Capítulo 13

Mientras Alejandro guardaba luto por la muerte de Juan, Duarte Brandao le planteó a César la conveniencia de acudir a Florencia a su vuelta de Nápoles. La ciudad toscana vivía tiempos azarosos desde la invasión francesa y, ahora, para estrechar los lazos con el principal cuerpo legislativo de Florencia, la Signoria, y para controlar la amenaza que suponía Savonarola, alguien de confianza debía comprobar hasta qué punto eran ciertos los rumores que llegaban de dicha ciudad.

—Se dice que los sermones del fraile dominico cada vez son más hostiles —le dijo Duarte a César—. Incluso se rumorea que amenaza con volver al pueblo de Florencia contra el sumo pontífice si vuestro padre no emprende una reforma radical de la Iglesia.

Alejandro ya había hecho público un interdicto prohibiendo que el fraile siguiera predicando si insistía en socavar la fe del pueblo en la Iglesia. Además, había ordenado que el fraile acudiera a Roma para entrevistarse personalmente con él y había amenazado con imponer sanciones a los mercaderes florentinos que insistieran en asistir a los incendiarios sermones de Savonarola. Y, aun así, nada parecía poder detener al falso profeta.

El despotismo de Piero Médicis había alienado a los ciudadanos de Florencia y, ahora, las incendiarias prédicas de Girolamo Savonarola habían sumido al pueblo de Florencia en un clamor de reforma. El creciente poder de algunas familias de plebeyos adinerados, que exigían participar en las decisiones del gobierno de Florencia, empeoraba aún más la situación, amenazando con socavar la autoridad del sumo pontífice en la ciudad toscana.

—¿Estáis seguro de que no me lincharán cuando me vean aparecer en la ciudad? —preguntó César con sarcasmo—. Puede que decidan aplicarme un castigo ejemplar. He oído que, según Savonarola, soy casi tan perverso como mi padre.

—No todos están en contra nuestra. También tenemos amigos en Florencia —aseguró Duarte—. Incluso tenemos algún aliado. Sin ir más lejos, Maquiavelo, el brillante orador, está de nuestra parte. Pero vivimos tiempos azarosos y es necesario que permanezcamos alerta. Debemos aprender a distinguir las verdaderas amenazas de los simples rumores.

—Agradezco vuestra preocupación, amigo mío —dijo César—. Y os prometo que, si nada lo impide, viajaré a Florencia a mi vuelta de Nápoles.

—El púrpura cardenalicio os protegerá de la ira del falso profeta —dijo Duarte—. Y, aun así, para defendernos de él debemos saber de qué nos acusa exactamente.

Y así fue como, consciente de que, ahora que los Médicis habían perdido el poder y se había elegido una nueva Signoria, la autoridad del papa corría un serio peligro en la ciudad toscana, César accedió a viajar a Florencia para comprobar personalmente cuál era la situación.

—En cuanto me sea posible —dijo César— haré lo que me habéis pedido.

En Florencia, Nicolás Maquiavelo acababa de regresar de Roma, adonde había viajado por encargo de la Signoria para investigar el asesinato del hijo del papa.

Maquiavelo estaba de pie, en el centro del enorme salón del palacio della Signoria, rodeado de extraordinarios tapices y pinturas de maestros del renombre de Giotto y Botticelli, obsequios del difunto Lorenzo de Médicis.

Sentado en un gran sillón de terciopelo rojo y flanqueado por ocho miembros del consejo, el anciano presidente de la Signoria escuchaba con evidente nerviosismo el informe de Maquiavelo. A ninguno le agradaba la perspectiva de escuchar lo que Maquiavelo pronto les revelaría, tanto sobre Florencia como sobre su propio futuro. Pues aunque la capacidad de argumentación de ese joven resultara deslumbrante, para seguir sus razonamientos necesitarían de toda su capacidad de concentración; no podrían despistarse ni un solo instante.

Maquiavelo era un hombre de escasa estatura. Tenía veinticinco años pero parecía incluso mas joven.

—En Roma se dice que fue César Borgia quien mató a su hermano Juan, pero yo no creo que fuera así. Puede que hasta el propio papa lo crea, pero yo no. Desde luego, César tenía motivos para dar muerte a su hermano, pues todos sabemos que la relación entre ambos era, como mínimo, tensa. Se dice que ambos hermanos estuvieron a punto de enfrentarse en un duelo la noche en que Juan fue asesinado. Y, aun así, yo sigo manteniendo que César es inocente.

El anciano presidente agitó la mano con impaciencia.

—Me importa un higo toscano lo que digan los romanos, joven. En Florencia somos perfectamente capaces de extraer nuestras propias conclusiones. El propósito de vuestro viaje era evaluar la situación, no contarnos los rumores que se oyen en las calles de Roma.

Maquiavelo sonrió y prosiguió sin alterarse:

—Como acabo de decir, excelencia, no creo que César matase a su hermano. Son muchas las personas que tenían motivos para desear la muerte de Juan Borgia. Los Orsini, sin ir más lejos, que no han olvidado la muerte de Virginio ni la campaña que lideró Juan contra sus feudos. O Giovanni Sforza, a quien el papa pretende que se declare impotente para poder anular su matrimonio con su hija Lucrecia.

—A este paso moriré de viejo antes de que concluyáis vuestro informe, joven —lo interrumpió el presidente, irritado.

Maquiavelo ni siquiera parpadeó.

—Tampoco debemos olvidar al duque de Urbino, Guido Feltra, que permaneció varios meses en las mazmorras de los Orsini a causa de la avaricia del capitán general, que se negó a pagar su rescate. Ni a Gonzalo Fernández de Córdoba, el capitán español que fue privado tanto del dinero como de la gloria que le correspondía en honor por la conquista de Ostia. Pero, por encima de todos los demás, está el conde Della Mirandella. Su hija de catorce años fue seducida y mancillada por Juan, quien después alardeó públicamente de su conquista. Todos podemos comprender cómo debió de sentirse su padre.

Además, el cuerpo de Juan Borgia fue encontrado frente al palacio del conde, en las aguas del Tíber.

Maquiavelo levantó la voz para recuperar la atención del presidente, que parecía estar a punto de quedarse dormido.

—Pero la lista no acaba ahí… Está el cardenal Ascanio Sforza, cuyo chambelán fue asesinado por Juan Borgia tan sólo unos días antes de su muerte. Y tampoco debemos olvidar al último hombre cuya esposa fue seducida por Juan… —Maquiavelo hizo una pausa perfectamente calculada—. Su hermano Jofre —dijo finalmente.

—Ya es suficiente —lo interrumpió con enojo el presidente—. Lo que nos concierne es la posible amenaza que pueda representar para Florencia la actual situación de Roma —dijo con una sorprendente claridad teniendo en cuenta su edad—. Juan Borgia, el capitán general de los ejércitos pontificios, ha sido asesinado. Algunos mantienen que por su propio hermano César. De ahí que resulte razonable deducir que, si César Borgia es en efecto culpable, Florencia pueda estar en peligro, pues César es un hombre de una ambición ilimitada que, algún día, sin duda intentará acabar con la soberanía de nuestra ciudad. Dicho de otra manera, joven, lo único que necesitamos saber es la respuesta a la siguiente pregunta: ¿asesinó César Borgia a su hermano?

Maquiavelo negó con la cabeza.

—No creo que lo hiciera, excelencia —dijo—. Y os explicaré en qué me baso para emitir mi juicio. Juan Borgia recibió nueve puñaladas por la espalda. Desde luego, ése no es el estilo de su hermano, pues César es un guerrero, un hombre de gran fortaleza física que sólo necesita de un golpe para abatir a un rival. Además, para un hombre como César Borgia, la victoria requiere un enfrentamiento cara a cara. Asesinar a alguien a traición y por la noche no es un modo de actuar que resulte coherente con la naturaleza de César Borgia. Y es esa consideración, por encima de cualquier otra, la que me persuade de su inocencia.

Tras la muerte de Juan, Alejandro se sumió en una profunda depresión. Cuando el dolor se aferraba con más insistencia a su alma, el sumo pontífice se encerraba en sus aposentos, rechazaba cualquier visita y desatendía por completo los asuntos del Vaticano. Al cabo de unos días volvía a salir, lleno de energía e inspiración, dispuesto a entregarse en cuerpo y alma a la reforma de la Iglesia.

Fue en una de esas ocasiones cuando le ordenó a su secretario, Plandini, que convocara una reunión de la comisión cardenalicia. Inmediatamente después, mandó llamar a Duarte y le comunicó que la reforma no se limitaría tan sólo a la Iglesia, sino que también estaba decidido a enmendar sus propias costumbres y las de los ciudadanos de Roma. Para ello no era necesaria ninguna otra autoridad que la que le otorgaba su condición de vicario de Cristo en la tierra.

Sin duda, Roma necesitaba de una reforma. El fraude, el hurto, la lascivia, la homosexualidad y la pedofilia estaban a la orden del día e incluso los cardenales se atrevían a pasear abiertamente por la ciudad acompañados por sus amantes favoritos vestidos con suntuosas ropas traídas de Oriente.

Seis mil ochocientas prostitutas ejercían su comercio en la ciudad, con el consiguiente riesgo para la salud de los ciudadanos de Roma. La sífilis había llegado a convertirse en una auténtica epidemia, pues, tras llegar a Nápoles, se había extendido por toda la península hasta cruzar los Alpes con las tropas francesas. Los ciudadanos más ricos de Roma pagaban fortunas a los comerciantes de olivas para aliviar el dolor de sus pústulas, bañándose en inmensas tinajas de aceite. Después, ese mismo aceite era vendido en los comercios más selectos como «aceite virgen extra».

Pero el papa Alejandro sabía que, antes que nada, debía cambiar las costumbres de la propia Iglesia y para eso necesitaba reunir a la comisión cardenalicia. La Iglesia católica era una inmensa maquinaria que requería de innumerables engranajes para mantenerse en movimiento. La cancillería por sí sola enviaba más de diez mil cartas al año. La cámara apostólica, dirigida por el camarlengo, debía asumir el pago y el cobro de miles de facturas en ducados, florines y otras muchas monedas. El personal de la curia, que todos los años aumentaba en número, debía recibir un salario y había todo tipo de valiosos cargos eclesiásticos que vender e intercambiar, tanto de forma legítima como ilegítima.

Eran muchas las cuestiones que debían ser tenidas en cuenta. A lo largo de los siglos, el sumo pontífice y el Sacro Colegio Cardenalicio habían rivalizado por el control de estos engranajes. Ahora, la reforma implicaría una pérdida de poder por parte del papa y un fortalecimiento de la autoridad de los cardenales.

Y, por ello, era lógico que uno de los puntos de desacuerdo fuera el número de cardenales que podían ser investidos. Inundando el Sacro Colegio Cardenalicio de familiares, un papa podía hacer crecer su poder hasta el punto de controlar el nombramiento del próximo sumo pontífice, garantizando así el futuro bienestar y la riqueza de su familia.

Al contrario, si se limitaba el número de cardenales, los ya existentes verían incrementada su influencia, además de sus ingresos, pues los beneficios del Sacro Colegio Cardenalicio se repartían equitativamente entre todos sus miembros.

Y así fue como la comisión que Alejandro había ordenado formar se reunió en el Vaticano para presentarle sus propuestas al sumo pontífice.

El cardenal Grimani, un veneciano de escasa estatura, se levantó para dirigirse al Santo Padre.

—Tras estudiar las medidas de reforma propuestas por previas comisiones pontificias —empezó diciendo con voz perfectamente modulada—, hemos redactado una lista con aquellas que estimamos más necesarias en el presente momento. Empezaré por las medidas relacionadas con los cardenales —continuó diciendo—. Hemos decidido que debemos privarnos de ciertos placeres terrenales. Debemos limitar el número de cenas en las que comamos carne, y las Sagradas Escrituras deberán ser leídas en cada comida.

Alejandro escuchó pacientemente.

El cardenal Grimani prosiguió proponiendo que se pusiera freno a la simonía y que se prohibiera el cambio de manos de cualquier propiedad que perteneciera a la Iglesia. Además, y dado que la mayoría de los cardenales disponían de fortunas propias, debían limitarse los ingresos que obtuvieran de la Iglesia, aunque no los beneficios procedentes de fuentes familiares o de cualquier otra índole particular.

Paulatinamente, las recomendaciones de Grimani se fueron haciendo más agresivas, como Alejandro sabía que ocurriría.

—Debe ponerse límite al poder del sumo pontífice —dijo en tono conciliador.

—Los cardenales tendrán que aprobar los nombramientos de nuevos obispos y su consentimiento será indispensable para que el papa pueda vender o negociar cualquier cargo administrativo de la Iglesia. Al fallecer un cardenal, no se nombrará a ningún sucesor.

Alejandro seguía escuchando en silencio, aunque su semblante cada vez era más grave.

—Ningún príncipe de la Iglesia dispondrá de más de ochenta criados y treinta caballos. Tampoco tendrá a su cargo juglares ni bufones ni malabaristas ni músicos —continuó diciendo Grimani—. Ningún príncipe de la Iglesia empleará a jóvenes como ayudas de cámara. Y, sea cual sea su jerarquía, todos los clérigos renunciarán a tener concubinas bajo pena de excomunión.

Alejandro empezó a frotar las cuentas de su rosario. No eran más que sugerencias inútiles, ninguna de las cuales contribuiría a mejorar realmente la Iglesia. Aun así, continuó guardando silencio.

Al concluir su intervención, Grimani preguntó si el Santo Padre deseaba hacer alguna pregunta.

Pero el entusiasmo de Alejandro por la reforma de la Iglesia había ido disminuyendo durante el último mes y, tras oír las palabras de Grimani, había desaparecido por completo. El Santo Padre se levantó para dirigirse a los miembros de la comisión.

—Tan sólo deseo agradeceros vuestra diligencia. Estudiaré vuestras propuestas con atención y Plandini, mi secretario, os convocará para una nueva reunión cuando yo estime que ha llegado el momento de comunicaros mi decisión.

Y, sin más, Alejandro hizo la señal de la cruz, bendijo a los miembros de la comisión, y abandonó la sala.

Al salir el papa, Sangiorgio, otro cardenal veneciano, se aproximó a Grimani, que aún permanecía de pie junto al estrado.

—Bueno, amigo mío —le susurró en tono de confidencia—, parece que no volveremos a visitar Roma en algún tiempo. Como era de esperar, las ansias reformistas del Santo Padre no han durado mucho.

De vuelta en sus aposentos privados, Alejandro mandó llamar a Duarte. El Santo Padre estaba bebiendo una copa de vino recio cuando Duarte pidió permiso para entrar. Alejandro le dijo que tomara asiento, pues deseaba comentar con él lo acontecido durante la reunión.

Duarte aceptó la copa de vino que le ofreció el Santo Padre y escuchó con atención lo que éste tenía que decirle.

—Resulta sorprendente cómo los principios elevados siempre consiguen volver la naturaleza humana contra sí misma —comenzó diciendo Alejandro.

—Deduzco que Su Santidad no ha oído nada que merezca la pena considerar —intervino Duarte.

Alejandro se levantó y se alejó unos pasos de Duarte. Al darse la vuelta, su semblante tenía una expresión divertida.

—Es increíble, Duarte —exclamó—. No han hecho una sola propuesta que no vaya contra los deseos naturales del hombre. Sin duda, la moderación es una virtud, pero el ascetismo… ¿Qué satisfacción puede hallar Dios en que nosotros nos privemos de todo placer?

—Veo que las propuestas han sido desmesuradas —comentó Duarte.

—Hasta han llegado a sugerir que renunciemos a tener concubinas —exclamó Alejandro—. ¿Puedes creerlo? Si, como sumo pontífice, tampoco puedo desposar a una mujer, ¿quieres decirme qué lugar ocuparía entonces en mi vida la dulce Julia? jamás lo permitiré. Y, lo que es todavía peor, no puedo entregarle ninguna posesión a mis hijos. ¡Tonterías! Tampoco el pueblo puede divertirse. No tiene ningún sentido, Duarte, y me preocupa que nuestros cardenales demuestren tanta indiferencia ante las necesidades de nuestros súbditos.

—Entonces, ¿me equivoco al asumir que el Santo Padre no tendrá en cuenta las sugerencias de la comisión? —sugirió Duarte con una sonrisa.

Alejandro volvió a sentarse. Parecía más relajado.

—El dolor que me ha causado la muerte de mi querido hijo debe de haberme hecho perder el juicio, amigo mío, pues una reforma eclesiástica sólo serviría para distanciar al sumo pontífice de sus hijos, de sus seres queridos, de su pueblo… Así sólo se conseguiría alejar al rebaño de su pastor. Esperaremos un mes y, después, daremos por zanjado el proyecto de reforma.

—Veo que os han sorprendido las propuestas de la comisión —dijo Duarte mientras se frotaba pensativamente la barbilla.

—La simple idea de ponerlas en vigor resulta aterradora, amigo mío. Aterradora.

Los rumores se extendieron por toda Roma. Se decía que la Providencia había tomado la vida de Juan como precio por los pecados de la familia Borgia, pues tanto los hermanos como el Santo Padre habían yacido con la joven Lucrecia.

Tras verse forzado a aceptar la anulación, Giovanni Sforza había combatido los rumores sobre su impotencia extendiendo el bulo de las incestuosas relaciones de los Borgia. Insistía en que Lucrecia yacía tanto con su hermano César como con su padre, el papa Alejandro. Las acusaciones eran tan escandalosas que pronto traspasaron las puertas de Roma y se extendieron por otras ciudades. En Florencia, Savonarola no tardó en prevenir a sus adeptos del castigo que recaería sobre aquellos que siguieran al papa Alejandro.

Indiferente a las acusaciones, Alejandro reflexionaba sobre el futuro esposo de Lucrecia. De entre todos los posibles pretendientes, Alfonso de Aragón, el hijo del rey de Nápoles, parecía el más ventajoso.

Alfonso era un joven rubio, alto y apuesto de trato agradable. Al igual que su hermana Sancha, era hijo ilegítimo, pero su padre le había otorgado el ducado de Bisceglie para aumentar sus rentas y sus privilegios. Pero lo más importante era que los lazos de sangre que unían a Alfonso con el rey Fernando de Aragón fortalecerían las relaciones entre España y el papado, y situarían a Alejandro en una posición ventajosa en sus disputas con los caudillos de los territorios pontificios que se extendían al sur de Roma.

Mientras los planes de Alejandro iban cobrando cuerpo, el joven Perotto seguía viajando a diario al convento de San Sixto para entregarle a Lucrecia las cartas del sumo pontífice.

Con el tiempo, Lucrecia y el gentil Perotto llegaron a entablar una sincera amistad. Todos los días compartían historias y baladas mientras paseaban por los jardines del convento. Él la animaba a explorar su libertad, pues, por primera vez en su vida, Lucrecia no estaba sometida al yugo de su padre y tenía la oportunidad de ser realmente ella misma.

Lucrecia, todavía tan joven, y el apuesto Perotto caminaban por los jardines cogidos de la mano, compartiendo sus más íntimos anhelos. A veces comían juntos, sentados sobre la hierba, y Perotto tejía trenzas con flores de vivos colores en el largo cabello rubio de Lucrecia. Después de mucho tiempo, Lucrecia volvía a reír, a sentirse joven, a vivir.

El día en que Perotto le comunicó que para consumar la anulación de sus esponsales debía presentarse ante el tribunal de la Rota, Lucrecia, aterrorizada, rompió a llorar desconsoladamente.

Perotto, que nunca le había confesado el amor que sentía por ella, la abrazó con pasión, intentando aliviar su angustia.

—¿Qué ocurre? —preguntó, asustado—. ¿Por qué lloráis así? La hija del papa se aferró al cuerpo de Perotto y hundió el rostro en su cuello. ¿Cómo iba a proclamar su virginidad en su estado ante un tribunal eclesiástico? Si su padre descubría la verdad, los esponsales con Alfonso de Aragón nunca llegarían a llevarse a cabo y, lo que era aún peor, tanto su vida como la de su hermano correrían un grave riesgo, pues, con su conducta, habrían puesto en peligro la supervivencia de la propia institución del papado.

Y fue así como, incapaz de soportar por más tiempo el peso de su secreto, Lucrecia le contó la verdad a Perotto. Como el caballero que era, él se ofreció a cargar con la culpa de su estado. Confesaría públicamente que era el padre del niño y, aunque sin duda habría repercusiones, nunca serían tan graves como las de una acusación de incesto.

Aun conmovida como estaba por el sacrificio al que se ofrecía Perotto, Lucrecia rechazó su propuesta.

—Mi padre os haría torturar, pues, a sus ojos, seríais el único responsable de la ruptura de la alianza con la casa real de Nápoles —dijo. Después se acarició el vientre y suspiró.

—Estoy dispuesto a entregar la vida por vos y por la Iglesia —dijo Perotto con sorprendente naturalidad—. Pues no me cabe duda de que, aunque los hombres no lo hagan, el Padre Celestial sabrá apreciar la bondad de mis intenciones.

—Tengo que hablar con mí hermano —dijo Lucrecia con apenas un hilo de voz.

—Cuando lo veáis, decidle lo que estiméis más conveniente para vuestra felicidad —insistió Perotto—. Yo cargaré gustoso con las consecuencias, pues por duro que pueda ser el castigo, no será nada comparado con la dicha que he sentido junto a vos durante estos últimos meses.

Lucrecia fue a su celda a escribirle una carta a su hermano.

—Entregádsela personalmente a mi hermano César. No hace falta que os prevenga de lo que ocurriría si cayera en otras manos —dijo Lucrecia al darle la carta.

Perotto se despidió de la mujer a la que amaba y cabalgó al galope hasta Roma.

Al llegar al Vaticano, pidió audiencia con el sumo pontífice y, en cuanto estuvo en su presencia, le confesó que Lucrecia estaba encinta de seis meses y que él era el padre del niño. Imploró el perdón de Alejandro y juró que acataría el castigo que el Santo Padre decretara para él.

Alejandro escuchó en silencio las palabras de Perotto. Al principio, el sumo pontífice parecía desconcertado. Después, su semblante se relajó y, ante la sorpresa del joven poeta español, se limitó a ordenarle que no hablara de lo ocurrido con nadie.

Lucrecia permanecería en el convento, donde alumbraría al niño con la ayuda de las hermanas; el secreto estaría seguro con ellas, pues se debían a la Iglesia y a su voto de obediencia al Santo Padre. Tan sólo quedaba por decidir qué sería del niño. Desde luego, Alfonso nunca debía conocer su existencia. Ni él ni nadie más, con la excepción de Alejandro, de Lucrecia y, por supuesto, de César. Ni siquiera Jofre lo sabría. En cuanto a Perotto, el joven poeta juró no revelar nunca la verdad, ni siquiera bajo tortura.

—Doy por supuesto que no has hablado con nadie de lo ocurrido —dijo el sumo pontífice cuando Perotto se disponía a abandonar la sala.

—Por supuesto —afirmó el joven español—. Mi amor por vuestra hija sellará mis labios hasta mi muerte, Su Santidad.

—Debes saber que aprecio tu franqueza y tu coraje —dijo Alejandro—. Y, ahora, déjame a solas.

Al abandonar los aposentos del papa, Perotto acudió presto a entregarle la carta de Lucrecia al cardenal Borgia. César palideció mientras leía las palabras de su hermana.

—Dime, ¿cuál es la razón de tu sacrificio? —le preguntó al joven español.

—El amor no necesita de más recompensa —dijo Perotto.

—¿Has hablado de esto con alguien más? —preguntó César.

—Tan sólo con el sumo pontífice.

—¿Y cuál ha sido su reacción? —preguntó, intentando controlar su ansiedad.

—Su Santidad ha recibido la noticia con serenidad —contestó Perotto.

Pero César sabía que cuanta mayor tranquilidad aparentara su padre, mayor era su cólera.

—Ocúltate en la casa más retirada del Trastevere —le ordenó—. Y, si estimas en algo tu vida, no le menciones lo ocurrido a nadie. A nadie —repitió.

—Tendrás noticias mías cuando regrese de Nápoles.

Cuando Perotto estaba a punto de abandonar la estancia, César le dijo:

—Eres un hombre de alma noble, Perotto. Que Dios te acompañe.

Lucrecia se presentó ante los doce miembros del tribunal embarazada de siete meses. Aun vestida con ropas de amplio talle, su estado resultaba evidente. Aun así, la hija del Sumo Pontífice se había recogido castamente el cabello con un lazo de oro y se había frotado el rostro hasta conseguir que sus mejillas mostraran el inocente color rosáceo de una niña. Los meses que había pasado en el convento, comiendo con moderación, orando y durmiendo largas horas, le daban una apariencia joven e inocente.

A verla, tres de los cardenales se susurraron algo al oído. El cardenal Ascanio Sforza, el orondo y mofletudo vicecanciller, levantó inmediatamente la mano demandando silencio y Lucrecia leyó el discurso que le había preparado su hermano César con tanta elocuencia que los doce cardenales cayeron rendidos ante la dulzura de la joven hija del papa.

Lucrecia se cubrió el rostro con su pañuelo de hilo y lloró desconsolada.

—Perdonadme, señorías, si os ruego que os mostréis indulgentes conmigo —dijo entre sollozos. Inclinó la cabeza y, unos segundos después, volvió a mirar a los cardenales con los ojos brillantes por las lágrimas—. Os ruego que consideréis cómo sería mi vida si me negáis la posibilidad de abrazar a un hijo contra mi pecho, cómo sería mi vida si me negáis la posibilidad de sentir el calor de un verdadero esposo. ¿De verdad merezco ser condenada a morir sin haber conocido el amor de un hijo? Os ruego que, en vuestra infinita bondad y misericordia, me dispenséis de este triste destino anulando mis desafortunados esponsales; unos esponsales que, por la propia naturaleza de mi esposo, están condenados a permanecer yermos.

Ni un solo cardenal protestó cuando, dirigiéndose a Lucrecia, Ascanio pronunció con firmeza el veredicto: «¡Femina intacta!» Esa misma tarde, tras ser declarada virgen, Lucrecia regresó al convento a esperar el nacimiento de su hijo.

Cuando Perotto fue a San Sixto para comunicarle a Lucrecia que su matrimonio con Giovanni había quedado anulado y que el Santo Padre había concluido con éxito las negociaciones para sus futuros esponsales con Alfonso de Aragón, la hija del papa Alejandro no pudo contener las lágrimas.

—Me separarán de mi hijo en cuanto nazca —le dijo a Perotto mientras paseaban por el jardín—. Nunca más volveré a verlo. Ni tampoco a ti, mi querido amigo, pues pronto seré la esposa del duque Alfonso. Debería sentirme feliz, ahora que soy libre, pero sólo siento pesar, pues pronto perderé a mi hijo y a mi amigo más querido.

—Estaréis en mi corazón hasta el día en que volvamos a encontrarnos en un mundo mejor —dijo Perotto, apretando la mano de Lucrecia.

—Y vos siempre estaréis en el mío, querido Perotto.

Antes de viajar a Nápoles, César se reunió con el papa Alejandro para discutir la situación de Lucrecia.

César fue el primero en hablar.

—Creo que he resuelto el problema, padre —dijo con firmeza—. Ya que no es posible que se aloje con el Santo Padre ni, menos aún, con su madre, el niño puede vivir conmigo. Diré que es mi hijo y que su madre es una dama desposada cuyo nombre debo mantener en secreto para salvaguardar su honor. El pueblo lo creerá, pues se ajusta a la imagen que tiene de mí.

Alejandro contempló a su hijo con admiración.

—¿Por qué sonreís, padre? —preguntó César—. ¿Os parece gracioso? ¿Acaso no lo creéis posible? Los ojos del sumo pontífice brillaban, divertidos.

—Desde luego, resulta gracioso, y también es posible —dijo—. Sonrío porque también se ajustaría a la imagen que el pueblo tiene de mí. Sonrío porque acabo de firmar una bula en la que me refiero al niño como «infans romanus» y declaro mi paternidad, aunque, por supuesto, tampoco deseo revelar el nombre de la madre.

Alejandro y César se abrazaron y rieron con sonoras carcajadas. Dado que la bula todavía no se había hecho pública, se decidió que la paternidad de César era la solución más adecuada. El mismo día del nacimiento del niño, el sumo pontífice firmaría una nueva bula en la que se haría saber que César era el padre del «infans romanus». En cuanto a la bula original, permanecería oculta en algún cajón olvidado del Vaticano.

Lucrecia dio a luz un niño varón sano que fue apartado inmediatamente de su lado. Se había dispuesto que, cuando hubiera pasado suficiente tiempo, ella lo reclamaría en su calidad de tía y el niño pasaría a vivir con su verdadera madre. Pero aún quedaba un detalle por resolver.

Aunque no era de su agrado hacerlo, Alejandro no tenía otra alternativa. Mandó llamar a don Michelotto. Cuando éste se presentó en sus aposentos privados una hora antes de la medianoche, el papa lo abrazó, como si de un hermano se tratara, antes de explicarle lo que requería de él.

—Es un joven español de noble comportamiento —dijo finalmente Alejandro—. Y, aun así…

—No es necesario que digáis nada más —lo interrumpió don Michelotto, llevándose un dedo a los labios—. Si ese joven tiene el corazón tan noble como decís, sin duda encontrará abiertas las puertas del cielo.

—He pensado en la posibilidad del destierro —dijo Alejandro—, pues me ha servido con fidelidad, pero no podemos saber a qué tentaciones se enfrentará en el futuro, y una simple indiscreción por su parte podría ser el final de los Borgia.

—Es el deber del Santo Padre alejarlo de cualquier tentación y es mi deber ayudar a cumplir los deseos de la Iglesia.

—Gracias, amigo mío… Mostraos bondadoso con él, pues realmente es un joven de noble espíritu y no podemos reprocharle que se haya dejado seducir por los encantos de una mujer.

Don Michelotto besó el anillo del sumo pontífice antes de retirarse.

Esa misma noche, don Michelotto cabalgó a través de amplias llanuras y abruptas colinas, hasta llegar a las dunas de Ostia, desde donde podía verse la pequeña cabaña con su extensa huerta: fila tras fila de tubérculos, vegetales de extraño aspecto, flores exóticas y arbustos cubiertos de bayas negras y moradas.

Encontró a la anciana detrás de la cabaña. Terriblemente encorvada, apoyaba el peso de su cuerpo sobre un bastón de madera de espino.

Al oír llegar a don Michelotto, la anciana levantó el bastón y lo miró con los ojos entornados.

—Necesito vuestra ayuda, Noni —dijo él con voz tranquilizadora.

—Marchaos —replicó la anciana—. No os conozco.

—Noni —repitió él, acercándose unos pasos a la anciana—. Las nubes son espesas esta noche. Me envía el Santo Padre…

La anciana sonrió.

—Miguel. Veo que los años también han pasado para ti.

—Así es, Noni —dijo él con una carcajada—. Así es. Necesito vuestra ayuda para salvar el alma de un hombre.

Don Michelotto, bajo y fornido, se agachó para ayudar a la anciana con su cesto de mimbre, pero ella se apartó con un gesto brusco.

—Dime, ese hombre del que me hablas, ¿es un hombre de corazón oscuro al que quieres enviar al infierno o acaso es un hombre de alma pura que tan sólo se interpone en el camino de la Iglesia?

—Es un hombre que encontrará abiertas las puertas del cielo. La anciana asintió y le hizo un gesto a don Michelotto para que la acompañase. Una vez en el interior de la cabaña, Noni palpó varios de los manojos de hierbas que colgaban en la pared antes de decidirse por uno.

—Lo sumirá en un sueño profundo —dijo—. Pero será un sueño dulce, sin sufrimiento. —Roció el manojo con agua bendita y se lo ofreció a don Michelotto—. Ahora, además, será un sueño bendito —dijo.

Mientras observaba alejarse a don Michelotto, Noni inclinó la cabeza y se santiguó.

En la barriada del Trastevere, el dueño de una oscura taberna intentaba despertar a un cliente ebrio. Era la hora de cerrar. El joven cliente apoyaba la cabeza sobre los brazos cruzados, igual que llevaba haciéndolo desde que su compañero de mesa se había marchado hacía ya más de una hora.

El tabernero lo agitó por los hombros. La cabeza del joven golpeó la mesa, pero no se despertó. Tenía la cara azul y los labios amoratados, pero lo peor era su lengua, tan hinchada que sobresalía de la boca, confiriéndole el grotesco aspecto de una gárgola.

Los alguaciles apenas tardaron unos minutos en llegar, pero el tabernero no recordaba el aspecto del hombre que había estado bebiendo con el joven. Tan sólo recordaba que era bajo y fornido; podría ser cualquiera.

Todo lo contrario que el joven y apuesto rubio. Varios vecinos lo reconocieron. Era Pedro Calderón, el español al que todos conocían como «Perotto».