Capítulo 7

El médico del papa acudió al Vaticano para informar al sumo pontífice de la epidemia que empezaba a extenderse por la ciudad: ¡la peste negra! Alejandro, atemorizado, mandó llamar inmediatamente a su hija Lucrecia.

—Ha llegado el momento de que te traslades a Pesaro con tu esposo —dijo sin más preámbulo cuando Lucrecia se presentó ante él.

Lucrecia había conseguido evitar la compañía de su esposo durante todo el primer año de su matrimonio. Vivía en su propio palacio acompañada de Julia Farnesio y Adriana y visitaba diariamente a su padre en el Vaticano.

—Pero, padre —exclamó. Se había arrodillado ante él y se aferraba desesperadamente a sus piernas—. ¿Cómo podéis pedirme que me separe de vos? ¿Y de mis hermanos, y de Adriana, y de Julia? ¿Cómo podría vivir en ese lugar, tan lejos de la ciudad que amo?

Aunque el plazo acordado para que Lucrecia viajara a Pesaro junto a su esposo acababa de vencer, en circunstancias normales, Alejandro hubiera tenido en cuenta la posibilidad de permanecer más tiempo junto a su adorada hija, pero las nuevas sobre la epidemia cambiaban drásticamente las circunstancias.

El sumo pontífice se inclinó hacia su hija.

—Haré que Adriana y Julia te acompañen a Pesaro —le dijo—. Nos escribiremos a diario para mitigar nuestra soledad, hija mía.

Pero nada de lo que dijera su padre podía consolarla. Lucrecia se levantó y miró al sumo pontífice con ojos llenos de ira.

—Prefiero morir como consecuencia de la peste negra en Roma que vivir en Pesaro con Giovanni Sforza. Es un hombre insoportable. Nunca me mira, prácticamente no me habla y, cuando lo hace, es para hablar sobre sí mismo o para darme alguna orden.

Alejandro estrechó a Lucrecia entre sus brazos, intentando consolarla.

—¿Acaso no hemos hablado antes de esto? —preguntó—. ¿De los sacrificios que todos debemos hacer para preservar el bienestar de nuestra familia y el reino de Dios en la tierra? Nuestra querida Julia me ha hablado de la admiración que sientes por santa Catalina. ¿Crees que ella se rebelaría, como lo haces tú, contra los deseos del Padre Celestial? ¿Acaso no soy yo su voz en la tierra?

Lucrecia retrocedió un paso y miró a su padre.

—Catalina de Siena era una santa y yo no soy más que una niña —protestó.

—No se le puede pedir a una niña que se comporte como una santa. No creo que por ser la hija del papa deba convertirme en una mártir de la Iglesia.

Los ojos del papa se iluminaron. Sólo un hombre de una fortaleza de espíritu fuera de lo común hubiera sido capaz de resistirse a los apasionados argumentos de su hija. Y, aun así, se sentía halagado ante la reticencia de Lucrecia a abandonarlo. Cogió su delicada mano entre las suyas y dijo:

—Tu padre también debe realizar sacrificios por el Sumo Hacedor, pues no hay nadie en este mundo a quien ame más que a ti, hija mía.

Lucrecia miró a su padre tímidamente y preguntó:

—¿Ni siquiera a Julia?

El papa se santiguó.

—Juro por lo más sagrado que te amo más que a nadie en este mundo.

—Padre —exclamó ella al tiempo que se arrojaba en sus brazos y se sumergía en el aroma a incienso de sus vestiduras doradas—. ¿Me prometéis que me escribiréis todos los días? ¿Y que ordenaréis mi regreso si no soy capaz de soportar esta separación? Pues, si no lo hacéis, la pena acabará conmigo y nunca más volveréis a verme.

—Te lo prometo, hija mía —dijo él—. Y, ahora, ordena a tus damas que dispongan todo para el viaje. Yo informaré a tu esposo de tu inmediata partida hacia Pesaro.

Antes de salir, Lucrecia se agachó para besar el anillo de su padre.

—¿Debo decírselo yo a Julia o lo haréis vos? —preguntó al incorporarse.

El papa sonrió.

—Puedes decírselo tú —dijo con fingida gravedad—. Y, ahora, márchate.

El quinto día de su viaje a Pesaro, la persistente lluvia terminó por empapar a Lucrecia, a Julia y a Adriana.

Lucrecia se sentía decepcionada, pues tenía la ilusión de presentarse en el palacio de Pesaro con su mejor aspecto; después de todo, era la nueva duquesa. Con el orgullo y la emoción de una niña, esperaba disfrutar de la admiración y el afecto de quienes a partir de ahora serían sus súbditos.

Viajaban a caballo por un hermoso, aunque agreste, camino de tierra. Para evitar ser asaltadas por los bandidos, todos los días se detenían antes de caer la noche, pero, como apenas había lugares donde hospedarse entre Roma y Pesaro, en más de una ocasión se habían visto obligadas a acampar junto al camino. Don Michelotto y varios hombres armados acompañaban a la pequeña comitiva.

Unas horas antes de llegar a Pesaro, la comitiva se detuvo para que Lucrecia y Julia pudieran cambiarse de ropa. Tras cinco jornadas de viaje, la frescura del joven rostro de Lucrecia y el brillo de su dorado cabello habían quedado marchitos por la lluvia y el polvo, y el barro se acumulaba en sus zapatos. Lucrecia ordenó a sus damas de compañía que le secaran el cabello con paños de algodón y le aplicaran bálsamo de limón para darle brillo. Pero mientras se despojaba de su vestido, la hija del papa Alejandro se sintió mareada de repente.

—Debo haber cogido frío —dijo al tiempo que extendía un brazo para apoyarse en una de sus damas.

—¿Te encuentras mal? —preguntó Adriana.

Lucrecia sonrió. Sus ojos brillaban más de lo acostumbrado.

—No es nada —mintió—. Me sentiré mejor cuando lleguemos y pueda tomar algo caliente. Pero ahora debemos apresurarnos, pues estoy segura de que nos aguardan con grandes festejos y no querría hacer esperar a nuestros leales súbditos.

Encontraron a los primeros curiosos varios kilómetros antes de las murallas de la ciudad. Hombres, mujeres y niños se habían reunido a orillas del camino, sujetando delgadas tablas de madera o trozos de tela sobre sus cabezas para protegerse de la lluvia. Y, aun así, cantaban y la aclamaban y lanzaban flores, levantando a los niños para que la nueva duquesa pudiera tocarlos a su paso.

Cuando finalmente alcanzaron las puertas de Pesaro, la cabeza le daba vueltas, y cuando Giovanni le dio la bienvenida con una sonrisa, ella apenas pudo corresponder a sus palabras antes de perder el conocimiento.

Uno de los criados de su esposo la cogió antes de que cayera al suelo y la llevó en brazos hasta el palacio. Sorprendido por su liviandad e impresionado por su belleza, la dejó suavemente sobre un lecho de plumas. Adriana y Julia pidieron que calentaran un poco de caldo para la duquesa, y Giovanni salió a informar a sus súbditos de que la joven duquesa los saludaría formalmente al día siguiente, cuando se hubiera recuperado del cansancio provocado por el largo viaje.

Esa noche, Lucrecia rezó sus plegarias e intentó conciliar el sueño acostada en un lecho desconocido. Añoraba terriblemente a su padre, pero añoraba incluso más a su hermano César.

El día de su partida, César le había prometido que iría a visitarla a Pesaro y que, si ella necesitaba verlo, fuera cual fuese la razón, enviaría a don Michelotto para que la acompañase hasta «Lago de Plata», donde él se reuniría inmediatamente con ella. Ahí podrían hablar sin que nadie los oyera y podrían pasear junto a la orilla del lago, igual que lo hacían cuando eran niños, lejos de la mirada inquisitiva de su padre y de todas esas otras personas que dedicaban su vida a protegerlos.

Pensar en César mitigaba el dolor de Lucrecia. Cerró los ojos y se durmió imaginando los labios de su hermano sobre los suyos.

Al despertar a la mañana siguiente, aunque seguía sintiéndose débil, se obligó a sí misma a incorporarse. No quería dejar pasar un solo día más sin saludar a sus nuevos súbditos. Había dejado de llover y los rayos de sol llenaban la estancia, dándole un aspecto cálido y acogedor. Al menos, algunos de sus nuevos súbditos seguían esperando en la plaza, pues podía oírlos cantar alegres melodías al otro lado de las ventanas abiertas del palacio.

Giovanni le había prometido que, a su llegada, celebraría grandes festejos en su honor. Debía prepararse. Con la ayuda de Julia, de Adriana y de sus damas de compañía, eligió un vestido sencillo y elegante de satén rosa con un corpiño de fino encaje de Venecia. En la cabeza llevaba una diadema de oro y perlas.

—¿Parezco una duquesa? —le preguntó coquetamente a Julia al tiempo que giraba sobre sí misma.

—Pareces una princesa —dijo Julia mientras la contemplaba con sus alegres ojos azules.

—Un ángel —añadió Adriana.

Lucrecia salió al balcón y saludó al gentío que esperaba en la plaza. El pueblo de Pesaro vitoreó a su duquesa, lanzando guirnaldas de flores al aire. Cuando Lucrecia se agachó para recoger una guirnalda del suelo del balcón y se la colocó en la cabeza, la multitud vitoreó su gesto.

La ciudad se llenó de música, de bufones, de juglares y malabaristas y Lucrecia se sintió feliz, rodeada de tantas atenciones. Siempre se había preguntado por qué disfrutaban tanto su padre y sus hermanos de los desfiles por las calles de Roma, pero ese día comprendió su dicha al ser aclamada por los ciudadanos de Pesaro, pues, al ver cómo la vitoreaban todas esas personas, Lucrecia olvidó por completo su desdicha. Puede que, después de todo, su padre tuviera razón y ella hubiera nacido para eso.

Pesaro era una ciudad hermosa rodeada de fértiles campos de olivos, situada a los pies de los majestuosos Apeninos. Por un momento, mientras observaba cómo las montañas abrazaban la ciudad, Lucrecia pensó que podría ser feliz allí; aunque antes debía encontrar el modo de soportar a su esposo.

Era sabido en toda Francia que, además de en la Iglesia, el rey Carlos depositaba su fe en la alineación de los cuerpos celestes, De ahí que su consejero de mayor confianza fuese el cirujano y astrólogo Simón de Pavía, sin cuyas predicciones Carlos nunca se embarcaba en empresa alguna.

Con ocasión del nacimiento del rey Carlos, tras consultar los astros, Simón había proclamado que el joven rey estaba destinado a liderar una nueva cruzada contra los infieles.

La fortuna, además de los recursos de Duarte Brandao, permitió que esa importante información llegara a sus oídos. En cuanto tuvo noticias de ello, el consejero del papa corrió a los aposentos de Alejandro para comunicarle los planes del rey Carlos.

El papa Alejandro estaba sentado frente a su escritorio, firmando documentos oficiales. Al ver entrar a Duarte, sonrió con agrado y ordenó a sus secretarios que abandonaran la sala.

Una vez a solas con el Santo Padre, Duarte se inclinó para besarle el anillo, pero Alejandro retiró la mano con un gesto de impaciencia.

—Puedes reservar el ceremonial para los actos públicos, amigo mío, pues, en privado, el hombre en quien más confío de cuantos me rodean no tiene necesidad de recurrir a tales gestos de respeto. Después de todo, la mutua confianza equipara a los hombres, aun cuando uno de ellos sea el vicario de Cristo. Pues yo, Alejandro, valoro tu lealtad y estimo tu amistad.

Dicho lo cual, el Santo Padre hizo un gesto con la mano, indicándole a su consejero que ocupara un asiento frente a él. Pero Duarte estaba demasiado turbado como para permanecer sentado.

—¿Crees en la influencia de los astros? —preguntó Alejandro tras escuchar lo que tenía que decirle su consejero.

—Lo que yo pueda creer no tiene importancia, Su Santidad.

—Por supuesto que la tiene.

—Sí, creo que la alineación de los astros influye en nuestras vidas.

Alejandro buscó el amuleto de ámbar que siempre colgaba de su cuello y lo frotó con suavidad.

—Todos tenemos algún tipo de superstición —dijo, sonriendo—. En eso, el joven Carlos no es diferente del resto de los hombres. Pero veo en tu rostro que deseas decirme algo más. Adelante, dime lo que estás pensando.

—Creo que sería conveniente ofrecerle un obsequio a Simón de Pavía antes de que tenga lugar la invasión —dijo Duarte apenas en un susurro—. Sería una muestra de nuestra buena voluntad.

—¿En qué suma has pensado? —preguntó Alejandro.

Duarte vaciló unos instantes antes de hablar, pues conocía sobradamente la naturaleza frugal del papa cuando se trataba de cualquier cosa que no fuera su familia o el ceremonial de la Iglesia.

—Veinte mil ducados —dijo finalmente.

—Duarte, veinte mil ducados no es un obsequio, es una fortuna —exclamó Alejandro, incapaz de disimular su sorpresa.

Duarte sonrió.

—No debemos flaquear por unas monedas de oro. Tenemos que asegurarnos de que ese astrólogo realice la predicción que más nos convenga, pues el rey de Francia confía ciegamente en él.

El papa reflexionó en silencio durante varios minutos.

—Como siempre, tienes razón, amigo mío —dijo finalmente—. Hazle llegar nuestro obsequio a Simón de Pavía, Al fin y al cabo, la astrología rechaza el don del libre albedrío, por lo que, al interferir en ella, no estaremos yendo en contra de los designios del Sumo Hacedor.

Tras cruzar las fronteras del reino de Francia, Duarte no tardó en llegar a su destino, una modesta cabaña aislada en un bosque, donde encontró a Simón de Pavía retozando con una voluminosa prostituta. Duarte, siempre caballeroso, le dijo a Simón de Pavía que lo esperaría fuera, pues debía transmitirle un mensaje de gran importancia.

Unos minutos después, Duarte ya había hecho entrega de su soborno al astrólogo y cabalgaba de regreso a Roma.

¡Si al menos poseyera el corazón y el alma de un santo en vez de estar dominado por los deseos carnales de un hombre! Pero, por envuelto que pudiera estar Alejandro en intrigas políticas, nunca podía renunciar a determinados placeres. Julia Farnesio, su joven amante, se había ausentado varias semanas más de lo previsto para cuidar de Lucrecia, quien, finalmente, había caído enferma en Pesaro. Una vez recuperada la hija del papa, por alguna razón que Alejandro no alcanzaba a comprender, Julia había decidido visitar a Orso, su joven esposo, en el castillo de Bassanello. Y, por si eso no fuera suficiente, antes iría a Capodimonte, donde vivían su madre y su hermano enfermo.

Al recibir la carta de Julia, Alejandro le había prohibido visitar a su esposo. Pero Julia le había escrito una segunda carta pidiéndole perdón por sus actos, pues estaba decidida a seguir adelante con sus planes. Y, para empeorar todavía más la situación, Adriana iba a viajar con ella a Capodimonte.

Hasta que Alejandro ya no pudo contener más su ira. Pues, si él no podía soportar estar lejos de Julia, ¿cómo es que ella no anhelaba su compañía? El sumo pontífice gritaba a todo aquel que osaba cruzarse en su camino. Por las noches, el anhelo de tocar la mano de Julia, de oler el aroma de su piel, de sentir su cuerpo junto al suyo, le impedía conciliar el sueño. Finalmente, una noche, desesperado, Alejandro se arrodilló frente al altar de su capilla y rogó a Dios que lo liberase de sus apetitos carnales. Cuando el cardenal Farnesio intentó razonar con él, explicándole que su hermana no tenía otra alternativa que obrar como lo había hecho, pues Orso, que al fin y al cabo era su esposo, le había ordenado que acudiera junto a él, el papa Alejandro contestó con un sonoro «¡Ingrazia!».

Durante días, caminó sin rumbo de un lado para otro, enumerando una y otra vez los numerosos vicios de Julia, de su esposo y del propio cardenal Farnesio. Los excomulgaría a los tres, Pagarían su traición con el infierno.

Pero fue precisamente el joven Orso quien alivió la angustia del papa, pues, al tener noticias de la ira de Alejandro, temiendo perder sus privilegios, ordenó a su esposa que regresara de inmediato a Roma. Julia, por supuesto, obedeció las órdenes de su esposo.

Cuando el ejército del rey Carlos atravesó los Alpes, adentrándose en la península Itálica, el cardenal Della Rovere se puso al servicio del rey invasor e intentó convencerlo de las ventajas de atacar al papa Alejandro en vez de dirigir a sus tropas contra los turcos.

Ni Milán ni Bolonia ni Florencia intentaron impedir el avance de las tropas francesas.

Mientras tanto, el papa Alejandro se preparaba para defender Roma del invasor. Había depositado el mando de sus ejércitos en Virginio Orsini, capitán general del rey Ferrante y principal valedor de Alejandro ahora que había demostrado su buena fe pagando los tributos debidos por las tres fortalezas de las afueras de Roma. Además, Alejandro sabía que Virginio contaba con más de veinte mil hombres a su mando y que la fortaleza de Bracciano era prácticamente inexpugnable.

Pero las semillas de la traición y la codicia pueden germinar en el corazón del más valeroso de los hombres.

Duarte Brandao se presentó inesperadamente ante el papa.

—Su Santidad, acabo de saber que Virginio Orsini se ha vendido al invasor.

—Debe de haber perdido la razón —dijo Alejandro al oír la noticia.

Duarte, cuya compostura era legendaria, parecía consternado.

—No te preocupes, amigo mío —dijo finalmente Alejandro—. Sólo precisamos de un cambio de estrategia. En vez de vencer al rey de Francia mediante la fuerza, debemos mostrarnos más inteligentes que él.

—Mucho me temo que ésa no es la única noticia inquietante de la que soy portador, Su Santidad —dijo Duarte—. Las tropas francesas han hecho prisioneras a Julia y a Adriana. Ahora mismo están cautivas en el cuartel general de la caballería francesa.

La ira contrajo el semblante del papa. El sumo pontífice guardó silencio durante varios minutos, enfrentándose a la pesadumbre y al temor que lo invadían.

—La derrota de Roma sería una tragedia, Duarte, pero si mi amada Julia sufriera algún daño… No tengo palabras —dijo finalmente—. Debemos hacer todo lo necesario para garantizar su inmediata liberación. Los franceses sin duda pedirán un rescate.

—¿Qué condiciones estamos dispuestos a aceptar? —preguntó Duarte.

—Paga lo que te pidan —dijo Alejandro—, pues lo que el rey Carlos tiene en sus manos es mi corazón, toda mi vida.

Los franceses no sólo gozaban de fama por su valor en el campo de batalla, sino también por su cortesía. Al capturar a Julia Farnesio y a Adriana Orsini, dejaron en libertad a los criados que las acompañaban y agasajaron a las dos damas con todo tipo de manjares y entretenimientos. Al tener conocimiento de lo ocurrido, el rey Carlos ordenó que se procediera a fijar el rescate de inmediato para que las prisioneras pudieran ser liberadas cuanto antes.

—¿Qué rescate debemos exigir, majestad? —preguntó el general de caballería.

—Tres mil ducados —dijo el rey.

—Pero… El papa Alejandro pagaría cincuenta veces esa suma —protestó el general.

—Estamos aquí para ganar el trono de Nápoles, general, y eso está muy por encima de cualquier rescate… —le recordó el rey.

Tres días después, Julia Farnesio y Adriana fueron escoltadas hasta Roma por cuatrocientos soldados del rey de Francia.

Alejandro, incapaz de contener su alegría, las recibió a las puertas de la ciudad. Más tarde, en sus aposentos, daga y espada al cinto, con una capa negra brocada en oro y relucientes botas de cuero de Valencia, el Santo Padre le hizo el amor a Julia y, por primera vez desde la marcha de su amante, se sintió en paz.

El papa Alejandro sabía que sin las fortalezas de Virginio Orsini jamás podría contener el avance de los ejércitos franceses. Con la naturaleza previsora que lo caracterizaba, al ser elegido papa, Alejandro se había preparado para una posible invasión extranjera. Así, había encargado la construcción de un pasadizo secreto que uniera el Vaticano con la única fortaleza de Roma que podía brindarle la protección necesaria, y había abastecido la fortaleza con agua y alimentos suficientes como para resistir un invierno entero al invasor; ahora se disponía a hacerlo.

Bajo la atenta mirada de Duarte Brandao y de don Michelotto, Alejandro ordenó a sus criados que reunieran sus bienes más valiosos —la tiara de oro, las joyas papales, reliquias, ropajes, cofres y tapices—, y los llevaran al castillo de Sant’ Angelo, adonde él mismo se trasladaría con su familia, incluida Vanozza, la madre de sus hijos. Demostrando gran sensatez, el cardenal Farnesio había sacado a su hermana Julia de Roma, evitando así el desasosiego del papa, pues el enfrentamiento entre la antigua y la actual amante de Alejandro podría causarle más quebraderos de cabeza que la mismísima invasión de Roma, ya que, aunque Vanozza aceptara a Julia, a quien nunca había tomado demasiado en serio, Julia sentía celos de la mujer que le había dado cuatro hijos al papa.

El día de Navidad, el papa ordenó a las tropas de Nápoles que habían acudido a Roma en su ayuda que abandonaran la ciudad de manera inmediata. No eran suficientes hombres como para detener a las tropas francesas, y Alejandro temía que su presencia convirtiera Roma en una ciudad hostil a ojos del invasor, lo cual podría incitar a Carlos a saquear la ciudad.

—Quiero que le hagas llegar un mensaje al rey Carlos —le dijo Alejandro a Duarte—. Hazle saber que lo acogeremos amistosamente cuando atraviese Roma en su camino hacia Nápoles.

—¿Cuando atraviese Roma? —preguntó el consejero del papa, frunciendo el ceño.

—Sólo es una forma de hablar —respondió Alejandro—. Aunque no estoy seguro de que el buen rey Carlos se conforme con eso —añadió sin ocultar su preocupación.

Mientras la nieve cubría la ciudad con un manto gris, Alejandro y su hijo César observaron, atribulados desde la fortaleza, cómo las tropas francesas desfilaban en ordenadas columnas por las calles de Roma.

Soldados suizos armados con lanzas de tres metros, gascones con ballestas y arcabuces, mercenarios alemanes con hachas y picas y jinetes de la temible caballería ligera recorrieron las calles de Roma seguidos de soldados de infantería armados con espadas y mazas de hierro y de una fila tras otra de artilleros franceses con gigantescos cañones de bronce.

El papa Alejandro había ordenado que se preparara todo lo necesario para recibir al rey Carlos y había dispuesto cientos de criados para agasajar al joven monarca. Carlos correspondió la hospitalidad del papa prohibiendo a sus tropas todo acto de pillaje bajo pena de muerte.

Mientras Carlos disfrutaba de su «visita» a Roma y de la hospitalidad del papa, Della Rovere y su grupo de cardenales disidentes se disponían a Convocar urgentemente un concilio ecuménico.

Mientras tanto, Alejandro envió a uno de sus cardenales más fieles para que lo defendiera ante el rey Carlos de los cargos de simonía de los que lo acusaba Della Rovere y, finalmente, Carlos se mostró más inclinado a creer en los argumentos del emisario del papa que a dejarse llevar por la crispación de Della Rovere.

Algunos días después, el rey de Francia envió un mensaje lacrado al papa.

Alejandro respiró hondo mientras desenrollaba el pergamino. Después leyó la misiva cuidadosamente. Era una petición. El rey Carlos quería entrevistarse personalmente con él.

Alejandro había conseguido su objetivo. Su estrategia había funcionado y, ahora, existía la posibilidad de negociar ventajosamente una situación que hasta hace apenas unos días sólo podía describirse como trágica. Aun así, a pesar de la cortés petición del rey, el papa sabía que debía demostrar un aire de superioridad frente al joven monarca francés, pues, aunque no debía parecer arrogante, tampoco podía permitir que el rey Carlos advirtiese el alivio que le había producido su misiva.

Alejandro lo dispuso todo para entrevistarse con Carlos en los jardines del Vaticano. Sabía que no podía llegar antes que el rey, pues entonces parecería que lo estaba esperando, pero tampoco podía permitir que fuese Carlos quien esperase, pues entonces sería el rey de Francia quien se sentiría humillado. Y, una vez más, el Santo Padre hizo gala de su habilidad diplomática.

Ordenó que lo trasladasen en litera desde el castillo de Sant’ Angelo hasta los jardines del Vaticano y, una vez ahí, se ocultó tras unos frondosos arbustos y esperó en silencio hasta que, al ver llegar al rey Carlos, ordenó a sus porteadores que lo llevasen a su encuentro.

Alejandro se presentó ante el rey Carlos tocado con la triple corona de oro de la tiara pontificia y un magnífico crucifijo de oro y piedras preciosas en el pecho.

El rey de Francia era un hombre diminuto, casi enano. Caminaba elevado sobre unas botas con grandes plataformas y en sus ropas no parecía faltar ninguno de los colores del arco iris. Un hilo de saliva le caía del labio inferior.

Y así fue como, rodeado de bellos rosales, el papa Alejandro procedió a negociar la salvación de Roma.

El sumo pontífice y el joven monarca volvieron a reunirse al día siguiente para plasmar sobre papel los términos del acuerdo. Esta vez, el encuentro tuvo lugar en el palacio del Vaticano, pues Alejandro sabía que el lugar le concedería ciertas ventajas; al fin y al cabo, a ojos de Carlos, se trataba de un lugar sagrado.

Alejandro había insistido en que el preámbulo del acuerdo estuviera redactado de tal manera que Carlos nunca pudiera cuestionar su legítimo derecho a ocupar el solio pontificio. Empezaba diciendo que el rey de Francia siempre permanecería fiel servidor del Santo Padre y, a continuación, pasaban a enumerarse los términos del acuerdo, según los cuales Alejandro proporcionaría libre acceso a las tropas francesas a través de los Estados Pontificios, dando su bendición a la conquista de Nápoles. Como garantía de lo acordado, el papa entregaría a su hijo César como rehén.

Alejandro también entregaría al príncipe Djem como rehén, pues Carlos pretendía valerse de él en su cruzada para sojuzgar la resistencia de los infieles; eso sí, el papa conservaría los cuarenta mil ducados que el sultán de Turquía pagaba todos los años para que su hermano permaneciese cautivo.

El mayor deseo del rey Carlos era que el Santo Padre lo declarase comandante en jefe de las Cruzadas, algo a lo que Alejandro estaba dispuesto a acceder si el rey de Francia le juraba fidelidad y lo reconocía como único y verdadero vicario de Cristo en la tierra. Finalmente, ambos acordaron que así se haría.

Satisfecho con el acuerdo, Carlos se inclinó ante el sumo pontífice y, como era de rigor, besó su anillo antes de jurarle lealtad.

—Juro obediencia a Su Santidad, como antes de mí lo hicieron todos mis antecesores en el trono de Francia. Os reconozco, Santo Padre, como pontífice de todos los cristianos y sucesor de los apóstoles Pedro y Pablo, y pongo todos mis bienes a disposición de la Santa Iglesia de Roma.

Alejandro se levantó y apoyó las manos sobre los hombros del rey Carlos.

—Os concederé tres favores —dijo, tal y como exigía la tradición, pues antes de que un vasallo jurase obediencia a un nuevo señor tenía derecho a esa gracia. Aunque, por supuesto, y para evitar cualquier incidente desagradable, los favores eran negociados con anterioridad.

—Os pido que confirméis a mi familia en todos sus privilegios regíos, que confirméis que somos portadores de la corona por voluntad divina —empezó diciendo Carlos—. Os pido que bendigáis mi expedición a Nápoles y, por último, os pido que invistáis cardenales a tres hombres designados por mi voluntad regia y que permitáis que el cardenal Della Rovere se traslade conmigo a Francia.

Una vez el sumo pontífice hubo accedido a las peticiones del rey Carlos, el monarca francés hizo llamar a un hombre, alto y delgado como un junco, con el rostro alargado y ojos melancólicos.

—Su Santidad, quisiera presentaros a Simón de Pavía, mi astrólogo personal. Debéis estarle agradecido, pues de no ser por su lectura de los astros, no sé si hubiera rubricado este acuerdo desoyendo los consejos del cardenal Della Rovere.

Y así fue cómo, aun estando todo en su contra, Alejandro consiguió negociar una paz satisfactoria para Roma.

Apenas unas horas después, Alejandro mandó llamar a César a sus aposentos para explicarle los términos del acuerdo.

A pesar de la rabia que se había apoderado de él, César se inclinó ante su padre, acatando sus deseos. Sabía que su condición de cardenal y de hijo del sumo pontífice lo convertía en el rehén más deseable. Sabía que su hermano Juan, el duque de Gandía, no podía ocupar su lugar, pues estaba a punto de convertirse en capitán general de los ejércitos pontificios. Lo que le molestaba no era tanto el peligro que iba a correr en su condición de rehén como el hecho de convertirse en un peón sometido al capricho de quienes protagonizaban esta partida de ajedrez.

Alejandro se sentó sobre el magnífico arcón con la tapa primorosamente tallada por Pinturicchio que había a los pies de su lecho. Dentro del arcón guardaba lujosas copas de plata, camisolas de seda y distintos perfumes y esencias; todo lo necesario para recibir a Julia cuando ésta pasaba la noche en sus aposentos privados.

—Hijo mío, sabes que no puedo enviar a tu hermano mayor, Juan, como rehén, ya que pronto se convertirá en capitán general de los ejércitos pontificios. Debes ir tú —dijo, consciente del enojo de César—. Anímate, no estarás solo. Djem irá contigo. Además, Nápoles es una ciudad llena de atractivos para un joven de tu condición. —El Santo Padre guardó silencio durante unos instantes—. Sé que no aprecias demasiado a tu hermano Juan —dijo el papa de repente, con una sonrisa comprensiva que invitaba a César a abrirle su corazón.

Pero César conocía sobradamente los trucos de su padre y sabía que éste acostumbraba a ocultar las cuestiones que más le preocupaban bajo una máscara de aparente jovialidad.

—Es mi hermano —dijo César—, y lo amo como tal.

César tenía secretos mucho más oscuros que la antipatía que sentía por Juan.

—Aunque no puedo negar que, de no ser mi hermano, sería mi enemigo —dijo con una gran carcajada.

Alejandro frunció el ceño con enojo. Sabía que César le ocultaba algo importante.

—¡No vuelvas a decir eso jamás! —exclamó el Santo Padre—. Los Borgia ya tenemos demasiados enemigos como para permitirnos el lujo de enfrentarnos entre nosotros. —Guardó silencio durante unos segundos, intentando contener su ira. Después se levantó y abrazó a César—. Sé que preferirías ser soldado que sacerdote —dijo con suavidad—, pero debes creerme cuando te digo que juegas un papel mucho más importante en mis planes que tu hermano Juan, y sabes de sobra cuánto quiero a tu hermano. A mi muerte, todo se derrumbaría si tú no estuvieras preparado para ocupar el solio pontificio. Porque tú eres el único de mis hijos capaz de tal empresa. Sólo tú tienes la inteligencia, el valor y la tenacidad que se necesita para ser papa. Además, ha habido más de un papa guerrero en la historia de la Iglesia. Tú bien podrías ser el próximo.

—Soy demasiado joven —dijo César sin ocultar su impaciencia—. Para eso tendríais que vivir otros veinte años.

—¿Y acaso lo dudas? —preguntó Alejandro, empujando cariñosamente a César con una mano. Después le dedicó una de esas toscas sonrisas con las que sólo obsequiaba a sus seres más queridos—. ¿Acaso conoces a alguien que disfrute más que yo de un banquete? —preguntó con su profunda voz de barítono—. ¿Conoces a alguien que pueda superarme en una cacería, a alguien que sepa amar con mayor pasión a una mujer? No quiero ni pensar en la cantidad de hijos bastardos que tendría si la ley canónica no impusiera el celibato a los sacerdotes. ¡Sí, viviré otros veinte años y tú serás el próximo papa!

—Preferiría dedicar mi vida a la guerra que a la oración —insistió César—. No puedo evitarlo. Forma parte de mi naturaleza.

—Y lo demuestras sobradamente todos los días —dijo Alejandro con un suspiro—. Pero no debes dudar de mi amor por ti. Eres mi hijo mayor, mi mayor esperanza. Algún día, tú, y no el rey Carlos, serás quien liberará Jerusalén —concluyó el sumo pontífice con sincera emoción.

El arma más poderosa que poseía Alejandro era la capacidad que tenía para imbuir de una sensación de dicha a aquellos a quienes dedicaba su atención, para hacer que cada persona se sintiera como si su bienestar fuese la única preocupación del Santo Padre. Hasta tal punto era capaz de transmitir esa sensación que los hombres que rodeaban a Alejandro a menudo depositaban más esperanzas en el papa que en sí mismos. Igual daba que se tratara de un rey que de su hijo o de uno de sus súbditos, pues mientras Alejandro fuera el sumo pontífice no había nadie que no estuviera sometido a su autoridad.

Las palabras del Santo Padre sumieron a César en una especie de encantamiento. Hasta que la mención de una nueva cruzada rompió el hechizo. Los papas y los reyes siempre se habían valido de las Cruzadas para robarle el dinero a sus súbditos; las Cruzadas tan sólo eran otra posible fuente de ingresos para los poderosos. Y, además, una fuente de ingresos que pertenecía al pasado, El islam se había vuelto demasiado poderoso; incluso amenazaba las fronteras de la propia Europa. Los ejércitos turcos amenazaban con invadir Hungría, y hasta la poderosa Venecia veía amenazadas sus rutas comerciales. De hecho, no era descabellado pensar que los turcos pudieran llegar algún día hasta la propia basílica de San Marcos. Sin duda, el papa Alejandro era demasiado inteligente como para no darse cuenta de todo ello. Además, César sabía que Juan era el favorito de su padre, y era lógico que así fuera, pues Juan poseía la astucia de una mujer artera y el corazón de una cortesana. En ocasiones, hasta el propio César había caído bajo su hechizo; él, que odiaba con toda su alma al cobarde de su hermano. ¿Juan, capitán general de todos los ejércitos pontificios? ¡Tenía que tratarse de una broma!

—Cuando lidere la cruzada, me haré tonsurar el cráneo —dijo César con sarcasmo, pues era de todos conocido que siempre se había negado a cortarse el pelo al modo de los sacerdotes.

Alejandro sonrió.

—Cuando liberes Jerusalén quizá consigas que la Iglesia renuncie al celibato. Quién sabe… Puede que realmente sea un hábito saludable, pero desde luego resulta poco natural. —Alejandro, pensativo, guardó silencio durante unos instantes—. Quisiera pedirte algo —dijo finalmente—. Cuando acompañes a las tropas francesas, debes cuidar de Djem. Recuerda que es un príncipe y que el sultán de Turquía me obsequia con cuarenta mil ducados al año por mantenerlo lejos de Estambul. No es una suma nada despreciable y si muriera, o si escapase, dejaríamos de recibirla.

—Cuidaré de él. Y también de mí mismo —dijo César—. Confío en que, mientras tanto, mi hermano Juan permanezca en España. No debe enojar al rey Fernando de Aragón, pues, mientras permanezcamos rehenes de las tropas del rey de Francia, estaría poniendo en peligro nuestra seguridad.

—Tu hermano siempre obedece mis órdenes —dijo Alejandro—. Y mis órdenes siempre estarán encaminadas a protegerte, pues de ti depende el futuro de los Borgia.

—Intentaré estar a la altura de lo que se espera de mí —dijo César.

César abandonó Roma antes del alba. Apenas le quedaba tiempo, pues esa misma tarde debía entregarse a las tropas francesas como rehén del rey Carlos.

Con una sola idea en la cabeza, cabalgó por colinas y bosques, rodeado del sonido de los animales nocturnos, hasta que, cuando el alba empezaba a barrer las sombras de la noche, llegó a la pequeña cabaña. Su caballo sudaba abundantemente por el esfuerzo.

—¡Noni! ¡Noni! —gritó, pero nadie le contestó.

La huerta estaba desierta. Finalmente encontró a la anciana detrás de la cabaña. Apoyada sobre un bastón de madera de espino, la anciana sostenía un cesto de mimbre lleno de hierbas. Cuando se agachó a recoger algo del suelo, por un instante, César pensó que no lograría mantener el equilibrio. Finalmente, levantó la cabeza con desconfianza, pero sus ojos nublados no le permitieron distinguir al hombre que se había detenido a unos metros de ella. Arrancó un nuevo manojo de hierbas, lo depositó con manos temblorosas en el cesto y se santiguó. Inquieta, se dirigió hacia la cabaña, arrastrando las sandalias por el barro.

—¡Noni! —volvió a llamarla César mientras se acercaba a ella.

La anciana levantó el bastón con gesto amenazador, pero, entonces, sus viejos ojos reconocieron a César.

—Ven. Acércate, hijo mío —dijo con la voz entrecortada por la edad y la emoción—. Deja que te toque.

César abrazó con ternura a la frágil anciana.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó ella.

—Necesito algo que suma a un hombre en un profundo sueño, aunque sin causarle daño.

La anciana sonrió mientras acariciaba la mejilla de César.

—Eres un buen chico, César. Un buen chico —repitió—. No me pides veneno. Desde luego, no te pareces a tu padre…

Y entonces rió y la piel de su rostro se arrugó como si fuera una delgada hoja de pergamino marrón.

César conocía a Noni desde que era un niño. En Roma se decía que Noni había sido la nodriza del papa Alejandro en España y que el Santo Padre sentía tanto afecto por ella que la había traído con él a Roma y le había regalado una modesta propiedad en el campo para que pudiera plantar sus célebres hierbas.

Aunque Noni vivía sola desde que César tenía uso de razón, nunca había tenido ningún percance. Ni siquiera los vándalos de las ciudades, que en ocasiones se adentraban en la campiña para saquear a los campesinos indefensos, se habían atrevido a importunarla. Realmente, resultaba sorprendente que hubiera sobrevivido sola durante todos estos años, aunque se rumoreaba que Noni no gozaba tan sólo de la protección del Santo Padre, pues raro era el día que no se oían extraños ruidos en su cabaña, y no sólo en las noches de luna llena. Lo único que sabía César es que Noni no necesitaba salir en busca de comida, pues todos los días, como por ensalmo, aparecía algún pájaro o algún pequeño mamífero sin vida ante su puerta.

El papa Alejandro siempre hablaba de Noni con cariño y con respeto y nunca faltaba a su cita anual con ella, cuando Noni lo bañaba en la pequeña charca de aguas cristalinas que había detrás de la cabaña. Quienes lo habían acompañado en alguna de estas ocasiones afirmaban haber visto una gran espiral de estrellas en el firmamento y haber oído bramidos y salvajes aleteos.

Pero eso no era lo único que se decía.

Alejandro siempre llevaba colgado del cuello un amuleto de ámbar que Noni le había regalado cuando aún era un joven cardenal. César recordaba perfectamente la ocasión en la que su padre extravió el amuleto. Nunca lo había visto tan nervioso. La misma tarde que perdió el amuleto, Alejandro cayó de su montura y se golpeó la cabeza contra el suelo. Permaneció inconsciente hasta que, tras largas horas de búsqueda y fervorosa oración, sus criados encontraron el amuleto extraviado. Alejandro se recuperó y en cuanto tuvo fuerzas para incorporarse ordenó al herrero del Vaticano que engastase el amuleto en una cadena de gruesos eslabones de oro, de tal forma que nunca pudiera extraviarse, pues Alejandro estaba convencido de que el amuleto lo protegía del mal y nadie pudo convencerlo nunca de lo contrario.

César siguió a Noni hasta la cabaña. En su interior, la anciana guardaba numerosos manojos de hierbas colgados con lazos de seda de las puntas de hierro que llenaban las paredes de la oscura estancia. La anciana separó cuidadosamente unas hojas y las molió en un mortero hasta convertirlas en polvo. Después introdujo el polvo en un saquito y se lo dio a César.

—La hierba de horielzitel provoca un profundo descanso sin sueños —le dijo a César—. Basta con un pellizco para dormir a un hombre adulto. Con lo que te llevas podrías dormir a un ejército entero.

César abrazó a la anciana y se despidió de ella. Cuando estaba a punto de montar en su caballo, Noni apoyó la mano sobre su brazo.

—La muerte ronda a tu familia —lo previno—. Alguien joven. Debes tomar precauciones, pues tu vida también corre peligro.

—La muerte siempre está al acecho —asintió César—. Vivimos tiempos azarosos.