Francis Saluti sabía que el interrogatorio por tortura de Girolamo Savonarola iba a ser el trabajo más importante de su vida. Savonarola era un clérigo, y no un clérigo cualquiera. Saluti había oído sus sermones en más de una ocasión y sus palabras siempre lo habían conmovido. Pero Savonarola había desafiado a la clase gobernante de Florencia; incluso había puesto en duda la legitimidad del propio papa Alejandro. Savonarola había conspirado con los enemigos de la Iglesia y debía ser procesado por su traición. Pero, antes, él debía arrancarle la verdad mediante la tortura.
Ese día, Saluti llevaba puesto un calzón ajustado y un blusón de un tono azul oscuro que tan sólo se fabricaba en Florencia. Era un color que enaltecía su oficio, pues, aun siendo sobrio, no era tan severo como el negro.
Todo estaba dispuesto en la cámara. Había comprobado personalmente los mecanismos del potro. Las diferentes ruedas, las poleas, las correas y los pesos…, todo estaba en orden. Un pequeño fogón, con varias tenazas apoyadas sobre las ascuas rojas, calentaba la habitación. Saluti estaba sudando, aunque no sabía si era por el calor o por la perspectiva de la generosa paga que obtendría por ese interrogatorio.
Aunque siempre hacía su trabajo a conciencia, Saluti no era un hombre que disfrutara con la tortura. Además, le desagradaba tener que mantener su ocupación en secreto, aunque sabía que era por su propio bien, pues Florencia estaba llena de gente vengativa. Por eso iba siempre armado.
Eran muchos quienes ansiaban su trabajo. Al fin y al cabo, le pagaban sesenta florines al año, el doble de lo que ganaba un empleado de un banco de Florencia, y, además, recibía una bonificación de veinte florines por cada trabajo que le asignaba directamente la Signoria.
A pesar del insomnio y de los dolores de estómago que sufría casi a diario, Saluti era un hombre alegre e inclinado a la reflexión. Asistía al curso sobre Platón que se impartía en la Universidad de Florencia y visitaba asiduamente los estudios de los grandes artistas de la ciudad para contemplar sus obras más recientes. En una ocasión, incluso había sido invitado a visitar los mágicos jardines de Lorenzo Médicis; sin duda, había sido el mejor día de toda su vida.
Saluti no disfrutaba con el sufrimiento de sus víctimas, y quienes lo acusaban de lo contrario mentían. Tampoco le remordía la conciencia. Después de todo, el propio papa Inocencio, infalible en su condición de vicario de Cristo, había firmado una bula donde pronunciaba que la tortura era una herramienta justificada en la persecución de la herejía. Y, aun así, todos los días, los gritos de los reos resonaban en su cabeza hasta que los apagaba con la botella de vino que acostumbraba a beber cada noche para conciliar el sueño.
Pero lo que más le molestaba era la terquedad de sus víctimas. No entendía por qué se resistían a admitir su culpabilidad. No entendía su empeño en sufrir. ¿Por qué se negaban a escuchar los dictados de la razón? Saluti no lo entendía y menos aún en Florencia, donde la belleza y la razón habían florecido con mayor fuerza que en ningún otro lugar, exceptuando posiblemente la antigua Grecia.
Y Saluti lamentaba sinceramente ser un instrumento de ese sufrimiento. Pero ¿acaso no era cierto, como sostenía el propio Platón, que, en algún momento de nuestra vida, por buenas que sean nuestras intenciones, todos nosotros somos la causa del sufrimiento de otra persona?
Además, las leyes eran claras. En la república de Florencia ningún ciudadano podía ser sometido a tortura a menos que existieran pruebas fehacientes de su culpabilidad. Todo los papeles estaban regla. Habían sido firmados por miembros de la Signoria. Él mismo los había leído. Y, por si eso no bastara, el propio Alejandro VI había dado su consentimiento y había enviado a un alto dignatario eclesiástico como observador. Incluso se rumoreaba que el más poderoso de los cardenales de la Iglesia, el mismísimo César Borgia, había acudido en secreto a Florencia para seguir personalmente el proceso.
En silencio, el hombre que debía darle tortura rezó para que el falso profeta tuviera una muerte rápida mientras esperaba su llegada junto a la puerta de la cámara de tortura. Finalmente, fray Girolamo Savonarola, «martillo de Dios en la tierra», fue arrastrado hasta su presencia. Por su aspecto, no cabía duda de que había sido golpeado por los guardias. Saluti frunció el ceño, era una afrenta a su profesionalidad.
Saluti y su ayudante sujetaron firmemente el cuerpo de Savonarola al potro. A continuación, Saluti hizo girar lentamente las ruedas que movían los mecanismos que separarían las extremidades del cuerpo del falso profeta. El silencio de Savonarola satisfacía a Saluti, que veía la cámara de tortura como una especie de santuario donde sólo había lugar para el silencio, la oración y, finalmente, la confesión del reo.
Saluti no tardó en oír el habitual crujido que indicaba que los brazos del reo se habían desencajado de los hombros. El cardenal de Florencia, que observaba la escena sentado detrás de Saluti, empalideció al oír el ruido.
—Girolamo Savonarola, ¿confiesas haber cometido herejía y haber ofendido al Señor? —preguntó Saluti.
Savonarola sudaba copiosamente, y estaba pálido como un cadáver. Elevó la mirada al cielo, con los mismos ojos de los mártires en los frescos de las iglesias, pero sus labios no emitieron ningún sonido.
El cardenal le hizo una señal a Saluti y él volvió a hacer girar la rueda. Unos segundos después, un grito de dolor más propio de un animal que de un hombre ocultó los desgarradores crujidos de los brazos del fraile al ser separados de su cuerpo.
Saluti volvió a hacer la misma pregunta:
—Girolamo Savonarola, ¿confiesas haber cometido herejía y haber ofendido al Señor?
—Lo confieso —dijo el falso profeta en un susurro apenas audible.
Todo había acabado.
Savonarola había confesado su culpa y, con ello, había dado fin a su tormento. Al día siguiente, nadie en Florencia alzó su voz en defensa del fraile, cuando el cuerpo desmembrado del «martillo de Dios» fue quemado en la hoguera dispuesta a tal efecto en la misma plaza de San Marcos, que había sido testigo de sus heréticas prédicas contra la iglesia de Roma.
Alejandro acostumbraba a reflexionar sobre los caminos del Señor, sobre las traiciones de las naciones y la falsedad de los hombres, cuyos corazones sólo parecían someterse a los mandatos de Satanás. Y, aun así, el sumo pontífice no perdía la esperanza, pues, como vicario infalible de Cristo, sabía que Dios era todo bondad y que todos los pecadores tenían abiertas las puertas del cielo. Ésa era la creencia en la que se cimentaba su fe, pues sabía que era deseo de Dios que los hombres vivieran dichosos en este mundo terrenal.
Pero la misión de Alejandro era otra muy distinta. Ante todo, debía cimentar el poder de la Iglesia para que ésta pudiera propagar el mensaje de Cristo hasta los últimos confines del mundo conocido, y, lo que era todavía más importante, debía asegurarse de que la Iglesia perdurara en el tiempo, pues cómo si no podría conseguir que la palabra de Dios nunca dejara de oírse en la tierra.
Y, para conseguirlo, necesitaba a su hijo César. Aunque pronto dejaría de ser cardenal, como capitán general de los ejércitos de Roma, César lo ayudaría a unificar los Estados Pontificios. Pero ¿resistiría su hijo las tentaciones del poder? ¿Sabía su hijo lo que era realmente la piedad? Pues de no ser así, podría salvar las almas de incontables hombres y, al mismo tiempo, condenar la suya propia.
Pero, ahora, Alejandro debía ocuparse de otras cuestiones: tediosas cuestiones administrativas. Hoy eran tres los asuntos que debía resolver. Primero debía decidir si perdonarle o no la vida a Plandini, su secretario, quien había sido declarado culpable de vender bulas papales. Después tenía que decidir si canonizar o no a la nieta de un rico mercader veneciano. Y, por último, debía reunirse con César y con Duarte para revisar la estrategia y la panera de obtener los fondos necesarios para la campaña con la que pronto unificaría los Estados Pontificios bajo la única autoridad de Roma.
Esa mañana, Alejandro se había vestido de forma sencilla, pues, para justificar las decisiones que iba a tomar, debía dar una imagen misericordiosa. Llevaba vestiduras blancas con el forro de seda roja y un sencillo solideo de lino y en los dedos tan sólo portaba el anillo de san Pedro, el anillo del pescador. Además, había optado por una estancia de cuyas paredes colgaban pinturas de la Virgen María, la madre que intercede ante Dios por el perdón de sus hijos pecadores.
Alejandro había ordenado a César que estuviera presente, pues sabía que todavía tenía mucho que aprender sobre la virtuosa aplicación de la clemencia.
El primer hombre que entró en la sala fue Stiri Plandini, el secretario de Alejandro. César lo conocía bien, pues Plandini llevaba sirviendo fielmente a su padre desde que él era un niño.
El secretario del papa fue conducido ante su presencia encadenado a una silla de reo, aunque en este caso, y por respeto al Santo Padre, las cadenas se mantuvieran ocultas bajo una gruesa tela.
Alejandro ordenó que le quitasen las cadenas y que le sirvieran una copa de vino, pues, aunque intentaba hablar, Plandini sólo conseguía emitir un ronco gruñido gutural.
—Has sido declarado culpable, Plandini —dijo Alejandro—. Aun así, me has servido fielmente durante todos estos años y, por ello, te he concedido la audiencia que nos has solicitado. Ahora, di lo que tengas que decir.
Como muchos escribanos, Plandini tenía una pronunciada bizquera como consecuencia de las largas horas dedicadas a la lectura. Era tan delgado que apenas ocupaba la mitad de la silla y su semblante mostraba la debilidad de carácter de los hombres que nunca han participado en una partida de caza ni se han puesto una cota de malla.
—Su Santidad, os ruego que os apiadéis de mi esposa y de mis hijos —dijo finalmente con apenas un hilo de voz—. No permitáis que mi familia sufra por mis pecados.
—No sufrirán ningún daño —declaró Alejandro—. Y, ahora, dime, Plandini, ¿has entregado a tus cómplices? —preguntó el Santo Padre.
—Así lo he hecho, Su Santidad —dijo Plandini—. Perdonadme. Os lo ruego. Tened piedad de mí. ¿Qué será de mi esposa y de mis hijos si yo les falto?
Alejandro consideró las palabras de su antiguo secretario. Si lo perdonaba, estaría alentando a otros hombres a cometer actos de traición. Y, aun así, sentía lástima por Plandini. Pensó en todas las cartas que le había dictado, en las chanzas que habían compartido, en todas esas ocasiones en las que le había preguntado por la salud de sus hijos… Plandini siempre había cumplido fielmente con sus deberes para con él y con la Iglesia.
—Siempre te he pagado generosamente, Plandini. Dime, ¿por qué traicionaste mi confianza?
Plandini se cubrió el rostro con ambas manos. Todo su cuerpo temblaba con atormentados espasmos.
—Por mis hijos —exclamó—. Lo hice por mis hijos. Son jóvenes e insensatos. Tenía que pagar sus deudas. Tenía que mantenerlos cerca de mí. Tenía que volver a encauzarlos en el camino de la fe.
Alejandro miró a César, que permanecía impertérrito a su lado. Fuera cierta o no, Plandini no podía haber elegido mejor respuesta, pues el amor que Alejandro sentía por sus hijos era conocido en toda Roma.
Rodeado de imágenes de la Virgen, iluminado por la luz del sol que atravesaba las coloridas vidrieras, Alejandro se sintió misericordioso. Si no hacía nada por evitarlo, en unas horas, el hombre que tenía ante sí colgaría de la horca en una plaza pública, ciego y mudo para siempre a los placeres terrenales, su esposa y sus ocho hijos destrozados por la pena. Pero ¿sería justo perdonarle la vida a su antiguo secretario mientras hacía ejecutar a sus cómplices?
Alejandro se quitó el solideo de la cabeza y ordenó a los guardias que liberasen al prisionero y lo ayudaran a levantarse. Y entonces, al ver su torso deformado y sus hombros retorcidos por el potro, pensó que aquel hombre ya había sufrido bastante.
El sumo pontífice se levantó y se acercó a Plandini.
—La Virgen de la Misericordia ha intercedido en tu favor —dijo—. No morirás. Te perdono. Pero deberás abandonar Roma con toda tu familia antes del anochecer y pasarás el resto de tu vida dedicado a la oración en un monasterio.
Y, sin más, el sumo pontífice ordenó a los guardias que escoltasen a Plandini y a su familia lejos de Roma. Todo iría bien. Este acto de debilidad permanecería en secreto, pues Plandini nunca volvería a Roma y sus cómplices no tardarían en morir ahorcados.
Y, de repente, Alejandro sintió una dicha que pocas veces había sentido, ni siquiera con sus hijos, ni con las mujeres que había amado ni con todas sus riquezas ni todo su poder. Sentía una fe tan pura que, por un instante, todo su ser pareció tornarse luz. Cuando la sensación lo abandonó, el Santo Padre se preguntó si su hijo César podría llegar a sentir alguna vez ese éxtasis de misericordia.
El siguiente asunto del que debía ocuparse Alejandro era de una naturaleza muy distinta. Ahora necesitaría de toda su capacidad diplomática y no podría dar muestras de debilidad. El momento de la piedad había pasado. El sumo pontífice volvió a colocarse el solideo sobre la cabeza.
—¿Padre, queréis que espere en la antesala? —preguntó César, pero Alejandro le indicó que lo acompañara.
—Creo que esto te parecerá interesante, hijo mío —dijo.
Alejandro había elegido una estancia distinta para la segunda audiencia del día: una sala pintada de un intenso color encarnado con pinturas de la crucifixión, retratos de papas guerreros abatiendo a los enemigos de Dios y escenas de santos sufriendo martirio a manos de los infieles. Era el salón de los Mártires, una elección apropiada para la ocasión.
El hombre que se presentó ante el sumo pontífice y su hijo César era el patriarca de los Rosamundi, una noble familia veneciana cuya flota de más de un centenar de buques comerciaba por todo el mundo conocido, aunque, como buen veneciano, su riqueza era un secreto celosamente guardado.
Baldo Rosamundi tenía más de setenta años. Con sus ropajes blancos y negros con piedras preciosas a modo de botones, su apariencia era la de un hombre respetable que no gustaba de andarse por las ramas, como bien podía atestiguar Alejandro, que ya había hecho negocios con los Rosamundi cuando todavía era cardenal.
—Así que creéis que vuestra nieta debe ser canonizada —dijo Alejandro con aparente buena disposición.
—No soy yo quien lo cree, Su Santidad, pues eso supondría un imperdonable pecado de vanidad —dijo de modo respetuoso Baldo Rosamundi.
—Son los ciudadanos de Venecia quienes han tomado esta iniciativa. Y como Su Santidad conoce, los tribunales eclesiásticos de Venecia la han sancionado favorablemente. Ahora sólo depende de vos que mi nieta sea canonizada.
El arzobispo responsable de la Protección de la Fe había informado a Alejandro de todos los detalles. Doria Rosamundi podría ser una santa blanca, pero nunca una santa roja, pues había llevado una vida de impecable virtud dedicada a la pobreza, a la castidad y a las buenas obras en la que no faltaban algunos pequeños milagros de naturaleza bastante improbable. La Iglesia recibía cientos de peticiones similares todos los años, pero Alejandro no sentía ninguna estima por los santos piadosos; prefería a aquellos que daban su vida por la Iglesia: los santos rojos.
Despreciando la vida de lujos y riquezas que le correspondía por nacimiento, Doria Rosamundi había dedicado su vida a atender a los pobres. Al no haber suficientes en Venecia, una ciudad donde ni tan siquiera la pobreza estaba permitida, había viajado a Sicilia para cuidar de los niños huérfanos. Además, Doria Rosamundi había permanecido casta, había renunciado a todos los bienes materiales y, lo que era más importante, había cuidado a las víctimas de la peste que asolaba la isla sin importarle la posibilidad del contagio. Y precisamente por ello había fallecido a los veinticinco años como consecuencia de la temida enfermedad. Tan sólo habían transcurrido diez años desde su fallecimiento y su familia ya había empezado los trámites necesarios para solicitar que fuera canonizada.
Como era de esperar, se aportaban numerosas pruebas de sus milagros. Sin ir más lejos, en una ocasión, gracias a sus oraciones, varias víctimas de la peste habían resucitado milagrosamente al ser arrojadas a las hogueras comunales. Además, eran numerosos los enfermos que habían sanado tras acudir a rezar junto a la sepultura de Doria y unos marineros decían haber visto su imagen sobre las aguas del Mediterráneo en mitad de una gran tormenta. Documento tras documento, los milagros se sucedían sin pausa. Cada uno de ellos había sido investigado y en ningún caso se había podido probar su falsedad. Y, por si todo ello no bastara, la riqueza de los Rosamundi se había encargado de superar todas las trabas, hasta conseguir que la reclamación llegara hasta la más alta instancia de la Iglesia.
—Lo que me pedís es de suma trascendencia —dijo el sumo pontífice—. Una vez que vuestra hija sea canonizada, ascenderá a los cielos y se sentará junto al Sumo Hacedor, por lo que podrá interceder por todos aquellos a quienes ame. Vuestra iglesia de Venecia se convertirá en su santuario y acudirán a adorarla peregrinos de todo el mundo. Es una decisión de gran trascendencia —continuó diciendo—. ¿Tenéis algo que añadir a lo que dicen los documentos?
—Sólo puedo decir lo que he visto —dijo Baldo Rosamundi al tiempo que inclinaba la cabeza en señal de respeto al Santo Padre—. Cuando Doria tan sólo tenía siete años, al ver que mis riquezas no me daban la felicidad, me pidió que rezase a Dios, pues él me concedería la dicha que el oro no me había proporcionado. Yo lo hice y, por primera vez, me sentí dichoso. Doria no era una niña como las demás. Nunca se mostró egoísta. Yo le compraba todo tipo de joyas, pero ella las vendía y le entregaba el dinero a los pobres. Después de su muerte, yo caí gravemente enfermo. Los médicos me sangraron hasta dejarme pálido como un espíritu, pero mi salud no mejoraba. Una noche, Doria se presentó ante mí. «Debes vivir para servir al Señor», me dijo.
Alejandro se santiguó. Después se quitó el solideo y preguntó:
—Y, decidme, ¿lo habéis hecho?
—Al menos lo he intentado, Su Santidad —contestó humildemente Baldo Rosamundi—. He ordenado erigir tres iglesias en Venecia. He financiado un hospicio para huérfanos en memoria de mi nieta. He renunciado a los placeres terrenales y he reafirmado mi amor hacia Cristo y hacia la Virgen María. —El patriarca veneciano guardó silencio durante unos instantes—. Decidme qué más debo hacer, Su Santidad. Soy vuestro más humilde servidor —concluyó diciendo con una sonrisa piadosa que Alejandro tardaría tiempo en olvidar.
El sumo pontífice reflexionó sobre lo que había oído.
—Debéis saber que desde que ocupo el solio pontificio mi mayor anhelo es liderar una nueva cruzada para liberar Jerusalén —dijo finalmente.
—Me valdré de todas mis influencias para proporcionaros la flota que merece una causa tan justa, Su Santidad —se apresuró a decir Rosamundi.
Alejandro frunció el ceño.
—No deseo interferir en la prosperidad de Venecia —dijo finalmente—. Y eso es precisamente lo que estaría haciendo si aceptara vuestra generosa propuesta, pues al proporcionarme vuestros buques enojaríais al sultán de Turquía y eso pondría en peligro vuestras rutas comerciales. Lo que realmente necesito es oro para pagar a los soldados y comprar las provisiones necesarias para la campaña. Las arcas de la iglesia no pasan por su mejor momento. Aunque debo reconocer que la situación ha mejorado con los ingresos del jubileo. Además están las nuevas tasas que hemos impuesto a los clérigos y el diezmo exigido a todas las familias cristianas. Pero aun así, los fondos siguen siendo insuficientes. Así es como podéis servir a Dios —concluyó diciendo con una sonrisa benevolente.
Baldo Rosamundi asintió pensativamente. Incluso arqueó las cejas con aparente sorpresa.
—Decidme cuánto dinero necesitáis, Santidad. Hipotecaré gustosamente mi flota si con ello contribuyo a la mayor gloria de Dios Nuestro Señor —se ofreció finalmente.
Alejandro había estudiado cuidadosamente la suma que podría obtener de Rosamundi. Al fin y al cabo, no había que olvidar que tener una santa en la familia le abriría las puertas de todas las cortes de la cristiandad al comerciante veneciano, proporcionándole una gran ventaja sobre sus competidores. Poco importaba que la Iglesia hubiera tenido casi diez mil santos a lo largo de su historia, pues apenas eran varios centenares los que contaban con el apoyo directo del Vaticano.
—Sin duda, vuestra nieta vivió una vida de santidad. Como cristiana, su comportamiento fue ejemplar y, con ello, contribuyó a aumentar la gloria de Dios, Pero quizá sea demasiado pronto para canonizarla. Al fin y al cabo hay personas que llevan más de cincuenta años esperando ser canonizadas. No desearía precipitarme, pues, al fin y al cabo, la santidad es un privilegio irrevocable.
Baldo Rosamundi, que tan sólo unos momentos antes irradiaba confianza, pareció encogerse en su asiento.
—Quisiera poder rezar ante su santuario antes de morir —dijo apenas con un hilo de voz—, no me queda mucho tiempo. Ella intercedería por mí ante el Señor. Creo sinceramente que mi nieta fue una mujer santa y deseo que los hombres de buena fe le rindan culto. Os lo ruego, Santidad… Pedidme cuanto deseéis.
Y fue entonces cuando Alejandro vio que el veneciano era sincero, que realmente era un hombre de fe. Y, así, con la tranquilidad de un consumado jugador, el sumo pontífice le pidió el doble de la suma que tenía pensada.
—Aún me faltan quinientos mil ducados para poder sufragar la expedición —dijo—. En cuanto los consiga, los cruzados zarparán para liberar Jerusalén.
Baldo saltó en su asiento y se llevó las manos a las sienes, tapándose los oídos, como si no quisiera escuchar nada más. Y, entonces, de repente, su semblante recobró la serenidad.
—Los tendréis, Santidad —dijo—. Tan sólo os pido que acudáis personalmente a Venecia para bendecir el santuario de mi nieta.
—Me complacerá sumamente hacerlo —contestó Alejandro—. Una santa es más grande que cualquier papa. Y, ahora, recemos juntos para pedirle a vuestra nieta que interceda por nuestras almas.