59

Nadie ponía en duda que Bonnie Butler se estaba haciendo una salvaje y necesitaba una mano severa que la dominase. Pero, como era el mimo de toda Atlanta, nadie tenía corazón para emplear la necesaria severidad. Primero se había acostumbrado a que nadie la mandara en los meses que pasó viajando con su padre. Cuando estuvo con Rhett en Nueva Orleáns y en Charleston, la había dejado acostarse a la hora que se le antojaba; y se había dormido en brazos de su padre en teatros, restaurantes o mesas de juego. Desde entonces no hubo fuerza humana capaz de hacerla acostarse a la misma hora que la obediente Ella. Mientras estuvo fuera con Rhett, éste le había dejado ponerse el traje que quisiera, y desde entonces cogía terribles rabietas cada vez que Mamita intentaba vestirla con trajecitos de percal y delantales en lugar de terciopelo azul y cuellos de encaje.

Parecía imposible recobrar el terreno perdido mientras la niña estuvo lejos de casa, y, luego, mientras Scarlett estuvo enferma en Tara. Al crecer Bonnie, Scarlett intentó educarla un poco, evitar que se hiciera demasiado terca y mimada, pero con poco éxito. Rhett se ponía siempre de parte de la niña por disparatados que fuesen sus deseos o por muy mal que se hubiese portado. La animaba a hablar y la trataba como a una persona mayor, escuchando sus opiniones con aparente seriedad y simulando dejarse guiar por ellas. El resultado fue que Bonnie interrumpía a los mayores cuando le venía en gana, contradecía a su padre y le hacía callar. Él se limitaba a reírse y no permitía a Scarlett ni dar un cachete en la mano a la chiquilla a guisa de reprimenda.

—Si no fuese una criatura tan cariñosa, sería insoportable —decía Scarlett, comprobando con disgusto que tenía una hija con una voluntad tan firme como la suya propia—. Adora a Rhett, y si él quisiera conseguiría de ella que se portase mejor.

Pero Rhett no mostraba intenciones de mejorar la conducta de Bonnie. Cualquier cosa que la pequeña hiciese estaba bien hecha, y si se le hubiese antojado la luna la hubiera tenido, si su padre hubiera podido alcanzársela. El orgullo de Rhett por la belleza, los rizos, los hoyuelos, los graciosos ademanes de la niña, no tenía límites. Le gustaban su descaro, su ingenio, la extraña manera que tenía de demostrarle su cariño. A pesar de sus caprichosas y voluntariosas maneras, era una nena tan adorable que Rhett no tenía valor para corregirla. Él era el dios, el centro del pequeño mundo de la niña. ¡Y esto era de demasiado valor, para arriesgarse a perderlo riñéndola!

Bonnie iba siempre pegada a él como su sombra. Le despertaba más temprano de lo que él quería despertarse, se sentaba a su lado en la mesa, comiendo alternativamente de su plato y del de ella, cabalgaba delante de él en su caballo, y no permitía que nadie que no fuese Rhett la desnudase y la acostase en su cunita al lado de la cama grande.

A Scarlett la divertía y conmovía a un tiempo el ver la férrea mano con que la pequeña gobernaba a su padre. ¿Quién iba a haber imaginado que Rhett, precisamente Rhett, había de tomar la paternidad tan en serio? Pero algunas veces una espina de celos arañaba a Scarlett, porque Bonnie a los cuatro años entendía a Rhett mejor que ella lo había entendido nunca, y lo manejaba como ella nunca lo había menejado.

Cuando Bonnie cumplió los cuatro años, Mamita empezó a refunfuñar de lo impropio que parecía que la niña montase en una silla de hombre delante de su padre con todo el traje levantado. Rhett prestó atención a tal observación como la prestaba a todas las observaciones de Mamita sobre lo que era propio e impropio en la educación de las niñas. El resultado fue adquirir una jaquita de Shetland, castaña y blanca, con largas y sedosas crines y cola, y una sillita de mujer con remaches de plata. Aparentemente, la jaca fue para los tres niños, y Rhett compró también una silla de montar para Wade. Pero Wade prefería cien mil veces su perro de San Bernardo y Ella tenía un miedo horrible a cualquier animal. Así, la jaca llegó a ser propiedad de Bonnie, y se llamó «Señor Butler». La única nube en la felicidad de su tierna propietaria era que ya no podía montar a horcajadas como su padre; pero, después de que éste le hubo explicado que era mucho más fácil el montar en silla de señora, se consoló y aprendió rápidamente. El orgullo de Rhett por el aplomo y firmes manos de su hija era enorme.

«Esperad a que tenga edad para cazar —alardeaba—. No va a haber otra como ella. La llevaré a Virginia, que es donde se caza de verdad. Y a Kentucky, que es donde aprecian a los buenos jinetes.»

Cuando hubo que hacerle un traje de amazona, fue llamada como siempre para elegir el color y, como siempre también, eligió el azul.

—Pero, monina, no puede ser ese terciopelo azul. El terciopelo azul está bien para un traje de noche para mí —rió Scarlett—. Un paño negro suave es lo que llevan las niñas. —Y viendo el ceño de la chiquilla—: ¡Por amor de Dios, Rhett! Dile lo poco a propósito que resultaría y lo sucio que iba a ser.

—¡Oh! Déjala que tenga su terciopelo azul. Cuando se ensucie, se le hace otro y en paz —dijo Rhett tranquilamente.

Así, pues, Bonnie tuvo su traje de terciopelo azul, con una falda que colgaba por el costado de la jaca, y un sombrero negro adornado con una pluma roja, porque las historias que tía Melanie le contaba de la pluma de Jeb Stuart habían conmovido su imaginación.

En los días claros y soleados se les veía a los dos paseando por Peachtree Street, Rhett sujetando las riendas de su gran caballo negro para igualar su paso con el de la fuerte jaquita. Algunas veces pasaban a galope por los tranquilos senderos de la ciudad, espantando pollitos, y perros, y niños. Bonnie atizando a «Señor Butler» con su fusta, al aire los enderezados rizos, y Rhett refrenando su caballo con mano firme para que la niña pudiese creer que ganaba la carrera.

Cuando Rhett se hubo asegurado por completo de su aplomo, de la firmeza de sus manos y de la completa tranquilidad de la niña, decidió que había llegado el momento de enseñarle a dar los pequeños saltos que estaban al alcance de las cortas piernas de «Señor Butler». A este fin construyó una valla en la parte de atrás del jardín, y pagó a Wash —uno de los sobrinillos del tío Peter— veinticinco centavos diarios para que enseñase a «Señor Butler» a saltar. Empezó con una barra a dos pulgadas del suelo, y poco a poco la fue levantando hasta la altura de un pie.

Este arreglo no fue del agrado de ninguna de las tres partes que más interesadas estaban en ello: Wash, «Señor Butler» y Bonnie. Wash tenía miedo a los caballos, y sólo la principesca suma ofrecida le indujo a llevar a la terca jaquita sobre el obstáculo docenas de veces al día. «Señor Butler», que aguantaba con paciencia que su amita le tirase de la cola, y examinase sus herraduras continuamente, pensaba que el creador de las jacas no las destinaba a pasar su voluminoso cuerpo por encima de obstáculos; Bonnie no podía soportar que otra persona montase su jaca y rabiaba de impaciencia mientras «Señor Butler» tomaba lecciones.

Cuando por fin Rhett decidió que la jaca conocía su obligación lo suficientemente bien para confiarle a Bonnie, la nerviosidad y júbilo de la pequeña no tuvieron límites. Dio su primer salto brillantemente, y desde entonces el cabalgar por el campo al lado de su padre fue para ella una felicidad sin trabas. Scarlett no podía por menos de reírse al ver el entusiasmo del padre y de la hija. Sin embargo, pensó que, una vez pasada la novedad, Bonnie querría otras cosas y la vecindad tendría algún momento de tranquilidad. Pero aquel deporte no perdió su encanto. Se hizo un sendero desde el emparrado del extremo del jardín hasta la valla, y durante toda la mañana el patio resonaba con los gritos de excitación. El abuelo Merriwether, que había tomado parte en la incursión de 1849, decía que los alaridos eran iguales a los de los apaches después de una afortunada caza de cabelleras.

Pasada la primera semana, Bonnie pidió una valla más alta, una valla que se levantase pie y medio del suelo…

—Cuando tengas seis años —dijo Rhett—. Entonces serás bastante crecida para un salto más alto, y te compraré un caballo más grande. Las piernas de «Señor Butler» no son bastante largas.

—Sí lo son. He saltado los rosales de tía Melanie, que son enormes de altos.

—No; tienes que esperar —dijo Rhett, enérgico, por una vez en la vida; pero la energía fue cediendo ante las repetidas protestas y rabietas de Bonnie.

—¡Oh, muy bien! —dijo una mañana riendo; y levantó la barra blanca un poco más—. Si te caes, no chilles, ni me eches la culpa.

—¡Madre! —gritó Bonnie, volviéndose hacia la ventana de la alcoba de Scarlett—. ¡Madre, mírame! Papaíto dice que puedo.

Scarlett, que se estaba cepillando el pelo, se acercó a la ventana sonriendo a la figurilla tan alegre, tan absurda con el manchado traje azul.

«No tengo más remedio que encargarle otro traje —pensó—. Aunque sólo Dios sabe cómo me voy a arreglar para hacer que se quite el sucio.»

—Madre, mírame.

Al levantar Rhett a la niña y colocarla sobre la jaca, Scarlett sintió una oleada de orgullo contemplando su recta espalda y la altiva apostura de la cabecita.

—Eres una preciosidad.

—Y tú lo mismo —dijo Bonnie generosamente, y, clavando la espuela en los ijares de «Señor Butler», galopó por el sendero hacia el emparrado.

—Mamá, mira cómo salto éste —gritó, echándose sobre el cuello del animal.

«Mira cómo salto éste.»

El grito de la niña resonó en la memoria de Scarlett como si no fuera aquélla la primera vez que lo oía, con recuerdos de tiempos lejanos. Había algo trágico en aquellas palabras. ¿Cómo no conseguiría recordar? Miró a la pequeña tan ligera montada en la galopante jaquita y frunció el ceño, sintiendo que un escalofrío recorría su espalda. Bonnie llegaba a todo galope, con los negros rizos flotando sobre la espalda, con los azules ojos lanzando chispas.

«Son como los ojos de papá —pensó Scarlett—. Ojos azules, como los de los irlandeses. Es exacta a él en todo.»

Y, al pensar en Gerald, el recuerdo que hacía un momento no había conseguido atraer se presentó rápido, llegó a su corazón con la cegadora luz de un día de verano, inundando momentáneamente todo el campo de extraordinaria claridad. Podía escuchar una voz de acento irlandés, oír el golpeteo de los cascos del caballo, en aquel prado de Tara, y oír una voz animosa, tan parecida a la voz de su hija: «Ellen, mira cómo lo salto».

—¡No! —gritó— ¡no; para, Bonnie!

En el momento de inclinarse sobre la ventana se oyó un espantoso ruido de maderas, un terrible grito de Rhett, un revuelo de terciopelo azul y de cascos de caballo en tierra. Y «Señor Butler» se levantó y huyó con la silla vacía.

La tercera noche, después de la muerte de Bonnie, Mamita subía lentamente, con su paso pesado, las escaleras posteriores de casa de Melanie. Iba vestida de negro, desde los anchos zapatos de hombre, desatados para dejar más libertad a los dedos, hasta la negra cofia. Sus arrugados ojillos estaban inyectados en sangre y tenía los párpados rojos. Todo su aspecto denotaba dolor, escrito claramente en cada rasgo de su rudo rostro. Su cara arrugada, petrificada en la triste expresión de un mono viejo, estaba sin embargo, llena de resolución.

Dijo unas palabras a Dilcey, que inclinó la cabeza amablemente, como si en su antigua enemistad hubiese un mudo armisticio. Dilcey dejó las fuentes de la cena que llevaba en aquel momento y se dirigió al comedor cruzando la despensa. Al minuto Melanie estaba en la cocina con la servilleta en la mano y la ansiedad dibujada en el rostro.

—¿La señorita Scarlett no está…?

—La señorita Scarlett está sobrellevándolo como todos nosotros —dijo Mamita lentamente—. Pero no he venido a interrumpirle la comida, señorita Melanie. Puedo esperar para decirle a usted lo que tengo en la cabeza.

—La cena puede esperar también —repuso Melanie—. Dilcey, sigue sirviendo a los señores. Mamita, ven conmigo.

Mamita la siguió, contoneándose por el vestíbulo, donde Ashley estaba sentado a la cabecera de la mesa, con su pequeño Beau junto a él y los dos niños de Scarlett enfrente armando un gran repiqueteo con sus cucharas. Las voces alegres de Wade y de Ella llenaban la habitación. Era una diversión inesperada para eÚos el hacerle a tía Melanie una visita tan larga. ¡Tía Melanie era siempre tan buena y estos días parecía serlo más aún! La muerte de su hermanita los había afectado muy poco. Bonnie se había caído de su jaca, y mamá había llorado mucho, y tía Melanie se los había llevado a su casa a jugar en el jardín con Beau y a comer todos los pasteles que quisieran.

Melanie se dirigió al gabinetito que servía de biblioteca, cerró la puerta e indicó a Mamita que se sentase en el sofá.

—Iba a ir en seguida de cenar —dijo Melanie—. Ahora que la madre del capitán Butler ha llegado, me figuro que el entierro será mañana por la mañana. —Eso es —dijo Mamita—. Señorita Melanie, estamos en una gran aflicción, y yo he venido a buscar su ayuda. ¡Es un peso terrible, es un peso terrible!

—¿Le ha dado un ataque a la señorita Scarlett? —preguntó Melanie asustada—. Apenas la he visto desde que Bonnie… Se pasa el tiempo metida en su habitación, y el capitán Butler está fuera de casa, y…

De pronto las lágrimas empezaron a correr por las negras mejillas de Mamita. Melanie se sentó a su lado y le dio unas palmaditas en el brazo; y al cabo de un momento Mamita levantó el borde de su falda y se secó los ojos.

—Tiene usted que venir a ayudarnos, señorita Melanie. Yo he hecho lo que he podido; pero no sé hacer cosa que valga.

—La señorita Scarlett…

Mamita se enderezó.

—Señorita Melanie, usted conoce a la señorita Scarlett como la conozco yo. Lo que esa criatura tiene que soportar, el buen Dios le da fuerza para soportarlo. Esto le ha destrozado el corazón; pero lo soporta. Es por el señorito Rhett por quien he venido.

—Me hubiera gustado verlo, pero siempre que he ido estaba fuera, en la ciudad, o bien encerrado en su habitación con…, y Scarlett está como un fantasma y no quiere hablar palabra… Hable de prisa, Mamita. Ya sabe que yo la ayudaré si puedo.

Mamita se secó la nariz con el revés de la mano.

—He dicho que la señorita Scarlett puede soportar lo que el Señor le envía; y en este caso lo está soportando, pero el señorito Rhett… Señorita Melanie, nunca ha tenido nada que sufrir. No está acostumbrado. Es por él por quien he venido a verla.

—Pero…

—Señorita Melanie, venga usted a casa conmigo esta noche. —Había un tono de urgencia en la voz de Mamita—. Tal vez el señorito Rhett le haga caso a usted. Todo el mundo hace mucho caso de su opinión.

—Pero, Mamita, ¿qué pasa? ¿Qué es lo que ocurre?

Mamita enderezó sus hombros.

—Señorita Melanie, el señorito Rhett debe…, debe de haber perdido la cabeza. No nos deja llevarnos a la pequeña.

—¿Perdido la cabeza? ¡Oh, Mamita, no!

—Yo no le digo ninguna mentira. Es tan verdad como hay Dios. No nos quiere dejar que enterremos a la niña. Me lo ha dicho a mí misma no hace ni una hora.

—Pero él no puede… No está…

—Por eso es por lo que he venido a decirle que ha perdido la cabeza. —Pero cómo…

—Señorita Melanie, voy a decírselo a usted todo. No debía decírselo a nadie, pero usted es de la familia, y es la única a quien se lo diría. Se lo voy a contar todo. Ya sabe usted lo entusiasmado que estaba con esta niña. Yo nunca había visto un hombre, ni blanco ni negro, tan entusiasmado con una niña. Pareció que se volvía de plomo cuando el doctor Meade dijo que se había partido la nuca. Cargó el fusil y corrió desolado a pegarle un tiro a la jaca. ¡Y por Dios que yo creí que se lo iba a pegar a sí mismo! Yo estaba con la señorita Scarlett, que se había desmayado, y todos los vecinos empezaban a llegar, y el señorito Rhett, que volvía, cogió en brazos a la niña, sin dejarme siquiera que le lavase la cara, que tenía manchada de tierra… Y, cuando la señorita Scarlett volvió en sí, pensé: «¡Gracias a Dios que ahora podrán consolarse uno a otro!».

De nuevo empezaron a correr las lágrimas por las mejillas de Mamita, que ni siquiera se molestó en secarlas.

—Pero cuando la señorita Scarlett volvió en sí, entró en la habitación donde él estaba sentado con la señorita Bonnie en los brazos y le dijo: «Dame mi hija, a la que tú has matado».

—¡Oh, no! No pudo decir eso.

—Sí señora. Eso fue lo que dijo. Dijo: «Tú la has matado». Y a mí me dio tanta pena del señorito Rhett, que me eché a llorar, porque parecía un perro a quien dan de latigazos, y dije: «Dele esa niña a su Mamita. No quiero que mi señorita pequeña tenga así la cara». Y cogí a la niña, la llevé a su cuarto y le lavé la cara. Y les estaba oyendo hablar, y me helaba la sangre oír lo que decían. La señorita Scarlett llamaba asesino al señorito por haber dejado a la niña dar aquel salto tan alto; y él decía que a la señorita Scarlett nunca le habían importado nada ni la señorita Bonnie ni ninguno de sus hijos…

—Calla, Mamita, no me digas más. No está bien que me cuentes eso —exclamó Melanie, aterrada por el cuadro que las palabras de Mamita evocaban.

—Ya lo sé. Y no llevo mala intención al decírselo. Pero mi corazón está rebosante y ya no sé ni lo que digo. Luego, el señorito Rhett cogió a la niña y la puso en la camita, en su habitación, Y cuando la señorita Scarlett dijo que tenía que estar en el salón, en el ataúd, creí que el señorito le iba a pegar. Y le dijo muy fríamente: «Se quedará en mi habitación». Y, volviéndose hacia mí: «Mamita, vigile para que se quede ahí hasta que yo vuelva». Después salió corriendo de la casa, montó a caballo y se marchó hasta el anochecer. Cuando volvió a casa vi que había estado bebiendo, y bebiendo mucho, pero que, como de costumbre, lo aguantaba bien. Entró corriendo en la casa, y ni siquiera habló con la señorita Scarlett, ni con la señorita Pitty, ni con las otras señoras que estaban de visita. Echó a correr escaleras arriba, se metió en su cuarto y empezó a llamarme a gritos. Cuando llegué todo lo de prisa que pude, lo encontré de pie en medio de la habitación, aunque apenas podía verlo porque las persianas estaban echadas. Me dijo muy enfadado: «¡Abra las persianas, que está esto muy oscuro!». Las abrí de par en par, y él me miró y… ¡Por Dios, señorita Melanie, se me doblaban las rodillas!, ¡es tan extraño!; y dijo entonces: «Traiga luces, traiga muchas luces. Y cuide de que ardan, y no eche cortinas ni persianas. ¿No sabe usted que la señorita Bonnie tiene miedo de la oscuridad?».

Los ojos de Melanie, agrandados por el terror, se encontraron con los de Mamita, y ésta bajó la cabeza asintiendo.

—Eso es lo que dijo: «La señorita Bonnie tiene miedo de la oscuridad».

Mamita se estremeció.

—Cuando le hube llevado una docena de luces, dijo: «Márchese». Cerró la puerta y se quedó con la señorita pequeña. Ya no abrió la puerta, ni siquiera cuando la señorita Scarlett fue a llamarle. Y de este modo ha pasado dos días. No dice una palabra del entierro. Por la mañana cierra la puerta con llave y se marcha a caballo a la ciudad. Vuelve borracho, al anochecer, y se encierra otra vez con llave. Y no come ni duerme nada. Ahora su mamá, la anciana señora Butler, ha venido de Charleston al entierro y la señorita Suellen y el señorito Will han venido de Tara. Pero el señorito Rhett no quiere hablar con ninguno de ellos. ¡Oh, señorita Melanie! Esto es espantoso. Y aún será peor, y la gente va a empezar a murmurar. Y luego, esta tarde… —Mamita hizo otra pausa y de nuevo se limpió la nariz con el dorso de la mano—. La señorita Scarlett consiguió alcanzarlo en el vestíbulo de arriba cuando llegó, y entró con él en el cuarto, y le dijo: «El entierro está dispuesto para mañana por la mañana». Y él dijo: «Hazlo, y te mato mañana».

—¡Oh, tiene que haber perdido la cabeza!

—Sí señora. Y entonces empezaron a hablar más bajo, de modo que no podía oír todo lo que decían; sólo que él decía otra vez que la señorita Bonnie tenía miedo de la oscuridad y que la tumba era terriblemente oscura. Y después de un rato la señorita Scarlett decía: «Tú eres un cínico por tomarlo así, después que la has matado por complacer tu vanidad». Y él dijo: «¿No tienes piedad?» Y ella dijo: «No tengo hija tampoco. Y me da vergüenza ver cómo te estás portando desde que Bonnie se mató. Eres el escándalo de toda la ciudad. Estás siempre borracho, y si crees que no sé cómo pasas los días eres un necio. Sé que has estado en casa de esa mujer, esa Bella Watling».

—¡Oh, Mamita, no!

—Sí señora, eso fue lo que la señorita dijo. Y es la verdad, señorita Melanie. Los negros se enteran de todo en seguida antes que nadie. Y yo sé que es allí dónde ha estado; pero yo no había dicho ni una palabra. Y él no lo negó. Él dijo: «Sí, señora, allí es donde he estado. Y no necesitas ocuparte de ello, ya que no te importa un comino. Un lupanar es un puerto de refugio, después de esta casa de infierno. Y Bella tiene un buen corazón. No me echa en cara el haber matado a mi hija».

—¡Oh! —gritó Melanie, conmovida hasta el fondo de su corazón.

Su vida era tan agradable, tan protegida, tan rodeada por personas que la querían, tan llenas de bondad, que lo que Mamita le contaba estaba casi fuera del alcance de su comprensión, y apenas podía darle crédito. Sin embargo, trajo a su mente un recuerdo, una imagen que rápidamente alejó de su imaginación como hubiera alejado el recuerdo de la desnudez de alguien. Rhett había hablado de Bella Watling aquel día que lloró con la cabeza sobre sus rodillas. Pero él amaba a Scarlett. Melanie no podía haberse equivocado aquel día. Y, desde luego, Scarlett le amaba a él. ¿Qué podía haber ocurrido entre ellos? ¿Cómo podían un marido y su mujer despedazarse mutuamente como con agudos cuchillos?

Mamita continuó lentamente su historia.

—Después de un rato, la señorita Scarlett salió de la habitación, blanca como una sábana, pero con rostro enérgico. Me vio allí esperando y me dijo: «El entierro será mañana por la mañana, Mamita». Y pasó como un fantasma. Entonces el corazón me dio un vuelco, porque cuando la señorita Scarlett dice una cosa la hace. Y cuando el señorito Rhett dice una cosa la hace también. Y él había dicho que la mataría si hacía eso. Yo me quedé como si fuera de plomo, señorita Melanie, porque yo había hecho algo que me pesaba en la conciencia. Señorita Melanie, fui yo quien causó a la señorita pequeña el miedo a la oscuridad.

—Pero, Mamita, eso no importa: ya no importa ahora a nadie.

—Sí señora, sí importa. Eso tuvo la culpa de todo. Y no iba a ocurrir algo por culpa mía; yo iría en seguida a ver al señorito Rhett y aunque me matase le diría lo que tenía sobre la conciencia. Y entonces me deslicé dentro del cuarto muy de prisa, para que no le diese tiempo a cerrarse con llave, y dije: «Señorito Rhett, he venido a acusarme». Y él se volvió hacia mí como un loco y dijo: «¡Vayase!». Y le aseguro como hay Dios que nunca me he visto tan asustada. Pero yo dije: «Por favor, señor, señorito Rhett, déjeme decirle, y después máteme. Fui yo la que le metí a la señorita pequeña el miedo a la oscuridad». Y luego, señorita Melanie, bajé la cabeza y esperé que me matase. Pero no dijo nada. «Yo no quería hacer daño, pero, señorito Rhett, no había quien pudiese con esta niña, y ¿no tenía miedo de nada? y siempre estaba levantándose de la cama cuando ya todo el mundo estaba dormido y recorriendo toda la casa descalza. Y me molestaba porque tenía miedo a que se hiciese daño. Y entonces yo le conté que había espíritus y ogros en la oscuridad.

»Y entonces, señorita Melanie, ¿sabe usted lo que hizo el señorito Rhett? Su cara se suavizó, se acercó a mí y me puso la mano en el brazo. (Es la primera vez en la vida que había hecho semejante cosa.) Y dijo: “Era muy valiente, ¿verdad? Excepto de la oscuridad, no tenía miedo de nada”. Y cuando yo me eché a llorar, me dijo: “Vamos, Mamita”, y me dio unas palmadas (era la primera vez que lo hacía). “Vamos, Mamita, no se ponga usted así. Me alegro de que me lo haya dicho. Yo sé que usted quería a la señorita Bonnie, y como la quería no importa”. Bueno, señora, pues tanta bondad me anknó y me atreví a decir: “Señorito Rhett, señor, ¿qué hay del entierro? Y se volvió hacia mí como un loco con los ojos brillantes”, y dijo: “¡Santo Dios, yo creí que usted comprendía, aunque nadie más me comprendiese! ¿Cree usted que voy a dejar a mi hija sola en la oscuridad, cuando le da tanto miedo de ella? ¡Si parece que ahora mismo estoy oyendo cómo chillaba cuando se despertaba en la oscuridad! Y yo no quiero que se asuste”. Señorita Melanie, entonces comprendí que había perdido la cabeza… No hace más que beber, y necesita dormir y comer algo. Se está volviendo loco. Me puso a la puerta diciendo: “¡Vayase al infierno!”.

»Yo bajé, y me puse a pensar que él había dicho que no habría entierro, y la señorita Scarlett había dicho que el entierro sería mañana por la mañana, y él había dicho que la iba a matar. Y todos los parientes en casa, y los vecinos también, charlando como papagayos. Y pensé en usted, señorita Melanie. Venga usted a ayudarnos.

—¡Oh! Mamita, yo no puedo meterme…

—Si no puede usted, ¿quién puede?

—Pero ¿qué podría hacer yo, Mamita?

—Señorita Melanie, yo no sé. Pero usted puede algo. Puede usted hablar al señorito Rhett, y acaso él la escuche. Tiene mucha confianza en usted, señorita Melanie; tal vez usted no lo sepa, pero es así. Le he oído decir muchas veces que usted es la única gran señora que conoce.

—Pero…

Melanie se levantó confundida, con el corazón encogido a la idea de enfrentarse con Rhett. La idea de discutir con un hombre tan trastornado por el dolor como Mamita indicaba le daba frío. La idea de entrar en la habitación brillantemente iluminada donde yacía la niñita a quien tanto quiso la estremecía. ¿Qué podría ella hacer? ¿Qué podría decirle a Rhett que aliviase su dolor y lo volviese a la razón? "Por un momento se detuvo indecisa, y, a través de la cerrada puerta, le llegó la vocecita de su hijo. Como una puñalada en el corazón, tuvo la idea dé su hijo muerto. ¡Si su pequeño Beau estuviera arriba, con su cuerpecillo helado y su alegre risa muda para siempre!

—¡Oh! —gritó asustada; y en su imaginación apretó al pequeño en sus brazos. Comprendía lo que Rhett sentía. Si Beau hubiera muerto, ¿cómo podría dejarlo solo con la lluvia, y el viento, y la oscuridad?

—¡Oh, pobre capitán Butler! —exclamó—. Voy a verlo en seguida, ahora mismo.

Entró de prisa en el comedor y dijo unas rápidas palabras a Ashley; sorprendió a su pequeño y lo cogió en brazos y lo besó apasionadamente.

Salió de casa sin sombrero, con la servilleta de la cena aún en la mano, y el paso que llevó era casi imposible de seguir para las viejas piernas de Mamita. Una vez en el vestíbulo de Scarlett, saludó con una inclinación de cabeza a la gente reunida en la biblioteca, a la asustada Pittypat, a la imponente señora Butler, a WiE y a Suellen, y subió las escaleras rápidamente, con Mamita siguiéndola jadeante. Un momento se detuvo ante la puerta cerrada del cuarto de Scarlett, pero oyó a Mamita bisbisear:

—No, no haga usted eso.

Melanie se adelantó más lentamente por el vestíbulo y se detuvo ante la puerta del cuarto de Rhett. Permaneció así un momento, indecisa, como si necesitara tomar aliento. Luego, dándose impulso con los brazos como un soldadito que entra en batalla, golpeó en la puerta y llamó suavemente:

—¡Por favor, déjeme pasar, capitán Butler! Soy la mujer de Wilkes. Deseo ver a Bonnie.

La puerta se abrió rápidamente, y Mamita, escondiéndose en las sombras, pudo distinguir a Rhett, voluminoso y negro, resaltando en el resplandeciente fondo de luces. Se tambaleaba sobre sus pies, y Mamita pudo percibir el olor de whisky de su aliento. Él miró durante un momento a Melanie, y luego, cogiéndola por un brazo, la metió en la habitación y cerró la puerta.

Mamita se acercó a una silla que había al lado de la puerta y se dejó caer en ella pesadamente. Se sentó llorando en silencio y rezando. De vez en cuando, levantaba el borde de su vestido y se enjugaba los ojos. Aunque forzaba sus oídos todo lo posible, no podía oír palabras; tan sólo llegaba a ella de dentro de la habitación un murmullo entrecortado.

Después de una espera interminable, la puerta se abrió y el rostro de Melanie, pálido y tenso, apareció en ella.

—Tráigame pronto una taza de café y unos emparedados. Cuando el diablo se mezclaba, Mamita sabía ser tan ligera como una jovencita de dieciséis años, y su curiosidad por entrar en el cuarto de Rhett fue en este caso el diablo que la acució. Pero su esperanza se tornó en desilusión cuando Melanie, abriendo simplemente una rendija, cogió la bandeja. Mucho tiempo permaneció Mamita aguzando el oído, pero no pudo distinguir más que el tintineo de la plata en la porcelana y los ahogados tonos de la suave voz de Melanie. Luego oyó el crujido de la cama al caer sobre ella un pesado cuerpo y poco después el ruido de unas botas sobre el suelo. Después de un intervalo, Melanie apareció en la puerta, pero se esforzó para que Mamita no pudiera ver lo que ocurría dentro de la habitación. Melanie parecía cansada, y en sus pestañas se veían lágrimas, pero su rostro se había serenado.

—Vaya y dígale a la señorita Scarlett que el capitán Butler está de acuerdo en que el entierro se celebre mañana por la mañana —balbuceó.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó Mamita—. Pero ¿cómo…?

—No hable tan alto. Se está quedando dormido. Y dígale a la señorita Scarlett que me quedaré aquí toda la noche. Y usted prepáreme una taza de café. Tráigamelo aquí.

—¿Aquí, a este cuarto?

—Sí. Le he prometido al capitán Butler que si se acostaba yo me quedaría aquí velando toda la noche. Ahora vaya y dígaselo a la señorita Scarlett para que no se preocupe más.

Mamita se precipitó al vestíbulo haciendo retemblar el suelo con su peso; su corazón aliviado cantaba: «¡Aleluya, aleluya!». Se detuvo pensativa a la puerta del cuarto de Scarlett, con la mente hirviendo de gratitud y curiosidad.

«Cómo lo habrá conseguido la señorita Melanie es cosa que no comprendo. Los ángeles luchan a su lado. Voy a decirle a la señorita Scarlett que el entierro será mañana por la mañana; pero me parece que es mejor que me calle que la señorita Melanie se ha quedado velando a la pequeña. A la señorita Scarlett no iba a gustarle nada.»