Rhett no se apartaba nunca de sus maneras suaves e imperturbables ni aun en los momentos de mayor intimidad. Pero Scarlett seguía teniendo la sensación de que la observaba a hurtadillas, sabía que si volvía la cabeza de repente encontraría en sus ojos la misma mirada expectante, la mirada de incansable paciencia que ella no conseguía interpretar.
Algunas veces era una persona con la que resultaba muy agradable vivir, a pesar de su molesta costumbre de no permitir que en su presencia nadie dijera una mentira, buscara un pretexto ni se diera tono. La escuchaba hablar del almacén, las serrerías, el salón, los ex presidiarios y el coste de su alimentación; y daba consejos inteligentes y acertados. Tenía una energía incansable para los bailes y fiestas, que a ella le agradaban tanto, y un repertorio inacabable de anécdotas groseras, con las que la entretenía las poco frecuentes noches que pasaban solos, cuando los manteles estaban levantados y mientras tomaban su café y brandy. Scarlett estaba segura de que él le daría cualquier cosa que le pidiese, que contestaría a cualquier pregunta que le hiciese, siempre que fuese hecha francamente, sin rodeos, y que le rehusaría cualquier cosa que quisiera obtener por medio de indirectas, insinuaciones o astucias femeninas. Tenía el desconcertante don de leerle el pensamiento y se reía de ella rudamente.
Scarlett, al ver la suave indiferencia con que generalmente la trataba, se preguntaba, aunque sin gran curiosidad por qué se habría casado con ella. Los hombres se casan por amor, por un hogar, por los hijos, pero ella sabía que él no se había casado por ninguna de esas cosas. Él —era seguro— no la quería. Se refería siempre a su encantadora casa como a un horror arquitectónico y decía que prefería estar en un hotel bien organizado a vivir en un hogar. Y nunca había hecho la menor alusión a los niños como hacían Charles y Frank. Una vez, tratando de coquetear con él, Scarlett preguntó que por qué se había casado, y se había sentido terriblemente ofendida cuando Rhett, mirándola a los ojos con burla, le contestó:
—Me casé contigo por simple capricho, querida mía.
No; Rhett no se había casado con ella por ninguna de las razones por las que generalmente se casan los hombres. Se casó con ella simplemente porque la deseaba y no tenía otra manera de conseguirla. Lo había confesado francamente la noche en que se le declaró. La había deseado exactamente igual que había deseado a Bella Watling. Esta idea no era muy agradable. En realidad era un insulto descarado. Pero se encogió de hombros a esa idea, como había aprendido a encogerse de hombros ante cualquier hecho desagradable.
Habían hecho un contrato y ella estaba satisfecha por su parte en él. Esperaba que él también lo estaría, pero tal idea no la preocupaba demasiado.
Mas una tarde, al consultar al doctor Meade acerca de un trastorno gástrico, se enteró de un hecho extraordinariamente desagradable ante el cual no podía encogerse de hombros. Y sus ojos fulgían de odio cuando aquel anochecer irrumpió como una tromba en su alcoba y anunció a Rhett que iba a tener un niño.
Él, vestido con una bata de seda, estaba envuelto en una nube de humo, y sus ojos penetrantes se dirigieron al rostro de ella mientras hablaba. Pero no dijo nada. La contempló en silencio y sin ninguna emoción en su actitud.
—Ya sabes que yo no quiero más hijos. Nunca quise ninguno. Siempre que estoy a gusto he de tener un niño. ¡Oh!, ¡no estés ahí sentado riéndote! Tú tampoco lo quieres. ¡Oh, Madre de Dios!
Si él esperaba algunas palabras de ella, no eran éstas seguramente. Su rostro se endureció y sus ojos se volvieron inexpresivos.
—Bien, pues ¿por qué no regalárselo a Melanie? ¿No me has dicho alguna vez que estaba tan chiflada como para desear otro niño?
—¡Te mataría de buena gana! No quiero tenerlo. Te digo que no quiero.
—¿No? Sigue, por favor.
—¡Oh, se pueden hacer muchas cosas! Ya no soy la campesina boba que era antes. Sé que una mujer no tiene hijos si no los quiere. Hay muchas cosas…
Rhett estaba de pie, y la tenía cogida por las muñecas. En su rostro había una expresión de terrible pánico.
—Scarlett, loca. Dime la verdad. ¿Has hecho algo?
—No, no he hecho nada, pero lo voy a hacer. ¿Crees que voy a dejar que se me estropee otra vez el tipo? Precisamente cuando he conseguido recuperar la línea, y estoy pasándolo tan bien, y…
—¿De dónde has sacado esa idea? ¿Quién te ha dicho esas cosas?
—Mamie Bart…, ella…
—La encargada de una casa de mal vivir, que conoce todos esos trucos. Esa mujer no volverá a poner los pies en esta casa. ¿Me entiendes? Después de todo es mi casa, y yo soy el amo aquí. No quiero que vuelvas a hablar con ella ni una sola palabra.
—Haré lo que quieras. Suéltame. ¿Qué te puede importar?
—No me importa nada que tengas un niño o veinte, pero me importa que te puedas morir.
—¿Morir? ¿Yo?
—Sí, morir. Me figuro que Mamie Bart no te diría el peligro (¡tan grande!) que corre una mujer al hacer una cosa así.
—No —dijo Scarlett, con repugnancia—. Dijo, sencillamente que arreglaría las cosas muy lindamente.
—¡Por Dios! ¡La voy a matar! —gritó Rhett; y su cara estaba negra de rabia. Miró el rostro de Scarlett, surcado de lágrimas, y algo de su rabia se desvaneció, aunque no perdió su dureza.
—Escúchame, nena: no voy a dejarte jugar con tu vida. ¿Me oyes? Yo tampoco deseo chiquillos, ni pizca más que tú, pero puedo aguantarlos. No quiero volver a oírte decir locuras, y si te atrevieras… Scarlett, yo he visto una vez a una muchacha morir por eso. Era sólo una…, pero fue algo espantoso. No es un modo agradable de morir.
—¡Vamos, Rhett! —exclamó ella, asustada por la emoción de su voz. Nunca lo había visto tan emocionado—. ¿Quién? ¿Dónde?…
—En Nueva Orleáns… Fue hace muchos años. Era yo joven e impresionable. —De repente bajó la cabeza, enterrando los labios en el cabello de ella—. Tendrás tu hijo, Scarlett, aunque tenga que tenerte metida en un puño los nueve meses.
Ella se sentó en sus rodillas y le miró con franca curiosidad. Bajo su mirada, él se tornó de nuevo blando e inexpresivo, como si lo hubieran cambiado por arte de magia. Levantó las cejas y su boca recuperó la expresión burlona de antes.
—¿Tanto significo para ti? —le preguntó bajando los ojos.
Él le dirigió una mirada cual si calculase la cantidad de coquetería que encerraba la pregunta. Leyendo el verdadero significado de su conducta profirió una respuesta indiferente.
—Bien, sí… Ya ves; he invertido en ti una buena cantidad de dinero y, la verdad, sentiría perderlo.
Melanie salió de la habitación de Scarlett, cansada por la tensión, pero alegre hasta las lágrimas por el nacimiento de la hija de Scarlett. Rhett, nervioso, estaba de pie en el salón, rodeado de colillas que habían quemado la hermosa alfombra.
—Ya puede usted entrar, capitán Butler —dijo Melanie, avergonzada.
Rhett penetró rápidamente en la alcoba y Melanie pudo ver, antes de que el doctor Meade cerrase la puerta, cómo se inclinaba sobre la criaturita desnuda en el regazo de Mamita. Melanie se dejó caer en una butaca, ruborizándose, azorada por haber sorprendido, sin querer, una escena tan íntima.
«¡Ah! —pensó—. ¡Qué cariñoso y qué preocupado ha estado todo este tiempo el pobre capitán Butler! Y no ha bebido ni una gota de vino. ¡Qué simpático! ¡Tantos caballeros que se emborrachan mientras están naciendo sus hijos! Me temo que esté deseando echar un trago. ¿Se lo propondré? No, no sería discreto en mí».
Se arrellanó, cansada, en su butaca. ¡Le dolía tanto la espalda! Parecía como si se le fuese a partir por la cintura. ¡Oh, qué suerte había tenido Scarlett de que el capitán Butler estuviese allí junto a la puerta del cuarto mientras nacía el bebé! Si ella hubiese tenido a Ashley el espantoso día del nacimiento de Beau no hubiera sufrido ni la mitad. ¡Ay, si la chiquitína que estaba allí, al otro lado de la puerta, fuese suya en lugar de ser de Scarlett! «¡Qué mala soy! —pensó, sintiéndose culpable—. Le estoy envidiando su niña a Scarlett, que siempre ha sido tan buena para mí. Perdóname, Señor. Yo no deseo la niña de Scarlett, ¡pero desearía tanto tener una mía!».
Colocó un almohadón tras su dolorida cintura y pensó con ansia en una hijita suya. Pero el doctor Meade no variaba de opinión en este asunto. Y, aunque ella hubiera arriesgado con gusto su vida por tenerla, Ashley no quería oír hablar de semejante cosa. ¡Una hija! ¡Cómo querría Ashley a una hija!
¡Una hija! ¡Dios! ¿No le dijo al capitán Butler que era una niña, cuando seguramente él quería un niño? ¡Oh, qué tonta!
Melanie sabía que para una mujer un hijo, sea del sexo que sea, siempre es bienvenido, pero para un hombre, y sobre todo para un hombre como el capitán Butler, una niña sería un golpe, una ofensa a su virilidad. ¡Oh, qué satisfecha estaba de que Dios hubiese permitido que su único hijo fuese varón! Ella sabía que, de haber sido la esposa del capitán Butler, hubiera preferido morir en el parto a obsequiarle con una hija como primogénito.
Pero Mamita, saliendo de la habitación con sus andares de pato, la tranquilizó, haciéndola maravillarse al mismo tiempo al pensar en la clase de hombre que era el capitán Butler.
—Voy a bañar a la niña ahora mismo —dijo Mamita—. Me he disculpado con el capitán Butler de que haya sido una niña. Pero ¡santo Dios, señorita Melanie! ¿Sabe usted lo que me ha contestado? Me dijo: «Cállese, Mamita. ¿Quién quiere un niño? Los chicos no son ninguna diversión; no son más que un manantial de preocupaciones. Las niñas sí que son un encanto; no cambiaría yo ésta por una docena de chicos». Y entonces ha querido coger a la niña, desnuda como estaba; pero yo le agarré por la muñeca y le dije: «¡Ya verá, señorito Rhett! Ya llegará el día en que tenga usted un niño y entonces les veremos gritar de alegría»; pero hizo una mueca y movió la cabeza diciendo: «Mamita, está usted loca, los chicos no sirven para nada; yo soy buena prueba de ello». Sí, señorita Melanie, se ha portado como un caballero en esto —terminó Mamita amablemente. Y Melanie pudo darse cuenta de que la conducta de Rhett lo había enaltecido mucho ante Mamita—. Tal vez haya estado algo equivocada, a propósito del señorito Rhett. ¡Este día es un día feliz para mí!
Yo he fajado a tres generaciones de niñas Robillard. ¡Hoy es un día feliz para mí!
—¡Oh, sí, Mamita; es un día feliz! Los días más felices son los días en que llegan los bebés.
Había una persona en la casa para la que no fue un día feliz. Wade Hamilton, olvidado por todos, vagaba desconsolado por la casa. Aquella mañana Mamita lo había despertado bruscamente, lo había vestido de prisa y después mandado con Ella a pasar el día en casa de tía Pittypat. La única explicación que le dieron fue que su madre estaba enferma y que el ruido de sus juegos la molestaría. La casa de tía Pittypat estaba revolucionada. La anciana señora, al enterarse de lo de Scarlett, había tenido que meterse en la cama, y Cookie la estaba cuidando, por lo que el almuerzo de los niños fue una bazofia escasa que Peter les preparó. Según el día iba avanzando, el miedo se apoderó del almita de Wade. ¿Y si su madre se moría? Las madres de otros niños se habían muerto. Él había visto los coches fúnebres que se alejaban de las casas y había oído sollozar a sus amiguitos. ¿Y si se muriese su mamá? Wade quería muchísimo a su mamá, casi tanto como la temía, y la idea de que se la llevasen en un ataúd negro detrás de unos caballos negros también con penachos de plumas en la cabeza causó a su corazoncito un dolor que le cortaba hasta la respiración.
Al atardecer, cuando Peter estaba ocupado en la cocina, Wade se escabulló hasta la puerta principal y se escapó hacia su casa tan de prisa como sus cortas piernas pudieron llevarle, pues el miedo había puesto alas en sus pies. Tío Rhett y tía Melanie o Mamita le dirían seguramente la verdad. Pero a tío Rhett y a tía Melanie no se les veía por ningún lado, y Mamita y Dilcey andaban apresuradas con toallas y jofainas y agua caliente, y ni siquiera se fijaron en él. De arriba llegaba de vez en cuando al abrirse alguna puerta la voz del doctor Meade. Una vez oyó a su madre gritar y él prorrumpió en sollozos. Estaba seguro de que se iba a morir. Para animarse le hizo mimos al gato de color de miel, que ronroneaba en el soleado alféizar de la ventana del hall. Pero «Tom», cargado de años y poco aficionado a los juegos, movió la cola y dio un bufido.
Por fin, bajando por la escalera principal, con el delantal arrugado y salpicado de manchas y el peinado deshecho, Mamita lo vio y le riñó. Mamita había sido siempre el principal apoyo de Wade y el verla tan enfadada le hizo temblar.
—Eres el niño más malo que he visto en mi vida —le dijo—. ¿Para eso te he mandado yo a casa de tía Pitty? Vuélvete allá, ahora mismo.
—¿Y mamá se va a…, se morirá?
—Eres la mayor calamidad que he visto en mi vida. ¿Morir?
¡Dios todopoderoso, nada de eso! Señor, los muchachos son un tormento. No comprendo por qué el Señor manda chicos al mundo. Y ahora márchate de aquí.
Pero Wade no se marchó; se escondió detrás de las cortinas del vestíbulo, convencido a medias por las palabras de Mamita. La observación de que los niños eran un tormento le dolía, porque siempre había hecho todo lo posible por ser bueno. Tía Melanie bajó apresuradamente cerca de media hora después, pálida y cansada, pero sonriéndose a sí misma. Se quedó atónita cuando vio, entre las sombras de las cortinas, aquella carita descompuesta. Generalmente, tía Melanie tenía tiempo sobrado para dedicárselo. Ella no decía nunca, como hacía su madre muchas veces: «No me molestes ahora, tengo mucha prisa», o: «Vete, Wade; estoy ocupada».
Pero aquella tarde tía Melanie dijo:
—Wade, has sido muy malo. ¿Por qué no te has quedado en casa de tía Pitty?
—¿Se va a morir mamá?
—¡Cielos, Wade! No. No seas tonto. —Y luego, más tranquila—: Precisamente el doctor Meade le acaba de traer un bebé monísimo, una hermanita chiquitína para que juguéis con ella, y si eres bueno te la enseñaré esta noche. Y ahora vete afuera a jugar y no metas ruido.
Wade se deslizó en el tranquilo comedor, sintiendo que su pequeño e inseguro mundo se bamboleaba. ¿Pero es que no había sitio en ninguna parte para un pobrecito niño de siete años, en aquel día tan soleado en que las personas mayores hacían unas cosas tan raras? Se sentó en el alféizar de la ventana y mordisqueó una hoja de oreja de elefante que crecía en una maceta al sol. Estaba tan acida, que los ojos le picaban. Empezó a llorar. Seguramente mamá se iba a morir. Nadie le hacía caso y todo el mundo estaba revuelto por culpa de un nuevo bebé, ¡y una niña! A Wade le interesaban muy poco los bebés, y aún menos las niñas. La única niña que conocía íntimamente era Ella, y ésta hasta entonces no había hecho nada que mereciese su respeto ni su admiración.
Después de un largo intervalo, tío Rhett y el doctor Meade bajaron y estuvieron un rato hablando en el vestíbulo. Cuando la puerta se cerró tras el doctor, tío Rhett entró rápido en el comedor y antes de ver a Wade se sirvió un buen vaso de vino. Wade se había echado hacia atrás, pensando que otra vez le iban a decir que era un tonto y que se volviese a casa de tía Pittypat; pero, en lugar de eso, tío Rhett sonrió. Wade nunca le había visto sonreír de aquel modo con una expresión tan feliz y satisfecha. Saltó del alféizar y corrió a él.
—Tienes una hermanita —le dijo Rhett con un guiño—. Y por Dios que es la niña más linda que he visto en mi vida. Pero…, ¿por qué lloras?
—Mamá…
—Mamá está comiendo una comida estupenda; pollo con arroz y salsa, y café, y vamos a hacer para ella un helado muy rico, y si quieres te dejaré tomar dos platos. Y también te enseñaré a tu hermanita.
Aliviado por estas palabras, Wade intentó ser amable con su nueva hermanita, pero fracasó. Nadie se ocuparía ya nunca más de él. Ni siquiera tía Melanie ni tío Rhett.
—Tío Rhett —empezó a decir—, ¿prefiere todo el mundo las niñas a los niños?
Rhett dejó el vaso en la mesa y miró inquisitivamente la triste carita; inmediatamente una luz de comprensión apareció en sus ojos.
—No, no lo creo —dijo seriamente, como si lo pensase mucho—. ¡Generalmente las niñas dan mucho más que hacer que los niños, y la gente por eso se tiene que ocupar de ellas más que de los niños!
—Mamita me acaba de decir que los chicos eran un estorbo.
—Mamita estaba preocupada y no sabía lo que decía.
—Tío Rhett, ¿hubieras preferido tener un niño a una niña?
—No —contestó Rhett rápidamente; y viendo entristecerse la carita del pequeño continuó—: ¿Para qué necesito yo otro niño, si ¡ya tengo uno!
—¿Tienes uno? —exclamó Wade, abriendo la boca con asombro ante esta afirmación—. ¿Dónde está?
—Aquí mismo —y cogiendo al chiquillo lo sentó sobre sus rodillas—. Tú me bastas, muchacho. ¿Verdad, hijo?
Por un momento la tranquilidad y la felicidad de sentirse amado fue tan intensa, que Wade casi empezó a llorar de nuevo. Tragó saliva y apoyó la cabeza sobre la chaqueta de Rhett.
—¿No eres tú hijo mío?
—¿Se puede ser… hijo de dos hombres? —preguntó Wade, luchando entre la lealtad al padre que no había conocido y el amor al hombre que lo entendía tan bien.
—Sí —repuso Rhett con energía—. Igual que puedes ser el hijo de mamá y el de tía Pitty también.
Wade aceptó la explicación; tenía sentido para él y sonrió, apoyándose más aún contra el pecho de Rhett.
—Tú entiendes a los niños pequeños, ¿verdad, tío Rhett?
La expresión del rostro de Rhett volvió a hacerse dura; y frunció los labios.
—Sí —dijo con amargura—. Yo entiendo a los niños pequeños.
Por un momento Wade volvió a tener miedo, miedo y una sensación de envidia intensísima. El tío Rhett no estaba pensando en él, sino en alguna otra persona.
—¿No has tenido nunca otros niños? Dímelo.
Rhett le puso en pie.
—Voy a echar un trago, y tú también, Wade. Tu primera copa; un brindis por tu hermanita.
—¿No has tenido otros…? —repitió Wade; y viendo a Rhett levantarse para alcanzar la botella de clarete, la excitación de sentirse admitido a esta ceremonia de personas mayores le distrajo.
—¡Qué lástima! No puedo, tío Rhett. Le he prometido a tía Melanie que no beberé hasta que me gradúe en la Universidad; y me regalará un reloj si lo cumplo.
—Y yo te regalaré la cadena por ello; esta misma que llevo ahora, si la quieres —dijo Rhett, sonriendo de nuevo—. Tía Melanie tiene muchísima razón. Pero ella hablaba de licores, no de vino. Tienes que aprender a beber vino como un caballero, hijo, y no hay momento como el actual para aprender.
Hábilmente, mezcló el clarete con agua de la garrafa, hasta que el líquido quedó apenas rosado, y le tendió el vaso a Wade. En aquel momento entró Mamita en el comedor. Se había puesto su mejor traje de los domingos, y el delantal y la cofia estaban limpios y tiesos. Al andar se contoneaba y sus enaguas producían un crujido de seda.
De su rostro había desaparecido la expresión aviesa y sus encías casi sin dientes se abrían en amplia sonrisa.
—Regalo de nacimiento, señorito Rhett —dijo.
Wade se detuvo con el vaso en los labios. Sabía que Mamita nunca había querido a su padrastro; nunca le había oído llamarle más que «capitán Butler» y su conducta con él era altanera y fría; y allí estaba ahora radiante y llamándole «señorito Rhett». ¡Qué día tan fantástico!
—Usted preferirá ron a clarete, supongo —dijo Rhett, cogiendo del aparador una panzuda botella—. Es un bebé precioso, ¿verdad, Mamita?
—Sí que lo es —dijo Mamita, chasqueando la lengua al coger el vaso—. Bien, señorito Rhett, la señorita Scarlett era casi tan bonita cuando llegó, pero no tanto.
—Beba otro vaso, Mamita. Y dígame, Mamita —el tono de la voz de Rhett era severo, pero sus ojos brillaban—. ¿Qué es ese crujido que oigo?
—¡Por Dios, señorito Rhett! Son mis enaguas de seda encarnada. —Y Mamita se contoneó, y se bamboleó hasta que todo su voluminoso cuerpo pareció temblar.
—¡Nada más que sus enaguas de seda! No lo creo. Suena como un montón de hojas secas que se frotasen unas contra otras. Déjeme verlo. Súbase la falda.
—¡Señorito Rhett! Es usted muy malo. Es usted… ¡Oh, Señor!
Y, dando grititos, Mamita se retiró, y, a unos pasos de distancia, levantó, modestamente, su vestido un poquito, dejando ver el volante de unas enaguas de seda roja.
—Tardó usted bastante en estrenarlas —gruñó Rhett. Pero sus ojos reían.
—Sí, señor, demasiado.
Entonces Rhett dijo algo que Wade no comprendió.
—¿Ya no hay nada de mula con arneses de caballo?
—Señorito Rhett. La señorita Scarlett hizo mal en decírselo. ¿No le guardará usted rencor a esta pobre negra?
—No, no se lo guardaré, tínicamente quería saberlo. Beba otra copa, Mamita, beba toda la botella. Bebe, Wade. Brindemos.
—¡Por Sissy! —gritó Wade, tragándose todo de una vez. Y se atragantó, empezando a toser tan escandalosamente, que los otros dos se reían y le daban palmadas en la espalda.
Desde el momento en que nació su hija, la conducta de Rhett fue desconcertante para los que le rodeaban, y destruyó opiniones muy arraigadas que toda la ciudad y la misma Scarlett tenían de él. ¡Quién iba a pensar que, precisamente él, se mostrase tan franca, tan abiertamente orgulloso de su paternidad! Y mucho más con la azorante circunstancia de que su primogénito fuese una niña.
La ilusión de su paternidad no se le pasaba, lo cual producía cierta envidia secreta a las mujeres, cuyos maridos estaban ya hartos del bebé antes de que éste estuviera bautizado. Paraba a la gente en la calle para contarle los detalles de los milagrosos progresos de su nena, sin hacer preceder sus observaciones por el hipócrita, pero cortés: «Ya sé que todo el mundo se imagina que su hijo es una excepción, pero…». Su hija le parecía una maravilla que no podía compararse con ningún mocoso, y hablaba de lo mismo a quien fuese. Cuando se enteró de que el ama le había dejado chupar un pedazo de magro de cerdo, originando el primer cólico, la conducta de Rhett hizo reír a carcajadas a los padres sensatos. Llamó apresuradamente al doctor Meade y a otros dos médicos y más difícilmente logró contenerse y no dar de latigazos a la desdichada ama. Ésta fue despedida y seguida de una serie de ellas, que duraban lo más una semana, pues ninguna llenaba los requisitos necesarios para satisfacer las exigencias de Rhett.
Por su parte, Mamita veía con gusto sucederse las amas, pues estaba envidiosa de todas las negras y no comprendía por qué no bastaba ella para cuidar a Wade, a Ella y al bebé. Pero Mamita tenía muchos años y el reuma hacía cada vez más lento su pesado paso. A Rhett le faltaba valor para explicarle las razones de que se tomara otra niñera. Le dijo que un hombre de su posición no estaba bien que no tuviera más servicio. No le pareció bien. Debía tomar otras dos para el trabajo más pesado y dejarlas bajo la dirección de Mamita. Esto sí le parecía bien a Mamita. Más criados eran un crédito para su posición, tanto como para la de Rhett. Pero no quería, se lo dijo muy decidida, tener más gentuza negra en el cuarto de los niños. Así, Rhett se decidió a mandar a Tara a buscar a Prissy. Conocía sus defectos, pero al fin y al cabo era de una familia conocida. Y el tío Peter proporcionó una sobrina suya llamada Lou, que había pertenecido a una prima de tía Pittypat.
Scarlett, aun antes de estar completamente repuesta, se dio cuenta de la obsesión de Rhett con la pequeña y se sentía algo corrida y azorada ante su entusiasmo por ella delante de la gente. Estaba muy bien que un hombre quisiese a su hija, pero encontraba que había algo poco varonil en la demostración de semejante cariño. Debía ser indiferente y despreocupado como eran otros hombres.
—Parece que estás loco —le dijo, irritada—. Y no comprendo el porqué.
—¿No? Desde luego es posible. Es sencillamente que se trata de la primera persona que me ha pertenecido por completo.
—También me pertenece a mí.
—No; tú tienes otros dos niños. Ésta es mía.
—¡Qué disparate! —dijo Scarlett—. Yo fui quien la tuve; y, además, querido, no olvides que yo también te pertenezco.
Rhett la miró por encima de la morena cabecita de la nena y sonrió extrañamente.
—¿De veras, querida?
La entrada de Melanie cortó una de las vivas peleas que surgían tan frecuentemente entre ellos aquellos días. Scarlett disimuló su indignación, y contempló cómo Melanie cogía a la chiquilla. El nombre que habían decidido ponerle era Eugenia Victoria; pero aquella tarde Melanie, sin intención, le regaló un nombre que le quedó para siempre. De la misma manera que el de Pittypat había borrado por completo hasta el recuerdo de Sara Juana.
Rhett, inclinado sobre la niña, había dicho:
—Sus ojos van a ser verde guisante.
—Nada de eso —exclamó Melanie, indignada, olvidando que los de Scarlett eran casi de ese color—. Van a ser azules iguales que los del señor O’Hara, tan azules como… como la bonita bandera azul.
—Bonnie Blue[31] Butler —rió Rhett cogiéndole la niña de sus brazos y mirando más de cerca sus ojillos. Y en Bonnie quedó, hasta el extremo de que sus padres se olvidaran de que le habían puesto el nombre de dos reinas.