Rhett estuvo tres meses fuera, y, durante todo ese tiempo, Scarlett no recibió ni una sola noticia de él. No sabía ni dónde estaba ni el tiempo que pensaba pasar fuera. Realmente, ni siquiera tenía idea de si volvería alguna vez. Durante todo ese tiempo iba a sus asuntos con la cabeza erguida y el corazón deshecho. No se encontraba bien físicamente, pero, forzada por Melanie, iba al almacén todos los días y procuraba mantener su interés por la serrería. Pero el almacén había perdido para ella su atractivo, y aunque el negocio rendía el triple de lo que había rendido el año anterior y el dinero parecía manar, no podía interesarla y era desagradable y antipática con los empleados. La serrería de Johnnie Gallegher iba muy bien y el depósito de maderas vendía fácilmente todas sus existencias. Pero nada de lo que Johnnie decía o hacía le parecía bien. Johnnie, tan irlandés como ella, descargó por fin su ira y amenazó con marcharse después de una larga perorata que terminó así: «Y para usted, señora, el dorso de mis manos y la maldición de Cromwell sobre usted». Tuvo que aplacarlo con las más humildes excusas.
Ya no iba nunca a la serrería de Ashley. No volvió tampoco por el depósito de maderas cuando sabía que él estaba allí. Sabía que Ashley la evitaba, que la continua presencia de ella en su casa, por las ineludibles invitaciones de Melanie, era un tormento para él. Nunca hablaban a solas y Scarlett deseaba locamente preguntarle, porque quería saber si ahora la odiaba y también qué era lo que le había contado a Melanie. Pero Ashley la mantenía a distancia, y con su silencio le suplicaba a ella que callase. El ver su rostro avejentado, trastornado por el remordimiento, aumentaba su dolor, y el hecho de que su serrería perdía dinero cada semana la irritaba en forma que no podía expresar.
Su impotencia contra la presente situación la desconcertaba. No sabía qué hacer para mejorar aquel estado de cosas. Pero comprendía que tenía que hacer algo. Rhett hubiera hecho algo. Rhett siempre hacía algo, aunque fuese equivocado, y ella lo respetaba involuntariamente por ello.
Ahora que el primer acceso de su indignación contra Rhett y sus insultos se habían calmado, empezó a echarlo de menos, y lo echaba de menos más vivamente cada día que pasaba sin haber recibido noticias suyas. El odio, la ira, el corazón destrozado, el orgullo herido, habían cedido lugar a la depresión, que llegó a saciarse en todo ello como el cuervo se sacia de carroña. Lo echaba de menos, echaba de menos su gracia para contar anécdotas que la hacían reír como loca, la mueca sarcàstica que reducía las penas a su valor estricto; echaba de menos hasta sus burlas, que la herían haciéndole replicar indignada. Pero más que nada, echaba de menos el tenerlo a su lado para poder ella también contarle sus cosas. Para esto Rhett no tenía precio. Podía contarle sin avergonzarse y con orgullo cómo había arrancado el pellejo a la gente, y él aplaudiría. Y, si se le ocurría contar estas cosas a otras personas cualesquiera, se escandalizarían.
Estaba muy sola sin él y sin Bonnie. Echaba de menos a la chiquilla como nunca hubiera podido imaginar. Recordando las últimas palabras que Rhett le había lanzado a propósito de Wade y Ella, procuró llenar algo de sus horas vacías con los pequeños. Pero no fue posible: las palabras de Rhett y las reacciones de los niños abrieron sus ojos a una triste y amarga verdad. Durante los primeros años de sus hijos había estado demasiado ocupada, demasiado afanosa en las cuestiones de dinero, demasiado nerviosa y fácil al enfado, para ganar ni su confianza ni su afecto. Y ahora, o bien era demasiado tarde, o bien no tenía la paciencia y el tino suficientes para penetrar en sus corazoncitos.
A Scarlett le molestaba comprobar que Ella era una niña tonta; pero indudablemente lo era. No podía fijar su mente en una cosa más tiempo que un pájaro puede pararse en una rama; ni siquiera cuando Scarlett le contaba cuentos. Ella salía con cosas absurdas, preguntas sobre asuntos que no tenían nada que ver con el cuento, olvidando lo que había preguntado mucho antes de que Scarlett hubiera encontrado contestación. Y en cuanto a Wade… Tal vez Rhett tenía razón. Tal vez el chiquillo le tuviera miedo. Era extraño y la disgustaba. ¿Cómo podía su mismo hijo, su único hijo, tenerle miedo? Cuando intentaba hacerle hablar, el niño la miraba con los mismos ojos dulces de Charles y balbuceaba y trenzaba los pies azorado. Pero con Melanie hablaba por los codos y le enseñaba el contenido de sus bolsillos, desde los gusanos para pescar hasta los pedazos de cordel.
Melanie entendía a los chiquillos. No cabía dudarlo. El pequeño Beau era el niño más adorable y bien educado de toda Atlanta. Scarlett se entendía mejor con él que con su propio hijo, porque Beau no se azoraba con las personas mayores y no tenía reparo en subirse sobre sus rodillas sin que ella se lo dijera. ¡Qué rubio tan guapo era, exactamente igual que Ashley! ¡Si Wade fuera como Beau! Desde luego, la razón de que Melanie pudiera ocuparse tanto de él era que no había tenido más que un hijo y que no se había visto precisada a trabajar como le ocurría a Scarlett. Por lo menos, Scarlett procuraba disculparse con esa idea; pero la honradez la obligaba a reconocer que a Melanie le gustaban los niños y hubiera recibido con gusto una docena. Y la ternura que desbordaba de su corazón la ponía en Wade y en los chiquillos de la vecindad.
Scarlett no podía olvidar su pasmo el día que llegó a recoger a Wade en casa de Melanie, y oyó, al detenerse ante la puerta de la casa, el sonido de la voz de su hijo que se elevaba imitando con bastante perfección el alarido de los rebeldes. ¡Wade, que en casa estaba siempre tan callado como un ratón! Y Beau secundó varonilmente el grito de Wade, el agudo silbido de Wade. Cuando entró en la casa, encontró a los dos cargando contra el sofá con espadas de madera. Se callaron cuando ella entró, y Melanie se levantó, riéndose y arreglándose las horquillas y los rizos deshechos, de detrás del sofá, donde estaba acurrucada.
—Estamos en Gettysburg —explicó—. Yo soy los yanquis y desde ahí me estaban dando una paliza. Éste es el general Lee —señalando a Beau— y éste el general Pickett —echando un brazo por los hombros de Wade.
Sí, Melanie entendía a los niños de un modo que Scarlett nunca podría comprender.
«Al menos —se decía—, Bonnie me quiere y le gusta jugar conmigo.» Pero la verdad la obligaba a reconocer que Bonnie quería infinitamente más a su padre. Y tal vez nunca más volviese a ver a Bonnie. Rhett podía estar en Pèrsia o en Egipto y haber decidido quedarse allí para siempre.
Cuando el doctor Meade le dijo que estaba encinta, se quedó atónita, porque día había esperado un diagnóstico de bilis o de excitación nerviosa. Su mente volvió a aquella noche salvaje y se ruborizó al recordarla. ¿De modo que de aquellos momentos de locura… aun cuando el recuerdo de la locura estuviera borrado por lo que había seguido…? Y por primera vez se alegró de ir a tener un hijo. ¡Si fuera un niño…! Un niño espléndido, no una criaturita tímida como Wade. ¡Cómo lo iba a querer! Ahora que tenía tiempo para ocuparse de un bebé y dinero para allanar su camino, ¡qué feliz sería! Sintió el impulso de escribir a Rhett, dirigiéndole la carta a casa de su madre, en Charleston, y de decirle… ¡Santo Dios! Tenía que venir ahora. ¡Suponer que estuviera fuera hasta después de que el niño hubiera nacido! Nunca podría explicárselo. Pero, si le escribía ahora, iba a creer que quería que volviera a casa, y se burlaría. Y no debía creer nunca que ella lo deseaba o le necesitaba.
Se alegró mucho de haber ahogado ese impulso cuando, como primera noticia de Rhett, llegó una carta de tía Pauline, pues por lo visto Rhett había ido a ver a su madre. ¡Qué descanso saber que estaba todavía en los Estados Unidos, aun cuando la carta de tía Pauline fuese indignante! Rhett había llevado a Bonnie a verlas a ella y a tía Eulalie, y la carta estaba llena de alabanzas.
«Una monada. Cuando crezca será seguramente una belleza. Pero me figuro que ya sabrás que cualquier hombre que la corteje tendrá que entendérselas con el capitán Butler. Nunca he visto un padre tan entusiasmado. Y ahora, querida, deseo confesarte una cosa. Hasta que he conocido al capitán Butler había creído que tu matrimonio con él había sido una locura espantosa, porque, desde luego, nadie en Charleston dice de él nada que pueda oírse, y todo el mundo lo siente muchísimo a causa de su familia. ¡Con decirte que Eulalie y yo estábamos indecisas sobre si deberíamos o no recibirlo! Pero después de todo, esa nena es nuestra sobrinanieta. Cuando vino nos sentimos agradablemente, muy agradablemente sorprendidas, y comprendimos lo anticristiano que es el dar crédito al chismorreo de los desocupados. Porque Rhett es verdaderamente encantador. Un real mozo, muy guapo además, y tan serio y atento… Y tan entusiasmado contigo y con la niña…
»Y ahora, querida, voy a hablarte de algo que ha llegado a nuestros oídos, algo que a Eulalie y a mí nos ha costado al principio mucho trabajo creer. Habíamos oído, desde luego, que tú algunas veces te ocupas del almacén que el señor Kennedy te había dejado. Habíamos oído rumores; pero, naturalmente, los habíamos desmentido. Nos dábamos cuenta de que en aquellos primeros días después de la guerra, y estando las cosas como estaban, era tal vez necesario. Pero ahora ya no es necesaria semejante conducta de tu parte, porque, según he sabido, el capitán Butler está en espléndida posición y es además capaz de dirigir por ti cualquier negocio o propiedad que puedas tener. Teníamos que saber la verdad de estos rumores y nos vimos obligadas a hacer al capitán Butler varias preguntas, lo que resultó altamente violento para todos nosotros.
»Con desgana nos confesó que te pasabas la mañana en el almacén y que no permitías a nadie que llevase los libros por ti. También reconoció que tenías algunos intereses en una serrería o serrerías (no quisimos importunarle con más preguntas estando como estábamos sobrecogidas por la noticia, que era completamente nueva para nosotras) que te obligaban a salir a caballo sola o escoltada por un rufián que, según nos ha asegurado el capitán Butler, es un asesino. Hemos podido ver que esto le destroza el corazón, y pensamos que debe de ser un esposo muy indulgente, mejor dicho, demasiado indulgente. Scarlett, eso no puede continuar. Tu madre no está aquí para ordenártelo y debo hacerlo yo en su lugar. Piensa lo que sentirán tus hijitos cuando sean mayores y se den cuenta de que has pertenecido al comercio. Lo mortificados que se sentirán al enterarse de que te has expuesto a los insultos de gente grosera y a los peligros de la crítica ocupándote de unas serrerías. ¡Qué poco femenina!»
Scarlett tiró la carta lejos de sí, sin acabar de leerla. Podía ver a tía Pauline y a tía Eulalie sentadas para juzgarla en la ruinosa casa de la Batterie, con muy poco o nada entre ellas y el morirse de hambre, excepto lo que ella, Scarlett, les enviaba mensualmente. ¡Poco femenina! ¡Por Dios! Si ella no hubiera sido poco femenina, probablemente tía Eulalie y tía Pauline en estos momentos no tendrían un techo bajo el cual cobijarse. ¡Demonio con Rhett! ¡Haberles hablado del almacén, y de los libros, y de las serrerías! ¿De mala gana? Sabía admirablemente el placer que habría sido para él dar el pego a las ancianas señoras, serio, y cortés, y encantador, como padre y esposo entusiasmado. ¡Cómo habría disfrutado escandalizándolas con el relato de sus actividades en el almacén, las serrerías, la cantina! Era un demonio. ¿Cómo podría complacerse en semejantes perversidades?
Pero pronto también esta rabia se convirtió en apatía. Mucha de su alegría de vivir había desaparecido. Si pudiera al menos volver a sentir interés y pasión por Ashley… Si por fin Rhett volviera a casa y la hiciera reír…
Ya estaba en casa otra vez, sin avisar. La primera noticia de su llegada fue el ruido del equipaje que estaban descargando y la voz de Bonnie gritando:
—¡Mamá!
Scarlett salió corriendo de su habitación y desde lo alto de la escalera vio a Bonnie alargando sus piernecillas en un esfuerzo para subir los escalones. En los brazos llevaba un gatito que se asía, resignado, a su pecho.
—Me lo dio la abuelita —gritó excitada, cogiendo al animalito por la piel del cuello.
Scarlett la levantó en sus brazos y la besó agradecida a la presencia de la niña, que evitaba que la primera entrevista fuese a solas con Rhett. Mirando por encima de la cabeza de la niña, lo vio abajo en el vestíbulo, pagando al cochero. Él miró hacia arriba, la vio y, quitándose el sombrero, hizo un amplio gesto de saludo, inclinándose profundamente al hacerlo. Cuando ella lo distinguió, su corazón comenzó a latir más vivamente. No le importaba lo que él fuera, no le importaba lo que había hecho. Por fin estaba de vuelta en casa y ella se sentía contenta.
—¿Dónde está Mamita? —preguntó Bonnie, debatiéndose en los brazos de Scarlett.
Y ésta, aunque sin ganas, la dejó en el suelo.
Iba a ser mucho más difícil de lo que se había imaginado el recibir a Rhett con la indiferencia estrictamente debida y, en cuanto a decirle lo del nuevo bebé… Le miró a la cara mientras subía las escaleras. ¡Ese rostro moreno, tan impenetrable, tan inexpresivo! No, esperaría para decírselo. No podía decírselo ahora. Y, sin embargo, semejantes noticias pertenecen lo primero al marido, porque el marido siempre se alegra de conocerlas. ¡Pero no creía que él se fuese a alegrar!
Ella siguió en el descansillo, inclinada subte la barandilla, preguntándose si él le daría un beso. Pero no lo hizo. Sólo dijo:
—Estás pálida, querida. ¿Hay escasez de colorete?
Ni una palabra de que la hubiese echado de menos aunque no fuese verdad. Y debía haberla besado, cuando menos por estar delante Mamita, la cual, haciendo una reverencia, se llevaba a Bonnie al cuarto de los niños.
Él permaneció a su lado mirándola.
—¿Acaso significa esa palidez que me has echado de menos? —preguntó, y, aunque sus labios sonreían, sus ojos estaban graves.
¡De modo que ésta iba a ser su actitud! Iba a seguir siendo tan odioso como siempre. De pronto, el hijo que llevaba en su seno se convirtió, de algo que hasta entonces había soportado con alegría, en una carga que le producía náuseas. Y el hombre que estaba ante ella con el ancho panamá en la mano apoyada en la cadera, en su más cruel enemigo, el causante de todos sus males. Había odio en sus ojos cuando respondió, odio demasiado visible para que pudiese pasar inadvertido, y la sonrisa se borró del rostro de Rhett.
—Si estoy pálida es por culpa tuya y no porque te haya echado de menos… Es porque.
¡Oh! No era así como tenía pensado decírselo; pero las palabras insultantes se precipitaron a sus labios y ella se las lanzaba, sin preocuparse de los criados, que podían oídas.
—Es porque voy a tener un niño.
Él se quedó de repente sin respiración, y sus ojos se fijaron en ella. Adelantó un paso para ponerle una mano en el brazo; pero ella se retiró bruscamente de él y, ante el odio que leía en su rostro, la expresión de Rhett se tornó dura.
—¿De veras? —dijo fríamente—. Bien, ¿y quién es el feliz papá? ¿Ashley?
Scarlett se sujetó al remate del pasamanos hasta que las orejas del tallado león se le clavaron en las manos haciéndole daño. Ni ella, que tan bien le conocía, podía haber imaginado semejante insulto. Desde luego, hablaba en broma; pero hay algunas bromas demasiado monstruosas para poder aguantarlas. Deseaba clavarle las afiladas uñas en los ojos y arrancar de ellos aquella extraña luz que brillaba en ellos.
—¡Maldito seas! —empezó a decir con voz temblorosa por la indignación—. Tú… tú sabes muy bien que es tuyo. Y yo no lo deseo ni pizca más que lo deseas tú. No, ninguna mujer podría desear el hijo de un canalla como tú. Quisiera… ¡Oh, santo Dios! Quisiera que fuese hijo de cualquiera con tal de no serlo tuyo. Vio cambiar el moreno rostro de Rhett de repente, y algo que ella no podía comprender le hizo crisparse como si le pincharan.
«Vaya —pensó Scarlett en un transporte de maligno placer—. Vaya; por fin he conseguido hacerte daño.»
Pero la máscara de impasibilidad cubría ya de nuevo el rostro de su marido, que se retorció las guías del bigote.
—Anímate —dijo, volviéndose y empezando a subir las escaleras—. Acaso tengas un aborto.
Durante un momento de vértigo, Scarlett vio claramente todo lo que el embarazo representaba; las náuseas que la destrozaban, la tediosa espera, el abultamiento de su figura, las horas de dolor. Cosas que ningún hombre podía imaginar. ¡Y se atrevía a burlarse! Le daban ganas de arañarlo. Únicamente el ver sangre sobre su rostro moreno podía calmar el dolor que sentía en el corazón. Se lanzó contra él, ágil como un gato; pero, con un ligero movimiento, Rhett se echó a un lado, poniéndose el brazo delante de la cara para defenderse. Ella estaba de pie en el borde del escalón superior, recién encerado, y cuando su brazo, cargado con todo el peso de su cuerpo, chocó contra el de Rhett, perdió el equilibrio. Hizo un esfuerzo desesperado para agarrarse a la barandilla, pero le falló. Cayó de espaldas por las escaleras, sintiendo un intenso dolor en los ríñones y, demasiado atontada para poder detenerse, rodó escaleras abajo hasta el final del tramo.
Era la primera vez que Scarlett estaba enferma, excepto cuando tenía los niños, y esas veces no se contaban. Entonces no se había sentido tan desesperada y tan asustada como ahora, débil y dolorida, atormentada y aturdida. Sabía que estaba mucho más grave de lo que se atrevían a decirle, y débilmente se daba cuenta de que iba a morir. La costilla rota le punzaba al respirar; la cara y la cabeza, acardenaladas, le dolían, y todo el cuerpo estaba en poder de unos demonios que la desgarraban con garfios ardiendo y la aserraban con cuchiEos mellados y la dejaban algunos momentos tan exhausta y sin fuerzas, que no podía reponerse para defenderse de ellos cuando volvían. No, el parto no había sido así. Había sido capaz de comer manjares agradabilísimos a las dos horas del nacimiento de Wade, de Ella y de Bonnie; pero, ahora, el pensar en nada que no fuera agua fría le producía náuseas.
¡Qué sencillo era tener un hijo y qué doloroso el no tenerlo! ¡Y cuan extraño! ¡Qué doloroso había sido, en medio de tanto dolor, el saber que no iba a tener ya aquel hijo! Verdaderamente extraño que ello sucediera con el primer hijo que realmente deseara. Se esforzó por comprender por qué lo deseaba; pero estaba muy abatida, demasiado abatida para pensar en algo que no fuese el temor a la muerte. La muerte estaba en la habitación y ella no tenía fuerza para hacerle frente y luchar con ella, y por eso tenía miedo. Deseaba tener a su lado a alguien que fuese muy fuerte, que la retuviera por la mano, que luchara con la muerte hasta que a ella le volviera la fuerza suficiente para defenderse por sí misma.
La ira había desaparecido ante el dolor, y deseaba ver a Rhett; pero Rhett no estaba allí, y ella no podía resolverse a llamarlo.
El último recuerdo que tenía de él era su expresión cuando la había recogido al pie de los escalones en el oscuro vestíbulo. Tenía el rostro lívido y con un terror espantoso reflejado en él, llamando como loco a Mamita. Y luego tenía una vaga idea de que la subían, y después ya la oscuridad había envuelto su mente. Y dolor, y más dolor, y el cuarto lleno de voces que cuchicheaban, y los sollozos de tía Pittypat, y las bruscas órdenes del doctor Meade, y pasos presurosos en las escaleras y quedos alrededor de su alcoba; y luego, como un cegador rayo de luz, el conocimiento de la muerte y el miedo, que le hicieron sentir deseos de gritar un nombre, y el grito fue un susurro.
Pero aquel susurro desesperado tuvo una respuesta inmediatamente en algún sitio, en la oscuridad, al lado de la cama, y la voz suave de la persona a quien llamaba contestó en tono acariciador.
—Estoy aquí, querida, he estado aquí siempre.
El terror y la muerte cedieron un paso cuando Melanie tomó con dulzura su mano, apoyándola contra su fina mejilla. Scarlett quiso volverse para verle la cara, pero no pudo. Melanie iba a tener un hijo y los yanquis estaban llegando. La ciudad estaba ardiendo y tenía que darse prisa, mucha prisa. Pero Melanie iba a tener un niño y ella no podía darse prisa. Tenía que quedarse con Melanie hasta que naciese el niño y ser fuerte, porque Melanie necesitaba su fortaleza. Melanie tenía unos dolores terribles y por doquier había garfios ardiendo, y cuchillos mellados, y olas de dolor. Tenía que coger la mano de Melanie.
Pero por fin estaba allí el doctor Meade; hubiera ido aunque le hubiesen necesitado los soldados en la estación, porque le oyó decir:
—Delira. ¿Dónde está el capitán Butler?
La noche era oscura y otras veces llena de luces, y ahora era ella la que iba a tener un niño, y luego era Melanie la que gritaba; pero, por encima de todo, Melanie seguía siempre allí, y sus manos estaban frescas, y no se movía inútilmente ni sollozaba como tía Pitty. Siempre que Scarlett abría los ojos, decía: «Melanie», y la voz le contestaba. Y muchas veces estaba a punto de decir: «Rhett, quiero a Rhett», y se acordaba, como en un sueño, de que Rhett no la quería a ella, que la cara de Rhett era negra como la de un indio, y sus dientes, blancos, con una mueca irónica. Ella lo quería y él no la quería a ella.
Una voz dijo: «Melly», y la voz de Mamita dijo: «Soy yo, niña», poniéndole un paño frío sobre la frente. Y Scarlett gritó frenética: «¡Melly, Melanie!»; pero, durante un buen rato, Melanie no llegó. Porque Melanie estaba sentada al borde de la cama de Rhett, y Rhett borracho y sollozante, estaba tirado en el suelo con la cabeza apoyada en el regazo de Melanie.
Cada vez que había salido del cuarto de ella, lo había visto sentado sobre la cama, con la puerta de su habitación abierta de par en par y mirando a la puerta de la habitación de Scarlett. El cuarto estaba sucio, sembrado de colillas y de platos con la comida sin tocar. La cama estaba revuelta y sin hacer, y él sentado sobre ella, sin afeitar y repentinamente adelgazado, fumando sin parar. Nunca le preguntaba nada al verla; pero Melanie se detenía siempre un minuto en el umbral para darle noticias. «Lo siento mucho. Está peor.» O bien: «No, todavía no ha preguntado por usted; la pobre está delirando». O: «No debe usted perder toda esperanza, capitán Butler. Déjeme usted traerle un café caliente y algo que comer; se va usted a poner malo».
Cuando veía cómo estaba, el corazón se le llenaba de compasión, y eso que estaba demasiado cansada y soñolienta para poder sentir nada. ¿Cómo podría la gente decir de él cosas tan horribles? Que no tenía corazón, que era perverso, que era infiel a Scarlett… ¡Cuando ella veía cómo se iba quedando en los huesos y la expresión atormentada de sus ojos! A pesar de lo cansada que estaba, procuraba siempre ser más cariñosa de lo corriente cuando le daba el parte del estado de la enferma. Sí, parecía un alma condenada esperando el juicio; era como un niño en aquel mundo hostil. Pero todo el mundo era como un niño con Melanie.
Pero cuando por fin se acercó alegre a su puerta para decirle que Scarlett estaba mejor, Melanie no estaba preparada para el cuadro que encontró. Encima de la mesilla de noche había una botella de whisky casi vacía y el cuarto apestaba a alcohol. Él la miró con ojos brillantes y vidriosos y los músculos de su mandíbula temblaban a pesar de sus esfuerzos por encajar los dientes.
—¿Ha muerto?
—¡Oh, no! Está mucho mejor.
—¡Oh, Dios mío! —dijo él, y escondió la cabeza entre las manos.
Melanie vio que sus anchos hombros se estremecían como en un escalofrío y, cuando lo contemplaba compasiva, su piedad se trocó en terror porque notó que estaba llorando. Melanie nunca había visto llorar a un hombre, ¡y ver ahora precisamente llorar a Rhett, tan suave, tan burlón, tan seguro siempre de sí mismo! El extraño ruido de sus sollozos le daba miedo. Se le ocurrió la idea espantosa de que estaba borracho. Melanie tenía un miedo horrible a la embriaguez. Pero, cuando le vio levantar la cabeza y pudo ver un momento su mirada, Melanie entró rápida en la habitación, cerró tras sí la puerta y se acercó a Rhett. No había visto nunca llorar a un hombre, pero había consolado las lágrimas de muchos niños. Cuando ella le puso una mano en el hombro, los brazos de Rhett rodearon súbitamente sus faldas. Antes de que supiera cómo ocurrió, Melanie estaba sentada sobre la cama y Rhett, en el suelo, con la cabeza en su regazo y los brazos y las manos agarrándola con una fuerza inconsciente que le hacía daño.
Cariñosamente, le dio unas palmaditas en la cabeza y dijo:
—Vamos, vamos; se va a poner pronto buena.
Aestas palabras, los brazos de él la ciñeron aún más fuertemente y empezó a hablar de prisa, rudo, a hablar como a una tumba que nunca habría de repetir sus secretos, diciendo la verdad por primera vez en su vida, dejando desnuda su alma ante Melanie, que al principio se sentía totalmente desconcertada, invadida por una emoción maternal. Él hablaba entrecortadamente, hundiendo la cabeza en su regazo, dando nerviosos tirones a los vuelos de su falda. Unas veces, sus palabras eran apagadas, borrosas; otras, llegaban demasiado claramente a los oídos de Melanie: duras palabras de confesión y de rebajamiento; hablando de cosas que nunca, ni siquiera a una mujer, las había oído ella contar, cosas secretas que traían el rubor de la modestia a sus mejillas y la hacían alegrarse de que él tuviese la cabeza inclinada.
Ella, acariciando su cabello como hacía con el pequeño Beau, dijo:
—Cállese, capitán Butler; no debe usted decirme esas cosas. No se da usted cuenta de lo que dice.
Pero la voz de él continuaba como en un desbordamiento, y su mano aferraba el vestido de Melanie como una tabla de salvación.
Se acusó de actos que ella no comprendía, balbuceó el nombre de Bella Watling y luego la hizo estremecerse al gritar con violencia:
—Yo he matado a Scarlett, la he matado. Usted no lo comprende; ella no quería ese niño y…
—Tiene usted que callarse. No está usted en sus cabales. ¿Que no quería ese niño? Todas las mujeres quieren…
—No, no. Usted sí quiere hijos. Pero ella no. No los hijos míos…
—Cállese.
—Usted no me entiende. Ella no quería un hijo, y yo tuve la culpa. Este hijo… Es mi condenada culpa. Llevábamos mucho tiempo sin dormir juntos…
—Cállese, capitán Butler. No está bien… —Yo estaba borracho y loco y quería herirla, porque ella me había herido a mí. Yo deseaba… y lo hice. Pero ella no me quería, nunca me había querido, nunca me ha querido, y yo intentaba, intentaba con todas mis fuerzas y… Yo no sabía nada de ese niño hasta el otro día, cuando se cayó. Ella no sabía dónde estaba yo para escribirme y decírmelo, pero no me hubiera escrito aunque lo hubiera sabido. Le aseguro a usted, le aseguro que hubiera venido corriendo a casa si hubiera sabido… Me quisiera ella en casa o no…
—¡Oh, sí, ya sé que hubiera venido!
—¡Dios, he estado loco estas semanas, loco y borracho! Y cuando me lo dijo, allí en la escalera… ¿Qué hice yo? ¿Qué dije? Me eché a reír y le dije: «Anímate. Tal vez tengas un aborto». Y ella…
Súbitamente, Melanie se quedó lívida y sus ojos se agrandaron por el horror cuando miró la atormentada cabeza que se revolvía sobre su regazo. El sol del atardecer entraba a raudales por la ventana abierta, y de repente vio, como si fuese por primera vez, lo grandes, y lo morenas, y lo fuertes que eran sus manos, y qué espeso era el vello negro que cubría su dorso. Involuntariamente se retiró de ellas. Parecían tan rapaces, tan rudas y, sin embargo, apoyadas en su falda, tan destrozadas, tan desamparadas…
¿Sería tal vez posible que hubiera oído la infame mentira sobre Scarlett y Ashley y estuviera celoso? Verdaderamente, había abandonado la ciudad inmediatamente después del escándalo, pero… No, no podía ser por eso. El capitán Butler siempre estaba haciendo viajes precipitados. No podía haber creído aquella chismografía. Era demasiado inteligente. Además, si hubiera sido ésta la causa de tal trastorno, ¿no hubiera intentado matar a Ashley? O, por lo menos, ¿no habría pedido explicaciones?
No, no podía ser eso. Era sencillamente que estaba bebido y enfermo por la tensión y que su imaginación estaba corriendo desenfrenada, como la de un hombre delirante, diciendo barbaridades. Los hombres no pueden soportar la tensión tan bien como las mujeres. Algo le había trastornado, tal vez había tenido una pequeña disputa con Scarlett y las circunstancias le hacían darle proporciones desmesuradas. Tal vez alguna de las cosas terribles que había dicho fuera verdad. Pero todas ellas no podían serlo. ¡Oh, esa última seguramente no lo era! Ningún hombre podía decir semejante cosa a una mujer a quien amaba locamente como él amaba a Scarlett. Melanie nunca había visto la maldad, nunca había visto la crueldad, y ahora que las veía por primera vez le resultaban ambas imposibles de concebir. Estaba bebido y enfermo. Y a los niños enfermos hay que mimarlos.
—Bueno. Cállese ahora —dijo, cariñosa—. Ya comprendo.
Él levantó la cabeza violentamente y la miró con sus ojos sanguinolentos, retirando las manos. —¡No, por Dios! No lo entiende usted. No puede usted entender. Es usted, es usted… demasiado buena para entender. No me cree usted. Pero todo es verdad y yo soy un perro. ¿Sabe usted lo que hice? Estaba loco, trastornado por los celos. Ella nunca me ha querido y yo tenía la esperanza de conseguir que me quisiera. Pero nunca le he importado un comino. No me quiere a mí. Quiere a…
Su mirada apasionada de borracho se encontró con la suya y se detuvo con la boca abierta, como si por primera vez se diera cuenta de con quién estaba hablando. El rostro de Melanie estaba pálido y tenso, pero sus ojos eran tranquilos y dulces y estaban llenos de incredulidad y de misericordia. Había en ellos una serenidad luminosa, y la inocencia de las dulces pupilas oscuras lo conmovió como un golpe en pleno rostro, haciendo desaparecer parte de su borrachera, detenido sus locas palabras a mitad de camino. Hizo una mueca, sus ojos se apartaron de los de ella, movió rápidamente los párpados como intentando coordinar las ideas.
—Soy un idiota —dijo, dejando caer de nuevo la cansada cabeza en su regazo—. Pero no tan idiota como todo eso. Si se lo dijese, usted no me creería, ¿verdad? Es usted demasiado buena para creerme. Nunca, antes, he conocido una persona verdaderamente buena. No me creería usted, ¿verdad?
—No, no le creería —dijo dulcemente, volviendo a acariciar su cabello—. Pronto estará buena otra vez. Vamos, capitán Butler, no llore. Pronto estará buena otra vez.