Era el cumpleaños de Ashley, y Melanie preparaba en su honor una recepción para aquella tarde. Todo el mundo estaba enterado de la recepción excepto Ashley. Hasta Wade y el pequeño Beau lo sabían, pero se habían juramentado para guardar el secreto, lo cual los colmaba de orgullo. Toda la gente distinguida de Atlanta había sido invitada y pensaba asistir. El general Gordon y su familia habían aceptado complacidos. Alexander Stephens estaría presente, si su delicada salud se lo permitía, y hasta se esperaba a Bob Toombs, el águila de la Confederación.
Durante toda aquella mañana, Scarlett, Melanie, India y tía Pittypat se afanaban por la casita dirigiendo a los negros mientras colgaban las recién planchadas cortinas, limpiaban la plata, daban cera al piso y cocinaban, agitaban y probaban los refrigerios que se habían de servir. Scarlett no había visto nunca a Melanie tan excitada y tan feliz.
—¿Sabes, querida? Ashley no ha tenido nunca una fiesta de cumpleaños, desde, desde… ¿Te acuerdas del barbacoa en Doce Robles, el día en que nos enteramos de que míster Lincoln pedía voluntarios? Bueno, pues no había tenido una fiesta de cumpleaños desde entonces. Y trabaja tanto, y está tan cansado cuando vuelve a casa por las noches, que ni siquiera se ha acordado de que son hoy sus días. ¡Qué sorpresa después de cenar cuando llegue todo el mundo!
—¿Cómo se arreglará para poner estos faroles en el jardín sin que los vea el señor Wilkes cuando venga a cenar? —gruñó Archie.
Había estado toda la mañana sentado, vigilando los preparativos, muy interesado, pero sin querer reconocerlo. Nunca había presenciado entre bastidores recepciones numerosas y era para él una novedad. Hacía comentarios sobre las mujeres que corrían por la casa como si hubiera fuego, simplemente porque iban a llegar visitas; pero ni unos caballos salvajes hubieran conseguido arrancarle del espectáculo. Los farolillos de colores que con tanto entusiasmo habían hecho y pintado la señora Elsing y Fanny para la fiesta le interesaban especialmente.
—¡Misericordia! ¡No había pensado en eso! —gritó Melanie—. ¡Qué suerte que se te haya ocurrido! ¡Señor, Señor! ¿Qué voy a hacer? Había que colgarlos en los árboles y arbustos y ponerles una vela dentro para encenderla cuando vayan a llegar los invitados. Scarlett, ¿podrías mandarme a Pork para que los arregle y los encienda mientras cenamos?
—Señora Wilkes, tiene usted más sentido común que la mayoría de las mujeres, pero cuando se apura lo pierde por completo —dijo Archie—. Y, en cuanto a ese negro loco de Pork, no sabe hacer nada más que visajes. Prendería fuego a todo en un minuto. Son muy bonitos —concedió—. Yo los colgaré mientras el señor Wilkes y usted estén comiendo.
—¡Oh, Archie, qué amable! —Melanie le dirigió una mirada infantil de agradecimiento—. No sé lo que haría sin ti. ¿Crees que podrías ir poniéndoles las velas y siempre habría ese tiempo ganado?
—Acaso pueda —dijo Archie, gruñón. Y se dirigió renqueando hacia las escaleras del sótano.
—Se cazan más moscas con una cucharada de miel que con un tonel de vinagre —murmuró Melanie cuando el bigotudo viejo hubo desaparecido escaleras abajo—. Estaba deseando que Archie pusiera esos faroles, pero ya sabéis como es. No hace nada si se le manda. Y ahora hemos conseguido quitárnoslo de encima un rato. A los negros los cohibe tanto, que nunca hacen nada bien cuando le tienen encima, respirando sobre sus cuellos, como quien dice.
—Melanie, por nada del mundo tendría yo a ese viejo en mi casa —dijo Scarlett de mal humor. Odiaba a Archie tanto como Archie la odiaba a ella, y apenas se dirigían la palabra. La de Melanie era la única casa en la que él hubiera consentido hallarse por un momento estando Scarlett presente; y aun en casa de Melanie la miraba siempre con recelo o desdén—. Te hará algún daño. Acuérdate de mis palabras.
—¡Oh! Es inofensivo si le das un poco de coba y le haces creer que no puedes pasar sin él. Y quiere tanto a Ashley y a Beau, que yo siempre me encuentro más segura sabiéndole cerca.
—¡Querrás decir que te quiere tanto a ti, Melanie! —dijo India. Y su pálido rostro se distendió en una calurosa sonrisa mientras miraba cariñosamente a su cuñada—. Yo creo que eres la primera persona a quien ese viejo rufián ha tomado cariño desde que su mujer… Creo que le gustaría que alguien te insultase para matarle, demostrándote su cariño de ese modo.
—¡Misericordia! ¡Qué ocurrencias, India! —repuso Melanie, poniéndose como la grana—. Sabes de sobra que me cree completamente boba.
—Bueno —interrumpió Scarlett bruscamente—. No comprendo la importancia que pueda tener lo que piense ese estafermo. Tengo que marcharme. Aún debo comer, luego ir al almacén y pagar a los dependientes, y después al depósito de maderas a pagar a los conductores y a Hugh Elsing.
—¿Vas a ir al depósito de maderas? —preguntó Melanie—. Ashley tiene que ir también a última hora de la tarde a ver a Hugh. A ver si puedes entretenerlo hasta las cinco. Si vuelve antes, seguramente nos encontrará acabando algún pastel o algo por el estilo, y entonces, ¡adiós sorpresa!
Scarlett sonrió para sus adentros, sintiéndose de nuevo de buen humor.
—Sí, lo entretendré —contestó.
Mientras hablaba, los inexpresivos ojos de India la miraban penetrantemente: «Siempre me mira así cuando hablo de Ashley», pensó Scarlett.
—Bueno, entreténlo todo el tiempo que puedas después de las cinco —dijo Melanie—. Y entonces India puede pasar a recogerlo… Scarlett, ven temprano esta noche. No quiero que pierdas ni un minuto de la fiesta.
«No quiere que pierda ni un minuto de la fiesta, ¿eh? Pues ¿por qué no me invita a recibir con ella, como a India y a tía Pitty?», pensaba Scarlett, malhumorada, mientras volvía a su casa.
Generalmente a Scarlett se le hubiera dado un ardite recibir o no en las recepciones de Melanie. Pero aquélla era la fiesta más notable que había dado, y sobre todo era la fiesta de cumpleaños de Ashley, y a Scarlett le hubiera gustado poder estar a su lado y recibir con él. Pero sabía muy bien por qué no se le había invitado a ello. Y, si ella no lo hubiera sabido, el comentario de Rhett sobre el asunto había sido suficientemente franco.
—¿Una scallawag recibiendo cuando todo lo más importante ex confederado y demócrata va a estar allí? Tienes unas ocurrencias tan divertidas como absurdas. Desengáñate, ha sido necesaria toda la lealtad de Melanie para que te haya invitado…
Aquella tarde, Scarlett se arregló con más detenimiento que de costumbre para ir al almacén y al depósito de maderas. Se puso el traje verde oscuro de seda con irisaciones que a ciertas luces parecía de color lila, y el sombrero nuevo verde pálido, rodeado de plumas verde oscuro. Si Rhett la hubiese dejado cortarse algo de flequillo y ponérselo rizado por la frente, ¡cuánto mejor le sentaría la toquita! Pero él declaró que le afeitaría toda la cabeza si se cortaba el flequillo. Y aquellos días estaba haciendo tales atrocidades, que era capaz de realizar ésa también.
Era una tarde deliciosa, soleada pero no demasiado calurosa; clara pero no deslumbradora, y la templada brisa que hacía susurrar los árboles a lo largo de Peachtree Street agitaba las plumas del gorrito de Scarlett. Se sentía feliz, como siempre que iba a ver a Ashley. Tal vez, si pagaba temprano a los conductores y a Hugh Elsing, éstos se marcharían a casa y los dejarían a ella y a Ashley solos en el despachito del depósito de maderas. ¡Aquellos días resultaba tan difícil ver a Ashley a solas! ¡Y pensar que Melanie le había encargado a ella que lo entretuviera!… Era divertido. Se sentía feliz cuando llegó al almacén y pagó a Willie y a los otros empleados, sin preguntarles siquiera qué tal se había dado el día. Era sábado, el mejor día de la semana para el almacén, porque todos los campesinos iban ese día a la ciudad a comprar; pero no preguntó nada.
En su camino al depósito se detuvo una docena de veces para hablar con señoras republicanas que iban en espléndidos carruajes (no tan espléndidos como el suyo, pensó complacida) y con hombres que cruzaban el rojo polvo del camino para presentarle, sombrero en mano, sus respetos. La tarde era hermosa, se sentía feliz, se encontraba bonita y su carruaje era verdaderamente regio. A causa de tales retrasos, llegó al depósito más tarde de lo que era su propósito y se encontró a Hugh y a los carreteros sentados sobre un montón de maderas esperándola.
—¿Está ahí Ashley?
—Sí, está en el despacho —dijo Hugh, abandonando la expresión habitualmente huraña de su rostro para sonreír al verla tan contenta—. Está intentando…, quiero decir, está con los libros.
—¡Oh, no tiene que molestarse en eso hoy! —dijo ella; y luego, bajando la voz—: Melanie me ha mandado para que lo entretenga mientras ponen la casa en orden para la fiesta de esta noche.
Hugh sonrió, porque iba a asistir a la fiesta. Le gustaban mucho y pensó que, a juzgar por la expresión de Scarlett esta tarde, a ella también le debían gustar. Ella pagó a los carreteros y a Hugh y, dejándolos bruscamente, se dirigió al despachito, demostrando a las claras con su actitud que no deseaba que la acompañasen. Ashley la recibió en la puerta, de pie bajo los rayos del sol, con los ojos brillantes y en sus labios una sonrisa que casi era una mueca.
—Bueno, Scarlett… ¿Cómo es posible que estés aquí a estas horas en lugar de estar en mi casa ayudando a Melanie a preparar la sorpresa?
—¡Pero, Ashley! —exclamó ella, indignada—. ¡Si creía que no sabías ni una palabra de eso! ¡Qué desilusión se va a llevar Melanie si no te sorprendes!
—No se enterará. Seré el hombre más sorprendido de toda Atlanta —dijo Ashley, con la risa en los ojos.
—¿Pero quién ha sido tan vil como para contártelo?
—Realmente, todos los hombres invitados por Melanie. El general Gordon el primero. Dice que sabe por experiencia que cuando las mujeres dan fiestas de sorpresa para agasajar a sus maridos generalmente escogen el día en que los hombres han decidido limpiar y arreglar todas las escopetas de la casa. Y el viejo Merriwether también me avisó: dice que, una vez, la señora Merriwether también le quiso sorprender con una fiesta en su honor y la más sorprendida fue ella, porque el viejo había estado curándose su catarro, el muy pillo, con una botella de whisky y estaba demasiado borracho para levantarse de la cama… ¡Oh! Todos los hombres a quienes se ha querido sorprender alguna vez con una fiesta dada en su honor me han avisado.
—¡Qué necios! —dijo Scarlett, aunque no pudo menos de sonreír.
Cuando Ashley sonreía de aquel modo, parecía el antiguo Ashley de Doce Robles. ¡Y era tan raro que sonriese ahora! El aire era suave, el sol benigno, el rostro de Ashley alegre, su charla tan natural que el corazón de Scarlett saltó de alegría; se hinchaba dentro del pecho hasta que llegó a dolerle materialmente de placer, como si tuviera un peso demasiado grande de felicidad, de lágrimas dichosas. Sintió el loco impulso de lanzar su sombrerito al aire y gritar: «¡hurra!». Entonces pensó en el asombro que esto causaría a Ashley, y de repente se echó a reír; rió hasta que las lágrimas acudieron a sus ojos. Él rió también, echando atrás la cabeza como cuando se ríe con muchas ganas, creyendo que su alegría era producida por la amistosa traición de los hombres que habían divulgado el secreto de Melanie.
—Entra, Scarlett. Vamos a ver los libros.
Entraron en el despachito bañado por el sol de la tarde y ella se sentó delante del pupitre. Ashley, que la seguía, se instaló en una esquina de la mesa de pino balanceando las piernas despreocupadamente.
—Vaya, no nos aburramos con los libros esta tarde, Ashley. No tengo ganas de preocupaciones. Cuando estreno sombrero me hace el efecto de que todos los números que conozco se borran de mi cabeza.
—Los números están bien borrados cuando el sombrero es tan bonito como ése —dijo Ashley—. Estás más linda cada día, Scarlett.
Se deslizó de la mesa y riendo le cogió las manos apartándoselas para poder contemplar el vestido.
—¡Estás preciosa! No puedo creer que llegues nunca a ser vieja.
A su contacto, ella comprendió que, sin darse cuenta de ello, había estado deseando que esto ocurriese. Todo aquel alegre atardecer había estado esperando el calor de sus manos, la ternura de su mirada, una palabra que indicase que él la quería. Ésta era la primera vez, desde aquella helada tarde en el pomar de Tara, que se encontraban completamente solos, la primera vez que sus manos se encontraban en un ademán que no fuera de mera formalidad, y después de tantos meses que estaba hambrienta de su contacto. Pero ahora…
¡Qué extraño que el contacto de sus manos no la emocionase! Antes, su sola proximidad la hubiera hecho estremecerse. Ahora sentía una curiosa sensación de calurosa amistad y de satisfacción. No se comunicaba fiebre alguna de las manos de Ashley a las suyas, y su corazón latía con plácida felicidad. Esto la intrigaba y la desconcertaba un poco. Aún era su Ashley, su ardiente amado, y le quería más que a su vida, pero…
Desechó esa idea de su imaginación. Era suficiente estar con él y que él le cogiera las manos y que sonriesen completamente como amigos, sin tensión ni fiebre. Parecía imposible que pudiera ser así cuando pensaba en todas las cosas calladas que había entre ellos. Los ojos de Ashley se clavaron en los de ella, claros y brillantes, sonriendo como antiguamente, como a ella le gustaba, como si nunca hubiera habido entre ellos más que felicidad. No había barrera entre los ojos de los dos. Ella rió.
—¡Oh!, ¡Ashley, me estoy volviendo vieja y decrépita!
—¡Qué disparate! No, Scarlett; cuando tengas sesenta años, a mí me seguirás pareciendo la misma. Yo siempre te recordaré como estabas aquel día de nuestro último barbacoa, sentada bajo un roble con una docena de muchachos a tu alrededor. Podría decirte con todo detalle cómo estabas vestida: con un traje blanco salpicado de florecillas verdes y un chai blanco sobre los hombros. Lucías chinelas verdes con lacitos negros y un enorme sombrero de paja con largas cintas. Me sé ese traje de memoria, porque, cuando estaba en la cárcel y las cosas se ponían demasiado mal, me dedicaba a recordar y me parecía contemplar los cuadros del pasado con minucioso detalle.
Se detuvo bruscamente, borrándose de sus ojos la luz de ansiedad. Dejó caer las manos suavemente y ella permaneció sentada esperando…, esperando las próximas palabras.
—Hemos andado mucho los dos. ¿Verdad, Scarlett? Hemos caminado por caminos por los que nunca habíamos pensado caminar. Tú has llegado rápida y directamente, yo despacio y de mala gana.
Volvió a sentarse en la mesa, la miró y sonrió de nuevo; pero no era una sonrisa como la que la había hecho tan feliz un momento antes; era una sonrisa fría.
—Sí, llegaste de prisa, atándome a las ruedas de tu carro. Scarlett, algunas veces no puedo menos de preguntarme qué hubiera sido de mí sin ti.
Scarlett acudió rápidamente a defenderlo de sí mismo; muy de prisa porque, traidoramente, la opinión de Rhett sobre el mismo asunto se presentó a su imaginación.
—Pero si yo nunca he hecho nada por ti, Ashley… Sin mí tú hubieras llegado a ser lo mismo. Algún día hubieras llegado a ser un hombre rico, un gran hombre como lo vas a ser.
—No, Scarlett, la semilla de la grandeza nunca estuvo en mí. Creo que, si no hubiera sido por ti, hubiera caído en el olvido, como la pobre Cathleen Calvert y otros muchos que antaño tuvieron grandes nombres, viejos nombres. —¡Oh, Ashley! No hables así; parece que estás triste.
—No, no estoy triste. Ya no lo estoy. Lo estuve hace tiempo. Ahora sólo estoy…
Se detuvo de repente. Ella estaba leyendo su pensamiento. Era la primera vez que era capaz de hacerlo, cuando los ojos de Ashley miraban más allá cristalinos y ausentes. Mientras la locura de su amor había hecho latir su corazón, su mente había estado cerrada para ella. Ahora, en la tranquila amistad que reinaba entre ambos, podía leer en su mente, comprenderle un poco. Ahora ya no estaba triste, había estado triste después de la rendición, triste cuando ella le había suplicado que viniera a Atlanta. Ahora sólo estaba resignado.
—Me disgusta oírte hablar así, Ashley —dijo vehementemente—. Hablas lo mismo que Rhett. Siempre está machacando en esas cosas y en lo que él llama los supervivientes de la lucha, hasta que me desespera de tal modo que me dan ganas de llorar.
Ashley sonrió.
—¿No se te ha ocurrido nunca pensar, Scarlett, que Rhett y yo somos fundamentalmente iguales?
—¡Oh, no! ¡Tú eres tan delicado, tan honrado, y él…! —se interrumpió, confusa.
—Pues lo somos. Procedemos de la misma clase de gente, nos hemos educado en el mismo ambiente, acostumbrados a pensar las mismas cosas. Y, en algún cruce del camino, seguimos distinta dirección. Aún pensamos igual, pero tenemos distintas reacciones. Como, por ejemplo: ninguno de los dos tenía confianza en la guerra, pero yo me alisté y combatí y él permaneció a un lado hasta casi el final. Los dos sabíamos que era una lucha inútil. Algunas veces pienso que era él el que tenía razón, y entonces…
—¡Oh, Ashley! ¿Cuándo vas a dejar de mirar siempre los dos lados de las cuestiones? —preguntó Scarlett. Pero no habló impaciente como lo hubiera hecho hacía poco tiempo—. No se va a ningún lado estudiándolo todo tan a fondo.
—Eso es verdad, Scarlett. Pero dime, ¿adonde quieres ir tú? Muchas veces lo he pensado. Yo no deseo ir a ningún sitio. Sólo deseo ser yo mismo.
¿Adonde quería llegar Scarlett? Era una pregunta tonta. Dinero y seguridad. Y luego… Su imaginación se confundía. Tenía dinero, y tanta seguridad como se puede tener en este inseguro mundo. Pero, ahora que lo pensaba, no era bastante. Ahora que lo pensaba despacio, esto no la había hecho feliz, aunque sí sentirse menos agobiada, menos temerosa del mañana. «Si tuviera dinero, y seguridad, y a ti —pensó, mirándole con ansia—, habría llegado adonde deseaba ir.» Pero no pronunció las palabras, temerosa de romper el encanto que reinaba entre ellos, temerosa de que su mente se cerrase para ella. —Sólo deseas ser tú mismo —dijo, riendo con un poco de burla—. No ser yo misma ha sido siempre mi mayor preocupación. En cuanto a dónde quería ir, creo que realmente he llegado: deseaba ser rica y tener tranquilidad, y…
—Pero, Scarlett, ¿no se te ha ocurrido nunca que a mí no me importa ser rico o no?
No; a Scarlett no se le había ocurrido nunca que hubiera alguien a quien no le importara ser o no rico.
—Entonces, ¿qué deseas?
—Ahora ya no lo sé. Lo supe hace tiempo, pero casi lo he olvidado. Principalmente que me dejen en paz; que la gente que no aprecio no me acose para obligarme a hacer cosas que no me gustan. Acaso quisiera que volviesen los tiempos pasados, pero no volverán nunca; y me persigue su recuerdo y el del universo desplomándose ante mis ojos.
Scarlett apretó los labios con terquedad. No era esto; no sabía lo que significaba. El tono de su voz hacía resurgir aquellos días como nada lo hubiese hecho, y la hería en el corazón al recordar. Pero desde aquel día en que en el jardín de Doce Robles, enferma y desolada, se había prometido no volver nunca la vista atrás, siempre había cumplido su propósito.
—Me gustan más los días presentes —dijo ella, aunque no se atrevió a mirarlo mientras hablaba—. Ahora siempre están ocurriendo cosas divertidas, fiestas o cosas por el estilo. Todo tiene un brillo nuevo. Aquellos días eran tan sombríos… —(¡Oh, aquellos días lánguidos y calurosos, hasta la hora del crepúsculo campesino! Las alegres risas de los braceros. La dorada vida, el tranquilizador conocimiento de que mañana había de traer horas iguales…)
—Prefiero los tiempos presentes —dijo otra vez; pero su voz era trémula.
Él se deslizó de la mesa, riendo suavemente incrédulo. Poniéndole la mano bajo la barbilla, la obligó a levantar la cabeza hacia él.
—Scarlett, ¡qué mal sabes mentir! Sí, la vida es más brillante ahora, por un lado. Ésta es la equivocación. Aquellos tiempos no tenían brillo, pero tenían un encanto, una belleza, un sereno resplandor que…
Su mente empezó a luchar; bajó los ojos. El sonido de su voz, el contacto de su mano, estaban abriendo suavemente puertas que ella había cerrado para siempre. Tras aquellas puertas estaba la belleza de los pasados días, y una triste ansia de ellos surgió en su interior. Pero sabía que, por muy bello que fuera, lo que había al otro lado de aquellas puertas era algo que tenía que permanecer fuera. Nadie puede atravesarlas con una carga de tristes recuerdos. Nadie, absolutamente nadie. Él le soltó la barbilla y, cogiendo entre las dos suyas una de las manos de Scarlett:
—¿Te acuerdas? —dijo; y ante el encanto de su voz, las desnudas paredes del despachito desaparecieron, y los años volvieron atrás, como si ellos cabalgaran juntos por caminos reales en una primavera feliz. Al hablar, la presión de sus dedos se hizo más fuerte, y su voz tenía la magia triste de las viejas canciones medio olvidadas. Podíase oír el tintineo del bocado cuando cabalgaban bajo los árboles, camino del picnic y de los Tarleton, y la despreocupada risa de los gemelos, ver el sol reflejándose en su dorado cabello y advertir el orgullo con que dominaba su montura. Había música en su voz: la música de violines y de banjos a cuyo son bailaban en la casa blanca que ya no existía. Sentía el lejano ladrido de los perros por el oscuro pantano en aquellas húmedas noches de otoño y el olor de las macetas enguirnaldadas de acebo en tiempo de Navidad, y las sonrisas de todos, los negros y los blancos. Y volvían en tropel los viejos amigos, riendo cual si no hubieran muerto tantos años atrás: Stuart y Brent con sus largas piernas, su cabello jaro y sus bromas inocentes; Tomás y Boyd, tan salvajes como potros sin domar; Joe Fontaine con sus expresivos ojos negros; Cade y Raiford Calvert con sus movimientos lánguidos y graciosos; también estaban Juan Wilkes, y Gerald, congestionado por el brandy. Y un susurro y una fragancia: era Ellen. Y, sobre todo, una sensación de seguridad saber que el mañana sólo podía traer la misma felicidad que el hoy había traído.
Su voz se detuvo, y durante un largo momento se miraron a los ojos, y entre ellos estaba la feliz juventud perdida que tan inconscientemente habían compartido…
«Ahora ya sé por qué no puedes ser feliz —pensó Scarlett tristemente—. Nunca lo había comprendido antes. Ni siquiera podía comprenderlo, porque yo tampoco era por completo dichosa. ¡Pero estamos hablando como hablan los viejos! —pensó con triste sorpresa—. Los viejos que miran cincuenta años atrás. Y nosotros no somos viejos. ¡Es simplemente que han ocurrido tantas cosas! Ha cambiado todo tanto, que parece que pasaron cincuenta años. Pero no somos viejos.»
Mas cuando miró a Ashley ya no lo encontró joven y radiante. Tenía la cabeza inclinada y parecía no darse cuenta de que aún estrechaba entre las suyas la mano de ella, y vio que el cabello que había sido dorado era ahora gris, gris plata, como la luz de la luna en el agua serena. La radiante belleza había huido de la tarde abrileña y la suave dulzura del recuerdo era amarga como la hiél.
«No debía haberle dejado que me hiciera mirar atrás —pensó con pena—. Yo tenía razón cuando decidí no hacerlo nunca. Hace demasiado daño. Le arrastra a uno el corazón hasta que no se puede hacer otra cosa que mirar atrás. Eso es lo que le ocurre a Ashley; no puede ya mirar adelante. No puede ver el presente, teme al futuro, y por eso mira al pasado. No lo comprendía antes; nunca hasta ahora he comprendido a Ashley. ¡Oh, Ashley, amor mío, no mires al pasado! ¿Qué bien puede reportarte? No te dejaré que me vuelvas a hacer hablar de los viejos tiempos. Esto es lo que ocurre cuando se contempla la felicidad que fue: este dolor, este descorazonamiento, esta tristeza…»
Se puso en pie; su mano estaba aún entre las de él. Tenía que irse, no podía seguir allí pensando en los días pasados y viendo su rostro, cansado, triste y frío como estaba ahora.
—Hemos cambiado mucho desde aquellos días, Ashley —dijo, tratando de dominar su voz, luchando con la pena que atenazaba su garganta—. Teníamos otras ideas entonces. ¿Verdad? —Y luego, apresuradamente—: ¡Oh, Ashley! ¡Nada ha ocurrido como nosotros habíamos pensado!
—No importa; la vida no está obligada a darnos lo que esperamos de ella. Tomamos lo que nos da, y debemos estar agradecidos, si no nos da nada peor.
Su corazón estaba embotado por el dolor, de cansancio, al pensar en el largo camino recorrido. Acudió a su memoria la Scarlett O’Hara ansiosa de pretendientes y de trajes bonitos, y que había intentado un día, cuando aún era tiempo, ser una gran dama como Ellen.
Sin darse cuenta, las lágrimas brotaron de sus ojos y rodaron silenciosas por sus mejillas, y se quedó en pie, muda, contemplándole, como una pobre niña herida. Él no dijo una palabra, pero la estrechó cariñosamente entre sus brazos, apretó su cabeza contra su hombro e, inclinándose, apoyó su mejilla en la de ella. Scarlett se apretó contra él y le enlazó sus brazos. El calor de los brazos de él secó sus lágrimas. Y era agradable estar en sus brazos sin pasión, sin nerviosidad, estar allí como una amiga querida. Sólo él, que compartió sus recuerdos y su juventud, que conocía sus principios y su presente, podía comprender.
Oyó fuera ruido de pasos, pero no prestó atención, pensando que eran los carreteros que marchaban a sus casas. Permaneció un momento escuchando el suave latido del corazón de Ashley. Y de repente Ashley se separó de ella, asustándola con su violencia. Le miró sorprendida, pero Ashley no la estaba mirando. Miraba, por encima de su hombro, hacia la puerta.
Scarlett se volvió. Allí estaba India, con el rostro pálido y los ojos llameantes, y Archie, con su mirada malévola. Detrás de ellos se hallaba la señora Elsing. Nunca pudo saber cómo habían salido del despacho. Pero salió inmediatamente —porque se lo mandó Ashley—, dejando a éste y a Archie hablando agriamente en el cuartito y a India y a la señora Elsing fuera, volviéndole la espalda. La vergüenza y el miedo la acuciaban de regreso a casa, y, en su imaginación, Archie, con su barba patriarcal, asumía las proporciones de un ángel vengador salido de las páginas del Antiguo Testamento.
En casa no había nadie. Las muchachas habían ido a un funeral y los niños estaban jugando en casa de Melanie.
Melanie… Scarlett se quedó helada al acordarse de ella mientras subía la escalera de su cuarto. Melanie se enteraría de esto. India había dicho que se lo diría. ¡Oh! India sería feliz diciéndoselo, sin preocuparse de si hería a Melanie, si haciéndolo podía injuriar a Scarlett. Y la señora Elsing hablaría también, aunque realmente ella no había visto nada, pues estaba detrás de India y de Archie a la puerta del despacho. Pero hablaría exactamente igual. Toda la ciudad sabría la noticia a la hora de la cena. Todos, hasta los negros, estarían enterados antes del desayuno del día siguiente. En la fiesta de esta noche, las mujeres se reunirían en los rincones para murmurar discretamente y con malicioso placer. Scarlett Butler caía de su alto y poderoso pedestal. Y la historia iría creciendo, creciendo. No había manera de impedirlo. No se detendrían en el mero hecho de que Ashley la estrechaba entre sus brazos mientras sollozaba. Antes de la noche la gente diría que había sido sorprendida en adulterio. ¡Y había sido una cosa tan inocente, tan dulce! Scarlett pensaba desesperada: «¡Si nos hubieran cogido aquellas Navidades en que lo licenciaron, cuando le di un beso de despedida; si nos hubieran cogido en la huerta de Tara, cuando le supliqué que huyera conmigo! ¡Oh! ¡Si nos hubieran cogido cualquiera de las veces en que éramos realmente culpables, no hubiera sido tan terrible! ¡Pero ahora, ahora! ¡Cuando estaba en sus brazos como una amiga!…»
Pero nadie querría creerlo. No tendría una sola amiga que se pusiese de su parte, ni una sola voz se levantaría para decir: «Yo no creo que estuviese haciendo nada malo». Se había complacido demasiado en ofender a antiguos amigos, para pretender encontrar entre ellos un defensor. Sus nuevas amistades, que sufrían sus desaires en silencio, acogerían con entusiasmo la ocasión de insultarla. Todo el mundo creería cualquier cosa que se dijera de ella, aunque lamentaría que un hombre tan considerado como Ashley Wilkes estuviese mezclado en un asunto tan inmoral. Como solía ocurrir, toda la falta se la achacarían a la mujer y mirarían con benevolencia la culpa del hombre. Y en aquel caso tendrían razón; ella había ido a sus brazos.
¡Oh! Podría soportar los pinchazos, las indirectas, las sonrisas encubiertas, todo lo que la ciudad entera pudiese decir, si había de soportarlas. ¡Pero Melanie, no! ¡Oh, Melanie, no! No sabía por qué le importaba más Melanie que cualquier otra persona. Estaba demasiado apurada y asustada por un sentimiento de antigua culpabilidad, para tratar de comprenderlo. Pero se echó a llorar al pensar en la expresión de los ojos de Melanie cuando India le dijese que había sorprendido a Ashley abrazando a Scarlett… ¿Y qué haría Melanie cuando se enterara? ¿Separarse de Ashley? ¿Qué otra cosa podría hacer que fuese digna? «¿Y qué haríamos entonces Ashley y yo? —se dijo—. ¡Oh, Ashley se morirá de vergüenza y me odiará por atraer esto sobre él!» De repente se secaron sus lágrimas, apoderándose de ella un súbito terror. ¿Y Rhett? ¿Qué haría su marido?
Tal vez no se enterase nunca. ¿Cómo era ese viejo dicho tan cínico de que el marido es siempre el último que se entera? Tal vez nadie se atreviera a decírselo. Hacía falta ser bastante valiente para contarle a Rhett semejante cosa, porque Rhett tenía la fama de pegar un tiro primero y pedir explicaciones después. «¡Dios mío, haz que no haya nadie lo bastante valiente para decírselo!» Pero recordó el rostro de Archie en el despacho del depósito, sus ojos incoloros, fríos, llenos de odio a ella y a todas las mujeres. Archie no temía a Dios ni a los hombres y odiaba a las mujeres perdidas. Las había odiado lo suficiente para matar a una. Y había dicho que se lo contaría a Rhett. Y se lo diría, pese a todo lo que Ashley pudiese hacer para disuadirle. A menos que Ashley lo matase, Archie se lo diría a Rhett creyéndolo su deber de cristiano.
Se desnudó y se metió en la cama; su imaginación daba vueltas sin parar. ¡Si por lo menos pudiera cerrar la puerta y quedarse en aquel lugar seguro para siempre y no volver a ver a nadie nunca jamás! Tal vez Rhett no se enterase esta noche. Diría que le dolía mucho la cabeza y que no se sentía capaz de ir a la fiesta. Por la mañana ya habría discurrido alguna cosa, alguna defensa para contener su ira.
—No quiero pensarlo ahora —dijo desesperada, hundiendo el rostro en la almohada—. No quiero pensarlo ahora; ya lo pensaré luego, cuando pueda aguantarlo.
Oyó volver a las muchachas a la caída de la noche, y le pareció que estaban muy calladas mientras preparaban la comida. ¿O era su culpable conciencia? Mamita fue a llamar a su puerta, pero Scarlett le mandó marchar diciéndole que no quería cenar. Pasó el tiempo y por fin oyó los pasos de Rhett, que subía las escaleras. Estuvo en tensión mientras le sentía subir, reunió todas sus fuerzas para enfrentarse con él, pero Rhett pasó de largo y entró en su habitación. No se había enterado de nada. Menos mal que aún respetaba su fría súplica de no volver a poner los pies en su alcoba, porque, si la viera ahora, su rostro la delataría. Tenía que dominar sus nervios para decirle que se encontraba enferma y que no podía ir a la reunión. Bueno, tenía tiempo suficiente para tranquilizarse. ¿O sería ya la hora? Desde el terrible momento de aquella tarde, el tiempo se había deslizado quedamente. Oyó a Rhett moverse en su cuarto bastante rato, hablando de vez en cuando con Pork. Todavía no podía reunir el valor necesario para llamarlo. Continuaba acostada, temblando en la oscuridad.
Transcurrido mucho tiempo, Rhett llamó a la puerta, y ella, procurando dominar su voz, contestó:
—Pasa.
—¿Se me invita a entrar en el santuario? —preguntó él, abriendo la puerta. Estaba a oscuras y no podía ver su rostro. ¿Conseguiría dominar la voz? Él entró y cerró la puerta.
—¿Estás arreglada para la fiesta?
—Lo siento mucho, pero tengo una jaqueca terrible. —¡Qué extraño que su voz sonase tan natural! ¡Gracias a Dios por la oscuridad!—. Creo que no podré ir. Ve tú, Rhett, y dile a Melanie que lo siento mucho.
Hubo una larga pausa, y por fin él, en la oscuridad, habló mordaz, arrastrando las palabras.
—¡Qué mujerzuela tan hipócrita y cobarde eres!
Lo sabía. Ella estaba temblando, incapaz de hablar. Le sintió moverse en la oscuridad y encender una cerilla. El cuarto se llenó de luz. Él se acercó a la cama y la miró. Scarlett pudo ver que vestía de etiqueta.
—Levántate —dijo con voz inexpresiva—. Vamos a la fiesta; tendrás que darte prisa.
—¡Oh, Rhett no puedo! ¿No ves?
—Sí veo. Levántate.
—Rhett, ¿se atrevió Archie?
—Archie se atrevió. ¡Un hombre muy valiente ese Archie!
—Debías haberlo matado por decir mentiras.
—Tengo la costumbre de no matar a la gente que dice la verdad. No hay tiempo ahora para discusiones. Levántate.
Ella se sentó, apretando contra sí la bata. Lo miró intentando leer en sus ojos. Él estaba hermético e impasible.
—No quiero ir, Rhett. No puedo, hasta que… se aclare esta mala interpretación.
—Si no te dejas ver hoy, nunca más volverás a ser capaz de dejarte ver en esta ciudad. Y, si puedo soportar una mujer perdida, no puedo soportar una cobarde. Vas a ir esta noche, aunque todo el mundo, de Alex Stephens para abajo te niegue el saludo y la señora Wilkes nos eche de su casa.
—Rhett, déjame explicarte. —No puedo oírte. No hay tiempo. Vístete.
—Están equivocados India, y la señora Elsing, y Archie. ¡Y me odian tanto! India me odia de tal modo, que es capaz de calumniar a su mismo hermano, con tal de ofenderme a mí. Si me dejaras explicarte…
«¡Santa Madre de Dios! —pensó Scarlett—. Y si ahora me dice: “Explícate”, ¿qué puedo decir?, ¿qué puedo explicar?»
—Habrán estado contando mentiras a todo el mundo. No puedo ir esta noche.
—Irás —dijo él— aunque tenga que llevarte empujándote por el cuello y plantándote el pie en la espalda a cada paso.
Había un brillo frío en sus ojos al cogerla de las manos para obligarla a levantarse; luego tomó su corsé y se lo alargó.
—Póntelo, yo te lo ataré. ¡Oh, sí, sé atarlo muy bien! No, no quiero llamar a Mamita para que te ayude. No quiero que mientras tanto cierres la puerta y te artincheres aquí como una cobarde que eres.
—No soy una cobarde —protestó ella, olvidada de su miedo—. Yo…
—¡Oh! Ahórrame esta retahila de matar yanquis y enfrentarte con el ejército de Sherman. Eres una cobarde… entre otras cosas. Si no por tu conveniencia, irás esta noche por la de Bonnie. ¿Cómo puedes comprometerla aún más? Ponte el corsé. De prisa.
Rápidamente se quitó ella la bata, quedando sólo con la camisa. Si él la mirase y viese lo bonita que estaba en camisa, tal vez esa mirada que tanto la asustaba desaparecería de sus ojos. Después de todo, ¡hacía tanto tiempo que no la había visto en camisa…! Pero Rhett no la miró. Estaba en el tocador buscando rápidamente entre los vestidos. Rebuscó sacando sü traje de seda verde jade, el que estaba escotado hasta el pecho, y la falda con todo el vuelo echado hacia atrás, con un enorme volante y en éste un gran ramo de rosas de terciopelo.
—Ponte esto —dijo, echándolo sobre la cama y acercándose a ella—. Nada de modesta paloma ni tonos discretos grises y lilas. Tienes que llevar tu bandera izada en el mástil, porque si no intentarías engañarnos. Y mucho colorete. Estoy seguro de que la mujer que los fariseos sorprendieron en adulterio no estaba tan pálida. Vuélvete.
Cogió los cordones del corsé y tiró de ellos tan fuertemente que ella gritó asustada, humillada, azorada por aquel gesto brutal.
—Hace daño, ¿verdad? ¡Lástima que no esté alrededor de tu cuello! —Y se rió con burla; pero ella no pudo verle la cara. La casa de Melanie estaba totalmente iluminada, y se podía oír la música desde la calle bastante antes de llegar. Cuando el carruaje se detuvo frente a ella, el agradable y excitante ruido de mucha gente que se divierte los envolvió. La casa estaba desbordante de invitados. Se los veía en las galerías, y muchos se hallaban sentados en los bancos del parque discretamente alumbrado por los multicolores farolillos.
«No puedo entrar, no puedo —pensaba Scarlett, sentada en su coche, apretando, nerviosa, su arrugado pañuelo—. No puedo, no quiero, saltaré, y echaré a correr, me escaparé a cualquier lado, me volveré a Tara. ¿Por qué me obligó Rhett a venir? ¿Qué hará la gente? ¿Qué hará Melanie? ¿Qué aspecto tendrá? ¡Oh, no puedo presentarme delante de ella! Tengo que escaparme.»
Como si adivinase sus intenciones, la mano de Rhett se cerró sobre su brazo como una garra. Aquella garra le dejaría un cardenal. Era la mano brusca de un extraño indiferente a sus torturas.
—Yo creí que no había ningún irlandés cobarde. ¿Qué se ha hecho de tu tan cacareado valor?
—Rhett, por favor, déjame volver a casa y explicarte.
—Tienes toda la eternidad para explicarte, y sólo una noche para ser una mártir en el anfiteatro. Anda, querida. Déjame ver cómo te devoran los leones.
Bajó del coche sin saber cómo. El brazo con que Rhett la sostenía, tan duro y firme como el granito, le comunicaba algún valor. ¡Por Dios! ¡Tenía que enfrentarse con la gente, y lo haría! ¿Qué eran todos sino un montón de gatos que maullaban y arañaban porque estaban envidiosos de ella? Ya les enseñaría. No le importaba lo que pensasen. Sólo Melanie… Sólo Melanie…
Estaban en el porche. Rhett saludaba a derecha e izquierda, sombrero en mano, con voz fría y tranquila. Cesó la música al entrar ellos, y, confusamente, a Scarlett le hizo el efecto de que la multitud se precipitaba sobre ella, con el bramido del mar, y luego se alejaba con un rumor cada vez más tenue. ¿Es que todo el mundo le iba a negar el saludo? Bueno, ¡por los clavos de Cristo! Que hiciesen lo que quisieran. Levantó la barbilla y sonrió, levantando los extremos de las cejas.
Antes de que pudiera volverse a hablar a los que estaban inmediatos a la puerta, alguien llegó a través del tropel de gente. Se oyó un murmullo de extrañeza, que resonó en el corazón de Scarlett. Por el sendero llegaba Melanie, con sus pasitos menudos y rápidos, muy de prisa, muy de prisa, para recibir a Scarlett a la puerta, para hablar antes de que ninguna otra persona pudiera hacerlo. Sus estrechos hombros se habían enderezado, echaba hacia atrás la cabeza con dignidad, como si para ella no hubiese en aquel momento más invitado que Scarlett. Se colocó a su lado y deslizando el brazo por su cintura:
—¡Qué traje tan precioso, querida mía! —dijo con su voz nítida y clara—. ¿Quieres ser buena? A India le ha sido imposible venir esta noche a ayudarme. ¿Quieres recibir conmigo?