49

La señora Elsing aplicó el oído al escuchar en el vestíbulo los pasos de Melanie dirigiéndose a la cocina, donde el ruido de la vajilla y el tintineo de la plata anunciaban un refrigerio y, volviéndose, habló con voz suave a las señoras sentadas en el salón con el cestito de costura en el regazo.

—Yo, desde luego, no pienso ir a visitar a Scarlett ni ahora ni nunca.

Y la fría y señorial expresión de su rostro se acentuaba más que nunca.

Los otros miembros del «Ropero de señoras para viudas y huérfanos de la Confederación» abandonaron, ansiosas, sus agujas y aproximaron sus mecedoras. Todas las señoras habían estado deseando poder criticar a Scarlett y a Rhett, pero la presencia de Melanie lo había evitado. Precisamente el día anterior la pareja había vuelto de Nueva Orleáns y ocupaba las habitaciones nupciales del Hotel Nacional.

—Hugh dice que debo ir, aunque sea puramente de cumplido, porque el capitán Butler le salvó la vida —continuó la señora de Elsing—. Y la pobre Fanny le da la razón y dice que también ella irá a verla. Y yo le he dicho: «Fanny, si no fuera por Scarlett, el pobre Tommy estaría con vida aún en estos momentos. Es un insulto a su memoria el ir». Y Fanny, que no tiene ni pizca de sentido común, me contestó: «Madre, no voy a visitar a Scarlett. Voy a visitar al capitán. Hizo cuanto pudo por salvar a Tommy y no es culpa suya si no lo consiguió».

—¡Qué tonta es la gente joven! ¡Ir a verlos! —dijo la señora Merriwether con su robusto seno hinchado de indignación al recordar lo rudamente que Scarlett había recibido su consejo sobre su matrimonio con Rhett—. Mi Maribella es tan boba como su Fanny. Dice que ella y Rene irán a verlos, porque el capitán Butler salvó de la horca a Rene. Y yo le digo que, si Scarlett no se hubiera expuesto, Rene nunca hubiera estado en peligro. Y el viejo Merriwether también piensa ir, y habla como chocheando, y dice que está muy agradecido a ese bandido, aunque yo no se lo esté. Creo que desde que Merriwether padre ha estado en casa de esa mujer, la Watling, no hace más que tonterías. ¡Ir a verlos! Yo, desde luego, no pienso ir. Scarlett se ha colocado fuera de la ley al casarse con ese hombre. Ya estaba bastante mal que durante la guerra especulara e hiciera dinero explotando nuestra hambre; pero ahora, que está a partir un piñón con las gentes dudosas y los scallawags, y es amigo, verdaderamente amigo, de ese ente odioso, el gobernador Bullock… ¡Id a verlos!

La señora Bonnel suspiró. Era una mujercita pequeña, regordeta morena, con una carita muy alegre.

—Irán a verlos una sola vez por cumplido, Dolly. Yo no los encuentro tan merecedores de crítica. He oído decir que todos los hombres que salieron aquella noche piensan ir a visitarlos y creo que deben hacerlo. Después de todo, parece mentira que Scarlett sea la ija de su madre. Fui al colegio con Ellen Robillard en Savannah; había muchacha más encantadora que ella; yo la quería mucho. ¡Si su padre no se hubiera opuesto a su boda con su primo Filip ibillard! No había nada que decir del muchacho; todos los chicos en alguna barrabasada. Pero Ellen tuvo que dejarlo y casarse el viejo O’Hara y tener una hija como Scarlett. Verdaderamente, me parece que voy a ir a verla por una vez. Aunque sólo sea por la memoria de Ellen.

—¡Tonterías sentimentales! —refunfuñó la señora Merriwether enfadada—. Cathleen Bonnel, ¿vas a ir a visitar a una mujer que se casó un año escaso después de la muerte de su marido, una mujer…?

—Y realmente ella mató al señor Kennedy —interrumpió India.

Su voz era fría y amarga. Cada vez que pensaba en Scarlett le resultaba difícil ser comedida, recordando siempre a Stuart Tarleton.

—Yo siempre he creído que entre ella y ese Butler había ya antes de la muerte de Kennedy mucho más de lo que la gente sospechaba. Antes de que las señoras se hubieran recobrado de su escandalizado asombro ante semejante declaración, y mucho más de oír a una muchacha soltera mencionar ese tema, Melanie estaba de pie en el umbral. Tan enfrascadas habían estado en su comadreo, que no habían oído su ligero paso, y ahora, al enfrentarse con su anfitriona, parecían niñas habladoras sorprendidas por la maestra. La alarma se añadió a la consternación al ver el cambio que se había operado en el rostro de Melanie. Estaba roja de justa indignación, sus dulces ojos despedían chispas, las aletas de la nariz le temblaban. Nadie había visto nunca a Melanie enfadada; ni una señora de las presentes la habría creído capaz de irritarse. Todas la querían, y pensaban que era la más dulce y manejable de las mujeres, deferente con las personas mayores y sin opiniones propias.

—¿Cómo te atreves, India…? —preguntó con voz baja y estremecida—. ¿Adonde te va a llevar la envidia? ¡Qué vergüenza! El rostro de India se puso pálido. No obstante, levantó la cabeza.

—No me retracto de nada —dijo con brevedad, aunque su mente ardía.

«¿Estoy celosa?», se preguntaba. Con el recuerdo de Stuart Tarleton, y Honey, y Charles, ¿no tenía motivos más que sobrados para estar celosa de Scarlett? ¿No tenía razones para odiarla, ahora que tenía la sospecha de que también a Ashley lo había envuelto en sus redes? Y pensó: «¡Si yo te dijera todo lo que sé de Ashley y tu preciosa Scarlett!». India se sentía vacilante entre el deseo de proteger a Ashley con su silencio y el de desenmascararlo contando a Melanie y al mundo entero todas sus sospechas. Eso obligaría a Scarlett a dejar en paz a Ashley. Pero no era el momento oportuno. No sabía nada definido; sólo sospechaba.

—No me retracto de nada —repitió.

—Entonces es una suerte que ya no vivas bajo mi techo —dijo Melanie con frío tono.

India se puso en pie de un sao y toda la sangre afluyó a su rostro.

—Melanie, tú que eres mi cuñada, ¿vas a pelearte conmigo por esa mala pieza?

—Scarlett también es cuñada mía —dijo Melanie, mirando a India a los ojos como si se tratara de una extraña— y más querida para mí que una hermana de sangre pudiera serlo. Si tú olvidas tan fácilmente los favores que me ha hecho, yo no los puedo olvidar. Se quedó conmigo durante el sitio, cuando todo el mundo se había ido, cuando hasta tía Pitty había huido a Macón. Llevó a mi hijito en mi lugar cuando los yanquis estaban casi en Atlanta y arrostró conmigo y con Beau todo aquel espantoso viaje a Tara cuando podía haberme dejado aquí en el hospital expuesta a que los yanquis me capturasen. Me dio de comer aunque ella pasara hambre y me cuidó aunque ella estuviera cansada. Como yo estaba enferma y débil, tenía el mejor colchón de Tara. Cuando pude andar, tuve el único par de zapatos que había usable. Tú, India, puedes olvidar todas estas cosas que Scarlett hizo por mí; pero yo no puedo. Y cuando Ashley llegó a casa enfermo, desanimado, sin un hogar, sin un céntimo en el bolsillo, ella lo recibió como una hermana. Y, cuando creímos que tendríamos que marchar al Norte y nos destrozaba el corazón abandonar Georgia, llegó Scarlett y le dio la dirección de las serrerías. Y el capitán Butler salvó la vida a Ashley por pura bondad de corazón. Indudablemente no tenía por qué hacer nada por Ashley. Y yo estoy agradecida, agradecidísima a Scarlett y al capitán Butler. Pero tú, India, ¿cómo puedes olvidar los favores que Scarlett nos ha hecho a mí y a Ashley? ¿Cómo puedes apreciar la vida de tu hermano en tan poco como para levantar calumnias al hombre que la salvó? Si te presentaras de rodillas ante el capitán Butler y Scarlett no sería bastante.

—Vamos, Melanie —dijo la señora Merriwether, que ya había recobrado la serenidad—. Ésa no es una manera muy correcta de hablar a India.

—Ya oí lo que dijo usted también de Scarlett —exclamó Melanie lanzándose contra la obesa señora con el ademán de un duelista, habiendo arrancado el acero del cuerpo de un antagonista vencido, se revuelve, furioso, contra otro—. Y usted también, señora Elsing. Lo que piensen de ella en sus mezquinas mentes me importa poco; pero lo que digan de ella en mi propia casa y al alcance de mi oído, eso es asunto mío. ¿Cómo pueden siquiera pensar cosas tan terribles, y mucho menos decirlas? ¿Les son sus maridos tan poco queridos que lo mismo les da verlos muertos o vivos? ¿Tan poca gratitud sienten hacia el hombre que los salvó, y que los salvó con riesgo de su propia vida? Los yanquis lo habrían creído fácilmente miembro del Klan, si hubiera llegado a saberse la verdad. Lo hubieran ahorcado. Pero él se arriesgó por los maridos de todas. Por su padre político, señora Merriwether, y por su hijo político y sus dos sobrinos también. Y por su hermano, señora Bonnel; y por su hijo político, señora Elsing. ¡Ingratas, eso es lo que son ustedes! Exijo una retractación de todas.

La señora Elsing estaba en pie, guardando su labor en la cestita.

—Si alguien me hubiera dicho que podías ser tan mal educada, Melanie… No, no me retractaré. India tiene razón. Scarlett es una desahogada, una mala pécora. No puedo olvidar cómo se portó durante la guerra. Y no puedo olvidar lo impertinente que se puso en cuanto tuvo un poco de dinero.

—Lo que no puede usted olvidar —dijo Melanie, poniéndose en jarras— es que despidiese a Hugh porque no le pareció a propósito para dirigir las serrerías.

—¡Melanie! —gimió un coro de voces.

La señora Elsing irguió la cabeza, precipitándose hacia la puerta. Con la mano en el picaporte, se detuvo y, volviéndose:

—Melanie —dijo con voz emocionada—, esto me destroza el corazón, cariño. He sido la mejor amiga de tu madre. Yo ayudé al doctor Meade a traerte a este mundo y te quiero como si fueras mi hija. Si fuera por algo que valiera la pena, no me sería tan duro oírte hablar así. Pero por una mujer como Scarlett O’Hara, que no tendría el menor reparo en hacerte una mala pasada, lo mismo a ti que a cualquiera de nosotras…

A las primeras palabras, los ojos de Melanie se llenaron de lágrimas; pero volvieron a adquirir la expresión de ira al terminar de hablar.

—Que todas lo tengan por bien entendido —dijo—. Aquella de ustedes que no vaya a visitar a Scarlett, no tiene por qué volver a visitarme a mí jamás.

Hubo grandes murmullos de voces y confusión al levantarse las señoras. La señora Elsing dejó caer al suelo su cesta de labor y volvió a entrar en la habitación con su moño postizo todo torcido.

—¡No puedo admitirlo, no puedo admitirlo! —gritó—. Estás fuera de tino, Melanie, y no te considero responsable de tus palabras. Serás siempre mi amiga y yo lo seré tuya. Me niego a dejar que esto se interponga entre nosotras.

Estaba llorando y, sin saber cómo, Melanie se encontró en sus brazos, llorando también, pero declarando entre sollozos que mantenía absolutamente todo cuanto había dicho. Varias otras señoras se echaron a llorar, y la señora Merriwether, sonándose estruendosamente, estrechó en un mismo abrazo a Melanie y a la señora Elsing. Tía Pitty, que había contemplado aterrada toda la escena, cayó de pronto al suelo, en uno de los pocos desmayos auténticos que había sufrido jamás. Entre tanta lágrima, confusión, besos, tanto precipitarse a buscar sales y el frasco de brandy, sólo un rostro permaneció tranquilo y unos ojos secos. India Wilkes se marchó sin que nadie se diera cuenta.

El abuelo Merriwether, que se encontró unas horas después en el café «La Hermosa de Hoy», a tío Henry Hamilton, le relató los acontecimientos, que él conocía por la señora Merriwether. Se lo contó con delicia, pues estaba entusiasmado de que alguien hubiera tenido el valor de hacer ceder a su terrible nuera. Desde luego, él se sentía incapaz.

—Bien, y ¿qué decidió por fin ese montón de locas? —preguntó, irritado, tío Henry.

—No estoy muy seguro —dijo el abuelo—. Pero creo que Melanie ganó totalmente este primer encuentro. Apostaría a que todas esas señoras irán a ver a Scarlett al menos una vez. La gente haría cualquier cosa por esa sobrina suya, Henry.

—Melanie es una loca, y esas señoras tenían razón. Scarlett es una buena pieza y nunca he comprendido cómo Charles se casó con ella —dijo bruscamente tío Henry—. Pero, por otra parte, Melanie tiene razón también. Es de rigor que las familias de los hombres a quienes el capitán Butler salvó la vida vayan a visitarlos. Mirándolo bien, a mí no me resulta tan mal el capitán Butler. Demostró ser un hombre inteligente el día que nos salvó la cabeza. Es a Scarlett a la que no puedo tragar. De todos modos, iré a visitarlos. Scarlett es sobrina mía por alianza, después de todo. Estoy tentado de ir esta misma tarde.

—Iré con usted, Henry. Dolly se va a poner como para que la aten cuando se entere de que ya he ido. Espere que beba otra copa.

—Vamos a brindar por el capitán Butler. Hay que decir en honor suyo que siempre ha sido un buen catador.

Rhett había dicho que la Vieja Guardia no se rendiría nunca, y tenía razón. Conocía el escaso valor de las pocas visitas que les habían hecho. Las familias de los hombres que habían tomado parte en la desgraciada salida del Klan les hicieron la primera visita, pero volvieron con poca frecuencia. Y desde luego no invitaron a los Butler a sus casas.

Rhett decía que no hubieran ido ni una sola vez a no ser por miedo a la cólera de Melanie. Scarlett no podía imaginar de dónde él había sacado semejante idea, pero la rechazó con el desprecio que merecía. ¿Qué influencia iba a tener Melanie sobre gente como la señora Elsing y la Merriwether? El que no volviesen la molestó muy poco; en realidad no notó demasiado su ausencia, pues sus salones estaban desbordantes de invitados de otra categoría. «Gente nueva» los llamaban los verdaderos atlantinos, cuando no les aplicaban nombres menos corteses.

Había en el Hotel Nacional mucha gente nueva que, como Scarlett y Rhett, estaban esperando que sus casas quedasen terminadas. Eran personas alegres, adineradas, muy por el estilo de los amigos que Rhett tenía en Nueva Orleáns: bien vestidos, gastadores, de antecedentes desconocidos. Todos eran republicanos y estaban en Atlanta por asuntos del Gobierno de los Estados. Lo que fuesen estos asuntos, Scarlett ni lo sabía ni la preocupaba.

Rhett hubiera podido decirle exactamente de lo que se trataba: eran los mismos asuntos que tienen los cuervos con los animales muertos. Olían la muerte desde lejos y acudían infaliblemente para saciarse en los cadáveres. El Gobierno de Georgia había muerto, el Estado estaba desamparado y los aventureros se precipitaban sobre él.

Las mujeres de los amigos de Rhett llegaban a visitarla en tropel, y lo mismo ocurría con la «gente nueva» que Scarlett había conocido cuando les vendió el maderaje para su casas. Rhett decía que habiendo tenido negocios con ellos debía recibirlos, y habiéndolos recibido los encontró muy agradable compañía. Llevaban encantadores vestidos y nunca hablaban de la guerra, ni de los tiempos difíciles. Limitaban su conversación a modas, escándalos y whist. Scarlett nunca había jugado a los naipes y se entusiasmó con el whist, haciéndose en poco tiempo una excelente jugadora.

En cualquier sitio del hotel donde ella estuviera, la seguía una multitud de jugadores de whist. Pero no podían seguirla muy a menudo porque estaba demasiado ocupada con la construcción de su casa para dejarse agobiar por los visitantes. Prefería aplazar sus actividades sociales para cuando ésta estuviese terminada y pudiese presentarse como la dueña de la mansión más lujosa y la que más espléndidas fiestas organizaba.

Durante los días largos y calurosos contempló cómo se elevaba su casa, de piedra roja y guijo gris, hasta llegar a dominar todas las demás de Peachtree Street. Olvidados almacén y serrerías, pasaba el tiempo en el solar discutiendo con los carpinteros, rifiendo a los albañiles, metiendo prisa al contratista. Viendo levantarse los muros pensaba con satisfacción que una vez terminada iba a resultar la casa más grande y hermosa de la ciudad. Sería aún más importante que el edificio inmediato que había sido adquirido por el Gobierno para residencia oficial del gobernador Bullock.

La residencia del gobernador era muy aparatosa, con maderas labradas en aleros y barandillas, pero la complicada labor de volutas de la casa de Scarlett dejaba chiquita a la residencia. Ésta tenía salón de baile, pero parecía una mesa de billar al lado de la enorme habitación que ocupaba todo el tercer piso de la casa de Scarlett. Para decirlo de una vez, la casa tenía de todo más que la residencia y más que cualquier otro edificio de la ciudad; más cúpulas, y torrecillas, y torres, y balcones y tragaluces, y muchas más ventanas con vidrios de colores.

Una galería daba vuelta a toda la casa, y cuatro tramos de escalones en las cuatro fachadas del edificio conducían a él. El parque era amplio y lleno de verdor, y había esparcidos por él bancos de hierro rústicos, un cenador de armadura metálica, cuya estructura, según habían asegurado a Scarlett, era del más puro estilo gótico; y dos grandes estatuas de hierro, un ciervo y un mastín tan grandes como una jaca de Shetland. Estos dos animales de metal eran para Wade y Ella, un tanto asombrados del esplendor y de la sombría elegancia de su nuevo hogar, las dos únicas notas alegres y simpáticas.

El interior de la casa estaba decorado a gusto de Scarlett: alfombras grandes y gruesas que no dejaban desnudo ni un dedo de entarimado, cortinas de terciopelo rojo, y un moblaje de nogal de lo más moderno y lujoso, tallado donde hubiera una pulgada que tallar, y tapizado con una crin tan suave que las señoras tendrían seguramente que apoyarse en él con sumo cuidado por temor a deslizarse y resbalar. Por todas partes había en las paredes grandes espejos de cuerpo entero y otros, más pequeños, de marco dorado; tantos, decía Rhett burlón, como en el establecimiento de Bella Watling. Acá y allá se veían grabados al acero con pesados marcos que Scarlett había encargado expresamente a Nueva York, de los cuales algunos medían dos metros y medio de largo. Las paredes estaban cubiertas con lujoso papel oscuro, los techos eran altos y la casa siempre estaba sombría, pues las ventanas se hallaban materialmente escondidas tras colgaduras de terciopelo color ciruela que impedían penetrar el sol.

En todo y por todo era una casa como para quedar mudo de asombro, y Scarlett, pisando las gruesas alfombras y hundiéndose en el abrazo de los suaves colchones de pluma, recordaba los suelos fríos, los duros catres de Tara, y se sentía satisfecha. Ella estaba convencida de que era la casa más bonita y más elegantemente puesta que había visto; pero Rhett decía que era una verdadera pesadilla; sin embargo, si eso la hacía feliz que lo fuese enhorabuena.

—Un extraño, sin necesidad de que nadie le dijese ni una palabra de nosotros, se daría cuenta de que la casa ha sido edificada con dinero mal adquirido —dijo—. Porque mira, Scarlett, el dinero mal ganado nunca lleva a buen fin y esta casa no puede ser prueba más clara de la verdad del axioma. Es precisamente el estilo de casa que ha de edificar un especulador.

Pero Scarlett, desbordante de orgullo y felicidad y llena de planes de las diversiones que iba a organizar cuando estuviesen definitivamente instalados en la casa, se limitó a tirarle, juguetona, de una oreja, diciendo:

—¡Vamos, hombre!

Scarlett sabía que a Rhett le gustaba provocarla con cualquier motivo. Y que si tomaba en serio sus burlas pasarían la vida peleándose. Y, como no le gustaban esas luchas de palabras porque siempre era ella la que llevaba las de perder, había decidido no atender nunca lo que él decía, y, cuando no tenía más remedio que oírle, entonces lo tomaba a broma, o por lo menos eso intentaba hacer.

Durante la luna de miel y la mayor parte de su estancia en el Hotel Nacional, habían vivido juntos en buena armonía; pero apenas se trasladaron a la nueva casa y Scarlett reunió a su alrededor sus nuevas amistades empezaron a surgir entre ellos amargas peleas. Eran peleas breves, muy cortas, porque era imposible estar mucho tiempo peleándose con Rhett, que parmanecía fríamente indiferente ante sus exaltadas palabras y esperaba su oportunidad para acorralarla en un lugar sin defensa. Scarlett se peleaba; Rhett no. Se limitaba a exponer su inequívoca opinión sobre ella, sus amigos, sus actos y su casa. Y algunas de estas opiniones eran de tal naturaleza que Scarlett no podía desoírlas por más tiempo ni tomarlas como bromas.

Por ejemplo: cuando decidió cambiar el nombre de «Almacenes Generales de Kennedy» por otro más eufónico y le pidió que discurriese un título en el que entrase la palabra emporio, Rhett sugirió: «Caveat Emporium»[29] asegurándole que sería un nombre más en consonancia con el género de mercancías que se vendían en el almacén. A Scarlett le parecía que sonaba bien y hasta había llegado a hacer pintar la muestra, cuando Ashley Wilkes, bastante turbado, le tradujo su verdadero sentido. Y Rhett habíase reído locamente de la rabia de Scarlett.

Luego su modo de tratar a Mamita… Mamita no había cedido nunca ni una pulgada en su punto de vista de que Rhett era una mula con arneses de caballo; era cortés con él, pero fría. Siempre le llamaba «capitán Butler»; nunca «señorito Rhett». No le hizo la menor reverencia cuando le regaló las enaguas encarnadas, y desde luego no se las puso nunca. Procuraba mantener a Wade y a Ella lo más distantes posible de él, pese al hecho de que Wade adoraba al tío Rhett y de que Rhett, indudablemente, tenía mucho cariño al chiquillo. Pero, en lugar de despedir a Mamita o ser seco o severo con ella, Rhett la trataba siempre con la mayor deferencia, con mucha más cortesía que a ninguna de las señoras amigas recientes de Scarlett.

Verdaderamente, con mucha más cortesía que a la misma Scarlett. Siempre pedía permiso a Mamita para llevar a Wade a pasear a caballo, y la consultaba antes de comprar muñecas para Ella. Y Mamita a duras penas se mostraba cortés con él.

Scarlett opinaba que Rhett debía ser enérgico con Mamita, como corresponde al jefe de la casa, pero Rhett se reía, y decía que Mamita era el verdadero jefe de la casa.

Puso furiosa a Scarlett diciéndole que se disponía a sufrir mucho por ella, de allí a unos años, cuando el Gobierno republicano hubiera desaparecido de Georgia y los demócratas estuvieran de nuevo en el poder.

—Cuando los demócratas tengan un gobernador y una legislación propia, todos tus nuevos amigos republicanos serán barridos de la escena y los enviarán a servir a un bar, o a despachar en un bazar de ropa vieja, que es de donde proceden, y tú te encontrarás abandonada. Sin un solo amigo, ni aristócrata ni republicano. En fin, no hay que preocuparse del mañana.

Scarlett se rió y no sin razón, pues por aquel entonces Bullock estaba bien firme en su sillón de gobernador, veintisiete negros formaban parte del Parlamento y millares de los votantes demócratas de Georgia estaban desterrados.

—Los demócratas no volverán nunca. Lo único que hacen es excitar a los yanquis y alejar hasta lo infinito el día en que pudieran volver. Lo único que hacen es hablar fuerte y reunirse en mítines nocturnos.

—Sí, volverán. Conozco a la gente del Sur. Conozco a los georgianos; son tercos y de cabeza muy dura. Si necesitan hacer otra guerra para volver, harán otra guerra. Si tienen que comprar los votos de los negros como han hecho los yanquis, comprarán los votos de los negros. Si tienen que hacer votar a diez mil muertos como hicieron los yanquis, todos los cadáveres de todos los cementerios de Georgia estarán en las urnas. Las cosas se van a poner tan mal bajo la suave férula de nuestro buen amigo Rufus Bullock, que Georgia llegará a arrojarlo al fin.

—Rhett, no digas vulgaridades —gritó Scarlett—. Hablas como si yo no me hubiera de sentir muy contenta de ver volver a los demócratas. Y sabes que eso no es verdad. Me alegraré muchísimo de verlos volver. ¿Crees que me gusta ver a estos soldados por todas partes, recordándome…? No puedes creer que me guste. Yo soy georgiana también. Me alegraría mucho de ver volver a los demócratas, pero no ocurrirá así; ¡nunca! Y, aunque volviesen, ¿en qué podría afectar eso a mis amigos? Seguirían teniendo su dinero, ¿no es así?

—Si saben guardarlo… Pero dudo de la habilidad de ninguno de ellos para conservar el dinero cinco años siquiera, dada la prisa que se dan en gastarlo. Son los dineros del sacristán, que cantando se vienen y cantando se van. Su dinero no les hará ningún provecho. Lo mismo que el mío no te lo ha hecho a ti. Seguramente todavía no ha hecho de ti un caballo. ¿No es así, mi linda mula?

La riña que surgió de esta última observación duró varios días. Después del cuarto día de enfado de Scarlett y de sus silenciosas peticiones de una reparación, Rhett se marchó a Nueva Orleáns llevándose a Wade, a pesar de las protestas de Mamita, y estuvo allí hasta que a Scarlett se le pasó el berrinche. Pero la herida de que él no hubiese querido humillarse a ella no se había cerrado.

Cuando Rhett volvió de Nueva Orleáns, frío e inexpresivo, Scarlett devoró su indignación lo mejor que pudo, relegándola en su mente para volver a ocuparse de ella en otra ocasión. No quería en aquellos momentos preocuparse con nada desagradable. Quería ser feliz, pues su imaginación estaba llena de los planes para la primera fiesta que pensaba dar en su nueva casa. Sería un sarao monumental, con adornos de palmeras, una orquesta y todos los porches cubiertos de tapices, y una cena tal que de antemano se le hacía la boca agua. A esta fiesta se proponía invitar a toda la gente que conocía en Atlanta, todos los antiguos amigos y todos los nuevos y encantadores que había conocido después de volver de su viaje de novios. La emoción de la fiesta le hizo olvidar el disgusto por la aspereza de Rhett, y se sentía feliz mientras planeaba su fiesta, tan feliz como no se había sentido desde hacía muchos años.

¡Qué agradable era ser rica! Dar fiestas sin preocuparse del precio, comprar los muebles, los trajes, la comida más cara sin pensar nunca en la cuenta. Era maravilloso poder mandar unos billetitos de invitación a tía Eulalie y a tía Pauline en Charleston y a Will en Tara. ¡Oh, los locos envidiosos que decían que el dinero no lo era todo! ¡Qué absurdo era Rhett al decir que el dinero no le había servido de nada!

Scarlett envió invitaciones a todos sus amigos y conocidos, viejos y nuevos, aun a aquellos que no le eran gratos. No exceptuó ni siquiera a la señora Merriwether, que había estado tan seca con ella cuando fue a visitarla al Hotel Nacional, ni a la señora Elsing, que había estado fría como el hielo. Invitó a la señora Meade y a la señora Whiting, que sabía que no la apreciaban y que se verían en un apuro por no tener vestido para asistir a una reunión tan elegante. La inauguración de los salones de Scarlett, o «apretujadero», como se había puesto de moda llamar a tales reuniones, mitad baile, mitad recepciones, fue el asunto más discutido que se había visto en Atlanta.

Aquella noche la casa y los porches cubiertos de tapices se vieron invadidos de gente que bebió su ponche de champaña y comió sus dulces y sus ostras a la crema; que bailó al son de la orquesta, cuidadosamente oculta tras un bosque de palmeras y plantas espinosas. Pero ninguno de aquellos que Rhett había dado en llamar la vieja guardia, excepto Melanie y Ashley, tía Pittypat y tío Henry, el señor y la señora Meade y el viejo Merriwether, estuvieron presentes.

Algunos de la vieja guardia habían decidido sin gran entusiasmo asistir a la fiesta. Unos aceptaban en consideración a la actitud de Melanie, otros porque sabían que tenían con Rhett una deuda por haber salvado sus vidas y las de sus familiares. Pero dos días antes de la recepción se corrió por Atlanta el rumor de que el gobernador Bullock había sido invitado. La vieja guardia significó su desaprobación con un montón de tarjetas, lamentando su imposibilidad de aceptar la amable invitación de Scarlett. Y el pequeño grupo de antiguos amigos que asistieron, violentos pero enérgicos, se retiraron en el momento en que el gobernador entró en casa de Scarlett. Ésta estaba tan asombrada y ofendida ante tales desaires que la fiesta perdió para ella todo el encanto. ¡Su elegante «apretujadero»! ¡Ella que lo había planeado tan brillante! ¡Y sólo acudían unos pocos viejos amigos y ningún viejo enemigo para admirarla! Después que se hubo despedido el último invitado, hubiera llorado y gritado de despecho, si no hubiera sido por el miedo a que Rhett se riese de ella, el miedo a leer el «ya te lo había dicho» en sus burlones ojos negros. Así, devoró su rabia de mala gana y se fingió indiferente.

Hasta la mañana siguiente no se desahogó con Melanie.

—Me has insultado, Melanie "Wilkes, e hiciste que Ashley y los demás me insultasen. Sabes de sobra que no se hubieran marchado de casa tan pronto si tú no los hubieras arrastrado. Sí, te vi. En el mismo momento que yo me acerqué para presentarte al gobernador Bullock, echaste a correr como un conejo.

—Yo no creí, no podía creer que él hubiese de estar presente —repuso Melanie entristecida—. Aunque todo el mundo decía…

—¡Todo el mundo! De modo que todo el mundo está comentando y cotilleando a costa mía, ¿no es eso? —gritó Scarlett furiosa—. ¿Es que me vas a decir que si hubieses sabido que iba a estar presente no hubieras asistido a la fiesta?

—No —dijo Melanie en voz baja con ojos fijos en el suelo—. Querida, no hubiera podido ir.

—Dios me libre de las mosquitas muertas. ¿De modo que me hubieras insultado como todos los demás?

—¡Por Dios! —exclamó Melanie, verdaderamente desolada—. Tú eres mi hermana, querida mía, la viuda de Charles, y yo…

Puso una mano temblorosa en el brazo de Scarlett, pero ésta se sacudió, lamentando profundamente no poder empezar a lanzar juramentos tan fuertes como acostumbraba a lanzarlos su padre cuando se enfadaba. Mas Melanie hizo frente a su ira. Y, mientras valientemente clavaba su mirada en los enfurecidos ojos verdes de Scarlett, sus débiles hombros parecían robustecerse y un manto de dignidad, que chocaba extrañamente con su rostro y su figura infantiles, se extendió sobre ella.

—Siento muchísimo ofenderte, Scarlett, pero no puedo saludar al gobernador Bullock, ni a ningún republicano, ni a ningún scallawag. No les saludaré ni en tu casa, ni en ninguna otra. No, ni aunque tuviera que…, aunque tuviera que… —Melanie rebuscó en su imaginación lo peor que se le pudiera ocurrir—, aunque tuviera que mostrarme grosera.

—¿Estás criticando a mis amigos?

—No, querida, pero son tus amigos, no los míos.

—¿Me criticas por recibir al gobernador en mi casa?

Melanie, acorralada, aún miró valiente a Scarlett.

—Querida, lo que tú haces, lo haces siempre con alguna buena razón, y yo te quiero, y tengo confianza en ti, y no soy quien para criticarte. Ni permitiré nunca que nadie te critique delante de mí. Pero ¡oh, Scarlett! —De repente sus palabras empezaron a precipitarse, rápidas, ardientes, con un odio inflexible en su voz queda—. ¿Puedes olvidar lo que esta gente nos ha hecho? ¿Puedes olvidar, querida, la muerte de Charles y la salud de Ashley arruinada y Doce Robles reducido a cenizas? ¡Oh, Scarlett! Es imposible que olvides a aquel hombre que tú misma mataste con la cesta de labor de tu madre en las manos. No puedes olvidar a los hombres de Sherman y lo que robaron y profanaron, a los que intentaron quemar todo el lugar y ahora empuñan la espada de mi padre. ¡Oh, Scarlett! Fue esa misma gente que nos robó y nos torturó y nos dejó a punto de morir de inanición, la que invitaste a tu fiesta. La misma gente que ha colocado a los negros por encima de nosotros para que nos gobiernen, que nos está robando e impidiendo votar a nuestros hombres. Yo no puedo olvidar. No quiero olvidar. No le dejaré a mi Beau olvidar, y enseñaré a mis nietos a odiar a esa gente. Y a los nietos de mis nietos, si Dios me diera una vida tan larga. ¡Oh, Scarlett! ¿Cómo puedes olvidar tú?

Melanie se detuvo para tomar aliento y Scarlett la miró asustada, olvidada de su propia ira ante el tembloroso acento de violencia que había en la voz de Melanie.

—¿Me crees una loca? —preguntó, impaciente—. Claro que me acuerdo; pero todo eso ha pasado, Melanie. Ahora debemos obrar lo más acertadamente posible, y yo procuro hacerlo. El gobernador Bullock y algunos otros republicanos honrados pueden sernos muy útiles el día de mañana si los manejamos bien.

—No hay republicanos honrados —dijo Melanie claramente—. No quiero su ayuda. Y no haré nada, por bueno que sea, si implica imitar a los yanquis.

—¡Santo cielo, Melanie, no te pongas así!

—¡Oh! —exclamó Melanie, arrepentida—. ¡Cómo me he exaltado, Scarlett! No tenía intención de insultar tus sentimientos, ni de criticar. Cada cual piensa a su modo, y todo el mundo tiene perfecto derecho a ello. Yo te quiero mucho y tú sabes que te quiero y que nada en absoluto puede hacerme cambiar. Y tú también me quieres, ¿verdad? No vas a odiarme ahora, ¿verdad, Scarlett? No podría soportar que nada se interpusiera entre nosotras después de todo lo que hemos pasado juntas. Dime que seguimos en paz.

—No seas boba, Melanie. Estás armando una tempestad en un vaso de agua —dijo Scarlett de mala gana, pero sin rechazar la mano que se deslizaba por su cintura.

—Entonces, todo está otra vez arreglado —dijo Melanie, complacida. Pero añadió con dulzura—: Deseo que nos sigamos visitando como hemos hecho siempre, querida; sencillamente, dime qué días van a verte scallawags y republicanos y me quedaré en casa esos días.

—Me es completamente indiferente que vayas o no —dijo Scarlett, poniéndose el sombrero y marchándose enojada. Y había cierta satisfacción para su vanidad herida en la expresión desconsolada del rostro de Melanie.

Las semanas que siguieron a su primera fiesta, a Scarlett le costó mucho trabajo mantener su fingida actitud de completa indiferencia ante la opinión ajena. Al no recibir visitas de los antiguos amigos, excepto Melanie y Pittypat, y tío Henry y Ashley, y al no recibir nunca invitación para sus modestas diversiones, se sintió herida y desconcertada. ¿No había salido ella a su encuentro enterrando las rencillas y mostrando a esa gente que no les guardaba rencor por sus habladurías y comadreos? Ya podían darse cuenta de que tampoco ella le gustaba el gobernador Bullock, pero era conveniente ser le con él. ¡Idiotas! Si todos fuesen amables con los republicanos, Georgia se vería pronto fuera de las dificultades en que se encontraba.

No se daba cuenta de que un golpe había roto para siempre el frágil lazo que hasta entonces la había mantenido unida a los viejos tiempos, a los viejos amigos. Ni siquiera la influencia de Melanie ipüdo reparar la rotura del sutilísimo hilo. Aunque Scarlett hubiese deseado ahora volver a las viejas costumbres, a los viejos amigos, no hubiera tenido posibilidad de hacerlo. El rostro de la ciudad se volvió para ella más duro que el granito. El odio que rodeaba al régimen de Bullock la envolvía también a ella; un odio sin furia ni fuego, pero «le una frialdad implacable. Scarlett había pactado con el enemigo, y cualquiera que fuera su nacimiento, sus relaciones familiares, ella ahora pertenecía a la categoría de los oportunistas, de amiga de los negros, de traidora, de republicana, de scdlawag.

Después de algún tiempo, la fingida indiferencia de Scarlett cedió el puesto a una indiferencia real. Nunca había sido, persona que se preocupase largo tiempo seguido de los caprichos ajenos. Ni le había durado mucho el disgusto si le fracasaba una línea de conducta. Pronto le importó un bledo lo que los Merriwether, los Elsing, los Bonnel, los Meade y los otros pensasen de ella. Melanie, al menos, seguía yendo a su casa y llevando a Ashley, y Ashley era lo único que importaba. Y había otra gente en Atlanta que acudiría a sus fiestas, otra gente mucho más afín a ella. Algunas veces le daban ganas de llenar su casa de huéspedes. Podía hacerlo, si quería, y esos huéspedes serían mucho más divertidos, mucho más elegantemente ataviados que las cursis y ridiculas ñoñas que la desaprobaban.

Estas gentes eran advenedizos en Atlanta: unos, conocidos de Rhett; otros, socios suyos en aquellos negocios a los que Rhett hacía siempre referencia como: «simples negocios, vida mía»; otros eran parejas que Scarlett había conocido cuando vivía en el Hotel Nacional, y otros pertenecían al séquito oficial del gobernador Bullock.

El ambiente en que Scarlett se movía era abigarrado y bullicioso. Allí estaban los Gelert, que habían vivido en una docena de Estados diferentes y que habían tenido que abandonarlos todos precipitadamente después de haber sido descubiertas sus estafas; los Connington, cuyos tratos con la Oficina de Hombres Liberados en un Estado lejano habían sido altamente lucrativos a expensas de los ignorantes negros a los que fingían proteger; los Deal, que habían vendido zapatos de cartón al Ejército confederado hasta que se vieron obligados a marcharse a Europa el último año de la guerra; los Hundon, que tenían fichas policíacas en varias ciudades, pero que, sin embargo, siempre resultaban postores afortunados en los contratos del Estado; los Carahan, que habían empezado su fortuna en casas de juego y que ahora tenían posturas más importantes en la construcción de ferrocarriles con el dinero del Estado; los Flaherty, que habían comprado sal a centavo la libra en 1861 y hecho una fortuna cuando en 1863 la sal llegó a valer cincuenta centavos, y los Bart, que durante la guerra habían tenido una casa de mal vivir en el Norte y ahora alternaban en los círculos de la mejor sociedad de gente de vida turbia.

Éstos eran ahora los íntimos de Scarlett, pero los que asistían a sus grandes recepciones llevaban a otros de cierta cultura y distinción, algunos de ellos de excelentes familias. Además de la aristocracia del negocio dudoso, gente importante del Norte se trasladaba a Atlanta atraída por la incesante actividad de la ciudad en este período de reconstrucción y expansión. Las familias adineradas yanquis enviaban a sus hijos al Sur a explorar la nueva frontera; los oficiales yanquis, después de la conquista, se fijaban definitivamente en la ciudad que tanto trabajo les había costado dominar. Al principio, extraños en la ciudad, aceptaban encantados las invitaciones a las animadas fiestas de la adinerada y hospitalaria señora Butler, pero pronto se fueron retirando de su círculo. Eran personas honradas y les bastaba poco trato con gente de aquella especie para sentirse tan asqueados de ellos como los mismos georgianos. Algunos se volvieron demócratas y más partidarios del Sur que los mismos nativos.

Otros que no estaban a gusto en el círculo de Scarlett permanecían en él únicamente porque no los recibían en ningún otro; hubieran preferido los tranquilos salones de la vieja guardia, pero la vieja guardia no quería nada con ellos. Entre éstos estaban los yanquis que habían venido al Sur imbuidos del deseo de elevar al negro, y a los scallawags, que habían nacido demócratas y se habían hecho republicanos después de la rendición.

Sería difícil decir quiénes eran más odiados por los ciudadanos de Atlanta, si los yanquis redentores del negro o los scallawags, pero es muy posible que ganaran los últimos. A los yanquis redentores se les depachaba con un: «Pero ¿qué se va a esperar de un yanqui amante de los negros, si piensan que los negros son tan buenos como ellos?». Mas para los georgianos que se habían hecho republicanos por afán de lucro no había excusa.

«Nosotros podemos estar muertos de necesidad; así, pues, ellos también debían poder estarlo.» Tal era el modo de pensar de la vieja guardia. Algunos soldados ex confederados, que conocían el terrible pánico de los hombres que van a lo suyo en la necesidad, eran más tolerantes con los compañeros que habían cambiado de color para que sus familias tuvieran qué comer. Pero las mujeres de vieja guardia no. Y las mujeres eran el poder inflexible e implable que estaba tras los bastidores sociales. La perdida Causa era fuerte y más querida para sus corazones ahora, que lo había sido Cuando estaba en el pináculo de su gloria. Ahora era un fetiche. Cualquier cosa que se refiriese a ella era sagrada: las tumbas de los hombres que habían muerto por ella, los campos de batalla, las banderas hechas jirones, los sables cruzados en el vestíbulo, las borrosas cartas del frente, los veteranos. Estas mujeres no daban ayuda, descanso ni cuartel al menor de sus enemigos, y ahora Scarlett estaba incluida entre los enemigos.

En aquella mezclada sociedad, reunida por las exigencias políticas, sólo había una cosa común: el dinero. Como la mayoría de ellos no habían visto en su vida antes de la guerra veinticinco dólares juntos, se habían embarcado ahora en una fiebre de gastos cual no se recordaba igual en Atlanta.

Con los republicanos en el Poder, la ciudad entró en una era de fausto y ostentación en que, a través de los adornos del refinamiento, se adivinaban el vicio y la vulgaridad. Nunca había resultado tan marcada la división entre los muy ricos y los muy pobres. Los que estaban en la cumbre no se acordaban de los menos afortunados. Excepto, naturalmente, de los negros. Éstos debían tener lo mejor de lo mejor. Las mejores escuelas y alojamientos, y vestidos, y diversiones; porque ellos eran el poder en la política y cada voto negro tenía valor. En cuanto a la gente recién empobrecida de Atlanta, ya podía caer en mitad de la calle muerta de inanición, que ello les tenía sin cuidado a los republicanos ricos.

En la cresta de esta ola de vulgaridad, Scarlett cabalgaba triunfante, recién casada, arrebatadoramente linda, lujosamente ataviada, apoyada sólidamente en el dinero de Rhett. Era una época que parecía hecha para ella, cruda, alegre, estruendosa y ostentosa, llena de mujeres recargadamente vestidas, casas recargadamente amuebladas, demasiadas joyas, demasiados caballos, demasiada comida, demasiado whisky. Cuando casualmente Scarlett se detenía a pensarlo, comprendía que, según el código de su madre, ninguna de sus amigas sería llamada señora. Pero había roto con el código materno demasiadas veces desde el día lejano en que, en el salón de Tara, había decidido llegar a ser la amante de Rhett, y no iba a empezar ahora a sentir las punzadas de la conciencia.

Acaso estos nuevos amigos no fuesen, estrictamente hablando, damas y caballeros, pero, igual que los amigos de Rhett en Nueva Orleáns, ¡eran tan divertidos! Mucho más divertidos que los amigos de su primera época en Atlanta, tan comedidos, tan piadosos, tan aficionados a Shakespeare. ¡Y, excepto en su breve luna de miel, había tenido siempre tan pocas diversiones! ¿Cómo había podido nunca sentirse segura? Y, ahora que se sentía segura, deseaba bailar, jugar, reír, saciarse de manjares y de licores, hundirse en sedas y tisúes, revolcarse en colchones de pluma y en mullidos bu tacones… Y todo esto lo hacía a conciencia. Animada por la benévola tolerancia de Rhett, libre de los frenos de su infancia, libre hasta del temor a la miseria, se permitía el lujo que soñara tan a menudo: el de hacer completamente todo lo que se le antojara y decirle a la gente que lo encontrara mal que se fuera a freír espárragos.

A ella se le había presentado la agradable embriaguez, tan corriente en aquellos cuyas vidas se deslizan a espaldas de una sociedad constituida; el jugador, el aventurero, el oportunista, todos los que triunfaban por sus propios medios. Hacía exactamente cuanto se le antojaba, y al cabo de algún tiempo su insolencia no conoció límites.

No vaciló en mostrarse arrogante con sus amigos republicanos y scallawags, pero con nadie era tan insolente y altanera como con los oficiales de la guarnición y con sus familias. De toda la heterogénea masa de gente que había irrumpido en Atlanta, tan sólo al Ejército se negó a recibir y tolerar. Y algunas veces se salía de su norma de vida, para hacerles algún desaire. No era Melanie la única incapaz de olvidar lo que significaba un uniforme azul. Para Scarlett el uniforme azul y los botones dorados significarían siempre los temores del sitio, el terror de la huida, el saqueo y el incendio, la miseria desesperada y el trabajo en Tara. Ahora que era rica y estaba segura con la amistad del gobernador y de muchos republicanos preeminentes, podía insultar a todos los uniformes azules que encontrara. Y los insultaba.

Rhett le había hecho notar una vez que la mayoría de los invitados que reunía bajo su techo habían llevado no hacía mucho aquel mismo uniforme, pero ella repuso que un yanqui no parecía un yanqui si no llevaba el uniforme. A lo que Rhett replicó: «¡Oh, lógica, qué rara eres!», y se encogió de hombros.

Scarlett, odiando el uniforme azul que llevaban, sentía singular placer en hacerles desaires a todos ellos, principalmente por el asombro que esto les causaba. Y tenían motivo para extrañarse. Las familias de la guarnición eran, por regla general, personas tranquilas, bien educadas, aisladas en una tierra hostil, ansiosas de volver a sus hogares en el Norte, un poco avergonzadas de la gentuza cuyo trato tenían que soportar y de clase social infinitamente más elevada que las amistades de Scarlett. Naturalmente, las esposas de los oficiales no podían comprender que la brillante señora de Butler se hiciese inseparable de una mujer como la vulgar y pelirroja Brígida Flaherty y se desviase de su camino por afán de desairarlas.

Pero hasta las amigas más íntimas de Scarlett tenían que aguantarle muchísimo. Menos mal que lo hacían con gusto. Para ellas, representaba no sólo fortuna y elegancia, sino también el antiguo régimen, con sus viejos nombres, viejas familias, viejas tradiciones, con las cuales estaban ansiosas de identificarse. Las viejas familias por que suspiraban habían expulsado a Scarlett, pero las damas de la nueva aristocracia no lo sabían. Lo único que sabían era que el padre de Scarlett había sido el amo de cientos de esclavos, que su madre era una Robillard, de Savannah, y su marido Rhett Butler, de Charleston. Y esto les bastaba. Scarlett era la cuña que habían podido introducir en aquella vieja sociedad en que tanto deseaban entrar, la sociedad que les daba de lado, que no devolvía sus visitas y que sólo les hacía una glacial inclinación de cabeza en la iglesia. Para alas, ignorantes de todo lo ocurrido, Scarlett no era sólo la cuña para introducirse en sociedad: era la sociedad misma. Siendo ellas señoras de relumbrón, no se daban cuenta de la falsedad que había también en las pretensiones de Scarlett. La medían con su rasero y aguantaban mucho de ella: sus desprecios, sus favores, sus enfados, su arrogancia, su nada disimulada brusquedad y la franqueza con que criticaba sus defectos.

Hacía tan poco que habían salido de la nada y estaban tan inseguras de sí mismas, que querían a toda costa parecer refinadas, que temían mostrar su carácter y replicar, no fuesen a ser consideradas plebeyas. A toda costa tenían que parecer señoras. Simulaban gran delicadeza, modestia e inocencia. Oyéndolas hablar se diría que no tenían la menor idea de que existiese perversidad en el mundo. Nadie podría imaginar que la pelirroja Brígida Flaherty, que era de una pureza inmaculada y de un orgullo incomparable, había robado los ahorros que su padre tenía escondidos, para ir a América a ser camarera en un hotel. Y al observar lo fácilmente que se ruborizaba Silvia (antes Sadie Belle) Connington, y Mamie Bart, no se sospecharía que la primera había crecido en el salón de baile que su padre tenía en el Bowery[30] y servía en el bar cuando había aglomeración, y que la última, según se decía, procedía de uno de los lupanares de su propio marido. No; ahora eran unas criaturas virginales.

Los hombres, aunque también nuevos ricos, no aprendían tan fácilmente a conducirse o acaso se les hacía más difícil aceptar las exigencias de su nueva posición social. En las fiestas de Scarlett bebían mucho, demasiado, y generalmente, después de cada reunión, había uno o dos huéspedes inesperados que se quedaban a pasar la noche. No bebían como los hombres que Scarlett había tratado en su infancia. Se ahitaban de alcohol, se volvían estúpidos, pesados u obscenos. A pesar de la cantidad de escupideras que colocaban bien a la vista, a la mañana siguiente las alfombras mostraban siempre huellas de salivazos sucios de tabaco.

Sentía desprecio hacia esta gente, pero la divertía mucho. Porque la divertía, llenaba la casa con ellos. Y porque los despreciaba los mandaba a paseo tan a menudo como se le ocurría. Pero ellos lo aguantaban.

Más difícil les resultaba el trato con Rhett, pues sabían que éste leía a través de ellos y los conocía muy bien. No tenía ningún reparo en desnudarlos moralmente, aun bajo su propio techo, y siempre en forma que no admitía réplica. Él no se avergonzaba de cómo había hecho su fortuna, y parecía creer que a los demás les ocurría lo mismo, y rara vez perdía la oportunidad de sacar a relucir cosas que, de común acuerdo, todos preferían dejar en una discreta oscuridad.

No se podía saber nunca si se le ocurriría decir amablemente después de una copa de ponche: «Ralph, si yo hubiera tenido sentido común, hubiera hecho mi fortuna vendiendo valores de minas de oro a viudas y huérfanos como tú, en lugar de hacerla con el bloqueo; es mucho más seguro». «Bien, Bill, veo que tienes un nuevo tiro de caballos. ¿Te va bien la venta de bonos para tus inexistentes ferrocarriles? ¡Buen trabajo, muchacho!». «Mi enhorabuena, Amos, por haber conseguido por fin esa contrata del Estado. ¡Lástima que hayas tenido que untar tantas manos para conseguirla!».

Las mujeres lo encontraban odioso, terriblemente vulgar. Los hombres decían a su espalda que era grosero e inmoral. La nueva Atlanta no tenía por él más simpatía que había tenido la vieja, y él no hizo por conciliarse la de la segunda más que había hecho por ganarse la de la primera. Continuaba su camino, divertido, desdeñoso, impermeable a la opinión ajena, tan cortés, que su cortesía resultaba insultante. Para Scarlett seguía siendo un enigma, pero un enigma cuya solución la preocupaba muy poco. Estaba convencida de que nada le complacía, ni podría complacerle; de que o bien deseaba algo ardientemente y no lo conseguiría o bien nada deseaba, y por eso de nada se preocupaba. Reía con todo lo que ella hacía, fomentaba sus extravagancias e insolencias, se burlaba de sus pretensiones y pagaba sus cuentas.