Mientras se aproximaba a la villa que Vanozza Catanei tenía a las afueras de Roma, el papa Alejandro pensó en todos aquellos momentos hermosos que había compartido con la madre de sus hijos. Aún recordaba todas aquellas noches que habían cenado al calor de la luz de las velas, todas aquellas calurosas noches de verano que habían compartido, rodeados del aroma del jazmín. Recordaba la paz de aquellas veladas. Recordaba el calor del cuerpo de Vanozza contra el suyo. Y recordaba que había sido entonces, durante esas noches de éxtasis carnal, cuando mayor y más sólida había sido su fe, cuando mayor y más sincera había sido su dedicación a la Iglesia.
Vanozza lo recibió con su acostumbrada cordialidad.
—Cada año estás más hermosa —dijo Alejandro con afecto. Vanozza le abrazó.
—¿Aunque ya no sea lo bastante joven para ti?
—Ahora soy papa, Vanozza —dijo él con voz reconfortante—. Las cosas han cambiado.
—¿Acaso son distintas con la bella Julia? —bromeó ella.
Alejandro se sonrojó.
—No te pongas tan serio, Rodrigo —dijo Vanozza, dirigiéndose al papa por su antiguo nombre—. Sólo estoy bromeando. Sabes que no le guardo ningún resentimiento a Julia. Ni a Julia ni a ninguna de las demás. Fuimos buenos amantes y ahora somos mejores amigos. Y es más difícil encontrar un amigo que un amante.
Vanozza condujo a Alejandro hasta la biblioteca y le ofreció una copa de vino.
—Pero dime, Vanozza, ¿por qué me has llamado? —preguntó él—. ¿Acaso tienes algún problema con tus negocios?
—Al contrario —dijo ella, al tiempo que tomaba asiento frente al Santo Padre—. Los negocios marchan bien. Nunca había ganado tanto dinero. No pasa un solo día sin que agradezca tu generosidad… Aunque te habría amado igual si no me hubieras dado nada. De hecho, de haber podido, habría sido yo quien te hubiera colmado de regalos.
—Lo sé, Vanozza —dijo Alejandro con afecto—. Lo sé. Pero dime, ¿qué te preocupa entonces?
—Es nuestro hijo César, Rodrigo —respondió—. Tienes que aprender a aceptarlo tal como es.
—Lo intento, Vanozza —explicó él—. Sé que es el más inteligente de nuestros hijos. Y sé que, algún día, será el nuevo papa, pues, de no serlo, cuando yo muera su vida correría peligro; todos vosotros correríais peligro.
—César no quiere ser papa, Rodrigo —intervino ella—. Ni siquiera desea ser cardenal. Lo sabes tan bien como yo. Nuestro hijo ha nacido para la guerra y para el amor. Es un hombre que anhela vivir con plenitud. Todas las riquezas y las mujeres del mundo nunca llegarían a satisfacerlo. Se siente vacío, por muchos beneficios y propiedades que pueda tener.
Alejandro guardó silencio durante unos instantes.
—¿Te lo ha dicho él? —preguntó finalmente.
—No tiene necesidad de decirme nada, Rodrigo —dijo ella mientras acercaba su silla a la del Santo Padre—. Soy su madre. Lo sé. Sé lo que siente, igual que deberías saberlo tú.
De repente, la expresión de Alejandro se endureció.
—Sí, debería saberlo… Sí realmente fuera su padre.
Vanozza Catanei inclinó la cabeza en actitud paciente. Cuando volvió a levantarla, miró al papa fijamente a los ojos.
—Rodrigo, sólo voy a decirte esto una vez, pues no tengo ninguna necesidad de defenderme. Y, aun así, creo que tienes derecho a oírlo. Sí, es cierto que fui amante de Gíuliano della Rovere antes de conocerte. O sería más exacto decir hasta aquel día en que, al verte por primera vez, sentí cómo mi corazón dejaba de pertenecerme. No puedo decir que no conociera varón antes de estar contigo, pues mentiría, pero te juro por mi honor, te juro por la Virgen que César es hijo tuyo y de nadie más.
El sumo pontífice bajó la cabeza.
—Nunca pude estar seguro, Vanozza —dijo—. Lo sabes. Sabes que nunca pude deshacerme de la duda. Por eso nunca pude confiar en lo que sentía por César. Ni tampoco en sus sentimientos hacia mí.
Vanozza tomó la mano de Alejandro.
—Para protegeros, tanto a ti como a César, tuve que permitir que Giuliano creyera que el hijo que llevaba en mi vientre era suyo. Pero puedo jurarte por lo más sagrado que no es así. Tuve que mentir y tú mejor que nadie deberías comprender la razón, pues sabes que Giuliano nunca tuvo un corazón tan generoso como el tuyo. Tuve que hacerle creer que tu hijo era suyo.
—¿Cómo puedo estar seguro? —preguntó Alejandro, luchando contra sus propios sentimientos—. Dime, ¿cómo puedo saber que lo que dices es verdad?
Vanozza levantó la mano cerrada de Alejandro y abrió sus dedos lentamente.
—Quiero que mires bien esta mano, Rodrigo. Quiero que estudies cada detalle de esta mano. Después quiero que hagas lo mismo con la mano de tu hijo. Pues cuando nació César, durante meses viví con la angustia de que alguien apreciara lo que tan evidente era a mis ojos, de que alguien pudiera descubrir mi secreto.
De repente, Alejandro comprendió la razón del odio que le profesaba Della Rovere. De repente comprendió toda su envidia, pues él le había arrebatado todo aquello que el cardenal creía suyo: la tiara papal, a su amante e incluso a su hijo.
No era ningún secreto que Della Rovere sólo había amado a una mujer en su vida. Y esa mujer era Vanozza. Alejandro entendió la humillación que debió de haber sentido cuando esa mujer lo abandonó para estar con él. A partir de ese momento, Della Rovere se había convertido en un hombre adusto, siempre enojado, dominado por la desconfianza. Además, aunque tenía varias hijas, Della Rovere nunca había tenido un hijo varón. Qué dura había sido la prueba a la que lo había sometido el Señor… Suponiendo que lo que decía Vanozza realmente fuera cierto…
Y, ahora, al admitir por primera vez lo que siempre había sospechado, al reconocer sus dudas sobre César, Alejandro se dio cuenta de todo el sufrimiento que podía haber evitado de haberle hecho esa pregunta a Vanozza muchos años antes. Pero nunca hasta ahora se había atrevido a hacerlo, pues, de haberlo hecho, hubiera puesto en peligro su relación con ella, y había amado demasiado a Vanozza como para arriesgarse a perder su amor.
—Pensaré en lo que me has dicho, Vanozza —dijo por fin—. Hablaré con César sobre su vocación… Si es que él aún está dispuesto a hablar conmigo.
—Nuestro hijo Juan ha muerto, Rodrigo —dijo Vanozza con ternura—. Sin él, ya nada volverá a ser igual. Pero César aún vive y lo necesitas para liderar tus ejércitos. ¿Quién iba a hacerlo, sino él? ¿Jofre? No, Rodrigo. Sabes que César es el elegido, pues nuestro hijo tiene el alma de un guerrero, pero antes debes usar tu amor para liberarlo de su sufrimiento. Permite que sea otro hombre quien lleve la tiara papal cuando tú mueras.
Cuando el sumo pontífice se inclinó para besar la mano de Vanozza, el olor de su perfume se adueñó de sus sentidos. Luchando contra su voluntad, se dio la vuelta para volver a Roma.
—Mira sus manos, Rodrigo. Míralas bien —dijo Vanozza al despedirse de él.
A su regreso de Florencia, César se reunió inmediatamente con su padre y con Duarte Brandao en las estancias privadas del papa. De la pared colgaban bellos tapices sobre los elaborados arcones en los que se guardaban las vestiduras del sumo pontífice.
Al ver a su hijo, Alejandro lo abrazó con una ternura que hizo desconfiar a César.
Duarte fue el primero en hablar.
—¿Es tan peligroso el falso profeta como dicen?
César se sentó frente al papa y su consejero.
—Sin duda se trata de un orador apasionado —dijo—. Los ciudadanos de Florencia acuden masivamente a oír sus sermones. Había tanta gente en la plaza como en un día de carnaval.
—Y, dinos, ¿sobre qué versan esos célebres sermones? —preguntó Alejandro.
—Sobre la reforma de la Iglesia —contestó César—. Sobre los privilegios de los Borgia. Nos acusa de infinidad de actos pecaminosos y amenaza al pueblo de Florencia con todo tipo de castigos divinos si acatan los mandatos del sumo pontífice.
Alejandro se levantó y caminó nerviosamente por la estancia.
—Resulta desafortunado que una mente tan brillante como la de ese fraile esté poseída por tantos demonios —dijo al cabo de unos instantes—. Sus escritos son brillantes. Además, al parecer, es un sincero admirador de la naturaleza. He oído decir que, en más de una ocasión, ha despertado a todos los miembros de su congregación para que salieran a admirar las estrellas.
—No sé cómo sería antes, padre —lo interrumpió César—, pero puedo aseguraros que ahora es una seria amenaza para nosotros. Insiste en la necesidad de llevar a cabo una estricta reforma de la Iglesia. Además, apoya a los franceses y repite una y otra vez que la tiara papal debe volver a ser portada por un hombre virtuoso. No me cabe duda de que ese hombre sería Giuliano della Rovere.
La ira de Alejandro cada vez resultaba más patente.
—Nunca me ha complacido someter a tortura a un hombre para obligarlo a confesar sus pecados, y menos aún cuando ese hombre ha servido fielmente a la Iglesia. Pero mucho me temo que no nos queda otra alternativa —dijo volviéndose hacia Duarte—. Encárgate de resolver esta cuestión con la mayor presteza, pues debemos devolver el orden a las calles de Florencia antes de que sea demasiado tarde.
Duarte se retiró, presto, a cumplir las órdenes del sumo pontífice. Una vez a solas con César, Alejandro se recostó en un diván y le indicó a su hijo que se acercara. César tomó asiento en la banqueta forrada de terciopelo rojo que había junto al diván. La mirada de Alejandro brillaba con determinación.
—Quiero que me contestes con sinceridad —dijo Alejandro—. ¿Compartes el amor que yo siento por la Iglesia? ¿Deseas dedicar tu vida a servirla, como lo he hecho yo?
César siempre había intentado hacerle comprender a su padre sus verdaderos deseos, siempre había soñado con el día en el que su padre llegara a aceptar que él era un guerrero y no un hombre de la Iglesia. Y, ahora que había llegado ese momento, el hijo del papa meditó cuidadosamente su respuesta. Necesitaba que Alejandro confiase en él. Sabía que su padre nunca había sentido el mismo amor por él que por su hermano Juan, pero, aun así, sabía que lo quería. Pero también conocía los trucos del Santo Padre y la astucia con la que podía conducirse. De ahí que decidiera guardarse dos secretos.
—Padre, debo confesar que tengo demasiados apetitos impíos como para honrar a la Iglesia con la limpieza de corazón que tú desearías que lo hiciera —empezó a decir—. Y no deseo condenarme a las llamas del infierno.
Alejandro se incorporó lo suficiente en el diván como para poder mirar fijamente a su hijo.
—Yo pensaba igual que tú cuando tenía tu edad —dijo—. Nadie hubiera creído que el joven Rodrigo Borgia acabaría por convertirse en papa. Pero trabajé durante cuarenta años hasta convertirme en un hombre mejor, en un sacerdote mejor, y lo mismo podría ocurrirte a ti.
—Pero ése no es mi deseo, padre.
—¿Por qué? Anhelas el poder y el dinero tanto como yo. Y, con tu inteligencia, podrías conseguir cualquier cosa que te propusieras. —De repente, Alejandro guardó silencio—. ¿Acaso escondes algún pecado tan oscuro que no crees ser digno de servir a la Iglesia de Dios?
Y fue entonces cuando César creyó adivinar las intenciones de su padre. Quería que le confesara la verdad sobre su relación con Lucrecia. Pero, si lo hacía, César sabía que su padre nunca lo perdonaría.
—Sí —dijo—, guardo un terrible secreto. Tan terrible que, de confesarlo, os veríais obligado a condenarme.
Alejandro se inclinó hacia César. Su mirada era dura, afilada. Aunque estaba seguro de que el sumo pontífice siempre había sospechado la naturaleza de su relación con su Lucrecia, César le sostuvo la mirada con firmeza.
—No hay nada que Dios no sea capaz de perdonar —dijo el Santo Padre.
—No creo en ningún Dios —contestó César, bajando la mirada, pues sabía que sus palabras herirían a Alejandro—. No creo en Jesucristo ni en la Virgen ni en ninguno de los santos de la Iglesia.
Alejandro parecía sorprendido, aunque no tardó en recuperar el dominio de sí mismo.
—Muchos pecadores dicen eso mismo por temor al castigo que les espera al morir —dijo finalmente el sumo pontífice—. El miedo hace que renuncien a la verdad.
—Además, confieso haber fornicado con las esposas de otros hombres, confieso mi ambición y mis ansias de poder, confieso haber mentido y confieso haber asesinado, aunque siempre a hombres que merecían morir. Pero no hay nada que no sepáis, padre.
Alejandro tomó las manos de César en las suyas y las observó con atención.
—Escúchame bien, hijo mío —dijo—. Muchos hombres de buena voluntad pierden la fe. Las injusticias de este valle de lágrimas hacen que pongan en duda la infinita piedad del Señor. Pero la fe puede renacer mediante la acción. Los verdaderos santos fueron hombres de acción. Nunca he sentido ninguna admiración por esos hombres que se encierran en sus monasterios para meditar sobre los misterios de la vida. No hacen nada por la Iglesia. No ayudan a propagar la palabra de Dios. Somos los hombres como tú y como yo quienes debemos encargarnos de eso —continuó diciendo Alejandro mientras señalaba a su hijo, con el dedo índice—. Aunque para ello sea necesario que expiemos nuestros pecados en el purgatorio. Pero piensa en todos esos hombres cuyas almas salvaremos con nuestros actos, Piensa en todos esos hombres que aún no han nacido, en todos esos hombres cuyas almas se verían condenadas si no existiera una Iglesia poderosa. Todos los días, cuando confieso mis pecados, ese pensamiento me sirve de consuelo. No importa lo que digan los humanistas, no importa lo que mantengan los seguidores de los filósofos griegos. Este mundo no es todo lo que existe. Existe un Dios y es un Dios bondadoso. En eso se basa nuestra fe y es necesario que la conservemos. Podemos pecar, pero jamás debemos renunciar a la fe, pues es lo único que tenemos.
Pero las palabras de Alejandro no conmovieron a César. La fe no solucionaría sus problemas. Tenía que cimentar su poder en este mundo si no quería que su cabeza acabara decorando los muros del Vaticano. Deseaba tener hijos. Ansiaba tener una esposa. Deseaba poseer riquezas y poder. Y, para conseguirlo, debía cometer actos por los que el Dios de su padre lo condenaría al fuego eterno. ¿Qué sentido tenía creer en un Dios así? Además, a sus veintitrés años, César se sentía tan vivo, el sabor del vino, la comida y las mujeres le hacían hervir la sangre de tal modo que ni siquiera concebía la idea de su propia muerte; por muchas personas a las que hubiera visto morir durante el transcurso de su corta vida.
Inclinó la cabeza.
—Creo en Roma, padre —dijo—. Daría mi vida por Roma si me ofrecierais los medios para hacerlo.
Alejandro suspiró. No podía seguir oponiéndose a los deseos de su hijo, pues sabía que César podría convertirse en su más poderoso aliado.
—Entonces, debemos hablar del futuro, hijo mío —dijo—. Serás capitán general de los ejércitos de Roma. Devolverás el control de los Estados Pontificios a Roma y, como recompensa por tu victoria, obtendrás el ducado de la Romaña. Algún día, tú y yo, hijo mío, unificaremos todas las grandes ciudades de nuestra península. Algún día, los venecianos y esos desagradecidos sodomitas de Florencia y de Bolonia se inclinarán ante la Iglesia de Roma. Pero debemos ir paso a paso. Primero debes convertirte en duque de la Romaña, y, para eso, es necesario que te encontremos una esposa. Convocaré al consistorio cardenalicio para hacer oficial tu renuncia a la senda de la Iglesia. Después te nombraré capitán general de los ejércitos pontificios. Deberás ganarte en el campo de batalla las riquezas a las que renuncias junto a tu birreta de cardenal.
César se inclinó ante el sumo pontífice. Como muestra de gratitud, intentó besarle los pies, pero Alejandro los retiró.
—Muestra más respeto por la Iglesia y menos por tu padre —dijo el sumo pontífice—. Debes demostrarme con hechos, y no con gestos, que no he errado en mi decisión. Eres mi hijo y siempre perdonaré tus pecados… Como lo haría cualquier padre —concluyó diciendo con sincera emoción.
Y así, por primera vez desde que dejó de ser un niño, César se sintió dueño de su propio destino.
—Desearía tanto volver a oír reír a Lucrecia —le dijo Alejandro a Duarte después de firmar el contrato que concluía las negociaciones para sus esponsales con Alfonso—. Su melancolía ya dura demasiado. Es hora de que vuelva a ser feliz.
Deseoso de mejorar el ánimo de Lucrecia, de acabar de una vez por todas con ese decaimiento en el que permanecía sumida desde que había alumbrado a su hijo, Alejandro había insistido en que Alfonso se presentara en Roma en secreto. No en vano, se decía que el duque de Bisceglie era el hombre más apuesto de Nápoles, por lo que Alejandro deseaba sorprender a su hija con su llegada.
Alfonso entró en Roma acompañado tan sólo por siete hombres. Los otros cincuenta miembros de su séquito esperaban en Marino, a las afueras de la ciudad. Fue recibido por un emisario del papa, que lo acompañó inmediatamente al Vaticano. Una vez que el sumo pontífice pudo comprobar personalmente que era tan apuesto como se decía, dispuso que acudiera al palacio de Santa Maria in Portico.
Lucrecia estaba asomada a su balcón, tarareando una melodía mientras observaba a los niños que jugaban en la calle. Era una hermosa mañana de verano y pronto conocería a su futuro esposo, pues su padre le había dicho que Alfonso llegaría antes de concluir la semana. Esperaba con impaciencia el momento de conocerlo, pues nunca había oído a César hablar tan favorablemente de ningún hombre.
Y, entonces, vio al joven Alfonso y el corazón empezó a latirle con una fuerza con la que nunca lo había hecho antes y las rodillas le temblaron hasta tal punto que tuvo que apoyarse en Julia para no caer al suelo.
—¿Has visto alguna vez a un hombre tan apuesto? —exclamó Julia.
Pero Lucrecia no dijo nada, pues se sentía incapaz de hablar.
En la calle, Alfonso desmontó de su caballo y, al levantar la mirada hacía el balcón, también él pareció quedar paralizado, como si acabara de caer bajo los efectos de algún embrujo.
Durante los seis días que faltaban para la celebración de los esponsales.
Alfonso y Lucrecia acudieron a numerosos festejos y pasaron largas horas paseando por el campo o explorando las calles y los comercios de Roma, acostándose más tarde y amaneciendo temprano cada nuevo día.
—Padre, ¿cómo puedo agradeceros lo que habéis hecho por mí? —exclamó Lucrecia, arrojándose en los brazos de Alejandro como cuando todavía era una niña—. ¿Cómo podría explicaros lo feliz que soy?
Alejandro también era feliz.
—Tu felicidad es la mía —le dijo a su hija—. Sólo deseo lo mejor para ti.
La ceremonia apenas se diferenció de la de los primeros esponsales de Lucrecia; sólo que esta vez ella hizo sus votos por voluntad propia y apenas si se dio cuenta de la espada desenvainada que el obispo que ofició la ceremonia sostenía sobre su cabeza.
Por la noche, tras el banquete, Lucrecia y Alfonso consumaron su unión ante el papa Alejandro y Ascanio Sforza y, en cuanto el protocolo lo permitió, se retiraron al palacio de Santa Maria in Portico, donde permanecieron en la cámara nupcial durante tres días con sus correspondientes noches. Así, por primera vez en toda su vida, Lucrecia supo lo que era un amor no prohibido.
Tras el banquete, César se retiró pronto a sus aposentos. Pero aunque pensara en su futuro como capitán general, aunque intentara distraerse planeando posibles estrategias militares, en su corazón sólo había amargura.
Se había comportado tal como se esperaba de él durante los esponsales de Lucrecia; incluso había contribuido al buen humor reinante participando con el disfraz del unicornio mágico, que representaba las virtudes de la castidad y la pureza, en la representación teatral que había seguido al banquete.
Antes, Lucrecia y Sancha habían bailado para Alejandro, quien nunca dejaba de disfrutar de la visión de una mujer hermosa bailando las emotivas danzas españolas que le recordaban a su juventud.
César había bebido en abundancia intentando encontrar la paz de espíritu en los vapores del vino. Ahora, a medida que los efectos del alcohol desaparecían, la soledad y la angustia iban ocupando su lugar.
Esa noche, Lucrecia había estado incluso más hermosa que de costumbre. Parecía una emperatriz con su vestido rojo rematado con terciopelo negro, piedras preciosas y centenares de magníficas perlas. Ya no era la niña de sus primeros esponsales, sino una hermosa mujer, una joven regia que se desenvolvía con perfecta soltura en la corte. Hasta aquel día, César no se había dado cuenta de hasta qué punto había cambiado su adorada hermana. Aun así, le había dado su bendición a pesar del dolor y la ira que se acumulaban en su corazón.
Durante el banquete, ella había buscado su mirada en varias ocasiones, obsequiándolo con una de sus dulces sonrisas, pero, a medida que la velada avanzaba, Lucrecia pareció olvidarse de él. Cada vez que César se aproximaba a ella, la encontraba en compañía de Alfonso y, en una ocasión, su hermana ni siquiera había advertido su presencia. Finalmente, Lucrecia había abandonado el gran salón para culminar los esponsales ante el papa Alejandro y Ascanio Sforza sin tan siquiera despedirse de su hermano.
En sus aposentos, César se dijo a sí mismo que, con el tiempo, olvidaría el amor que sentía por su hermana. Sí, cuando hubiera renunciado al púrpura, una vez que hubiera desposado a su propia esposa, cuando tuviera sus propios hijos y hubiera salido victorioso de grandes batallas, dejaría de soñar con Lucrecia. Intentó convencerse de que los esponsales de Lucrecia tan sólo eran una parte de la estrategia de su padre para fortalecer los lazos entre Roma y Nápoles, de tal forma que él, el futuro capitán general, pudiera desposar a una princesa napolitana. Lo más probable es que se tratara de Carlotta, la hermosa hija del rey. Y una vez arraigado en Nápoles, con posesiones y títulos propios, César declararía la guerra a los caudillos de los Estados Pontificios y recuperaría la Romaña para mayor gloria de Roma y de los Borgia.
Así, César intentó conciliar el sueño con visiones de su gloria futura, pero, una y otra vez, se despertaba con su hermana Lucrecia como único objeto de su anhelo.