Capítulo 2

Retirada en las colinas de los Apeninos, a un día de camino de Roma, la hacienda conocida como «Lago de Plata» estaba formada por un magnífico bosque de cedros y pinos y un pequeño lago de aguas cristalinas. Rodeadas de paz y de los más bellos sonidos y colores de la naturaleza, todos los días, al alba y al atardecer, las aguas del lago se teñían del color de la plata; era un auténtico paraíso terrenal.

Rodrigo Borgia, tras recibir las tierras como obsequio de su tío, el papa Calixto III, había ordenado construir el palacete al que gustaba de acudir con su familia huyendo del asfixiante calor del verano romano; no había ningún lugar en el mundo donde el cardenal se sintiera más feliz.

Durante los dorados días del estío, los niños se refrescaban en el lago y corrían libres por los exuberantes prados verdes mientras el cardenal paseaba entre los fragantes limoneros acariciando las cuentas doradas de su rosario. Durante esos momentos de paz, Rodrigo Borgia nunca dejaba de maravillarse ante la belleza del mundo, ante la belleza de su mundo. Había trabajado duro y a conciencia desde que era un joven obispo, pero ¿hasta qué punto bastaba eso para explicar su buena fortuna? ¿Cuántas personas no trabajaban de forma denodada sin obtener recompensa alguna ni en la tierra ni en el cielo?

La gratitud llenaba el corazón del cardenal mientras elevaba una oración al cielo y pedía por el futuro de los suyos. Pues, pese a su fe, aún albergaba en su interior el temor oculto a que un hombre agraciado con una vida como la suya algún día tuviera que someterse a una prueba de gran dureza. No cabía duda de que Dios otorgaba su abundancia libremente, pero tampoco cabía duda de que, para ser digno de dirigir el rebaño del Señor, un hombre debía demostrar la pureza de su alma. Pues ¿cómo, si no, podría juzgar el Padre Celestial la valía de ese hombre? El cardenal esperaba poder estar a la altura de esa prueba cuando llegara el momento.

Una noche, tras dar cuenta de una espléndida cena junto al lago, el cardenal obsequió a sus hijos con un espectáculo de fuegos artificiales. Mientras Rodrigo sujetaba a Jofre en brazos y Juan se aferraba con fuerza a sus vestiduras, el cielo se llenó de estrellas plateadas, arcos luminiscentes y brillantes cascadas de color. César cogió la mano de su hermana Lucrecia, que gritaba con cada nueva explosión de pólvora sin dejar de mirar el cielo iluminado.

Al observar el temor de su hija, el cardenal dejó a Jofre al cuidado de César y se agachó para coger en brazos a Lucrecia.

—No te preocupes —dijo—. Tu padre cuidará de ti.

Sujetando a su hermano pequeño, César se acercó a su padre para escuchar cómo hablaba con amplios gestos y gran elocuencia sobre las constelaciones del cielo. Y la voz de su padre era tan cálida que, incluso entonces, César supo que estaba viviendo un momento que siempre recordaría. Pues, esa noche, César era el niño más feliz de la tierra y se sentía como si no hubiera nada en el mundo que él no pudiera lograr.

A medida que sus hijos fueron creciendo, el cardenal empezó a conversar con ellos de religión, de política y de filosofía, explicándoles el arte de la diplomacia y el valor de la religión y de la estrategia política. Aunque César disfrutaba de esos retos intelectuales, pues su padre era uno de esos hombres capaces de contagiar su entusiasmo a cuantos lo rodeaban, a Juan parecían aburrirle. Tras el episodio del envenenamiento, el cardenal había consentido a Juan hasta tal extremo que éste cada vez se mostraba más hosco y caprichoso. De ahí que fuera en su hijo César en quien el cardenal depositara mayores esperanzas.

Rodrigo disfrutaba sinceramente de cada una de sus visitas al palacio de Orsini, pues tanto su prima Adriana como la joven Julia lo agasajaban con todo tipo de atenciones. Julia, que procedía de una familia de la baja aristocracia, estaba prometida con Orso Orsini, varios años más joven que ella, y aportaría una dote de trescientos florines; una suma nada desdeñable. Tenía los ojos grandes y azules y unos labios plenos. Su cabello, de un rubio más luminoso incluso que el de Lucrecia, le llegaba prácticamente hasta las rodillas. Así, no era de extrañar que empezara a ser conocida como la Bella en toda Roma; ni tampoco que el cardenal empezara a sentir un afecto especial por ella.

Del mismo modo en que los hijos del cardenal siempre se alegraban de ver a su padre, Julia también anticipaba sus visitas con anhelo. La presencia de Rodrigo la hacía ruborizarse, como le ocurría a la mayoría de las mujeres a las que había conocido el cardenal. Tras ayudar a Lucrecia a lavarse el cabello y a vestirse con sus mejores ropas, la propia Julia siempre se esforzaba por sacar a relucir todo su atractivo ante la perspectiva de una visita del cardenal. Y, a pesar de la diferencia de edad, Rodrigo Borgia nunca dejaba de deleitarse en la contemplación de la joven Julia.

Cuando llegó el momento de celebrar los esponsales entre Orso, el ahijado del cardenal, y la bella Julia, por respeto hacia su prima Adriana y por el afecto que sentía hacia la joven novia, Rodrigo Borgia se ofreció para presidir la ceremonia en el Vaticano.

El día señalado para los esponsales, Julia, con su vestido de satén blanco y un velo engarzado con pequeñas perlas plateadas cubriendo su dulce rostro, le pareció al cardenal la mujer más hermosa que había visto nunca; la niña que había conocido se había convertido en una mujer tan atractiva que el cardenal apenas pudo dominar su pasión.

Orso fue enviado al poco tiempo a la villa que el cardenal tenía en Bassanello, donde recibiría la instrucción necesaria para convertirse en un soldado. En cuanto a Julia Farnesio, la hermosa joven no tardó en entregarse voluntariamente a los deseos carnales de Rodrigo Borgia.

Al alcanzar la adolescencia, César y Juan fueron enviados a continuar su educación lejos de Roma. En vista de las dificultades que Juan tenía con los estudios, el cardenal razonó que la vida de un sacerdote no era la más apta para su hijo; Juan sería soldado. En cuanto a César, su inteligencia hacía aconsejable que continuara sus estudios en Perugia. Tras demostrar su talento durante dos años en esa ciudad, fue enviado a completar sus estudios de teología y ley canónica en la Universidad de Pisa, pues el cardenal albergaba la esperanza de que siguiera sus pasos y ascendiera hasta lo más alto de la jerarquía eclesiástica.

El cardenal nunca había llegado a forjar una relación tan estrecha con Jofre como con los otros tres hijos que le había dado Vanozza. De hecho, en lo más profundo de su ser, siempre había dudado de que Jofre fuese su hijo, pues ¿quién puede llegar a conocer los secretos que esconde el corazón de una mujer?

Antes de conocer a Vanozza, el cardenal había tenido otros tres hijos fruto de relaciones con cortesanas. Pero aunque nunca hubiera dejado de cumplir su deber para con ellos, Rodrigo Borgia había depositado todas sus esperanzas en los que tuvo con Vanozza, César Juan y Lucrecia.

El cardenal había ostentado el cargo de vicecanciller bajo distintos pontífices. Había servido a Inocencio, el actual papa, durante los últimos ocho años, y había ofrecido lo mejor de sí mismo para fortalecer el poder y la legitimidad de la Iglesia.

Pero ni la fidelidad de sus consejeros ni la leche fresca de una madre, ni tan siquiera la transfusión de la sangre de tres niños, pudo salvar la vida del papa Inocencio; cada uno de los tres niños había sido obsequiado con un ducado y, al fracasar los experimentos médicos, sus padres fueron obsequiados con un lujoso funeral y cuarenta ducados.

El papa Inocencio había dejado vacías las arcas del papado y el Vaticano se encontraba indefenso ante las afrentas de los reyes de España y de Francia. Las finanzas del Vaticano se encontraban en tal estado que el sumo pontífice se había visto obligado a empeñar su tiara, su sagrado tocado, para poder comprar palmas para distribuir por Roma el Domingo de Ramos. En contra de los consejos de Rodrigo Borgia, Inocencio había permitido que los gobernantes de Milán, Nápoles, Venecia, Florencia y otras muchas ciudades se retrasaran a la hora de hacer efectivos sus tributos al tesoro de la Iglesia. Además, Inocencio había dilapidado una verdadera fortuna sufragando una cruzada en la que ya nadie deseaba participar.

Como resultado de todo ello, ahora iba a hacer falta un auténtico mago de la estrategia y las finanzas para devolver su antigua gloria y esplendor a la Iglesia. Pero ¿quién podría ser ese hombre? Todo el mundo se hacía la misma pregunta, pero la respuesta dependía exclusivamente del Sacro Colegio Cardenalicio, cuyos miembros habían de tomar su decisión guiados por el infalible auspicio del Espíritu Santo; pues un papa no podía ser cualquier hombre, sino alguien enviado a la tierra para cumplir los designios del Sumo Hacedor.

El 6 de agosto de 1492, tras el fallecimiento de Inocencio, el cónclave cardenalicio se reunió en la capilla Sixtina para elegir al nuevo papa, algo para lo cual era necesario lograr una mayoría de dos tercios.

Fieles a la tradición, los veintitrés miembros del Sacro Colegio Cardenalicio comenzaron las deliberaciones necesarias para nombrar al sucesor de san Pedro, el vicario de Cristo, el nuevo guardián de la fe, el hombre que no sólo se convertiría en el líder espiritual de la Santa Iglesia Católica, sino también en el líder terrenal de los Estados Pontificios. Un hombre que debería poseer una inteligencia privilegiada, una capacidad probada para dirigir tanto a hombres como a ejércitos Y el talento necesario para obtener ventajas mediante acuerdos con los gobernantes locales y los principales monarcas extranjeros.

Pues el hombre que llevara la tiara tendría la responsabilidad de reunir y administrar vastas riquezas, y de él dependería reunificar o fragmentar definitivamente ese conglomerado de ciudades y provincias feudales que conformaban el centro de la península Itálica. De ahí que, incluso antes de que el papa Inocencio falleciera, ya se hubieran establecido alianzas, se hubieran prometido propiedades y títulos y se hubieran comprado lealtades para apoyar la elección de los principales candidatos.

Entre el selecto grupo de posibles candidatos al solio pontificio, eran pocos los que podían considerarse merecedores de ese privilegio: el cardenal Ascanio Sforza, de Milán, el cardenal Cibo, de Venecia, el cardenal Della Rovere, de Nápoles, y el cardenal Borgia, de Valencia. Sin duda alguna, uno de ellos sería el nuevo papa, aunque, al no ser italiano, las posibilidades de Rodrigo Borgia eran escasas. Su mayor obstáculo era su origen español y, aunque hubiera cambiado su apellido español, Borja, por el italiano Borgia, eso no bastaba ni mucho menos para dejar de ser visto como un extranjero.

Aun así, Rodrigo Borgia no podía ser descartado, pues llevaba más de treinta y cinco años al servicio del Vaticano, y sus méritos eran extraordinarios. Como vicecanciller, había resuelto complejas situaciones diplomáticas de forma ventajosa para la Iglesia y, con cada nuevo éxito, había aumentado sus propias riquezas. El cardenal Borgia había situado a muchos miembros de su extensa familia en puestos de poder y les había concedido títulos y privilegios que las familias de más rancio abolengo de Italia consideraban una usurpación. ¿Un papa español? Imposible. El solio pontificio estaba en Roma y, como tal, debía ser ocupado por un italiano.

Ahora, rodeado del más absoluto secretismo, el cónclave emprendió su tarea. Aislados en celdas individuales dentro de la amplia capilla, los cardenales no podían tener ningún contacto entre sí, ni tampoco con el mundo exterior. Cada cardenal estaba obligado a tomar su decisión de forma individual mediante la oración y con la única intercesión del Espíritu Santo, En el interior de cada una de las húmedas y oscuras celdas tan sólo había un pequeño altar con un crucifijo y varios cirios encendidos como toda ornamentación, un duro camastro, un orinal, una jarra de agua, sal, y una cesta con almendras garrapiñadas, mazapanes, bizcochos y azúcar. Al no haber una cocina, cada comida era preparada en los palacios de los cardenales y transportada en recipientes de madera que los criados entregaban a través de la pequeña abertura que había en la única puerta de la capilla.

Los cardenales debían ser rápidos en su decisión, ya que, transcurrida la primera semana, las raciones empezarían a reducirse y tendrían que alimentarse exclusivamente a base de pan, vino y agua.

Tras la muerte del papa Inocencio, el caos se había adueñado de Roma. Sin gobierno, los comercios y las casas eran saqueados y los asesinatos se contaban por centenares. Y, lo que era aún peor, mientras siguiera sin haber un sumo pontífice, la propia Roma corría el peligro de ser conquistada.

Miles de ciudadanos se habían congregado frente a la basílica de San Pedro. Oraban, ondeaban estandartes y cantaban himnos con la esperanza de que pronto hubiera un nuevo papa que acabara con el infierno que se había apoderado de la ciudad.

Dentro de la capilla Sixtina, los cardenales luchaban con su propia conciencia, pues, de no ser cuidadosos en su decisión, a cambio de salvaguardar sus bienes terrenales podían ver condenadas sus almas.

La primera ronda de deliberaciones duró tres días, pero ningún cardenal obtuvo la mayoría necesaria. Los votos estuvieron repartidos entre el cardenal Ascanio Sforza, de Milán, y el cardenal Della Rovere, de Nápoles, ambos con ocho votos. Rodrigo Borgia obtuvo siete votos. Una vez completado el recuento, tal como exigía la tradición, los votos fueron quemados.

La muchedumbre que llenaba la plaza observó atentamente el humo negro que surgía de la chimenea formando lo que parecía un oscuro signo de interrogación sobre la capilla Sixtina. Interpretándolo como una señal divina, se santiguaron y levantaron sus crucifijos al cielo. Como no salió ningún emisario al balcón, rezaron con más fervor incluso que antes.

Mientras tanto, los cardenales habían regresado a sus celdas para reconsiderar sus votos.

Dos días después, la segunda votación no ofreció ningún cambio. En esta ocasión, cuando la fumata negra se elevó sobre el Vaticano, las oraciones se llenaron de desesperanza y los himnos sonaron con menor intensidad. Un ambiente sombrío se apoderó de la plaza, que tan sólo estaba iluminada por la luz parpadeante de algunos faroles.

Los rumores empezaron a extenderse por las calles de Roma. Al amanecer del día siguiente, algunos ciudadanos juraron haber visto tres soles idénticos en el cielo. La muchedumbre, asombrada, lo interpretó como una señal de que el próximo pontífice lograría restablecer el equilibrio entre los tres poderes del papado: el terrenal, el espiritual y el divino. Parecía un buen presagio.

Pero también hubo quien dijo que, aquella noche, dieciséis antorchas se habían encendido de forma espontánea en lo más alto del palacio del cardenal Della Rovere y que todas menos una se habían apagado inmediatamente después. Sin duda, era un mal presagio, ¿Cuál de los tres poderes del papado sería el que lograría prevalecer? Al oír el nuevo rumor, los fieles reunidos en la plaza se sumieron en un silencio sobrecogedor.

En la capilla Sixtina, los cardenales parecían encontrarse en un callejón sin salida. Las celdas cada vez resultaban más frías y húmedas y los cardenales de mayor edad empezaban a sentir los efectos de la presión. Era insoportable. ¿Cómo podía pensar nadie con claridad con el vientre revuelto y las rodillas en carne viva?

Esa noche, varios cardenales abandonaron sus celdas. Se negociaron cargos y posesiones, se forjaron nuevas lealtades y se hicieron todo tipo de promesas, pues un cardenal podía lograr grandes riquezas y oportunidades a cambio de su voto. Pero las mentes y los corazones de los hombres son veleidosos y las tentaciones siempre están al acecho. Pues, si un hombre es capaz de vender su alma a un diablo, ¿acaso no podrá vendérsela también a otro?

En la plaza, el gentío cada vez era menos numeroso. Cansados, descorazonados, preocupados por su seguridad y la de sus casas, muchos ciudadanos abandonaron la plaza. Y, así, a las seis de la mañana, cuando el humo de la chimenea por fin se tornó blanco y volvieron a abrirse las ventanas tapiadas del Vaticano, apenas quedaban algunos fieles en la plaza.

Una figura vestida con ricos hábitos proclamó desde el balcón:

—¡Habemos papa!

Aquellos que conocían las dificultades con las que se había topado el cónclave se preguntaban qué cardenal habría salido elegido finalmente. ¿Ascanio Sforza o Della Rovere? Hasta que una nueva figura, un hombre de imponente tamaño, salió al balcón y lanzó a la plaza unos trozos de papel en los que se podía leer: «Habernos papa. El cardenal Rodrigo Borgia de Valencia. El papa Alejandro VI. ¡Alabado sea el Señor!».