61

Scarlett estaba en Marietta cuando llegó el telegrama urgente de Rhett. Había un tren que salía para Atlanta dentro de diez minutos y lo cogió, sin llevar más equipaje que un maletín y dejando a Wade y a Ella en el hotel, con Prissy.

Atlanta estaba a sólo treinta y dos kilómetros, pero el tren se arrastraba lentamente en aquella húmeda tarde de otoño, parándose en cada apeadero para recoger viajeros. Llena de pánico, ante el telegrama de Rhett, loca por llegar, Scarlett casi lloraba de impaciencia a cada parada. El tren corría a través de bosques amarillentos, dejaba atrás las rojas laderas de las colinas, aún surcadas por trincheras serpenteantes, emplazamientos de viejas baterías y galerías subterráneas donde ahora crecía la maleza, y por las que los hombres de Johnston se habían retirado tan tristemente, luchando por cada palmo de terreno. Cada estación, cada cruce que el conductor nombraba, tenía el nombre de una batalla, de un sitio, de una escaramuza. Cualquiera de ellos hubiera estremecido a Scarlett con las angustias del recuerdo, pero ahora no tenía ni un pensamiento para ellos.

El aviso de Rhett decía:

«Esposa de Wilkes enferma; vuelve inmediatamente.»

Anochecía cuando el tren se detuvo en Atlanta. La llovizna oscurecía la ciudad. Los faroles de gas de la calle lucían tenuemente, como globos amarillos en la niebla. Rhett la esperaba en la estación con el coche. Sólo el ver su cara la asustó más que el telegrama. Nunca antes la había visto tan glacial.

—¡No ha…! —gritó.

—No, aún vive.

Rhett la ayudó a subir al coche.

—A casa de la señora Wilkes, y lo más de prisa que pueda… —ordenó al cochero.

—¿Qué es lo que tiene? Yo no sabía que estaba mala. Parecía estar admirablemente la semana pasada. ¿Ha sufrido algún accidente? ¡Oh, Rhett, no es tan serio como tú…!

—Se está muriendo —dijo Rhett, y su voz era tan rígida como su rostro—. Quiere verte.

—¡Melanie, no! ¡Por Dios, Melanie, no! ¿Qué le ha ocurrido?

—Ha tenido un aborto.

—Un… un… Pero Rhett, si ella… —Scarlett vaciló. Esta información, que colmaba el horror de la noticia, le quitó la respiración.

—¿No sabías que estaba esperando un niño?

Ni siquiera pudo contestar con la cabeza. —Claro. Me figuro que no. No creo que se lo dijera a nadie. Quería que fuera una sorpresa. Pero yo lo sabía.

—¿Lo sabías? ¡Pero ella no te lo había dicho!

—No necesitó decírmelo. Lo sabía. Era tan feliz estos dos últimos meses, que yo sabía que no podía ser otra cosa.

—¡Pero, Rhett! El doctor había dicho que el tener otro niño la mataría.

—Y la ha matado —dijo Rhett. Y al cochero—. ¡Por amor de Dios! ¿No puede usted ir más de prisa?

—No puede estar muriéndose, Rhett. Yo no me he muerto… y yo…

—Ella no tiene tu fortaleza. Nunca ha tenido ninguna fortaleza. Nunca ha tenido más que su corazón.

El coche subió un repecho ante la casita blanca y Rhett ayudó a bajar a su mujer. Temblando, asustada, con un sentimiento repentino de soledad que la ahogaba, Scarlett le cogió las manos.

—¿No entras, Rhett?

—No —dijo él. Y se volvió al coche.

Scarlett subió corriendo los escalones de la entrada, cruzó el porche y abrió la puerta. Allí, a la amarillenta luz de la lámpara, estaban Ashley, tía Pitty e India. Scarlett pensó: «¿Qué hace aquí India? Melanie le dijo que nunca más volviera a poner los pies en su casa». Los tres se levantaron al verla. Tía Pitty, mordiéndose los labios para que no temblaran; India, mirándola fijamente con mirada trastornada por el dolor, pero sin odio; Ashley parecía insensible como un sonámbulo, y, cuando Scarlett se acercó a él y le puso una mano en el hombro, habló como un sonámbulo:

—¡Te llama! —dijo—. ¡Te llama!

—¿Puedo verla ahora? —dijo Scarlett, volviéndose hacia la cerrada puerta del cuarto de Melanie.

—No, el doctor Meade está con ella ahora. Me alegro de que hayas venido, Scarlett.

—Vine tan de prisa como pude. —Scarlett se quitó el sombrero y el abrigo—. El tren… ¿No está verdaderamente…? Dime que está mejor. ¿Verdad que sí, Ashley? áablame. No me mires así. ¿No está verdaderamente…?

—No hace más que preguntar por ti —dijo Ashley, y la miró a los ojos. Y en los ojos de él leyó Scarlett la respuesta a su pregunta. Por un momento su corazón se detuvo; y, de repente, un extraño temor más fuerte que la ansiedad, más fuerte que el dolor, empezó a latir dentro de su pecho.

«No puede ser verdad —pensó con vehemencia, procurando dominar ese temor—. Los médicos se equivocan. No quiero pensar que sea verdad. No quiero permitirme pensar que sea verdad. Voy a ponerme a gritar si pienso eso, debo pensar en cualquier otra cosa.»

—No lo creo —gritó, indignada, mirando los tres rostros abrumados por el dolor, como desafiándolos a que se atreviesen a contradecirla—. ¿Y por qué no me lo dijo Melanie? Nunca me habría marchado a Marietta si lo hubiera sabido.

Los ojos de Ashley despertaron como atormentados.

—No se lo dijo a nadie, Scarlett, y a ti menos que a nadie; tenia miedo de que la riñeras si lo sabías. Quería esperar tres meses; después creía ella que ya estaría tranquila y segura, y entonces sorprenderos a todas, y reír, y deciros lo equivocados que habían estado los médicos. ¡Y era tan feliz! Ya sabes cómo era con los niños y cuánto deseaba una hija. Y todo iba tan bien hasta… Y entonces, sin ninguna razón en absoluto…

La puerta del cuarto de Melanie se abrió suavemente y el doctor Meade salió al vestíbulo, cerrando la puerta tras de sí. Permaneció unos momentos con su barba gris hundida en el pecho y miró a las cuatro personas, súbitamente petrificadas por su presencia. Su mirada cayó por fin en Scarlett. Al acercarse a ella, Scarlett vio que los ojos del doctor rebosaban pesadumbre, y también tanta aversión y desprecio que inundaron de arrepentimiento su corazón.

—¿De modo que por fin ha venido?

Antes de que Scarlett pudiese responder, Ashley se precipitó hacia la cerrada puerta.

—Usted todavía no —dijo el doctor—. Su mujer quiere hablar con Scarlett.

—Doctor —dijo India, apoyando una mano en su brazo. Aunque su voz no tenía modulaciones, expresaba mucho más que las palabras—. Déjeme verla un momento. Estoy aquí desde esta mañana esperando, pero ella…; déjeme verla un momento… Quiero decirle… Tengo que decirle… que me había equivocado en… una cosa.

No miraba a Ashley ni a Scarlett mientras hablaba, pero el doctor Meade dejó caer sobre Scarlett su fría mirada.

—Haré lo que pueda, India —dijo brevemente—. Pero sólo si me da usted palabra de no gastar sus fuerzas diciéndole que se había equivocado. Ella sabe que usted se había equivocado y el oír sus disculpas sólo servirá para molestarla.

Pitty empezó tímidamente:

—Por favor, doctor Meade.

—Señorita Pitty, ya sabe usted que usted lloraría y se desmayaría.

Pitty enderezó su grueso cuerpecillo y devolvió al doctor mirada por mirada. Tenía los ojos secos y su ademán estaba lleno de dignidad.

—Bueno, muy bien, valiente; dentro de un rato —dijo el doctor, más amable—. Venga, Scarlett.

Se dirigieron de puntillas hacia la puerta, y el doctor puso una mano, semejante a una garra, sobre el hombro de Scarlett.

—Ahora, señora —murmuró brevemente—, nada de histerismos y nada de confesiones a la cabecera de la moribunda o… ¡por Dios que le retorceré el cuello! No me lance una de sus inocentes miradas. Ya sabe usted a lo que me refiero; Melanie va a morir con tranquilidad, y usted no va a tranquilizar su conciencia contándole todo lo referente a Ashley. Nunca he hecho daño a una mujer, pero si le dice usted algo ahora… tendrá que entendérselas conmigo.

Abrió la puerta antes de que Scarlett pudiera contestar, la metió en un empujón dentro del cuarto y volvió a cerrar. El cuartito, con muebles baratos de roble negro, estaba en la penumbra; la lámpara tenía una pantalla hecha con un periódico. Era una alcobita pequeña y cuidada, que parecía la de una colegiala, con la camita estrecha, de cabecera baja, las cortinas lisas y recogidas con un alzapaños, las alfombrillas gastadas. Todo era muy distinto del lujo de la alcoba de Scarlett, con sus grandes muebles de columnas talladas, sus cortinas de brocado color de rosa y la alfombra rosa de nudo.

Melanie yacía en la cama, con el rostro hundido bajo la colcha, como el de una niña. Dos trenzas negras le caían a cada lado de la cara, y los ojos cerrados estaban rodeados por dos círculos purpúreos. A su vista, Scarlett quedó como petrificada, y se apoyó en la puerta. A pesar de la poca luz de la habitación, podía ver que la faz de Melanie tenía color de amarillenta cera. Había huido de ella hasta la última gota de sangre, y su nariz estaba muy afilada. Hasta aquel momento Scarlett había esperado que el doctor Meade estuviera equivocado. Pero ahora sabía que no. En los hospitales, durante la guerra, había visto demasiados rostros con aquella nariz afilada para no saber lo que presagiaba infaliblemente.

Melanie se moría, pero por un momento la mente de Scarlett se negó a creerlo. Melanie no podía morir. Era imposible que muriese. Dios no podía dejar morir a Melanie cuando ella, Scarlett, la necesitaba tanto. Nunca hasta entonces se le había ocurrido a Scarlett pensar que necesitaba a Melanie. Pero ahora la verdad surgió de lo más recóndito de su alma. Había dependido de Melanie aún más que de sí misma, y nunca lo había sabido. Ahora Melanie se moría y Scarlett se daba cuenta de que no iba a poder pasarse sin ella. Ahora, cuando se dirigía de puntillas hacia la tranquila figurita, con el pánico atenazando su corazón, comprendió que Melanie había sido su espada y su escudo, su valor y su fuerza.

«Tengo que retenerla. No puedo dejarla marchar», pensaba mientras se dejaba caer al lado de su cama con un gran crujido de enaguas. Rápidamente se apoderó de la frágil manita que yacía sobre la colcha y se sintió asustada de nuevo al sentirla tan fría. —Soy yo, Melanie —dijo.

Los ojos de Melanie se entreabrieron, y luego, como si se hubiera convencido de que era realmente Scarlett, se cerraron de nuevo. Después de una pausa, lanzó un suspiro y murmuró:

—¿Me prometes…?

—¡Oh, todo lo que quieras!

—Beau… Vela por él.

Scarlett sólo pudo mover la cabeza, pues sentía en la garganta una extraña opresión. Apretó la mano que sostenía en señal de asentimiento.

—Te lo entrego.

Con una débil sonrisa añadió:

—Te lo di una vez antes… Acuérdate… Antes de que naciera.

Sí se acordaba. ¿Podría olvidar nunca aquel tiempo? Casi con tanta claridad como si aquel espantoso día hubiera vuelto, podía sentir el asfixiante calor de aquella tarde de septiembre, recordar el terror a los yanquis, oír la pesada marcha de las tropas en retirada, escuchar la voz de Melanie rogándole que se encargase del niño si ella moría…, recordar también que aquel día había odiado a Melanie y había deseado que muriese.

«La he matado —pensó con una supersticiosa tortura—. He deseado tan a menudo que muriera, que Dios me ha oído y me castiga.»

—¡Oh, Melly! No hables así. Sabes que te repondrás de esto…

—No; promete…

Scarlett hizo un esfuerzo.

—Ya sabes que lo he prometido. Lo trataré como si fuera mi propio hijo.

—¿Colegio? —preguntó la débil vocecita de Melanie.

—¡Oh, sí! La Universidad, y Harvard, y Europa, y todo lo que quiera… y… y una jaca… y lecciones de música… ¡Oh, por Dios, Melly, procura…! Haz un esfuerzo.

El silencio cayó de nuevo y el rostro de Melanie reflejó la lucha por reunir fuerzas para hablar de nuevo.

—Ashley —dijo—. Ashley y tú… —La voz le faltó.

A la mención del nombre de Ashley, el corazón de Scarlett se volvió frío como el granito. ¡Melanie lo había sabido siempre! Scarlett hundió la cabeza en la colcha y un sollozo que no quiso salir le atenazó la garganta con mano cruel. Melanie lo sabía. Scarlett ya no sentía vergüenza ahora, no sentía más que un remordimiento salvaje por haber herido a una criatura tan angelical durante tantos años. Melanie lo había sabido… y, sin embargo, había seguido siendo su amiga leal. ¡Oh, si fuera posible volver a vivir aquellos años! ¡Nunca volvería a dejar que sus ojos se encontraran siquiera con los de Ashley!

«¡Oh, Dios! —rezó rápidamente—. Por favor, hazla vivir. Se lo haré olvidar. ¡Seré tan buena con ella! Yo nunca más volveré a hablar a Ashley en toda mi vida si Tú la dejas que se ponga buena.»

—Ashley —dijo Melanie débilmente, y extendió los dedos para tocar la inclinada cabeza de Scarlett.

Con el pulgar y el índice le tiró del pelo con menos fuerza que un recién nacido. Scarlett comprendió lo que aquello significaba, comprendió que Melanie quería que levantase la vista. Pero no podía, no podía encontrar los ojos de Melanie y leer en ellos que sabía…

—Ashley —murmuró Melanie de nuevo.

Scarlett hizo un esfuerzo. Cuando mirara el rostro de Dios en el día del Juicio y leyera en sus ojos la sentencia, no sería más terrible que aquello. El alma se le retorcía, pero Scarlett levantó la cabeza.

Sólo vio los mismos ojos negros, cariñosos, hundidos y empañados por la muerte, la misma boca Úena de ternura, cansada por la lucha que mantenía para respirar. No había reproche en ellos, no había acusación, no había miedo… Sólo la ansiedad de no tener fuerzas suficientes para hablar.

Durante un momento estuvo demasiado aturdida para sentir ni siquiera alivio. Luego, al estrechar la mano de Melanie con más fuerza, una oleada de ardiente gratitud a Dios la invadió, y por primera vez desde su infancia murmuró una humilde súplica exenta de egoísmo:

«¡Gracias, oh Dios mío! Sé que no lo merezco, pero te doy las gracias por no dejarla saber.»

—¿Qué quieres de Ashley, Melanie?

—Tú… Vela por él.

—¡Oh, sí!

—¡Se acatarra tan fácilmente!

Hubo una pausa.

—Vigila… sus negocios… ¿Me comprendes?

—Sí, comprendo. Lo haré.

Melanie hizo un gran esfuerzo.

—Ashley no es… nada práctico.

Sólo la muerte podía haber obligado a Melanie a cometer aquella deslealtad.

—Vela por él, Scarlett… Pero… nunca se lo dejes notar.

—Velaré por él y por sus negocios, y nunca se lo dejaré notar. Me limitaré a sugerirle ideas.

Melanie consiguió sonreír tenuemente, pero con sonrisa de triunfo, cuando sus ojos encontraron de nuevo los de Scarlett. Su mirada selló el pacto: la protección de Ashley Wilkes contra un mundo demasiado duro se transmitía de una mujer a otra, y el orgullo masculino de Ashley no debía sentirse nunca humillado por saberlo.

Ahora la lucha cesó y la serenidad se reflejó en el rostro de Melanie, como si la promesa de Scarlett le hubiera dado la suprema tranquilidad.

—Eres tan inteligente…, tan valiente…, tan buena conmigo…

A estas palabras, un sollozo salió de la garganta de Scarlett, quien apretó la mano de Melanie contra su boca. Iba a empezar a gritar como una niña y a llorar desconsoladamente: «He sido un demonio. Te he engañado. Nunca he hecho nada por ti. Todo lo hice por Ashley».

Se puso en pie bruscamente, clavándose los dientes en el pulgar para conseguir reaccionar. Las palabras de Rhett volvieron a su imaginación: «Te quiere: que ésa sea tu cruz». La cruz ahora era aún más pesada. Ya era bastante terrible para ella haber tratado por todos los medios de arrebatarle a Ashley. Pero ahora era mucho peor. Melanie, que había confiado ciegamente en ella durante toda su vida, estaba depositando en ella el mismo cariño y la misma confianza a la hora de la muerte. No, no podía hablar. Ni siquiera pudo volver a decir: «Haz un esfuerzo para vivir». Debía dejarla marcharse tranquilamente, sin lucha, sin lágrimas, sin miedo.

La puerta se abrió suavemente y el doctor Meade apareció en el umbral haciendo una seña imperiosa. Scarlett se inclinó sobre la cama, conteniendo las lágrimas y, cogiendo la mano de Melanie, la apoyó en sus mejillas.

—Buenas noches —dijo, y su voz estaba más tranquila de lo que nunca hubiera imaginado pudiera estar.

—Prométeme —repitió el murmullo, cada vez más tenue.

—Todo, querida mía.

—El capitán Butler…; sé buena con él… ¡Te quiere tanto!

«¿Rhett?», pensó Scarlett maravillada. Y las palabras de Melanie no tuvieron sentido alguno para ella.

—Sí, desde luego —contestó automáticamente, y poniendo un suave beso en la mano de su amiga la depositóle nuevo sobre la cama.

—Dígales a las señoras que vengan inmediatamente —balbuceó el doctor al salir Scarlett.

Con los ojos turbios, Scarlett vio a India y a Pitty seguir al doctor al cuarto de la enferma, recogiéndose las faldas para evitar que crujiesen. La puerta se cerró tras ellas y la casa quedó en silencio. A Ashley no se le veía por ninguna parte. Scarlett reclinó la cabeza contra la pared como una niña castigada a retirarse a un rincón y se frotó la dolorida garganta.

Detrás de aquella puerta expiraba Melanie, y con ella se iba la fuerza en la que se había apoyado inconscientemente durante tantos años. ¿Por qué, ¡oh!, por qué no se había dado cuenta antes de lo mucho que quería y necesitaba a Melanie? Pero ¿quién iba a haber pensado que aquella Melanie insignificante y menuda como en una fortaleza? Melanie, que se azoraba hasta las lágrimas delante de los extraños, tan tímida para levantar la voz dando una opinión, tan temerosa de la crítica de las personas mayores; Melanie, que carecía de valor hasta para espantar a un gato.

Y sin embargo…

La imaginación de Scarlett retrocedió, a través de los años, a aquella calurosa tarde en Tara, cuando una columnita de humo gris se elevaba sobre un cuerpo vestido de azul, y Melanie estaba de pie en lo alto de las escaleras con la espada de Charles en la mano. Scarlett recordaba haber pensado en aquel momento: «¡Qué tontería! Melanie no podría ni siquiera levantar esa arma» Pero ahora comprendía que, si hubiese sido necesario; Melanie se habría precipitado por las escaleras y hubiera matado al yanqui o la hubieran matado a ella.

Sí, Melanie había estado allí aquella tarde con una espada en su diminuta mano, dispuesta a luchar por Scarlett. Y ahora, mientras Scarlett volvía tristemente la vista atrás, se dio cuenta de que Melanie había estado siempre a su lado con una espada en la mano, tan intangible como su propia sombra, amándola, luchando por ella con lealtad ciega y apasionada, luchando contra los yanquis, el fuego, el hambre, la miseria, la opinión pública y hasta con las personas amadas de su misma sangre.

Scarlett sintió que el valor y la confianza en sí misma la abandonaban al comprobar que la espada que había relampagueado entre ellas y el mundo estaba envainada para siempre.

«Melanie ha sido la única amiga que he tenido —pensó con desconsuelo—, la única mujer, exceptuada mi madre, que me ha querido verdaderamente. Melanie es como mi madre. Todo aquel que la ha conocido se ha pegado a sus faldas.»

De repente sintió como si Ellen yaciese detrás de aquella puerta cerrada, abandonando el mundo por segunda vez. De pronto se vio de nuevo en Tara, con el aterrador peso del mundo sobre sus hombros, desolada ante el convencimiento de que no podría hacer frente a la vida sin la terrible fuerza del débil, del manso, del tierno de corazón…

Permaneció en el vestíbulo, indecisa, asustada. La oscilante luz de la chimenea del gabinete dibujaba sombras altas y oscuras en las paredes, a su alrededor. La casa estaba extraordinariamente silenciosa, y el silencio la penetraba como una llovizna. ¡Ashley! ¿Dónde estaba Ashley?

Scarlett fue al gabinete, buscando a Wilkes como un animal helado busca el fuego. Pero no estaba allí. Tenía que encontrarlo. Había descubierto la fortaleza de Melanie y su dependencia de ella, sólo para perderla en el mismo momento de descubrirla; pero aún le quedaba Ashley. Quedaba Ashley, que era fuerte y sabio y consolador. En Ashley y en su amor había fuerza en la que apoyar su debilidad, valor para dominar su miedo, consuelo para su pena.

«Debe de estar en su habitación», pensó; y, cruzando de puntillas el vestíbulo, llamó suavemente con los nudillos. Nadie contestó. Scarlett empujó la puerta. Ashley estaba en pie frente a la mesita-tocador, mirando un par de guantes de Melanie, zurcidos. Primero cogía uno y lo miraba, como si nunca lo hubiera visto antes. Luego lo dejaba sobre la mesa con cuidado, como si hubiera sido de cristal, y cogía el otro.

Scarlett dijo con voz temblorosa: «Ashley», y él se volvió lentamente y la miró. Sus ojos ya no estaban dormidos y distantes, como cuando ella había llegado a la casa. Los ojos grises eran grandes y claros. En ellos vio un miedo que corría parejas con el miedo de ella, una desesperanza más triste que la suya, un asombro más profundo que el que ella pudiese sentir jamás. El sentimiento de terror que se había apoderado de ella en el vestíbulo se hizo más intenso al ver su rostro. Se dirigió hacia él.

—Tengo miedo —dijo—. ¡Oh, Ashley, ayúdame! ¡Tengo tanto miedo!

Ashley no hizo ningún movimiento para aproximarse a ella, pero se estremeció apretando el guante con ambas manos. Ella le puso una mano en el brazo y murmuró:

—¿Qué ocurre?

Los ojos de él persiguieron insistentemente los de Scarlett, buscando, buscando desesperadamente algo que no encontró. Por fin habló con una voz que no era la suya.

—Estaba anhelando verte —dijo—. Iba a correr en tu busca, a correr como un niño que necesita ánimo, y encuentro una niña aún más asustada que corre hacia mí.

—Tú no… Tú no puedes estar asustado —gritó ella—. Nunca te asustó nada. Pero yo… Tú has sido siempre tan fuerte…

—Si yo he sido siempre fuerte era porque ella estaba detrás de mí —dijo él con voz entrecortada.

Y volvió a mirar el guante y acarició los dedos.

—Y… y toda la fuerza que yo he tenido se está yendo con ella.

Había tal acento de desesperación en la voz de Ashley, que Scarlett dejó caer la mano que apoyaba en su brazo y se hizo atrás. Y, en el pesado silencio que cayó entre ellos, sintió que realmente le comprendía entonces por primera vez en su vida.

—¡Cómo la amabas! ¿Verdad, Ashley? —dijo lentamente.

Él habló haciendo un esfuerzo.

—Es el único sueño que he tenido en mi vida, un sueño que vivía, respiraba y no se desvanecía frente a la realidad.

«¡Sueños! —pensó Scarlett con algo de su antigua irritación—. ¡Siempre sueños en él, nunca sentido común!»

Con el corazón dolorido y algo amargado, le dijo:

—¡Has estado loco, Ashley! ¿Cómo no te dabas cuenta de que valía por mil como yo?

—¡Scarlett, por favor! ¡Si supieses todo lo que he sufrido desde que el doctor…!

—¡Que has sufrido! ¿No comprendes que yo…? ¡Oh, Ashley, debías haber sabido hace mucho tiempo que la querías a ella y no a mí! ¿Por qué no lo comprendiste? Todo hubiera sido tan distinto, tan… ¡Oh, debías haberte dado cuenta y no haberme embaucado con toda tu palabrería de honor y sacrificio! Si me lo hubieras dicho hace años, me habría…, me habría matado. O tal vez hubiera podido soportarlo. Pero esperar hasta ahora, hasta que Melanie se esté muriendo, para descubrirlo, ahora que es demasiado tarde para hacer nada… ¡Oh, Ashley! Los hombres son los que tienen que saber esas cosas, no las mujeres. Debías haber visto tan claramente que durante todo este tiempo sólo la amabas a ella, y a mí tan sólo me deseabas como… como Rhett desea a esta mujer, la Watling.

Ashley retrocedió ante aquellas palabras; pero sus ojos siguieron buscando los de Scarlett, implorando silencio y consuelo. Todas las líneas de su rostro admitían la verdad de sus palabras. El encogimiento de sus hombros demostraba que su propio castigo era superior a cualquiera que ella pudiera infligirle. Permanecía en pie, silencioso ante ella, oprimiendo el guante como si fuera una mano comprensiva. Y, en la quietud que siguió a sus palabras, Scarlett sintió ceder su indignación, y una piedad mezclada de desprecio ocupó su lugar. La conciencia se lo reprochó: estaba pisoteando a un hombre indefenso. Y había prometido solemnemente a Melanie que velaría por él.

«Y tan pronto como acabo de prometérselo, le digo cosas mezquinas e hirientes y que no necesito para nada decirle. Él sabe la verdad y ello lo está matando —pensó Scarlett con desconsuelo—. No es una persona mayor. Es un niño como yo, y lo abruma el temor de perderla. Melanie sabía lo que iba a ocurrir… Melanie lo conocía mucho mejor que lo conozco yo. Por eso es por lo que me recomendó en un mismo suspiro que velase por él y por Beau. ¿Cómo va a poder Ashley soportar esto? Yo sí puedo soportarlo. Yo puedo soportarlo todo. ¡He tenido ya que soportar tanto! Pero él no puede, no puede soportar nada sin ella.»

—Perdóname, querido —dijo cariñosamente, tendiéndole los brazos—. Comprendo lo que sufres. Pero acuérdate de que ella no sabía nada, de que nunca había ni siquiera sospechado… Dios ha sido bueno con nosotros.

Él se acercó a ella y sus brazos la rodearon ciegamente. Scarlett se puso de puntillas para poner su mejilla a la altura de la de Ashley y con una mano le acarició el cabello.

—No llores, querido. A ella le gustaría que fueses valiente. Puede querer verte dentro de un instante y tienes que ser valiente. No debe darse la más mínima cuenta de que has estado llorando. La disgustaría.

Ashley la apretó de tal modo que Scarlett casi no podía respirar, y la voz entrecortada resonó en sus oídos.

—¿Qué voy a hacer yo? No puedo…, no puedo vivir sin ella.

«Tampoco yo puedo», pensó Scarlett, estremecida ante la idea de los largos años venideros sin Melanie. Pero se dominó. Ashley dependía de ella, Melanie confiaba en ella. Aquella vez, a la luz de la luna, en Tara, exhausta, sin fuerzas, había pensado: «Las cargas son para los hombros suficientemente fuertes para soportarlas». Ahora pensó lo mismo. Bueno; sus hombros eran fuertes, y los de Ashley, no. Enderezó sus hombros ante la carga y, con una tranquilidad que estaba lejos de sentir, besó las húmedas mejillas de Ashley, sin fiebre, sin deseo ni pasión, sólo con fría bondad.

—Haremos lo que podamos —le dijo.

Una puerta se abrió én el vestíbulo con súbita violencia, y la voz del doctor Meade llamó con urgencia:

—¡Ashley! ¡Pronto!

«¡Dios mío, ha muerto! —pensó Scarlett—. Y Ashley no ha llegado a decirle adiós. Pero ¿quién sabe?…»

—¡De prisa! —le gritó, empujándolo, porque él continuaba mirándola como asustado—. ¡De prisa!

Abrió la puerta y lo hizo salir por ella. Galvanizado por las palabras de Scarlett, Ashley corrió al vestíbulo apretando aún el guante en una de sus manos. Scarlett oyó sus rápidos pasos y luego el cerrar de una puerta.

Scarlett murmuró: «¡Dios mío!», y acercándose lentamente a la cama se sentó sobre ella y hundió la cabeza entre las manos. Se sentía cansada de repente, más cansada de lo que se había sentido nunca en su vida. Con el ruido del cierre de la puerta, la tensión bajo la cual había estado luchando, la tensión que le había dado fuerzas, cedió de pronto. Se sintió exhausta de cuerpo y vacía de toda emoción. Ahora no sentía pena, ni remordimiento, ni miedo, ni asombro. Estaba cansada y su mente latía monótona y mecánicamente como el reloj de la chimenea.

De aquella monotonía surgió un pensamiento. Ashley no la amaba ni la había; amado nunca verdaderamente; pero el saberlo no le hizo daño. Debería hacérselo. Debería estar desconsolada, con el corazón destrozado, presta a maldecir al destino. ¡Había confiado en su amor durante tanto tiempo! ¡La había sostenido sobre tantos abismos! Sin embargo, allí estaba la verdad. Él no la quería, y a ella no le importaba. A ella no le importaba porque tampoco le quería. No lo amaba y por eso nada de lo que él hiciese o dijese podría causarle daño.

Se tendió en la cama y, rendida, recostó la cabeza sobre la almohada. Inútil tratar de combatir la idea, inútil decirse a sí misma: «¡Pero yo lo amo, yo lo he amado durante muchos años! El amor no puede cambiarse en indiferencia en un minuto».

Pero podía cambiar y había cambiado.

«Realmente, ese amor nunca ha existido más que en mi imaginación —pensó con cansancio—. Yo amaba algo. Me fabriqué algo que está tan muerto como lo está Melanie. Hice un lindo vestido y me enamoré de él. Y cuando Ashley llegó a caballo, tan hermoso, tan único, le coloqué aquel vestido y se lo hice llevar, le sentase bien o le sentase mal. Y no lo veía como él era realmente. Seguí enamorada del lindo vestido… y no de él.»

Ahora retrocedía en su imaginación varios años y veíase con su traje de organdí blanco salpicado de flores verdes, de pie en el porche de Tara, estremecida a la vista del joven jinete de cabellos rubios que brillaban como un casco de oro. Podía ver ahora muy claramente que su amor no había sido más que un capricho de niña, no más importante en realidad que el deseo colmado de aquellos pendientes de berilo que había conseguido de Gerald. Porque en el momento en que había poseído los pendientes habían perdido todo su valor, como todo, excepto el dinero, perdía valor en cuanto era suyo. Y, así, él hubiera sido una futesa si en aquellos días lejanos ella hubiese podido tener la satisfacción de casarse o negarse a casarse con él. Si lo hubiese tenido a su merced, si lo hubiera visto cada vez más apasionado, importuno, celoso, mustio, implorante como los otros muchachos, el salvaje capricho que la había poseído hubiera pasado, se habría disipado tan ligero como la niebla ante el sol y el viento, cuando ella hubiera encontrado otro hombre.

«¡Qué loca he sido! —pensó con amargura—. Y ahora tengo que sufrir las consecuencias. Lo que yo había deseado tan frecuentemente, ha ocurrido. Deseé que Melanie muriera para poder conseguir a Ashley. Y ahora Melanie ha muerto, y ya lo tengo, y no lo amo. Su condenado honor le hará preguntarme si quiero divorciarme de Rhett y casarme con él. ¿Casarme con él? ¡No lo querría ni en bandeja de plata! Pero lo tendré que aguantar lo mismo, colgado de mi cuello para todo el resto de mi vida. Mientras viva, tendré que velar por él, y cuidar de que no se muera de hambre, y de que la gente no hiera sus sentimientos. Va a ser otro niño cogido a mis enaguas. He perdido mi amante y he ganado otro niño. ¡Y si no se lo hubiese prometido a Melanie no me… importaría no volver a verlo jamás!».