El mismo día que coronó al nuevo rey de Nápoles, César recibió un mensaje urgente de su hermana. Lucrecia le pedía que se reuniera con ella en «Lago de Plata», pues debían hablar antes de su regreso a Roma.
Esa misma noche, César asistió al opulento banquete con el que se celebraba la coronación. Toda la nobleza de Nápoles había acudido para conocer al hijo del papa, incluidas las más hermosas damas de la corte que, fascinadas por su apuesto porte y su amable disposición, no le dejaban un solo momento de respiro.
También estaban presentes su hermano Jofre y su cuñada Sancha. A César no le había pasado inadvertido que, desde la muerte de Juan, Jofre parecía distinto, más seguro de sí mismo, Se preguntaba si alguien más se habría dado cuenta. Sancha también había cambiado, pues, aunque no había perdido su hábito de coquetear con los hombres, parecía más dispuesta a complacer los deseos de su esposo y menos fogosa que hacía apenas unos meses.
Y fue precisamente Jofre quien presentó a César a un apuesto joven de ojos azules que impresionó favorablemente al cardenal por su inteligencia y sus buenas maneras.
—Mi hermano, el cardenal —dijo Jofre—. Alfonso de Aragón, el duque de Bisceglie. Creo que no os conocéis.
El futuro cuñado de César era de constitución atlética y poseía un rostro tan apuesto y una sonrisa tan radiante que estar en su presencia era como contemplar una bella pintura.
—Es un honor —dijo Alfonso, inclinándose ante el cardenal. Su voz era tan agradable como su aspecto.
El cardenal y el duque pasaron las siguientes dos horas conversando. Ambos jóvenes compartían una inteligencia superior, y el sentido del humor de Alfonso resultaba refrescante. Hablaron de teología, de filosofía y, por supuesto, de política.
—No me cabe ninguna duda de que seréis un esposo digno de mi hermana. Estoy seguro de que Lucrecia encontrará la felicidad a vuestro lado —dijo César a modo de despedida.
—Haré todo lo que esté en mi mano por que así sea —contestó Alfonso.
César anhelaba el momento de reencontrarse con Lucrecia en «Lago de Plata». Hacía meses que no estaban a solas y ahora que su hermana se había recuperado del parto, ansiaba volver a compartir su lecho. Mientras cabalgaba a su encuentro, se preguntó qué querría decirle Lucrecia. César no tenía noticias de su padre desde hacía varias semanas, por lo que debía tratarse de algún asunto personal.
Al llegar a «Lago de Plata», permaneció unos minutos contemplando la claridad del cielo, disfrutando de la serenidad del campo, antes de entrar en el palacete. Tras asearse y cambiarse de ropa, se sentó a esperar en uno de los salones mientras bebía una copa de vino.
Habían ocurrido tantas cosas últimamente… Y, aun así, sabía que el futuro todavía le depararía nuevas sorpresas. En cuanto volviera de Florencia, solicitaría del Santo Padre que lo liberase de sus deberes como cardenal. Estaba decidido a renunciar al púrpura. Él había nacido para ser soldado y ya no podía soportar más la hipocresía y frustración que suponían llevar la birreta cardenalicia. Y, aun así, sabía que no sería fácil convencer a su padre y que, con su decisión, aumentaría la tensión que reinaba entre ellos desde la muerte de Juan.
Pero César era un hombre apasionado que anhelaba una vida plena. Además, ahora que su hermana iba a desposarse por segunda vez, César debía pensar en su propio futuro. Alfonso era un hombre honorable, un hombre por el que el hijo del papa había llegado a sentir un sincero afecto, y, aun así, aunque deseara lo mejor para su hermana, no podía evitar sentir celos de él. Pronto, su hermana tendría nuevos hijos, hijos a los que podría amar abiertamente. En cambio, la condición de César convertiría a sus hijos en bastardos.
Intentó tranquilizarse, recordándose a sí mismo que los esponsales entre Lucrecia y Alfonso serían ventajosos para Roma. Y, aun así, cada vez sentía mayor angustia. ¿Por qué no podía él elegir su propio futuro? ¿Por qué tenía que vivir una vida elegida por otros?
Su padre siempre había disfrutado de su vida, su misión eclesiástica siempre lo había llenado de satisfacción. Pero la fe de César nunca había sido tan sólida como la de Alejandro. Pasar todas las noches en los brazos de una cortesana distinta ya no le satisfacía; anhelaba algo más. Hasta su hermano Jofre parecía feliz con Sancha, a pesar de sus muchos excesos. Y, desde luego, Juan había disfrutado de una vida plena, una vida de libertad, de riquezas y privilegios, hasta que había encontrado el final que merecía.
Cuando llegó Lucrecia, César se hallaba sumido en un estado de profunda melancolía, aunque todas sus tribulaciones desaparecieron cuando su hermana corrió hacia él y se abalanzó en sus brazos. Él no notó que Lucrecia había estado llorando hasta que la apartó un poco para poder admirar su belleza.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué te pasa, amor mío?
—Nuestro padre ha matado a Perotto —dijo ella.
—¿Perotto está muerto? —exclamó César, incapaz de creerlo—. Le dije que se ocultara hasta mi vuelta. ¿Dónde lo encontraron? —preguntó al cabo de unos segundos.
—En el Trastevere —dijo ella al tiempo que volvía a abrazar a su hermano—. Perotto nunca hubiera ido por propia voluntad a un sitio así. Tenía el alma de un verdadero poeta —añadió.
—Su bondad hace que me avergüence de mí mismo —dijo César—. Por grande que sea mi amor por ti, no creo que pudiera haber hecho lo que hizo él. Existen pocos hombres capaces de realizar semejante sacrificio.
—Sé que Dios es justo —dijo ella—. Perotto tendrá la recompensa que merece.
Cuando hicieron el amor, el placer que sintieron fue mayor de lo que lo había sido nunca. Después, permanecieron largo tiempo en silencio.
—Nuestro hijo es el ángel más hermoso que haya visto nunca —dijo finalmente Lucrecia—. Es la viva imagen de…
—¿De quién? —preguntó César antes de que ella pudiera terminar. Se había apoyado sobre un brazo y miraba fijamente a Lucrecia.
—Es igual que nosotros —dijo ella, riendo—. Igual que tú y que yo. Creo que seremos felices juntos… Aunque a ojos de los demás, tu hijo nunca pueda ser también el mío —concluyó con tristeza.
—Nosotros sabemos la verdad —dijo él—. Y eso es lo único que importa.
Lucrecia se levantó del lecho y cubrió su desnudez con una bata de seda.
—¿Crees que nuestro padre es un hombre malvado? —preguntó de repente.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de César.
—Hay veces en que ya ni siquiera sé distinguir la maldad —contestó—. ¿Acaso sabes tú lo que es la maldad?
Lucrecia se volvió hacia su hermano.
—Sí —dijo—. Por mucho que se disfrace, siempre reconozco la verdadera maldad.
Lucrecia regresó a Roma a la mañana siguiente. César permaneció en «Lago de Plata», pues todavía no se sentía capaz de enfrentarse al Santo Padre. Además, ahora que el joven Perotto había muerto, ya no existía ninguna razón para anticipar su retorno.
César cruzó las puertas de Florencia oculto bajo las modestas ropas de un campesino. Parecía haber transcurrido una eternidad desde que había estado en la ciudad, Todavía recordaba aquella vez que había ido a Florencia con su amigo Gio Médicis. Todo había cambiado tanto…
No hacía mucho que Florencia había sido una altiva república, tan orgullosa de su independencia que no permitía que nadie con sangre noble participase directamente en el gobierno de la ciudad. Aún así, los Médicis, gracias al poder y el dinero que les daba su condición de banqueros, gobernaban la ciudad toscana mediante la influencia que ejercían sobre los representantes electos del pueblo. Así, enriqueciendo a quienes ostentaban los principales cargos del gobierno de la república, Lorenzo el Magnífico había consolidado el poder de los Médicis.
Para el joven César Borgia, que por aquel entonces sólo contaba dieciséis años, había sido una experiencia nueva conocer una ciudad donde el pueblo parecía adorar a su mandatario. Lorenzo Médicis era uno de los hombres más ricos del mundo y también uno de los más generosos, como atestiguaba el hecho de que obsequiara con dotes a las jóvenes más pobres de Florencia para que pudieran encontrar esposo y de que tuviera a numerosos artistas bajo su mecenazgo; incluso el gran Miguel Ángel había vivido de joven en el palacio Médicis, donde había sido acogido como si de un hijo se tratara.
Lorenzo Médicis había comprado libros procedentes de todos los confines del mundo y había encargado que fueran traducidos y copiados para que los estudiosos de toda la península Itálica pudieran acceder a la sabiduría que contenían, y había sufragado cátedras de filosofía y griego en las principales universidades. Sus versos eran aclamados por los críticos más exigentes y sus composiciones musicales eran interpretadas en carnaval. Además, los más afamados artistas de la época compartían su mesa.
Cuando Gio invitó a César al palacio Médicis, a pesar de su corta edad, Lorenzo había tratado al hijo del papa con gran respeto y cortesía.
Pero sus recuerdos más preciados de Florencia eran las historias sobre el ascenso al poder de la familia Médicis, banqueros del papa y de muchos otros monarcas.
Para consolidar su poder, Lorenzo había sufragado todo tipo de festejos para el pueblo. Había hecho escenificar batallas navales en el río Arno, había decorado los comercios de Florencia con el estandarte de los Médicis, había hecho representar dramas musicales en la gran plaza de Santa Croce y había sacado en procesión las reliquias sagradas de la catedral, incluidos un clavo de la cruz, una espina de la corona de Cristo y una astilla del costado del hijo de Dios.
Lorenzo era un hombre en el que convivían un carácter jactancioso y una profunda religiosidad. Los días de carnaval paseaba en carroza a las más bellas prostitutas de la ciudad y cada Semana Santa liberaba miles de palomas blancas que llenaban el cielo como si de pequeños ángeles se tratara. Además, asistía a las numerosas procesiones que recorrían las calles de Florencia y a las escenas históricas que había ordenado representar para que el pueblo no olvidara los sufrimientos que les esperaban en el infierno a quienes no respetaran los mandatos divinos.
Lorenzo era probablemente el hombre más feo de Florencia, aunque gracias a su ingenio y a su encanto personal había disfrutado de numerosos idilios. En cambio, Giuliano, su hermano menor, y también su mejor amigo, había sido elegido el hombre más agraciado de la ciudad en un festival popular. Eso había ocurrido en 1475, el día de su vigesimosegundo natalicio, y Giuliano lo había celebrado paseando por la ciudad con un traje diseñado por Botticelli y un casco salido del genio de Veroccio, todo ello con un costo superior a veinte mil florines. En aquella ocasión, los ciudadanos de Florencia se habían sentido orgullosos de su señor al ver cómo abrazaba a su apuesto hermano sin el menor atisbo de envidia.
Pero, en el momento álgido de su poder y su felicidad personal, casado y con dos hijos, Lorenzo tuvo que enfrentarse a una peligrosa conspiración.
Todo había comenzado cuando Lorenzo se había negado a conceder un cuantioso préstamo al Santo Padre, que necesitaba el dinero para adquirir la estratégica población de Imola, en la región de la Romaña. El papa Sixto se había tomado la negativa como una afrenta personal. Él también era un hombre dedicado a su familia. Había investido cardenales a siete de sus sobrinos y deseaba adquirir la población de Imola para ofrecérsela como obsequio a Girolamo, uno de sus hijos bastardos. Tras la negativa de Lorenzo, el papa había solicitado el préstamo a la familia Pazzi, encarnizados rivales de los Médicis.
Los Pazzi gozaban de mayor raigambre en Florencia que los Médicis. Jacapo, el cabeza de familia, un hombre de mayor edad y más sobrio que Lorenzo, se había apresurado a hacer entrega de hasta cincuenta mil ducados al papa y se había ofrecido a mejorar las condiciones de otros préstamos que el Santo Padre tenía con los Médicis, entre los que estaba el correspondiente a las minas de alumbre de «Lago de Plata», situadas a las afueras de Roma. Pero el papa no estaba dispuesto a llegar tan lejos, aunque sólo fuera por los obsequios que le había hecho llegar Lorenzo para aplacar su ira.
Aun así, la tensión entre la Iglesia y los Médicis no dejó de crecer, pues, al poco tiempo, el papa nombró a Francisco Salviati arzobispo de Pisa, una posesión florentina, rompiendo así el acuerdo según el cual todos los nombramientos de cargos eclesiásticos de territorios de Florencia debían ser aprobados por el gobierno de la república. La indignación de Lorenzo llegó hasta el punto de prohibir que el arzobispo tomara posesión de su cargo.
El arzobispo Salviati y Francisco Pazzi, que compartían su odio hacia Lorenzo y una ambición sin límites, unieron sus fuerzas para intentar convencer al sumo pontífice de la necesidad de deponer a Lorenzo, y el papa no tardó en dar su consentimiento.
El plan consistía en asesinar a Lorenzo y a su hermano Giuliano mientras acudían a la misa del domingo, tras lo cual, las tropas de Pazzi se adueñarían de la ciudad.
Para que ambos hermanos acudieran juntos a la catedral, se acordó que el cardenal Rafael Riario visitara a Lorenzo, aunque no se le informó de la conspiración.
Como era de esperar, Lorenzo dispuso la celebración de un gran banquete en honor al cardenal y, a la mañana siguiente, lo acompañó a la catedral. Los acompañaban dos sacerdotes, Maffei y Stefano, con afilados estiletes ocultos bajo sus hábitos.
La señal convenida era el repicar de la campana de la sacristía llamando a la consagración, momento en el cual todos los fieles presentes inclinarían la cabeza en señal de respeto. Pero Giuliano se retrasaba y los conspiradores tenían órdenes de matar a los dos hermanos al mismo tiempo. Así, Francisco Pazzi corrió al palacio de Giuliano para acompañarlo a la catedral. Durante el camino le dio unas palmadas amistosas en el costado con la excusa de una chanza para asegurarse de que no llevaba cota de malla bajo la ropa.
En la catedral, Lorenzo esperaba de pie junto al altar. Su hermano entró en el sagrado recinto, seguido de Francisco Pazzi, justo antes de que sonaran las campanadas de la sacristía. Y, entonces, Lorenzo vio, horrorizado, cómo Francisco empuñaba su estilete y lo clavaba en el cuerpo de Giuliano. Ni siquiera había tenido tiempo de gritar cuando el propio Lorenzo sintió el tacto del acero contra su cuello. Instintivamente, se abalanzó sobre su agresor y levantó la capa para contener el ímpetu de las puñaladas.
Lorenzo desenvainó la espada mientras saltaba la barandilla del altar. Tres de sus fieles partidarios corrieron tras él hasta la sacristía y, una vez dentro, lo ayudaron a atrancar la pesada puerta de hierro. Por el momento, estaban a salvo.
Mientras tanto, el arzobispo Salviati y el asesino, Francisco Pazzi, salieron de la catedral gritando que Florencia por fin era libre, pues los tiranos habían muerto. Pero en vez de unirse a ellos, la mayoría de los ciudadanos de Florencia tomaron sus armas para enfrentarse a las tropas del arzobispo, a las que no tardaron en derrotar.
Aclamado por el pueblo, Lorenzo se aseguró de que el cardenal Riario no sufriera ningún daño, aunque no impidió que el pueblo diera muerte al arzobispo y a Francisco Pazzi. Unos minutos después, los traidores colgaban ahorcados de lo más alto de la catedral.
Los dos sacerdotes, Maffei y Stefano, fueron castrados y, posteriormente, decapitados. El palacio de la familia Pazzi fue saqueado y todos los miembros del clan fueron desterrados de Florencia.
Pero ahora, al volver a atravesar las murallas, tantos años después, César encontró una ciudad completamente distinta de la que recordaba.
Las calles estaban cubiertas de suciedad y aguas residuales. En los callejones se pudrían animales muertos y el hedor era peor incluso que el de Roma, aunque, al menos, la epidemia de peste había remitido, por lo que César no corría peligro de enfermar.
El hijo del papa cabalgó, rodeado de gritos y disputas, hasta llegar a la posada más respetable de la ciudad. Al pedir una habitación, observó con satisfacción que el posadero no lo reconocía; incluso le dijo que no tenía habitaciones, aunque recordó que una acababa de quedar vacía en cuanto César puso un ducado de oro en su mano. Con un trato perfectamente respetuoso, el posadero lo condujo a una habitación limpia, aunque de escaso mobiliario, desde cuya ventana se veía la iglesia de San Marco y el monasterio del profeta Savonarola. César decidió esperar a que cayera la tarde antes de salir en busca de información.
Unos minutos después, el posadero volvió a la habitación con una jarra de vino y una fuente de queso y fruta. César comió un poco y se tumbó a descansar.
No tardó en caer dormido. Soñó con cruces y cálices y hábitos eclesiásticos que giraban una y otra vez a su alrededor, justo fuera de su alcance. Una voz atronadora le ordenó desde el cielo que cogiera un cáliz de oro, pero, cuando lo hizo, se encontró con un arma de fuego en las manos. Aunque intentó controlarla, parecía disparar por voluntad propia. Mientras luchaba por dominarla, el escenario cambió súbitamente y César se encontró a sí mismo sentado en el banquete de los esponsales de su hermana. El arma de oro se disparó, destrozando la cara de Lucrecia. ¿O era la de Alfonso?
César se despertó empapado en sudor. Al oír las voces en la plaza, se levantó, agitado, y se asomó a la ventana para ver lo que ocurría. Sobre un improvisado púlpito de madera, Savonarola rezaba una oración llena de fervor que los ciudadanos que se agolpaban frente a él coreaban con alabanzas al Señor. El fraile no tardó en dirigir sus iras contra Roma.
—Alejandro VI es un falso papa —exclamó con pasión—. Las mentes de los humanistas pueden torcer la verdad y hacer que lo que no tiene sentido parezca tenerlo, pero nosotros sabemos que existe el negro y el blanco, que existe el mal y el bien y todo aquello que no sea obra del Señor es obra de Satanás.
César observaba atentamente a Savonarola. Era un hombre delgado, ascético, con rasgos toscos, aunque no desagradables. Vestido con los hábitos de la orden dominica, movía la cabeza tonsurada con gestos vehementes y sus manos dibujaban amplias parábolas para dar mayor énfasis a sus palabras.
—El papa Alejandro comparte su lecho con cortesanas —gritó ante la multitud—. El papa asesina a sus enemigos. En Roma, los clérigos corrompen a los niños, roban a los pobres para satisfacer los lujos de los ricos y comen en platos de oro mientras el pueblo vive en la pobreza.
Había algo fascinante en ese hombre. Incluso César se sentía seducido por el poder de su oratoria.
Cuando el profeta hablaba, la multitud guardaba un silencio tan respetuoso que podría haberse oído una estrella cayendo en el firmamento.
—Os condenaréis al fuego eterno. Nadie se salvará mientras no renuncie a los mandatos de esta iglesia pagana. Renunciad a vuestros bienes terrenales y seguid el camino que nos mostró santo Domingo.
—En el monasterio coméis los alimentos que os ofrecen los ricos —gritó alguien entre el gentío—. Vuestros platos tampoco son de madera y os sentáis sobre sillas con blandos cojines.
—A partir de hoy rechazaremos el dinero de los ricos. A partir de hoy, los frailes de San Marcos nos alimentaremos con el pan que nos proporcionen los buenos habitantes de Florencia —dijo Savonarola—. Nos bastará con una comida al día. Todo aquello que nos sobre será entregado a los pobres que se reúnen en la plaza todas las tardes. Os prometo que nadie pasará hambre, ¡Pero eso es sólo el alimento del cuerpo! Y el alimento del espíritu exige que renunciéis al papa de Roma. Debéis dar la espalda a ese papa fornicador que comparte lecho con la prostituta de su hija.
César ya había oído suficiente. Cuando informara a su padre de lo ocurrido, el sumo pontífice sin duda acusaría de herejía a ese falso profeta.
Y, aun así, había algo desconcertante en aquel hombre. Era evidente que creía en sus palabras, pero ¿quién sino un loco se condenaría al martirio que sin duda le esperaba a Savonarola? César se preguntó si podía culparse a un hombre por los actos a los que le conducía su demencia. De lo que no cabía duda era de que Savonarola era un hombre peligroso al que había que detener, pues la nueva Signoria de Florencia podría dejarse influir por sus proclamas y el sumo pontífice necesitaba el apoyo de Florencia para someter a los caudillos rebeldes de la Romaña y reincorporar sus territorios a los Estados Pontificios.
César se vistió y salió de la posada. Una vez fuera, mientras se abría camino entre el gentío que llenaba la plaza, un joven de escasa estatura y extrema palidez se acercó a él.
—¿Cardenal? —le susurró al oído.
César se volvió al tiempo que sujetaba la empuñadura de la espade que llevaba oculta bajo sus ropas.
Pero el joven, vestido con una amplia capa negra, inclinó la cabeza en señal de respeto.
—Soy Nicolás Maquiavelo —dijo—. Creo que deberíamos hablar. Las calles de Florencia no son un lugar seguro para un cardenal de Roma.
Y, sin una sola palabra más, cogió a César de un brazo y lo condujo lejos de la plaza.
Al llegar a la casa de Maquiavelo, el joven orador condujo a César a una estancia abarrotada de libros y papeles, que cubrían las mesas e incluso se derramaban por las sillas hasta cubrir gran parte del suelo. Un pequeño fuego ardía en la chimenea de piedra.
Maquiavelo quitó los libros que había encima de una silla para que César pudiera tomar asiento. Por alguna razón, el cardenal Borgia se sentía sorprendentemente cómodo en aquella abarrotada estancia. Maquiavelo llenó dos copas de vino y, tras ofrecerle una a César, se sentó frente a él.
—Su vida corre peligro, cardenal —le advirtió de nuevo—. Savonarola cree tener una misión, una misión sagrada, y para cumplirla es necesario acabar con el papa Alejandro y con toda su familia.
—Conozco sus críticas a nuestra conducta «pagana» —dijo César con abierto sarcasmo.
—Savonarola tiene visiones —siguió diciendo Maquiavelo—. Primero vio un sol cayendo del firmamento, justo antes de la muerte de Lorenzo el Magnífico. Después tuvo la visión de la espada del Señor golpeando al tirano desde el norte. Eso fue justo antes de la invasión francesa. Los ciudadanos de Florencia están asustados y ese temor les hace creer en las profecías de Savonarola. El profeta dice que el perdón llegará de manos de ángeles con ropas blancas. Dice que eso ocurrirá cuando los hombres se arrepientan de sus pecados y vuelvan a respetar los mandatos divinos.
César pensó que había algo de cierto en el mensaje del falso profeta, aunque no fuera una verdad de este mundo. Pensó que esa verdad nunca podría ser la suya, pues negaba la propia voluntad, el libre albedrío del hombre, el control de su propio destino. Pues ¿qué papel jugaba el hombre si todo estaba en manos del destino? César no estaba dispuesto a participar de esa vida, pues sería como jugar una partida amañada.
—Si Savonarola insiste en su actitud, el sumo pontífice no tendrá más remedio que silenciarlo de una vez por todas —le dijo a Maquiavelo.
Varias horas después, cuando César regresó a la posada, ya caída la noche, Savonarola seguía arengando a los ciudadanos de Florencia.
—Alejandro Borgia adora a los dioses paganos de Egipto. Vive rodeado de placeres mientras vosotros, los verdaderos fieles, soportáis todo tipo de penurias. La Iglesia de Roma sube los impuestos todos los años para llenar sus arcas. ¡No podéis permitir que os traten como si fuerais bestias de carga! En los tiempos originales de la Iglesia los cálices eran de madera y el corazón de los clérigos de oro. Pero ahora vivimos tiempos tenebrosos. Ahora, los cálices son de oro y la virtud del papa y los cardenales es de madera.