Alejandro había sido traicionado por Virginio Orsini cuando más necesitaba de su ayuda, y el sumo pontífice no era un hombre que perdonase fácilmente la traición. Satanás había reclamado otra alma para su reino de tinieblas y la semilla del diablo tenía que ser destruida. El hecho de que Virginio Orsini hubiera sido capturado, torturado y ejecutado en una de las más célebres mazmorras de Nápoles no bastaba ni mucho menos para saciar la sed de venganza del Santo Padre, pues se trataba de una batalla directa entre el vicario de Cristo en la tierra y las huestes de Satanás. Como mandatario de los Estados Pontificios, Alejandro sabía que había llegado el momento de enfrentarse a los caudillos locales, a esos miserables caciques cuya codicia les daba valor incluso para enfrentarse a los dictados de la Iglesia. Pues si la autoridad del sumo pontífice no era honrada y obedecida, si los hombres virtuosos permitían que el mal floreciese a su alrededor, antes o después, la propia autoridad de la Iglesia acabaría por ser puesta en tela de juicio. ¿Y quién libraría entonces del pecado las almas de los hombres de buena voluntad?
La autoridad espiritual debía cimentarse mediante la fortaleza de las armas. Ahora que la Santa Liga había expulsado de la península itálica a las tropas del rey de Francia, Alejandro sabía que había llegado el momento de aplicar un castigo ejemplar para asegurarse de que nunca más ningún otro caudillo se atreviera a traicionarlo.
Tras largas reflexiones, finalmente decidió valerse del arma más letal de que disponía el sumo pontífice: la excomunión. No tenía otra alternativa. Expulsaría de la comunidad cristiana a todos y cada uno de los miembros de la familia Orsini.
La excomunión era el arma más poderosa de que disponía la Iglesia, pues era un castigo cuyas consecuencias no se limitaban a esta vida, sino que se prolongaban hasta después de la muerte. Una vez que un hombre era expulsado del seno de la Iglesia, nunca podría volver a recibir la gracia de los santos sacramentos y su alma nunca podría liberarse del pecado mediante el sacramento de la confesión, por lo que se le negaba la posibilidad de recibir la absolución. Cuando un hombre era excomulgado, sus hijos no podrían recibir el sacramento del bautismo, y el agua bendita nunca los limpiaría de pecado. Una vez excomulgado un hombre, ni él ni nadie de su familia recibirían la extremaunción ni podrían recibir sepultura en un camposanto. La excomunión era, pues, la más terrible de las condenas, una sentencia en vida que cerraba las puertas del paraíso para toda la eternidad.
Pero, una vez excomulgados los traidores, también era preciso acabar con su poder terrenal. Y así fue cómo, a pesar de las quejas de la esposa de Juan, que estaba encinta por segunda vez, Alejandro mandó llamar a su hijo para que se pusiera al frente de los ejércitos pontificios en la campaña contra la familia Orsini. Además, mientras esperaba la llegada de Juan, Alejandro había enviado un emisario a Pesaro ordenando a su yerno, Giovanni Sforza, que reuniera con presteza a todos los hombres de los que disponía y esperase sus órdenes para incorporarse a la campaña contra los Orsini.
El cardenal César Borgia nunca había perdido la esperanza de que su padre recapacitara sobre el papel que había reservado para él en los asuntos de la familia. Después de todo era él, y no Juan, quien estaba al lado del papa todos los días ayudándolo con los asuntos de Estado. Él conocía la situación de las diferentes ciudades-estado mejor que Juan, que vivía en España, y, por muchas veces que su padre le había reiterado que su futuro estaba en el seno de la Iglesia, César nunca había perdido la esperanza de que algún día el sumo pontífice reconsiderase su decisión.
Cuando Alejandro lo mandó llamar a sus aposentos y le comunicó que Juan estaba de camino a Roma para liderar los ejércitos pontificios en la campaña contra los Orsini, César no pudo contener su ira.
—¿Juan? ¡Juan! —exclamó con incredulidad—. Pero, padre, Juan no sabe lo que es liderar un ejército. Lo desconoce todo sobre la estrategia y sólo se preocupa por su propio bien. Juan sólo sabe seducir a mujeres, dilapidar la fortuna de nuestra familia y ensalzar su vanidad. No está capacitado para liderar un ejército. Como hermano mío que es, le debo lealtad, pero no entiendo vuestra decisión. Sabéis de sobra que yo estoy más capacitado para liderar una campaña militar que mi hermano Juan.
El papa entornó los ojos y se dirigió a su hijo con determinación:
—Así es, César. Tus conocimientos de estrategia militar sin duda superan los de tu hermano, pero tú eres cardenal, un príncipe de la Iglesia, y no un guerrero para el campo de batalla. Y, si tú te vas, ¿quién se queda conmigo para buscar la mejor estrategia? Si queremos que el castigo a los traidores tenga el impacto deseado sobre los demás caudillos de nuestros territorios, esta campaña debe ser liderada por un Borgia. Entonces, ¿quién sino Juan puede ser ese Borgia? ¿Tu hermano Jofre? Ni siquiera consigo imaginario blandiendo una espada.
Padre e hijo permanecieron en silencio durante unos instantes.
—¿De verdad creéis que Juan nos conducirá a la victoria? —preguntó finalmente César—. ¿De verdad merece Juan la confianza que depositáis en él? ¿Después del comportamiento que ha demostrado en España, participando en todo tipo de apuestas, rodeándose de cortesanas, olvidando el respeto debido a su esposa y a toda la familia Enríquez, los primos carnales del rey Fernando? ¿Aun así, lo preferís a él?
—En realidad, nuestras tropas estarán al mando de Guido Feltra —intervino el sumo pontífice con su voz de barítono—. Feltra es un condottiero, un profesional de la guerra.
César había oído numerosas historias sobre Feltra, Sin duda se trataba de un hombre honesto, de un hombre recto. Era conocido por el mecenazgo que ejercía sobre las artes en su feudo de Urbino, pero, por encima de todo, debía su reputación al hecho de ser el hijo del célebre condottiero que había obtenido el ducado de Urbino en recompensa por los servicios prestados a Roma. La realidad era que el joven Guido apenas había participado en algunas batallas y que carecía de la experiencia necesaria para liderar una campana contra las aguerridas tropas de los Orsini; sobre todo si el enfrentamiento debía tener lugar en la fortaleza de Bracciano, una de la más inexpugnables de toda la península. Pero César no compartió sus pensamientos con su padre, pues sabía que, cuando se trataba de Juan, el sumo pontífice nunca se mostraba razonable.
Incapaz de contener su ira, César envió un mensaje a su hermana esa misma noche. Al día siguiente le pidió a don Michelotto que fuese a Pesaro y acompañase a Lucrecia hasta «Lago de Plata», donde él se reuniría con ella antes de concluir la semana.
Cuando Lucrecia llegó a la propiedad de su padre, César ya la estaba esperando en el palacio. Lucrecia llevaba un vestido de satén azul que resaltaba sus tirabuzones dorados y el color miel de sus ojos. Tenía las mejillas encendidas por el calor y la emoción del encuentro. Pero, a pesar del cansancio, corrió a abrazar a su hermano en cuanto desmontó del caballo.
—¡Te he echado tanto de menos! —exclamó, incapaz de contener la emoción que sentía. Pero no tardó en advertir la angustia que reflejaban los ojos de César—. ¿Qué ocurre, Ces? ¿Qué te pasa?
César se sentó en un banco de cuero. Lucrecia se sentó a su lado y apoyó una mano sobre la de su hermano, intentando reconfortarlo.
—Es una locura, Crecia —dijo él finalmente—. Nuestro padre ha nombrado a Juan capitán general de los ejércitos de Roma. Siento tanta envidia que sería capaz de asesinarlo…
Lucrecia se levantó, rodeó el banco y puso las dos manos sobre las sienes de su hermano, intentando calmar su ira.
—Tienes que aceptar tu destino, Ces —dijo con voz tranquilizadora—. A veces pienso que seguís siendo dos niños compitiendo por las tartas de nuestra madre. Comprendo cómo te sientes, pero esos sentimientos sólo pueden causarte dolor, pues nuestro padre siempre actuará según su voluntad. Ya es demasiado tarde para que cambie.
—Pero yo soy mejor soldado que Juan. Estoy más preparado que él para liderar nuestros ejércitos. Yo podría conseguir la victoria para Roma. No puedo entender por qué nuestro padre prefiere poner su ejército a las órdenes de alguien como Juan, que es incapaz de comportarse como un auténtico líder de hombres y que, además, sólo liderará la campaña en apariencia.
Lucrecia se arrodilló delante de César y lo miró fijamente a los ojos.
—Y, dime, Ces, ¿puedes entender por qué su hija debe aparentar estar felizmente desposada con un hombre al que aborrece?
Por primera vez, César sonrió.
—Ven, acércate —le pidió a su hermana—. No puedes imaginar hasta qué punto te necesito. Tú eres lo único bello que hay en mi vida, pues aunque yo parezca ser un príncipe de la Iglesia, te confieso que temo haber vendido mi alma al diablo. No soy lo que parezco ser y eso hace que mi vida resulte insoportable.
Al principio, besó a su hermana con ternura, pero llevaba tanto tiempo anhelando ese instante que no pudo contener su pasión. La besó una y otra vez, enloquecido, hasta que Lucrecia rompió a llorar.
—Perdóname —dijo él—. Me estoy comportando como un animal.
—No son tus besos lo que me hace llorar —dijo Lucrecia—. Es el anhelo.
Vivo soñando con Roma, con la felicidad de volver a estar cerca de ti.
Después de hacer el amor, cuando Lucrecia apoyó la cabeza en el hombro desnudo de César, él parecía haber recuperado la paz y ella volvía a sonreír.
—¿Crees que nuestro padre tiene razón cuando dice que es voluntad de Dios que vivamos de espaldas al verdadero amor?
—¿Dice eso nuestro padre? —preguntó César mientras mesaba el cabello de su hermana—. Resulta difícil creerlo viendo su ejemplo.
—Yo estoy desposada con un hombre al que nunca he amado —dijo Lucrecia—. Desde luego, Juan no desposó a María Enríquez por amor. Al menos, Jofre parece enamorarse con facilidad. Puede que, por extraño que parezca, Jofre sea el más afortunado de todos nosotros. A ti, sólo la birreta púrpura te ha salvado de un destino como el nuestro.
—No puedes imaginar la carga que supone para mí esa condición —dijo César.
—Pero también tiene ciertos beneficios —le recordó Lucrecia.
Hermano y hermana se levantaron del lecho, cubrieron su desnudez y se sentaron junto a una pequeña mesa de madera. César llenó la copa de Lucrecia con el vino que había traído de Roma y levantó la suya en un brindis.
—Por nuestra felicidad, querida hermana —dijo ahora que volvía a sentirse amado—. Ni siquiera puedo imaginar la vida sin ti.
Además del vino, César había traído un queso fresco y una gran barra de pan con la corteza dorada y crujiente.
—Espero ser capaz de dominarme cuando Juan llegue a Roma —dijo mientras cortaba el queso y el pan—. Hay veces en que me siento incapaz de tratarlo con el respeto que merece un hermano.
—Puede que Juan posea lo que tú más anhelas, César, pero tú tienes algo que él nunca podrá tener.
—Lo sé, querida hermana —dijo César. Después besó a Lucrecia en la nariz.
—Créeme que lo sé. Tú eres mi salvación, Lucrecia.
Juan Borgia fue recibido como un héroe por el pueblo de Roma. Entró en la ciudad a lomos de una magnífica yegua zaina, con las riendas engastadas con piedras preciosas y el lomo cubierto con gualdrapas de oro. El hijo del papa vestía un rico traje de terciopelo y una capa con esmeraldas. Su mirada tenía el brillo de aquellos que se sienten poderosos y sus labios estaban arqueados en la mueca insolente de un héroe.
Al llegar al Vaticano, Alejandro lo recibió con un cálido abrazo.
—Hijo mío, hijo mío —repitió mientras estrechaba a Juan entre sus brazos. Después lo condujo a la sala donde estaba convocada la reunión para trazar la estrategia contra los Orsini.
Durante tres días, Alejandro, Guido Feltra, Juan, César y Duarte Brandao analizaron cada detalle de la campaña.
César no pasó por alto el hecho de que, durante todo ese tiempo, Duarte no se dirigiera directamente a Juan ni una sola vez. Cuando creía conveniente hacer algún comentario, el consejero del papa se dirigía personalmente a Alejandro y empleaba el cargo de Juan, capitán general, en vez de referirse a él por su nombre. Fue así como Cesar advirtió el malestar de Duarte para con Juan, aunque su comportamiento era tan sutil que estaba seguro de que nadie más se había dado cuenta de ello.
Pero esa tarde, al quedarse a solas con Duarte Brandao, Alejandro le preguntó a su consejero:
—¿Te parece que estoy cometiendo un error al poner a mi hijo al frente de nuestros ejércitos?
—Simplemente lamento que, por un accidente tan banal como es el orden de nacimiento, alguien con la naturaleza de un príncipe deba convertirse en un guerrero, mientras que el verdadero guerrero deba permanecer oculto bajo la birreta cardenalicia —dijo respetuosamente Duarte.
—¿Acaso no crees en el destino, amigo mío? ¿No crees en la infinita sabiduría de los designios divinos? ¿Acaso no crees en la infalibilidad del Santo Padre?
—Yo no puedo conocer los planes del Padre Celestial. Y, como hombres mortales que somos, ¿acaso no estamos sujetos a la posibilidad de cometer algún error de interpretación? ¿Incluso el más virtuoso y honorable de los hombres? —dijo Duarte Brandao con evidente sarcasmo.
—Duarte —dijo Alejandro—, mi hijo primogénito fue Pedro Luis, que Dios guarde su alma. César es mi segundo hijo. Es costumbre que el segundo hijo sirva a la Iglesia, y te aseguro que es una costumbre acertada, pues limita el poder de las familias de la nobleza al tiempo que les otorga ciertos beneficios.
Y ¿acaso no es siempre el destino de un hombre un don y una carga al mismo tiempo? ¿Pues quién no lucha contra su libre voluntad cuando se entrega en oración y pide que se haga la voluntad del Señor en vez de la suya propia?
La carcajada de Duarte resonó en la amplia estancia.
—Espero que Su Santidad perdone mi franqueza —dijo el consejero de Alejandro—. Creedme cuando os digo que mis palabras están llenas de admiración y asombro ante vuestra sabiduría. Y, aun así, ¿cómo podéis saber que César es vuestro segundo hijo? El éxito de Su Santidad con las damas es legendario. Cuesta creer que no tenga otros hijos cuya paternidad desconozca.
Alejandro no pudo contener una carcajada.
—Eres un brillante consejero, Duarte —dijo—, y tu capacidad para la diplomacia no tiene nada que envidiarle a la sabiduría de tus consejos. Si, como dices, el destino del joven cardenal es convertirse en un gran guerrero, sin duda el tiempo se encargará de que así sea. Mientras tanto, el capitán general es Juan y, como tal, es él quien debe liderar nuestras tropas. Ahora sólo nos queda rezar porque Dios nos conceda la victoria.
César oyó la conversación por casualidad al pasar frente a la estancia en la que conversaban Alejandro y Duarte y, por primera vez en muchos años, su corazón recuperó la esperanza. Volvió a sus aposentos lleno de sueños de grandeza. Sí, algún día él lideraría los ejércitos de Roma.
Capitaneadas por Juan Borgia y el condottiero Guido Feltra, las tropas del papa acudieron al encuentro del enemigo. Aunque los hombres de los Orsini eran célebres por su valor, la superioridad numérica del ejército de Roma bastó para que las dos primeras fortalezas se rindieran sin apenas ofrecer resistencia.
Al tener noticias de lo ocurrido, Duarte Brandao acudió inmediatamente a transmitirle las felices nuevas al sumo pontífice.
—Sospecho que se trata de una trampa de los Orsini. Quieren que nos confiemos —dijo Duarte tras hacerle saber lo ocurrido—. No me cabe duda de que ahora mismo estarán concentrando todas sus fuerzas para el enfrentamiento final.
Alejandro asintió.
—No parece que tengas demasiada confianza en Feltra —dijo al cabo de unos segundos.
—He visto luchar a los Orsini —contestó Duarte.
—Contéstame con sinceridad, hijo mío. ¿Cuál crees que es realmente nuestra situación? —le preguntó el papa a César, a quien había mandado llamar al tener noticias de lo ocurrido.
—Temo que Feltra no tenga mucha más experiencia en la guerra que el propio capitán general —contestó César con precaución, cuidando de no dejar traslucir sus verdaderos sentimientos—. Temo que Duarte tenga razón y que estas victorias fáciles hagan que Juan y Feltra se confíen, pues no me cabe duda de que los Orsini nos esperan con sus mejores hombres en la fortaleza de Bracciano. Además, Della Rovere se encargará de arengarlos hasta hacerles creer que están librando una guerra santa.
Una vez más, el sumo pontífice se sintió impresionado por la brillantez del análisis de su hijo, aunque todavía no podía saber hasta qué punto era acertado, pues aún faltaban algunos días para que los Orsini se enfrentaran al ejército pontificio con el apoyo de las tropas de Vito Vitelli, el insigne comandante de artillería a quien Della Rovere había pedido que participara en la guerra santa contra el papa Alejandro.
Moviéndose con presteza, las tropas de Vitelli sorprendieron al ejército pontificio en Soriano. Juan y Guido Feltra, incapaces de reaccionar, sufrieron una derrota sin paliativos, Feltra fue hecho prisionero y arrojado a lo más profundo de las mazmorras de los Orsini. Juan, con mejor fortuna, consiguió escapar con tan sólo un corte en la cara.
Al tener las noticias de lo ocurrido, el papa Alejandro se reunió inmediatamente con César y Duarte.
—La guerra todavía no está perdida —reconfortó Duarte al sumo pontífice—. Todavía disponemos de otros recursos.
—Si la situación empeora, siempre podremos solicitar la ayuda de las tropas españolas de Nápoles —añadió César.
—A las órdenes de nuestro viejo amigo Gonzalo Fernández de Córdoba —dijo el papa, haciendo suyos los pensamientos de su hijo—. Sí… Desde luego, es una opción que debemos tener en cuenta.
Pero tras reunirse con los embajadores de España, de Francia y de Venecia y oír sus alegatos a favor de la paz, el papa Alejandro, siempre diplomático, accedió a devolver las plazas conquistadas a los Orsini, aunque, por supuesto, tendrían que pagar un precio por sus fortalezas. Tras largas negociaciones, finalmente se acordó un pago de cincuenta mil ducados, pues, después de todo, las arcas del Vaticano no estaban en una situación que permitiera rechazar una oferta así.
De este modo, mediante las negociaciones, Alejandro consiguió convertir una derrota sin paliativos en una aparente victoria para el papado. Pero a su regreso a Roma, Juan protestó airadamente por lo ocurrido, pues la paz le impedía llevar a cabo futuras conquistas y lo privaba de las propiedades que le hubieran correspondido según los acuerdos previos a la campaña. De ahí que Juan argumentara que los cincuenta mil ducados le correspondían por derecho a él. Ante la incredulidad de César, Alejandro accedió a la petición de su hijo.
Pero todavía más preocupante a ojos de César era la insistencia de Juan en que el papa le permitiera liderar una nueva campaña para liberar Ostia del dominio francés, expulsando a las tropas que el rey Carlos había dejado en esa plaza.
César se apresuró a acudir a los aposentos de su padre para intentar hacerle entrar en razón.
—Sé que la guarnición francesa de Ostia es escasa, padre, pero, si existe alguna manera de fracasar en la toma de la ciudad, sin duda Juan dará con ella y su derrota será el fin de nuestra familia. Sabéis que Della Rovere está al acecho, esperando a que demos un paso en falso.
Alejandro suspiró.
—¿Crees que tu padre es tan estúpido como para no ver lo que dices? Esta vez nos aseguraremos la victoria. Llamaré a Fernández de Córdoba para que encabece la campaña, pues no existe mejor capitán que él.
—Eso no detendrá a Juan —dijo César incapaz de contener su frustración—. Interferirá en las órdenes de Fernández de Córdoba. Sabéis que lo hará. Os lo ruego, padre, reconsiderad vuestra posición.
Pero Alejandro ya había tomado una decisión.
—Juan no interferirá. Ha recibido instrucciones concretas de no hacerlo. Tu hermano se limitará a salir de Roma al frente de nuestras tropas y a regresar portando el estandarte victorioso de los Borgia. Al margen de esos dos momentos de gloria, no dará una sola orden; ni tan siquiera hará una sugerencia.
Por una vez, Juan acató las órdenes del papa. Salió de Roma liderando el ejército pontificio a lomos de un impresionante alazán, pero no participó de ningún modo en la toma de Ostia. Fernández de Córdoba tomó al asalto la guarnición francesa y conquistó la ciudad de Ostia sin apenas sufrir bajas, y los ciudadanos de Roma aclamaron al hijo del papa cuando regresó al frente del ejército victorioso.
Tres días después, el cardenal Ascanio Sforza celebró un gran banquete en el palacio Borgia para celebrar la victoria. Entre los muchos invitados, además de los hijos del papa, estaban los hermanos Médicis, Piero y Gio, amigos de César desde su época de estudiante, que habían tenido que abandonar Florencia como consecuencia de la invasión de las tropas francesas y de los sermones de Savonarola.
El inmenso palacio del cardenal Sforza había pertenecido originalmente al cardenal Rodrigo Borgia, quien, al convertirse en el papa Alejandro, se lo había ofrecido como obsequio a Ascanio. Sin duda, se trataba del palacio más hermoso de la ciudad.
César llegó junto a los hermanos Médicis, con los que había compartido el día anterior una noche de vino y apuestas en la ciudad.
Las paredes del enorme vestíbulo del palacio estaban decoradas con ricos tapices y magníficos aparadores y vitrinas, y los suelos estaban cubiertos por enormes alfombras orientales de vivos colores que hacían juego con el terciopelo y el satén de los divanes.
La sala principal del palacio había sido transformada en un inmenso salón de baile con una orquesta que interpretaba las piezas más actuales para deleite de las parejas de jóvenes que llenaban el salón.
César acababa de bailar una pieza con una bella cortesana cuando vio acercarse al capitán Gonzalo Fernández de Córdoba. Fernández de Córdoba, que siempre tenía el semblante serio, parecía especialmente preocupado. Se inclinó ante César y solicitó su permiso para comunicarle algo en privado.
César se disculpó ante su pareja de baile y condujo al capitán hasta uno de los balcones en los que tantas veces había jugado de niño, cuando vivía con su padre en este palacio.
El balcón daba a un pequeño patio en el que varios invitados conversaban alegremente mientras daban buena cuenta de la comida y las copas de vino que los criados portaban sobre brillantes bandejas de plata.
Pero la jovialidad de los jóvenes del patio contrastaba abiertamente con el ánimo de Fernández de Córdoba, cuyo rostro parecía contraído por la ira.
—Mi malestar con su hermano Juan es mayor de lo que pueda expresar, eminencia —dijo finalmente el capitán español—. De hecho, es mayor de lo que nadie pueda imaginar.
César apoyó una mano sobre el hombro del capitán en señal de camaradería.
—Decidme, ¿qué ha hecho esta vez mi hermano? —preguntó.
—Sabéis que vuestro hermano no participó de modo alguno en la toma de Ostia, ¿verdad? —preguntó Fernández de Córdoba.
César sonrió.
—Por supuesto, querido capitán. ¿Acaso no vencimos?
—¿Y sabéis que Juan anda diciendo que fue él el artífice de la victoria? —preguntó De Córdoba—. Eso es lo que dice, que fue él quien hizo huir a los franceses; ni siquiera tiene la falsa modestia de decir que fuimos nosotros.
—El carácter jactancioso de mi hermano es conocido en toda Roma —dijo César—. Nadie creerá sus palabras. Resulta ridículo pensar que fuera así… Pero, de todas formas, debemos hacer algo para corregir la injusticia que ha cometido Juan.
—Si estuviera en España, lo retaría a duelo, pero aquí… —Hizo una pausa para tomar aliento—. La arrogancia de vuestro hermano ha llegado hasta el extremo de encargar acuñar unas medallas de bronce para conmemorar su victoria.
César frunció el ceño. Era la primera noticia que tenía al respecto.
—¿Medallas de bronce?
—Sí, con su perfil y el lema: «Juan Borgia, glorioso libertador de Ostia».
César estuvo a punto de dejar escapar una carcajada ante la absurda ocurrencia de su hermano, pero finalmente se contuvo para no enardecer la cólera de Gonzalo.
—No hay un solo soldado, ni en el ejército pontificio ni entre las tropas francesas, que no sepa la verdad, capitán —dijo con diplomacia—. Y la verdad es que el libertador de Ostia no ha sido otro sino Fernández de Córdoba.
Pero los halagos no bastaban para apaciguar la cólera del capitán español.
—¿Juan Borgia, glorioso libertador de Ostia? Ya veremos quien dice la verdad. Debería cerrarle la boca para siempre. Quién sabe, puede que todavía lo haga.
Y, sin más, el español se dio la vuelta y desapareció entre los invitados del salón de baile. César permaneció en el balcón, contemplando la oscuridad de la noche mientras se preguntaba cómo podrían haber nacido de la misma madre dos hombres tan distintos como Juan y él. Sin duda, debía de tratarse de un truco del destino. Cuando se dio la vuelta para reincorporarse al baile, algo en el patio llamó su atención.
Junto a una pequeña fuente, su hermano Jofre conversaba en actitud conspiradora con el capitán Fernández de Córdoba y un joven alto y delgado. De Córdoba escuchaba con evidente interés las palabras susurradas por Jofre mientras su joven compañero miraba a un lado y a otro, como si deseara asegurarse del carácter privado del encuentro. Pero lo que más sorprendió a César fue la actitud de Jofre, pues su rostro, por lo general tan amable y apático, reflejaba una fuerza y una determinación que nunca hubiera creído posible en él.
César estaba a punto de llamar a Jofre cuando sintió una mano sobre su brazo. Al darse la vuelta, don Michelotto se llevó un dedo a los labios pidiéndole silencio y lo obligó a retroceder un par de pasos. Ocultos entre las sombras, los dos observaron la escena en silencio hasta que el capitán español se despidió de Jofre con un apretón de manos y la primera sonrisa que César había visto nunca en su rostro. Cuando Jofre estrechó la mano del joven alto y delgado, don Michelotto pudo advertir el anillo con un gran topacio irregular que éste llevaba en un dedo.
—No olvidéis nunca a ese hombre, eminencia —advirtió a César—. Es un sobrino de Virginio Orsini. Se llama Vanni —continuó diciendo don Michelotto y, de repente, desapareció tan súbitamente como había aparecido.
César buscó a Jofre por todo el palacio, pero su hermano había desaparecido. De vuelta en el salón de baile, saludó a Lucrecia, que danzaba con Giovanni, con un gesto de la mano. A pocos metros de ellos, Juan bailaba con Sancha, completamente ajeno a la escena que acababa de producirse como consecuencia de su ilimitada vanidad.