En el tiempo que siguió a su enfermedad, Scarlett notó en Rhett un cambio, acerca del cual no estaba completamente segura de si le gustaba o no. Era sobrio, y estaba tranquilo y pensativo. Se hallaba más a menudo en casa a las horas de las comidas y era más amable con los criados y más cariñoso con Wade y con Ella. Nunca se refería a nada del pasado, y tácitamente parecía invitarla a olvidar aquellos temas. Scarlett adoptó el mismo sistema, porque era más fácil convivir así y la vida se deslizaba tranquila en apariencia. La cortesía de Rhett hacia ella, que había empezado durante la convalecencia, continuaba y ya no le lanzaba pullas ni la molestaba con sus sarcasmos.
Scarlett se daba cuenta de que cuando la incomodaba con maliciosos comentarios, y la indignaba para provocar indignadas réplicas, era porque le importaba lo que ella decía. Pero ahora se preguntaba si a él le importaría lo que ella hiciese. Era cortés e indiferente, y Scarlett echaba de menos su interés; por muy perverso que hubiera sido, ella adoraba los días pasados de peleas y enfados.
Era muy amable con ella, tan fino como podía serlo un extraño; pero, así como antes sus ojos la seguían siempre a ella, ahora seguían a Bonnie. Era como si la rápida corriente del río de su vida hubiera sido desviada a un canal más estrecho. Algunas veces Scarlett pensaba que si Rhett le concediese a ella la mitad de la atención y la ternura que concedía a Bonnie la vida sería muy distinta. Era difícil sonreír cuando la gente decía: «¡Cómo idolatra a esta niña el capitán Butler!». Pero si no sonreía, la gente lo encontraría extraño, y a Scarlett la molestaba reconocer que tenía celos de una chiquilla, y mucho más cuando esa chiquilla era su hija predilecta. A Scarlett le gustaba ser siempre la primera en los corazones de los que la rodeaban, y ahora resultaba evidente que Bonnie y Rhett serían siempre los primeros el uno para el otro.
Rhett salía hasta muy tarde algunas noches, pero cuando volvía no estaba bebido. Muchas veces le oía silbar cuando cruzaba por el pasillo hacia su cuarto. Algunas veces volvían con él, a aquellas horas tardías, otros hombres, y se sentaban en el comedor a charlar mientras bebían unas copitas de brandy. No eran los mismos hombres con quienes había bebido durante el primer año de su matrimonio. No eran adinerados carpetbaggers, ni scallawags, ni republicanos, los que acudían ahora a su invitación. Scarlett, arrastrándose descalza hasta la barandilla de la escalera, escuchó un día, y con gran asombro pudo reconocer las voces de Rene Picard, Hugh Elsing, Andy Bonnel y los chicos de Simons. Y siempre estaban allí el abuelo Merriwether y tío Henry. Y hasta una vez pudo distinguir la voz del doctor Meade. ¡Y todos aquellos hombres habían pensado no hacía mucho que la horca era demasiado poco para Rhett!
Aquel grupo estaba siempre unido en la imaginación de Scarlett con la muerte de Frank. Y las horas tan tardías a que Rhett volvía aquellas noches le recordaban los tiempos que precedieron a la desgraciada salida del Klan en que Frank había perdido la vida. Recordaba con terror la observación de Rhett de que sería capaz hasta de incorporarse al Klan para parecer respetable, aunque esperaba que Dios no le impondría semejante penitencia. Y si Rhett, como Frank…
Una noche en que volvió aún más tarde de lo que acostumbraba, ella no pudo aguantar más tiempo la impaciencia. Cuando oyó el ruido de su llave en la cerradura, se echó una bata y, saliendo al vestíbulo alumbrado por una lámpara de gas, lo encontró en lo alto de las escaleras. La expresión de Rhett, ausente y pensativa, se convirtió en sorprendida al divisarla.
—Rhett, he venido para saber… Necesito saber si tú…, si el Klan… Si es por eso por lo que estás fuera hasta tan tarde. ¿Te has hecho del…?
A la llameante luz de gas, Rhett la miró sin curiosidad, y sonrió.
—Estás muy atrasada de noticias —le dijo—. Ya no hay Klan en Atlanta. Ni probablemente en Georgia. Tus amigos te han estado contando bárbaras hazañas del Klan, por lo que veo…
—¿Que no hay Klan? ¿Estás mintiendo para tranquilizarme? Habla.
—Pero, querida mía, ¿cuándo he tratado yo de tranquilizarte? No, el Klan no existe. Hemos decidido que hacía más daño que provecho, porque tenía a los yanquis en tensión y proporcionaba material a la fábrica de calumnias de Su Excelencia el gobernador Bullock. Bien podrá éste permanecer en el poder, mientras consiga convencer al Gobierno federal de que Georgia hierve en rebelión y que detrás de cada arbusto se esconde un afiliado del Klan. Para continuar en el poder, está inventando infames historias del Klan, que ya no existe; hablando de leales republicanos colgados por los pulgares, y de honrados negros linchados. Pero está cazando en coto cerrado y lo sabe. Agradezco tu preocupación, pero el Kkn dejó de existir poco después de haber dejado yo de ser un scdlawag para convertirme en un modesto demócrata.
La mayor parte de lo que Rhett dijo del gobernador Bullock a Scarlett le entraba por un oído y le salía por el otro, porque su imaginación estaba preferentemente ocupada con la idea de que ya no existía el Klan. A Rhett no lo matarían como habían matado a Frank; no perdería el almacén ni el dinero. Pero una palabra en su conversación le llamó poderosamente la atención. Rhett decía nosotros, uniéndose con naturalidad con los que él mismo bautizara la vieja guardia.
—Rhett —le preguntó de repente—. ¿Tienes tú algo que ver con la disolución del Klan?
La miró durante unos momentos, y sus ojos empezaron a bailar.
—Así es, amor mío. Ashley Wilkes y yo somos los principales responsables.
—¿Ashley y tú?
—Sí; la política puede hacer cambiar las amistades. Es una vulgaridad el decirlo, pero es una verdad. Ni Ashley ni yo tenemos demasiado interés en ser amigos…; pero Ashley nunca tuvo fe en el Klan, porque es contrario a cualquier género de violencia. Y yo nunca creí en él porque es una locura y no un medio de conseguir lo que queremos. Es el medio de tener a los yanquis encima de nosotros hasta el día del Juicio. Y entre Ashley y yo hemos convencido a los exaltados de que vigilancia, espera y trabajo nos llevarían más lejos que incursiones nocturnas y baladronadas.
—¿Quieres dar a entender que efectivamente los muchachos siguen tus consejos, cuando tú…?
—Cuando yo he sido un especulador, un scallawag, uña y carne de los yanquis. Olvidas, señora Butler, que yo soy ahora un demócrata en brillante posición, que daría hasta la última gota de su sangre por liberar a nuestro amado Estado del poder de los invasores. Mi consejo era un buen consejo y lo escucharon. Mi opinión en otros asuntos políticos es también de valor. Tenemos una mayoría demócrata en el Parlamento, ¿no es así? Y pronto tendremos, amor mío, alguno de nuestros amigos republicanos detrás de las rejas. Se están volviendo un poco demasiado rapaces.
—¿Y ayudarás a encarcelarlos? ¡Pero si han sido tus amigos! Ellos te metieron en aquel asunto de acciones de ferrocarriles en el que conseguiste tanta ganancia.
Rhett hizo una mueca, su antigua mueca burlona.
—¡Oh! ¡Y no les guardo rencor! Pero ahora estoy en el otro lado, y si puedo ayudar de algún modo a ponerlos donde deben estar, lo haré. Esto aumentaría enormemente mi crédito… Conozco bastante el interior de muchos de estos asuntos para que mi ayuda sea muy valiosa cuando el Parlamento empiece a investigar sobre ellos, y no tardará mucho, al paso que llevan las cosas. Van a indagar también sobre el gobernador y, si pueden, lo meterán en la cárcel. Harías bien en decirles a tus buenos amigos, los Gelert y los Hundon, que estén dispuestos a abandonar la ciudad en el momento preciso, porque, si pueden enredar al gobernador, también los enredarán a ellos.
Scarlett había visto durante demasiados años a los republicanos, apoyados por el Ejército yanqui, hacerse los amos de Georgia, para dar crédito a las palabras de Rhett. El gobernador estaba demasiado bien atrincherado para que Parlamento alguno pudiese perjudicarlo y mucho menos meterlo en la cárcel.
—¡Cómo corres! —observó.
—Si no lo meten en la cárcel, por lo menos no será reelegido. La próxima vez tendremos un gobernador demócrata, para variar.
—Y supongo que tú tendrás algo que ver con ello —dijo Scarlett, sarcàstica.
—Claro que sí, querida. Estoy teniendo algo que ver con ello ahora. Por eso vuelvo tan tarde por las noches. Estoy trabajando más duramente de lo que nunca he trabajado con un azadón en las minas de oro, ayudando a organizar las elecciones. Y yo sé que lo sentirás, señora Butler, pero estoy contribuyendo con mucho dinero a la organización. ¿Te acuerdas de haberme dicho hace muchos años, en el almacén de Frank, que no era honrado en mí el guardar el dinero de la Confederación? Por fin estoy de acuerdo contigo, y ese oro lo estoy empleando en traer de nuevo al poder a los confederados.
—Estás tirando el dinero a un pozo sin fondo.
—¿Cómo es eso? ¿Llamas al partido demócrata un pozo sin fondo? —La miró, burlón; luego continuó sin entusiasmo—: Me importa un comino quien pueda ganar las elecciones. Lo que importa es que todo el mundo sepa que he trabajado por ellas y que en ellas me he gastado gran cantidad de dinero. Y esto se recordará en bien de Bonnie en los años venideros.
—Tu noble peroración me había hecho temer que tu corazón hubiese cambiado, pero ya veo que no eres más sincero ahora con los demócratas que en los demás asuntos.
—Nada de cambio de corazón; sencillamente, un cambio de piel. Es posible que puedas borrar las manchas de la piel de un leopardo, pero seguirá siendo un leopardo a pesar de todo.
Bonnie, a quien las voces de sus padres en el vestíbulo habían despertado, llamó en aquel momento soñolienta pero imperiosa: «¡Papaíto!», y Rhett inmediatamente dejó a Scarlett.
—Rhett, espera un minuto, aún hay otra cosa que deseo decirte. Debes dejar de llevar a Bonnie contigo por las tardes a todas las reuniones políticas. No resulta bien. ¡Vaya una ocurrencia, una niña pequeña en esas reuniones! Y te hace parecer tonto. Yo no me podía suponer que la llevabas hasta que tío Henry habló de ello creyendo que yo lo sabía, y…
Rhett se volvió hacia Scarlett con una mirada dura en sus ojos.
—¿Qué puedes ver de malo en que una nena esté sentada en las rodillas de su padre, mientras éste habla con los amigos? Puede parecerte tonto, pero no lo es. La gente recordará años enteros que Bonnie estaba sentada en mis rodillas mientras yo ayudaba a expulsar de este Estado a los republicanos. La gente lo recordará muchos años… —De su rostro desapareció la expresión de dureza y una luz maliciosa brilló en sus ojos—. ¿No sabes que cuando le preguntan a quién quiere más contesta: «A papaíto y a los demócratas», y que cuando le preguntan a quién odia más dice: «A los scallatvags»? Gracias a Dios, la gente recuerda esas cosas.
La voz de Scarlett sonó furiosa:
—Y supongo que le dirás que soy una scdlawag.
—¡Papaíto! —gritó la vocecita, enfadada ahora; y Rhett, riendo aún, cruzó el vestíbulo para reunirse con su hija.
En octubre, el gobernador Bullock dimitió su cargo y huyó de Georgia. La malversación de los fondos públicos, el derroche y la corrupción habían alcanzado durante su administración proporciones tan desmesuradas, que el edificio se derrumbaba por su propio peso. Hasta su mismo partido estaba dividido, tan grande era la indignación pública. Los demócratas eran ahora mayoría en el Parlamento, y esto tenía un hondo significado. Comprendiendo que iba a ser investigado, y temiendo la cárcel, Bullock no esperó. Desapareció rápida y secretamente, arreglándose para que su dimisión no trascendiese hasta que él se encontrara a salvo en el Norte.
Cuando se hizo pública su huida una semana después, Atlanta estaba loca de excitación y alegría. La gente se agolpaba en las calles; los hombres, sonriendo, se estrechaban las manos, las mujeres se abrazaban, llorando. Todo el mundo organizó fiestas, y el cuerpo de bomberos estuvo ocupadísimo apagando los fuegos ocasionados por las hogueras de los chiquillos exaltados por la alegría.
Lo más probable era que el próximo gobernador fuese también republicano, pero la elección no sería hasta diciembre, y todo el mundo tenía grandes esperanzas en el resultado. Y cuando llegaron las elecciones, a pesar de los desesperados esfuerzos de los republicanos, Georgia volvió a tener un gobernante demócrata.
También esto ocasionó excitación y alegría, pero distinta de la que se había apoderado de la ciudad cuando BuQock había tomado las de Villadiego. Era una alegría más íntima, menos estruendosa; un sentimiento de acción de gracias llenó las almas; las multitudes se agolpaban en las iglesias, donde daban reverentemente gracias a Dios por la liberación del Estado. Había también cierto orgullo mezclado con la alegría, porque Georgia estaba de nuevo en manos de los suyos, a pesar de todo lo que la Administración de Washington pudiera hacer, a pesar del ejército de los scallatvags, de los carpetbaggers y de los republicanos de la región.
Siete veces, el Congreso había dictado leyes contra el Estado para hacer de él una provincia conquistada; tres veces, el Ejército había echado a un lado la ley civil. Los negros habían realizado verdaderas orgías a través del Parlamento; forasteros rapaces habían abusado del poder, individuos particulares se habían Henrycido con los fondos públicos. Georgia se había visto impotente, sin ayuda, atormentada, burlada, desgarrada. Pero ahora, venciéndolo todo, Georgia se pertenecía de nuevo gracias a los esfuerzos de su pueblo.
La caída repentina de los republicanos no fue motivo de alegría para todo el mundo. Reinaba la consternación en las filas de los scdlawags, carpetbaggers y republicanos. Los Gelert y los Hundon, enterados probablemente de la huida de Bullock antes de que su dimisión se hiciese pública, abandonaron la ciudad apresuradamente, volviendo al olvido del que habían salido. Los otros carpetbaggers y scallawags que se quedaron estaban indecisos y asustados y se agrupaban para darse ánimos; pensaban, inquietos, qué sería lo que el nuevo Parlamento descubriría de sus asuntos privados. Ya no se mostraban insolentes. Estaban aturdidos y asustados. Y las señoras que iban a visitar a Scarlett comentaban una y otra vez:
—¿Pero quién había de pensar que las cosas cambiarían de este modo? Nosotras creíamos que el gobernador era más poderoso; nosotras creíamos que estaba aquí para largo tiempo; nosotras creíamos…
Scarlett estaba tan asombrada como ellas por el cambio de los acontecimientos, a pesar del aviso de Rhett sobre la dirección que iban a tomar. No es que estuviese disgustada porque se hubiera marchado Bullock y hubieran vuelto los demócratas; aunque nadie pudiera creerlo, ella también sentía disimulada alegría de que por fin Georgia se viese libre de la ley yanqui. Se acordaba demasiado vivamente de sus luchas en los primeros días de reconstrucción y del temor de que le fuesen confiscados su dinero y sus bienes. Recordaba su desamparo, y su pánico, y su odio a los yanquis que habían impuesto al Sur aquellas horribles leyes. Y nunca había cesado de odiarlos. Pero, intentando hacer lo mejor, intentando obtener la seguridad completa, se había puesto del lado de los vencedores. Poco le importaba el que no le gustasen; se había rodeado de ellos y separado de sus antiguos amigos y su antigua vida. Y ahora el poder de los vencedores se acababa. Había jugado a la duración del régimen de Bullock y había perdido.
Al mirar a su alrededor en aquellas Navidades de 1871, las más felices que el Estado había conocido desde hacía diez años, Scarlett se sentía inquieta. No podía por menos de ver que Rhett, que había sido el hombre más odiado de Atlanta, era ahora uno de los más populares porque se había retractado humildemente de sus antiguas herejías y había dado su tiempo, dinero y trabajo a la lucha por la liberación de Georgia. Cuando pasaba a caballo por las calles, sonriente, saludando, con aquel paquetito azul que era Bonnie encaramada delante de él en la silla, todo el mundo le sonreía, le hablaba con entusiasmo y miraba con cariño a la nena. Mientras que Scarlett…