62

Scarlett oyó fuera un murmullo de voces y, acercándose a la puerta, vio a los asustados negros en pie en el vestíbulo. Dilcey con los brazos combados por el peso del dormido Beau, el tío Peter llorando y Cookie secándose con el delantal la cara, húmeda de lágrimas. Los tres la contemplaban, preguntando sin palabras lo que debían hacer ahora. Miró a través del vestíbulo hacia el saloncito y vio a India y a tía Pitty también de pie, sin hablar, cogidas de la mano. Por una vez, India parecía haber perdido su tiesura. Lo mismo que los negros, ellas también miraban, implorantes, a Scarlett, esperando sus instrucciones. Se dirigió al saloncito y las dos mujeres se acercaron a ella.

—¡Oh, Scarlett, qué…! —empezó tía Pitty, con su gruesa boca infantil sacudida por un temblor.

—No me hables o empezaré a llorar —dijo Scarlett. Sus nervios destrozados dieron un tono agudo a su voz, y sus manos se crisparon sobre sus caderas. La idea de hablar ahora de Melanie, de hacer los preparativos indispensables que siguen a una muerte, le agarrotaba la garganta.

—No quiero oír ni una palabra de ninguno de vosotros. Ante el acento autoritario de su voz, todos se echaron atrás, con expresión de desamparo en los rostros. «No debo llorar delante de ellos —pensaba Scarlett—, no debo estallar ahora, o si no empezarán a llorar también, y los negros empezarán a gritar, y todos nos volveremos locos. Debo dominarme. Es mucho lo que voy a tener que hacer. Ver a los empleados de la funeraria, y disponer el entierro, y vigilar que la casa esté limpia, y estar aquí para hablar a la gente que llorará ante mí… Ashley no puede hacer esas cosas. Pitty e India tampoco pueden hacerlas. Tengo que hacerlas yo. ¡Oh, qué peso tan terrible! Siempre ha sido un peso terrible y siempre lo ha soportado alguien que no he sido yo.»

Miró los rostros doloridos de India y de Pitty y sintió una oleada de contrición. A Melanie no le gustaría que fuese tan dura con aquellos que tanto la habían querido.

—Siento haberme puesto así —dijo, hablando con dificultad—. Es sencillamente que… siento haber estado desagradable. Voy un minuto al porche, tía. Necesito estar sola. Luego volveré, y haremos… Dio unas palmaditas a tía Pitty y salió rápidamente por la puerta principal, comprendiendo que, si permanecía un minuto más en aquella habitación, sus nervios saltarían. Necesitaba estar sola. Y necesitaba llorar o le estallaría el corazón.

Salió al porche oscuro, cerrando la puerta tras de sí, y el aire frío le dio de lleno en el rostro. La lluvia había cesado y no se oía más ruido que el monótono caer de las gotas de la parra. El contorno estaba envuelto en una niebla espesa que llevaba en su aliento el perfume del año que moría. Todas las casas al otro lado de la calle estaban a oscuras, excepto una, y la luz de una lámpara en la ventana, al caer en la calle, luchaba débilmente con la niebla, con las partículas de oro que flotaban en sus rayos. Era como si el mundo entero estuviera envuelto en una manta de humo gris. Y el mundo entero estaba en silencio.

Inclinó la cabeza contra una columnita del porche y quiso llorar, pero las lágrimas no acudieron a sus ojos. ¡Era una desgracia demasiado grande para llorar! Se estremeció. Aún resonaban en su imaginación, atronando sus oídos, los derrumbamientos de las dos inconquistables ciudadelas de su vida. Permaneció un rato tratando de requerir las palabras mágicas de su existencia: «Pensaré en todo esto mañana, cuando pueda soportarlo mejor». Pero las palabras mágicas habían perdido su poder. Ahora tenía que pensar en dos cosas: en Melanie y en cuánto la quería y la necesitaba, y en Ashley y en la inexplicable ceguera que le había impedido verlo como realmente era. Y sabía que estos pensamientos la herirían con la misma intensidad mañana y todos los mañanas de su vida.

«No puedo volver a entrar ahora ahí dentro y hablar con todos ellos —pensó—. No puedo enfrentarme esta noche con Ashley y consolarlo. Esta noche, no. Mañana por la mañana vendré temprano y haré las cosas que tengo que hacer, diré las cosas alentadoras que tenga que decir. Pero esta noche no. No puedo. Me voy a casa.»

De allí a su casa sólo había cinco manzanas de edificios… No quería esperar a que el sollozante Peter enganchase el coche, no quería esperar al doctor Meade para que la llevase a casa. No podía soportar las lágrimas del uno ni la muda reprobación del otro. Bajó rápidamente los oscuros escalones y salió, sin abrigo ni sombrero, a la humedad de la noche. Dio vuelta a la esquina y echó a andar, colina arriba, hacia Peachtree Street, caminando por un mundo silencioso y oscuro. Hasta sus propios pasos eran tan silenciosos como en un sueño.

Mientras se acercaba a la colina con el pecho henchido de lágrimas que no querían brotar, percibió a su alrededor una sensación irreal, la sensación de que ya había estado en aquel lugar húmedo y oscuro y bajo el mismo cúmulo de circunstancias, y no una, sino varias veces antes de entonces. «¡Qué tontería!», pensó, intranquila, apretando el paso. Los nervios la estaban engañando. Pero la sensación persistía, invadiendo su imaginación. Miró a su alrededor, insegura, y la sensación aumentó, fantástica, pero familiar. Levantó la cabeza como un animal que presiente el peligro. «Es sencillamente que estoy destrozada por lo que ha ocurrido», se dijo, procurando tranquilizarse. ¡Y la noche tan misteriosa, tan llena de niebla! Nunca había visto antes una niebla tan espesa, excepto…, excepto…

Y entonces comprendió, y el miedo le oprimió el corazón. Ahora sabía. En cientos de pesadillas había volado a través de una niebla como ésta, a través de una región obsesionante, sin linderos, envuelta en una niebla densa y helada, poblada de espíritus horribles y de sombras. ¿Estaba otra vez soñando o era el sueño que se había hecho realidad?

Por un momento, la noción de las cosas la abandonó y se vio perdida. La antigua sensación de la pesadilla se apoderó de ella más fuerte que nunca y su corazón comenzó a galopar. Estaba de nuevo rodeada de muerte y de silencio, como había estado una vez en Tara. Todo lo que importaba en el mundo se había marchado de él, la vida estaba en ruinas y el pánico ululaba en su corazón como un huracán furioso. El horror que entrañaba la niebla y era a la vez la niebla, la dominó. Y echó a correr. Como había corrido un centenar de veces en sus sueños, lo mismo corría ahora. Huyendo ciegamente, sin saber adonde, impelida por un espanto sin nombre, buscando entre la niebla gris la salvación que estaba en algún sitio.

Corrió por la oscura calle arriba, con la cabeza baja, el corazón martilleándole en el pecho, el aire húmedo de la noche en los labios, los amenazadores árboles sobre su cabeza. En algún sitio, en algún sitio de esta tierra salvaje, llena de húmeda calma, había un refugio. Jadeaba colina arriba con las húmedas faldas golpeándole los tobillos, con los pulmones a punto de estallar, con los cordones del corsé hundiéndole las varillas en el corazón.

Entonces, ante sus ojos, brilló una luz, una hilera de luces, empañadas y vacilantes, pero completamente reales. En su pesadilla nunca había habido luces, ¡sólo niebla gris! Su mente se asió a estas luces. Las luces significaban salvación, gente, realidad. De pronto detuvo su carrera con las manos crispadas, luchando por salir de su terror, mirando con intensidad la hilera de faroles que habían indicado a su cerebro que aquello era Peachtree Street, en Atlanta, y no un mundo gris de espíritus y sueños.

Se dejó caer, jadeante, en un guardacantón, esforzándose en dominar sus nervios como si fuesen cuerdas que se escapasen rápidamente de sus manos.

«Estaba corriendo, corriendo como una persona trastornada», pensó, con el cuerpo tembloroso aún por el miedo que iba disminuyendo, con los locos latidos del corazón haciéndole daño. Pero ¿hacia dónde corría?

Su respiración se hizo más sosegada, mientras descansaba oprimiéndose el pecho con las manos. Y miró Peachtree Street arriba.

Allí, en la cima de la colina, estaba su casa. Le pareció como si todas las ventanas estuvieran iluminadas, iluminadas desafiando a la niebla a empañar su brillo. ¡Su hogar! ¡Era verdad! Miró la lejana mole de la casa con agradecimiento, deseándola, y una gran tranquilidad invadió su espíritu.

¡El hogar! Allí era adonde deseaba ir. Allí era donde corría. ¡Al hogar, con Rhett!

Al darse cuenta de esto fue como si alrededor de ella cayesen las cadenas que la habían tenido prisionera y, con las cadenas, el miedo que había poblado sus sueños desde la noche que en Tara había creído que el mundo se acababa. Al final de su camino a Tara había sentido que se acaba la seguridad, la fuerza, la prudencia, la ternura, la comprensión, todas aquellas cosas que, encarnadas en Ellen, habían sido la salvaguardia de su infancia. Y, aunque desde aquella noche había alcanzado la seguridad material, en sus sueños, era todavía la chiquilla asustada que buscaba la seguridad perdida de aquel perdido mundo.

Ahora sabía que el puerto que había buscado en sueños, el lugar de refugio que la niebla le había ocultado siempre, no era Ashley… ¡Oh, nunca Ashley! No había más calor en él que en un fuego fatuo, no más seguridad que en unas arenas movedizas. Era Rhett… Rhett, que tenía brazos fuertes para sostenerla, un ancho pecho para reclinar su cansada cabeza, risas burlonas que daban a los asuntos las proporciones debidas y comprensión absoluta, porque él, como ella, veía la verdad como verdad, sin oscurecerla con sublimes nociones de honor, sacrificio y grandes ilusiones puestas en la naturaleza humana. Él la quería. ¿Cómo no se había dado cuenta de que Rhett la quería a pesar de todos sus desprecios y su alardear de lo contrario? Melanie lo había visto y con su último suspiro le había dicho: «¡Sé buena para él!».

«¡Oh! —pensó—. Ashley no es la única persona estúpidamente ciega; yo también debía haber visto…»

Durante muchos años había apoyado su espalda contra el muro de piedra del amor de Rhett y lo había tomado como algo debido y natural, igual que había tomado el amor de Melanie, enorgulleciéndose con la idea de que la fuerza que estos amores le comunicaban era exclusivamente suya. Y lo mismo que había comprendido, hacía unas horas, que Melanie había estado a su lado en las amargas luchas contra la vida, comprendía ahora que Rhett había estado, silencioso, en el fondo, amándola, comprendiéndola y dispuesto a ayudarla. Rhett en la rifa, leyendo la impaciencia en sus ojos y llevándola a la realidad; Rhett ayudándola a salir del cautiverio de la aflicción; Rhett conduciéndola a través del fuego y de las explosiones la noche de la caída de Atlanta; Rhett prestándole el dinero para empezar su lucha por la vida; Rhett que la tranquilizaba cuando se despertaba por las noches, llorando por miedo a sus sueños… No, ningún hombre hace esas cosas por una mujer a la que no quiere hasta la locura.

Los árboles goteaban sobre ella, pero Scarlett ni siquiera se había dado cuenta. La llovizna formaba remolinos a su alrededor, pero no los sentía. Porque, cuando pensó en Rhett con su rostro bronceado, sus dientes brillantes, sus oscuros ojos vivos, un temblor se apoderó de lia.

«¡Yo lo amo!», pensó. Y, como siempre, aceptó la verdad sin asombro, como una niña acepta un regalo. «No sé cuánto tiempo hace que lo quiero, pero es verdad. Y, si no hubiera sido por Ashley, me hubiera dado cuenta hace mucho. Nunca he sido capaz de ver el mundo, porque Ashley se interponía.»

Lo amaba tal como era: despreocupado, bribón, sin escrúpulos, sin honor, al menos el honor tal como lo admitía Ashley. «¡Condenado honor de Ashley! —pensó—. El honor de Ashley me ha dejado a mí siempre malparada. Sí, ya desde el principio, cuando empezó a acompañarme aunque sabía que su familia tenía proyectado su matrimonio con Melanie; Rhett nunca me ha dejado malparada, ni siquiera aquella espantosa noche de la recepción de Melanie, cuando debía haberme retorcido el pescuezo. Aun cuando me dejó en mitad del camino la noche de la caída de Atlanta, sabía que estaba segura, sabía que saldría de aquello de algún modo. Estaba, sencillamente, probándome. ¡Me ha amado siempre, y yo he sido tan ruin con él! Una y otra vez le he herido, y él era demasiado orgulloso para dejarlo ver. Y cuando Bonnie murió… ¡Oh! ¿Cómo he podido?»

Se puso en pie y miró la casa de la colina. Había pensado hacía media hora que lo había perdido todo en el mundo, excepto el dinero, todo lo que hacía la vida digna de ser vivida: Ellen, Gerald, Bonnie, Mamita, Melanie y Ashley. Tenía que perderlos a todos para darse cuenta de que amaba a Rhett. Lo amaba porque era fuerte y no tenía escrúpulos; y apasionado y humano como ella misma.

«Voy a decírselo todo —pensó—. Comprenderá. Siempre comprende. Le diré cuánto lo quiero y lo loca que he sido, y yo le compensaré de todo.»

De repente se sintió fuerte y feliz. Ya no sentía miedo a la oscuridad ni a la niebla y sentía, con el corazón lleno de alegría, que nunca más le volverían a infundir miedo. Poco importaba que las nieblas la ciñesen en el futuro. Ya conocía su refugio. Echó a andar alegremente calle arriba hacia el hogar, y el camino le pareció muy largo. Muy lejano. Se recogió las faldas hasta las rodillas y echó a correr. Pero esta vez no le hacía correr el miedo. Corría porque los brazos de Rhett estaban al final de la calle.