Ahora que volvía a reinar la tranquilidad, el papa se trasladó a «Lago de Plata» para disfrutar de un merecido descanso. Una vez allí, mandó llamar a sus hijos para que se reunieran con él.
Lucrecia vino desde Pesaro, Juan viajó solo desde España, y Jofre y Sancha acudieron desde Nápoles. De nuevo, la familia Borgia volvía a estar reunida. Julia Farnesio y Adriana llegarían más tarde, pues el papa deseaba pasar unos días a solas con sus hijos.
Además del magnífico palacio de piedra, Alejandro había hecho erigir un pabellón de caza con establos para sus mejores caballos y varias casas para alojar al séquito que lo acompañaba. Cuando huía del asfixiante calor de Roma, el papa gustaba de rodearse de bellas y elegantes mujeres. Así, muchas de las más bellas damas de la corte acompañaban al papa en sus retiros. Acudían con sus hijos pequeños, cuyos rostros inocentes llenaban a Alejandro de esperanza en el futuro.
Entre nobles damas, criados y cocineros, el séquito del sumo pontífice superaba las cien personas, sin contar los músicos, actores, malabaristas y juglares necesarios para interpretar las comedias de las que tanto disfrutaba Alejandro.
El Santo Padre gustaba de sentarse junto a sus hijos y contarles historias sobre los milagros que habían tenido lugar en el lago, cuyas aguas cristalinas se decía que limpiaban los pecados.
Años atrás, la primera vez que les había hablado de los poderes milagrosos del lago a sus hijos, César le había preguntado:
—¿Y vos también os habéis bañado para limpiar vuestra alma de pecado, padre?
—Por supuesto que no —había dicho el cardenal con una sonora carcajada—. ¿Acaso tengo algún pecado que limpiar?
—Entonces yo tampoco me bañaré —había replicado César.
—Supongo que ninguno de los dos necesitáis un milagro —había afirmado Lucrecia con abierta ironía.
El cardenal Borgia recordaba haber dejado caer la cabeza hacia atrás, riendo con abierto placer.
—Todo lo contrario, hija mía —había dicho Alejandro—. Pero por ahora prefiero satisfacer los deseos de la carne a ningún otro milagro. Algún día, el deseo de salvar mi alma acabará con mi anhelo de disfrutar de los placeres de la vida, pero te aseguro que ese momento todavía no ha llegado. Y debo confesar que me aterroriza pensar en ese día —había dicho finalmente en un susurro y a continuación se había persignado, temeroso de haber cometido sacrilegio.
Ahora que toda la familia volvía a estar reunida, todos los días amanecía con los preparativos de una nueva partida de caza. Aunque la ley canónica prohibía expresamente que el papa diese muerte a criatura alguna, Alejandro participaba en las cacerías argumentando que sus médicos le habían recomendado que hiciera ejercicio. Para sí mismo, el Santo Padre razonaba que no era ni mucho menos la única prohibición que incumplía, pero que era uno de los pecados veniales que más placer le proporcionaban.
Antes de cada cacería, cuando su ayuda de cámara le reprendía por llevar botas, algo que impedía que sus súbditos le mostraran el debido respeto besándole los pies, Alejandro contestaba que así impedía también que se los mordieran los perros de la jauría.
Alrededor del pabellón de caza, el papa había hecho vallar cuarenta hectáreas de terreno con estacas de madera y gruesas telas de lona, creando así un redil al que los animales acudían por propia voluntad antes de cada cacería, pues los criados se encargaban de almacenar todo tipo de alimentos junto a las puertas del redil.
Los cazadores se reunían al alba y bebían una copa de vino dulce de Frascati para espesar la sangre y fortalecer el ánimo. Cuando sonaban las trompetas y Alejandro dejaba caer el estandarte pontificio, se abrían las puertas del redil y los animales corrían hacia lo que creían que era la libertad. Venados, lobos, jabalíes, liebres, puercoespines… Todos acudían a la cita con los cazadores, que perseguían a sus presas con lanzas y espadas, e incluso con hachas en el caso de los más sanguinarios.
Lucrecia y Sancha, y sus damas de compañía, observaban el espectáculo desde una plataforma elevada de madera. Aunque se suponía que la presencia de las mujeres debía llenar de valor a los cazadores, ese día, Lucrecia les dio la espalda. Aquel espectáculo le repugnaba. Algo en su interior se había sublevado ante la semejanza que existía entre el destino de aquellos pobres animales atrapados y el suyo propio. Sancha, al menos, sí disfrutó del espectáculo; incluso le ofreció su pañuelo de seda a su cuñado Juan para que él lo mojase con la sangre de un jabalí herido. Aun sin gozar de la destreza de su hermano César en el manejo de las armas, el placer que le producía la visión de la sangre y su afán por impresionar a cuantos lo rodeaban convertían a Juan en el cazador más mortífero de la partida. En una ocasión, mientras un enorme jabalí cargaba contra él, Juan demostró un gran coraje manteniéndose firme en su posición e hiriéndolo de muerte con su lanza justo antes de que el animal lo alcanzara.
César cabalgaba junto a sus dos galgos preferidos, Brezo y Cáñamo. Absorto en sus pensamientos, apenas prestaba atención a la cacería. Envidiaba la vida de Juan. Su hermano tenía una vida llena de emociones y la perspectiva de una carrera militar. Él, en cambio, estaba atrapado en la vida eclesiástica, una vida que ni le gustaba ni había elegido voluntariamente. La bilis le llenó la boca de un sabor amargo. ¡Cómo lo odiaba! Intentaba luchar contra sus sentimientos, pues, después de todo, Juan era su hermano y un hombre de bien; un príncipe de la Iglesia no podía odiar a su propio hermano. Resultaba antinatural y, además, disgustaba a su padre. Pero, por encima de todo, resultaba peligroso. Como capitán general de los ejércitos pontificios. Además, por mucho que César deseara que no fuese así, a pesar de todos sus esfuerzos por complacer a su padre, Juan seguía siendo el hijo favorito del sumo pontífice.
El aullido de uno de los galgos despertó a César de su ensueño. Cabalgó hasta donde el magnífico animal yacía clavado al suelo por una lanza. Al ver a su hermano a su lado, con el rostro desfigurado por una mueca demoníaca, supo lo que había ocurrido. Juan había errado el lanzamiento y había abatido al galgo en vez de a su presa. Por unos instantes, César pensó que lo había hecho de forma intencionada. Hasta que su hermano se acercó a él.
—Te compraré dos galgos para resarcirte —dijo Juan a modo de disculpa.
César extrajo la lanza del costado del galgo, intentando reprimir la cólera que lo invadía. Entonces oyó a su padre. El papa estaba junto a un jabalí atrapado por una malla de robusto cordaje. El animal miraba al Santo Padre, esperando el golpe que diera fin a su tormento. Pero Alejandro espoleó su montura.
—Este animal ya ha sido abatido —exclamó—. Necesito una nueva pieza.
Y, sin más, galopó hacia un jabalí de gran tamaño. Preocupados por la seguridad del papa, varios de los miembros de la partida acudieron en su ayuda, pero, cuando le dieron alcance, Alejandro ya había clavado su lanza en el lomo del animal. Sus compañeros de cacería se abalanzaron sobre el jabalí moribundo y lo remataron con sus hachas.
Mientras observaba la escena, César se sintió orgulloso de su padre. Aunque no le estuviera permitido vivir la vida que hubiera deseado, al menos estaba cumpliendo los deseos de su padre y sabía que eso siempre sería una fuente de dicha para el papa Alejandro. Mientras contemplaba al jabalí abatido, se dijo a sí mismo que tenía suerte de ser el hombre que su padre deseaba que fuera.
Al ponerse el sol, César y Lucrecia caminaron cogidos de la mano hasta las aguas plateadas del lago, juntos, hermano y hermana, él alto, moreno y apuesto, ella de cabello rubio y ojos color de la miel, ambos inteligentes, felices, formaban una pareja que todo el mundo envidiaría. Pero esa noche, algo afligía el corazón de Lucrecia.
—Nuestro padre no debería haberme desposado con Giovanni —dijo—. No es un hombre bueno. Lo digo de verdad, César. Apenas me habla y, cuando lo hace, siempre se muestra rudo y acusador. No sé qué espera de mí. Sé que nuestros esponsales han sido ventajosos para Roma, pero nunca pensé que pudiera llegar a ser tan desdichada.
—Sabes que Ludovico Sforza es el hombre más poderoso de Milán —dijo César, dirigiéndose a su hermana con ternura—. Gracias a tu sacrificio, los Borgia y los Sforza hemos podido sellar nuestra amistad en un momento de crítica importancia.
Lucrecia asintió.
—Lo sé —dijo—. Créeme que lo sé. Pero, aun así… Pensaba que las cosas serían distintas, que mis sentimientos serían distintos. Aunque supe que algo no iba bien desde el momento en que me arrodillé en ese ridículo escabel de oro, rodeada de todo ese lujo. Cuando miré al hombre que estaba a punto de desposarme no supe si reír o llorar. Aunque realmente desearía haber gritado, arrodillada como estaba frente a todos esos cardenales. Se suponía que debía ser un día feliz, pero la verdad es que nunca me había sentido tan desdichada.
—¿No hubo nada que te agradase? —preguntó César, incapaz de contener una sonrisa.
—Sí —dijo ella—. Tú, con tus vestiduras negras.
César se volvió hacia su hermana.
—No podía soportarlo, Crecia —confesó apasionadamente—. No podía soportar la idea de que otro hombre fuera a estrecharte entre sus brazos. Si hubiera podido, ni siquiera habría asistido a la ceremonia. Pero nuestro padre insistió en que debía estar presente. Te aseguro que mi ánimo era todavía más oscuro que la ropa que vestía.
Lucrecia besó a su hermano con ternura.
—Giovanni es un bastardo arrogante —dijo—. Y un amante horrible. Los primeros días tuve que ponerme a llorar como un sauce para escapar de sus garras. Ni siquiera soporto su olor.
César volvió a sonreír.
—Entonces, ¿no sientes el mismo placer con él que conmigo? —preguntó César.
—Amor mío, estar con él o contigo es tan diferente como estar en el infierno o en el paraíso —dijo ella, incapaz de contener una carcajada.
Los dos hermanos siguieron caminando cogidos de la mano.
—A veces, tu esposo me recuerda a Juan —dijo César de repente.
Cruzaron un pequeño puente y se adentraron en el bosque.
—Juan es muy joven —dijo Lucrecia—. Todavía puede cambiar.
Caminaron en silencio durante unos instantes.
—La verdad es que me preocupa más Jofre que Juan —dijo finalmente César. Su tono de voz no dejaba lugar a dudas sobre la seriedad de sus palabras—. No tengo más remedio que aceptar su frivolidad, pero Sancha y Jofre tienen más de cien criados para ellos solos y comen con vajillas de oro macizo y copas engastadas con piedras preciosas. Por no hablar de sus célebres fiestas. Es un escándalo que mancilla el nombre de nuestra familia. Y, lo que es peor, vivir de una forma tan extravagante puede ser peligroso para el hijo de un papa.
—Lo sé, César —le dio la razón Lucrecia—. A nuestro padre también le preocupa, aunque, por supuesto, él nunca lo admitiría. No siente el mismo amor por Jofre que por el resto de nosotros. Por eso disculpa su debilidad y su falta de juicio.
César se detuvo a contemplar a Lucrecia bajo la luz de la luna. Su tez de porcelana le pareció aún más luminosa que de costumbre. Puso la mano bajo el mentón de su hermana, levantó lentamente su rostro y acarició sus ojos con la mirada. Pero la tristeza que reflejaban esos hermosos ojos lo obligó a apartar la vista de ellos.
—¿Quieres que hable con nuestro padre? Él podría anular vuestro matrimonio. Sabes cuánto te quiere. Es posible que esté dispuesto a hacerlo. ¿Estaría de acuerdo Giovanni?
Lucrecia miró a su hermano con tristeza.
—Ni siquiera notaría la diferencia si yo no estuviera. Es la dote lo que echaría en falta. Nunca sintió el menor afecto por el oro de mi cabello, tan sólo por el de las monedas.
—Se lo diré a nuestro padre en cuanto encuentre el momento apropiado.
Mientras Lucrecia y César paseaban, Juan se ofreció a enseñarle a Sancha el viejo pabellón de caza, prácticamente abandonado ahora que el papa Alejandro había hecho construir otro más confortable.
Aun teniendo la misma edad que Juan, la esposa de Jofre se comportaba como una niña caprichosa. De profundos ojos azules, largas y oscuras pestañas y cabello negro azabache, Sancha se mostraba amante de lo banal, aunque, en realidad, su superficialidad no era más que una estrategia para atraer a sus inocentes víctimas.
—Como ves, no es un lugar apropiado para una princesa —dijo Juan al tiempo que tomaba la mano de su cuñada cuando llegaron al viejo pabellón de caza; una modesta construcción de madera con una chimenea de piedra. Después de todo, Sancha era la hija del rey Alfonso II de Nápoles.
—Me parece un lugar encantador —respondió ella sin soltar la mano de Juan.
Él encendió una hoguera mientras Sancha observaba las cabezas de animales que colgaban a modo de trofeos. Mientras caminaba por la estancia, sus dedos acariciaron la vieja madera de los muebles; primero el aparador, después la mesa, una silla y, finalmente, el cabecero del amplio lecho de plumas.
—¿Por qué siguen aquí los muebles si ya nadie usa el pabellón? —preguntó con inocencia.
En cuclillas frente a la chimenea, Juan se volvió hacia Sancha y sonrió.
—Nuestro padre todavía lo usa en ocasiones, cuando tiene alguna visita con la que desea estar a solas… Igual que yo deseo estar a solas contigo ahora —dijo al tiempo que se incorporaba. Se acercó al lecho y rodeó la cintura de Sancha, atrayéndola hacia sí con ambos brazos. Cuando la besó, ella no opuso resistencia.
—No… no puedo hacerlo —protestó Sancha de repente—. Jofre me…
Ignorando sus quejas, Juan la estrechó con más fuerza contra su cuerpo.
—Jofre no te hará nada —le dijo—. Jofre es incapaz de hacer nada.
Juan sentía una abierta antipatía por César, aunque al menos respetaba su inteligencia y su destreza física, pero por Jofre sólo sentía desprecio.
Levantó el vestido blanco de Sancha y acarició el interior de sus muslos, ascendiendo lentamente, hasta que notó cómo el cuerpo de ella empezaba a responder a sus caricias.
Unos segundos después, ambos yacían sobre el lecho. Iluminada por el resplandor de la lumbre, Sancha tenía el cabello suelto y la falda levantada hasta la cintura. Cuando Juan la tomó, ella lo besó con pasión, bebiendo de su boca con una sed insaciable. Él la penetró más y más profundamente, hasta que Sancha olvidó todos sus temores, sumiéndose en un estado de exquisita inconsciencia.
Esa noche, la familia Borgia disfrutó de una cena al aire libre junto al lago. De los árboles colgaban faroles de colores, y una amplia hilera de antorchas parpadeaban dibujando el contorno de la orilla. La caza había proporcionado suficiente carne como para dar de comer a todo el séquito del papa y para obsequiar a los habitantes de las poblaciones vecinas con lo que había sobrado. Además, había juglares y músicos y, una vez acabada la cena, Juan y Sancha deleitaron a los presentes con un dueto.
César, sentado al lado de Lucrecia, se preguntó cuándo habrían tenido tiempo para ensayar, pues sus voces sonaban en perfecta armonía. Pero Jofre no parecía compartir sus pensamientos, pues aplaudió con entusiasmo la actuación. César se preguntó si Jofre realmente sería tan estúpido como aparentaba.
El papa Alejandro disfrutaba tanto de la buena conversación como de la caza, la comida o las mujeres hermosas. Tras el banquete, demostrando un atrevimiento característico de su condición, uno de los actores había representado una escena en la que un noble se preguntaba apenado cómo un Dios bondadoso podía hacer recaer tantas desgracias sobre los hombres de buena voluntad. ¿Cómo podía permitir que hubiera inundaciones, incendios y epidemias? ¿Cómo podía permitir que sufrieran niños inocentes? ¿Cómo podía permitir que el hombre, creado a su imagen y semejanza, infligiera tanto dolor a su prójimo?
Alejandro aceptó el desafío. Rodeado de amigos como estaba, en vez de citar las Escrituras, contestó al actor como lo hubiera hecho un filósofo griego o un mercader florentino.
—¿Qué ocurriría si Dios les concediera a los hombres un paraíso en la tierra obtenido sin dolor ni sacrificio? —comenzó diciendo—. Sin duda, el paraíso celestial dejaría de ser anhelado por los hombres. Además, ¿cómo podría juzgarse entonces la sinceridad y la buena fe de los hombres? Sin purgatorio no puede existir un paraíso, pues de ser así, ¿qué insondable mal no sería capaz de concebir el hombre? Inventaríamos tantas maneras de atacarnos que finalmente acabaríamos por destruir el mundo. Lo que se obtiene sin sacrificio no puede tener valor, Si no existiera una recompensa para nuestro comportamiento, los hombres se convertirían en estafadores que afrontarían el juego de la vida con naipes marcados y dados trucados. No seríamos mejores que las bestias. Sin esos obstáculos a los que llamamos desgracias, ¿qué recompensa podríamos encontrar en el paraíso? No, esas desgracias son precisamente la prueba de la existencia de Dios, la prueba de su existencia y de su amor por los hombres. No podemos culpar a Dios del daño que los hombres se infligen entre sí, pues, en su infinita sabiduría, Él ha dispuesto que gocemos de libre voluntad. Sólo podemos culparnos a nosotros mismos. Sólo podemos admitir nuestros pecados y redimirlos en el purgatorio.
—Pero entonces, ¿qué es realmente el mal, padre? —preguntó Lucrecia que, de todos los hijos de Alejandro, era quien más interés mostraba por la fe.
—El mayor de todos los males es el poder —contestó el sumo pontífice—, y es nuestro deber borrar cualquier deseo de poder de los corazones y las almas de los hombres. Ésa es la misión de la Iglesia, pues es la lucha por el poder lo que hace que los hombres se enfrenten unos a otros. Ahí radica el mal de nuestro mundo; siempre será un mundo injusto, siempre será un mundo cruel para los menos afortunados. Quién sabe… Es posible que dentro de quinientos años los hombres dejen de matarse entre sí. Feliz día será aquel en el que ocurra. Pero el poder forma parte de la misma naturaleza del hombre. Igual que forma parte de la naturaleza de la sociedad que, para mantener unidos a sus súbditos, por el bien de su Dios y de su nación, un rey cómo, si no, ¿podría doblegar la voluntad de sus súbditos? Además, no debernos olvidar que la naturaleza humana es tan insondable como el mundo que nos acoge y que no todos los demonios temen el agua bendita. —Alejandro guardó silencio durante unos segundos. Después levantó su copa en un brindis—. ¡Por la Santa Iglesia de Roma y por la familia Borgia! —exclamó.
Todos los presentes levantaron su copa y exclamaron al unísono:
—¡Por el papa Alejandro! Que Dios lo bendiga con salud, felicidad y la sabiduría de Salomón y los grandes filósofos.
Al volver a sus aposentos, Jofre no consiguió conciliar el sueño. Se levantó y caminó sin rumbo por la cámara. Sancha no había regresado con él tras el banquete. Cuando se había acercado a ella para pedirle que lo acompañase, ella lo había rechazado con una mueca de desprecio y se había alejado. Jofre apenas había conseguido controlar las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos.
Pero ésa no era la única vez que Sancha lo había humillado en público durante la velada, aunque todos los presentes parecían demasiado ocupados comiendo, bebiendo y riendo como para darse cuenta de ello. Él, por supuesto, había aplaudido con una sonrisa, como exigía el protocolo, el dueto que su esposa había cantado con su arrogante hermano, pero nada podía librarlo de la humillación que había sentido.
Finalmente decidió salir a dar un paseo. El murmullo de las criaturas que dormían en el bosque mitigó su ansiedad. Se sentó junto a la orilla y pensó en su padre, el papa Alejandro, y en sus hermanos.
Siempre había sabido que era menos inteligente que César y que físicamente nunca sería rival para Juan, pero también sabía que su glotonería y sus excesos no eran pecados tan oscuros como la crueldad de Juan o la ambición de César.
En cuanto a la inteligencia, ¿qué importancia podía tener? Su hermana Lucrecia era mucho más inteligente que él y eso no le había proporcionado mayor libertad para decidir su destino.
Juan siempre había sido el más cruel de sus hermanos; Jofre todavía podía oír los humillantes apelativos con los que se dirigía a él cuando vivían juntos en Roma. Por su condición de príncipe de la Iglesia, César se veía obligado a reprenderle por su conducta, pero siempre lo hacía con bondad, nunca de forma cruel y humillante, como era la costumbre de Juan.
Lucrecia era su favorita, pues lo trataba con dulzura y afecto, haciéndole sentir que su compañía era siempre bienvenida. En cuanto a su padre, el papa Alejandro apenas parecía darse cuenta de su existencia.
Incapaz de deshacerse de su inquietud, Jofre decidió que había llegado el momento de acudir en busca de Sancha. Esta vez la obligaría a volver con él a sus aposentos. Avanzó por el estrecho sendero que se abría entre los árboles hasta que vio las dos sombras en la oscuridad. Oyó la risa de su esposa antes de poder verla con claridad. Después, la luz de la luna iluminó el rostro de su hermano Juan, que caminaba con Sancha cogida del brazo. Sin hacer ruido, Jofre siguió a los dos amantes hasta el antiguo pabellón de caza. Mientras observaba cómo Juan besaba apasionadamente a su esposa, sus labios se fruncieron en una mueca de desprecio. Su hermano nunca le había parecido tan despreciable como en aquel momento. Pero, más allá de los celos, creyó advertir algo malvado en el semblante de Juan. De repente, lo vio todo con exquisita claridad. Estaba seguro. Igual que el Espíritu Santo había sembrado la semilla de Cristo en el seno de la Virgen María, la semilla del mal también podía ser sembrada sin que nadie pudiera saberlo hasta que el fruto saliera de la mujer que lo había nutrido.
Al despedirse de Sancha junto a la orilla del lago, Juan desenvainó su daga y cortó el aire en una serie de ágiles y punzantes movimientos.
—¡Pronto seré el capitán general del ejército de Roma! —exclamó con una carcajada—. Entonces te demostraré de lo que soy capaz.
Jofre sacudió la cabeza, intentando deshacerse de la cólera que se había apoderado de él. Cuando por fin consiguió dominarse, analizó la situación con frialdad. No tenía sentido blandir un arma para matar a su hermano, pues estaría arriesgando la salvación de su alma. No, no merecía la pena poner en juego su salvación por alguien tan despreciable como Juan.
César, incapaz, como su hermano menor, de conciliar el sueño, acudió en busca de su padre. Aunque los criados del papa le informaron de que el sumo pontífice estaba despachando unos asuntos oficiales y no deseaba ser molestado, él insistió.
Alejandro estaba sentado frente a su escritorio, firmando los documentos que le iban entregando dos de sus secretarios. Cinco grandes troncos ardían en la majestuosa chimenea. Al oír entrar a César, ordenó a los secretarios que se retirasen y se levantó para recibir a su hijo con un cálido abrazo. Llevaba puesta una larga camisola de lana y la bata de seda forrada de pieles que, según decía siempre, lo protegía de los vientos estivales que portaban la malaria. En la cabeza llevaba una simple birreta sin ningún tipo de ornamentación, pues Alejandro mantenía que aunque, por razones de Estado, un papa siempre debía hacer ostentación de las riquezas de la Iglesia, al menos tenía derecho a dormir como un simple campesino.
—Dime, hijo mío, ¿qué confidencia te ha hecho tu hermana en esta ocasión? ¿Acaso tiene alguna queja de su esposo?
César no pudo dejar de sorprenderse de hasta qué punto su padre era consciente de los sentimientos de Lucrecia.
—No es dichosa con Giovanni —dijo escuetamente.
—Debo admitir que yo tampoco estoy demasiado satisfecho con la situación —confesó Alejandro al cabo de unos instantes—. La alianza con Milán no ha dado los frutos que esperaba —continuó diciendo, pues parecía dispuesto a compartir sus pensamientos con su hijo—. ¿De qué nos ha servido ese joven Sforza? La verdad es que nunca fue de mi agrado. La alianza con el Moro ya no resulta necesaria. Además, las lealtades de Milán resultan demasiado cambiantes. No podemos dejar de tenerlo en cuenta, pues necesitamos de su participación en la Santa Liga, pero su comportamiento resulta impredecible. Aunque, sea como fuere, lo que verdaderamente importa es la felicidad de tu hermana. ¿No te parece?
César pensó en la alegría que sentiría Lucrecia cuando le contara lo ocurrido. Además, pensaría que todo había sido gracias a su intercesión.
—Entonces, ¿cómo debemos proceder, padre? —preguntó.
—El rey Fernando me ha pedido que estrechemos nuestros lazos con la familia real de Nápoles. A veces pienso que, más que beneficiarnos, los esponsales de Jofre con Sancha han empeorado las cosas. Pero puede que todavía estemos a tiempo de resolver ese problema con una nueva alianza.
César frunció el ceño.
—No acabo de comprender qué pretendéis —dijo. Los ojos de Alejandro brillaban, satisfechos, con el plan que empezaba a forjarse en su cabeza.
—Alfonso, el hermano de Sancha. Sí, Alfonso sería un esposo mucho más provechoso para Lucrecia que Giovanni. Aunque, desde luego, no es aconsejable enemistarse con los Sforza… Pero puede que en esta ocasión merezca la pena hacerlo. Sí.
Alejandro apartó la silla del escritorio, se levantó y se acercó a la chimenea para reavivar la lumbre.
—César, entiendes que debemos asegurarnos el control de los Estados Pontificios, ¿verdad? —continuó diciendo al tiempo que se volvía—. Los caudillos de los Estados Pontificios tienen demasiadas ansias de poder. Sangran al pueblo en su propio beneficio, poniendo a prueba la paciencia de Roma.
—Y vos tenéis un plan para cambiar eso —afirmó César.
—Los reyes de Francia y de España están unificando sus territorios bajo una autoridad central. Nosotros debemos hacer lo mismo aquí. Es necesario, tanto por el bien del papado como por el del pueblo. Y también por el bien de nuestra familia, pues si no conseguimos obligar a los gobernantes locales a acatar de una vez por todas la autoridad de Roma, los Borgia correremos un grave peligro.
—Necesitaremos fortalezas bien pertrechadas para detener a los ejércitos invasores que ansíen apoderarse de nuestro territorio —dijo César con determinación al ver que su padre guardaba silencio—. Estoy a vuestro servicio, padre —añadió, al tiempo que se inclinaba ante el sumo pontífice—. Soy cardenal de la Iglesia y, aunque ésa no haya sido mi elección, siempre os estaré agradecido —concluyó diciendo, aunque lo que estaba pensando era que su hermano Juan era quien ostentaba la posición que él ansiaba más que ninguna otra cosa en la vida: capitán general de los ejércitos pontificios.
—No hace falta que te recuerde el peligro que correríais todos mis hijos si yo muriera y un cardenal hostil, como Della Rovere, ocupase el solio pontificio. No quiero ni pensar lo que sería de tu pobre hermana. Ni siquiera Dante podría encontrar palabras para describir el infierno que se vería obligada a vivir.
—¿Por qué decís eso, padre? —lo interrumpió César—. No debemos pensar en eso, pues estoy seguro de que todavía os quedan muchos años de vida para devolverle a la Iglesia todo su esplendor.
—Por grave que sea la situación, hay dos hombres en los que siempre podrás confiar —dijo el papa, ignorando las palabras de su hijo—. Uno es don Michelotto…
—Su gratitud hacia vos es de todos conocida, padre —lo interrumpió César.
—Nos enseñasteis a confiar en él desde niños, y así lo haremos siempre. Aunque debo admitir que siempre me hubiera gustado saber algo más sobre su pasado. ¿Cómo es posible que un español conozca tan bien los entresijos de Roma?
Y, así, Alejandro le contó a César la historia de Miguel Corella, más conocido como don Michelotto.
—Pero lo llaman el estrangulador, padre —comentó César.
—Así es, hijo mío, pero don Michelotto es mucho más que eso. Es un experimentado líder de hombres, un temible soldado y, lo que es más importante, un hombre que daría su vida por proteger la nuestra. Su lealtad es mayor incluso que su cólera. No debes equivocarte, hijo mío, don Michelotto es mucho más que un simple asesino; es alguien en quien podemos confiar ciegamente.
—¿Y el otro hombre?
—El otro hombre es Duarte Brandao. Poco puedo decirte sobre su pasado, pues fue capturado y traído a mi presencia como prisionero hace muchos años, cuando en una ocasión necesité de un intérprete del inglés. Le pregunté por su pasado, pero los soldados lo habían maltratado hasta el punto de provocarle una completa pérdida de memoria.
—¿Y, aun así, confiáis en él?
Alejandro guardó silencio durante unos segundos mientras recordaba lo ocurrido.
—La primera vez que lo vi, su aspecto era tan mugriento y harapiento como si llevara años encerrado en una mazmorra. Hice que lo asearan y que le dieran ropas limpias antes de volver a traerlo a mi presencia. Y cuando volví a verlo, algo en su porte me recordó a Edward Brampton, un judío converso que le prestó valiosos servicios al rey Eduardo de Inglaterra. Sólo había visto a Brampton en una ocasión, hacía ya muchos años, pero lo recordaba perfectamente, pues había sido el primer judío en ser armado caballero en toda la historia de Inglaterra. Se dice que servía al hermano del rey, Ricardo III, que, como sabrás, fue asesinado por los hombres de Enrique Tudor. Brampton participó en importantes batallas, tanto en el mar como en tierra, y, en una ocasión, incluso salvó la flota inglesa de una derrota segura. Fue entonces cuando desapareció de Inglaterra; poco tiempo antes de que nuestras tropas hicieran cautivo a Duarte Brandao. Si hubieran dado con él, los Tudor sin duda habrían acabado con su vida; incluso hoy en día vive en constante peligro de ser descubierto por los agentes de los Tudor.
—Supongo que eso explica por qué decidió cambiar de nombre —intervino César—. Pero no sabía que Duarte fuera judío…
—Si lo es, sin duda se ha convertido a la fe católica, pues lo he visto comulgar en numerosas ocasiones. Además, durante los siete años que lleva en Roma me ha servido con mayor religiosidad que ningún otro hombre que conozca. Duarte es el hombre más valiente e inteligente que he conocido nunca, además de un excelente soldado y un experto marinero.
—No tengo nada en contra de que sea judío, padre —dijo César con una mueca divertida—. Tan sólo estaba pensando en lo que se diría si se llegara a saber que el principal consejero del vicario de Cristo es un judío.
Alejandro también sonrió.
—Me tranquiliza saber que no desapruebas mi decisión —dijo con abierto sarcasmo—. Conoces sobradamente mi opinión sobre la cuestión judía, César —añadió con completa seriedad—. Cuando Isabel y Fernando de España me pidieron que persiguiese a cualquier judío que osara practicar los ritos de su religión en secreto, me negué rotundamente a complacerlos. Después de todo, los judíos nos legaron la ley, ¡incluso nos dieron a Jesucristo Nuestro Señor! ¿Acaso debo aniquilarlos sólo porque no crean que sea el hijo de Dios? ¡Por supuesto que no! Desde luego, ésa nunca será mi política.
César no ignoraba que cuando un nuevo papa era elegido, parte de la ceremonia consistía en que el patriarca de la comunidad judía de Roma le entregase el libro hebreo de las leyes. Al recibirlo, cada nuevo papa lo arrojaba contra el suelo en señal de repulsa. Pero su padre no lo había hecho. No, Alejandro VI lo había rechazado, pero de forma respetuosa, pues se había limitado a devolvérselo al patriarca hebreo.
—¿Cuál es entonces vuestra política, padre?
—No deseo ningún mal a los judíos —dijo el sumo pontífice—. Simplemente les impongo elevados impuestos para beneficiarme de sus riquezas.