52

Una lluviosa tarde, cuando Bonnie apenas había cumplido su primer año, Wade se aburría en el gabinete. De vez en cuando se acercaba a la ventana, apoyando la nariz contra los chorreantes vidrios. Era un chiquillo bajo y delgado, pequeño para sus ocho años, tímido y vergonzoso, y que no hablaba apenas más que cuando le dirigían la palabra. Era taciturno y no sabía divertirse solo. Ella, en un rincón, jugaba con sus muñecas. Scarlett estaba ante su escritorio murmurando para sí misma, mientras sumaba una larga columna de números, y Rhett, tumbado en el suelo, balanceaba el reloj sujetándolo por la cadena fuera del alcance de Bonnie.

Después que Wade hubo cogido varios libros y los hubo dejado caer con ruido, suspirando profundamente, Scarlett se volvió hacia él, irritada.

—¡Por Dios santo, Wade! ¡Vete a correr o a jugar!

—No puedo; está lloviendo.

—¡Ah, sí! No me había dado cuenta. Pues haz algo; me estás poniendo nerviosa, con tanta vuelta. Anda, ve y dile a Pork que enganche el coche y te lleve a jugar con Beau.

—No está en casa —suspiró Wade—. Está en la fiesta de cumpleaños de Raúl Picard.

Raúl era el hijo menor de Maribella y de Rene Picard. «Un mocoso indecente —pensó Scarlett—, que más parecía un mono que un niño.»

—Bueno, pues puedes ir a ver a quien quieras. Corre a decírselo a Pork.

—Nadie está en casa —contestó Wade—. Todos están en la fiesta.

Las palabras que el niño no pronunció, «todo el mundo… menos yo», flotaban en el aire, pero Scarlett, con la imaginación en los libros, no se fijó en ello.

Rhett se enderezó hasta quedar sentado y dijo:

—¿Por qué no estás tú en la fiesta, hijo?

Wade se acercó a él, mirando al suelo con expresión de sentirse muy desgraciado.

—No me han invitado, señor[32].

Rhett abandonó el reloj a las destructoras manos de Bonnie y se incorporó ligeramente.

—Deja en paz esos condenados números, Scarlett. ¿Por qué no han invitado a Wade a esa fiesta?

—¡Por amor de Dios, Rhett! No me molestes ahora. Ashley ha armado un buen jaleo en estas cuentas… ¡Dichosa fiesta! Me figuro que no es nada anormal que no hayan invitado a Wade. Y, si lo hubieran invitado, yo no le habría dejado ir. No olvides que Raúl es el nieto del señor Merriwether y que la señora Merriwether preferiría recibir en su salón a negros libertos a recibirnos a ninguno de nosotros.

Rhett, que contemplaba a Wade con ojos pensativos, vio al niño titubear.

—Ven aquí, hijo —le dijo atrayéndole hacia sí—. ¿Te hubiera gustado ir a esa fiesta?

—No señor —dijo Wade valientemente. Pero bajó los ojos.

—¡Hum!… Dime, Wade. ¿Vas a casa de Joe Whiting, o de Frankie Bonnel, o de tus otros amiguitos cuando dan fiestas?

—No señor, no me invitan a muchas fiestas.

—¡Wade, estás mintiendo! —gritó Scarlett, volviéndose—. Fuiste a tres la semana pasada; a la fiesta infantil de los Bart, a la de los Gelert y a la de los Hundon.

—Buena colección de mulas con arneses de caballo —dijo Rhett en un murmullo—. ¿Te divertiste mucho en esas fiestas? Contesta.

—No señor.

—¿Por qué?

—No podía, señor. Mamita dice que es una gentuza blanca.

—¡Buena le voy a dar a Mamita! —gritó Scarlett, poniéndose en pie de un salto—. ¡Y tú, Wade, hablar así de los amigos de tu madre…!

—El chico dice la verdad y Mamita también —repuso Rhett—. Claro que tú no eres capaz de reconocer la verdad si te la encuentras en un camino… No disgustes más a tu hijo. No tendrás que volver a ninguna fiesta a la que no quieras ir. Y ahora —y al decir esto sacó un billete del bolsillo—, dile a Pork que enganche el caballo y que te lleve a la ciudad. Cómprate almendras garrapiñadas en cantidad bastante para darte un espléndido dolor de estómago.

Wade, radiante, se embolsó el billete y miró ansiosamente a su madre. Pero ésta, con las cejas fruncidas, observaba a Rhett, el cual había cogido del suelo a Bonnie y la estrechaba en sus brazos, apretando la carita contra sus mejillas. No podía leer en su rostro, pero en su mirada había algo como miedo o remordimiento.

Wade, envalentonado por la generosidad de su padrastro, se acercó a él tímidamente.

—Tío Rhett, ¿puedo preguntarle una cosa?

—Naturalmente —los ojos de Rhett brillaban con ansiedad, mientras apretaba aún más la cabécita de la nena—. ¿Qué es, Wade?

—Tío Rhett, ¿estuvo usted…, peleó usted en la guerra? La mirada de Rhett se fijó en el niño, alerta y viva, pero su voz era indiferente.

—¿Por qué me preguntas eso, hijo?

—Porque Joe Whiting y Frankie Bonnel dijeron que no.

—¡Ah! —dijo Rhett—. Y tú ¿qué les contestastes?

Wade parecía desolado.

—Yo, yo les dije… yo les dije que no sabía… —Y luego continuó precipitadamente—: Pero que no me importaba, ¡y les pegué! ¿Estuvo usted en la guerra, tío Rhett?

—Sí —dijo Rhett, violentamente—. Estuve en la guerra. Estuve ocho meses en el Ejército. Luché durante todo el camino desde Lovejoy a Franklin. Y estaba con Johnston cuando la rendición.

Wade se estremeció de alegría, pero Scarlett rió.

—Creí que te avergonzabas de ello —dijo—. ¿No me habías dicho que me lo callase?

—Cállate ahora —repuso él—. ¿Estás satisfecho, Wade?

—¡Oh, sí señor! Ya sabía yo que usted había estado en la guerra, que no estuvo usted emboscado, como dicen eEos. Pero… ¿por qué no estaba usted con los papas de los otros niños?

—Porque los papas de los otros niños fueron tan locos que todos sirvieron en infantería; yo era del Oeste y por eso serví en la artillería. En la artillería de campaña, Wade, no en la de plaza. Hay que tener talento y valor para servir en la artillería, Wade.

—Apostaría… —dijo Wade con el rostro radiante—. ¿Le hirieron alguna vez, tío Rhett?

Rhett vaciló.

—Cuéntale lo de tu disentería —dijo Scarlett con burla.

Rhett dejó cuidadosamente a la nena en el suelo. Y se sacó del pantalón la camisa y la camiseta.

—Ven aquí, Wade, y te enseñaré dónde me hirieron.

Wade se adelantó, excitado, y miró donde señalaba el dedo de Rhett. Una larga cicatriz cruzaba su pecho y bajaba hasta su abdomen. Era el recuerdo de un duelo a cuchillo, en los campos auríferos de California; pero Wade no lo sabía, y respiró feliz.

—Yo creo que es usted casi tan valiente como mi padre, tío Rhett.

—Casi, pero no tanto —dijo Rhett volviendo a meter la camisa en los pantalones—. Ahora, márchate a gastar tu dólar, y dale su merecido a quien se atreva a decirte que yo no serví en el Ejército.

Wade se marchó bailando de alegría y llamó a Pork. Rhett volvió a coger a la chiquilla.

—¿Se puede saber a qué vienen todas esas mentiras, valiente soldadito? —preguntó Scarlett.

—Un chico necesita estar orgulloso de su padre o de su padrastro. No puedo permitir que se avergüence delante de los otros rapaces. ¡Qué crueles son los niños!

—Ridiculeces…

—Nunca pensé en lo que eso podía significar para Wade —dijo Rhett con calma—. Nunca pensé en lo que está sufriendo. Pero no va a pasarme lo mismo con Bonnie.

—¿Lo mismo? ¿Qué?

—¿Crees que voy a consentir que mi Bonnie se avergüence de su padre? ¿Que no la conviden a las fiestas cuando tenga nueve o diez años? ¿Crees que voy a consentir que tenga que humillarse como Wade por culpas que no son suyas, sino tuyas o mías?

—¡Bah! ¡Fiestas de niños!

—Fiestas de niños, de muchachas, de presentación en sociedad. ¿Crees que voy a permitir que mi hija crezca fuera de toda la sociedad decente de Atlanta? No voy a enviar a mi hija a educarse a un colegio del Norte porque en ninguno de aquí, ni en Charleston, ni en Nueva Orleáns, ni en Savannah, la quieran. No voy a verla obligada a casarse con un yanqui o con un extranjero, porque ninguna familia decente quiera recibirla… porque su madre fuera una loca y su padre un canalla.

—Wade, que había vuelto a la puerta, era un oyente interesado y perplejo.

—Bonnie puede casarse con Beau, tío Rhett.

La ira se borró del rostro de Rhett al volverse hacia el chiquiEo, y consideró sus palabras con aparente seriedad, como hacía siempre que hablaba con niños.

—Tienes razón, Wade. Bonnie puede casarse con Beau Wilkes. Pero ¿con quién te casarás tú?

—¡Oh! Yo no pienso casarme con nadie —dijo Wade confidencialmente, muy orgulloso de una conversación de hombre a hombre con la única persona, a excepción de tía Melanie, que nunca le reñía y siempre le animaba—. Yo pienso ir a Harvard a estudiar leyes, como mi padre, y luego voy a ser un soldado muy valiente, exactamente igual que él.

—Quisiera que Melanie se callase —exclamó Scarlett—. Wade, no irás a Harvard, porque es una escuela yanqui, y yo no quiero que vayas a una escuela yanqui. Irás a la Universidad de Georgia y, después de que te hayas graduado, me ayudarás a dirigir el almacén. Y en cuanto a lo de que tu padre era un valiente soldado…

—¡Calla! —interrumpió Rhett, para quien no pasó inadvertido el fulgor de los ojos del niño al oír hablar del padre que no había conocido—. Tú crece y hazte un hombre honrado como tu padre, Wade. Procura parecerte a él, porque era un héroe, y no permitas que nadie te diga nunca lo contrario. Se casó con tu madre, ¿verdad? Bien, pues eso es suficiente prueba de heroísmo. Y ya me ocuparé yo de que vayas a Harvard a hacerte abogado. Y ahora corre y dile a Pork que te lleve a la ciudad.

—Te agradecería que me dejases educar a mis hijos —dijo Scarlett, mientras Wade, obediente, salía dé la habitación.

—Eres una estupenda educadora. Has destruido todas las ventajas que Wade y Ella podían tener. Pero no te dejaré hacer lo mismo con Bonnie. Bonnie va a ser una princesita y todo el mundo la querrá; no habrá un solo lugar en el mundo al que ella no pueda ir. ¡Santo Dios! ¿Crees que la voy a dejar crecer y tratarse con toda la gentuza que llena esta casa?

—Son suficientemente buenos para ti…

—Y demasiado para ti, cariño. Pero no para Bonnie. ¿Crees que la voy a dejar casarse con alguno de esos ladrones con los que tú pasas el tiempo? Irlandeses sin educación, yanquis, gentuza blanca, nuevos ricos. Mi Bonnie, con la sangre de Butler y su linaje de Robillard…

—Los O’Hara…

—Los O’Hara quizá fueran antaño reyes de Irlanda, pero tu padre no era más que un ente vulgar sin educación. Y tú no eres mejor… Pero, bueno, la falta también es mía. He andado por la vida como un loco salido del infierno, no preocupándome nunca de lo que hacía porque nada me importaba. Pero Bonnie me importa. ¡Señor, qué loco he sido! A Bonnie no la recibirán en Charleston, aunque mi madre, o tu tía Eulalie, o tu tía Pauline hagan lo que sea. Y es evidente que no la recibirán aquí, a no ser que nosotros hagamos algo en seguida.

—¡Oh, Rhett! Lo tomas tan en serio que me resulta divertidísimo. Con nuestro dinero…

—¡Maldito sea nuestro dinero! Todo nuestro dinero no puede comprar lo que yo quiero para ella. Preferiría que invitasen a Bonnie a comer pan seco en la pobre casa de los Picard, o en el desvencijado granero de los Elsing, que a ser la reina en un baile republicano. Scarlett, has sido una loca; debías haber asegurado un lugar para tus hijos en el edificio social desde hace muchos años…, pero no lo has hecho. Ni siquiera te has preocupado de conservar la posición que tenías. Y es demasiado esperar que a estas alturas corrijas tus costumbres. Estás demasiado ansiosa de hacer dinero y te gusta demasiado apabullar a la gente.

—Considero todo este asunto como una tempestad en un vaso de agua —dijo Scarlett fríamente, volviendo a sus papeles para demostrar que, en lo que a ella concernía, la discusión había terminado.

—Sólo tenemos a la señora Wilkes para ayudarnos y tú haces todo lo posible por molestarla e insultarla. ¡Oh!, ahórrame las observaciones sobre su pobreza y sus trajes pasados de moda. Es el alma y el centro de cuanto hay dé distinguido en Atlanta… Doy gracias a Dios por ella. Me ayudará en lo que se pueda hacer.

—¿Y qué es lo que vas a hacer?

—Voy a cultivar la amistad de lo más aguerrido de las mujeres de la vieja guardia, especialmente la de las señoras Merriwether, Elsing, Whiting y Meade. Si tengo que arrastrar mi vientre ante cada uno de esos viejos gatos que me odian, lo haré. Seré de miel ante su aspereza, y me arrepentiré de mis pasadas culpas. Contribuiré a sus condenadas limosnas y acudiré a sus condenadas iglesias. Reconoceré y pregonaré mis servicios a la Confederación y, en fin, si no hubiera otro remedio, me afiliaré a su condenado Klan. Aunque espero que un Dios misericordioso me evite semejante penitencia. Y no vacilaré en recordar a los locos cuya cabeza salvé que me deben su vida. Y tú, señora, tendrás la bondad de no deshacer a mis espaldas todo mi trabajo, concertando hipotecas con las gentes a quienes yo estoy conquistando, vendiéndoles madera podrida o con cualquier otra de tus cien mil maneras de insultarlas. Y el gobernador Bullock no volverá a poner los pies en esta casa. ¿Me oyes? Y ninguno de esa banda de ladrones elegantes de que te has rodeado, tampoco. Si invitas a alguno de ellos a pesar de mi ruego, te encontrarás en el desagradable caso de no tener invitados en tu casa. Si entran en esta casa, me pasaré el día en el bar de Bella Watling, diciendo a quien quiera oírlo que no permaneceré con ellos bajo el mismo techo.

Scarlett, que había estado fingiéndose indiferente a sus palabras, rió brevemente.

—¿De modo que el jugador de los barcos del río y el especulador se va a volver respetable? Bien, tu primer impulso hacia la respetabilidad me figuro que será la venta de la casa de Bella Watling.

Fue un palo de ciego. Nunca había estado completamente segura de que Rhett fuese el dueño de la casa. Él se rió, como si leyese en su mente.

—Gracias por el consejo.

Aunque Rhett se lo hubiese propuesto, no hubiera hallado momento menos propicio para su vuelta a la buena sociedad. Nunca, antes ni después, llegaron los nombres de republicano y scdlawag a inspirar odio más intenso, ya que también el régimen de los carpetbaggers alcanzaba la cumbre de la corrupción. Y, desde la rendición, el nombre de Rhett había estado íntimamente unido a yanquis, republicanos y scallawags.

En 1866 la gente de Atlanta había creído que nada podía ser peor que la dura ley militar que soportaban; pero ahora, bajo Bullock, estaban aprendiendo que aún existía algo peor.

Se había dicho a los negros que en la Biblia sólo se mencionaban dos partidos políticos: los republicanos y los pecadores. Ningún negro quería incorporarse a un partido compuesto exclusivamente de pecadores; así, se apresuraron a incorporarse al republicano. Sus nuevos amos les hacían votar una y otra vez eligiendo a blancos pobres y a scdlawags para los altos puestos; eligiendo también alguna vez a negros. Estos negros se instalaban en el Parlamento, donde pasaban el tiempo comiendo golosinas y poniéndose y quitándose los zapatos nuevos para ver si por fin conseguían encontrarse a gusto en ellos. ¡Pocos había que supiesen leer y escribir! Llegaban directamente de las plantaciones de algodón o de caña de azúcar; pero podían votar impuestos y bonos y presupuestos altísimos para ellos y sus amigos republicanos. Y los votaban. El Estado se tambaleaba bajo los impuestos, que se pagaban con indignación: era sabido que la mayor parte de ese dinero pasaba a bolsillos particulares.

Rodeando por completo el poder político del Estado había una hueste de oportunistas, especuladores, gente que iba a la busca de contratas productivas o que esperaba sacar provecho de la orgía de gastos, y muchos de eÜos se estaban haciendo fabulosamente ricos. No les costaba ningún trabajo conseguir dinero del Estado para la construcción de ferrocarriles que nunca llegaban a construirse, para comprar vagones y máquinas que ni se habían de comprar, para edificar edificios públicos que no existían más que en la imaginación de los que los gestionaban.

La emisión de bonos se elevaba a millones. La mayoría de ellos eran ilegales y fraudulentos, pero se emitían exactamente igual. El tesorero del Estado, que era republicano, pero hombre honrado, protestaba contra las emisiones ilegales y se negaba a firmarlas; mas él y otros que intentaban restringir tales abusos eran impotentes contra la marea que los arrollaba.

La adquisición de caminos de hierro por el Estado había sido, alguna vez, un negocio ventajoso, pero ahora era sumamente arriesgado y las deudas se elevaban a más de un millón. No existía ni un solo ferrocarril, pero sí un inmenso lodazal sin fondo en el cual los cerdos podían emborracharse y revolcarse. Muchos de sus empleados eran mantenidos por razones políticas, sin preocuparse de lo que pudieran saber de la cuestión de ferrocarriles. Los republicanos tenían por todas partes pases de libre circulación, y vagones cargados de negros rodaban en alegres excursiones por todo el Estado para votar y volver a votar en las mismas elecciones.

La mala administración de los ferrocarriles del Estado era lo que más indignaba a los contribuyentes. De las ganancias de estos ferrocarriles debía salir el dinero para las escuelas públicas, pero no había ganancias, sino tan sólo deudas y, por lo tanto, tampoco había escuelas. Pocos eran los que tenían dinero para enviar a sus hijos a escuelas de pago, y así existía una generación de niños que crecía en la ignorancia y que sembraría más tarde la semilla del analfabetismo.

Pero más fuerte que la indignación por el gasto y la mala administración, y el soborno, era el resentimiento por lo mal que, intencionadamente, el gobernador los representaba en el Norte. Cuando Georgia se indignaba contra la corrupción, el gobernador se trasladó precipitadamente al Norte, acudió al Congreso y habló de ultrajes de los blancos contra los negros, de que Georgia estaba prepa^da para una nueva sublevación y de la necesidad de un fuerte y severo gobierno militar. Ni un solo georgiano deseaba camorra con los negros y procuraban evitarlo por todos los medios. Nadie quería otra guerra, nadie necesitaba una dictadura militar. Lo que quería Georgia era que la dejasen en paz para que el Estado pudiera reponerse. Pero, con la faena que llegó a conocerse como «la fábrica de calumnias del gobernador», el Norte vio tan sólo un Estado rebelde que necesitaba una mano dura, y con mano dura se le trató.

Era una maravillosa orgía para la banda que sujetaba a Georgia por el cuello. Era una orgía de despojo, pero por encima de todo, un cinismo frío de las autoridades para tratar al ladrón, que producía náuseas. Las protestas y los esfuerzos por resistir no conseguían nada, porque el Gobierno del Estado estaba sostenido y apoyado por el Ejército de los Estados Unidos.

Atlanta maldecía el nombre de Bullock y el de sus scdlawags y republicanos; y maldecía también el de todo el que tuviera relación con ellos. Y Rhett estaba relacionado con aquella gente. Había estado con ellos, se decía, en todos sus planes. Pero ahora se volvía contra la corriente, por la que de tan buena gana se había dejado arrastrar hasta hacía poco, y empezaba a nadar contra ella.

Inició su campaña despacio, sutilmente, cuidando de no despertar las sospechas de Atlanta al mostrarse como un leopardo que trata de cambiar su guarida por la noche No se avergonzó de su historial durante la guerra, y no se le volvió a ver en compañía de oficiales yanquis, de republicanos ni de scdlawags. Asistió a reuniones de los demócratas y votó ostensiblemente la candidatura demócrata. Abandonó el juego y renunció casi por completo a la bebida. Si volvió alguna vez a casa de Bella Watling, lo hizo de noche y a escondidas, como hacían los más prestigiosos ciudadanos, en lugar de dejar el caballo atado frente a su puerta por la tarde, como un aviso de que estaba allí.

Y a los feligreses de la iglesia episcopal les faltó poco para caerse de sus bancos cuando Butler entró humildemente, algo retrasado para los oficios, y llevando a Wade de la mano. La congregación quedó tan asombrada por la presencia del niño como por la de Rhett, pues todos creían que el pequeño era católico. Por lo menos, Scarlett, lo era, o se suponía que lo era; pero ella no había puesto los pies en la iglesia desde hacía mucho tiempo y había olvidado las enseñanzas religiosas de su madre, lo mismo que había olvidado todas las demás. Todos pensaron que había descuidado la educación religiosa de su hijo, y se alabó a Rhett por tratar de rectificar el descuido, aun cuando hubiese llevado al niño a la iglesia episcopal en vez de conducirlo a la católica.

Rhett podía mostrarse serio y agradable cuando se molestaba en refrenar su lengua y en evitar que sus ojos bailoteasen maliciosamente. Hacía muchos años que había renunciado a molestarse en hacerlo, pero lo intentó ahora, apelando a la mayor seriedad y cortesía. Hasta llegó a usar chalecos de colores más sobrios. No resultaba difícil ganar un montón de amistades entre los hombres que le debían la vida. Le habrían demostrado su aprecio hacía largo tiempo si Rhett no hubiera obrado como si su aprecio le importase muy poco. Ahora Hugh Elsing y Rene, los chicos de Simmon, Andy Bonnel y los demás, lo encontraron agradable, poco amigo de ponerse en evidencia y azorado cuando ellos hablaban de lo agradecidos que le estaban.

—No fue nada —protestó—. En mi lugar, todos ustedes hubieran hecho lo mismo.

Suscribió una generosa cantidad para el fondo de reparaciones de la iglesia episcopal y contribuyó con otra grande —pero no tan grande que pudiese resultar exagerada— a la Asociación para el Embellecimiento de las Tumbas de los Gloriosos Muertos del Sur. Llamó aparte a la señora Elsing para entregarle el donativo y le suplicó, turbado, que guardase secreta su limosna, perfectamente convencido de que eso sería un acicate para extender la noticia. A la señora Elsing le molestaba mucho aceptar su dinero, dinero procedente de especulaciones; pero la Asociación estaba muy necesitada.

—No comprendo por qué usted, precisamente usted, se va a suscribir —dijo ásperamente.

Cuando Rhett le dijo, con actitud humilde, que lo movía a contribuir el recuerdo de antiguos compañeros de armas, más valientes, pero menos afortunados que él, y que ahora descansaban en ignoradas tumbas, la altanería aristocrática de la señora de Elsing se sintió dominada. Dolly Merriwether le había contado que Scarlett afirmaba siempre que el capitán Butler había servido en el Ejército, pero desde luego no lo había creído. Nadie, con toda seguridad, lo había creído. —¿Usted en el Ejército? ¿En qué compañía? ¿En qué regimiento?

Rhett se lo dijo.

—¡Oh, la artillería! Toda la gente que yo conozco sirvió en infantería o en caballería. Así se explica…

Se detuvo desconcertada, esperando ver los ojos de Butler brillar de malicia. Pero Rhett bajó la mirada, mientras jugaba con la cadena de su reloj.

—Me hubiera gustado la infantería —dijo, haciendo caso omiso de la insinuación—. Pero cuando supieron que yo había sido alumno de West Point, aunque no había llegado a graduarme por culpa de una diablura de muchacho, me mandaron a la artillería, artillería de campaña, no de la milicia. Necesitaban hombres que tuviesen conocimientos especiales. Ya sabe usted la tremenda cantidad de bajas que hubo en esta última campaña. Estaba muy solo sirviendo en la artillería. No encontré una persona conocida. No creo que viera ni a un solo hombre de Atlanta durante todo el servicio.

—Bien —murmuró la señora Elsing, confusa.

Si él había servido en el Ejército, entonces ella estaba equivocada. Había hecho una porción de observaciones sobre su cobardía y el recordarlas la hacía sentirse culpable.

—Bien, ¿y por qué no habló a nadie de su campaña? Obra usted como si se avergonzase de ella.

Rhett la miró rectamente a los ojos con rostro inexpresivo.

—Señora Elsing —dijo seriamente—, créame si le digo que estoy más orgulloso de mis servicios a la Confederación que de nada que haya podido hacer nunca o que haga en lo futuro. Me siento…, me siento…

—Bien, y entonces ¿por qué los oculta?

—Me avergonzaba hablar de ello a causa de… algunos de mis pasados actos.

La señora de Elsing contó lo del donativo y la conversación a la señora Merriwether con todo detalle.

—Y te doy mi palabra, Dolly, que cuando dijo eso de sentirse avergonzado los ojos se le llenaron de lágrimas. Sí, lágrimas. Como que por poco me echo a llorar yo.

—Chifladuras y disparates —dijo, incrédula, la señora Merriwether—. No creo que se le llenaran los ojos de lágrimas, como tampoco creo que sirviera en el Ejército. Y me puedo enterar inmediatamente si estuvo en esa batería. Yo me enteraré de la verdad, porque el coronel Carleton, que la mandaba, se casó con una hija de una de las hermanas de mi abuelo, y voy a escribirle.

Escribió al coronel Carleton y, con gran dolor de su corazón, recibió una respuesta hablando de Rhett en los términos más elogiosos. Un artillero nato, soldado valiente, un caballero sin tacha, un hombre modesto que ni siquiera era capaz de aceptar una comisión cuando se la ofrecían.

—Bueno —dijo la señora Merriwether, enseñándole aquella carta a la señora Elsing—. Estoy que podrían ahogarme con un cabello. Hemos juzgado mal a ese bribón al decir que no había servido en el Ejército; tal vez debíamos haber dado crédito a Scarlett y a Melanie, que nos dijeron que se había alistado el día que cayó la ciudad. Pero no nos hemos equivocado al decir que es un scállawag y un bribón, y a mí no me gusta.

—Sin embargo —repuso la señora de Elsing con acento de duda—, sin embargo, yo no lo creo tan malo. Un hombre que luchó por la Confederación no puede ser del todo malo. Es Scarlett la que es mala. ¿Sabes, Dolly? Yo realmente creo que él, bueno…, que está avergonzado de Scarlett, pero que es demasiado caballero para dejarlo ver.

—¿Avergonzado? ¡Bah! ¡Si están los dos cortados por el mismo patrón! ¿De dónde has podido sacar idea tan absurda?

—No es absurda —dijo, indignada, la señora Elsing—. Ayer, durante el chaparrón, tenía a los tres niños, hasta a la chiquitína, en el coche, dando vueltas por Peachtree Street. Y, cuando yo le dije: «Capitán Butler, pero ¿se ha vuelto usted loco? ¡Tener a estos niños en la calle con el frío que hace! ¿Por qué no los mete usted en casa?», él no contestó una palabra, pero parecía violento. Entonces, Mamita contestó por él y dijo: «La casa está llena de gentuza y resulta más sano para los niños estar bajo la lluvia que en casa».

—¿Y qué dijo él?

—¿Qué iba a decir? Dirigió una mirada a Mamita y se hizo el distraído. Ya sabes que ayer por la tarde Scarlett tenía una gran reunión para jugar al whist, a la que iban todas esas mujeres vulgares y ordinarias. Me figuro que Butler no quería que besaran a los niños.

—Ya, ya… —dijo la señora Merriwether, vacilando, mas sin darse aún por vencida.

Pero, a la semana siguiente, también ella capituló.

Rhett ahora tenía un destino en el Banco. Lo que hacía en él, los sorprendidos empleados del Banco no lo sabían; pero representaba una parte demasiado considerable de su capital para atreverse a protestar de su presencia. Al poco tiempo olvidaron que le habían hecho alguna objeción, porque era tranquilo y atento y realmente sabía bastante de banca y de inversiones. Sea como fuese, él se pasaba en su ocupación todo el día aparentando gran aplicación, porque quería estar en igualdad de condiciones con sus respetables conciudadanos que trabajaban intensamente.

La señora Merriwether, deseando dar nuevo impulso a su floreciente tahona, había intentado que el Banco le hiciese un préstamo de dos mil dólares con la casa como fianza. Se lo habían negado, porque realmente había ya demasiadas hipotecas sobre la casa. Estaba la anciana señora despotricando contra el Banco, cuando Rhett la atajó diciéndole:

—Tiene que haber una equivocación, señora Merriwether, alguna equivocación absurda. ¡Por Dios! ¡No debía tener que preocuparse en buscar un socio! Yo le prestaría a usted el dinero sencillamente sobre su palabra: una señora capaz de crear el negocio que usted ha creado es la mejor fianza del mundo. El Banco necesita prestar dinero a personas como usted. Siéntese usted aquí en mi despacho, que voy a ocuparme yo de esa cuestión.

Cuando volvió sonreía inexpresivamente, diciendo que, como él se lo había imaginado, había habido una equivocación. Los dos mil dólares estaban allí esperando a que ella quisiera molestarse en volver a busCharles. Respecto a lo de su casa: ¿haría el favor de firmar aquel papel?

La señora Merriwether, rebosando indignación, furiosa de tener que deberle el favor a un hombre a quien despreciaba, apenas le dio las gracias.

Pero él pareció no notarlo. Y, mientras la acompañaba a la puerta, le dijo:

—Señora Merriwether, siempre he sentido gran admiración por sus conocimientos y quisiera consultarle a usted una cosa.

Las plumas del sombrero de la mujer apenas se movieron al inclinar ella la cabeza.

—¿Qué hacía usted cuando su Maribella era chiquitína y se chupaba el dedo?

—¿Cómo?

—Mi Bonnie se chupa el dedo y no consigo quitarle ese vicio.

—Tiene usted que quitárselo; le estropearía la línea de la boca —repuso vigorosamente la señora Merriwether.

—Ya lo sé, ya lo sé. ¡Y tiene una boca tan bonita! Pero no sé qué hacer.

—Scarlett debe saberlo; ya ha tenido otros dos niños.

Rhett se miró la punta de los pies y suspiró.

—He probado a tintarle jabón en las uñas —dijo, sin recoger la observación sobre Scarlett.

—¿Jabón? ¡Bah! El jabón no sirve de nada. Yo a Maribella le ponía quinina en el pulgar. ¡Y la aseguro, capitán Butler, que dejó de chupárselo en seguida!

—¿Quinina? No se me hubiera ocurrido. Muchísimas gracias, señora Merriwether. ¡Me preocupaba tanto!

Y le dirigió una sonrisa tan amable, tan agradecida, que la señora Merriwether vaciló un momento; pero al decirle adiós sonrió también. Le desagradaba tener que confesar a la señora Elsing que se había equivocado al juzgar a aquel hombre; pero, como al fin eEa era una persona honrada, le dijo que tenía que haber algo bueno en un hombre que tanto quería a su hija. ¡Qué lástima que Scarlett no se ocupara de una chiquilla tan linda como Bonnie! Había algo emocionante en un hombre tratando de educar él solo a su hijita. Rhett se daba perfecta cuenta del patetismo de este espectáculo, y si ello era otra mancha en la reputación de Scarlett le importaba muy poco.

En cuanto la niña empezó a andar, la llevaba con él continuamente en el coche o en el arzón de la silla de su caballo. Aquella tarde, al volver del Banco, la sacó a dar un paseo por Peachtree Street, llevándola de la mano, amoldando sus grandes zancadas a sus diminutos pasitos, contestando pacientemente a sus infinitas preguntas.

A esta hora de la puesta del sol, casi todo el mundo estaba en el jardín o en el porche, y como Bonnie era una criaturita tan sociable, tan linda, con sus tirabuzones negros y sus ojos azules, pocos podían resistir el deseo de charlar con ella. Rhett nunca se mezclaba en esas conversaciones, pero se detenía, rebosando paternal orgullo y satisfacción al ver el éxito de su nena.

Atlanta tenía muy buena memoria y era desconfiada y lenta para variar de opinión. Los tiempos eran difíciles y se consideraba agriamente a todo el que hubiera tenido relación con Bullock y su gente; pero Bonnie poseía el encanto de Scarlett y de Rhett cuando ellos se lo proponían y fue la primera cuña que Rhett introdujo en el muro de frialdad de Atlanta.

Bonnie creció rápidamente y cada día se hacía más evidente que era nieta de Gerald O’Hara. Tenía las piernecillas cortas y gruesas, unos ojos grandes, azules como los de los irlandeses, la mandíbula cuadrada, que denotaba una obstinada voluntad. También tenía de Gerald el carácter vivo, que demostraba con rabietas, olvidadas tan pronto como se colmaban sus deseos. Cuando su padre estaba con ella, estos deseos eran atendidos inmediatamente. La echaba a perder a pesar de todos los esfuerzos de Mamita y de Scarlett, porque todos los caprichos de la niña le hacían gracia a su padre; todos menos uno: su miedo a la oscuridad.

Hasta que cumplió los dos años dormía apaciblemente en el cuarto de los niños, que compartía con Wade y con Ella. Entonces, sin razón aparente, empezó a sollozar en cuanto Mamita salía de la habitación llevándose la lámpara. Luego, durante la noche se despertaba, gritando con terror, asustando a sus hermanos y alarmando a toda la casa. Una vez hubo que llamar al doctor Meade, y Rhett no estuvo demasiado cortés al oír su diagnóstico: «Sólo pesadillas». Lo único que se consiguió sacar de la niña fue una palabra: oscuro.

Scarlett estaba enfadada con la nena y quería administrarle una buena corrección. No podía complacerla dejando una lámpara encendida en el cuarto de los niños, porque entonces Wade y Ella no podrían dormir. Rhett, molesto pero tranquilo, declaró fríamente que si se administraba alguna azotaina sería él personalmente quien lo hiciese, y no a Bonnie, sino a Scarlett.

El resultado fue que Bonnie fue trasladada del cuarto de los niños al que Rhett ocupaba solo. Se colocó la camita al lado del gran lecho y una lámpara con pantalla lució en la mesa durante toda la noche. La ciudad comentó la historia. Se decía que no estaba bien que una niña, aunque sólo tuviese dos años, durmiese en la alcoba de su padre. A Scarlett la criticaban por dos motivos: primero, porque demostraba claramente que ella y su marido dormían en distinta habitación, lo que ya parecía suficientemente escandaloso; segundo, porque, si la niña tenía miedo a dormir sola, su sitio estaba al lado de su madre: todos opinaban así. Y Scarlett no creyó a propósito explicar que le era imposible dormir con luz y que, además, Rhett no quería dejar a la niña dormir con ella.

—No te despertarías a no ser que chillara, y entonces probablemente le darías un cachete —había dicho secamente.

Scarlett estaba molesta por la importancia que Rhett concedía a los terrores nocturnos de la niña; pero pensó que se arreglaría pronto aquel estado de cosas y podría mandarla de nuevo al cuarto de los niños. Todos los niños tenían miedo a la oscuridad y el único remedio era la energía. Rhett obraba mal haciéndola pasar por una mala madre, para vengarse de que lo hubiese echado de su alcoba.

Él no había vuelto a poner los pies en su cuarto, ni siquiera había llamado a su puerta desde la noche en que ella le había dicho que no quería tener más hijos. En adelante, aunque empezó a quedarse en casa por las noches, a causa de los terrores de Bonnie, era más frecuente que cenase fuera de casa que en ella. Algunas veces había permanecido fuera toda la noche, y Scarlett, acostada, pero sin poder dormir detrás de la cerrada puerta, oía al reloj dar las tempranas horas matinales, preguntándose dónde estaría Rhett. Se acordaba de su frase: «Hay otros lechos, querida mía». Y, aunque esto la colmase de rabia, no podía hacer nada para remediarlo. No podía decir nada por miedo a desencadenar una escena en la cual él seguramente mencionaría la cerrada puerta y la probable influencia que Ashley tenía sobre esto. Sí, su empeño de que Bonnie durmiera en su habitación con la luz encendida podía ser un modo mezquino de vengarse.

No comprendió la importancia que concedía a los terrores de la niña ni su completo entusiasmo por la chiquilla, hasta que llegó una noche espantosa que nadie en la casa podría olvidar jamás.

Aquel día Rhett había encontrado un viejo camarada y había tenido mucho que charlar. Adonde habían ido a charlar y a beber, Scarlett no lo sabía, pero desde luego se figuraba que a casa de Bella Watling. No volvió por la tarde a sacar a Bonnie de paseo, ni tampoco a cenar. Bonnie, que había estado en la ventana toda la tarde esperándolo con impaciencia, deseosa de enseñar a su padre su mutilada colección de escarabajos, había sido acostada finalmente por Lou entre gritos y protestas. Si Lou se olvidó de encender la lámpara o si ésta se consumió, nadie lo supo exactamente; pero cuando por fin Rhett volvió a casa, completamente beodo, la casa estaba revuelta y los alaridos de la niña se oían desde las cuadras. Se había despertado en la oscuridad, lo había llamado y él no estaba allí. Todos los horrores sin nombre que poblaban su pequeña imaginación se habían apoderado de ella. Todos los mimos que le hicieron, todas las luces que llevaron Scarlett y las muchachas, no la tranquilizaron, y Rhett, subiendo las escaleras de tres en tres, parecía un hombre que había visto la muerte.

Cuando finalmente tuvo entre sus brazos a la niña y entre sus entrecortados sollozos pudo distinguir una sola palabra: «oscuro», se volvió a Scarlett y a los negros hecho una furia.

—¿Quién apagó la luz? ¿Quién la dejó sola en la oscuridad? Prissy, te voy a arrancar el pellejo. Tú…

—¡Dios mío! ¡Señorito Rhett, no fui yo, fue Lou!

—¡Por Dios! Señorito Rhett, yo…

—¡Cállate! Ya sabías mis órdenes. Vete de aquí. No vuelvas.

—Scarlett, dale algún dinero y que se marche sin que yo la vuelva a ver; y ahora todo el mundo largo de aquí. ¡Todo el mundo!

Los negros se precipitaron fuera de la habitación; la infortunada Lou, llorando y secándose con el delantal. Pero Scarlett se quedó. Era muy duro para ella ver a su hija predilecta calmarse en brazos de Rhett, cuando tanto había chillado en los suyos. Era duro verlo, era duro ver que ella no había conseguido sacar de la nena nada coherente y ahora, con los bracitos anudados al cuello de su padre, le contaba con voz entrecortada lo que la había asustado.

—De manera que se sentó sobre tu pecho —dijo Rhett suavemente—. ¿Y era muy grande?

—¡Oh, sí! ¡Muy grande! ¡Y con garras!

—¿Y garras también? Bueno, ahora me voy a sentar aquí a tu lado, y como vuelva le pego un tiro. —La voz de Rhett era seria y acariciadora, y los sollozos de Bonnie se fueron calmando. Su vocecita se fue tornando menos entrecortada, según iba haciéndole una minuciosa descripción del monstruo, con lenguaje que sólo su padre era capaz de comprender. La tensión nerviosa de Scarlett iba en aumento, mientras oía a Rhett discutir la cuestión como si hubiera sido algo real.

—¡Por amor de Dios, Rhett!

Pero él hizo señas para que se callase. Cuando Bonnie se hubo dormido por fin, la dejó en la cama y la arropó.

—A esa negra le voy a arrancar el pellejo a tiras —dijo tranquilo—. Y es culpa tuya también. ¿Por qué no viniste a ver si la luz estaba encendida?

—No seas loco, Rhett —murmuró—. Se ha puesto así porque tú la educas mal. Muchísimos niños tienen miedo a la oscuridad, pero se les acostumbra. A Wade le daba mucho miedo, pero yo no lo consentí. Si la dejases chillar una noche o dos…

—¡Dejarla chillar! —Por un momento, Scarlett creyó que su marido iba a darle un golpe—. ¡O estás loca o eres la mujer más despiadada del mundo! Nunca he visto…

—No quiero que se haga nerviosa y cobarde.

—¿Cobarde? ¡Por los cuernos de Satanás! No tiene un pelo de cobarde. Pero tú no tienes ni pizca de imaginación y, por lo tanto, no puedes comprender la tortura de una persona que la tiene, especialmente si es una niña… Si algo con garras y cuernos llegase y se sentase sobre tu pecho, lo mandarías al diablo y te quedarías tan fresca, ¿verdad? ¡Eso ya lo veríamos! Haz el favor de recordar, señora, que yo te he visto despertarte chillando como un gato escaldado, sencillamente porque soñabas que estabas corriendo rodeada de niebla. Y no hace tanto tiempo de eso.

Scarlett se quedó cortada, porque no le gustaba que le recordase aquel sueño. Y además, la molestaba pensar que Rhett la había tranquilizado entonces, de la misma manera que había tranquilizado ahora a Bonnie. Así, pues, varió de táctica.

—La estás mimando, y…

—Y tengo la intención de seguir haciéndolo. Así se sobrepondrá y acabará por olvidar su pesadilla.

—Entonces —dijo Scarlett, agriamente—, si quieres hacer de niñera, tendrás que volver a casa todas las noches, y sobrio además, para variar.

—Volveré a casa más temprano, pero tan borracho como una cuba si se me antoja.

Volvió mucho más temprano desde entonces, llegando con tiempo sobrado para acostar a Bonnie. Se sentaba a su lado con una manita de ella entre las suyas, hasta que el sueño hacía que la niña le soltase. Sólo entonces, bajaba de puntillas, dejando la lámpara encendida y la puerta entornada, para oírla si se despertaba asustada. Toda la casa estaba pendiente de la lamparita. Scarlett, Mamita, Prissy y Pork subían de vez en cuando de puntillas para cerciorarse de si seguía luciendo.

También volvió más sobrio, pero no era por la influencia de Scarlett. Durante varios meses siguió bebiendo, aunque sin llegar a emborracharse por completo, y una noche en que su aliento tenía un fuerte olor a whisky, al llegar a casa, cogió a la niña diciéndole:

—¿No vas a darle un beso a tu novio?

Ella, arrugando la nariz y volviendo la carita, intentó desasirse de sus brazos.

—No —dijo francamente—. ¡Sucio!

—¿Qué?

—¡Hueles mal! Tío Ashley nunca huele mal.

—¡Maldito sea! —dijo bruscamente, dejando a la niña en el suelo—. Nunca esperé encontrar una abogada de la sobriedad en mi misma casa.

Pero desde entonces limitó su bebida a un vaso de vino después de cenar. Bonnie, que bebía siempre el último sorbo del vaso, no encontraba que el vino oliese mal. De resultas de esto la hinchazón que había empezado a borrar la firme línea de las mejillas de Rhett desapareció, y tenía las ojeras menos oscuras y marcadas. Como a Bonnie le gustaba pasear montada en el arzón de la silla de su caballo, Rhett se pasaba la mayor parte del día fuera, y el sol y el aire empezaron a curtirle la piel. Parecía más sano y estaba más alegre y recordaba al brillante joven que había cautivado a Atlanta al principio de la guerra.

Personas que nunca habían podido soportarlo, empezaron a sonreír cuando lo veían pasar con la chiquitína encaramada delante de él en la silla. Mujeres que siempre habían pensado que ninguna mujer estaba segura a su lado empezaron a pararse y a hablar con él en la calle para ver a Bonnie. Hasta las señoras más rancias comprendieron que un hombre capaz de discutir las dolencias y los problemas de la infancia como él lo hacía no podía ser del todo malo.