Los invitados de Vanozza Catanei disfrutaban de la hermosa puesta de sol que teñía de rojo las ruinas del foro romano. Vanozza había invitado a sus hijos y a varios amigos a su villa de las afueras de Roma para despedir a César, que debía partir hacia Nápoles como delegado pontificio.
El viñedo de Vanozza, como lo llamaban cariñosamente sus hijos, estaba situado en la colina de Esquilino, al este de la ciudad.
Por una vez, César, Juan y Jofre, sentados a la misma mesa, parecían disfrutar de su mutua compañía. Al observar cómo su madre conversaba con aparente intimidad con un joven guardia suizo, César pensó que Vanozza todavía era una mujer hermosa. Alta, pero de delicado porte, tenía la piel morena y el cabello de color caoba. Esa noche estaba espléndida con su vestido largo de seda negra, adornado con un solitario collar de perlas de tres vueltas; un obsequio personal del papa Alejandro.
César adoraba a su madre y se enorgullecía tanto de su belleza como de su inteligencia, pues Vanozza regentaba sus posadas con tanto o más éxito que cualquier hombre. Volvió a fijarse en el joven guardia y deseó que su madre tuviera fortuna con su conquista.
Para celebrar la ocasión, Vanozza había ordenado a sus mejores cocineros que preparasen un exquisito surtido de manjares. Había ganso salteado con pasas y rodajas de manzana, langostas frescas hervidas a fuego lento con crema de tomate y albahaca y tiernos filetes de ternera con trufas y aceitunas verdes.
Los cardenales más jóvenes, entre los que se encontraba Gio Médicis, aclamaban con entusiasmo la llegada de cada nuevo plato. El cardenal Ascanio Sforza, aun sin demostrar de manera tan patente su entusiasmo, dio buena cuenta de más de una ración de cada plato, al igual que el cardenal Monreal, el primo del papa Alejandro.
Se sirvieron abundantes jarras de vino de las viñas de Vanozza, de las que Juan vació una copa tras otra. Antes de comenzar el baile, un joven alto y delgado con un antifaz negro se acercó a Juan y le susurró algo al oído.
Durante el último mes, César había visto en varias ocasiones al joven enmascarado acompañando a su hermano, pero cuando había preguntado por él, nadie había sabido decirle de quién se trataba. Y cuando se lo había preguntado a Juan, éste había soltado una carcajada y le había dado la espalda sin contestarle. Finalmente, César pudo saber que se trataba de un artista excéntrico de uno de los humildes barrios de Roma a los que Juan acudía a despilfarrar el dinero en alcohol y mujeres.
Notablemente bebido, despeinado y sudoroso, Juan se incorporó con la capa medio caída e intentó proponer un brindis. Levantó su copa y la mantuvo en alto, cada vez más inclinada, hasta que el vino empezó a derramarse. Jofre se levantó para ayudarlo, pero Juan lo apartó con un brusco empujón.
—Brindo por la huida de mi hermano del campamento francés —dijo, arrastrando las palabras al tiempo que se volvía hacia César—. Brindo por su capacidad para eludir el peligro, dondequiera que éste pueda surgir. Ya sea vistiendo los hábitos de un cardenal o huyendo de las tropas del rey de Francia. Algunos lo llaman valor… Yo lo llamo cobardía —concluyó con una sonora carcajada.
Incapaz de contener su ira, César se incorporó de un salto y llevó la mano a la empuñadura de su espada, pero Gio y Jofre lo sujetaron y Vanozza le imploró que cesara en su actitud.
—No sabe lo que dice, César —intentó tranquilizarlo su madre.
—Lo sabe perfectamente, madre —exclamó César sin apartar la mirada de su hermano—. Si no estuviéramos en tu casa, te aseguro que el insolente bastardo de mi hermano ya estaría muerto.
Entre Gio y Jofre obligaron a César a sentarse mientras el resto de los invitados observaban la escena en silencio.
Entonces, el joven del antifaz volvió a acercarse a Juan y le susurró algo al oído. Juan, a quien la escena parecía haber despejado, anunció que debía ausentarse para atender un asunto personal. Y, sin más dilación, se puso la capa de terciopelo azul marino que le trajo su paje y abandonó la villa de su madre acompañado por uno de sus escuderos y el joven del antifaz.
El resto de los invitados no tardaron en seguir su ejemplo. Entre ellos, César, acompañado de Jofre, de Gio y de Ascanio Sforza. Los cuatro montaron en sus caballos y, tras despedirse de Vanozza, a la que seguía acompañando el joven guardia, cabalgaron de vuelta a Roma.
Una vez dentro de las murallas de la ciudad, frente al palacio Borgia, César detuvo su caballo e hizo saber a sus compañeros que no estaba dispuesto a seguir tolerando la arrogancia de su hermano Juan. Hablaría personalmente con él para hacerle comprender la importancia del incidente que había protagonizado delante de su madre y de sus invitados. Y, si era necesario, si Juan no entraba en razón, lo retaría a duelo para acabar con su actitud de una vez por todas. Pues, sabiendo Juan que César lo vencería, se vería obligado a excusarse por su conducta, y no sólo ante César, sino ante todos aquellos a los que había ofendido. Pues el verdadero cobarde era su hermano, y no él, por mucho que Juan hubiera osado dudar de su valor en presencia de su propia madre.
Aprovechando el ánimo inflamado de César, el cardenal Ascanio Sforza le hizo saber que, tan sólo algunas noches antes, Juan, de nuevo ebrio, había dado muerte a su chambelán sin que mediara la menor provocación por parte de éste. Ascanio, indignado, juró que él mismo lo habría retado a un duelo si no hubiera sido el hijo del sumo pontífice.
Jofre, que tan sólo contaba dieciséis años, permaneció en silencio, aunque sus sentimientos hacia Juan eran conocidos por todos, siempre se le había tenido por un niño de escasa inteligencia, pero, después de la transformación que había observado en él aquella noche con Fernández de Córdoba y su joven acompañante, César ya nunca volvería a verlo de la misma manera.
—Creo que iré a pasar un rato agradable con alguna mujer complaciente —dijo Jofre tras despedirse ambos hermanos de Gio y de Ascanio.
César sonrió.
—Desde luego, no seré yo quien te reprenda por ello —dijo—. Disfruta de los placeres de la vida, hermano.
Mientras observaba alejarse a Jofre, César advirtió cómo tres jinetes, que habían permanecido ocultos entre las sombras, seguían a su hermano. Uno de ellos, una figura alta y delgada, montaba un semental blanco.
Esperó unos instantes para que los tres jinetes no se percataran de su presencia y cabalgó hasta la plaza tras la que se abría el barrio popular del Trastevere. No tardó en ver llegar a cuatro jinetes, entre los que reconoció la figura de Jofre. Al ver que conversaban alegremente, dio la vuelta y regresó al Vaticano, convencido de que Jofre no se encontraba en peligro.
Una pesadilla despertó a César en plena noche. ¿Había oído el ruido de unos jinetes cabalgando? Sacudió la cabeza, intentando liberarse del sueño. La lámpara de su mesilla de noche se había consumido, dejando la cámara en la más absoluta oscuridad.
César intentó tranquilizarse. Estaba sudando y el corazón le latía con fuerza. Nada parecía poder aliviar el pánico que sentía. Se levantó y palpó a tientas la mesilla, buscando unos fósforos para encender la lámpara. Las manos le temblaban y su mente estaba poblada por todo tipo de temores irracionales. Llamó a su ayuda de cámara, pero no obtuvo respuesta.
De repente, y sin explicación aparente, la lámpara se encendió e iluminó la cámara. César se recostó, intentando recuperar la calma. Pero las paredes se llenaron de largas sombras que lo acechaban. Tiritando de frío, se envolvió en una manta, pero ni aun así pudo controlar el temblor de su cuerpo. Y entonces oyó la voz de Noni: «La muerte ronda a tu familia…».
Intentó deshacerse de ese pensamiento. Intentó acallar la voz de Noni, pero nada podía liberarlo del terror que sentía. ¿Correría peligro Lucrecia? No, no podía tratarse de ella, se dijo a sí mismo. El convento era un lugar seguro. Además, su padre había ordenado que varios hombres lo vigilaran día y noche. Después pensó en Jofre, pero se tranquilizó al recordar el sonido animoso de su voz, riendo con sus tres compañeros en la plaza del Trastevere.
¿Se trataría de Juan? Aunque, si existía alguna justicia en este mundo, lo que pudiera ocurrirle a Juan nunca le provocaría una pesadilla. Pero ¿y su padre?
César se vistió y corrió a los aposentos del Santo Padre. Dos soldados hacían guardia ante las pesadas puertas de hierro.
—¿Duerme el Santo Padre? —preguntó César, luchando por mantener la compostura.
Fue Jacomino, el criado favorito del papa, quien contestó desde la antesala.
—Hace apenas un minuto que he estado en su cámara —dijo con voz tranquilizadora—. Su Santidad duerme apaciblemente.
César regresó a sus aposentos, pero, incapaz de recuperar la tranquilidad, finalmente decidió salir a cabalgar, como lo hacía siempre que algo angustiaba su corazón. En los establos, un mozo de cuadra cepillaba el caballo de Jofre. El bello animal tenía las patas manchadas con el barro rojizo del río.
—Veo que mi hermano Jofre ha regresado ya.
—Así es, cardenal —dijo el mozo de cuadra.
—¿Ha vuelto también mi hermano Juan?
—No, cardenal —contestó el joven—. El capitán general todavía no ha regresado.
César salió del Vaticano a lomos de su montura. Tenía un mal presentimiento. Galopó por la ribera del Tíber. A su alrededor, el paisaje de Roma parecía salido de un sueño.
La noche era fresca, y la humedad del río no tardó en aclarar sus pensamientos. Más tranquilo, César buscó señales de lucha en la ribera del río. Una hora después, llegó a la zona del río donde la orilla se cubría de arcilla roja. Frente a uno de los grandes muelles de pesca se alzaba el palacio del conde de Mirandella. Todo parecía tranquilo.
César desmontó, buscando a alguien que pudiera haber visto a su hermano, pero no vio a nadie y lo único que se oía era el chapoteo de los peces rompiendo la superficie acristalada del Tíber.
Caminó hasta el final del muelle y observó el avance de la corriente. Había varias barcas fondeadas en el río, pero sus tripulantes o bien estaban dormidos o bien estaban bebiendo en alguna taberna. César se preguntó cómo sería la vida de un pescador, cómo sería la vida de esos hombres que día tras día arrojaban sus redes al río y se sentaban a esperar el botín que les ofrecían las turbias aguas del Tíber. La idea lo hizo sonreír.
Estaba a punto de irse cuando advirtió la presencia de una pequeña barca amarrada a una de las estacas que había junto al muelle. Dentro había un hombre dormido.
Al oír su voz, el hombre se incorporó y miró a César con desconfianza.
—Soy el cardenal Borgia —se presentó César—. Estoy buscando a mi hermano, el capitán general. ¿Has visto algo que debería saber? —preguntó mientras hacía girar un ducado de oro entre sus dedos.
Al ver la moneda, el pescador subió al muelle, dispuesto a ayudar al hijo del papa.
Una hora después, César dejó caer en su mano la moneda de oro.
—Nadie debe saber lo que me has dicho —le advirtió—. Tú y yo nunca nos hemos visto.
—Así será —se apresuró a decir el pescador—. Puede estar tranquilo, eminencia.
César regresó al Vaticano, pero, al llegar, no le dijo a nadie lo que había averiguado.
El papa Alejandro se despertó con una sensación de desasosiego. Esa mañana iba a reunirse con Duarte y con sus hijos para analizar distintas cuestiones. Tras rezar sus oraciones, acudió a la sala donde debía celebrarse la reunión, pero, al llegar, sólo encontró a Duarte.
—¿Y mis hijos, Duarte? Ya deberían estar aquí.
Duarte tragó saliva, buscando las mejores palabras para darle la noticia al Santo Padre.
Esa mañana, uno de los criados de Juan lo había despertado antes del amanecer. El capitán general aún no había regresado a palacio. Tampoco había regresado el escudero que lo había acompañado a la cena en la villa de Vanozza. Incapaz de volver a conciliar el sueño, finalmente Duarte se había vestido y había salido a buscar a Juan Borgia por las calles de Roma, pero nadie había visto al hijo del papa.
Al regresar al Vaticano, había despertado a César y le había preguntado cuándo había visto a su hermano por última vez.
—Abandonó la cena con su escudero y el hombre del antifaz —le había dicho César—. Su escudero había recibido órdenes concretas de llevarlo de regreso al Vaticano, pues Juan había bebido más de la cuenta.
—No han vuelto a palacio —le había explicado Duarte a César—. Ni Juan ni su escudero. Yo mismo he estado buscando al capitán general por toda Roma.
—Avisadme si hay nuevas noticias —había dicho César dando la conversación por concluida.
Al retirarse, Duarte había advertido las manchas de arcilla roja que había en las botas de César.
La angustia del sumo pontífice aumentaba a medida que pasaban las horas sin que hubiera noticias de Juan. Incapaz de permanecer quieto, deambulaba sin rumbo por sus aposentos, aferrado a su rosario de oro.
—Realmente, este hijo mío no tiene remedio —le dijo a Duarte—. Espero, por su propio bien, que tenga una buena justificación para su ausencia.
Duarte intentó tranquilizar al sumo pontífice.
—Juan todavía es joven, Su Santidad, y la ciudad está llena de mujeres hermosas. Lo más probable es que ahora mismo esté dormido en alguna alcoba del Trastevere tras una larga noche de pasión.
Alejandro asintió, pero, en ese preciso instante, César se presentó con noticias preocupantes.
—Padre, hemos encontrado al escudero de Juan. Está malherido. De hecho, sus heridas son tan graves que ni siquiera puede hablar.
—Hablará conmigo —dijo el sumo pontífice con determinación.
—No puede, padre —dijo César, inclinando la cabeza ante Alejandro—. Le han arrancado la lengua.
Alejandro sintió flaquear las rodillas.
—Al menos podrá escribir.
—Mucho me temo que no, padre —dijo César—. También le han cortado las manos.
—¿Dónde han encontrado a ese pobre hombre? —preguntó Alejandro.
—En la plaza de la Giudecca —se apresuró a decir César—. Al parecer, llevaba horas inconsciente en mitad de la plaza, pero nadie se atrevía a informar de lo ocurrido.
—¿Seguimos sin tener noticias de tu hermano? —preguntó el papa al tiempo que tomaba asiento.
—Así es, padre. Aún no sabemos nada de él.
César y Duarte peinaron las calles de Roma buscando a Juan con la ayuda de la guardia pontificia, los soldados españoles y la guardia suiza.
De vuelta en el Vaticano, encontraron a Alejandro frotando nerviosamente las cuentas del rosario. César dejó que fuera Duarte quien hablara, pues pensaba que sería menos doloroso para su padre oír las noticias que traían de boca de un hombre en el que depositaba toda su confianza.
Duarte se acercó al sumo pontífice y apoyó una mano sobre su hombro.
—Su Santidad, acaban de comunicarme que han encontrado el caballo del capitán general. Al parecer, tiene los estribos cortados.
El Santo Padre notó cómo el aliento lo abandonaba.
—¿Y el jinete? —preguntó, mirando al suelo.
—Nadie lo ha visto, padre —intervino César. El papa Alejandro levantó la mirada hasta encontrar la de César.
—Reúne a la guardia pontificia y haz que registren todas las casas de Roma —le ordenó—. No quiero que regresen hasta que hayan encontrado a tu hermano.
Al salir para cumplir las órdenes de su padre, César se cruzó con Jofre en el corredor.
—Juan ha desaparecido —le dijo—. Nuestro padre está desolado. Ten mucho cuidado con lo que dices cuando estés en su presencia. Y, por tu bien, te recomiendo que no permitas que averigüe dónde estuviste anoche.
—Entiendo —respondió Jofre, pero no dijo nada más.
Los rumores sobre la desaparición de Juan no tardaron en extenderse por la ciudad. El hijo del papa había desaparecido y la cólera del Santo Padre caería sobre todos los ciudadanos de Roma si Juan había sufrido algún daño.
Los comerciantes taparon las vitrinas de sus comercios con tablones de madera mientras cientos de soldados españoles recorrían las calles con las espadas desenvainadas. Temiendo ser culpados por lo ocurrido, los principales rivales del sumo pontífice, los Orsini y los Colonna, se pertrecharon en sus palacios, dispuestos a defenderse de un posible ataque del papa. Mientras tanto, los soldados del pontífice registraban cada casa, cada callejón, cada sótano de la ciudad.
Al rayar el alba del día siguiente, unos soldados despertaron a un pescador que dormía en su barca, amarrada a uno de los muelles de las afueras de la ciudad. El pescador les dijo que la noche anterior había visto a cuatro jinetes tirando de un quinto caballo cargado con un cuerpo. Les dijo que uno de los jinetes llevaba un antifaz y que los cuatro hombres habían arrojado el cuerpo al río junto a las inmundicias de la ciudad.
Los soldados le pidieron que describiera a los cuatro jinetes.
—Estaba muy oscuro… —empezó diciendo el pescador, aunque, ante la presión de los soldados, finalmente reconoció haber oído a uno de los hombres ordenando a sus compañeros que arrojasen unas piedras sobre el cadáver cuando su capa azul volvió a emerger a la superficie.
El pescador también dijo que uno de los caballos era un semental de color blanco, pero, manteniéndose fiel a la promesa que le había hecho a César, no describió al hombre que había dado la orden de arrojar las piedras sobre el cadáver.
Cuando los soldados le preguntaron por qué no había informado de lo ocurrido, el pescador dejó escapar una carcajada. Había visto arrojar al río cientos de cuerpos; si tuviera que informar a las autoridades cada vez que alguien se deshacía de un cadáver en el Tíber no le quedaría tiempo para pescar.
A mediodía, cientos de hombres rastreaban el Tíber con inmensas redes y largos ganchos, Eran las tres de la tarde cuando un pescador encontró algo pesado en el lecho del río. Unos segundos después, el cadáver emergió amoratado a la superficie con su capa de terciopelo azul.
Tenía nueve heridas profundas de daga y un corte sesgándole la yugular.
Todavía llevaba puestas las botas y las espuelas. Sus guantes colgaban sujetos al cinturón y en la bolsa llevaba treinta ducados de oro; desde luego, no se trataba de un robo.
Duarte Brandao acudió inmediatamente a identificar el cadáver. No cabía ninguna duda; era Juan Borgia, el hijo del papa Alejandro.
El cuerpo de Juan fue transportado en barca hasta el castillo de Sant’ Angelo, Al ver el cadáver de su hijo más querido, el sumo pontífice se dejó caer de rodillas y clamó desconsoladamente al cielo; sus lamentos se pudieron oír en todo el Vaticano.
Cuando finalmente consiguió contener las lágrimas, Alejandro ordenó que el funeral se celebrara esa misma tarde.
A las seis de la tarde, el cadáver de Juan, vestido con el uniforme brocado de capitán general de los ejércitos pontificios, fue colocado en un magnífico túmulo que los miembros más eminentes de la familia Borgia transportaron a hombros mientras el Santo Padre le daba el último adiós a su hijo desde el castillo de Sant’ Angelo.
El cortejo fúnebre iba precedido por ciento veinte hombres con antorchas y escudos. A su paso, miles de ciudadanos de Roma lloraban la muerte del hijo del papa. Varias horas después, el cortejo pasó entre dos filas de soldados españoles con las espadas en alto antes de entrar en la iglesia de Santa María del Popolo, donde Juan recibió sagrada sepultura en la capilla que su madre, Vanozza, había hecho construir para albergar su propia tumba.
Al día siguiente, el sumo pontífice mandó llamar a César a sus aposentos.
Al llegar, César encontró a su padre sentado ante su escritorio. Estaba pálido y tenía los ojos enrojecidos por el llanto. César sólo lo había visto así en otra ocasión: cuando, siendo todavía un niño, Juan había sido envenenado.
Al ver entrar a su hijo en la estancia apenas iluminada, Alejandro se acercó a él y se detuvo a apenas unos centímetros de su cuerpo. Estaba fuera de sí.
El sumo pontífice siempre había sabido que César no sentía ningún aprecio por su hermano. Además, sabía que los dos hermanos habían discutido la noche en que Juan había sido asesinado. Ahora, César iba a decirle la verdad. Alejandro necesitaba oírla de sus propios labios.
—Júrame por lo más sagrado que no asesinaste a tu hermano —dijo con la severidad de un juez—. Júramelo por la salvación de tu alma. ¡Que tu alma arda en el infierno durante toda la eternidad si no me dices la verdad!
César no esperaba ser objeto de una acusación tan directa. Aunque no lamentara la muerte de su hermano, él no había tenido nada que ver con lo ocurrido. Y, aun así, no podía culpar a su padre por sospechar de él.
—Yo no maté a Juan, padre —dijo mirándolo fijamente a los ojos al tiempo que se llevaba una mano al pecho—. Os juro que yo no maté a mi hermano. Que mi alma arda eternamente en el infierno si mis palabras no son ciertas… Yo no lo maté, padre —repitió al ver que la duda seguía brillando en los ojos del sumo pontífice.
Alejandro fue quien apartó la mirada primero. Volvió a su escritorio, se dejó caer en una silla forrada de cuero y se cubrió el rostro con las manos, incapaz de contener el llanto. Cuando finalmente habló, apenas lo hizo con un hilo de voz.
—Gracias, hijo mío —dijo—. Gracias. No puedes saber el alivio que siento al oír tus palabras, pues has de saber (y te aseguro que lo que voy a decirte no es una amenaza vacía causada por el dolor de un padre que acaba de perder a su hijo) que si hubieras sido el responsable de la muerte de Juan, habría ordenado que te arrancaran cada miembro del cuerpo en la más dolorosa de las torturas. Y, ahora, déjame solo, pues necesito del consuelo de la oración.
Llega un momento en la vida de todo hombre en que debe tomar una decisión que marcará el sendero de su destino. Es en esa encrucijada cuando optamos por uno de los posibles caminos sin saber lo que nos espera al final del mismo, cuando marcamos para siempre el devenir de nuestras vidas. Y así fue cómo César decidió guardar en secreto que Jofre era el asesino de su hermano Juan.
Al fin y al cabo, Juan había sido el único culpable de su destino. Que hubiera sido Jofre quien finalmente hubiese hecho justicia tan sólo era un guiño del destino. Juan nunca había hecho nada por el bien de los Borgia. Al contrario, con su vanidad había puesto en peligro a toda su familia; su asesinato a manos de su hermano menor parecía una penitencia apropiada para los muchos pecados de los Borgia.
Pero aunque no le sorprendieran, las dudas que había expresado su padre sobre su inocencia hirieron a César más de lo que hubiera creído posible.
Aun así, si ésa había sido la reacción de su padre, no había nada que César pudiera hacer, pues confesándole la verdad sólo hubiera acrecentado su dolor. Como sumo pontífice, su padre debía mostrarse infalible, pues era precisamente esa infalibilidad lo que sustentaba su poder. De confesarle la verdad, César estaría negando la cualidad misma de la que dependía la autoridad del Santo Padre y, con ella, el futuro de todos los Borgia.
César sabía que el papa dudaba de su palabra, pero, aun así, ¿qué sentido tenía hacer que también dudase de sí mismo? Ninguno. Eso sólo le debilitaría y, con él, a todos los Borgia. No, César no estaba dispuesto a ser el responsable de la caída en desgracia de su familia.
Y así fue cómo, tras la muerte de Juan, con su silencio, César se convirtió en el custodio del porvenir de la familia Borgia.
Lucrecia estaba arrodillada ante la gran Virgen de mármol de la capilla del convento cuando fue llamada por una de las novicias. Era una joven nerviosa perteneciente a la familia real de Nápoles, algo nada inusual en el convento, pues en San Sixto había lugar para acoger tanto a jóvenes de la nobleza, cuyas familias contribuían generosamente a cambio del santuario que obtenían para sus hijas, como a jóvenes de condición humilde y sincera vocación religiosa que contribuían orando por la salvación de las almas de los nobles.
La novicia le dijo a Lucrecia que alguien la esperaba con un importante mensaje.
Mientras Lucrecia acudía al encuentro del mensajero, las palpitaciones de su corazón apagaban el retumbar de sus pasos sobre las baldosas de las galerías vacías. ¿Le habría ocurrido algo a su padre? ¿Estaría bien César? ¿Acaso habría abandonado Roma, cansado de esperar su regreso durante todos estos meses? ¿O sería tan sólo otra de las cartas en las que su padre le pedía que regresara?
Aunque sólo había abierto dos de las cartas que le había llevado Perotto, estaba segura de que todas contenían las mismas palabras. Pero por muchas veces que su padre le pidiera que volviera a su lado, por mucho que ella deseara hacerlo, ya no era posible. No podía regresar a Roma en su estado, sobre todo ahora que sabía por el joven Perotto que el papa Alejandro estaba decidido a anular su matrimonio con Giovanni alegando la supuesta impotencia de su esposo.
Lucrecia llevaba puesto un modesto vestido de lana gris y un sencillo jubón de algodón. Todas las mañanas, daba las gracias al Señor por sus modestas vestiduras, pues, al ser tan holgadas, ocultaban la redondez, cada vez más patente, de su vientre.
—¿Cómo íbamos a explicar entonces tu presencia? —dijo en voz alta mientras se acariciaba el vientre.
El vestíbulo era una sala fría con suelos desnudos de mármol. Las ventanas estaban cubiertas con oscuros cortinajes y un crucifijo colgaba en la pared como todo ornamento. Al llegar, Lucrecia dejó escapar una exclamación de sorpresa. No podía creer lo que estaba viendo. Era César. Su hermano César había venido a verla.
—¡César!
Su felicidad era tal que corrió hasta él y se abalanzó en sus brazos, sin importarle lo que pudiera pensar nadie. Pero su hermano interrumpió el abrazo y la miró con gravedad.
—¿Ces? —dijo ella sin comprender lo que ocurría—. ¿Qué ocurre, César?
No podía haberse dado cuenta de su estado tan pronto. Pero mientras ella intentaba encontrar una explicación para la actitud de César, su hermano bajó la mirada y dijo:
—Juan ha muerto. Lo asesinaron al amparo de la noche.
Lucrecia sintió cómo las fuerzas la abandonaban. César la cogió antes de que cayera al suelo, la recostó suavemente sobre las baldosas de mármol y se arrodilló a su lado, contemplando su palidez y las diminutas venas de sus párpados cerrados.
—Crecia —la llamó con ternura—. Crecia.
Pero ella no reaccionaba.
César se quitó la capa de terciopelo y la puso en el suelo para que Lucrecia pudiera descansar la cabeza sobre ella.
Lucrecia parpadeó mientras César acariciaba su vientre, intentando reanimarla con el amor de sus caricias. Cuando por fin abrió los ojos, Lucrecia vio la dulce mirada de su hermano.
—¿Cómo te sientes? —preguntó él.
—Tiene que ser una pesadilla —dijo Lucrecia—. ¿Juan muerto? ¿Y nuestro padre? ¿Cómo está nuestro padre?
—Mal —dijo César—. Muy mal.
De repente, volvió a colocar la mano sobre el vientre de Lucrecia, como si acabara de caer en la cuenta de algo.
—No es posible —exclamó—. Estás encinta.
—Sí, así es.
—Después de esto, nadie creerá que Giovanni sea impotente.
Lucrecia advirtió el tono de reprimenda que contenía la voz de su hermano. Todavía no podía creer que Juan hubiera muerto y el enojo de César sólo aumentaba su confusión.
—Giovanni no es el padre —dijo con frialdad.
César parecía aturdido.
—¿A qué villano tengo que atravesar con mi espada? —dijo por fin mientras acariciaba la mejilla de su hermana.
—¿Es que no lo entiendes? Es nuestro hijo, César —dijo ella, intentando contener las lágrimas—. Tuyo y mío.
—Renunciaré a la birreta cardenalicia —dijo César—. No permitiré que nuestro hijo sea un bastardo.
Lucrecia le cubrió los labios con la mano.
—¿Cómo vas a impedirlo si tu hijo también es hijo de tu hermana?
—Tengo que pensar. Debemos encontrar una solución. ¿Lo sabe alguien más?
—Nadie —dijo Lucrecia—. Abandoné Roma el mismo día que supe que estaba encinta.
A pesar de los insistentes ruegos de Duarte, de don Michelotto, de su hijo César y de todos aquellos que deseaban su bien, tras enterrar a su hijo Juan, el Santo Padre se encerró en sus aposentos. Rechazaba la comida que le llevaban y se negaba a hablar con nadie; ni tan siquiera recibía a su amada Julia. Sus oraciones se oían desde fuera de la cámara, igual que sus lamentos y sus peticiones de perdón.
Pero antes de pedir perdón, el Santo Padre había agitado los puños clamando contra el cielo.
—Dime, Señor —había gritado, cegado por el dolor—, ¿qué sentido tiene convertir tantos miles de almas a la fe cuando la pérdida de una sola es la causa de tanto dolor?
Incluso había dudado de su fe.
—Tomar la vida de mi hijo es un castigo demasiado severo, Señor. ¡Es injusto! Los hombres somos débiles, pero tú, Señor, tú deberías mostrarnos lo que es la piedad.
Temerosos de que el dolor del sumo pontífice pudiera hacerle perder la razón, los cardenales más cercanos a el llamaban una y otra vez a su puerta, pero, una y otra vez, Alejandro les negaba la entrada.
Hasta que una mañana, un grito estremecedor recorrió los corredores del Vaticano.
—Sí, lo sé. ¡Lo sé, Señor! Tú también perdiste a tu hijo.
Y, después, durante dos días, sólo se escuchó el silencio en los aposentos del papa.
Cuando finalmente abrió las puertas, a pesar de su palidez, Alejandro parecía haber recuperado la paz.
—He prometido ante la Virgen que reformaría la Iglesia y pretendo empezar a hacerlo de forma inmediata —le dijo a Duarte y a su hijo César—. Convocad al consistorio. Debo dirigirme a los cardenales de la Iglesia.
En presencia del consistorio, el papa proclamó públicamente su amor por su hijo Juan y comunicó a los cardenales que renunciaría una y mil veces a su tiara si así pudiera recuperarlo. Pero al ser eso imposible, emprendería una reforma eclesiástica, pues la muerte de Juan lo había despertado de su ceguera y le había hecho ver los muchos pecados de la Iglesia. Confesó públicamente su dolor y sus pecados y juró rectificar en su actitud. En presencia de los cardenales, dijo haber ofendido a la Providencia y ordenó que se formase una comisión cardenalicia para proponer las reformas que debían llevarse a cabo.
Al día siguiente, Alejandro escribió misivas a los principales monarcas de la cristiandad, comunicándoles la necesidad de emprender una profunda y urgente reforma de la Iglesia. El dolor del Santo Padre era tan patente que toda Roma se llenó de palabras de condolencia, e incluso el cardenal Della Rovere y el profeta Savonarola le enviaron sendas cartas de condolencia.
Una nueva era estaba a punto de comenzar para la Iglesia.