El anhelo de venganza del cardenal Giuliano della Rovere no tardó en convertirse en una obsesión. Todas las noches se despertaba, tembloroso, cuando el nuevo papa se le aparecía en sueños y, todas las mañanas, planeaba la manera de destruir al papa Alejandro mientras decía sus oraciones arrodillado ante la atenta mirada de gigantescos santos de mármol y retratos de mártires.
Della Rovere sentía un profundo odio hacia Alejandro. Le molestaba su carisma y la facilidad con la que el papa se desenvolvía en los más altos círculos. Le molestaba que hubiera situado a sus hijos en los principales cargos de la Iglesia ante la mirada indiferente de cuantos lo rodeaban. Le molestaba que los ciudadanos de Roma, los cardenales, e incluso la mayoría de los reyes, perdonasen sus excesos mientras participaban en sus multitudinarias celebraciones, sus bailes, sus banquetes y sus elaborados festejos, vaciando unas arcas que debían estar dedicadas a la defensa de los Estados Pontificios y a la conquista de nuevos territorios para la Iglesia.
Su odio no se debía tan sólo a la derrota sufrida en el cónclave, aunque, desde luego, aquel episodio había contribuido a hacerlo más intenso, sino a la certeza de que Alejandro era, en esencia, un hombre inmoral. Y el hecho de que él mismo hubiera cometido muchos de los pecados de los que acusaba a Alejandro no parecía alterar la opinión que se había forjado sobre el nuevo papa español.
El carácter afable del papa Alejandro contrastaba abiertamente con el de Della Rovere, un hombre impaciente y de temperamento violento que sólo parecía sentirse feliz cuando estaba de caza o en el campo de batalla. No le atraían los placeres ni los lujos terrenales, trabajaba sin descanso y rechazaba cualquier forma de ocio. Y era precisamente esta sobriedad de carácter lo que hacía que Della Rovere se viera a sí mismo como un hombre virtuoso; una opinión de sí mismo que ni siquiera el hecho de que tuviera tres hijas podía mancillar.
La aparente dignidad de Della Rovere hubiera resultado reconfortante para quienes lo rodeaban de no ser por el brillo fanático de sus grandes y oscuros ojos. La rigidez con la que mantenía erguida su inmensa cabeza y la contundencia de sus pómulos convertían su rostro en una escultura de inhóspitos y abruptos ángulos. Aunque apenas sonreía, cuando lo hacía dejaba ver una dentadura intacta y el hoyuelo de su mentón suavizaba amablemente su rostro. La pétrea firmeza de su cuerpo no transmitía fortaleza, sino rigidez de pensamiento. Nadie ponía en duda su coraje y su inteligencia, pero su lenguaje, rudo e insultante, no contribuía a su popularidad. Y, aun así, era un poderoso enemigo para Alejandro.
En su abundante correspondencia con Carlos, el joven rey de Francia, con Ferrante de Nápoles y con otros poderosos dignatarios, Della Rovere acusaba al papa Alejandro de haber comprado el solio pontificio, de ser un estafador y un chantajista, de nepotismo, de avaricia, de gula y de todo tipo de pecados carnales.
Y algunas de esas acusaciones eran ciertas, pues Alejandro había regalado valiosos castillos a los cardenales que habían apoyado su elección y les había otorgado los cargos más importantes dentro del Vaticano.
Así, el voto del cardenal Orsini le había asegurado la valiosa fidelidad de dos ciudades y, por haber contribuido a fortalecer la candidatura de Alejandro, Ascanio Sforza había sido nombrado vicecanciller Y había recibido una fortaleza, además de diversos feudos e iglesias. Incluso se rumoreaba que la oscura noche que había precedido a la elección del nuevo papa, dos asnos cargados con alforjas llenas de plata habían viajado desde el palacio del cardenal Borgia al del cardenal Ascanio Sforza.
Pero no sólo ellos habían obtenido importantes privilegios de Alejandro. El propio Giuliano della Rovere había sido nombrado nuncio de Aviñón y canónigo de Florencia, además de recibir las fortalezas de Ostia y Senigallia, aunque era por todos conocido que el cardenal Della Rovere se había votado a sí mismo en el cónclave.
Desde luego, el reparto de territorios y beneficios no era una práctica nueva. Era costumbre que los nuevos papas obsequiaran con sus posesiones a los cardenales, pues, de no hacerlo, al quedar abandonadas, éstas serían saqueadas por los ciudadanos de Roma. ¿Y quién mejor para recibir aquellos obsequios que quienes habían demostrado su lealtad otorgando su voto al nuevo papa?
El cardenal Della Rovere procedía de una familia de mayor riqueza e influencia que la de Rodrigo Borgia. Si el trono papal pudiera ser comprado, sin duda él hubiera superado en obsequios a Alejandro y el resultado de las votaciones habría sido distinto.
Ahora, dominado por sus ansias de venganza, Giuliano della Rovere, apoyado por otros cardenales disidentes, pretendía convencer al rey de Francia de la necesidad de convocar un concilio ecuménico, pues una asamblea de cardenales, obispos y líderes laicos era el instrumento ideal para limitar el poder del papa. El concilio podía imponerle al papa las normas que debía seguir; incluso estaba capacitado para privarlo de su condición de pontífice. Pero el concilio ecuménico se había convertido en un instrumento extinto desde que Pío II le había asestado un golpe mortal treinta años atrás. Ahora, al ver cómo el papa había impuesto la mitra cardenalicia a su hijo César, la indignación de Della Rovere era tal que, junto a sus aliados, estaba dispuesto a resucitar el concilio para acabar con Alejandro.
Para distanciarse lo más posible del papa, al poco tiempo del nombramiento de César, Della Rovere abandonó Roma y viajó a su diócesis de Ostia, dispuesto a llevar a cabo sus objetivos, Una vez se hubiera convocado el concilio, viajaría a Francia para ponerse bajo la protección del rey Carlos.
Tras garantizar el futuro de sus hijos varones, el papa Alejandro reflexionó largamente sobre su hija. Aunque Lucrecia acababa de cumplir trece años, Alejandro sabía que no podía esperar más tiempo. Debía desposarla con Giovanni Sforza, el duque de Pesaro, aunque ya la hubiera prometido a dos nobles españoles cuando todavía era cardenal. Su visión política había cambiado desde que era papa y tenía que proceder con sumo cuidado si quería asegurarse una alianza con Milán. De ahí que no tuviera más opción que romper sus antiguas promesas de la forma más amistosa posible.
Lucrecia era el bien más valioso con el que contaba el papa a la hora de establecer alianzas matrimoniales y, a sus veintiséis años, Giovanni Sforza, recién enviudado al morir su esposa durante el parto, era la elección más acertada, pues su tío, el Moro, era el hombre más poderoso de Milán. Alejandro debía actuar con presteza y asegurarse la amistad de el Moro antes de que éste estableciera una alianza con el reino de España o de Francia.
Alejandro sabía que si no conseguía unificar las principales ciudades de una península gobernada por las leyes de la Iglesia, el sultán de Turquía acabaría por apoderarse de gran parte del país. Sabía que, de tener oportunidad, el sultán no dudaría en avanzar hasta Roma, con la consiguiente pérdida de riquezas y almas para la Iglesia. Y, lo que era aún más importante, si no conseguía asegurarse la lealtad del pueblo, si no conseguía defender Roma de la invasión de los extranjeros, si no aprovechaba su condición de papa para aumentar el poder de la Iglesia, otro cardenal —sin duda, Giuliano della Rovere— acabaría ocupando su lugar como papa, y los miembros de la familia Borgia correrían un grave peligro, pues el nuevo papa no vacilaría en acusarlos de herejía para deshacerse de ellos. De ser así, la fortuna que Alejandro había forjado con tanto esfuerzo le sería arrebatada y la familia de los Borgia quedaría arruinada. Desde luego, ése era un destino mucho peor que el sacrificio que pronto tendría que llevar a cabo su bella hija Lucrecia.
Tras una larga noche en vela vagando sin rumbo por sus aposentos y postrándose una y otra vez frente al altar en busca del consejo divino, al amanecer, Alejandro hizo llamar a César, a Juan y a Lucrecia. Jofre todavía era demasiado joven y los planes de su padre tan solo lo confundirían.
En público, Lucrecia acostumbraba a inclinarse ante su padre y a besarle el anillo en señal de respeto, pero cuando no había nadie presente siempre corría hasta él y se colgaba de su cuello en un cálido abrazo mientras lo besaba una y otra vez. Alejandro adoraba a su hija.
Pero hoy, en vez de devolverle el abrazo, el sumo pontífice la sujetó de los brazos y la apartó de él en silencio.
—¿Qué ocurre, padre? —preguntó Lucrecia sin disimular su sorpresa.
Le aterraba pensar que su padre pudiera reprocharle algo. A sus trece años, Lucrecia era verdaderamente hermosa. Era más alta que la mayoría de las jóvenes de su edad y su rostro poseía la palidez de la porcelana y unos rasgos tan armoniosos que parecían pintados por el maestro Rafael, Sus claros ojos brillaban con inteligencia y sus movimientos eran gráciles y delicados. Lucrecia era la llama que iluminaba la vida de su padre; cuando ella estaba presente, al papa Alejandro le costaba meditar sobre las escrituras o pensar en estrategias políticas.
—¿Qué ocurre, padre? —preguntó Lucrecia con inquietud—. ¿Qué he hecho para disgustaros?
—Hija mía, ha llegado el momento de pensar en tus esponsales —dijo Alejandro escuetamente.
—Pero, padre —exclamó ella, dejándose caer de rodillas—. Aún no estoy preparada para separarme de vos. No lo soportaría.
Al ver sus lágrimas, Alejandro levantó a su hija del suelo y la abrazó, intentando reconfortarla.
—Ya es suficiente, hija mía —le susurró al oído—. Es necesario que te prometas para forjar una alianza, pero eso no significa que debas irte. Al menos, todavía no. Y, ahora, sécate esas lágrimas y escucha lo que tu padre tiene que decirte.
Lucrecia se sentó en uno de los cojines dorados que había en el suelo.
—Los Sforza son la familia más poderosa de Milán —empezó diciendo el papa—. El sobrino de el Moro, el joven Giovanni, acaba de perder a su esposa. Vuestro matrimonio sellará la alianza entre Roma y Milán. Sabes que sólo deseo lo mejor para nuestra familia y ya eres lo suficientemente mayor para comprender que estas alianzas con las grandes familias de Italia son necesarias para fortalecer el poder de la iglesia. De no ser por ellas, nuestra familia correría peligro y eso es algo que no estoy dispuesto a permitir.
Como la niña que todavía era, Lucrecia inclinó la cabeza y asintió. Al verla, Alejandro se levantó y caminó hasta el otro extremo de la estancia, buscando las palabras adecuadas. Finalmente, se volvió hacia su hija y le preguntó:
—¿Sabes cómo complacer a un hombre en el lecho? ¿Te lo ha explicado alguien?
—No, padre —dijo ella y, de repente, sonrió con malicia, pues había visto a más de una cortesana satisfaciendo los deseos de un hombre.
Alejandro sonrió y movió la cabeza de un lado a otro, admirado ante la personalidad de esa hija suya que, incluso a esa tierna edad, gozaba de una profunda ternura y, al mismo tiempo, era despierta e irónica.
Hizo un gesto a sus dos hijos varones para que se acercaran a él.
—Tenemos que hablar, hijos míos —dijo—. Debemos tomar una importante decisión, pues nuestro futuro depende de lo que decidamos hoy.
César era un joven reflexivo y reservado, aunque, desde niño, siempre había demostrado una actitud ferozmente competitiva que lo hacía ansiar la victoria a cualquier precio en toda actividad a la que se entregara.
Juan casi siempre tenía una mueca sardónica en los labios y se mostraba extremadamente reacio al dolor, aunque sólo cuando se trataba del suyo propio, pues no era ajeno a la crueldad. Aunque careciera tanto del encanto de Lucrecia como del carisma de César, Alejandro sentía un sincero afecto por él, pues intuía en ese hijo suyo una mayor vulnerabilidad que en sus hermanos.
—¿Por qué nos has mandado llamar, padre? —preguntó César mientras miraba por la ventana. Fuera hacía un día hermoso y él anhelaba estar al aire libre—. Hay un magnífico carnaval en la plaza…
Alejandro se sentó en su diván favorito.
—Venid y sentaos, hijos míos —ordenó con amabilidad—. Sentaos a mi lado.
Sus tres hijos se sentaron sobre los cojines de seda.
—Somos la familia más eminente de la cristiandad —dijo Alejandro, levantando los brazos por encima de ellos—. Las grandes obras que hacemos por la Iglesia nos harán crecer. Los Borgia estamos destinados a salvar multitud de almas y a vivir confortablemente mientras llevamos a cabo la obra del Señor. Pero los tres sabéis, tal como nos enseñan las vidas de los santos, que las grandes obras requieren de grandes sacrificios —concluyó mientras se santiguaba.
Sentada a los pies del papa, Lucrecia apoyaba la cabeza sobre el hombro de César. A su lado, aunque algo alejado de ellos, Juan sacaba brillo a su nuevo estilete.
—Supongo que habréis compartido el lecho con alguna mujer —preguntó Alejandro, dirigiéndose a sus dos hijos varones.
Juan frunció el ceño.
—Por supuesto, padre. No entiendo por qué preguntáis algo así.
—Es importante saber todos los detalles posibles antes de tomar una decisión, hijo mío —dijo Alejandro. Después se volvió hacia su hijo mayor—: ¿Y tú, César? ¿Has estado con alguna mujer?
—Con muchas, padre —respondió César de forma escueta.
—¿Y las complacisteis? —preguntó, dirigiéndose a ambos.
Juan frunció el ceño con impaciencia.
—¿Cómo voy a saberlo? —preguntó con una carcajada—. Nunca me molesté en preguntárselo.
El papa Alejandro inclinó la cabeza.
—¿Y tú, César, las complaciste?
—Eso creo, padre —dijo él con una pícara sonrisa—, pues todas me ruegan que vuelva a compartir su lecho.
Alejandro miró a su hija, Lucrecia le devolvió la mirada con curiosidad.
—Decidme, ¿estaríais dispuestos a yacer con vuestra hermana? —preguntó el papa de repente.
Juan bostezó con evidente aburrimiento.
—Antes me haría monje —comentó.
—Eres un joven insensato —dijo Alejandro con una sonrisa.
—¿Por qué les preguntáis a mis hermanos sin preguntarme antes a mí? —intervino Lucrecia—. Si he de yacer con uno de ellos, ¿acaso no debería ser yo quien dijera con cuál deseo hacerlo?
—¿A qué se debe todo esto, padre? —preguntó César—. ¿Por qué nos proponéis algo así? ¿Acaso no os preocupa que nos condenemos al fuego eterno por yacer con nuestra propia hermana?
El papa Alejandro se incorporó y atravesó la sala hasta llegar a una puerta en forma de arco. Señaló los cinco paneles de la gran arcada, y preguntó:
—¿No os han enseñado vuestros maestros que los faraones de las grandes dinastías egipcias desposaban a sus hermanas para preservar la pureza de la sangre real? ¿No os han hablado de la joven Isis, que se casó con su hermano, el rey Osiris, hijo primogénito del cielo y de la tierra? Isis y Osiris tuvieron un hijo llamado Horus y los tres se convirtieron en la gran trinidad egipcia. Ayudaron a los hombres a escapar de los demonios y las almas nobles renacieron para vivir eternamente. La única diferencia entre ellos y nuestra Santísima Trinidad es que uno de ellos era una mujer. —El papa Alejandro miró a su hija y sonrió—. La egipcia ha sido una de las civilizaciones más avanzadas de la humanidad, por lo que bien puede servirnos de ejemplo.
—Ésa no puede ser la única razón, padre —intervino César—. Los egipcios eran paganos y adoraban a dioses paganos. Intuyo que hay algo más que todavía no nos habéis dicho.
Alejandro se acercó a Lucrecia y, mientras acariciaba su cabello dorado, sintió un súbito remordimiento. No podía explicarle que sabía lo que sentía el corazón de una mujer cuando se entregaba a un hombre por primera vez, que sabía que el primer hombre con quien yaciera Lucrecia se convertiría en el dueño de su corazón y de sus actos, que, al entregarse a él, además de su cuerpo le estaría entregando las llaves de su corazón y de su alma y que él, su padre, el sumo pontífice, debía asegurarse de que no le entregara también las llaves de Roma. De ahí que, al no estar dispuesto a permitir que un extranjero reclamase su tesoro más valioso, Alejandro hubiera decidido que fuera uno de los hermanos de Lucrecia quien lo hiciera.
—Somos una familia —dijo el papa, ocultando sus verdaderos pensamientos—. Y la lealtad a la familia debe estar por encima de cualquier otra consideración. Debemos aprender los unos de los otros. Debemos protegernos entre nosotros. Y nunca, jamás, debemos rechazar los lazos que nos unen. Pues, si honramos ese compromiso, nunca seremos destruidos, pero si vacilamos, comprometeremos nuestra lealtad y estaremos condenados. —El papa se volvió hacia Lucrecia—: Y tienes razón, hija mía. Tú eres quien debe decidir. No puedes elegir con quién te desposarás, pero tienes la oportunidad de escoger al primer hombre con el que compartirás tu lecho.
Lucrecia miró a Juan.
—Me encerraría en un convento antes que yacer con Juan —dijo. Después miró a César—. Debes prometerme, hermano mío, que me tratarás con ternura, pues es de amor, y no de guerra, de lo que estamos hablando.
César sonrió, divertido, y le hizo una reverencia a su hermana.
—Tienes mi palabra —dijo—. Es posible que tú, mi propia hermana, me enseñes más sobre el amor y la lealtad de lo que nadie lo ha hecho hasta ahora. Sin duda, nuestra unión será beneficiosa para ambos.
—¿Padre? —dijo Lucrecia mirando al papa con los ojos muy abiertos—. ¿Estaréis presente para aseguraros de que todo sale bien? Sé que me faltará el valor si no estáis a mi lado, pues he oído historias terribles en boca de Julia y de mis damas de compañía.
Alejandro miró fijamente a su hija.
—Estaré ahí —dijo—. Igual que lo estaré la noche de tus esponsales, pues una alianza no tiene validez si no hay testigos que lo avalen.
—Gracias —dijo ella. Después se levantó y abrazó a su padre—. Desearía un vestido nuevo y un anillo de rubíes para festejar una ocasión tan especial.
—Por supuesto, hija mía. Tendrás los dos.
Una semana después, Alejandro, con vestiduras de satén blanco, ocupó su lugar en el solio pontificio. Libre del peso de la tiara, llevaba la cabeza cubierta con un modesto solideo de satén. La elevada plataforma del solio se alzaba en el extremo opuesto a donde había sido colocada la cama, delante de un tapiz de exquisita belleza, en una de las cámaras mejor ornamentadas de las renovadas estancias de los Borgia. Alejandro había mandado llamar a César y a Lucrecia y había ordenado a sus criados que no se acercasen a sus aposentos hasta que él los llamara personalmente.
El papa observó desnudarse a sus hijos. Lucrecia no pudo contener una risita al ver a su hermano desnudo. César la miró con afecto y sonrió. Alejandro pensó que resultaba extraño, y, en cierto modo, conmovedor, que tan sólo hubiese visto una expresión de ternura en el rostro de su hijo cuando éste contemplaba el cuerpo desnudo de su hermana. César siempre era el agresor, excepto cuando estaba con Lucrecia, quien siempre parecía capaz de someter la voluntad de su hermano.
Lucrecia era un tesoro, y no sólo por su belleza, aunque no existía seda más fina que los bucles dorados que enmarcaban su rostro. Sus ojos desprendían un brillo que parecía guardar un secreto y, ahora, su padre se preguntaba qué sería lo que los hacía brillar así. Su cuerpo, de piel suave e inmaculada, tenía unas proporciones perfectas, aunque aún era algo delgada, y sus pechos apenas habían comenzado a brotar. Sin duda, gozaba de una hermosura que cualquier hombre soñaría con poseer.
¿Y César? Ni tan siquiera un dios del Olimpo podría gozar de un porte más armonioso. Alto y fibroso, era la viva imagen de la virilidad. Sin duda, poseía otras virtudes que le servirían mejor que su ilimitada ambición. Pero, en ese momento, el gesto de César estaba lleno de ternura mientras contemplaba a su hermana, desnuda, de pie, a apenas unos pasos de él.
—¿Te parezco hermosa? —le preguntó Lucrecia a su hermano. Él asintió. Ella se giró hacia su padre—. ¿De verdad soy hermosa, padre? ¿Soy la joven más hermosa que hayáis visto nunca?
El papa Alejandro asintió.
—Eres bellísima, hija mía. Sin duda, un reflejo de Dios en la tierra —dijo. Entonces levantó lentamente la mano derecha, trazó la señal de la cruz en el aire y los bendijo. Después les pidió que comenzaran.
Alejandro se sentía lleno de dicha y gratitud por haber sido bendecido con esos hijos a los que tanto amaba. Sin duda, Dios debió de sentirse igual que él mientras contemplaba a Adán y a Eva en el jardín del Edén. Pero, tras la felicidad inicial, no tardó en preguntarse si no estaría pecando de la misma vanidad que los héroes paganos. Se santiguó y pidió perdón por la impureza de sus pensamientos. Sus hijos tenían un aspecto tan inocente, tan libre de culpa, que el papa Alejandro no pudo evitar pensar que nunca volverían a encontrar un paraíso como el que los envolvía en aquel instante. ¿Y acaso no era ésa la razón de ser de un hombre y una mujer? Sentir la dicha divina. ¿Acaso no había causado ya la iglesia suficiente dolor? ¿De verdad era la castidad el único camino posible para honrar al Sumo Creador? El mundo de los hombres estaba tan lleno de traición que tan sólo aquí, en el palacio del vicario de Cristo en la tierra, sus hijos podían sentirse verdaderamente libres y protegidos. Era su deber protegerlos y eso era lo que estaba haciendo, pues esos momentos de intenso placer los ayudarían a afrontar las pruebas y penalidades a las que sin duda deberían enfrentarse en el futuro.
El gran lecho de plumas estaba cubierto por sábanas de seda y finos linos. Lucrecia se tumbó, desnuda, riendo con nerviosismo. Visiblemente excitado, César saltó sobre el lecho y se encaramó sobre su hermana.
—¡Padre! —exclamó Lucrecia, asustada—. ¡Padre! Me hace daño. El papa Alejandro se levantó.
—¿Así es cómo complaces a una mujer, César? Es evidente que debo de haberte fallado, pues ¿quién, sino yo, debería haberte enseñado a dar placer a una mujer?
César se levantó y permaneció de pie junto al lecho. Su mirada estaba llena de ira. Se sentía rechazado por su hermana y reprendido por su padre. Y, aun así, su juventud mantenía despierto el deseo en su cuerpo.
—Acércate, hijo mío —le dijo Alejandro al llegar al lecho—. Acércate.
—Lucrecia. Acercaos al borde del lecho —le dijo a su hija.
El papa Alejandro cogió la mano de su hijo y acarició con ella el cuerpo de Lucrecia; despacio, con suavidad. Primero la cara, después el cuello y sus firmes y pequeños pechos.
—No debes mostrarte tan impetuoso, hijo mío —instruyó a su hijo—. Se necesita tiempo para disfrutar de la belleza. No hay nada tan exquisito en el mundo como el cuerpo de una mujer que se rinde voluntariamente a tus deseos. Si vas demasiado rápido, renunciarás a la misma esencia del acto del amor y, además, asustarás a tu compañera.
Lucrecia yacía con los ojos entornados, entregada al placer de las caricias de su hermano. Cuando la mano de César alcanzó su vientre y siguió descendiendo, Lucrecia abrió los ojos e intentó decir algo, pero el temblor de su cuerpo detuvo sus palabras.
—Padre —susurró por fin—. ¿Seguro que no es pecado sentir este placer? Prometedme que no iré al infierno.
—¿Acaso crees que tu padre pondría en peligro la inmortalidad de tu alma?
El papa Alejandro seguía dirigiendo la mano de César. Estaba tan cerca de su hija que notaba su cálido aliento en el rostro. Al sentir la intensidad de su propio deseo, soltó la mano de César y, con voz severa, ordenó:
—Ahora, César. Tómala. Pero hazlo despacio, con ternura. Compórtate como un verdadero amante, como un verdadero hombre. Hónrala, pero tómala ya.
Aturdido, Alejandro se dio la vuelta, cruzó la estancia y volvió a sentarse. Y al oír gemir a su hija, al oírla gemir una y otra vez, temió por su propia alma. El corazón le latía demasiado fuerte, demasiado rápido. Se sentía mareado. Nunca antes había estado tan exaltado. Nunca antes había sentido un deseo tan intenso al ser testigo de una unión carnal. Y, entonces, se dio cuenta. De repente, lo comprendió todo. Aunque César pudiera salvarse, él, el vicario de Cristo en la tierra, acababa de encontrarse con la serpiente del Edén. No podía quitarse esa idea de la cabeza. Sabía que, si alguna vez volvía a tocar a esa niña, se condenaría eternamente, pues el placer que había sentido no era de este mundo.
Rezó. Rezó al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, implorando que lo libraran de esa tentación.
—Aléjame del mal —suplicó. Cuando alzó la mirada, sus dos hijos yacían, exhaustos, sobre el lecho.
—Vestíos, hijos míos —ordenó—. Vestíos y venid a mí.
Cuando se inclinó frente a su padre, Lucrecia tenía lágrimas en los ojos.
—Gracias, padre —dijo—. Si no hubiera conocido antes este placer nunca podría haberme entregado a otro hombre con dicha. Pensar que hubiera estado aterrorizada, que ni tan siquiera hubiera sospechado el placer que podía sentir. César —dijo al tiempo que se volvía hacia su hermano—, hermano mío, te doy las gracias. No creo que nunca pueda amar a nadie como te amo a ti en este momento.
César sonrió. Al mirarlo, el papa Alejandro vio un brillo en sus ojos que lo asustó. No había prevenido a su hijo de la amenaza del amor: el verdadero amor llena de poder a la mujer y pone en peligro el alma del hombre. Y, ahora, podía sentir que aunque esa unión hubiera sido una bendición para su hija, aunque hubiera fortalecido los lazos de los Borgia, algún día podría convertirse en una maldición para César.