El papa dispuso que se celebraran grandes festejos para recibir a Giovanni Sforza, el futuro esposo de Lucrecia. Alejandro sabía que el Moro, el tío de Giovanni, lo vería como un gesto de respeto que demostraría la buena voluntad de Roma en su alianza con Milán.
Pero ésa no era la única razón por la que Alejandro ordenó que se celebraran los festejos. Como sumo pontífice, conocía los deseos de sus súbditos y sabía que gustaban del esplendor de las celebraciones. Además, éstas reforzaban la imagen de benevolencia que tenían de él y contribuían a mitigar el letargo de sus grises existencias. Los festejos hacían surgir nuevas esperanzas en la ciudad y servían para evitar que los más desesperados se asesinasen entre sí por disputas sin importancia.
Las vidas de muchos de sus súbditos carecían de todo placer; de ahí que el papa se sintiera responsable de proporcionarles esos pequeños momentos de felicidad, pues ¿qué otra cosa podría garantizarle su apoyo? ¿Cómo podía un gobernante pedir lealtad a sus súbditos cuando las semillas de la envidia crecían en sus corazones al ver cómo otros hombres menos dignos disfrutaban de unos placeres que les eran negados a ellos? Los placeres debían ser compartidos, pues sólo así era posible controlar la desesperación que nace de la pobreza.
Ese día caluroso, imbuidos del aroma de las rosas, César, Juan y Jofre Borgia cabalgaron hasta las puertas de la ciudad para dar la bienvenida al duque de Pesaro. Los acompañaba el Senado de Roma en pleno y una comitiva de embajadores engalanados con majestuosos ropajes llegados desde Florencia, Nápoles, Venecia y Milán, e incluso desde Francia y España.
La comitiva de bienvenida seguiría al duque de Pesaro hasta el palacio del tío de Giovanni, el vicecanciller Ascanio Sforza, donde el joven duque estaría alojado hasta la noche de sus nupcias con Lucrecia. Alejandro había ordenado que la comitiva pasara por delante del palacio de Lucrecia para que su hija pudiera ver a su futuro esposo. Aunque había intentado mitigar los temores de Lucrecia con la promesa de que, tras los esponsales, y antes de reunirse definitivamente con su esposo en Pesaro, permanecería otro año en Roma con Julia y Adriana, ella parecía preocupada. Y Alejandro no podía sentirse dichoso si su hija era infeliz.
Los preparativos de los festejos habían durado semanas enteras. Había bufones enfundados en coloridos trajes de terciopelo verde y amarillo y juglares que hacían malabares con mazas de colores. El embriagador compás de los flautines y las trompetas llenaba el aire con joviales notas, animando al gentío que se agolpaba en la calle para ver al duque que iba a desposar a la joven hija del papa.
Esa mañana, César se había despertado de un pésimo humor y con un intenso dolor de cabeza. Incluso había intentado librarse de la obligación de acudir a recibir al duque, pero su padre se había mostrado tajante.
—Como cardenal de la Iglesia, cumplirás con tu deber a no ser que estés en tu lecho de muerte, aquejado de alguna enfermedad contagiosa o febril por la malaria —había dicho el papa con tono severo. Y, sin más, le había dado la espalda a su hijo y había salido por la puerta.
Aun así, César hubiera desobedecido a su padre de no ser porque su hermana le había pedido personalmente que acudiera a recibir al duque. Al enterarse de que César se sentía indispuesto, Lucrecia corrió por el túnel que separaba sus estancias de las de su hermano. Al llegar, se sentó en la cama y acarició con ternura el cabello de su hermano.
—¿Quién, sino tú, hermano mío, podría enseñarme la verdad sobre el hombre que va a ser mi esposo? —le dijo a César—. No puedo confiar en nadie más que en ti.
—¿Qué importancia puede tener eso, Crecia? —preguntó él—. Ya estás prometida al duque y nada de lo que yo pueda decirte cambiará eso.
Lucrecia sonrió, se inclinó hacia él, lo besó suavemente y volvió a sonreír.
—Hermano mío, ¿resulta tan difícil para ti como lo es para mí? —preguntó.
—No puedo soportar la idea de compartir mi lecho con otro hombre que no seas tú. Lloraré y me cubriré los ojos y, aunque no pueda evitar que me posea, le negaré mis besos. Te juro que lo haré, hermano mío.
César respiró profundamente.
—Espero que no sea un mal hombre, tanto por tu bien como por el mío —dijo—. Pues, si lo es, tendré que matarlo antes de que tenga la oportunidad de tocarte.
Lucrecia se rió.
—Juntos empezaríamos una guerra religiosa —dijo, feliz—. Tras la muerte de Giovanni, nuestro padre tendría que pacificar Milán y, entonces, Nápoles se aliaría con Roma. Incluso puede que el Moro te hiciera su prisionero y te torturase en las mazmorras de su palacio, pero el Santo Padre acudiría en tu ayuda con la guardia del Vaticano. Y, entonces, seguro que Venecia utilizaría alguna estratagema para apoderarse de nuestros territorios. ¡Y los mejores artistas de Florencia pintarían retratos poco halagadores de los Borgia y sus falsos profetas nos condenarían al fuego eterno!
Lucrecia rió hasta caer de espaldas sobre el lecho de su hermano. César se sentía feliz cuando la oía reír. Le hacía olvidarse de todo, incluso del rencor que ahora sentía hacia su padre. Iría a recibir al duque de Pesaro.
Al oír cómo se aproximaba la comitiva, Lucrecia subió corriendo hasta el balcón de la segunda planta, que se abría sobre la calle como si fuera la mano de un gigante con los dedos mirando hacia el cielo.
Antes, Julia Farnesio, que ya hacía más de dos años que se había convertido en la amante del papa, la había ayudado a elegir un vestido de un satén verde profundo con mangas de color crema y un entallado corpiño adornado con preciosas gemas. Después le había recogido el cabello de tal forma que tan sólo algunos tirabuzones cayeran sobre su frente y su cuello, dándole una apariencia sofisticada.
Julia llevaba meses preparando a Lucrecia para su noche de bodas, aunque la hija del papa apenas le prestaba atención. Cuando Julia le explicaba cómo complacer a un hombre, el corazón y los pensamientos de Lucrecia acudían a César. Aunque nunca le había mencionado a nadie su relación con su hermano, el amor que sentía por César llenaba sus pensamientos cada minuto del día.
Al salir al balcón, Lucrecia se sorprendió al ver cómo la multitud la aclamaba. Sonrió y saludó a los ciudadanos de Roma mientras una lluvia de pétalos de rosa cubría el balcón. Rió con las chanzas del bufón que pasó ante ella y aplaudió con entusiasmo las alegres melodías que interpretaban los trompetistas y los flautistas.
Primero vio a su hermano César, apuesto y noble, cabalgando sobre su caballo blanco, con la espalda erguida y el semblante serio. Al verla en el balcón, él levantó la mirada y le dedicó una sonrisa. Detrás iba Juan, inclinándose para recoger las flores que le ofrecían las mujeres a su paso, y Jofre, que saludó a Lucrecia con una tímida sonrisa. Y detrás de él, el duque de Pesaro.
Giovanni Sforza, más bajo y corpulento que los tres hermanos, tenía el cabello largo y ondulado, la barba cuidadosamente recortada y una nariz afilada. Al verlo, Lucrecia se sonrojó, pero cuando él alzó la mirada hacía el balcón y la saludó, ella le correspondió con una correcta reverencia. La comitiva pasó de largo.
Sólo faltaban tres días para los esponsales. Lucrecia necesitaba saber cuál era la opinión de Adriana y Julia sobre su prometido. Sabía que Adriana intentaría animarla diciéndole que todo iba a salir bien, pero, al menos, Julia le diría la verdad.
—¿Qué os ha parecido? —preguntó al salir del balcón—. ¿Os parece rudo?
—Parece apuesto. Aunque es un hombre muy grande. Puede que demasiado grande para ti —bromeó Julia, y Lucrecia supo exactamente a lo que se refería. Recuerda que vas a desposarte con él por el bien del papa y de la Iglesia, aunque eso no significa que debas serle fiel durante el resto de tus días.
Al tomar posesión del Vaticano, Alejandro había convertido varias salas abandonadas en las magníficas estancias privadas de los Borgia. Su sala de audiencias, el salón del Misterio, tenía varios frescos pintados por Pinturicchio, el artista favorito del sumo pontífice.
En uno de los frescos, el propio papa Alejandro estaba representado formando parte de la escena de la Ascensión, como si hubiera sido uno de los elegidos para contemplar el ascenso de Cristo a los cielos. Ataviado con una casulla con bordadura de piedras preciosas, el papa tenía la tiara dorada junto a sus pies y miraba hacia el cielo mientras recibía la bendición del Salvador.
En los frescos, varios santos y mártires y diversas figuras históricas aparecían con los rostros de distintos miembros de la familia Borgia: Lucrecia, extremadamente hermosa, en el cuerpo de una rubia y esbelta santa Catalina; César, como un emperador sobre un trueno dorado, y Jofre como un querubín.
Y en todos los frescos se podía ver un toro rojizo en actitud de embestida: el estandarte de la familia Borgia.
En otra de las salas, Pinturicchio había pintado un sereno retrato de la Virgen, la figura favorita de Alejandro, usando a Julia Farnesio como modelo. Así, había conseguido unir las dos grandes pasiones del papa en un solo retrato.
En el salón de la Fe, de mil metros de superficie, los techos abovedados albergaban magníficos frescos de los evangelistas con el rostro de Alejandro, de César, de Juan y de Jofre.
Las estancias privadas de los Borgia estaban ornamentadas con muebles de pan de oro y elaborados tapices. El solio pontificio ocupaba el salón de la Fe, donde Alejandro recibía a las personalidades más eminentes, junto al solio había ornados taburetes donde los nobles se inclinaban a besar el anillo y los pies del papa y divanes para que los consejeros pudieran sentarse durante las largas audiencias en las que se planeaban futuras cruzadas o se discutía sobre el gobierno de las distintas ciudades de Italia.
Ese día, el duque de Pesaro fue conducido ante la presencia del sumo pontífice. Le besó los pies y el anillo, admirado ante el lujo de la sala y las riquezas que pronto compartiría, pues, al desposar a Lucrecia, recibiría una dote de treinta mil ducados; más que suficiente para rodearse de todo tipo de lujos en su palacio de Pesaro.
Mientras Alejandro le daba la bienvenida, Giovanni reflexionó sobre los hijos del papa. Jofre todavía era un niño y César no se había mostrado nada hospitalario. Por el contrario, Juan le había prometido todo tipo de diversiones nocturnas, por lo que el duque empezaba a pensar que sus esponsales no iban a resultar tan tediosos como había imaginado. En cualquier caso, aunque no fuera así, Giovanni no podía enfrentarse a su tío, el Moro, pues de hacerlo Milán reclamaría su soberanía sobre Pesaro y él perdería su ducado con la misma presteza con la que lo había obtenido.
Esa tarde, César se ausentó inmediatamente después de recibir a los invitados en el Vaticano y galopó a lomos de su caballo hasta salir de la ciudad. Apenas había pasado unos minutos con Giovanni y, aun así, ya sentía una profunda aversión hacia él. Era un patán, un presumido, un jamelgo. Era un bastardo. Y, si tal cosa fuera posible, más aburrido que Jofre y más arrogante incluso que Juan. ¿Qué iba a ser de su dulce hermana con un hombre como él? ¿Qué iba a decirle a Lucrecia cuando le preguntara por su futuro esposo?
A Juan le atraía tanto el duque como a César le disgustaba. Juan, que gozaba de pocos amigos en la corte, siempre se hacía acompañar por Djem, el príncipe turco que permanecía en Roma como rehén del papa a petición del hermano de Djem, Bayaceto II, el sultán de Estambul. Hacía años que el papa Inocencio había llegado a un acuerdo con Bayaceto ante el temor de éste a que los cristianos intentaran derrocarlo con el pretexto de devolver el trono a su hermano Djem. A cambio de mantenerlo como rehén, el papa Inocencio recibía del sultán cuarenta mil ducados al año. Tras su muerte, el papa Alejandro había mantenido el compromiso de su predecesor y el príncipe seguía ahí pues, ¿qué mejor manera de llenar las arcas de la Iglesia que mediante el dinero de los infieles?
A sus treinta años, Djem era un hombre de tez oscura con un negro y rizado bigote. Insistía en vestir a la manera de su tierra natal y siempre cubría su cabeza con un turbante, lo que le confería un aspecto amenazador a ojos de los ciudadanos de Roma; un atuendo que Juan no tardó en adoptar.
Aunque Djem casi le doblaba la edad, ambos iban juntos a todas partes y el príncipe turco ejercía gran influencia sobre el hijo del papa, que no sólo toleraba la relación por los ingresos que le proporcionaba al Vaticano, sino también porque la compañía del príncipe parecía alegrar el rostro normalmente sombrío de Juan. César, en cambio, no soportaba la compañía del príncipe turco ni, mucho menos, la de su hermano.
La noche anterior a los esponsales, Juan invitó a Giovanni Sforza a que los acompañara, a él y a Djem, a visitar las tabernas y a compartir los lechos de las prostitutas del Trastevere. Giovanni aceptó gustoso la oferta. Djem y el duque de Pesaro parecieron congeniar. Conversaron animadamente y comieron y bebieron en abundancia.
Temerosos, los ciudadanos de Roma se mantuvieron alejados de ellos; todos menos las prostitutas, que conocían sobradamente a Juan. A veces incluso hacían apuestas sobre cuál de ellas sería la que más veces compartiría el lecho con él. Algunas malas lenguas incluso decían que Juan y Djem eran amantes, algo que no importaba a las cortesanas que se ganaban el pan compartiendo su lecho con hombres de alto rango, pues Juan siempre remuneraba generosamente sus servicios.
Avalona, una joven de quince años con el cabello oscuro y largas y rizadas pestañas, era una de las cortesanas a las que Juan requería con mayor frecuencia. Hija de una posadera del Trastevere, Avalona apreciaba sinceramente a Juan. Pero aquella noche, el hijo del papa se la ofreció primero a su cuñado y después a Djem. Ambos subieron a compartir el lecho con ella mientras Juan permanecía en el piso de abajo, demasiado borracho para tener en cuenta los sentimientos de la joven. Cuando finalmente buscó la ternura de sus labios, ella rehusó sus besos. Celoso, pues pensaba que la actitud de la hermosa joven se debía a que había disfrutado más con Giovanni y con Djem de lo que solía hacerlo con él, Juan la abofeteó. De regreso a palacio, ni Giovanni Sforza ni el príncipe Djem advirtieron la cólera de Juan.
El día de los esponsales no tardó en llegar. Ataviada con un vestido nupcial de terciopelo rojo ribeteado con pieles y con el cabello recogido con hilos de oro y adornado con rubíes y diamantes, Lucrecia ofrecía un aspecto majestuoso. A su lado, Julia Farnesio llevaba un sencillo vestido de satén rosa que iluminaba su pálida belleza. Adriana, a su vez, había elegido un vestido de terciopelo azul sin engarces para no hacer sombra al corpiño adornado con piedras preciosas de Lucrecia. Tan sólo el novio, Giovanni Sforza, y Juan y el príncipe Djem vestían ropas más lujosas que Lucrecia, pues los tres llevaban ricos turbantes de satén color crema y estolas brocadas en oro, lo suficientemente ostentosas como para apagar el brillo del vestido de Lucrecia e incluso el de las vestiduras eclesiásticas del propio papa.
Alejandro había decidido que fuera Juan quien encabezara la comitiva, acompañando a su hermana hasta el altar. Lucrecia sabía que César se sentiría ofendido por la decisión de su padre, pero también sabía que era una decisión sabía, pues César no podría haberla entregado con dignidad a su futuro esposo. Incluso llegó a preguntarse si César asistiría a la boda. Sin duda, se ausentaría en cuanto las circunstancias lo permitieran y no dejaría de galopar hasta llegar a campo abierto. Lucrecia rogaba a Dios que al menos asistiera a la ceremonia, pues necesitaba sentir la presencia de su hermano César, el hombre al que amaba por encima de todos los demás.
A pesar de las protestas de los cardenales más tradicionales, los esponsales se celebraron en el Vaticano. El solio pontificio fue dispuesto sobre una tribuna elevada, flanqueado por doce sillones de terciopelo púrpura para los cardenales que había investido el papa Alejandro.
El Santo Padre había ordenado que se colocaran lámparas de plata y oro junto a las estatuas de enormes santos que honraban los laterales del altar de su capilla privada.
El obispo de Roma, con casulla y mitra de plata, cantó los salmos en latín y ofreció su bendición a los novios.
El aroma del incienso, recién llegado de Oriente como obsequio del sultán turco Bayaceto II, quemaba la garganta de Lucrecia mientras la hija del sumo pontífice observaba el descomunal Cristo del altar y la gran espada que el obispo sostenía sobre su cabeza.
Al ver que el lugar que debía ocupar César en el altar junto al resto de los cardenales permanecía vacío, Lucrecia se había preocupado, pero finalmente su hermano había ocupado un lugar junto al resto de su familia.
Lucrecia había pasado la noche anterior arrodillada ante la imagen de la Virgen, suplicando perdón por haber recorrido a hurtadillas el túnel que la separaba de los aposentos privados de César para que su hermano la hiciera suya una vez más. Se preguntaba por qué sentiría tanto gozo estando con él cuando la idea de estar con otro hombre la llenaba de pavor. Ni siquiera había hablado con el hombre que iba a ser su esposo. Tan sólo lo había visto unos instantes desde su balcón y el día anterior a los esponsales, cuando, pese a encontrarse en el mismo salón del Vaticano, él ni tan siquiera parecía haber advertido su presencia.
Ahora, arrodillada frente al altar, Lucrecia escuchó por primera vez la voz de su futuro esposo.
—Tomo a esta mujer como esposa…
Su voz le pareció desagradable.
Como sumida en un trance, Lucrecia se comprometió a honrar a su esposo sin apartar la mirada de César, que permanecía impertérrito, vestido de un solemne negro sacerdotal.
Tras la ceremonia, Lucrecia Borgia, esplendorosa, ocupó su lugar presidiendo el banquete. A su lado, además de Giovanni, estaban Adriana y Julia Farnesio, a quienes había elegido como damas de honor. Los tres hermanos de Lucrecia ocupaban una mesa situada en el otro extremo del salón. Además, había numerosos invitados sentados en los cojines que cubrían el suelo y alrededor del perímetro de la sala se habían dispuesto largas mesas repletas de todo tipo de manjares. Cuando los comensales acabaron de comer, el centro de la sala fue desalojado para dar paso a la representación teatral de una comedia y al posterior baile.
Las veces que Lucrecia se había vuelto hacia su esposo, él no le había prestado la menor atención, dedicado como estaba a atiborrarse de comida mientras el vino se le derramaba por la barbilla.
Ese día, que debía haber sido una ocasión de gran júbilo, fue uno de los pocos momentos de su vida en los que Lucrecia añoró la presencia de su madre, pues, ahora que Julia se había convertido en la amante del papa, no había un lugar en el palacio para Vanozza.
Lucrecia volvió a mirar a su esposo, preguntándose si llegaría a acostumbrarse algún día a su adusto semblante. La idea de abandonar Roma para vivir con él en Pesaro la sumía en la más absoluta desesperanza, aunque, al menos, su padre le había prometido que podría permanecer en Roma durante un año más.
Rodeada por el regocijo de los invitados, Lucrecia se sintió más sola de lo que se había sentido nunca. Aunque apenas probó bocado, sí bebió algunos sorbos de vino y pronto empezó a sentirse más animada y a conversar con sus damas de honor. Después de todo, se trataba de un magnífico banquete y ella era una joven de tan sólo trece años.
Antes de retirarse, el papa Alejandro anunció que, por la noche, ofrecería una cena en sus aposentos privados, donde los invitados podrían presentar sus obsequios a la pareja recién desposada. Después, ordenó a sus criados que arrojasen los dulces que sobraran por el balcón para que la multitud que se agolpaba en la plaza de San Pedro pudiera compartir el alborozo del feliz acontecimiento.
Lucrecia no tuvo oportunidad de hablar con su padre hasta pasada la medianoche. El papa Alejandro estaba sentado a solas frente a su escritorio, pues la mayoría de los invitados ya se habían ausentado y tan sólo los hermanos de Lucrecia y algunos cardenales permanecían en la antesala de sus aposentos.
Lucrecia se acercó lentamente a su padre. No deseaba molestarlo, pero lo que debía decirle era demasiado importante como para seguir esperando. Se arrodilló frente al sumo pontífice e inclinó la cabeza pidiendo permiso para hablar.
Alejandro sonrió.
—Acércate, hija mía —dijo—. Ven a mi lado y dime qué es lo que te preocupa.
Lucrecia levantó la cabeza. Estaba pálida y tenía los ojos llorosos.
—Padre —dijo en un tono de voz apenas audible—. ¿Tengo que compartir el lecho con Giovanni hoy mismo? ¿Realmente es necesario que sea esta misma noche?
Alejandro levantó la mirada hacia el cielo. Él también había estado, pensando en eso. De hecho, llevaba pensando en ello más horas de lo que estaría dispuesto a reconocer.
—¿Y cuándo, sino ahora? —le preguntó a su joven hija.
—No lo sé. Podríamos esperar algunos días.
—Es mejor cumplir con las obligaciones desagradables lo antes posible —dijo él con una cálida sonrisa—. Después, podrás continuar con tu vida sin caminar sobre el filo de la espada.
Lucrecia suspiró.
—¿Tiene que estar presente César? —preguntó.
El papa Alejandro frunció el ceño.
—Para que el casamiento se dé por consumado basta con que haya tres testigos. Yo seré uno de ellos. Respecto a los otros dos, no hay ninguna obligación.
Lucrecia asintió.
—Preferiría que César no estuviera presente —dijo con determinación.
—Así se hará, si ése es tu deseo —dijo el papa.
Tanto Giovanni como Lucrecia parecían reacios a entrar en la cámara nupcial. Él, porque todavía añoraba a su esposa fallecida, y ella, porque le avergonzaba ser observada y aborrecía la idea de que alguien que no fuese César la tocase, aunque a esas alturas se sentía tan mareada que nada parecía tener importancia. Unos minutos antes, Lucrecia había acudido en busca de su hermano y, al no encontrarlo, había bebido tres copas de vino intentando reunir el valor necesario para enfrentarse a su deber.
Lucrecia y Giovanni se desnudaron con la ayuda de sus criados y se cubrieron con las sábanas de satén blanco, teniendo buen cuidado de no tocarse antes de que llegasen los testigos.
Al entrar, el papa Alejandro se sentó en uno de los asientos de terciopelo dispuestos frente al gran tapiz de las Cruzadas que le permitiría concentrarse en sus oraciones. El segundo asiento fue ocupado por el cardenal Ascanio Sforza y el tercero por el hermano de Julia, el cardenal Farnesio.
Una vez que los testigos dieron su consentimiento, sin mediar palabra, Giovanni Sforza se encaramó sobre Lucrecia y, tirando bruscamente de ella para atraer su cuerpo contra el suyo, intentó besarla. Ella apartó el rostro y lo ocultó contra el cuello de Giovanni. Olía igual que un buey. Cuando su esposo empezó a tocar su cuerpo desnudo, Lucrecia sintió un horrible estremecimiento. Durante unos instantes, pensó que iba a vomitar. Sentía una inmensa tristeza, tan sobrecogedora que apenas pudo contener las lágrimas, pero cuando Giovanni finalmente la poseyó, no sintió nada. Había cerrado los ojos y, en sus pensamientos, se había trasladado hasta un lugar donde corría entre los altos juncos y rodaba por una pradera de hierba verde… Hasta «Lago de Plata», el lugar donde más feliz había sido en toda su vida.
A la mañana siguiente, cuando Lucrecia corrió a las cuadras a saludar a César, él la trató con frialdad. Ella intentó explicarle lo ocurrido, pero él no quería escuchar sus palabras. Al final, Lucrecia se limitó a observar en silencio cómo su hermano ensillaba el caballo.
Pasaron dos días antes de que César regresara. Cuando por fin lo hizo, le dijo a Lucrecia que había estado pensando en el futuro, en el suyo propio y en el de ella, y que la perdonaba.
—¿Perdonarme por qué? —preguntó Lucrecia, enojada—. Hice lo que tenía que hacer, igual que lo haces tú. Siempre te quejas de ser cardenal, pero te aseguro que es mejor ser cardenal que ser mujer.
—Debemos obedecer los deseos del Santo Padre —exclamó César—. Si por mí fuera, sería soldado, no cardenal. ¡Ninguno de los dos somos lo que desearíamos ser!
César sabía que la batalla más importante que debía librar era la del dominio de su propia voluntad, pues el amor puede robarle la voluntad a un hombre sin necesidad de armas. Y él quería a su padre. Llevaba suficiente tiempo observando las estrategias del papa como para saber de lo que era capaz y sabía que él nunca cometería la torpeza de traicionarlo. Para César, despojar a un hombre de sus posesiones y sus riquezas, incluso de su vida, era un crimen menos atroz que privarlo de su voluntad, pues, sin voluntad, los hombres se convierten en meras marionetas de sus propias necesidades, en seres sin vida, sin capacidad de elección, en bestias de carga sometidas al látigo de otro hombre. Y César se había jurado que nunca se sometería a un destino así.
Su padre le había pedido que yaciera con su hermana porque sabía que César estaría a la altura de lo que se esperaba de él. Y, precisamente por eso, porque había estado a la altura esperada, después de aquel primer encuentro se había engañado a sí mismo diciéndose que lo había hecho por voluntad propia. Pero su padre se guardaba un as en la manga. Lucrecia amaba con un corazón cuya pasión podía amansar a la bestia más salvaje y se había convertido en el látigo con el que su padre controlaba la voluntad de César.
Lucrecia rompió a llorar. Su hermano la abrazó, intentando consolarla.
—Todo irá bien, Crecia —dijo mientras le mesaba el cabello—. No te preocupes por Giovanni. Aunque esa codorniz de tres patas sea tu esposo —continuó diciendo mientras secaba sus lágrimas—, siempre nos tendremos el uno al otro.