César deambulaba por el Vaticano vestido de riguroso negro. Hosco e irascible, esperaba con impaciencia el comienzo de su nueva vida. Contaba cada día, anhelando el momento de recibir la invitación del rey Luis XII. Quería huir de Roma, de su entorno familiar, dejar atrás todos los recuerdos de su hermana y de su antigua vida.
Volvía a tener pesadillas. Incluso intentaba evitar conciliar el sueño por miedo a despertar entre sudores fríos y gritos entrecortados. Pero, hiciera lo que hiciera, no podía liberarse del recuerdo de su hermana. Cada vez que cerraba los ojos, procurando descansar, se imaginaba haciendo el amor con Lucrecia. Cuando su padre le comunicó que su hermana estaba encinta, César, enloquecido por los celos, montó en su caballo favorito y estuvo cabalgando durante un día entero, hasta caer exhausto.
Esa noche, una brillante llamarada amarilla se apareció en sus sueños, dibujando el dulce rostro de Lucrecia. La llama le daba calor, a veces incluso lo abrasaba, y su luz nunca se extinguía. César lo interpretó como una señal, como un icono de su amor, y se hizo la promesa de que, a partir de aquel día, llevaría aquella llama en su estandarte junto al buey de los Borgia.
Y así fue como, desde aquel día, tanto en la guerra como en la paz, la llama de su amor se convertiría en la llama de su ambición.
César partió hacia Francia el mismo día que recibió la invitación del rey Luis. Tenía dos importantes empresas que cumplir. En primer lugar, debía entregarle al monarca francés la dispensa matrimonial que le había concedido el Santo Padre y, después, debía convencer a la princesa Carlotta de que se convirtiera en su esposa.
Antes de su partida, Alejandro mandó llamar a César a sus aposentos, donde abrazó a su hijo y le entregó un pergamino lacrado con su sello personal.
—Ésta es la dispensa para el rey Luis —dijo Alejandro—. Invalida sus anteriores esponsales y lo autoriza a desposar a la reina Ana de Bretaña. Para el rey Luis, este pergamino tiene un valor incalculable, pues no sólo le permitirá desposar a una mujer hermosa, sino que también le permitirá consolidar su poder sobre los territorios de la Bretaña.
—Hay algo que no entiendo, padre —intervino César—. ¿Por qué necesita una dispensa el rey Luis? ¿Acaso no puede solicitar la nulidad de sus esponsales?
—Puede que Juana de Francia sea una mujer deforme, pero te aseguro que no carece ni de carácter ni de inteligencia —dijo Alejandro con una sonrisa—. La buena mujer ha sobornado a varios miembros de la corte, que sostienen que, el día después de su noche de bodas, el rey Luis se vanaglorió públicamente de haber montado a su esposa en más de tres ocasiones. Eso elimina una posible nulidad a causa de la no consumación del matrimonio.
Además, aunque Luis mantenga que tenía menos de catorce años cuando desposó a Juana, lo cual lo convertiría en menor de edad, no ha podido encontrar a nadie que esté dispuesto a confirmar sus palabras bajo juramento.
—¿Y cómo habéis solucionado el problema, padre? —preguntó César.
—A veces, ser infalible es una verdadera bendición, hijo mío —suspiró Alejandro con satisfacción—. En la dispensa declaro que, en efecto, Luis era menor de edad. Cualquier evidencia que contradiga mis palabras sería considerada una herejía.
—¿Deseáis que haga algo más por vos durante mi estancia en Francia, padre? —preguntó César.
—Así es —dijo Alejandro y, de repente, su semblante se tornó más grave—. Quiero que le ofrezcas una birreta cardenalicia a nuestro amigo Georges d’Amboise.
—¿D’Amboise desea ser cardenal? —preguntó César, sorprendido.
—De hecho, lo desea desesperadamente —dijo el sumo pontífice—. Aunque tan sólo su amante conozca los verdaderos motivos de su anhelo.
Alejandro abrazó a su hijo con fuerza.
—Te echaré en falta, hijo mío, Pero en Francia serás tratado como un rey. Además, el cardenal Della Rovere se encargará personalmente de proporcionarte todo lo que pueda hacerte falta durante tu visita. Ha recibido instrucciones precisas. Te protegerá de cualquier peligro y cuidará de ti como si fueras su propio hijo.
Después de su fallido y humillante intento de hacerse con la tiara pontificia, Giuliano della Rovere, tras exiliarse a Francia y ponerse al servicio del difunto rey Carlos VIII, había llegado a la conclusión de que su beligerancia no le había creado más que disgustos. Un hombre de su condición debía estar en el Vaticano, donde podría observar de cerca a sus enemigos mientras consolidaba su poder.
Una vez tomada esa decisión, la muerte de Juan le había proporcionado la oportunidad que esperaba para reconciliarse con el sumo pontífice, oportunidad que había aprovechado inmediatamente escribiéndole a Alejandro una sentida carta de pésame. Sobrecogido por el dolor y llevado por sus pasajeras ansias reformistas, Alejandro había acogido la misiva del cardenal con buena disposición. Hasta tal punto había sido así, que le había contestado con una nueva carta en la que, previendo que algún día podría necesitar de su ayuda, le pedía al cardenal que se convirtiese en nuncio apostólico ante el rey de Francia, pues no ignoraba la influencia que Della Rovere tenía en la corte francesa.
Y así fue como, aquel día del mes de octubre, César desembarcó en Marsella acompañado por su numeroso séquito. El cardenal Della Rovere lo esperaba en el puerto para darle la bienvenida.
El hijo del papa vestía un traje de terciopelo negro brocado con hilo de oro y diamantes y un majestuoso sombrero con un penacho de plumas blancas; incluso sus caballos llevaban herraduras de plata. Era tal la ostentación de la que hacía gala, que parecía que hubiera saqueado las arcas pontificias.
El cardenal Della Rovere lo recibió con un abrazo.
—Hijo mío —dijo—, a partir de ahora me aseguraré de que vuestra estancia en Francia sea lo más agradable posible.
Della Rovere había convencido al consejo de Aviñón de que le concediese un préstamo para darle al futuro duque de Valentinos la bienvenida que merecía un hombre de su condición.
Al entrar en Aviñón, el aspecto de César era incluso más suntuoso. Sobre su traje de terciopelo negro, llevaba un jubón brocado con perlas y rubíes, y la silla y la brida de su caballo, un semental gris moteado, estaban tachonadas con oro.
Lo precedían veinte trompetas con trajes escarlata y, detrás de él, desfilaba la Guardia Suiza, con su uniforme púrpura y dorado, seguida, a su vez, por un séquito de treinta escuderos y un número todavía mayor de pajes, mozos y criados, todos ellos brillantemente ataviados. Cerrando la comitiva, avanzaban incontables músicos, malabaristas, contorsionistas, osos, monos y setenta mulas que cargaban con el equipaje de César y con los obsequios que traía para el rey Luis y los principales miembros de su corte.
Antes de abandonar Roma, Duarte había advertido a César sobre la inutilidad de tal despliegue, pues con la ostentación de su poder y su riqueza no conseguiría impresionar a los franceses, sino todo lo contrario, pero César había ignorado sus consejos.
Della Rovere volvió a recibir a César a las puertas de la ciudad, que había sido engalanada para la ocasión con lujosos tapices y arcos triunfales decorados con gran gusto, pues el cardenal había ordenado que el hijo del papa fuese recibido como si de un rey se tratara.
El banquetee de bienvenida se celebró en la Casa Consistorial. Della Rovere había invitado a las damas más bellas de la ciudad, pues de todos era conocido que César disfrutaba enormemente de la compañía de hermosas mujeres. Durante los días que siguieron a su llegada, Aviñón agasajó al hijo del papa con un fastuoso banquete tras otro.
Y, así, durante dos meses, mientras viajaba hacia la corte del rey Luis, no hubo un solo día en el que César no disfrutara de un banquete o participase en algún juego de azar.
A pesar del frío y de los vientos del norte, las gentes de cada nueva plaza se agolpaban en las calles para ver al hijo del papa. La humildad nunca había sido una de las virtudes de César, que creía que los súbditos del rey de Francia lo aclamaban con sincera admiración. De hecho, el hijo del papa se mostraba cada vez más arrogante, granjeándose la enemistad de aquellos nobles franceses cuyo apoyo podría necesitar en el futuro.
Cuando César finalmente llegó a Chinon, el rey Luis estaba furioso. Llevaba meses esperando noticias sobre la decisión del papa y César ni siquiera se había dignado a enviarle una misiva comunicándole si era portador de la tan ansiada dispensa matrimonial.
Entró en Chinon acompañado de su imponente séquito y la larga hilera de mulas cargadas con obsequios. Cada uno de los setenta animales de carga iba cubierto con ricos paños amarillos y rojos bordados con el buey de los Borgia y la llama que César había elegido como estandarte. Además, varias de las mulas portaban inmensos cofres que dieron lugar a todo tipo de especulaciones por parte del pueblo. Algunos decían que contenían preciosas joyas para la nueva esposa del hijo del papa. Otros decían que albergaban reliquias sagradas.
Y, aun así, ningún miembro de la corte se sintió impresionado por la ostentación de riqueza de César, pues aunque este llamativo espectáculo pudiera despertar la envidia de los príncipes de su tierra, entre la nobleza francesa sólo provocaba desdén.
El rey Luis era un hombre de hábitos frugales y la corte seguía su ejemplo. Los nobles se reían abiertamente de la vanidad de ese extranjero, pero cegado como estaba por su recién adquirida posición, César, que carecía de la experiencia de su padre y el buen juicio de su hermana, ni siquiera se daba cuenta de lo fatuo de su comportamiento.
—Es un despliegue excesivo —le comentó el rey Luis a su consejero al ver el séquito de César.
Cuando Georges D’Amboise presentó a César a los principales miembros de la corte, el hijo del papa ignoró con altanería las expresiones de sorna que observó en muchos de ellos. Podían reír todo lo que quisieran, pero mientras él tuviera en su poder la dispensa matrimonial, el rey tendría que tratarlo con exquisita corrección.
Corroborando sus pensamientos, el rey Luis amonestó severamente a varios jóvenes de la corte, cuya imprudencia había llegado hasta el punto de mofarse abiertamente de su invitado.
Una vez concluidas las presentaciones, César, el rey Luis y el embajador Georges D’Amboise se retiraron a una de las estancias privadas del rey. Las paredes estaban forradas con seda amarilla y paneles de roble, y las altas ventanas daban a un hermoso jardín donde los pájaros de vivos colores endulzaban el ambiente con sus cantos.
—Como sabréis por vuestro padre, mis tropas respetarán en todo momento los territorios pontificios en su camino hacia Nápoles —empezó diciendo el rey Luis, recordándole a César su parte del acuerdo—. Es más, os ofreceré gustosamente el apoyo de mi ejército si lo estimáis necesario para someter a los caudillos rebeldes de la Romaña.
—Agradezco vuestro generoso ofrecimiento, majestad —dijo César y, sin más dilación, hizo entrega de la dispensa matrimonial al rey Luis.
El monarca francés no intentó ocultar su alegría. Tras corresponder sus palabras de agradecimiento, César le ofreció el segundo pergamino lacrado a Georges D’Amboise. Mientras lo leía, el rostro del embajador pareció iluminarse con la dicha y la sorpresa que le producía la noticia de su pronta incorporación al seno del Sacro Colegio Cardenalicio.
En vista de la generosidad que había demostrado el papa, el rey Luis le comunicó a César que le concedería el ducado de Valentinos, título que le proporcionaría algunas de las mejores fortalezas de Francia, además de tierras de gran valor. César recibió la noticia con gran alivio, pues había gastado gran parte del dinero necesario para sufragar la campaña contra la Romaña en proveer a su ostentoso séquito durante su estancia en Francia. Ahora, gracias a la generosidad del rey Luis, nunca tendría que volver a preocuparse por el dinero.
—Pero decidme, majestad, ¿cuándo conoceré a mi futura esposa? —preguntó César una vez que los tres hombres hubieron sellado su acuerdo con un brindis.
El rey Luis deambuló por la estancia con evidente nerviosismo.
—Existe un pequeño inconveniente —dijo finalmente—. Aunque la princesa Carlotta viva en Francia, pues es una de las damas de compañía de mi adorada reina Ana, en su condición de hija del rey de Nápoles, se debe a la casa de Aragón. Además, Carlotta es una joven con una marcada personalidad. La cuestión es que no puedo ordenarle que os acepte como esposo.
César frunció el ceño.
—¿Podría hablar con ella, majestad? —preguntó al cabo de unos instantes.
—Por supuesto —dijo el rey—. D’Amboise se encargará de arreglar vuestro encuentro.
Esa misma tarde, César y la princesa Carlotta se sentaron en un banco de piedra de los jardines de palacio, rodeados por la fragancia del azahar.
Aunque no fuera ni mucho menos la mujer más hermosa que había conocido César, Carlotta era una joven alta y morena de porte regio. Su peinado, con el cabello recogido en la nuca, le confería una apariencia severa, pero su disposición era alegre. Y, aun así, no parecía dispuesta a considerar la proposición que le había hecho César.
—No pretendo ofenderos —dijo—, pero debéis saber que estoy locamente enamorada de un noble bretón, por lo que me es imposible entregaros el amor que me pedís.
—A menudo, los amores más apasionados conducen a matrimonios desgraciados —intervino César, intentando persuadirla.
—Os hablaré con franqueza —dijo ella—, pues sin duda sois digno de ello. Como hijo del papa y futuro capitán general de sus ejércitos sin duda sabréis que la amistad de Roma es de suma importancia para Nápoles. Es mas, estoy segura de que, si insistieseis, mi padre me obligaría a casarme con vos. Pero os ruego que no lo hagáis, pues mi corazón pertenece a otro hombre y nunca sería capaz de amaros como merecéis —concluyó diciendo Carlotta mientras las lágrimas afloraban en sus ojos.
César le ofreció su pañuelo.
—Nunca os forzaría a desposaros con un hombre al que no amáis —dijo con sincero aprecio, pues la franqueza de Carlotta había conquistado su corazón—. Pero si no he conseguido ganar vuestro amor, al menos os pido que me ofrezcáis vuestra amistad. Os juro que si algún día tengo la desgracia de verme sometido a un proceso, solicitaría del tribunal que fuerais vos quien defendiera mi inocencia…
Carlotta rió, divertida, y los dos jóvenes pasaron el resto de la tarde conversando alegremente mientras paseaban por los jardines del palacio del rey de Francia.
César informó al rey Luis de lo ocurrido esa misma noche. Al monarca no pareció sorprenderle la decisión de Carlotta, aunque se mostró feliz ante la reacción de César.
—Os agradezco vuestra comprensión y admiro vuestro buen talante —dijo el rey Luis.
—¿Supongo que no tendréis alguna otra princesa que todavía no haya entregado su corazón? —preguntó César con buen humor.
—No, la verdad es que no —dijo el rey Luis, avergonzado por su incapacidad para cumplir los términos del acuerdo alcanzado con el sumo pontífice—. Pero, para resarciros, quisiera otorgaros el ducado de Dinois.
César inclinó la cabeza en señal de respeto.
—Tenéis mi más sincero agradecimiento, majestad —dijo—, pero lo que realmente deseo es formar una familia.
—Con vuestro permiso, procederé a buscar posibles candidatas entre las casas reales de Francia —dijo el rey Luis con voz tranquilizadora—. Os aseguro que pronto encontraremos la princesa adecuada.
—Si vuestra majestad me da su permiso, prolongaré mi estancia en Francia hasta que la búsqueda llegue a buen fin.
En Roma, Alejandro tan sólo pensaba en encontrar la esposa adecuada para su hijo César. Envió al cardenal Ascanio Sforza a Nápoles para que intercediera ante el rey Federico, pero el cardenal regresó con las manos vacías. Carlotta seguía oponiéndose al matrimonio y ninguna de las otras posibles candidatas se encontraba disponible.
Pero, en su viaje, el cardenal Sforza había oído ciertos rumores sobre una campaña del rey de Francia contra Nápoles y Milán.
—¿Es cierto lo que se dice en Nápoles sobre una inminente invasión francesa? —le preguntó Alejandro a su regreso a Roma—. Decidme, Santidad, ¿qué pensáis a hacer al respecto?
Furioso al sentirse interrogado por Ascanio e incapaz de confesarle la verdad, Alejandro exclamó:
—Haría algo si mi hijo no fuera rehén del rey de Francia.
—Un rehén voluntario que vive rodeado de todo tipo de lujos, Su Santidad —dijo Ascanio—. Un rehén que parece dispuesto a formar una alianza con nuestros invasores si así consigue una esposa que sea de su agrado.
—Cardenal, os recuerdo que fue vuestro hermano Ludovico quien requirió la ayuda de los franceses no hace demasiados años —exclamó Alejandro, enfurecido—. Es el reino de Aragón quien ha traicionado a la Iglesia al negarnos una alianza matrimonial —continuó diciendo al tiempo que se levantaba del solio pontificio—. Y debéis saber que vuestras palabras rayan en la herejía. Marchaos y rezad por que perdone vuestra imprudencia, pues si no lo hacéis os aseguro que vuestro cuerpo pronto flotará sin vida en las aguas del Tíber.
Cuando el cardenal Ascanio Sforza salió de la estancia, los atronadores gritos del Santo Padre lo siguieron por los corredores del palacio del Vaticano. Esa misma noche abandonó Roma para buscar asilo en Nápoles.
La preocupación de Alejandro llegaba hasta el punto de hacerlo descuidar los asuntos de la Iglesia. Era incapaz de pensar en cualquier cosa que no fuera una nueva alianza matrimonial. Incluso se había negado a recibir en audiencia a eminentes emisarios de Venecia, de Florencia, de Milán y de Nápoles. Sólo recibiría a quien pudiera ofrecerle una esposa para su hijo César.
En Francia, César ya llevaba varios meses en la corte del rey Luis cuando éste lo mandó llamar a su presencia.
—Tengo buenas noticias para vos —dijo—. Todo está dispuesto para vuestros esponsales con Charlotte d’Albret, la hermana del rey de Navarra. Es una joven hermosa e inteligente. Sólo falta que deis vuestro consentimiento.
Feliz, César escribió inmediatamente a su padre, pidiendo permiso para desposar a la princesa navarra.
Después de celebrar la santa misa, Alejandro se postró ante la imagen de la Virgen y pidió su intercesión, pues, durante los treinta y cinco años que llevaba sirviendo a la Iglesia, nunca se había enfrentado a una decisión tan difícil como la que debía tomar después de recibir la carta de su hijo.
La alianza con España siempre había sido la base de su poder. Además, desde que era el sumo pontífice, siempre había sabido equilibrar las fuerzas de España y de Francia, conservando el apoyo de ambos reinos para la Iglesia de Roma.
Pero ahora que su hijo Juan había muerto, su viuda, María Enríquez, había convencido a los reyes Isabel y Fernando de que César Borgia era el asesino de su esposo. De ahí que ninguna familia de las casas de Castilla ni de Aragón estuviera dispuesta a desposar a una de sus hijas con el hijo del papa.
Aunque Alejandro había hablado con decenas de embajadores y había enviado incontables cartas, ofreciendo grandes beneficios, no había conseguido encontrar la ansiada esposa para su hijo. Y Alejandro sabía que el futuro de los Borgia dependía de su éxito.
El sumo pontífice necesitaba el apoyo de los ejércitos de Nápoles y de España para unificar los Estados Pontificios y acabar con el poder de los caudillos rebeldes. Por eso había desposado a Lucrecia con Alfonso de Nápoles, un miembro de la casa de Aragón, pues creía que con esa alianza se estaba asegurando la futura unión entre César y la hermana de Alfonso, la princesa Carlotta.
Pero la princesa Carlotta no había dado su consentimiento y, en vez de desposar a una princesa española, César estaba a punto de comprometerse con una princesa francesa; algo que sin duda pondría en peligro el frágil equilibrio de poder que con tanto esfuerzo había conseguido el sumo pontífice.
Alejandro juntó las manos en actitud de oración e inclinó la cabeza ante la imagen de la Virgen.
—Santa Madre de Dios —dijo—, mi hijo César me pide mi bendición para tomar como esposa a una princesa francesa y su majestad el rey Luis nos ofrece su apoyo para recuperar el control de las tierras que pertenecen en derecho a la Iglesia.
Alejandro reflexionaba en voz alta sobre la situación, buscando el mejor modo de actuar. Si daba su bendición a los esponsales de César con Charlotte, no sólo estaría rompiendo los lazos de Roma con España, con Milán y con Nápoles, sino que, además, estaría poniendo en peligro la felicidad de Lucrecia. Pues su esposo era un príncipe de Nápoles y la alianza de Roma con Francia enfrentaría a ambas familias. Pero ¿qué sería de los Borgia si Alejandro le daba la espalda al rey de Francia? Pues, sin duda, el rey Luis invadiría la península con o sin el consentimiento de Roma y, si no obtenía el apoyo de Alejandro, no dudaría en instalar en el solio pontificio a un hombre más dispuesto a brindarle su colaboración. Y ese hombre, sin duda, sería el cardenal Della Rovere.
¿Y qué sería de su hijo Jofre y de su esposa Sancha si las tropas del rey de Francia tomaban Nápoles?
Por mucho que lo intentaba, Alejandro no encontraba una sola razón para permanecer fiel a España, pues aunque su corazón estuviera más cerca de esa tierra, con el apoyo de las tropas francesas, César no tardaría en someter a los caudillos rebeldes de los Estados Pontificios. Y una vez lograda la victoria, el hijo del papa obtendría el ducado de la Romaña y la familia Borgia se afianzaría definitivamente al frente de una Iglesia poderosa.
Al regresar a sus aposentos privados, Alejandro mandó llamar a Duarte Brandao, pues deseaba comunicarle su decisión.
—Duarte, amigo mío —dijo el papa cuando entro su consejero—. Ven, acércate. He reflexionado largamente sobre la mejor manera de proceder y finalmente he tomado una decisión.
Duarte se acercó al sumo pontífice, que estaba sentado frente a su escritorio. Por primera vez en su vida, Alejandro parecía cansado, incluso envejecido. Y, aun así, su mano no tembló mientras escribía la misiva y se la entregaba a su consejero. «Querido hijo, tienes mi bendición para desposar a Charlotte d’Albret», decía escuetamente la carta.
El día en que César desposó a Charlotte d’Albret en la corte del rey de Francia, Roma se vistió con sus mejores galas para celebrar la ocasión. El sumo pontífice había encargado una enorme exhibición de fuegos artificiales para iluminar la noche con vivos colores y había dispuesto que las calles de Roma fueran alumbradas con miles de hogueras.
En el palacio de Santa Maria in Portico, Lucrecia, acompañada de su esposo, observó cómo encendían una hoguera frente a su balcón. Por supuesto, se sentía dichosa por la felicidad de su hermano, pero temía por lo que pudiera sucederle a su amado esposo.
Alfonso vivía lleno de temor desde que había sabido que el cardenal Ascanio Sforza había huido a Nápoles acompañado de otros cardenales disidentes.
Ahora abrazó a Lucrecia y la estrechó apasionadamente entre sus brazos.
—Mi familia está en peligro —le dijo a su esposa con ternura—. Debo ir a Nápoles, Lucrecia, Debo luchar por defender mi hogar. Mi padre y mi tío me necesitan.
Lucrecia se aferró con fuerza a su marido.
—El Santo Padre no permitirá que los conflictos políticos interfieran en nuestro amor —dijo ella con desesperación.
A sus dieciocho años, Alfonso miró a Lucrecia con profunda tristeza.
—Sabes tan bien como yo que no tiene otra opción, amor mío —dijo mientras le apartaba el cabello de los ojos.
Aquella noche, después de hacer el amor, permanecieron largas horas despiertos. Cuando Lucrecia por fin concilió el sueño, Alfonso se levantó en silencio del lecho y fue a los establos. Cabalgó hacia el sur hasta llegar a la fortaleza de los Colonna, desde donde pretendía continuar camino hacia Nápoles al día siguiente.
Pero Alejandro envió a la guardia pontificia tras él para impedir que llegara a Nápoles.
Día tras día, Alfonso escribía a Lucrecia desde la fortaleza rogándole que se reuniese con él, pero la hija del papa nunca recibió sus cartas, pues, todos los días, eran interceptadas por los hombres de su padre.
Lucrecia echaba enormemente en falta a su esposo. No podía entender por qué Alfonso no le había escrito. Hubiera acudido a Nápoles en su busca, pero en su estado, embarazada de seis meses, no se atrevía a emprender un viaje tan largo, pues ya había perdido a un hijo ese año al caer de su caballo. Además, la guardia pontificia la vigilaba día y noche, impidiendo su posible huida.
Tras los esponsales, César y Charlotte pasaron varios meses en un pequeño palacete situado en el hermoso valle del Loira. Tal y como había prometido el rey Luis, Charlotte era hermosa e inteligente. Además, le proporcionaba gran placer a César en el lecho y su presencia desprendía tal serenidad que incluso calmaba sus ansias de poder y de conquistas. La joven pareja pasaba los días paseando rodeada de hermosos paisajes, navegando por el sosegado río, conversando, leyendo… César incluso intentó enseñar a Charlotte a nadar y a pescar.
—Te amo como nunca he amado a otro hombre —le dijo un día Charlotte.
Y aunque César la creía, aunque luchaba con todas sus fuerzas por enamorarse de ella, el recuerdo de su hermana se lo impedía.
Y, así, todas las noches, después de hacer el amor con su esposa, cuando Charlotte se dormía abrazada a él, César se preguntaba si realmente estaría maldito, como su hermana le había insinuado. ¿Lo habría sacrificado su padre a la serpiente del Edén al hacerlo yacer con su propia hermana?
La misma noche en que Charlotte le dijo que estaba encinta, César recibió un mensaje del papa urgiéndolo a regresar de inmediato a Roma para ponerse al mando de sus ejércitos. Al parecer, los caudillos de los Estados Pontificios planeaban una conspiración contra el sumo pontífice, y los Sforza habían requerido la ayuda de los reyes de España, que se disponían a enviar numerosas tropas a Nápoles.
César le dijo a su esposa que ella debía permanecer en Francia, pues mientras el poder de los Borgia no se hubiera consolidado definitivamente, su vida y la del niño que llevaba en su vientre podían correr peligro en Roma.
El día en que César debía partir, Charlotte intentó mantener la compostura hasta el último momento, pero al ver cómo su esposo montaba en su caballo, se aferró desesperadamente a sus piernas, incapaz de contener el llanto por más tiempo.
César desmontó y la estrechó con fuerza entre sus brazos. El cuerpo de Charlotte temblaba con las convulsiones provocadas por el llanto.
—Enviaré a alguien a buscarte a ti y a nuestro hijo en cuanto Roma sea un lugar seguro —dijo él, intentando tranquilizarla.
Después la besó con ternura, montó en su semental blanco y cabalgó hacia Roma, agitando un brazo en señal de despedida.