Algo iba mal en el mundo, algo sombrío y terrible que lo penetraba todo como una densa niebla que se espesaba alrededor de Scarlett. Este malestar era aún más profundo que el causado por la muerte de Bonnie, porque ahora la primera e insoportable angustia se iba desvaneciendo en la resignación por su pérdida. Sin embargo, la horrible sensación de que se avecinaba un desastre persistía, como si algo negro y encapuchado estuviera a su lado, como si el suelo se transformara en arena movediza bajo sus pies.
Nunca hasta entonces había conocido esta clase de miedo. Toda su vida sus pies habían estado firmemente asentados en el sentido común, y las únicas cosas que había temido fueron aquellas que podía ver: heridas, hambre, miseria, pérdida del amor de Ashley. Ella, que nunca había buscado la razón de las cosas, procuraba ahora analizarlas, pero sin éxito. Había perdido a su hija predilecta, pero esto podía soportarlo, como había soportado otras pérdidas abrumadoras. Tenía salud, tenía tanto dinero como podía desear, tenía aún a Ashley, aunque lo veía cada vez menos en aquellos días. Hasta la tensión que había existido entre ellos desde el día de la desgraciada fiesta de Melanie no la molestaba ya porque sabía que pasaría. No, su temor no era al dolor, al hambre ni a la pérdida del amor. Tales temores nunca la habían abatido como este sentimiento de malestar, este fastidioso temor, que era extrañamente parecido al que había sentido en su antigua pesadilla; una espesa y envolvente niebla, a través de la cual corría, con el corazón saltándosele del pecho, como una niña perdida buscando un puerto de refugio invisible para sus ojos.
Recordaba que Rhett había sido siempre capaz de hacerla reír de sus temores. Recordaba la protección de su bronceado pecho y de sus fuertes brazos. Y por eso se volvió hacia él con ojos que por primera vez lo veían desde hacía varias semanas. El cambio que pudo ver en él la dejó estupefacta. Aquel hombre ahora no iba a reírse de ella, pero tampoco iba a tranquilizarla.
Durante algún tiempo después de la muerte de Bonnie, Scarlett había estado demasiado ofendida con él, demasiado preocupada por su propio dolor, para hacer algo más que hablarle cortésmente delante de los criados. Había estado demasiado ocupada recordando el ruido de las ligeras carreras de Bonnie y su sonora risa, para pensar que él también debía de estar acordándose con dolor aún mayor que el suyo. Durante aquellas semanas se habían encontrado y hablado tan cortésmente como extraños que se encuentran entre las impersonales paredes de un hotel, compartiendo el mismo techo, la misma mesa, pero sin compartir nunca los unos los pensamientos de los otros.
Ahora, que se encontraba asustada y sola, habría roto esta barrera si hubiera podido, pero se encontró con que él la mantenía a distancia, como si quisiera no tener con ella palabras que pasaran a la superficie. Ahora que el enfado se desvanecía, deseaba decirle que no lo consideraba culpable de la muerte de Bonnie. Deseaba llorar en sus brazos y decirle que ella también se había sentido extraordinariamente orgullosa de lo bien que su hija montaba a caballo, extraordinariamente indulgente con sus hazañas. Ahora se habría humillado con gusto y hubiera admitido que sólo le había lanzado aquella acusación instigada por su dolor, como si hiriéndolo a él esperara aliviar su propia herida. Pero nunca llegaba el momento oportuno. Él la miraba con una mirada inexpresiva que no la invitaba a hablar. Y, una vez aplazadas, las disculpas resultaban cada vez más difíciles de exponer, y, finalmente, imposibles.
Scarlett se preguntaba cómo era posible esto. Rhett era su marido, y entre ellos existía el indisoluble lazo que une a dos personas que han compartido el mismo lecho y encarnado y dado la vida a un hijo querido, y contemplado cómo aquel hijo pasaba prematuramente al reposo eterno. Sólo en los brazos del padre de aquel hijo podía encontrar consuelo, en el intercambio de recuerdos y penas, que los herirían al principio, pero que luego los ayudarían a soportarlos. Pero ahora, tal como las cosas estaban entre ellos, lo mismo hubiera podido refugiarse en los brazos de un extraño.
Rhett rara vez estaba en casa. Cuando se sentaban juntos a cenar, iba generalmente embriagado. Ya no bebía ahora como al principio, aumentando su cortesía y su mordacidad a medida que el licor se iba apoderando de él y diciendo cosas divertidas y maliciosas, que la hacían reír aunque no quisiera. Ahora estaba silencioso, tenía la bebida triste y se ponía como una verdadera cuba. Algunas veces le oía, en las primeras horas de la madrugada, llegar por el patio trasero y llamar a la puerta de la vivienda de los criados para que Pork le ayudase a subir las escaleras y lo metiese en la cama. ¡Rhett, que siempre había resistido la bebida como nadie!
Ahora era tan descuidado como cuidadoso había sido antes, y a Pork le costaba agrias discusiones el conseguir que se cambiase de ropa antes de cenar. El exceso de whisky se le notaba en la cara, y las duras y acusadas líneas de su mandíbula se borraban con hinchazón enfermiza bajo las bolsas que se formaban en sus sanguinolentos ojos. Su enorme cuerpo, con sus fuertes músculos, parecía flojo y desmadejado, y la línea de su cintura comenzaba a engrosar.
A menudo no volvía en toda la noche, y ni siquiera mandaba aviso para que no se le esperase. Lo más probable es que en esas ocasiones estuviese borracho roncando el algún cuarto de una casa de bebidas, pero Scarlett siempre imaginaba que estaba en casa de Bella Watling. Una vez vio a Bella en una tienda; era una mujer fuerte y obesa, que había perdido la mayor parte de su atractivo. Pero, a pesar de todas sus pinturas y su llamativo arreglo, su aspecto era casi el de una robusta madre de familia. En lugar de bajar los ojos o mirarla desafiadora como hacen otras mujeres ligeras cuando se enfrentan con señoras, Bella devolvió mirada por mirada, buscando su rostro con una intencionada mirada casi compasiva que hizo ruborizarse a Scarlett.
Pero ahora Scarlett, no podía acusar a Rhett, no podía enfadarse con él, ni pedirle fidelidad, ni tratar de avergonzarle; lo mismo que no podía resolverse a presentarle sus excusas por haberle acusado de la muerte de Bonnie. Se sentía agarrotada por una asombrosa apatía, por un sentimiento de desamparo que no podía comprender, un desamparo que se hacía más profundo que nada de lo que había conocido jamás. Estaba sola y no recordaba haber estado nunca tan sola hasta entonces. Tal vez no hubiese tenido tiempo de sentirse sola. Estaba sola y sentía miedo, y no tenía a nadie a quien volverse, a nadie excepto a Melanie. Porque ahora hasta Mamita, su brazo derecho, se había marchado a Tara. Se había marchado para siempre.
Mamita no había dado ninguna explicación de su partida. Sus ojos viejos y cansados miraban tristemente a Scarlett cuando le pidió su autorización. A las lágrimas de Scarlett y a sus súplicas para que se quedase, Mamita sólo contestó:
—Me hace el efecto de que la señorita Ellen me manda marchar y me dice: «Mamita, vete a casa, tu labor está terminada». Y por eso me voy a casa.
Rhett, que había estado presenciando la conversación, dio a Mamita el dinero para el viaje, y, con unas palmaditas en el brazo, le aseguró:
—Tiene usted razón, Mamita. La señorita Ellen tiene razón. Su labor aquí está terminada. Vayase a casa. No deje de decirme si alguna vez necesita algo.
Y cuando Scarlett prorrumpió en órdenes indignadas:
—Cállate, idiota, déjala marchar —dijo^. ¿Cómo puede haber nadie que quiera quedarse en esta casa, ahora?
Y había un destello tan salvaje en sus ojos, que Scarlett, asustada, se alejó de él.
—Doctor Meade, ¿cree usted que puede… que puede haberse vuelto loco? —preguntó después, recurriendo al doctor en aquel terrible desamparo.
—No —respondió el doctor—. Pero está bebiendo como un pez y se matará si continúa así. Quería a la niña, Scarlett, y estoy seguro de que bebe para olvidarla. Y, ahora, mi consejo es que le dé usted otro hijo lo más pronto que pueda.
«¡Ay! —pensaba Scarlett, amargamente, al salir de su consulta—. Es más fácil decirlo que hacerlo.» Con alegría tendría otro hijo, varios hijos, si con eso desapareciera aquella expresión de los ojos de Rhett y se colmara el doloroso vacío de su pobre corazón. Un chico que tuviera la apostura morena de su padre, y otra niña. ¡Oh! ¡Otra niña bonita, alegre y voluntariosa, y llena de risa, no como la casi anormal Ella! ¡Oh! ¿Por qué, por qué no se había llevado Dios a Ella, si era preciso que se llevara a alguno de sus hijos? Ella no era un consuelo para Scarlett, ahora que Bonnie se había ido. Pero Rhett no parecía desear otros hijos. Al menos nunca volvió a entrar en su alcoba, aunque la puerta ya nunca estaba cerrada con llave, sino, por lo corriente, invitadoramente abierta. No parecía preocuparse de Scarlett. No parecía preocuparse por nada ahora, excepto por el whisky y por aquella rolliza mujer pelirroja.
Rhett era ahora cáustico, cuando antes había sido finamente burlón; brutal, cuando sus dardos habían sido antaño suavizados por el ingenio. Después de la muerte de Bonnie, muchas de las señoras de la vecindad, cuyas simpatías le había reconquistado su cariño a la niña, estaban ansiosas de demostrarle su afecto. Lo paraban en la calle para manifestarle su pésame y le hablaban desde sus jardines diciéndole que comprendían su dolor. Pero ahora que Bonnie, la razón de sus buenas maneras, se había ido, las maneras se fueron también; interrumpía a las señoras y sus bien intencionadas manifestaciones de pésame de manera grosera y ruda.
Pero, cosa extraña, las señoras no se ofendían. Comprendían o creían comprender. Cuando volvía al anochecer, tan embriagado que casi no podía sostenerse sobre el caballo, mirando ceñudo a los que le hablaban, las señoras decían: «¡Pobrecillo!», y redoblaban sus esfuerzos para ser cariñosas y amables. Les daba mucha lástima del pobre hombre, con el corazón destrozado, y que volvía a casa para no encontrar consuelo mejor que Scarlett.
Todo el mundo sabía lo fría y sin corazón que era Scarlett. Todo el mundo se indignaba ante la facilidad con que se había repuesto de la muerte de Bonnie, sin darse cuenta, o sin querer dársela, del esfuerzo que se escondía tras la aparente conformidad. Rhett tenía la más tierna simpatía de toda la ciudad, y ni lo sabía ni le importaba. Scarlett tenía todas las antipatías, y por una vez hubiera recibido con agradecimiento el afecto de sus antiguos amigos.
Ahora ninguno de los antiguos conocidos visitaba a Scarlett, excepto tía Pitty, Melanie y Ashley. Sólo los amigos de última hora venían en sus elegantes coches a visitarla, deseosos de demostrarle su simpatía, ansiosos de entretenerla con el chismorreo a propósito de otros amigos también nuevos que no le interesaban en absoluto. Todo era gente nueva; extraños todos. No la conocían, no la conocerían nunca. No tenían la menor idea de lo que había sido su vida hasta alcanzar la segura opulencia en su mansión de Peachtree Street. No tenían interés alguno en hablar de lo que había sido su vida hasta conseguir los terciopelos, los brocados, las victorias, los troncos de caballos. No sabían nada de las luchas, de las privaciones, de todas las cosas que habían hecho esta casa tan hermosa y los vestidos tan lujosos, y la plata, y las reuniones. Ellos no lo sabían. No les importaba. Esta gente de sabía Dios dónde, que parecía vivir siempre en la superficie de las cosas, no tenía recuerdos comunes de guerra, de hambre, de lucha, no tenía raíces comunes que se hundiesen en la misma tierra roja.
En su soledad, le hubiera gustado pasar las veladas con Maribella o con Fanny, o la señora Elsing, o la señora Whiting, o hasta con la terrible y batalladora señora Merriwether, o la señora Bonnel, o cualquier otra de sus antiguas amigas y vecinas. Porque ellas sí sabían. Habían conocido la guerra, y el terror, y el fuego, y habían visto a personas amadas desaparecer antes de tiempo; habían pasado hambre, habían vivido con el lobo en la puerta, y habían levantado su fortuna de las ruinas.
Hubiera sido un alivio el sentarse al lado de Maribella recordando que Maribella había enterrado un hijo, muerto en la loca huida ante Sherman. Le habría consolado la presencia de Fanny, sabiendo que ella y Fanny habían perdido ambas sus maridos en los duros días de la ley marcial. Habría habido un placer amargo en reír con la señora Elsing, recordando el rostro de la anciana señora mientras fustigaba a su caballo a través de Cinco Puntos el día de la caída de Atlanta, con su botín cogido en los almacenes de intendencia, dando tumbos en el coche.
Sería agradable comparar sus historias con las de la señora Merriwether, que ahora, tranquila con la marcha de la panadería, diría: «¿Se acuerda qué mal estaban las cosas inmediatamente después de la rendición? ¿Se acuerda usted cuando no sabíamos de dónde nos vendría el próximo par de zapatos? Y mírenos ahora».
Sí, hubiera sido agradable. Ahora comprendía por qué, cuando dos ex confederados se encontraban, hablaban de la guerra con tanto alivio, con orgullo, con nostalgia. Aquellos días habían probado su corazón, pero habían salido honrosamente de ellos. Eran veteranos. Ella era veterana también, pero no tenía camaradas con quienes recordar las batallas. ¡Oh, volver a encontrarse entre su gente, aquella gente que había sufrido las mismas cosas y sabía cómo hieren!… ¡Oh, qué parte tan grande de uno mismo constituía! Pero, de un modo u otro, aquella gente se había deslizado fuera de su vida. Scarlett se daba cuenta de que ella había tenido la culpa. Nunca le había preocupado hasta ahora, hasta ahora que Bonnie había muerto, y que ella estaba sola, y que tenía miedo, y que veía frente a ella, al otro lado de la mesa, brillantemente iluminada, a un desconocido, borracho como una cuba, que se desmoronaba ante sus ojos.