo pontífice.

—Pero vos podríais acallar esos rumores.

Alejandro permaneció en silencio durante unos instantes.

—Roma es una ciudad libre, hijo mío —dijo finalmente—. Y yo valoro la libertad.

César miró a su padre con recelo.

—¿Pretendéis decirme que los calumniadores y los embusteros deben permanecer en libertad mientras quienes gobiernan ni siquiera gozan de la libertad necesaria para defenderse a sí mismos? —preguntó—. Si de mí dependiera, castigaría de forma ejemplar a los responsables de esas calumnias.

Alejandro encontraba divertida la indignación de su hijo. Como si un papa pudiera impedir que el pueblo expresara su opinión. Además, siempre es mejor saber lo que piensan tus súbditos que permanecer en la ignorancia.

—La libertad no es un derecho, sino un privilegio, hijo mío. Y yo he decidido otorgarle ese privilegio a Herr Burchard —dijo con seriedad Alejandro—. Puede que algún día cambie de idea, pero ahora considero que es la forma más acertada de proceder.

César no pudo evitar reflejar cierto nerviosismo al hacer la segunda acusación, pues sabía lo que significaría para su hermana.

—He sabido que alguien de nuestra familia está conspirando con nuestros enemigos —dijo finalmente.

—¿No irás a decirme que es tu pobre hermano Jofre? —preguntó Alejandro.

—No, padre —se apresuró a decir César—. Es Alfonso, el amado esposo de Lucrecia.

Una expresión de sospecha ensombreció el rostro del sumo pontífice.

—Un rumor malicioso, hijo mío. Sin duda no es más que eso. No quiero ni pensar en cómo reaccionaría Lucrecia si esto llegara a su conocimiento. Y, aun así, haré algunas averiguaciones.

Una música festiva procedente de la calle interrumpió al sumo pontífice. Alejandro se acercó a un ventanal y comenzó a reírse.

—Ven, César. Tienes que ver esto.

Unos cincuenta hombres enmascarados desfilaban por la plaza. Todos ellos iban vestidos de negro y, de cada máscara, en lugar de una nariz, sobresalía un enorme pene erecto.

—¿Qué significa esta fantochada? —preguntó César.

—Sospecho que es en tu honor, hijo mío —dijo Alejandro, divertido.

Durante los meses siguientes, mientras esperaba el momento de partir hacia la Romaña al frente de sus ejércitos, César escribió varias cartas a su esposa. Le decía cuánto echaba en falta su compañía y le aseguraba que pronto volverían a estar juntos. Aun así, todavía no era seguro que se reuniera con él en Roma.

César parecía vivir impulsado por su insaciable ambición y, al mismo tiempo, atormentado por sus miedos. Llevado por sus ansias de lucha, acostumbraba a recorrer los pueblos de los alrededores de Roma, donde, disfrazado, desafiaba a los mozos más fornidos a combates de boxeo o de lucha libre de los que siempre salía victorioso.

Como muchos hombres de su tiempo, César creía en la astrología. A sus veintiséis años, había visitado a los más prestigiosos astrólogos de la corte y todos ellos coincidían en afirmar que su final sería sangriento. Sin embargo, estos augurios no le preocupaban en absoluto, ya que estaba seguro de que podría engañar a los astros si era lo bastante astuto.

—Los astros dicen que corro peligro de morir de forma violenta —le dijo un día a su hermana mientras almorzaban juntos—. Te lo digo para que aproveches el tiempo que aún te queda para amarme.

—No digas eso, César —lo reprendió Lucrecia—. Sabes que sin ti estaría perdida. Y nuestro hijo también. Debes tener cuidado. Si no lo haces por nosotros, hazlo por nuestro padre. Él también te necesita.

Tentando al destino, antes de concluir la semana, César ordenó que se soltaran seis toros en un cercado erigido especialmente para la ocasión en la plaza de San Pedro.

El hijo del papa entró en el recinto montado en un majestuoso corcel blanco y, con una lanza como única arma, se enfrentó a los toros uno a uno. Los cinco primeros no tardaron en morir atravesados por la lanza de César. El sexto toro era un poderoso animal del color del ébano, más rápido y musculoso que los cinco anteriores. César cambió la lanza por una pesada espada de doble filo y, reuniendo todas sus fuerzas, separó la cabeza astada del cuerpo del toro de un solo golpe.

Cada día necesitaba superar retos más difíciles, obligándose a sí mismo a realizar proezas imposibles. Su máscara, su evidente desprecio por su propia vida y su misterioso modo de conducirse no tardaron en sembrar el temor y la desconfianza entre el pueblo de Roma.

Pero cuando Duarte acudió a Alejandro para transmitirle la preocupación del pueblo, el Santo Padre se limitó a decir:

—Es cierto que se ha convertido en un joven vengativo, Duarte, pero os aseguro que mi hijo es un hombre de buena voluntad.