Capítulo 6

Ludovico Sforza, más conocido como el Moro, era el hombre más poderoso de Milán. A pesar de no ser el duque, era él quien mandaba realmente en el ducado. El Moro había afianzado su autoridad gracias a la debilidad de su sobrino, el legítimo duque, Gian Galcazzo Sforza. Gian era un inválido que pasaba la mayor parte del tiempo reflexionando sobre la razón de su aflicción, sintiéndose víctima de un castigo divino e intentando mitigar su dolor abandonándose a la holgazanería y al lujo.

El Moro gozaba del respeto de sus súbditos. Era un hombre alto y elegante con el aire apuesto de los hombres de cabello rubio del norte de la península, un hombre inteligente y sensible al mundo de la razón, más interesado por la mitología clásica que por la religión. Aunque, en ocasiones, cuando se trataba de tomar decisiones políticas podía ser un mandatario sin escrúpulos, por lo general era un gobernante compasivo que incluso había establecido un impuesto con el fin de construir casas y hospitales para los más humildes. Era su esposa, la bella y ambiciosa Beatriz d’Este, quien lo había convencido para que reclamase el título de su joven e inútil sobrino. Pues ahora que había sido madre, Beatriz deseaba que su hijo gobernase algún día el ducado con pleno derecho.

Los ciudadanos de Milán —una ciudad considerada como la cuna de los descubrimientos— habían abrazado la cultura del humanismo, y el Moro y su esposa habían renovado las fortalezas, habían pintado las casas grises de la ciudad con vivos colores, según las nuevas tendencias, y habían limpiado las calles hasta deshacerse del horrible hedor que hasta entonces impedía que los nobles respirasen sin acercarse a la nariz una naranja recién cortada o un guante con esencia de limón. Además, habían contratado a los mejores tutores para que impartieran clases en las universidades, pues eran conscientes de la importancia de una buena educación.

Durante trece años, Ludovico gobernó sin oposición, llevando el arte y la cultura a la ciudad de Milán; hasta que su sobrino contrajo matrimonio con una joven de gran temperamento y ambición, Isabel de Nápoles, la celosa y consentida prima de Beatriz y, lo que era más importante, la nieta del temido rey Ferrante de Nápoles.

Aun joven como era, Isabel no estaba dispuesta a perder su título de duquesa, ya que, según decía ella, era por culpa de Ludovico por lo que se habían visto obligados a vivir sin las distinciones y comodidades de las que eran merecedores.

Tras intentar convencer inútilmente a su marido, que no demostraba el menor interés por el poder e incluso agradecía que su tío lo liberase de la molesta obligación de gobernar el ducado de Milán, Isabel empezó a dirigir sus quejas directamente a su abuelo, el rey Ferrante. Le escribió una carta tras otra, hasta que consiguió provocar su ira. El rey de Nápoles no podía tolerar que su nieta fuese insultada de ese modo. Haría que Milán sintiese el peso de su venganza y devolvería a Isabel al lugar que le correspondía.

Al ser informado por sus asesores privados, Ludovico Sforza, desconfiando de las tácticas del rey Ferrante, reflexionó sobre sus opciones. La fuerza y la destreza militar del ejército de Nápoles eran legendarias, por lo que Milán nunca podría defenderse sin la ayuda de un Poderoso aliado. Y, entonces, como un milagro venido del cielo, Ludovico supo que el rey Carlos tenía intención de reclamar para Francia la corona de Nápoles. En una decisión sin precedentes, el Moro ofreció la entrada a Milán de las tropas del rey Carlos en su camino hacia Nápoles.

En el Vaticano, el papa Alejandro analizaba con César las posibles estrategias para afianzar su poder cuando Duarte Brandao se presentó para informarlo de la nueva amenaza a la que debía enfrentarse el papado.

—He sabido que Ferrante de Nápoles ha enviado un emisario al rey Fernando de España comunicándole su descontento con Su Santidad —dijo Duarte—. Os acusa de haber incurrido en graves pecados carnales, causando una gran vergüenza a la Iglesia.

—Sin duda, le han llegado noticias de los esponsales de mi hermana con Giovanni Sforza —intervino César con convicción—. Desconfiará de nosotros por nuestra alianza con Milán.

Alejandro asintió.

—Y tiene razones para hacerlo. Pero dime, amigo mío, ¿cuál ha sido la respuesta del buen rey Fernando? —le preguntó el papa a Duarte.

—No desea intervenir —dijo el consejero del papa—. Al menos, por ahora.

El papa sonrió.

—Fernando es un hombre de honor. No ha olvidado que fui yo quien le concedió la dispensa que le permitió desposar a su prima Isabel de Castilla.

Esa dispensa había unido los territorios de Castilla y Aragón, fortaleciendo el poder de España.

—Sería conveniente enviar un emisario a Nápoles —sugirió Duarte.

Alejandro estaba de acuerdo.

—Le ofreceremos a Ferrante otra alianza matrimonial —dijo—. ¿O acaso no merece Nápoles lo mismo que tiene Milán?

—Siento no poder ayudaros esta vez, padre —intervino César con ironía—. Después de todo soy cardenal de la Santa Iglesia Católica.

Esa misma noche, a solas en sus aposentos, Alejandro meditó sobre los caminos del hombre. Y, como sumo pontífice, llegó a una conclusión aterradora: el temor hace que los hombres se comporten de maneras contrarias a sus propios intereses, nubla su razón y los convierte en quejumbrosos insensatos. ¿Cómo, si no, podía explicarse que el Moro se aliase con Francia? ¿Acaso no se daba cuenta de que, una vez que las tropas francesas cruzaran las murallas de Milán, no habría un solo ciudadano que no corriera peligro? Las mujeres, los niños, los hombres… Nadie estaría a salvo. Alejandro suspiró. Desde luego, en momentos como ése, la conciencia de su propia infalibilidad era un gran consuelo.

Incluso en las épocas más oscuras, algunos hombres demuestran más maldad que otros. La crueldad late en sus venas y mantiene en vilo sus sentidos. Sienten el mismo placer con la tortura que la mayoría de los hombres al yacer con una mujer. Se aferran a un Dios vengador e inmisericorde de su propia invención y, con un retorcido fervor religioso, llevan a cabo su ruin misión.

El rey Ferrante de Nápoles era uno de esos hombres y, para desgracia de sus enemigos, disfrutaba incluso más con la tortura mental que con el daño físico. De escasa estatura, corpulento y de tez aceitunada, poseía unas cejas tan espesas que ensombrecían sus ojos, y que le conferían un aspecto amenazador. El vello le cubría prácticamente todo el cuerpo, asomando por el cuello y las mangas de sus vestimentas reales como el pelaje de una bestia primitiva. Cuando todavía era un hombre joven, él mismo se había arrancado los incisivos para evitar que una infección acabase con su vida, aunque, más tarde, su vanidad le hizo encargar unos dientes de oro al herrero de la corte. Apenas sonreía y cuando lo hacía tenía un aspecto especialmente siniestro. En Italia se decía que Ferrante nunca llevaba armas y que tampoco necesitaba guardias, pues podía despellejar con los dientes a cualquiera que osase enfrentarse a él.

Como gobernante de Nápoles, el reino más poderoso de la actual, Italia, Ferrante inspiraba terror allí donde fuera. Acostumbraba a pasear todas las tardes por las mazmorras de su palacio, donde mantenía a sus enemigos encadenados en jaulas como si de un zoológico humano se tratara. Cuando las almas de los prisioneros abandonaban sus cuerpos despedazados, Ferrante los hacía embalsamar para recordar a aquellos que todavía se aferraban a la vida que él seguiría disfrutando de su sufrimiento incluso cuando sus corazones dejasen de latir.

Ni tan siquiera sus más fieles servidores estaban libres de su crueldad, pues los despojaba de todo cuanto poseían y, cuando ya no podía obtener beneficio alguno de ellos, los descuartizaba mientras dormían, impidiéndoles gozar de un momento de paz hasta el día de su muerte.

Pero, por encima de todo, Ferrante era un experimentado hombre de estado que había conseguido mantener intacto su territorio a pesar de las ansias expansionistas de Roma y del ducado de Milán. De hecho, durante el mandato del papa Inocencio se había negado a pagar sus tributos a la Iglesia y tan sólo había accedido a enviar todos los años el tradicional obsequio de un caballo blanco para el papa.

Y fue ese rey Ferrante, el hombre de estado, y no el cruel gobernante, quien, para obtener el mayor provecho posible de la situación, se mostró dispuesto a aceptar la alianza que le ofrecía el papa Alejandro. Aunque, para no encontrarse con ninguna sorpresa desagradable, antes envió una misiva a su primo, el rey Fernando de España, que rezaba así: «Si el papa no se comporta de manera satisfactoria y se niega a ayudarnos, nuestras tropas invadirán Roma de camino a Milán».

El rey Fernando de Aragón viajó personalmente a Roma para tratar con Alejandro las cuestiones referentes a su primo Ferrante. Además, informó al sumo pontífice de otro importante asunto que había llegado a su conocimiento. Fernando era un hombre alto y vehemente que se tomaba muy en serio sus responsabilidades como monarca de España. Era un rey cristiano que no albergaba la menor duda sobre su Dios y la infalibilidad del papa, aunque su fe no alcanzaba el fervor evangélico de su esposa, la reina Isabel, por lo que no sentía la necesidad de perseguir a aquellos que no compartían sus creencias. En esencia, era un hombre razonable y sólo se mantenía dentro de los mandatos de la doctrina cristiana en la medida en que éstos servían a España. Fernando y Alejandro se respetaban y confiaban el uno en el otro, al menos en la medida que eso es posible entre dos hombres de su poder.

Con su sobria capa de satén azul oscuro rematada con pieles, el rey Fernando ofrecía una elegante imagen, sentado frente al papa en la magnífica sala de audiencias.

—En un gesto de buena voluntad, Ferrante me ha pedido que os comunique algo de lo que acaba de tener conocimiento —dijo Fernando después de beber un poco de vino—. Al poco de celebrarse el cónclave, vuestro general, Virginio Orsini, se reunió con el cardenal Cibo para llevar a cabo la compra de los tres castillos situados al norte de Roma que el cardenal Cibo había heredado de su padre, el papa Inocencio.

El papa Alejandro frunció el ceño.

—¿Y esa transacción tuvo lugar sin mi conocimiento? —preguntó tras reflexionar en silencio durante unos instantes—. ¿Sin la autorización de la Santa Sede? ¿A espaldas del vicario de Cristo? ¿Y ha sido un príncipe de la Iglesia quien ha cometido ese acto de traición?

Realmente, a Alejandro le sorprendía más la traición de Orsini que la del cardenal, ya que Virginio no sólo era el cuñado de Adriana, sino que el papa siempre había creído gozar de su lealtad. Pues, incluso en los tiempos más difíciles, hay hombres que inspiran confianza y Virginio Orsini era uno de esos hombres.

Esa noche, durante la cena, el rey Fernando le ofreció a su anfitrión la información que completaba el círculo de la traición.

—La venta tuvo lugar en el palacio de Giuliano della Rovere. Ahora, todo tenía sentido. Quienquiera que poseyera esos castillos, todos ellos fortalezas inexpugnables, tendría la seguridad de Roma en sus manos.

—Este es un asunto que debe ser aclarado —dijo Alejandro.

—Viajaré a Nápoles para hablar con Ferrante… —asintió el rey Fernando. Después besó el anillo del papa y le aseguró que se valdría de toda su influencia para solucionar el asunto—. Una última cuestión, Su Santidad —dijo antes de irse—. Como sabéis, existe una disputa sobre el Nuevo Mundo. La reina y yo agradeceríamos sinceramente la mediación del Santo Padre.

Y así fue cómo Fernando viajó a Nápoles, donde el rey Ferrante le aseguró que Virginio Orsini no había cometido un acto de traición sino que, al contrario, con la compra de los castillos, Orsini había garantizado la seguridad de Roma, pues al estar en las afueras de la ciudad, las fortalezas servirían de defensa en caso de producirse una invasión de los ejércitos del rey de Francia.

Finalmente se acordó que Virginio Orsini pagara un tributo anual de cuarenta mil ducados como muestra de buena fe y de lealtad al papa.

Pero entonces surgió la pregunta. ¿Qué estaba dispuesto a ofrecer Alejandro a cambio del apoyo que había recibido tanto del rey Fernando de Aragón como de Ferrante de Nápoles?

Inmerso en esta trama de intrigas, Alejandro aceptó una nueva alianza matrimonial en la persona de Sancha, otra de las nietas del rey Ferrante de Nápoles. Pero Ferrante deseaba que fuese César quien desposara a Sancha, algo a lo que Alejandro se negó, recordándole a Ferrante que su hijo estaba llamado a servir a la Iglesia y ofreciendo en su lugar a Jofre, su hijo menor.

Ferrante no aceptó la propuesta. ¿Quién querría al hijo pequeño pudiendo aspirar al mayor?

Aunque los papas que habían precedido a Alejandro temían denegarle cualquier petición al rey de Nápoles, el papa se mostró firme. Tenía sus propios planes para César y no estaba dispuesto a cambiar oro por un metal menos noble.

Ferrante había oído hablar de la habilidad de Alejandro a la hora de negociar. Sabía que si dejaba pasar esta oportunidad de forjar una alianza con Roma, el papa se apresuraría a establecer otra que pondría en peligro el reino de Nápoles. Así, tras largas deliberaciones, Ferrante acabó por aceptar la propuesta de Alejandro. Al menos esperaba que, a sus doce años de edad, Jofre fuera capaz de consumar el matrimonio con su nieta de dieciséis, legitimando así la alianza antes de que Alejandro encontrase una candidata mejor.

Pero cinco meses antes de la fecha prevista para los esponsales, el rey Ferrante falleció súbitamente y su hijo Alfonso, que no había heredado ni la inteligencia ni la crueldad de su padre, quedó a merced del papa Alejandro, ya que su coronación como nuevo rey de Nápoles no podía llevarse a cabo sin la aprobación del sumo pontífice.

Sin embargo, Alfonso no era el único que se encontraba en una situación delicada. El rey Carlos de Francia, que también proclamaba su derecho legítimo sobre la corona de Nápoles, había enviado un emisario a Roma amenazando a Alejandro con la pérdida del solio pontificio si tomaba partido a favor del hijo de Ferrante. No obstante, al aumentar las preocupaciones entre los tradicionales enemigos de la corona de España y del papado que podía provocar la ruptura de la frágil paz que reinaba en la península desde que Alejandro se había convertido en papa.

Pero una inesperada noticia ayudó al sumo pontífice a tomar una decisión.

—Las tropas del rey de Francia se preparan para invadir Italia, Su Santidad —le comunicó Duarte—. Al parecer, Carlos VIII está decidido a convertirse en el monarca más poderoso de la cristiandad. Incluso tiene planes para encabezar una nueva cruzada para liberar Jerusalén.

—Así que el joven rey necesita conquistar Nápoles para acceder a las tierras de los infieles —reflexionó el papa en voz alta—. Y, para llegar a Nápoles, Carlos tendrá que atravesar los Estados Pontificios.

Duarte asintió.

—El rey Carlos también ha expresado su intención de emprender una profunda reforma de la Iglesia, y sólo hay una manera de conseguirlo… —intervino Duarte.

El papa meditó sobre las palabras de su consejero.

—Instaurando a un nuevo papa —dijo finalmente.

Y fue en ese momento cuando Alejandro decidió apoyar a Alfonso, pues necesitaba la fuerza militar de Nápoles para contener al rey de Francia. Así, el papa ideó un nuevo plan para salvaguardar el papado y salvar a Roma de una invasión extranjera; la única forma de conseguirlo era lograr que las principales ciudades estuvieran unidas. Para conseguirlo lideraría una Santa Liga que les daría más poder del que nunca podrían tener por sí solas.

Pero no iba a ser fácil conseguirlo, pues Venecia, como siempre, se mantendría neutral, Milán ya había tomado partido por el rey de Francia y el ejército de Florencia era débil; además, Savonarola se valdría de su influencia para intentar evitar que los Médicis se aliasen con el papa.

Así, tras largas reflexiones, Alejandro decidió coronar a Alfonso rey de Nápoles, pues, de no hacerlo, pronto sería otro hombre quien llevase la tiara pontificia sobre su cabeza.

Alfonso fue coronado rey y, cuatro días después, Jofre Borgia desposó a su hija Sancha.

Frente al altar de la capilla de Castel Nuovo, el joven Jofre intentaba aparentar más edad de la que tenía. Sancha, hermosa y grácil, había demostrado abiertamente su enojo por la decisión de su padre y durante la ceremonia su malestar resultaba evidente para los invitados que abarrotaban la capilla. Cuando el obispo preguntó a Jofre si tomaba a Sancha como esposa, él lo interrumpió con una afirmación llena de entusiasmo antes de que pudiera concluir la frase.

—¡Sí, quiero!

Las risas de los invitados resonaron en la capilla. Sancha, humillada, hizo sus votos matrimoniales de manera apenas audible. ¿Qué hacía ella casándose con ese niño?

Aun así, al ver las monedas de oro y las joyas que le ofreció Jofre tras la ceremonia, la expresión de Sancha se suavizó. Y cuando su joven esposo permitió que las damas de honor de Sancha cogieran algunas monedas de sus bolsillos, incluso llegó a sonreírle.

Esa noche, en la cámara nupcial, ante el rey Alfonso y otros dos testigos, Jofre Borgia se encaramó sobre su esposa y la montó con el mismo entusiasmo con el que hubiera montado un poni mientras ella permanecía inmóvil, rígida como un cadáver. Jofre llegó a montarla hasta cuatro veces antes de que el mismísimo rey le ordenase que se detuviera, dando por satisfecha la alianza matrimonial.

Algunos días después, Alejandro mandó llamar a César y a Juan para que se reunieran con él en uno de los salones del Vaticano, donde, según lo acordado con el rey Fernando, había de recibir a los embajadores de España y Portugal para mediar en su disputa sobre los territorios del Nuevo Mundo.

Cuando César y Juan entraron en la sala, su padre ofrecía un aspecto imponente, tocado con la tiara del vicario de Cristo en la tierra.

—Observad atentamente y aprended de este ejercicio de diplomacia, pues os servirá para el futuro —les dijo a sus dos hijos antes de la reunión.

Lo que no les dijo fue que la mediación solicitada por el rey Fernando no era un gesto vacío de contenido, sino que reflejaba la influencia del papa en la nueva era de los descubrimientos, tanto en asuntos religiosos como políticos. Con su mediación, Roma se granjearía el apoyo de España, que tan necesario le sería si el rey de Francia finalmente decidía invadir la península Itálica.

El papa levantó la vista cuando los dos embajadores entraron en la sala y les saludó con amabilidad.

—Creo que ya conocen a mis hijos —les dijo Alejandro—. El cardenal César Borgia y el duque de Gandía.

—Los conocemos, Su Santidad —contestó el embajador español, que, como correspondía a un grande de Castilla, vestía una capa negra con ricos brocados. A continuación saludó a César y a Juan con sendas inclinaciones de cabeza.

El embajador portugués, de mayor edad, imitó su gesto inmediatamente.

—Hijos míos, estamos aquí para solucionar el problema que tan gran preocupación causa a las naciones de nuestros honorables huéspedes —dijo el papa.

Los dos embajadores inclinaron de nuevo la cabeza.

—Ambos reinos han enviado valientes navegantes a explorar las lejanas tierras del Nuevo Mundo y ambos reinos reclaman sus riquezas. Calixto III decretó que todas las tierras herejes que se descubrieran en las costas del Atlántico pertenecerían al reino de Portugal. De ahí que Portugal reclame sus derechos sobre el Nuevo Mundo. Los reyes de España, por otra parte, insisten en que Calixto sólo se refería a los territorios de la costa oriental del gran océano y no a las que acaban de descubrirse al oeste. Para evitar que surja un conflicto entre ambos reinos, el rey Fernando nos ha pedido que mediemos en la disputa. Y ambos reinos han acordado acatar la decisión que tomemos, pues ésta reflejará la voluntad del Sumo Creador. ¿Estoy en lo cierto?

Los dos embajadores asintieron.

—Tras considerar el asunto cuidadosamente, he tomado una decisión. Dividiremos el Nuevo Mundo a lo largo de esta línea longitudinal —continuó diciendo al tiempo que señalaba en un gran mapa del mundo una raya trazada a cien leguas al oeste de las islas Azores y Cabo Verde.

—Todo territorio hereje situado al este de esta línea, y que incluye islas muy valiosas, pertenecerá al reino de Portugal y sus habitantes hablarán portugués. Todos los territorios situados al oeste de la línea pertenecerán a Sus Majestades Católicas los reyes Fernando e Isabel. —Alejandro miró a los embajadores—. Ya he firmado una bula, que he llamado Inter Caetera, comunicando mi decisión. Antes de partir, les proporcionaremos una copia a cada uno. Espero que esta solución resulte satisfactoria y que sirva para conducir a la fe a un gran número de almas —concluyó, dedicando a los dos embajadores su mejor sonrisa.

Los dos embajadores besaron el anillo del papa y se retiraron.

—¿Qué os parece la decisión que he tomado? —les preguntó el papa a sus hijos una vez que los dos hombres hubieron partido.

—Creo que los portugueses han recibido menos territorios, padre —dijo César.

El rostro de Alejandro se iluminó con una sonrisa maliciosa.

—No debes olvidar que ha sido el rey Fernando de España quien ha solicitado nuestra mediación, hijo mío. Además, nosotros somos españoles —dijo el papa Alejandro—. Y, sobre todo, no debes olvidar que el reino de España es el más poderoso de cuantos hay en el mundo. Si las tropas del rey de Francia intentan cruzar los Alpes con el apoyo del cardenal Della Rovere, sin duda necesitaremos de la ayuda española. Además, los portugueses tienden a producir recios navegantes, pero nunca han destacado por la fortaleza de sus ejércitos.

Antes de que sus hijos se retirasen, Alejandro apoyó una mano en el hombro de Juan y dijo:

—Hijo mío, en vista del éxito de nuestra mediación, será necesario adelantar tus esponsales con María Enríquez. Debes prepararte para viajar a España de manera inminente. Te pido que no ofendas al rey Fernando, pues he necesitado de toda mi capacidad diplomática para asegurar esta alianza. Debemos dar gracias al Señor todos los días por la buenaventura de nuestra familia, por la oportunidad que nos ha ofrecido para extender la palabra de Cristo por el mundo, fortaleciendo así el papado por el bien de las almas cristianas.

Juan fue a España para familiarizarse con su futura familia antes de volver a Roma para celebrar los esponsales en «Lago de Plata». Al llegar, fue recibido en Barcelona por la familia Enríquez.

Aquella noche, Alejandro se puso su mejor camisola de seda para recibir a su amante, Julia Farnesio. Mientras su ayuda de cámara lo bañaba y le lavaba el pelo con jabones perfumados, Alejandro se sorprendió a sí mismo sonriendo al imaginar el dulce rostro de Julia contemplándolo con admiración y con lo que él creía que era sincero aprecio.

Aunque resultaba sorprendente que una joven de la belleza y el encanto de Julia pudiera sentirse cautivada por un hombre cuyos mejores años hacía tiempo que habían pasado, el papa Alejandro lo aceptaba como uno más de los misterios de la vida. Era consciente de que su poder y sus favores podían inspirar cierta devoción, ya que esa relación redundaba en beneficio de la condición y la riqueza de la familia de Julia, pero, en su corazón, Alejandro sentía que había algo más. Pues, cuando hacían el amor, era como si recibieran un regalo divino. La inocencia de Julia resultaba cautivadora y su necesidad de complacer y la curiosidad con la que se entregaba a todo tipo de experiencias carnales hacían de ella una mujer especialmente atractiva.

Alejandro había estado con cortesanas que conocían todos los secretos del placer, pero la manera en la que Julia se entregaba a él era la de una chiquilla traviesa y, aunque el papa no pudiera decir que su relación con Julia fuese la más apasionada que había tenido, compartir su lecho con ella le brindaba una inmensa satisfacción.

Esa noche, Julia llevaba un vestido de terciopelo púrpura y lucía sobre el pecho el sencillo collar de perlas que le había regalado Alejandro la primera vez que había compartido su lecho.

Julia empezó a desnudarse mientras Alejandro la observaba, sentado al borde de la cama. Se acercó a él en silencio y le dio la espalda.

—¿Podríais levantarme el cabello? —preguntó.

Alejandro sujetó el largo cabello de Julia e inspiró su olor a lavanda. Cuando el vestido cayó al suelo, ella se volvió y levantó la cabeza para recibir un apasionado beso del Santo Padre. Las formas de su cuerpo eran aún más delicadas que las de Lucrecia. Rodeó el cuello de Alejandro con ambos brazos y, cuando él se levantó de la cama, la elevó consigo del suelo, pues Julia apenas superaba la estatura de Lucrecia.

—Mi dulce Julia —dijo el Sumo Pontífice—. Llevo horas anhelando tu presencia. Sujetarte entre mis brazos me brinda tanto placer como los santos sacramentos; aunque sería un sacrilegio admitir esa verdad ante cualquier otra persona que no fueses tú, mi dulce chiquilla.

Julia sonrió y se tumbó junto al papa sobre las sábanas de satén.

—He recibido un mensaje de Orso —dijo—. Quiere venir a verme.

Alejandro intentó disimular su malestar. Era una noche demasiado hermosa para enojarse.

—Me temo que la presencia de tu joven esposo todavía es necesaria en Bassanello. Es posible que lo necesite para liderar uno de mis ejércitos.

Y aunque el tono de su voz era frío, o precisamente por ello, Julia supo que el papa estaba celoso. Para reconfortarlo, se inclinó sobre él y lo besó con pasión, Julia tenía los labios dulces y fríos de una mujer joven. Alejandro siempre la trataba con ternura, dejando a un lado la búsqueda de su propio placer para poder deleitarse en la contemplación del placer de su joven amante. Así, Alejandro evitaba entregarse por completo a su pasión, pues, de hacerlo, su ardor podría asustarla y, entonces, el placer los eludiría a ambos.

—¿Os complacería tomarme yaciendo boca abajo? —se ofreció ella.

—Tengo miedo de hacerte daño —dijo él—. Prefiero ser yo quien se tumbe y que seas tú quien esté encima. Así podrás controlar el ímpetu de la pasión.

Yaciendo boca arriba, contemplando la infantil inocencia con la que Julia se soltaba el cabello, como una de esas diosas clásicas que lanzaban hechizos para adueñarse de la voluntad de los hombres, con los ojos entornados por el placer y la cabeza inclinada hacía atrás en abandono, Alejandro pensó que el placer que lo invadía tenía que ser un regalo de Dios. ¿Pues quién, sino el Señor, podría proporcionar a los hombres esa gracia?

A la mañana siguiente, antes de que Julia abandonase sus aposentos, Alejandro le regaló una cruz de oro que había encargado a uno de los mejores joyeros de Florencia. Julia se sentó en la cama, desnuda, mientras él le colocaba la cadena alrededor del cuello. Sentada en silencio, Julia era la viva imagen de la pureza. Al contemplarla, el papa volvió a sentir que existía un Dios celestial, pues nadie en esta tierra podría concebir tal perfección.