Capítulo 3

Ahora que se había convertido en el papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia sabía que lo primero que debía hacer era devolver el orden a las calles de Roma. Durante el tiempo transcurrido desde la muerte del papa Inocencio se habían cometido más de doscientos asesinatos en la ciudad. ¡Era preciso acabar con la anarquía! Como sumo pontífice, debía someter a los criminales a un castigo ejemplar, pues ¿cómo, si no, podrían volver a emprender sus vidas con normalidad las buenas almas de la ciudad?

El primer asesino fue capturado y ahorcado tras un juicio sumarísimo. También fue ahorcado su hermano y su casa fue saqueada e incendiada, de tal manera que su familia quedó sin techo, lo que sin duda era la mayor humillación posible para un ciudadano romano.

El orden se restableció en pocas semanas y los ciudadanos de Roma se sintieron satisfechos de tener un papa tan sabio. Ahora, la elección del cónclave también era la del pueblo de Roma.

Pero el papa Alejandro debía tomar otras muchas decisiones. Ante todo, debía resolver dos problemas de suma importancia; ninguno de ellos de índole espiritual. Primero, debía formar un ejército capaz de recuperar el control de los Estados Pontificios y, después, tenía que consolidar la fortuna de sus hijos.

Sentado en el solio pontificio, en el salón de la Fe, Alejandro reflexionaba sobre los caminos del Señor, sobre la situación del mundo y las principales dinastías de la cristiandad; asuntos todos ellos de los que debía ocuparse ahora que era el nuevo papa. ¿O acaso no era él el infalible vicario de Cristo? Y, como tal, ¿no estaba obligado a hacer cumplir la voluntad de Dios en la tierra? ¿Acaso no era responsabilidad suya lo que ocurriera en cada nación, en cada ciudad de Italia, en cada república? Por supuesto que lo era. Y eso incluía el Nuevo Mundo, recientemente descubierto, pues era su obligación proporcionar consejo a sus gobernantes. Pero ¿realmente suponían esos gobernantes una amenaza para el reino del Señor?

Tampoco podía olvidarse de su familia, los Borgia, cuyos numerosos miembros exigían su atención. Ni mucho menos de sus hijos, unidos a su destino por lazos indelebles de sangre, aunque separados entre sí por la intensidad de sus pasiones. ¿Qué sería de ellos? ¿Y cómo debía obrar él? ¿Sería capaz de lograr todos sus objetivos o tendría que sacrificar algunos a la consecución de los otros?

Entonces, Alejandro reflexionó sobre sus deberes para con el Señor. Tenía que fortalecer el poder de la Iglesia. Lo acontecido durante el Gran Cisma, setenta y cinco años antes, no dejaba lugar a dudas.

Las ciudades italianas que pertenecían a los Estados Pontificios estaban gobernadas por tiranos más preocupados por sus propias riquezas que por hacer efectivos sus tributos a la Iglesia que legitimaba su poder. Los propios reyes se habían servido de Roma como una herramienta para aumentar su poder, y se habían olvidado por completo de su deber para con la salvación de las almas. Incluso los reyes de España y de Francia, llenos de riquezas, retenían los tributos destinados a la Iglesia cuando no les agradaba alguna medida adoptada por el papa. ¡Los muy osados! ¿Qué sucedería si la Iglesia les retirase su bendición? Los pueblos obedecían a sus señores porque los consideraban elegidos del Señor y tan sólo el papa, en su condición de vicario de Cristo, podía confirmar dicha bendición.

El papa debía lograr un equilibrio de poder entre los reyes de España y de Francia para que el tan temido concilio ecuménico nunca volviera a convocarse. De ahí la necesidad de que la Iglesia dispusiera de un ejército equiparable al de los monarcas más poderosos. Y, así, Alejandro forjó la estrategia que seguiría durante su pontificado.

Alejandro apenas tardó unas semanas en investir cardenal a su hijo César, que ya disponía de una renta eclesiástica de varios miles de ducados en su calidad de obispo. Aunque participase de las pasiones carnales y los vicios propios de la juventud, a sus diecisiete años, César era un hombre adulto, tanto en cuerpo como en espíritu. Dios había bendecido al hijo de Alejandro con una gran inteligencia, una firme determinación y esa agresividad innata sin la que no era posible sobrevivir en la Italia del Renacimiento. César había obtenido sendos títulos en leyes y teología por las universidades de Perugia y Pisa, y su disertación oral estaba considerada como uno de los ejercicios más brillantes jamás defendidos por ningún estudiante. Pero su gran pasión era el estudio de la historia y la estrategia militar. De hecho, había participado en algunas batallas menores e incluso se había distinguido por su valor.

César Borgia supo que iba a ser cardenal de la Iglesia mientras cursaba estudios de derecho canónico en la Universidad de Pisa. El nombramiento no sorprendió a nadie, pues, al fin y al cabo, se trataba del hijo del nuevo papa. Pero César no recibió la noticia con agrado. Sin duda, su nueva condición aumentaría sus privilegios, pero él se consideraba un soldado y su más sincero anhelo consistía en tomar castillos por asalto y conquistar ciudades. También deseaba casarse y tener hijos que no fuesen bastardos, como lo era él. Además, seguía enojado con su padre porque no le había permitido asistir a su ceremonia de coronación.

Sus dos mejores amigos, Gio Médicis y Tila Baglioni, con quienes compartía estudios en Pisa, lo felicitaron por su nueva condición y decidieron celebrar la buena nueva esa misma noche, pues César tendría que viajar inmediatamente a Roma.

Gio ya era cardenal desde los trece años, gracias a la influencia de su padre, Lorenzo el Magnífico, el hombre más poderoso de Florencia. Tila Baglioni era el único de los tres que no gozaba de ningún título eclesiástico, aunque era uno de los legítimos herederos del ducado de Perugia.

Los tres animosos jóvenes eran perfectamente capaces de cuidar de sí mismos. César era un excelente espadachín y, además de ser más alto que la mayoría de los hombres de su tiempo, gozaba de una extraordinaria fuerza física y dominaba a la perfección el manejo del hacha y de la lanza. Pero todo ello era de esperar tratándose del hijo de un papa.

Gio, que también era un buen estudiante, no gozaba de la robustez de César, Era un joven ocurrente, aunque se cuidaba de no ofender a sus dos amigos, pues, a sus diecisiete años, César ya era un hombre que se hacía respetar y Tila Baglioni era demasiado irascible como para someterlo a alguna de sus chanzas.

La celebración tuvo lugar a las afueras de Pisa, en una villa perteneciente a la familia Médicis. Dada la nueva posición de César, se trataba de un festejo discreto, con tan sólo seis cortesanas. Los tres amigos disfrutaron de una cena moderada a base de cordero, vino y dulces y de una conversación amena y agradable. Pero se retiraron pronto, pues habían decidido que, al día siguiente, antes de volver a sus respectivos hogares, César y Gio acompañarían a Tila a Perugia para disfrutar de los festejos que se iban a celebrar en dicha ciudad con ocasión de los esponsales del primo hermano de Tila, a los que su tía, la duquesa Atalanta Baglioni, le había pedido que asistiera. Advirtiendo cierta tensión en la misiva de la duquesa, Tila había decidido complacerla.

A la mañana siguiente, los tres amigos emprendieron viaje hacia Perugia. César montaba su mejor caballo, un obsequio de Alfonso, el duque de Ferrara. Gio Médicis, menos diestro que sus compañeros, había optado por una mula blanca y Tila Baglioni, acorde con su carácter, montaba un caballo de batalla al que le habían cortado las orejas para que tuviera una apariencia más feroz; el conjunto que formaban jinete y montura era realmente sobrecogedor. Ninguno llevaba armadura, aunque los tres iban armados con espada y daga. Los acompañaba un séquito de treinta soldados con los colores personales del hijo del papa: amarillo y púrpura.

Desde Pisa, la ciudad de Perugia quedaba de camino a Roma, a tan sólo una jornada del mar. Aunque el papado reclamaba su autoridad sobre sus territorios, los duques de Perugia siempre se habían mostrado ferozmente independientes. De ahí que, aunque confiase plenamente en su destreza en la lucha, César nunca hubiera ido a Perugia de no ser bajo la protección personal de Tila. Ahora, el hijo del papa disfrutaba de la perspectiva de participar en los festejos antes de asumir sus nuevas responsabilidades en Roma.

Erigida sobre una colina y presidida por una fortaleza prácticamente inexpugnable, la bella ciudad de Perugia recibió a los tres amigos engalanada para la ocasión.

Las iglesias y los principales palacios lucían todo tipo de ornamentos y las estatuas vestían mantos dorados. Mientras recorría las calles conversando animadamente con sus compañeros, César tomaba buena nota de las fortificaciones, concibiendo posibles estrategias para asaltar la ciudad.

El gobierno de Perugia estaba en manos de la viuda Atalanta Baglioni. Todavía una mujer hermosa, la duquesa era célebre por la mano de hierro con la que gobernaba la ciudad junto a su hijo Netto, a quien había nombrado capitán militar de sus ejércitos. Era deseo de Atalanta que su sobrino Torino contrajera matrimonio con Lavina, una de sus damas favoritas en la corte, pues tenía la seguridad de poder contar con Torino para defender los privilegios de la familia Baglioni.

Los principales miembros de las distintas ramas del clan de los Baglioni se habían reunido en la fortaleza con ocasión de los esponsales. Los músicos animaban los festejos para el deleite de las parejas que bailaban mientras los caballeros más animosos exhibían su destreza enfrentándose entre sí, tanto a pie como a caballo. César aceptó numerosos retos y salió vencedor en todas las contiendas.

Cuando cayó la noche y los distintos miembros del clan de los Baglioni se retiraron a descansar en la fortaleza, Gio y César se reunieron con Tila en sus aposentos para dar cuenta de una última copa de vino.

Ya era casi medianoche cuando oyeron los gritos. Tila se incorporó de un salto y corrió hacia la puerta, pero César se interpuso en su camino.

—Deja que vaya yo, Tú puedes correr peligro —le dijo a su amigo.

A César no le cabía duda de que se trataba de un acto de traición y sabía que, a pesar de la sangrienta reputación de los Baglioni, nadie se atrevería a dar muerte al hijo del papa. Salió de los aposentos de Tila con la espada desenvainada y avanzó hacía el origen de los gritos hasta llegar a la cámara nupcial.

Las estatuas de la Virgen, el retrato del Niño Jesús y las blancas sábanas del lecho nupcial, incluso el dosel de la cama, estaban cubiertos de sangre. En el suelo yacían los cuerpos inertes de los novios, Lavina y Torino; sus camisones empapados en púrpura, la fina tela y la carne humana atravesadas por el acero.

Junto a los cuerpos, Netto y otros cuatro hombres observaban la escena con las espadas teñidas de sangre. La duquesa Atalanta maldecía a gritos a su hijo, Netto intentaba tranquilizaría. César se detuvo en el umbral y escuchó sin que pudieran verlo.

Netto le explicaba a su madre que Torino había seducido a su esposa, que Torino era demasiado poderoso y que su familia planeaba deshacerse de ella para tomar el control de la ciudad. Él mismo se había encargado personalmente de dar muerte a todos sus partidarios, y a partir de ahora asumiría el gobierno de Perugia, aunque, por supuesto, siempre habría un lugar de honor en su corte para ella.

—¡Traicionada por mí propio hijo! —gritó Atalanta.

—Abre los ojos, madre —exclamó Netto—. Además, Torino no es el único con quien se ha acostado mi esposa. También se ha acostado con Tila.

César ya había oído suficiente. Regresó rápidamente a los aposentos de Tila.

—¡Habladurías! ¡No son más que habladurías! —exclamó Tila con cólera al saber lo ocurrido—. El bastardo de mi primo quiere destronar a su propia madre y, sin duda, también intenta acabar conmigo.

César, Tila y Gio atrancaron la puerta con varios muebles, salieron por una de las ventanas y escalaron la fachada hasta alcanzar el tejado. Al abrigo de la oscuridad, César y Tila saltaron al patio situado en la parte posterior de la fortaleza y ayudaron a bajar a Gio. César tuvo que contener a Tila, que pretendía volver a entrar en el palacio para enfrentarse a Netto. Finalmente, consiguió convencerlo y los tres se reunieron con los treinta soldados de César, que esperaban acampados fuera de la fortaleza. Una vez a salvo, César reflexionó sobre la mejor manera de proceder. Podía luchar junto a su amigo o podía llevarlo consigo a Roma.

César le ofreció a Tila la posibilidad de ir a Roma, pero éste la rechazó de forma tajante. Lo único que necesitaba era que lo ayudara a llegar hasta la Casa Consistorial, en la plaza principal de Perugia, donde Tila podría reunir a sus partidarios para defender su honor y devolverle la ciudad a su legítima dueña.

César accedió. Tras ordenar a diez soldados que escoltaran a Gio de Médicis hasta Florencia, acompañó a Tila Baglioni al centro de Perugia con el resto de sus hombres.

En la Casa Consistorial encontraron a cuatro fieles partidarios de Tila, que intentaban decidir la mejor manera de proceder. Tila se sirvió de ellos como mensajeros y, al rayar el alba, ya contaba con más de cien hombres armados.

Netto no tardó en llegar a la plaza cabalgando al frente de sus partidarios, César ordenó a sus hombres que no participaran en la lucha a no ser que su vida corriera peligro. Tila dispuso a sus hombres en semicírculo y cabalgó hasta el centro de la plaza, donde lo estaba esperando su rival.

La lucha fue corta. Tila galopó hacia Netto, lo golpeó en el brazo con el que éste sujetaba la espada y le clavó su daga en un muslo. Netto cayó del caballo. Tila desmontó y, antes de que Netto pudiera incorporarse, le atravesó el pecho con la espada. Los hombres de Netto intentaron darse a la fuga, pero no tardaron en ser interceptados. Tila volvió a montar en su imponente caballo y ordenó que trajeran ante su presencia a los enemigos capturados.

Tan sólo quedaban quince de ellos con vida. La mayoría estaban heridos de gravedad y apenas eran capaces de mantenerse en pie.

Tila ordenó que fueran decapitados y que sus cabezas fueran clavadas en las almenas de la fortaleza. César observó con asombro el cambio que había tenido lugar en Tila, que en tan sólo un día se había transformado en un valiente soldado y un verdugo despiadado. A sus diecisiete años, Tila Baglioni acababa de convertirse en el Tirano de Perugia.

Cuando César regresó a Roma, tras contarle a su padre lo ocurrido, le preguntó cómo podían ser tan crueles unos hombres que decían adorar a la Virgen.

El papa sonrió. Lo que acababa de oír parecía divertirlo.

—Los Baglioni son verdaderos creyentes —dijo—. Creen sinceramente en la vida después de la muerte. Realmente es un don, pues ¿cómo, si no, podría un hombre soportar los avatares de esta vida? Desgraciadamente, la inmortalidad del alma también les da a muchos hombres el coraje necesario para cometer todo tipo de crímenes en nombre del Señor.

El papa Alejandro no era un hombre que gustara de rodearse de excesivos lujos. Aun así, el palacio del Vaticano debía evocar los placeres que esperaban a las almas bondadosas después de la muerte. Alejandro sabía que incluso las almas más elevadas se sentían impresionadas por las riquezas terrenales con las que se rodeaba la Iglesia. Aunque la mayoría de los ciudadanos aceptaban la figura del papa como infalible y venerado vicario de Cristo, la fe de los reyes y los príncipes era menos sólida. Para convencer a los hombres de noble estirpe eran necesarios el oro y las piedras preciosas, la seda y los ricos brocados, la imponente tiara pontificia y las ricas vestiduras papales, que habían perdurado a lo largo de los siglos hasta adquirir un valor difícilmente concebible para la mayoría de los mortales.

Y tampoco había que olvidar los majestuosos salones del palacio del Vaticano, con paredes y techos ornados con magníficas pinturas que albergaban la promesa de una nueva vida para aquellos que se condujeran con virtud. Era ahí, rodeado de retratos de grandes papas coronando a reyes del renombre de Carlomagno, liderando ejércitos en las Cruzadas o rogando a la Virgen por la salvación de las almas de los hombres de buena voluntad, donde el papa recibía a aquellos que, procedentes de todos los rincones de Europa, acudían en peregrinación a Roma con las manos llenas de ducados. Quienes mirasen todos aquellos retratos verían que el papa, como intermediario del Señor, era el único hombre capaz de legitimar el poder de los grandes señores de la cristiandad; el pontífice era el vicario de Cristo y los reyes debían postrarse ante él.

Pero fue en sus aposentos privados donde el papa Alejandro llamó a reunirse con él a su hijo Juan. Había llegado el momento de hacerle saber que su destino como miembro de la nobleza española estaba a punto de cumplirse.

Juan Borgia era casi tan alto como César, aunque de constitución menos robusta. Al igual que su hermano y que su padre, era un hombre apuesto. Algo en su rostro —quizá fueran los ojos ligeramente almendrados, o los pómulos pronunciados— recordaba la sangre de sus ancestros españoles. Aun así, y aunque tenía la tez bronceada por las largas horas que pasaba cazando al aire libre, la desconfianza que transmitían sus ojos oscuros lo privaba del atractivo de su padre y su hermano César.

—¿Qué puedo hacer por vos, padre? —preguntó tras arrodillarse ante el sumo pontífice.

Alejandro sonrió con sincero afecto, pues ese joven hijo suyo, esa alma confusa, necesitaba de sus consejos.

—Como sabes, al morir, tu hermanastro Pedro Luis te legó el ducado de Gandia. Pedro Luis estaba prometido en matrimonio con María Enríquez, la prima del rey Fernando de Aragón. Como padre y como sumo pontífice he decidido que tú honrarás ese compromiso para fortalecer nuestros lazos con el reino de España. De esta manera, acabaremos con cualquier duda que el rey de Aragón pueda albergar sobre nuestra buena voluntad. Por eso, pronto partirás hacia España para reclamar a tu futura esposa. ¿Entiendes lo que se espera de ti?

—Sí, padre —dijo Juan, con una ligera mueca de desagrado.

—¿No te complace mi decisión? —preguntó el papa Alejandro—. Lo hago por el bien de nuestra familia y por el tuyo. Entrarás a formar parte de una familia que goza de grandes riquezas e influencia y todos nos beneficiaremos de esta alianza. Además, Gandia tiene una magnífica fortaleza y grandes extensiones de tierras fértiles que, a partir de ahora, pasarán a ser de tu propiedad.

—Quisiera viajar acompañado de grandes riquezas —interrumpió Juan a su padre—. Así verán que yo también soy digno de respeto.

El papa Alejandro frunció el ceño.

—Para ser respetado basta con que demuestres que eres un hombre temeroso de Dios. Deberás servir fielmente al rey de España, honrarás a tu esposa y evitarás las apuestas y los juegos de azar.

—¿Algo más, padre? —preguntó Juan con sarcasmo.

—Te haré llamar cuando tenga nuevas noticias que darte —dijo escuetamente Alejandro. Aunque Juan raramente le creaba problemas, en momentos como aquél, su comportamiento lo irritaba sobremanera. Aun así, se recordó a sí mismo que su hijo todavía era joven y que carecía de cualquier talento para la diplomacia—. Mientras tanto, intenta disfrutar de la vida, hijo mío —continuó diciendo con una calidez forzada—. Puedo asegurarte que, con la actitud debida, tu estancia en España te proporcionará grandes satisfacciones.

El día en que César Borgia iba a ser investido cardenal, la inmensa capilla de la basílica de San Pedro rebosaba de fieles, pues estaban presentes todas las grandes familias de la aristocracia italiana.

Desde Milán habían venido Ludovico Sforza, más conocido como el Moro, y su hermano Ascanio, ahora vicecanciller de la Iglesia, vestido con el tocado cardenalicio y ricos hábitos brocados con piezas de marfil.

Desde Ferrara había acudido una de las familias de más rancio abolengo de toda la península, los D’Este. Sus ropas, grises y negras, hacían resaltar el brillo de las piedras preciosas que colgaban sobre sus pechos. Los D’Este habían emprendido el largo viaje hasta Roma para presentar sus respetos al papa y al nuevo cardenal, pues, en el futuro, sin duda requerirían de sus favores.

Pero nadie llamó tanto la atención de los asistentes como el joven Piero de Médicis. Solemne y autocrático, el florentino vestía un jubón verde esmeralda brocado con magníficos molinillos de oro que proyectaban un halo de luminosidad en torno a su rostro, imbuyéndolo de una aparente santidad. Piero de Médicis encabezaba una comitiva formada por siete orgullosos miembros de su linaje, entre los que se encontraba su hermano Gio. Actualmente, Piero era quien ostentaba el gobierno de Florencia, aunque se rumoreaba que el control de los Médicis sobre la ciudad toscana realmente había terminado tras la muerte de su padre, Lorenzo el Magnífico, y que el joven príncipe no tardaría en ser derrocado por sus enemigos.

De Roma habían acudido tanto los Orsini como los Colonna, Enemistadas desde hacía varias décadas, últimamente ambas familias parecían haberse concedido una tregua. Aun así, habían tenido cuidado de ocupar asientos situados en extremos opuestos de la basílica, pues no hacía mucho tiempo que un sangriento enfrentamiento entre ambas familias había interrumpido la ceremonia de investidura de un cardenal.

En la primera fila, Guido Feltra, el poderoso duque de Urbino, conversaba en voz baja con el rival más encarnizado del papa, el cardenal Giuliano della Rovere, sobrino del difunto papa Sixto IV y actual nuncio apostólico en el reino de Francia.

—Sospecho que al joven César le agradan más las batallas que las Sagradas Escrituras —dijo Feltra acercándose al cardenal para que éste pudiera oírlo sin necesidad de levantar la voz—. Estoy seguro de que podría llegar a ser un gran general. Es decir, si no estuviera destinado a convertirse en el próximo papa.

Della Rovere hizo un gesto nervioso, como si, de repente, algo lo incomodara.

—Como su padre, es incapaz de resistir las tentaciones de la carne —dijo el cardenal en tono de desaprobación—. Y no sólo eso. Tiene la desagradable costumbre de participar en combates cuerpo a cuerpo con campesinos y, en ocasiones, incluso se ha enfrentado a toros. Realmente, el suyo es un comportamiento de lo más inapropiado para un príncipe de la Iglesia.

Feltra asintió.

—He oído que su caballo acaba de ganar el Palio de Siena.

El cardenal Della Rovere parecía cada vez más molesto.

—Con trampas —exclamó, airado—. Sin honor. Su jinete desmontó antes de acabar la carrera para que el caballo llevara menos peso. Por supuesto, se recurrió el resultado, pero los jueces no se atrevieron a obrar en justicia.

Feltra sonrió.

—Resulta sorprendente… —empezó a decir.

—No olvidéis nunca lo que voy a deciros —lo interrumpió bruscamente Della Rovere—. Este supuesto hijo de la Iglesia es el mismísimo diablo.

Giuliano della Rovere vivía entregado a su enemistad con los Borgia. Más incluso que el hecho de no haber sido elegido papa, lo que realmente alimentaba su cólera era el gran número de cardenales adeptos a la causa de los Borgia que había investido el papa Alejandro desde que ocupaba el solio pontificio. Aun así, no podía permitirse el lujo de faltar a esta ceremonia, pues eso hubiera perjudicado sus planes.

El papa Alejandro VI ofrecía una visión imponente frente al altar, El marcado dramatismo de sus ropajes blancos, realzado por el púrpura y el oro de la estola Opus Anglicanum, le confería un aspecto digno del mayor respeto. Sus ojos brillaban con orgullo y determinación; sabedor de su poder, Alejandro reinaba, infalible y sin oposición, desde la grandiosa basílica erigida siglos atrás sobre la tumba de san Pedro.

El imponente órgano hizo sonar las notas triunfales del Te Deum —el himno de alabanza al Señor—, mientras Alejandro elevaba la mitra cardenalicia hacia el cielo y, con sonoras bendiciones en latín, la colocaba solemnemente sobre la cabeza de su hijo César, arrodillado frente a él.

César Borgia no levantó la mirada del suelo hasta que su padre acabó de impartir las bendiciones. Entonces se incorporó y permaneció inmóvil mientras dos cardenales le rodeaban los hombros con el manto cardenalicio. Sólo entonces se acercó a su padre y los dos hombres santos se dieron la vuelta, encarándose a la congregación.

César era más alto incluso que el Santo Padre. Tenía un rostro agraciado, con facciones pronunciadas y una nariz romana que no tenía nada que envidiarle a las mejores estatuas de mármol. Sus oscuros ojos irradiaban inteligencia. Al verlo, el silencio se adueñó de todos los presentes.

En la última fila de la basílica, solo en un banco oculto entre las sombras, un corpulento hombre vestido de plata y blanco permanecía sentado en silencio, Era Gaspare Malatesta, el León de Rímini. Lo que veía no era de su agrado y eso le infundía un valor carente de toda prudencia; tenía una cuenta pendiente con ese papa español. No había olvidado al joven criado que había sido enviado a Rímini atado a un asno tras ser asesinado por los Borgia. ¿Qué le importaban a él las amenazas de un papa? ¡Nada! ¿Qué le importaba a él ese Dios al que decía representar? ¡Nada! El León de Rímini no se asustaba fácilmente, Alejandro era un hombre y, como tal, podía morir. Ahora, mientras el papa investía a su hijo, Gaspare Malatesta se imaginó a sí mismo derramando tinta en las pilas de agua bendita, como ya lo había hecho durante la cuaresma. Así, no sólo mancharía los hábitos del nuevo cardenal, sino que también despojaría de sus aires de grandeza a todos los presentes. La idea le agradaba. Pero, hoy, tenía un asunto más importante del que ocuparse. Se reclinó en el banco y sonrió.

Detrás de él, también oculto entre las sombras, don Michelotto no perdía de vista al León de Rímini. Mientras las últimas notas del glorioso Te Deum ascendían hasta alcanzar un ensordecedor crescendo, don Michelotto, vestido con ropas oscuras, se deslizó hasta el estrecho espacio que se abría detrás del banco. Sin hacer el menor ruido, pasó un cordel por encima de la cabeza de Gaspare Malatesta y, con un diestro movimiento de la mano, apretó el lazo alrededor del grueso cuello del enemigo del papa.

Gaspare Malatesta abrió la boca en un gesto salvaje, luchando inútilmente por llenar sus pulmones de aire. Intentó resistirse, pero, sin oxígeno, sus músculos apenas le respondieron.

—El Santo Padre siempre cumple su palabra —fueron las últimas palabras que oyó el León de Rímini antes de que la oscuridad lo envolviera.

Don Michelotto desapareció entre las sombras de la basílica sin que nadie lo viera; apenas había tardado un minuto en perpetrar el asesinato.

Al acabar la ceremonia, el papa Alejandro VI avanzó por el pasillo seguido por el cardenal César Borgia y sus hermanos, Juan, Lucrecia y Jofre. Los cinco pasaron junto al último banco sin observar nada que llamase su atención, pues Gaspare Malatesta permanecía sentado con el mentón apoyado sobre el pecho; el León de Rímini parecía dormido.

Finalmente, dos damas se detuvieron junto al banco y comentaron entre risas lo que, a sus ojos, parecía una imagen cómica. Mortificada por el comportamiento de Gaspare, su cuñada, que pensaba que no se trataba más que de otra de sus chanzas, se acercó a él para despertarlo. No gritó hasta que el cuerpo del León de Rímini resbaló hasta el suelo, contemplando las magníficas bóvedas de la basílica a través de sus ojos sin vida.