Capítulo 1

El sol estival calentaba las calles empedradas de Roma mientras el cardenal Rodrigo Borgia caminaba hacia el palacio donde lo esperaban sus hijos, César, Juan y Lucrecia, carne de su carne, sangre de su sangre. Aquel día, el vicecanciller del Papa, el segundo hombre más poderoso de la Iglesia, se sentía especialmente afortunado.

Al llegar al palacio donde vivía Vanozza Catanei, la madre de sus hijos, el cardenal se sorprendió a sí mismo silbando alegremente. Como miembro de la Iglesia, le estaba prohibido contraer matrimonio, pero, como hombre de Dios que era, tenía la seguridad de comprender los deseos del Señor. ¿Pues acaso no creó el Padre Celestial a Eva para completar a Adán en el jardín del Edén? ¿No era lógico deducir entonces que, en este valle de lágrimas, en este mundo plagado de infelicidad, un hombre necesitaba también del consuelo de una mujer?

Rodrigo Borgia había tenido otros tres hijos cuando todavía era un joven obispo, pero los que le había dado Vanozza ocupaban un lugar especial en su corazón. Incluso los imaginaba de pie sobre sus hombros, formando un ser prodigioso, ayudándolo a unificar los Estados Pontificios y a extender los dominios de la Iglesia hasta los últimos confines del mundo.

Sus hijos lo llamaban «padre», pues, a sus ojos, no existía ningún conflicto entre su condición de cardenal y su condición de padre, entre su devoción por ellos y su lealtad a la causa divina. ¿Acaso no paseaban con gran ceremonial por la ciudad los hijos del papa Inocencio durante los principales festejos de Roma?

Hacía más de diez años que el cardenal Borgia compartía el lecho de Vanozza y, durante todo ese tiempo, ella había sido capaz de brindarle las más intensas emociones, manteniendo siempre viva la llama de la pasión. No es que Vanozza hubiera sido la única mujer de su vida, pues el cardenal era un hombre de grandes apetitos, pero, sin duda, había sido la más importante. Era una mujer hermosa e inteligente con la que podía compartir sus pensamientos más íntimos sobre todo tipo de cuestiones, tanto divinas como terrenales. Hasta tal punto era así que, en más de una ocasión, Vanozza le había dado sabios consejos, que él, por supuesto, había correspondido con generosidad.

Vanozza intentó sonreír mientras veía partir a sus hijos junto al cardenal.

A sus cuarenta años, conocía mejor que nadie al hombre que se escondía bajo el cardenalicio púrpura. Sabía que Rodrigo tenía una ambición sin límites, una ambición que nada ni nadie podría saciar nunca. Él mismo le había contado sus planes para aumentar el poder de la Iglesia mediante una serie de alianzas políticas y tratados que cimentarían tanto la autoridad del Papa como la suya propia. Las estrategias del cardenal se forjaban en su mente con el mismo vigor con el que sus futuros ejércitos conquistarían nuevos territorios, pues Rodrigo Borgia estaba destinado a convertirse en uno de los hombres más poderosos de su tiempo y su éxito sería también el éxito de sus hijos, Vanozza sabía que, algún día, como herederos del cardenal, sus hijos gozarían de un poder sin límites. Y esa idea era su único consuelo ahora que los veía partir.

Abrazó con fuerza a Jofre, su hijo menor, demasiado joven para separarse de ella, pues todavía necesitaba del alimento que le ofrecía su pecho. Pero Jofre también se separaría de ella algún día. Los ojos negros de Vanozza se llenaron de lágrimas mientras observaba cómo el cardenal se agachaba y cogía de la mano a Juan y a Lucrecia, su única hija, de tan sólo tres años de edad. César, dejado de lado, caminaba en silencio detrás de su padre. Vanozza pensó que sus celos podrían traerle problemas, aunque, con el tiempo, Rodrigo aprendería a conocerlo tan bien como ella.

Vanozza esperó hasta que sus hijos desaparecieron entre la multitud. Finalmente, se dio la vuelta, entró en el palacio y cerró la pesada puerta de madera a su espalda.

Apenas habían dado un par de pasos cuando César, de siete años, empujó a Juan con tanta fuerza que éste estuvo a punto de caer al suelo. El cardenal se volvió hacia César:

—Hijo mío —dijo—, ¿acaso no puedes pedir lo que deseas en vez de empujar a tu hermano?

Juan, tan sólo un año más joven que César, pero de una apariencia mucho más frágil, sonrió con satisfacción al ver que su padre acudía en su defensa. César se acercó a él y lo pisó con fuerza.

Juan dejó escapar un grito de dolor.

El cardenal cogió a César del blusón, lo levantó del suelo y lo agitó con tanta fuerza que los rizos castaños del niño cayeron despeinados sobre su frente. Después volvió a posarlo sobre el empedrado y se agachó frente a él.

—Dime, César, ¿qué es lo que tanto te molesta? —preguntó con candor.

Los ojos de César, oscuros y penetrantes, brillaban como dos trozos de carbón.

—Lo odio, padre —exclamó acaloradamente César mientras miraba fijamente al cardenal—. Siempre lo elegís a él.

—Escúchame bien, César —dijo el cardenal, divertido ante la reacción de su hijo—. La fuerza de una familia, al igual que la de un ejército, reside en la unidad de sus miembros. Además, odiar a tu hermano es pecado mortal y no creo que debas poner en peligro la salvación de tu alma por algo tan insignificante como esto. —El cardenal se incorporó, haciéndole sombra a su hijo con su imponente figura—. Y, además, me parece que hay suficiente de mí como para satisfacer los deseos de todos mis hijos. ¿No crees? —preguntó, sonriendo, mientras se acariciaba el corpulento abdomen.

Rodrigo Borgia era un hombre apuesto y de gran corpulencia, cuya estatura le permitía cargar con su peso con dignidad. Sus oscuros ojos a menudo brillaban, divertidos; su nariz, aun siendo grande, no resultaba ofensiva y sus labios, plenos, sensuales y casi siempre sonrientes, le conferían un aspecto generoso. Pero era su magnetismo, esa energía intangible que irradiaba, lo que hacía que todo el mundo coincidiera en afirmar que era uno de los hombres más atractivos de Roma.

—Si quieres te dejo mi sitio, Ces —le dijo Lucrecia a su hermano con una voz tan cristalina que el cardenal no pudo evitar volverse hacia ella, fascinado. Lucrecia tenía los brazos cruzados delante del pecho y sus largos tirabuzones rubios colgaban libres sobre sus hombros. Su rostro angelical albergaba un gesto de absoluta determinación.

—¿Es que ya no quieres coger la mano de tu padre? —preguntó el cardenal, fingiendo un puchero.

—No lloraré si no lo hago —dijo ella—. Ni tampoco me enfadaré.

—No seas burra, Crecia —dijo César con afecto—. Juan se está comportando como un bebé. Puede defenderse solo. No necesita que lo ayudes —añadió. Después miró con aversión a su hermano, quien se apresuró a secarse las lágrimas con la suave manga de su blusón de seda.

El cardenal despeinó cariñosamente a Juan.

—No debes llorar, hijo mío. Puedes seguir cogiéndome la mano —lo tranquilizó. Después se giró hacia César—: Y tú, mi pequeño guerrero, coge mi otra mano. —Finalmente miró a Lucrecia—: ¿Y tú, mi dulce niña? ¿Qué voy a hacer contigo?

El cardenal observó con agrado el gesto impertérrito de su hija, que no dejaba traslucir el menor sentimiento, y sonrió con satisfacción.

—Desde luego, nadie puede negar que seas hija mía. Como recompensa a tu generosidad y a tu valor, ocuparás el lugar de honor.

Y, sin más, se agachó, levantó a su hija en el aire y la sentó sobre sus hombros. Lucrecia parecía una hermosa corona sobre la cabeza del cardenal. Rodrigo Borgia rió con sincera felicidad y siguió caminando junto a sus tres hijos.

El cardenal instaló a sus hijos en el palacio de Orsini, frente a su residencia en el Vaticano, donde su prima, la viuda Adriana Orsini, se encargaría de sus cuidados. Poco tiempo después, cuando Orso, el joven hijo de Adriana, se comprometió en matrimonio a los trece años, su prometida, Julia Farnesio, de quince, se trasladó al palacio para ayudar a Adriana a cuidar de los hijos del cardenal.

Aunque los tres niños quedaron desde ese momento bajo la tutela del cardenal, siguieron visitando asiduamente a su madre, que, tras enviudar, había contraído matrimonio por tercera vez; en esta ocasión, con Carlo Canale. Al igual que había elegido a sus anteriores esposos, Rodrigo Borgia había elegido a Canale para ofrecerle a Vanozza la protección y la reputación de un hogar respetable. El cardenal siempre había sido generoso con ella; además, lo que Vanozza no había recibido de él lo había heredado de sus dos primeros esposos. Al contrario que las frívolas cortesanas que mantenían muchos miembros de la aristocracia, Vanozza era una mujer práctica a la que Rodrigo admiraba sinceramente. Tenía varias posadas bien regentadas y algunas tierras que le proporcionaban una renta considerable. Además, como era una mujer piadosa, había sufragado la construcción de una capilla dedicada a la Virgen, donde llevaba a cabo sus oraciones diarias.

A Vanozza y el cardenal les seguía uniendo una sincera amistad, aunque tras diez años de relación, su mutua pasión había acabado por enfriarse.

Vanozza no tardó en separarse de Jofre, pues la marcha de sus hermanos lo sumió en tal desconsuelo que su madre no tuvo más remedio que enviarlo al palacio de Orsini. Y así fue como los cuatro hijos de Rodrigo Borgia pasaron al cuidado de Adriana Orsini.

Como correspondía a los hijos de un cardenal, los niños fueron instruidos por los tutores de mayor prestigio de Roma. Estudiaron humanidades, astronomía, astrología e historia y aprendieron distintos idiomas, entre los cuales se incluían el español, el francés, el inglés y, por supuesto, el latín, la lengua de la Iglesia. César destacó desde el principio por su inteligencia y su naturaleza competitiva, aunque fue Lucrecia quien demostró poseer mayor talento.

Aunque era costumbre enviar a las jóvenes a un convento para que dedicaran su vida a los santos, el cardenal, aconsejado por Adriana, dispuso que Lucrecia dedicara su infancia a las musas y que recibiera su educación de manos de los mismos tutores que sus hermanos. Así, Lucrecia, que amaba sinceramente las artes, aprendió a tocar el laúd y la técnica del dibujo, del baile y del bordado, sobresaliendo en el empleo del hilo de plata y oro y en la composición poética. Pasaba largas horas componiendo versos de éxtasis divino y, en ocasiones, también de amor terrenal. Encontraba especial inspiración en los santos, que a menudo llenaban su corazón hasta el punto de dejarla sin habla.

Como era su obligación, no tardó en desarrollar todos aquellos encantos y talentos que aumentarían su valor a la hora de forjar las alianzas matrimoniales con las que la familia Borgia esperaba beneficiarse en el futuro.

Julia Farnesio la mimaba como si fuera su hermana pequeña y Adriana y el propio cardenal la colmaban de atenciones, por lo que Lucrecia creció feliz y con una disposición complaciente. Curiosa por naturaleza y de carácter afable, Lucrecia, que sentía aversión por los enfrentamientos, siempre hizo todo lo posible por conservar la armonía familiar.

Un hermoso domingo, después de cantar la misa mayor en la vieja basílica de San Pedro, el cardenal Borgia invitó a sus hijos a reunirse con él en sus aposentos privados. Se trataba de un gesto osado y excepcional, pues, en los tiempos del papa Inocencio, todos los hijos de un clérigo eran considerados oficialmente como sobrinos. Reconocer abiertamente su paternidad podía poner en peligro el ascenso del cardenal en la jerarquía eclesiástica. Aunque era de dominio público que los cardenales, e incluso los papas, tenían hijos, mientras ese hecho se mantuviera oculto bajo el manto de la «familia» y la verdadera condición filial sólo se mencionase en documentos privados, el honor asociado al cargo eclesiástico permanecería intacto. Pero el cardenal no era un hombre dado a la hipocresía, aunque, por supuesto, había ocasiones en las que se veía obligado a adornar la realidad. Pero eso era algo lógico, pues, después de todo, Rodrigo Borgia era un hombre que vivía de la diplomacia.

Para tan especial ocasión, Adriana había vestido a los niños con sus mejores galas: César, de satén negro; Juan, de seda blanca, y Jofre, que tan sólo tenía dos años, de terciopelo azul con ricos bordados. Lucrecia, por su parte, llevaba un largo vestido de encaje color melocotón y una pequeña diadema con piedras preciosas.

El cardenal estaba leyendo un documento oficial que le había traído de Florencia su consejero, Duarte Brandao, un hombre alto y delgado con una larga melena negra y delicadas facciones que solía conducirse con gentileza y amabilidad, aunque en Roma se decía que no existía cólera como la suya cuando se topaba con la deslealtad o la insolencia. El documento estaba relacionado con el fraile dominico al que se conocía como Savonarola. Se rumoreaba que era un profeta imbuido por el Espíritu Santo. Para el cardenal suponía una seria amenaza, pues los ciudadanos de Florencia se peleaban por escuchar sus sermones y seguían sus dictados con gran fervor, Savonarola era un orador elocuente, cuyos encendidos sermones a menudo giraban en torno a los excesos carnales y financieros del papado.

—No debemos perder de vista a ese fraile —dijo el cardenal—. Son muchas las grandes familias que han caído a causa de las palabras de hombres insignificantes que creen estar en posesión de la verdad divina. Savonarola no sería el primer fanático que destrona a un rey.

Duarte se acarició el bigote con el dedo índice mientras meditaba sobre las palabras de Rodrigo Borgia.

—He oído que ese fraile también dirige su ira contra los Médicis. Y, al parecer, los ciudadanos de Florencia aplauden sus críticas.

Ambos hombres interrumpieron su conversación al oír entrar a los hijos del papa. Duarte Brandao les dio la bienvenida con una reverencia y se retiró en silencio.

Lucrecia corrió a los brazos de su padre mientras sus hermanos aguardaban junto a la puerta con las manos detrás de la espalda.

—Venid, hijos míos —dijo Rodrigo, tomando a Lucrecia entre sus brazos—. Acercaos y dadle un beso a vuestro padre —insistió, atrayéndolos hacia sí con un gesto de la mano y una amplia y cálida sonrisa.

César fue el primero en llegar. Rodrigo Borgia dejó a Lucrecia sobre el pequeño escabel que había a sus pies y abrazó a su hijo. César era un niño alto y fornido y al cardenal le gustaba abrazarlo, pues al hacerlo se sentía seguro sobre el futuro.

—César —dijo con cariño—, nunca dejo de darle las gracias al Señor por la alegría que siento al estrecharte entre mis brazos.

César sonrió, feliz, y se hizo a un lado para dejar sitio a su hermano. Tal vez fuera la velocidad de los latidos del corazón de Juan lo que hizo que Rodrigo lo abrazara con más delicadeza y durante más tiempo que a César.

Normalmente, cuando almorzaba a solas en sus aposentos, el cardenal sólo comía un poco de fruta y queso con pan, pero ese día había dado instrucciones para que llenaran la mesa de fuentes de pasta y aves de corral y buey con dulces salsas y montañas de castañas garrapiñadas.

Al ver como sus hijos y Adriana, y su hijo Orso y la hermosa y encantadora Julia Farnesio reían y conversaban jovialmente alrededor de la mesa, Rodrigo Borgia se sintió un hombre afortunado. En silencio, rezó una oración de gratitud. Cuando su criado llenó de vino tinto su copa de plata, dejándose llevar por su dicha, el cardenal le dio a beber a su hijo Juan su primer sorbo de vino.

Pero al probar el vino, Juan hizo una mueca de asco.

—No me gusta —dijo—. Está muy amargo.

Una terrible sospecha estremeció a Rodrigo Borgia. Era vino dulce. No podía tener un sabor amargo…

Juan no tardó en quejarse de un dolor en el vientre. Su padre y Adriana intentaron tranquilizarlo, pero el niño vomitó violentamente. El cardenal cogió a su hijo en brazos, salió a la antesala del comedor y lo tumbó con suavidad sobre un diván brocado. Juan perdió el conocimiento.

Un criado acudió en busca del médico del papa.

—Ha sido envenenado —dijo el médico después de examinar al niño.

Juan estaba pálido como la cal. Tenía fiebre y un oscuro hilo de bilis le resbalaba desde la comisura de los labios.

—¡Ese veneno iba dirigido a mi! —exclamó Rodrigo Borgia, encolerizado.

Duarte Brandao permanecía a unos metros de la escena con la espada desenvainada, alerta ante cualquier posible amenaza.

El cardenal se volvió hacia él.

—Tenemos un enemigo dentro de palacio —dijo—. Reúne a todos los criados en el salón principal. Sírveles una copa de vino y tráeme a quien se niegue a beber.

—Pero, Su Santidad —intervino Adriana—. Comprendo vuestro dolor, pero así sólo conseguiréis que todos vuestros criados enfermen.

—No beberán del mismo vino que mi pobre hijo —la interrumpió Rodrigo—. Les daremos vino sin envenenar. Tan sólo el traidor lo rechazará, pues el miedo le impedirá llevarse la copa a los labios.

Duarte salió a cumplir las órdenes del cardenal.

Juan yacía inmóvil. Adriana, Julia y Lucrecia, sentadas junto a él, secaban el sudor de su frente.

El cardenal cogió la mano de su hijo y la besó. Después fue a su capilla privada y se arrodilló a rezar frente a la imagen de la Virgen, pues ella sabía el dolor que se sentía al perder a un hijo.

—Haré todo lo que esté en mi mano, todo lo humanamente posible, para extender la palabra de tu hijo por el mundo, Santa Madre. Haré que miles de personas adoren a tu hijo si tú salvas la vida del mío…

El joven César entró en la capilla con lágrimas en los ojos.

—Acércate, hijo mío. Reza conmigo por la salvación de tu hermano —dijo Rodrigo Borgia, y César se arrodilló junto a su padre.

En los aposentos del cardenal, todos guardaban silencio.

—El canalla se ha descubierto —anunció Duarte al regresar—. Es un mozo de cocina. Hasta hace poco estaba al servicio de la casa de Rímini.

Rímini era una pequeña provincia feudal del litoral oriental de la península Itálica. Su gobernante, el duque Gaspare Malatesta, enemigo acérrimo del papado, era un hombre lo suficientemente grande como para albergar en su cuerpo el alma de dos personas. Pero era por su pelo, rizado y salvajemente rojizo, por lo que se lo conocía como el León de Rímini.

El cardenal Borgia se alejó unos pasos de su hijo.

—Pregúntale a ese miserable por qué me odia tanto su señor —. Después asegúrate de que beba todo el vino de nuestra mesa.

Duarte asintió.

—¿Qué debemos hacer con él cuando el veneno haya hecho efecto? —preguntó.

—Montadlo en un asno, atadlo firmemente al animal y enviadlo con un mensaje al León de Rímini. Decidle que ruegue al cielo por el perdón de su alma y que se prepare para encontrarse con Dios.

Juan permaneció sumido en un profundo letargo durante varias semanas. El cardenal había insistido en que permaneciera en palacio para que pudiera tratarlo su médico personal. Mientras Adriana velaba su sueño y varias criadas se encargaban de sus cuidados, Rodrigo Borgia pasaba hora tras hora rezando en la capilla.

—Te brindaré las almas de miles de hombres, Santa Madre de Dios —prometía con fervor—. Sólo te pido que intercedas ante Jesucristo Nuestro Señor por la vida de mi hijo.

Cuando sus plegarias obtuvieron respuesta, el cardenal se entregó en cuerpo y alma a servir a la Iglesia. Pero Rodrigo Borgia sabía que la intervención divina no bastaría siempre para garantizar la seguridad de su familia. Había algo que debía hacer sin mayor demora: debía enviar a alguien a España a por don Michelotto.

Miguel Corella, don Michelotto, el sobrino bastardo del cardenal Rodrigo Borgia, nunca se había resistido a su destino. De niño, en su Valencia natal, nunca había demostrado maldad, y a menudo se había encontrado a sí mismo defendiendo a aquellos cuya bondad los hacía vulnerables a la crueldad de los demás; pues la bondad suele confundirse con la debilidad.

Miguel supo desde niño que su destino era proteger a aquellos que debían extender por el mundo la luz de Dios y de la Iglesia. Había sido un niño fuerte, tan tenaz en sus lealtades como en sus actos. Cuando era un fornido adolescente, se había enfrentado al bandolero más temido de la región por defender la casa de su madre, la hermana del cardenal. Tan sólo tenía dieciséis años cuando el bandolero y sus hombres entraron en su casa e intentaron robar el baúl donde su madre guardaba sus reliquias sagradas y el ajuar de la familia, Cuando Miguel, que raramente hablaba, maldijo al bandolero y se negó a apartarse del baúl, éste le rajó la cara con su estilete, y le hizo un profundo corte desde la boca hasta la mejilla. La sangre manaba a borbotones de su rostro. Su madre chillaba y su hermana lloraba de manera inconsolable, pero Miguel no se apartó del baúl.

Finalmente, cuando los vecinos dieron la voz de alerta, el bandolero y sus secuaces huyeron a las montañas sin su botín.

Algunos días después, cuando regresaron al pueblo, los bandoleros se toparon con la resistencia de los vecinos y, aunque la mayoría de ellos lograron huir, Miguel capturó al jefe. A la mañana siguiente, el desafortunado pecador fue encontrado colgado de un árbol en la plaza del pueblo. La reputación de Miguel se extendió rápidamente por la comarca y nunca más nadie volvió a enfrentarse a él.

La herida no tardó en sanar, pero la cicatriz le deformó el rostro en una mueca perpetua. Aunque en cualquier otro hombre esa mueca hubiera resultado repulsiva, la rectitud y la mirada piadosa de sus ojos permitían que cualquiera que viese a Miguel reconociera inmediatamente la bondad de su alma.

Y fue así como Miguel pasó a ser conocido como don Michelotto, un hombre al que todos respetaban.

El cardenal Borgia mantenía que, en cada familia, alguien debía entregar su vida a la fe y predicar la palabra de Dios. Pero para que pudiera tener éxito en su misión divina, también debía haber alguien que garantizase la seguridad de la familia. De ahí que Rodrigo razonara que aquellos que se sentaran en el trono de la Iglesia debían contar con el apoyo de una mano humana que los defendiera del mal, pues éste siempre estaba al acecho en el mundo de los hombres.

Al cardenal no le sorprendía que el joven don Michelotto hubiera sido llamado a cumplir ese papel, pues, sin duda, Miguel Corella era un hombre de una naturaleza superior. Por mucho que sus enemigos intentaran mancillar su reputación con todo tipo de falsas habladurías, su fidelidad para con el Padre Celestial y la causa divina estaba fuera de toda duda; el cardenal tenía la absoluta certeza de que don Michelotto siempre sometería sus propios deseos a los de la Iglesia.

Igual que el cardenal creía que sus actos estaban guiados por la mano de Dios, don Michelotto sostenía que sus manos eran guiadas por la misma fuerza divina, por lo que no existía la posibilidad de cometer un acto injusto ni pecaminoso. ¿Pues acaso no estaba enviando un alma a su creador cada vez que apagaba el aliento de un enemigo del cardenal?

Y así fue como, al poco tiempo de recuperarse su hijo, Rodrigo Borgia, que también se había criado en Valencia, mandó llamar a Roma a su sobrino, que por aquel entonces tenía veintiún años. Consciente de los peligros que lo acechaban, el cardenal confió así la seguridad y el bienestar de su familia a don Michelotto. A partir de ese día, los hijos del cardenal rara vez se dieron la vuelta sin toparse con la sombra de don Michelotto.

Cuando sus deberes de vicecanciller se lo permitían, el cardenal aprovechaba cualquier momento libre para visitar a sus hijos y jugar con ellos. Además, siempre que podía, llevaba a sus hijos consigo a la magnífica hacienda que poseía en la campiña.