Scarlett se divirtió mucho y disfrutó de más diversiones que las que había tenido desde la primavera anterior a la guerra. Nueva Orleans era una ciudad extraña y brillante y Scarlett gozó allí con el placer de un prisionero a quien perdonan la vida. Los carpetbaggers estaban saqueando la ciudad; muchas personas decentes eran arrojadas de sus hogares y no sabían adonde recurrir para su próxima comida, y entre tanto un negro se sentaba en el sillón de gobernador militar. Pero la Nueva Orleáns que Rhett le enseñó era el lugar más alegre que había visto en su vida. La gente que conoció parecía tener tanto dinero deseaba y ninguna preocupación. Rhett la presentó a docenas de mujeres, mujeres bonitas, lujosamente vestidas, mujeres que reían de todo y nunca hablaban de las estúpidas cosas serias de los tiempos difíciles. Y los hombres que conoció… ¡qué interesantes eran, y qué distintos de los hombres de Atlanta y cómo luchaban entre sí por bailar con ella, y cómo la piropeaban como si fuera aún una linda joven!
Aquellos hombres tenían el mismo duro e inquieto aspecto de Rhett. Sus ojos siempre estaban alerta, como hombres que han vivido demasiado tiempo rodeados de peligros para poder estar nunca totalmente descuidados. Parecían no tener pasado ni futuro, y cortésmente eludían el contestar a Scarlett, cuando para entablar conversación les preguntaba qué eran o dónde estaban antes de ir a Nueva Orleáns. Eso por sí solo era extraño, porque en Atlanta todo recién llegado respetable se apresuraba a presentar sus credenciales, a hablar orgullosamente de su casa y su familia, para rastrear los tortuosos laberintos de amistades que enlazaban a todo el Sur.
Pero estos hombres reservados medían sus palabras cuidadosamente. Algunas veces, cuando Rhett estaba solo con ellos y Scarlett se encontraba en la habitación inmediata, oía risas y fragmentos de conversación que no tenían sentido para ella; palabras sueltas, nombres raros: Cuba y Nassau en los días del bloqueo, la inundación, oro, pisoteo de derechos, robo a mano armada y saqueo. Nicaragua, y Guillermo Walker, y cómo murió contra el paredón en Trujillo, una vez su súbita aparición hizo cesar bruscamente una charla sobre lo que les había ocurrido a los miembros de la banda de guerrilleros dee Quantrill, y pudo percibir los nombres de Frank y Jesse James[28]. Pero todos tenían modales corteses, buen sastre, y evidentemente admiraban, así que a Scarlett le importaba poco que no quisiesen vivir más que en el presente. Lo que realmente importaba era que fuesen amigos de Rhett, y tuviesen hermosas casas y espléndidos carruajes, y que los llevasen a ella y a Rhett a deliciosos paseos, los invitasen a comidas, y organizasen fiestas en su honor. A Scarlett le gustaba mucho. Rhett se divirtió cuando ella se lo dijo.
—Sabía que te gustarían —dijo, riéndose.
—¿Por qué no? —Y sus sospechas se despertaron como siempre que él se reía.
—Son todos ovejas negras, bribones. Todos son aventureros o aristócratas del negocio turbio. Todos hacen dinero especulando en alimentos como tu amado esposo, o fuera de los cauces legales, o por caminos oscuros que no admiten un estudio detenido.
—No puedo creerlo; bromeas; es una gente distinguidísima.
—La gente distinguidísima de la ciudad está muerta de hambre —dijo Rhett— y vive en chozas en las que dudo mucho que me recibieran. ¿Sabes, querida? Aquí tuve yo algunos negocios durante la guerra, y esa gente tiene una memoria endiabladamente buena. Scarlett, eres para mí un perenne manantial de alegrías. Tienes un arte especial para escoger siempre lo peorcito en personas y cosas.
—¡Pero son tus amigos!
—¡Oh! A mí me gustan los bribones. Pasé mi primera juventud dedicado a fullero en un barco del río, y me gusta esa gente. Pero a mí no me ciegan; los conozco a todos muy bien. Mientras que tú —volvió a reír— no tienes instinto de la gente; no sabes distinguir entre lo barato y lo valioso. Algunas veces pienso que las únicas grandes damas con las que has tenido trato en tu vida fueron tu madre y Melanie, ninguna de las cuales parece haber tenido gran influencia sobre ti.
—¡Melanie! ¡Pero si es más fea que un zapato viejo, y sus trajes parecen siempre hechos por una costurera barata, y no sabe hablar dos palabras seguidas!
—Ahórrame tus celos, monina. La belleza no hace la dama, ni los vestidos la gran dama.
—¿De veras? Espera un poco, Rhett Butler, y ya verás. Ahora que tengo… que tenemos dinero, me voy a convertir en la señora más aristocrática que hayas visto en tu vida.
—Esperaré con interés —dijo él.
Más interesantes que la gente que conoció eran los trajes que Rhett le compraba, vigilando por sí mismo la elección de los colores, telas y formas. El miriñaque ya no estaba de moda, y el nuevo estilo era encantador, con el vuelo de las faldas todo echado desde delante para atrás, y drapeado formando grandes vuelos, con guirnaldas de flores y lazos y cascadas de encaje. Ella se acordaba de los discretos miriñaques de los años de la guerra y se sentía un poco azorada con esta nueva falda que indudablemente dibujaba su talle. ¡Y los deliciosos sombreritos que realmente no tenían nada de sombreros, sino que eran unos objetos planos que se llevaban caídos sobre un ojo y cargado de frutas, flores, plumas ondulantes y cintas rizadas! ¡Si Rhett no hubiera sido tan tonto y no le hubiera quemado los rizos postizos que se había comprado para aumentar su moño de pelo fosco que sobresalía de la cima de estos sombreritos! Y la delicada ropa interior, ¡qué lindísima era, y cuántos juegos tenía! Camisas y camisones, y enaguas del más fino hilo, todo guarnecido de exquisitos bordados y jaretas infinitesimales. Los zapatos de raso que Rhett le compró tenían tacones de tres dedos de alto y hebillas de pasta grandes y brillantes. Poseía de medias de seda una docena de pares, y ni uno solo con el talón de algodón. ¡Qué lujosas!
Incansable, compró regalos para la familia: un cachorrillo de San Bernardo para Wade, que siempre había deseado tener uno; un gatito de Angora para Beau, un brazalete de coral para la pequeña Ella, una pesada gargantilla con pendentif para tía Pittypat, una colección completa de las obras de Shakespeare para Melanie y Ashley, una complicada librea y un sombrero de copa de seda con plumero para el tío Peter, trajes largos para Dilcey y la cocinera, obsequios costosos para todo el mundo en Tara.
—Pero ¿qué has comprado para Mamita? —preguntó Rhett, mirando el montón de regalos, esparcidos encima de la cama, en su habitación del hotel, después de trasladar el gato y el perro al cuarto del tocador.
—Absolutamente nada. Estuvo muy antipática. ¿Cómo voy a llevarle un regalo si nos llamó muías?
—¿Por qué te molesta tanto oír la verdad, cariño? Tienes que llevarle a Mamita un regalo. Le destrozarías el corazón si no lo hicieses, y corazones como el suyo valen demasiado para destrozarlos.
—No le llevaré nada; no lo merece.
—Pues se lo llevaré yo. Recuerdo que mi ama decía siempre que, cuando se fuese al Cielo, le gustaría llevar unas enaguas de seda tan tiesas que se tuvieran solas en pie y tan crujientes que el Señor Dios pudiese creer que estaban hechas de alas de ángeles. Le compraré a Mamita una seda encarnada y encargaré que le hagan unas enaguas elegantísimas.
—Nunca las admitirá de ti; preferiría morir a ponérselas.
—No lo dudo, pero lo haré de todos modos.
Las tiendas de Nueva Orleáns eran lujosas y tentadoras y el ir le compras con Rhett era un encanto. También lo era ir con él a comer, incluso más agradable que el ir de compras, porque sabía lo jue había que pedir y cómo debían cocinarlo. Los vinos, licores y champañas de Nueva Orleáns resultaban nuevos y excitantes para ella, que sólo conocía el zarzamora casero y los tragos bebidos a hurtadillas del frasco de brandy que para los desmayos tenía siempre a prevención tía Pittypat. Pero ¡oh, las comidas que encargaba Rhett! Lo mejor de todo en Nueva Órleáns era la comida. Recordando el hambre espantosa que había sufrido en Tara, y su más reciente penuria, Scarlett pensaba que nunca podría comer bastante de aquellos platos tan exquisitos; camarones a la criolla, palomas al jerez, ostras en salsa, setas dulces, menudillos de pavo, pescado sabiamente asado entre papeles untados de aceite, y limas. Su apetito no estaba nunca satisfecho, pues cuando recordaba los eternos guisantes secos, y los ñames de Tara, sentía ansia de hartarse de nuevo de los platos criollos.
—Comes como si cada comida fuera la última —decía Rhett—. No rebañes la fuente, Scarlett. Estoy seguro de que hay más en la cocina y no tienes más que pedírselo al camarero. Si no dejas de ser tan glotona te vas a poner tan gorda como las señoras cubanas y entonces me divorciaré de ti.
Pero Scarlett le sacó la lengua y pidió más pasteles, rellenos de chocolate o merengue.
¡Qué divertido era gastar todo el dinero que se quería, sin contar los centavos, sin pensar que había que ahorrarlos para pagar gastos caseros o comprar muías! ¡Qué divertido tratarse con gente alegre y rica y no con la nobleza pobre como la gente de Atlanta! ¡Qué divertido llevar trajes de crujiente brocado, que marcaban la cintura y mostraban el cuello y los brazos y más que un poco del pecho, y saber que los hombres la admiraban! ¡Qué divertido comer todo lo que se quería sin censores que dijesen que eso no era distinguido! ¡Qué divertido beber todo el champaña que se le antojaba! La primera vez que bebió demasiado estaba muy molesta cuando se despertó a la mañana siguiente, con un dolor de cabeza tremendo y el recuerdo de haber vuelto al hotel por las principales calles de Nueva Orleáns en un coche abierto, cantando a voz en grito el «¡Bella bandera azul!». Nunca había visto a una verdadera señora ni siquiera alegre; la única mujer a la que había visto borracha era a aquella Watling el día de la caída de Atlanta. Apenas se atrevía a enfrentarse con Rhett, tan grande era su humillación; pero a él el asunto pareció divertirle. Todo lo que Scarlett hacía parecía divertir a Rhett como si se tratase de un gatito juguetón.
Como era tan arrogante, resultaba agradable salir con él. Antes Scarlett no se había fijado gran cosa en ello, y en Atlanta todo el mundo estaba demasiado preocupado con sus problemas para interesarse por la apariencia de semejante individuo. Pero aquí en Nueva Orleáns podía ver que los ojos de las mujeres lo seguían y que hasta se estremecían cuando se inclinaba para besarles la mano. El convencimiento de que otras mujeres se sentían atraídas por su marido y acaso la envidiaban la hizo sentirse súbitamente orgullosa de mostrarse a su lado.
«Los dos somos muy guapos», pensaba Scarlett complacida.
Sí, como Rhett le había dicho, el matrimonio podía ser muy divertido. No sólo era divertido, sino que también le estaba enseñando muchas cosas. Esto era verdaderamente extraño, pues Scarlett había creído que la vida ya no tenía que enseñarle nada. Ahora se encontraba cada día como una niña a punto de descubrir algo nuevo.
Primero aprendió que el matrimonio con Rhett era completamente distinto de lo que había sido con Charles o con Frank. Éstos la habían respetado y se habían asustado de su carácter. La habían suplicado y cuando a ella le venía en ganas les había concedido sus favores. Rhett no la temía y muchas veces Scarlett pensaba que tampoco la respetaba gran cosa. Lo que quería hacer lo hacía y si a ella no le gustaba se reía de ella. Desde luego, Scarlett no estaba enamorada de Rhett, pero le era muy agradable vivir con él. Lo más interesante en él era que, aun en sus arranques de pasión sazonados unas veces con crueldad, otras con irritante burla, parecía siempre dominarse, conteniendo siempre sus pasiones.
«Estoy segura de que no está realmente enamorado de mí —pensaba, y estaba bastante satisfecha del estado de las cosas—. Me disgustaría que perdiese su dominio por completo.» Pero, sin embargo, la idea de la posibilidad de semejante cosa cosquilleaba su curiosidad y la excitaba.
Viviendo con Rhett aprendió muchas cosas de él, ella que creía conocerlo ya admirablemente. Se enteró de que su voz podía ser unos ratos suave como la piel de un gato y quebrarse y estallar en juramentos de repente. Podía relatar con aparente sinceridad y aprobación historias de valor, virtud y amor de los extraños lugares donde había vivido e historias libertinas del más frío cinismo. Scarlett estaba segura de que ningún hombre debería contar aquellas historias a su mujer, pero eran entretenidas y agradaban a aquel fondo rudo y material que había en ella. Rhett podía ser un amante ardiente, casi tierno, por un breve espacio y casi inmediatamente cambiarse en un demonio burlón, que rasgaba la cubierta de su ardiente temperamento, le prendía fuego y se burlaba de la explosión. Se enteró de que sus cumplidos tenían siempre dos filos y que sus expresiones más tiernas eran de doble intención. En fin, en las dos semanas que pasaron en Nueva Orleáns, Scarlett aprendió muchísimas cosas de él, excepto lo que realmente era.
Algunas mañanas, Rhett despedía a la doncella y le traía él mismo la bandeja del desayuno, y se lo iba dando como si fuera una niña; cogía el cepillo de la cabeza y le cepillaba el largo y oscuro cabello hasta dejarlo reluciente. En cambio, otras mañanas la despertaba bruscamente de su profundo sueño, arrancándole de encima todas las mantas de la cama y haciéndole cosquillas en los pies desnudos. Unas veces escuchaba con profundo interés detalles de sus negocios con muestras de aprobar su sagacidad; otras calificaba sus turbias transacciones de porquería y robo a mano armada y con fractura. La llevaba al teatro y la aburría repitiéndole que Dios no aprobaba aquellas diversiones; a las iglesias, y, sotto vocee, le contaba divertidas obscenidades, y luego la reñía por reírse. La animaba a decir todo lo que se le ocurría, a ser impertinente y atrevida. Ella aprendió de él a usar palabras picantes y gustaba de sazonar con ellas su conversación porque esto le atraía admiradores. Pero no poseía el sentido del humor que atemperaba la malicia de Rhett, ni su sonrisa, que parecía burlarse de sí mismo cuando estaba burlándose de los demás.
La hacía jugar, ¡a ella que casi lo había olvidado! ¡La vida había sido tan seria y tan amarga! Él sabía jugar y la arrastraba. Pero Rhett no jugaba nunca como un niño; era un hombre e, hiciera lo que hiciera, no podía dejar de serlo nunca. Scarlett no tenía jamás ocasión de mirarlo desde las alturas de la superioridad femenina, riéndose como se han reído siempre las mujeres del infantilismo de los hombres que tienen corazón de niño.
Esto la molestaba un poco cuando pensaba en ello. ¡Hubiera sido tan agradable sentirse superior a Rhett! A todos los demás hombres que había conocido, podía pararlos con un «¡Qué chiquillo!». Su padre, los gemelos Tarleton, con su afán de hacerla rabiar y sus bromas tan meditadas; los melenudos Fontaine, con sus enfados infantiles; Charles, Frank, todos los hombres que le habían hecho el amor durante la guerra, todos, excepto Ashley. Sólo Ashley y Rhett eludían su comprensión y su control porque los dos eran unos hombres y carecían de todas las cualidades y defectos de la infancia.
No comprendía a Rhett ni se preocupaba en comprenderlo, aunque había en él cosas que realmente la intrigaban; por ejemplo, el modo que tenía de mirarla cuando creía que ella no se daba cuenta. Algunas veces, volviéndose de repente, lo había encontrado observándola con una mirada alerta, ansiosa, expectante.
—¿Por qué me miras así —había preguntado irritada—, como un gato mira la guarida del ratón?
Pero la cara de Rhett cambiaba instantáneamente y se limitaba a echarse a reír. Pronto se le olvidaba y no volvía a preocuparse de aquello ni de nada concerniente a Rhett. Era demasiado enigmático para romperse la cabeza intentando descifrarlo, y la vida era tan divertida excepto cuando pensaba en Ashley.
Rhett la tenía demasiado ocupada para que pudiese pensar en Ashley demasiado a menudo. De modo que éste rara vez ocupaba sus pensamientos durante el día; pero por la noche, cuando estaba cansada de bailar y la cabeza le daba vueltas por haber bebido demasiado champaña, entonces se acordaba de Ashley. Frecuentemente, cuando la luna alumbraba su cama y descansaba adormecida en brazos de Rhett, pensaba lo perfecta que sería la vida si fueran los brazos de Ashley los que la estrechasen, si fuera Ashley el que le ponía el cabello sobre la cara, anudándoselo bajo la barbilla.
Una vez, cuando pensaba en esto, suspiró volviendo la cabeza hacia la ventana y al cabo de un momento sintió que el pesado brazo que rodeaba su cuello se volvía de hierro: y la voz de Rhett habló duramente:
—¡Que Dios condene tu alma al infierno por toda la enternidad!
Y levantándose se vistió y salió de la habitación a pesar de las asustadas preguntas y protestas de su mujer. Volvió a la mañana siguiente, cuando ella estaba desayunando en sus habitaciones. Venía despeinado y completamente borracho, ni se disculpó ni dio cuenta de lo que había estado haciendo.
Scarlett no le preguntó nada y estuvo terriblemente fría con él, como conviene a una esposa ofendida, y cuando terminó su desayuno se vistió bajo su turbia mirada y salió de compras. A su vuelta él no estaba en casa y no apareció hasta la hora de la cena.
Fue una comida silenciosa. Scarlett estaba nerviosa porque era su última comida en Nueva Orleáns, y quería hacer honor a los langostinos, y bajo la mirada de su marido no podía disfrutar de ellos. Sin embargo, se comió uno grandísimo y bebió una buena cantidad de champaña. Tal vez fue aquella mezcla lo que por la noche hizo retornar su antigua pesadilla, pues se despertó bañada en un sudor frío, sollozando entrecortadamente. Estaba de nuevo en Tara y Tara estaba desolada. Su madre había muerto y con ella había desaparecido del mundo toda la fuerza y la sabiduría. En ninguna parte del mundo había nadie a quien recurrir, nadie de quien fiarse. Y algo terrible la perseguía, y ella corría, corría con el corazón saltándosele del pecho, corría rodeada de una espesa niebla, gritando, buscando a ciegas aquel puerto de salvación desconocido, sin nombre, que se encontraba en algún lugar en la niebla, cerca de ella.
Rhett estaba inclinado sobre Scarlett, cuando se despertó y sin una palabra la tomó en sus brazos como a una niña, estrechándola fuertemente: sus duros músculos la confortaban, su murmullo sin palabras la tranquilizaba, hasta que cesaron sus sollozos.
—¡Oh, Rhett! Tenía tanto frío, y tanta hambre, tanto cansancio… y no podía encontrarlo. Corría y corría envuelta en la niebla y no podía encontrarlo.
—¿Encontrar qué, cariño?
—No lo sé, quisiera saberlo.
—¿Es la antigua pesadilla?
—Sí.
Mimosamente, la colocó en la cama, rebuscó en la oscuridad y encendió una vela. A la luz, sus ojos sanguinolentos y los duros rasgos de su rostro eran indescifrables como la piedra. La camisa abierta hasta la cintura mostraba un pecho moreno cubierto de vello negro y tupido. Scarlett, que seguía tiritando de miedo, pensó que aquel pecho sería fuerte y protector, y balbuceó:
—Cógeme, Rhett.
—¡Cariño! —repuso él suavemente, y cogiéndola en brazos se sentó en una butaca, meciendo a Scarlett como si fuera una niña.
—¡Oh, Rhett, es espantoso tener hambre!
—¡Debe de ser espantoso soñar que se muere de hambre después de una cena como la de esta noche y de aquel enorme langostino!
Sonreía al hablar, pero su mirada era bondadosa.
—¡Oh, Rhett! Yo corro, corro a la caza de algo y nunca consigo encontrar lo que voy buscando. Está siempre escondido en la niebla. Sé que si lo encontrara sería la salvación para siempre jamás y que nunca volvería a tener ni frío ni hambre.
—¿Es una persona o una cosa lo que vas buscando?
—No lo sé. Nunca se me ocurre pensarlo. Rhett, ¿crees que soñaré alguna vez que consigo llegar a la salvación?
—No —contestó él, atusando su alborotada cabellera—, no lo creo. Los sueños no son así. Pero creo que si te acostumbras a sentirte a salvo, y caliente, y bien alimentada todos los días de tu vida, dejarás de tener ese sueño. Yo, Scarlett, voy a ocuparme de ponerte a salvo.
—Rhett, eres encantador.
—Gracias por las migajas de tu mesa. Scarlett, deseo que todas las mañanas al despertarte te repitas: «Nunca volveré a pasar hambre; nada podrá hacerme daño mientras Rhett esté a mi lado y el Gobierno de los Estados Unidos esté en el poder».
—¿El Gobierno de los Estados Unidos? —preguntó ella sentándose sobresaltada con las mejillas aún bañadas por las lágrimas.
—La moneda ex confederada se ha convertido en una mujer honrada. He invertido la mayor parte de mi fortuna en bonos del Gobierno.
—¡Santo Cielo! —gritó Scarlett, incorporándose en su regazo, olvidada de su reciente temor—. ¿Quieres decir que has prestado tu dinero a los yanquis?
—A un magnífico interés.
—Me importa poco que sea a un cien por cien. Tienes que vender inmediatamente. ¡Qué ocurrencia dejar a los yanquis disfrutar de tu dinero!
—¿Y qué quieres que haga con él? —preguntó Rhett sonriendo al ver que los ojos de Scarlett ya no estaban dilatados por el terror.
—¿Qué, qué?… Pues comprar terrenos en Cinco Puntos. Apostaría que con la cantidad de dinero que tienes puedes comprar todo Cinco Puntos.
—Gracias, pero no quiero poseer todo Cinco Puntos. Ahora que el Gobierno yanqui ha dominado toda Georgia, no puede decirse lo que ocurrirá. Quiero ponerlo todo fuera del alcance del enjambre de zánganos que se está volcando sobre Georgia por el norte, este, sur y oeste. Llevo demasiado tiempo tratándolos (ya lo sabes) para fiarme de ellos. No quiero poner mi dinero en fincas, prefiero bonos. Pueden ocultarse. Y, en cambio, las fincas no se pueden ocultar fácilmente.
—¿Tú crees? —empezó ella, pálida al acordarse de las serrerías y el almacén.
—No sé. Pero no te asustes, Scarlett. Nuestro gobernador es un buen amigo mío. Es sencillamente que los tiempos son demasiado inseguros ahora y que no quiero tener demasiado dinero en bienes inmuebles.
Pasó a su mujer de una de sus rodillas a la otra e, inclinándose, alcanzó un cigarro y lo encendió. Scarlett estaba sentada con los desnudos pies colgando, completamente olvidada de sus terrores.
—Lo que pienso tener en bienes muebles he de emplearlo en construir una casa. Pudiste convencer a Frank para que viviese en la de tía Pitty; pero a mí, no. No me creo capaz de soportar sus desmayos tres veces al día. Seguramente el tío Peter me asesinaría antes de dejarme vivir bajo el sagrado techo de los Hamilton. La señora Pitty puede llevarse a India Wilkes para que viva con ella y no dejar entrar al hombre del saco. Cuando volvamos a Atlanta nos iremos a vivir al Hotel Nacional hasta que esté terminada nuestra casa. Antes de salir de Atlanta compraré el solar grande de Peachtree, el que está al lado de la casa de Leyden. ¿Sabes cuál te digo?
—¡Qué encanto, Rhett! ¡Con las ganas que yo tengo de vivir en una casa propia! Que sea muy grande, ¿eh?
—Vaya, menos mal que estamos de acuerdo en algo. ¿Qué te parecería el estuco blanco con hierros forjados como estas casas criollas?
—¡Oh, no Rhett! Nada de estilo antiguo como estas casas de Nueva Orleáns. Yo ya sé lo que quiero. Y es lo más moderno que hay, porque vi la fotografía en… ¿Dónde fue? ¡Ah, sí! En el Harpers Weekly. Me fijé en él. Era al estilo de un chalet suizo.
—¿Un qué suizo?
—Un chalet.
—Deletréalo.
Scarlett lo hizo.
—¡Oh! —dijo Rhett, tirándose de los bigotes.
—Era encantador. Tenía el tejado abuhardillado, con una ventana larga y estrecha en el frente y, a cada extremo, una torrecilla hecha de mosaicos. Y las torrecillas tenían ventanas con cristales rojos y azules. ¡Y resultaba tan elegante!
—Supongo que tendría trabajo de marquetería en la barandilla del porche.
—Sí.
—Y una franja de volutas de madera que colgaban del tejado del porche.
—Sí; debes haber visto uno parecido.
—Sí, pero no en Suiza. Los suizos son una raza demasiado inteligente y sensible a la belleza arquitectónica. ¿Deseas de veras una casa como ésa?
—Ya lo creo.
—Esperaba que la convivencia conmigo te mejoraría el gusto. ¿Por qué no una casa criolla o en estilo colonial, con seis columnas blancas?
—Te digo que no quiero nada visto ya y antiguo. Y por dentro hemos de poner las paredes empapeladas de rojo, y cortinas de terciopelo rojo también en todas las puertas, y muebles carísimos de nogal, y alfombras grandes, gruesas, y… ¡Oh, Rhett!… Todo el mundo se pondrá amarillo de envidia cuando vea nuestra casa.
—¿Es necesario que todos se pongan amarillos de envidia? Bueno, pues, si quieres, pasarán envidia. Pero, Scarlett, ¿no se te ha ocurrido pensar que no resulta de demasiado buen gusto amueblar la casa tan lujosamente cuando todo el mundo está tan pobre?
—La quiero así —dijo ella obstinada—. Quiero que todos los que han sido tan malos conmigo se muerdan los puños. Y daremos grandes recepciones que harán a la ciudad entera arrepentirse de haber dicho cosas tan desagradables de nosotros.
—Pero ¿quién asistirá á nuestras recepciones?
—Hombre, me figuro que todo el mundo.
—Lo dudo; «La Vieja Guardia muere, pero no se rinde».
—Vas demasiado lejos, Rhett. Cuando se tiene dinero, todos le bailan a uno el agua.
—Menos la gente del Sur. Es más difícil al dinero del especulador entrar en los grandes salones que al camello pasar por el ojo de una aguja. Y en cuanto a las gentes de negocios sucios (es decir, tú y yo, cariño), tendremos suerte si no nos escupen a la cara. Pero, si quieres hacer la prueba, yo te apoyaré, querida, y estoy seguro de que la campaña me divertirá enormemente. Y, ya que estamos hablando de dinero, déjame explicarte lo siguiente: puedes gastar todo el dinero que quieras para la casa y para tus faralaes. Y si quieres joyas también las tendrás. Pero todo he de escogerlo yo. Y cualquier cosa que quieras para Wade y EEa. ¡Tienes un gusto tan endemoniadamente malo, mi vida! Y si Will Benteen no consigue arreglar lo del algodón, yo estoy dispuesto a ayudar y a colaborar con ese mirlo blanco del Condado de Clayton que tú tanto quieres. Está claro, ¿verdad?
—Desde luego. Eres muy generoso.
—Pero escúchame bien: ni un céntimo para el almacén, ni un céntimo para esa especie de factoría que tienes.
—¡Oh! —murmuró Scarlett, decepcionada.
Durante toda la luna de miel había estado cavilando cómo podría sacar la conversación de los mil dólares que necesitaba para comprar cincuenta pies de terreno con que poder agrandar el depósito de maderas.
—Yo creí que siempre me habías aplaudido mucho por ser de criterio amplio y no preocuparme de lo que la gente pudiera decir de que llevara un negocio, y resulta que tú eres lo mismo que los demás, que te asusta que la gente pueda decir que en la familia soy yo la que lleva los pantalones.
—Bien, pues no le va a quedar a nadie la menor duda sobre quién lleva los pantalones en la familia Butler —dijo Rhett, recalcando mucho cada palabra—. No me importa lo que digan los tontos, desde luego. Soy lo bastante mal educado para estar orgulloso de tener una mujer que está a la última en todo. Yo deseo que continúes dirigiendo el almacén y las serrerías. Hay que contar también con tus hijos. Cuando Wade sea mayor puede no parecerle bien vivir a costa de su padrastro, y entonces puede tomar él la dirección. Pero ni un céntimo de lo mío ha de emplearse en ninguno de esos negocios.
—¿Por qué?
—Porque no quiero contribuir a mantener a Ashley Wilkes.
—¿Vas a empezar otra vez?
—No, pero me preguntas mis razones y te las digo. Y otra cosa: no creas que me vas a poder escamotear los libros y mentirme sobre el precio de tus trajes y sobre todo lo que cuesta llevar la casa, para así poder guardar el dinero y poder comprar muías y otra serrería para Ashley. Tengo la intención de vigilar y comprobar cuidadosamente tus gastos; y yo sé lo que cuestan las cosas. ¡Oh, no te ofendas! Lo harías. Es más fuerte que tú. Es más fuerte que tú cualquier cosa que se refiere a Ashley o a Tara. No tengo nada que decir de Tara, pero me opongo terminantemente en lo que concierne a Ashley. Te estoy dirigiendo con riendas muy flojas; pero no olvides que, a pesar de todo, llevo látigo y espuelas.