57

La mujer que un mes más tarde dejó Rhett en el tren de Jonesboro era una mujer pálida y delgada. Wade y Ella, que iban a hacer el viaje con su madre, estaban quietos y callados al ver su rostro blanco y triste, y se arrimaban a Prissy, atemorizados por la atmósfera de frialdad que hasta sus mentes infantiles no podían por menos de sentir entre su madre y su padrastro.

A pesar de lo débil que estaba Scarlett, se marchaba a Tara. Hubiera enloquecido, de permanecer un día más en Atlanta, con la imaginación dando vueltas y más vueltas alrededor de las mismas ideas en aquel tumulto en que se debatía. Estaba débil de cuerpo y cansada de espíritu y se encontraba como una niña perdida en una región de pesadilla en la que no veía nada familiar que pudiese guiarla.

Lo mismo que había huido de Atlanta una vez ante un ejército invasor, lo mismo huía ahora, relegando al fondo de su mente las ideas desagradables con su acostumbrada inhibición ante las preocupaciones: «No quiero pensar en eso ahora, no podría soportarlo, ya lo pensaré mañana en Tara; mañana será otro día». Le parecía que, si podía volver a la tranquilidad de los verdes campos de algodón, todas sus preocupaciones desaparecerían y hallaría medio de hacer con sus destrozados pensamientos algo que no le impidiese vivir.

Rhett se quedó contemplando el tren hasta que se perdió de vista, y en su rostro había una expresión de amargura que no resultaba nada agradable. Suspiró, despidió el coche y, montando en su caballo, cabalgó calle abajo hacia casa de Melanie.

Era una mañana calurosa. Melanie estaba sentada bajo la parra del porche zurciendo calcetines, de los que tenía una gran cesta Üena. Experimentó viva confusión cuando vio a Rhett bajarse del caballo y echar las riendas al negrito de hierro que había a la entrada. No le había visto a solas desde aquel espantoso día, cuando Scarlett estaba tan enferma y él estaba… bueno, sí, tan borracho. Melanie odiaba hasta el pensar en esa palabra. Sólo le había hablado alguna vez durante la convalecencia de Scarlett, y en tales casos hizo lo posible por no encontrar su mirada. Él, desde luego, en estas ocasiones había estado lo mismo que siempre, y nunca, ni con miradas ni con palabras, había dado a entender que entre ellos se hubiera desarrollado semejante escena. Ashley le había dicho una vez que era muy frecuente en los hombres el no recordar las cosas que habían hecho hallándose en estado de embriaguez, y Melanie deseaba de todo corazón que la memoria del capitán Butler le hubiera fallado en esta ocasión. Notaba que preferiría morir a enterarse de que recordaba sus expansiones. Se sintió llena de timidez y azoramiento, y oleadas de rubor cubrieron sus mejillas al verle acercarse por el camino. Pero tal vez no fuese más que a preguntar si Beau podría ir a pasar el día con Bonnie. Seguramente no tendría el poco tacto de ir a darle las gracias por lo que había hecho por él aquel día.

Se levantó para recibirlo, observando con sorpresa, como le ocurría siempre, lo ágilmente que se movía siendo un hombre tan grande.

—¿Se ha marchado Scarlett?

—Sí. Tara le sentará bien —dijo él sonriendo—. Algunas veces pienso que le ocurre lo que al gigante Anteo, que se hacía más fuerte cada vez que se ponía en contacto con la madre tierra. No le conviene a Scarlett pasar demasiado tiempo lejos de aquel rincón lleno de barro rojo al que tanto ama. El ver crecer el algodón le hará más provecho que todos los tónicos del doctor Meade.

—¿No quiere usted sentarse? —preguntó Melanie, que no sabía qué hacer con sus manos.

¡Rhett era tan grande y tan fuerte! Las personas tan grandes y fuertes siempre la desconcertaban. Parecían irradiar una fuerza y una vitalidad que la hacían sentirse más débil y más menuda aún de lo que realmente era. Él tenía un aspecto formidable y los duros músculos de sus hombros resaltaban en la blancura de su chaqueta de hilo de un modo que la asustaba. Le parecía imposible haber visto abatida tanta fuerza e insolencia. ¡Y ella había sostenido aquella cabeza en su regazo!

«¡Oh Dios mío!», pensó azorada; y se ruborizó de nuevo.

—Melanie —dijo Rhett amablemente—, ¿la molesta mi presencia? ¿Prefiere que me vaya? Por favor, dígame la verdad.

«¡Oh! —pensó Melanie—. Se acuerda y se da cuenta de lo violenta que estoy.»

Le vio implorante y, de pronto, el azoramiento y la confusión desaparecieron. La mirada de él era tan tranquila, tan cariñosa, tan comprensiva, que Melanie no pudo menos de preguntarse cómo había podido ser tan tonta para sentirse asustada. Tenía el rostro cansado y, pensó Melanie, bastante triste. ¿Cómo se le pudo ocurrir que iba a ser tan poco educado para tratar de asuntos que los dos preferirían olvidar?

«¡Pobre hombre! ¡Qué preocupado ha estado con lo de Scarlett!», pensó. Y, sonriendo, le dijo:

—Haga el favor de sentarse, capitán Butler.

Rhett se sentó pesadamente y la observó mientras recogía su costura.

—Melanie: he venido a pedirle un favor grandísimo —dijo sonriendo—. A pedir su ayuda en un engaño que sé que la repelerá.

—¿Un engaño?

—Sí, en realidad he venido a hablarle de negocios. —¡Señor! Entonces no es a mí, es a mi marido a quien tiene usted que ver. Yo soy una mujer torpe para los negocios. No soy tan inteligente como Scarlett.

—Mucho me temo que Scarlett sea demasiado inteligente, más de lo que le conviene —dijo él—. Y precisamente de esto es de lo que deseaba hablarle. Ya sabe usted lo enferma que ha estado. Cuando vuelva de Tara, otra vez empezará con preocupaciones y disgustos con el almacén y con esas serrerías que yo quisiera ver arder. Temo por su salud, Melanie.

—Sí, se preocupa demasiado. Debe usted obligarla a dejarlo todo y a cuidarse.

Él se rió.

—Ya sabe usted lo terca que es; yo nunca intento ni discutir con ella. Es igual que una chiquilla voluntariosa. No me deja que la ayude; no dejaría que nadie la ayudara. He intentado inducirla a vender su parte en las serrerías; pero no quiere. Y ahora, Melanie, llegamos a lo del negocio. Yo sé que Scarlett accedería a vender el resto de su participación en las serrerías al señor Wilkes, pero a nadie más. Y yo desearía que el señor Wilkes se lo comprase.

—¡Oh! Eso sería estupendo, pero…

Melanie se detuvo mordiéndose los labios. No podía hablar de la cuestión de dinero con una persona con quien no tenía bastante confianza. No sabía cómo, a pesar de lo que ganaban con la serrería. Ashley no tenía nunca bastante dinero. La disgustaba ver lo poco que ahorraban. No sabía adonde iba a parar el dinero. Ashley le daba lo suficiente para el manejo de la casa, pero en cuanto había algún gasto extraordinario se veían apurados. Desde luego, las cuentas del médico eran muy elevadas, y los libros y muebles que Ashley encargaba a Nueva York costaban un río de oro. Y daban de comer y vestían a una porción de granujas que vivían en las buhardillas de su casa. Y Ashley no era capaz de negar un préstamo a nadie que hubiese servido en el Ejército federal. Y…

—Melanie, yo deseaba prestarles a ustedes el dinero —dijo Rhett.

—Es usted muy bueno, pero nunca podríamos devolvérselo.

—No quiero que me lo devuelvan. No se enfade usted conmigo, Melanie. Por favor, escúcheme. Me pagaría con creces el saber que Scarlett no estaba quedándose sin fuerzas con tantas idas diarias a las serrerías. El almacén sería suficiente para tenerla ocupada y feliz. ¿No lo comprende usted?

—Sí, desde luego —dijo Melanie, indecisa.

—Usted quiere que su hijo tenga una jaca, ¿verdad? Y quiere usted que vaya a la Universidad, a Harvard, y a hacer un gran viaje por Europa.

—Ya lo creo —gritó Melanie, con el rostro iluminado como siempre que se le hablaba de Beau—. Yo quiero muchas cosas para él, pero… bueno, todo el mundo está tan pobre ahora que…

—El señor Wilkes podría ganar una barbaridad de dinero con esas serrerías —dijo Rhett—. Y le gustaría ver a Beau disfrutar de todas las ventajas que se merece.

—¡Oh! Capitán Butler, es usted una malísima persona —exclamó Melanie, sonriendo—. Apelando al orgullo maternal… Puedo leer en usted como en un libro abierto.

—Espero que no —dijo Rhett, y por primera vez hubo un resplandor de risa en sus ojos—. Y ahora, ¿me dejará usted que le preste el dinero?

—Pero ¿dónde está el engaño?

—Debemos ser conspiradores y engañar a Scarlett y al señor Wilkes.

—Me sería imposible. ¡Cuánto lo siento!

—¡Si Scarlett supiese que he estado conspirando a espaldas de ella, aunque sea por su bien…! Pero ya conoce usted su carácter. Y me temo mucho que el señor Wilkes rehusase cualquier préstamo que yo le ofreciera. Así, pues, ninguno de los dos debe saber de dónde viene el dinero.

—¡Oh! Pero estoy segura de que mi marido no rehusaría si comprendiese bien. ¡Quiere tanto a Scarlett!

—Estoy seguro de ello —dijo amablemente Rhett—. Pero, a pesar de todo, rehusaría. Ya sabe usted lo orgullosos que son todos los Wilkes.

—¡Cuánto lo siento! —dijo Melanie, disgustadísima—. Quisiera… Verdaderamente, capitán Butler, no puedo mentir a mi marido.

—¿Ni siquiera para ayudar a Scarlett?

Rhett parecía ofendido.

—Y ella, que la quiere a usted tanto…

En los párpados de Melanie temblaron las lágrimas.

—Sabe usted que haría cualquier cosa del mundo por ella. Nunca, nunca, podré pagarle ni la mitad de lo que ella ha hecho por mí. Ya sabe usted…

—Sí —dijo rápidamente—, sé todo lo que ha hecho por usted. ¿No puede usted decirle al señor Wilkes que el dinero es el legado de algún pariente?

—¡Oh! Capitán Butler, no tengo un pariente que posea un centavo.

—Bien. Y si yo le mando el dinero por correo al señor Wilkes sin que él sepa quién se lo envía, ¿se ocuparía usted de que el dinero se emplee en la compra de las serrerías y no… en darlo a los ex confederados hambrientos? Al principio, ella pareció ofendida por sus últimas palabras, como si éstas implicasen una crítica de Ashley; pero Rhett sonrió tan comprensivamente que Melanie le devolvió la sonrisa.

—Desde luego, así lo haré.

—De modo que está decidido. ¿Será nuestro secreto?

—Pero yo nunca he tenido un secreto para mi marido…

—Estoy seguro de ello, Melanie.

Al mirarlo, Melanie pensó cuan acertada había estado ella siempre en sus juicios sobre él y qué equivocados estaban todos los demás. La gente decía que era brutal e irónico y que tenía malas maneras, y hasta que no era honrado. Aunque mucha gente de lo más distinguido de Atlanta admitía ahora que se había equivocado. Bueno, ella, desde el principio, había comprendido que Rhett era una buenísima persona. Ella nunca había recibido de él más que atenciones, favores, respeto profundo y comprensión. ¡Y qué enamorado estaba de Scarlett! ¡Qué bueno era dando tanto rodeo por evitarle trabajo!

En un impulso expansivo, exclamó:

—Tiene suerte Scarlett con un marido tan atento con ella.

—¿Lo cree usted así? Mucho me temo que ella no estaría de acuerdo con usted si la oyese… Además, también trato de ser atento con usted, Melanie. Le estoy dando a usted más de lo que le estoy dando a Scarlett.

—¿A mí? —preguntó Melanie intrigada—. ¡Ah, quiere usted decir para Beau!

Rhett cogió su sombrero y se levantó. Permaneció de pie un momento, contemplando el rostro sin encanto, de forma de corazón, y los graves ojos oscuros. Un rostro extraño.

—No, a Beau no. Estoy tratando de darle a usted algo más precioso que Beau, si usted puede imaginarse algo que lo sea…

—No, no puedo —dijo ella, asombrada otra vez—. No hay nada en el mundo más precioso para mí que Beau, excepto Ash…, excepto mi marido.

Rhett no dijo nada y la miró sin expresión alguna en el moreno rostro.

—Es usted, extraordinariamente bueno al querer hacer algo por mí, capitán Butler; pero realmente tengo mucha suerte. Tengo todo lo que una mujer puede desear en este mundo.

—Eso está muy bien —dijo Rhett, súbitamente grave—. Y yo tengo la intención de hacer todo lo posible para que lo conserve.

Cuando Scarlett volvió de Tara, el color enfermizo había desaparecido de su rostro, y sus mejillas se habían redondeado y estaban débilmente sonrosadas. Los ojos verdes volvían a ser vivos y brillantes y se reía ruidosamente por primera vez desde hacía mucho tiempo. Cuando Rhett y Bonnie los recibieron en la estación, reía divertidísima viendo que Rhett tenía dos plumas de pavo real en la cinta del sombrero, y Bonnie, vestida con un traje roto y manchado que había sido su traje de los domingos, llevaba dos rayas diagonales de color azul añil dibujadas en las mejillas y una pluma de pavo real casi tan larga como ella en los rizos. Se veía que estaban jugando a los indios, cuando llegó la hora de ir a la estación, y era evidente, por la mirada de impotencia de Rhett y por la indignación de Mamita, que Bonnie se había negado a arreglarse para ir a esperar a su madre.

Scarlett dijo:

—¡Qué chiquilla tan loca!

Besó a la niña y presentó la mejilla a los labios de Rhett. Había mucha gente en la estación, sin lo cual nunca se hubiera prestado a esta caricia. No pudo menos de enterarse, a pesar de su turbación por el aspecto de Bonnie, de que todo el mundo sonreía al ver al padre y a la hija, no con sonrisa de burla, sino divertida y amable. Todo el mundo sabía que la pequeña de Scarlett traía a su padre como un zarandillo, y Atlanta entera se divertía y aprobaba. El gran amor de Rhett por su hija le había devuelto el respeto y la consideración de toda la ciudad.

Camino de casa, Scarlett no dejó de hablar contando las noticias del campo: el tiempo cálido y seco hacía crecer el algodón tan de prisa que se hubiera podido verlo medrar; pero Will decía que los precios del algodón iban a bajar. Suellen estaba esperando otro hijo. Scarlett dijo esto en voz baja para que los niños no la oyeran. La pequeña Ella había mostrado sus malos instintos mordiendo a la niña mayor de Suellen, aunque no más de lo que la niña merecía, según observó Scarlett, pues era exactamente igual que su madre. Pero Suellen se había puesto furiosa y habían tenido una buena pelea como las de otros tiempos. Wade había matado él solo un pato acuático. Randa y Camila Tarleton estaban de maestras de escuela. ¿No le hacía gracia? Ninguno de los Tarleton había sido capaz de deletrear la palabra gato. Betsy se había casado con un muchacho obeso, a quien faltaba un brazo, y ellos, Hetty y Jaime Tarleton, estaban cultivando una plantación de algodón en Fairhill. La señora de Tarleton tenía una hermosa yegua y un revólver Colt, y con aquello era tan feliz como cuando poseía un millón de dólares. La vieja casa de Calvert estaba ocupada por negros, y un enjambre de ellos se habían hecho sus propietarios, comprándola en pública subasta. Estaba destrozada y daba pena verla. Nadie sabía lo que había sido de Cathleen y su compañero. Y Alex se iba a casar con Sally, la viuda de su hermano. ¡Después de tantos años viviendo bajo el mismo techo! Todo el mundo decía que era un matrimonio forzado por las conveniencias, porque la gente empezaba a criticar que viviesen solos desde que la vieja abuela y la Señoritita habían muerto. Y este matrimonio destrozaba el corazón de Dimity Munroe. Pero le estaba bien empleado. Si hubiese tenido algo de atractivo, hubiera pescado a otro hombre hacía mucho tiempo, en lugar de esperar a que Alex ganase bastante dinero para casarse con ella.

Scarlett parloteaba alegremente; pero había muchas cosas del Condado que suprimía, cosas en que le dolía pensar. Había cabalgado por todo el Condado con Will, procurando no recordar cuando estos millares de acres habían estado cubiertos por verdes plantaciones de algodón. Y ahora, plantación tras plantación, estaban siendo de nuevo invadidas por el bosque, por lúgubres campos de retama, esparto y abetos, que habían crecido pródigamente entre las silenciosas ruinas y sobre los campos de algodón. Donde antaño se sembraba un centenar de acres, ahora sólo se trabajaba uno. Era como moverse a través de una sierra muerta.

«Esta región no se repondrá lo menos en cincuenta años, si se repone alguna vez —había dicho Will—. Tara es la mejor granja del Condado, gracias a ti y a mí, Scarlett; pero es una granja, una granja de dos muías, no una plantación. La de los Fontaine viene después de Tara, y luego la de los Tarleton. Éstos no están haciendo mucho dinero, pero sacan para vivir y se hallan muy satisfechos. Pero la mayor parte de las demás granjas…»

No, Scarlett no quería recordar el aspecto del abandonado Condado, que parecía aún más triste comparado con el bullicio y la prosperidad de Atlanta.

—Y aquí, ¿ha ocurrido algo? —preguntó cuando estuvieron sentados en el porche principal.

Había hablado rápidamente durante todo el camino, temiendo que sobreviniera el silencio. Desde el día en que se cayó por las escaleras no había cruzado una palabra con Rhett, y ahora no tenía el menor deseo de estar a solas con él. Scarlett no conocía los sentimientos de Rhett respecto a ella. Él había sido la bondad personificada durante la triste convalecencia de ella, pero era su bondad la de un extraño. Se había anticipado a sus deseos, había evitado que los niños la molestasen y había vigilado el almacén y las serrerías. Pero no había dicho nunca: «Lo siento». Bueno, tal vez no lo sintiese. Tal vez creyese todavía que el niño que no había llegado a nacer no era su hijo. ¿Cómo podía ella saber lo que se fraguaba en su mente, detrás de aquel moreno rostro inexpresivo? Mas, por primera vez en su vida de casados, había mostrado una tendencia a ser cortés y algo como el deseo de dejar que la vida continuase como si nunca hubiese ocurrido nada desagradable entre ellos, como si nunca —pensaba Scarlett— hubiera habido nada en absoluto entre ellos. Bueno, si esto era lo que él quería, ella pondría lo posible de su parte.

—¿Sigue todo bien? —repitió—. ¿Has encontrado el guijo para el piso del almacén? ¿Has cambiado las mulas? ¡Por amor de Dios, Rhett, quítate esas plumas del sombrero! ¡Pareces un loco! ¡Y has sido capaz de ir a la estación sin acordarte de quitártelas!

—No —dijo Bonnie, cogiendo el sombrero de su padre en actitud defensiva.

—Todo ha marchado muy bien aquí —replicó Rhett—. Bonnie y yo nos hemos divertido mucho; y me parece que desde que tú te has ido no le han pasado un peine por la cabeza. No chupes las plumas, monada, que pueden estar sucias. Sí; el guijo ya está puesto, y he hecho un buen negocio con las mulas. No, no ha ocurrido nada nuevo; la vida sigue tan monótona como siempre.

Luego, como si se acordase en aquel momento, añadió:

—El honorable Ashley estuvo aquí la otra noche. Quería saber si yo creía que tú le venderías tu serrería y la parte que tienes en la suya.

Scarlett, que había estado meciéndose y dándose aire con un abanicos de plumas, se detuvo bruscamente.

—¿Vender? Pero ¿de dónde ha sacado Ashley el dinero? Ya sabes que nunca ha tenido un céntimo, pues Melanie lo gasta tan de prisa como Ashley lo gana.

Rhett se encogió de hombros.

—Siempre la había creído una personita muy económica. Pero, desde luego, no estoy tan bien enterado de los detalles pecuniarios de la familia de los Wilkes como tú pareces estarlo.

Esta pulla parecía del antiguo estilo de Rhett, y Scarlett se sintió violenta.

—Márchate, guapina —le dijo a Bonnie—. Mamá quiere hablar con papá.

—No —dijo Bonnie enérgicamente, trepando a las rodillas de Rhett.

Scarlett, incomodada, miró a la niña, y ésta también puso ceño a su madre, con un gesto tan parecido al de Gerald O’Hara, que Scarlett casi se rió.

—Déjala que se quede —dijo Rhett tranquilamente—. En cuanto a de dónde ha sacado Ashley el dinero, creo que se lo ha mandado alguien a quien asistió durante unas viruelas en Rock Island. Me devuelve la fe en la naturaleza humana el ver que aún existe la gratitud.

—¿Quién fue? ¿Algún conocido?

—La carta estaba sin firma y venía de Washington. Ashley se ha vuelto loco pensando quién podía habérsela enviado. Pero, realmente, una persona tan poco egoísta como Ashley va por el mundo sembrando tantas bondades que es imposible que las recuerde todas.

Si Scarlett no hubiera estado tan sorprendida por la suerte de Ashley, hubiera recogido aquel guante, aunque durante su permanencia en Tara había decidido no dejarse envolver de nuevo en ninguna discusión con Rhett referente a Ashley. El terreno que pisaba en esta ocasión era demasiado inseguro y, mientras no conociera exactamente su situación respecto a los dos hombres, no le interesaba salir a él.

—¿Quiere comprármelas?

—Sí; pero, desde luego, ya le dije que tú no venderías.

—Quisiera que me dejases a mí arreglar mis propios asuntos.

—¡Como no quieres separarte de las serrerías! Le dije que él sabía tan bien como yo que tú no podías soportar el verte privada de meterte en los asuntos de los demás y que si se lo vendías no podrías después decirle lo que pensabas de cómo llevaba sus negocios.

—¿Te has atrevido a decirle eso de mí?

—¿Por qué no? ¿Es o no es verdad? Creo que él estaba completamente de acuerdo conmigo, pero es demasiado caballero para convenir en ello y declararlo.

—¡Es mentira! ¡Se lo venderé! —gritó Scarlett.

Hasta aquel momento no se le había pasado por la imaginación desprenderse de las serrerías. Tenía varias razones para desear conservarlas, y su valor monetario era la más insignificante. Podía haberlas vendido muy ventajosamente en cualquier momento de los últimos años pero había rehusado todas las ofertas. Las serrerías eran la tangible evidencia de lo que ella había hecho sin ayuda y contra viento y marea, y se sentía orgullosa de ellas y de sí misma. Pero, sobre todo, no deseaba venderlas porque eran el único camino que permanecía abierto entre Ashley y ella. Si perdía el control de las serrerías, esto significaba que rara vez vería a Ashley y que, probablemente, nunca volvería a verlo a solas. Y ella necesitaba verlo a solas. No podía continuar más tiempo en la duda de cuáles serían sus sentimientos respecto a ella, en la duda de si todo su amor habría muerto de vergüenza en aquella espantosa noche de la fiesta de Melanie. En el curso de los negocios encontraría muchas veces la ocasión de hablar con él sin que nadie pudiese pensar que ella la buscaba. Y, con el tiempo, sabía que podría recobrar el terreno que hubiese perdido en su corazón. Pero si vendía las serrerías…, entonces…

No, no quería vender. Pero, acuciada por la idea de que Rhett la había mostrado ante Ashley a una luz tan verídica y tan poco halagadora, se decidió instantáneamente. Ashley tendría las serrerías, y a un precio tan bajo que no podría menos de darse cuenta de lo generosa que era Scarlett.

—¡Venderé! —gritó furiosa—, ¿qué te parece?

Había un débil resplandor de triunfo en los ojos de Rhett cuando se inclinó para atar el zapato de Bonnie.

—Me parece que lo sentirás —dijo.

Desde luego, Scarlett ya estaba lamentando sus apresuradas palabras. Si se las hubiera dicho a alguien que no fuera Rhett, se habría retractado de ellas desvergonzadamente. ¿Cómo habría estallado de aquel modo? Miró a Rhett malhumorada y vio que él la contemplaba con su antigua mirada de gato que contempla el agujero de un ratón. Cuando Rhett vio su ceño, se echó a reír de repente, mostrando sus dientes brillantes. Scarlett tuvo la sospecha de que se burlaba de ella y de que la había forzado a aquella solución.

—¿Tienes tú algo que ver con todo esto? —barbotó Scarlett.

—¿Yo? —y Rhett levantó las cejas con un gesto de sorpresa burlona—. Debías conocerme mejor. Yo no voy por el mundo haciendo buenas obras, si puedo evitarlo.

Aquella noche, Scarlett vendió a Ashley las serrerías y toda su participación en ellas. No perdió en la venta, porque Ashley se negó a aprovechar sus generosas disposiciones y le hizo la oferta más alta que nunca había recibido. Cuando hubieron firmado las escrituras, y las serrerías se fueron irremisiblemente, y mientras Melanie ofrecía vasitos de vino a Rhett y a Ashley para celebrar la transacción, Scarlett se sentía tan abatida como si acabase de vender a uno de sus hijos.

Las serrerías habían sido su cariño, su orgullo, el fruto del trabajo de sus rapaces manitas. Había empezado con una serrería pequeña en aquellos días trágicos en que Atlanta luchaba débilmente por levantarse de las ruinas y las cenizas, con la necesidad reflejada en el rostro. Había luchado y proyectado, las había cuidado en los tiempos terribles en que imperaba la incautación yanqui, cuando el dinero estaba escondido y la gente que no lo tenía era fusilada. Y ahora, cuando Atlanta se estaba reponiendo de sus heridas, y se construían por todas partes edificios nuevos, y gente nueva afluía a la ciudad, tenía dos serrerías, dos depósitos de madera, una docena de yuntas de muías y el trabajo de los penados para hacer toda la labor con poco coste. El decirles adiós era como cerrar para siempre una puerta sobre una parte de su vida, una parte amarga y dura, pero que recordaba con nostálgica satisfacción.

Había levantado aquel negocio y ahora lo acababa de vender, y estaba oprimida por la certidumbre de que, si no hubiera estado ella para defenderlo, Ashley lo habría perdido todo, todo lo que ella había trabajado para construir. Ashley se fiaba de todo el mundo y apenas distinguía un dos por cuatro de un seis por ocho. Y ahora nunca le sería posible prestarle el apoyo de sus consejos, todo porque el antipático de Rhett le había dicho que a ella le gustaba meterse en todos los asuntos de los demás:

«¡Condenado Rhett!», pensó. Y, al mirarlo, aumentó su convicción de que Rhett estaba detrás de todo aquello. El cómo y el porqué le eran desconocidos.

Rhett estaba hablando con Ashley y sus palabras la volvieron a la realidad.

—Supongo que ahora despedirá usted en seguida a los presidiarios —dijo Rhett.

¿Despedir a los presidiarios? ¿A quién se le podía ocurrir despedirlos? Rhett sabía admirablemente que los grandes beneficios de las serrerías se debían a la mano de obra barata de los forzados. ¿Y por qué hablaba Rhett con tanta seguridad de lo que Ashley pensaría hacer? ¿Qué sabía Rhett de Ashley?

—Sí, los despediré inmediatamente —replicó Ashley, procurando evitar la atónita mirada de Scarlett.

—¿Te has vuelto loco? —gritó ella—. Perderás todo el dinero si los despides. ¿De dónde vas a sacar mano de obra?

—Emplearé negros libres —dijo Ashley.

—¿Negros libres? ¡Sí, sí!… Ya sabes lo que importa su salario. Y, además, vas a tener a los yanquis encima a cada momento para saber si les das de comer pollo tres veces al día y si los arropas para dormir con edredones de pluma. Y si a un negro holgazán le das un par de latigazos y lo despides, los gritos de los yanquis se oirán de aquí a Dalton y terminarás en un calabozo. ¡Pero si los forzados es lo único…!

Melanie, con los ojos bajos, se miraba las manos, cruzadas sobre el regazo. Ashley parecía disgustado, pero decidido. Permaneció unos momentos silencioso; luego miró a Rhett (mirada que no pasó inadvertida para Scarlett y en la que Ashley pareció encontrar comprensión y apoyo) y dijo tranquilamente:

—No quiero emplear presidiarios, Scarlett.

—Pero ¡Señor! —dijo Scarlett sin poder casi respirar a causa del asombro—. ¿Y por qué no? ¿Te da miedo que la gente murmure de ti como lo hace de mí?

Ashley levantó la cabeza.

—No me da miedo lo que diga la gente, siempre que yo tenga la conciencia tranquila. Yo nunca he encontrado bien el emplear esa gente.

—Pero ¿por qué?

—No puedo hacer dinero a costa del trabajo forzado y de la miseria de los demás.

—Pero tú has tenido esclavos.

—No eran desgraciados. Y, además, yo los hubiera puesto en libertad a todos cuando murió mi padre si la guerra no lo hubiera hecho. Pero esto es distinto, Scarlett. El sistema se presta a demasiados abusos. Tú tal vez no lo sepas, pero yo lo sé. Yo sé muy bien que Johnnie Gallegher ha matado por lo menos a un hombre. Tal vez a más. ¿Quién se preocupa de un presidiario más o menos? Dijo que lo había matado cuando trataba de escapar; pero no es eso lo que llegó a mis oídos. Y yo sé que emplea hombres que están demasiado enfermos para trabajar. Llámalo superstición si quieres; pero yo no creo que el dinero ganado con el sufrimiento ajeno pueda traer la felicidad.

—Alabado sea Dios, Ashley. No vas a decirme que te has tragado todos los sermones del reverendo Wallace sobre el dinero manchado.

—No he necesitado tragármelos. Creía en ellos antes de que los predicase.

—Entonces debes pensar que todo mi dinero está manchado —gritó Scarlett empezando a enfadarse—. Porque yo empleo presidiarios y soy propietaria de una tienda de bebidas y…

Se detuvo de repente. Los dos Wilkes parecían azorados y Rhett sonreía burlón. «¡Maldito sea! —pensó Scarlett con vehemencia—. Está pensando que me estoy metiendo en los asuntos de los demás y lo mismo está pensando Ashley. Les machacaría la cabeza a uno contra otro.» Devoró su rabia y procuró asumir un tranquilo aire de dignidad, pero con poco éxito.

—Desde luego, a mí no me va ni me viene en eso —dijo.

—Scarlett, no pienses que te critico. No es así. Es que vemos las cosas desde distinto punto de vista, y lo que para ti está bien puede no estarlo para mí.

De pronto, Scarlett deseó que hubiesen estado solos, que Melanie y Rhett se hallaran al otro extremo del mundo, para gritarle: «¡Pero yo quiero mirar las cosas con el mismo criterio que tú! ¡Explícamelo, para que yo pueda entenderte y ser como tú!».

Pero delante de Melanie, temblorosa por la violencia de la escena, con Rhett que le hacía disimulados gestos de burla, tan sólo pudo decir con mucha frialdad y grandes aires de virtud ofendida:

—Bueno, eso es asunto tuyo, Ashley, y está muy lejos de mí el querer meterme en cómo has de llevarlo. Pero he de decirte que no comprendo ni tu actitud ni tus observaciones.

¡Oh, si estuvieran solos y no se viera obligada a decirle palabras tan secas, estas palabras que le estaban hiriendo sin duda!

—Te he ofendido, Scarlett. Y no quería hacerlo. Debes creerlo y perdonarme. No hay ningún enigma en lo que he dicho. Sencillamente, afirmo que el dinero que llega por determinados caminos rara vez trae la felicidad.

—Estás equivocado —protestó Scarlett, incapaz de dominarse un momento más—. Mírame a mí. Tú sabes cómo he ganado yo mi dinero. Tú sabes cómo estaban las cosas antes de que lo ganara. Tú recuerdas aquel invierno en Tara, cuando hacía tanto frío y teníamos que cortar las alfombras para hacernos zapatos y no había bastante que comer, y nos rompíamos la cabeza pensando cómo nos arreglaríamos para dar educación a Wade y a Beau. Tú te acuerdas…

—Me acuerdo —dijo Ashley cansadamente—, pero preferiría no acordarme.

—Bueno, no puedes decir que ninguno de nosotros fuese feliz entonces, ¿verdad? Y míranos ahora. Tú tienes una casa muy linda, un porvenir espléndido. ¿Y hay alguien que tenga una casa más preciosa que la mía, ni más lindos trajes, ni caballos más hermosos? Nadie tiene una mesa mejor servida que la mía, ni da recepciones más suntuosas, y mis hijos tienen todo cuanto quieren. Pues ¿de dónde ha salido el dinero que ha hecho posible todo esto? ¿Del aire? No señor. Forzados, casas de bebidas y…

—Y no te olvides del asesinato de aquel yanqui —dijo Rhett, con suavidad—. Realmente fue lo que te hizo empezar.

Scarlett se lanzó hacia él con ánimo dé colmarlo de insultos.

—Y el dinero te ha hecho muy feliz, ¿verdad, encanto? —preguntó él con sardónica dulzura.

Scarlett se detuvo con la boca abierta, y sus ojos recorrieron rápidamente los de los otros tres. Melanie, en su turbación, se hallaba a punto de romper en lágrimas. Ashley, repentinamente, parecía pálido y abstraído, y Rhett, muy divertido, la observaba por encima de su cigarrillo. Scarlett se disponía a gritar: «¡Ya lo creo que me ha hecho feliz!».

Pero, sin saber por qué, no pudo hablar.