47

Scarlett estaba sentada en su alcoba, picando de la bandeja que Mamita le había llevado y escuchando el viento que rugía fuera. La casa estaba aterradoramente tranquila, más tranquila aún que unas horas antes, cuando Frank yacía en el salón. Entonces se oían pasos de puntillas, voces apagadas, cuchicheos compasivos de los vecinos y, de vez en cuando, los sollozos de la hermana de Frank, que había llegado de Jonesboro para el funeral.

Pero ahora la casa estaba envuelta en silencio. Aunque su puerta estaba abierta, no se podía oír ningún ruido en el piso de abajo. Wade y la pequeñina estaban en casa de Melanie desde que el cuerpo de Frank fue llevado a la casa, y Scarlett echaba de menos el ruido de los pasos del niño y el ronroneo de Ella. Había una tregua en la cocina y no llegaba a Scarlett el ruido de las disputas de Peter, Mamita y Cookie. Y tía Pitty, en la biblioteca, se mecía en la chirriante mecedora en consideración al dolor de Scarlett.

Nadie había ido a sus habitaciones, creyendo que quería que la dejasen a solas con su pena; pero estar a solas con su pena era lo último que Scarlett deseaba. Si sólo hubiera sido pena lo que la abrumaba, la hubiera soportado como había soportado otras. Pero, además de su aturdimiento por el golpe de la muerte de Frank, había en ella temor y remordimiento y el tormento de una conciencia recién despierta. Por primera vez en su vida lamentaba alguno de sus actos, y lo lamentaba con un temor supersticioso que parecía envolverla y que la hacía lanzar largas miradas de reojo al lecho en el cual había reposado con Frank.

Había matado a Frank, lo había matado lo mismo que si hubiese sido suyo el dedo que oprimió el gatillo. Él le había suplicado que no saliera sola, pero ella no le había hecho caso. Y ahora estaba muerto por culpa de su terquedad. Dios la castigaría por eso. Pero había sobre su conciencia otro delito más terrible aún y más abrumador que haber causado su muerte, un delito que no la había turbado nunca hasta que contempló su rostro inmóvil en el ataúd. Había algo desesperado y patético en aquel rígido rostro que la acusaba. Dios la castigaría por haberse casado con él, cuando a quien él amaba realmente era a Suellen. Tendría que inclinarse ante el juicio de Dios y responder por aquella mentira que le había dicho cuando él volvía del campamento yanqui en su calesa.

Era inútil que se dijese ahora que el fin justifica los medios, que las circunstancias la habían impelido a engañarle, que dependía de ella el destino de demasiada gente para haberse parado a considerar los derechos que a la felicidad tenía Suellen ni los que tenía él. La verdad se irguió, poderosa, y tuvo que inclinarse ante ella. Se había casado con él fríamente, y fríamente se había valido de él. Y le había hecho desgraciado durante los últimos seis meses cuando podía haberle hecho muy feliz. Dios la castigaría por no haber sido mejor para él, la castigaría por todas sus bravatas, y sus pullas, y sus riñas tempestuosas, y sus indirectas malintencionadas para enajenarle amistades y avergonzarlo con la construcción del salón, el manejo de las serrerías y el contrato de los presidiarios.

Ella lo había hecho muy desgraciado y lo sabía; pero él lo había soportado todo como un caballero. La única cosa que ella hiciera que le procuró una verdadera felicidad había sido obsequiarle con Ella. Y Scarlett sabía que, si hubiera podido evitarlo, Ella nunca hubiera nacido.

Se estremeció asustada, deseando que Frank hubiera estado vivo para poder ser cariñosa con él; tan cariñosa con él que se hiciera perdonar todo. ¡Oh, si por lo menos Dios no se le representase tan furioso y vengador! ¡Oh, si los minutos no se deslizaran tan lentos y la casa no estuviera tan silente! ¡Si por lo menos ella no estuviera tan sola!

Si Melanie estuviera con ella, podría calmar sus temores. Pero Melanie estaba en su casa cuidando a Ashley. Por un momento, Scarlett pensó en llamar a Pittypat para que estuviera entre ella y su conciencia, pero vaciló. Pitty seguramente empeoraría las cosas, porque evidentemente lloraba mucho a Frank. Había sido más de su tiempo que Scarlett y le había sido muy adicta. Él había colmado a maravilla los deseos de Pitty de tener un hombre y le contaba inofensivas habladurías, bromas e historias, le leía los periódicos por las noches y le exponía los tópicos de actualidad mientras ella le zurcía los calcetines. Ella se desvivía por él, inventaba para él platos especiales, lo cuidaba con mimo en sus frecuentes constipados. Ahora le echaba enormemente de menos y repetía una y otra vez, mientras frotaba sus enrojecidos e hinchados ojos:

—¡Ay, si no hubiera salido con el Klan!

Si hubiera al menos una persona que pudiera confortarla, calmar sus temores, explicarle qué eran aquellos confusos temores que agobiaban su corazón con tan fría angustia. Si Ashley… Pero se estremeció al pensarlo. Ella había estado a punto de matar a Ashley, igual que había matado a Frank. Y si Ashley se enterase algún día de la verdad, de cómo había mentido a Frank para conseguirlo, si supiera lo mala que había sido con Frank, nunca más volvería a amarla. ¡Ashley era tan honrado, tan leal, tan bueno, tenía una visión tan recta y tan clara! Si supiera toda la verdad comprendería. ¡Oh, sí, comprendería demasiado bien! Pero nunca más volvería a amarla. Así, pues, nunca debería conocer la verdad, porque tenía que continuar amándola. ¿Cómo le sería posible vivir si este manantial secreto de su fuerza, el amor de Ashley, le fuera arrebatado? Pero ¡qué consuelo sería poner la cabeza en su hombro y llorar descubriendo su culpable corazón!

La tranquilidad de la casa, con la sensación de la muerte pesando sobre ella, aumentaba su soledad en tal forma, que comprendió que no podría soportarla sin ayuda por más tiempo. Se levantó sin ruido, empujó la puerta entornada y rebuscó en el cajón del fondo de la cómoda debajo de su ropa interior. Sacó el frasco de brandy que tía Pitty había escondido allí y lo alzó hasta la lámpara. Estaba casi mediado. Seguramente se había bebido todo lo que faltaba desde la noche antes. Se sirvió una respetable cantidad en su vaso de agua y lo bebió de un trago. Tendría que volver a poner el frasco en la despensa, lleno con agua hasta los bordes, antes de la mañana. Mamita lo había estado buscando antes de los funerales, cuando los mozos de la funeraria querían tomar unas copas y la atmósfera en la cocina estaba cargada de sospechas mutuas entre Mamita, Cookie y Peter.

El brandy le produjo agradable ardor. No hay nada como él cuando se le necesita. Realmente el brandy era bueno siempre, mucho mejor que el vino insípido. ¿Por qué, Señor, había de ser decente en una mujer el beber vino y no había de serlo el beber brandy? La señora de Merriwether y la del doctor Meade le habían olido el aliento descaradamente en los funerales, y ella había podido ver la mirada de triunfo que habían cambiado. ¡Viejas pécoras!

Se escanció otro trago. No importaba marearse un poco esta noche, porque se iba a acostar temprano y haría gárgaras con colonia antes de que Mamita subiese a desnudarla. Deseaba llegar a estar tan completamente bebida y tan inconsciente como Gerald acostumbraba a estarlo en los días de recepción. Entonces acaso pudiese olvidar el sepultado rostro de Frank, que la acusaba de haber arruinado su vida y de haberlo matado.

Se preguntaba si todo el mundo en la ciudad pensaría que ella lo había matado. Desde luego, la gente en los funerales había estado fría con ella. Las únicas personas que habían puesto algo de calor en sus expresiones de simpatía eran las mujeres de los oficiales yanquis con las que tenía trato. Bueno, no le importaba lo que la ciudad dijese de ella. ¡Qué poco valor tenía al lado de aquello de lo que tendría que responder ante Dios!

Tomó un trago más para desechar este pensamiento, estremeciéndose al sentir pasar por su garganta el ardiente brandy. Se encontraba muy animada ahora, pero aún no conseguía desterrar de su mente la idea de Frank. ¡Qué locos eran los hombres cuando decían que la bebida hace a la gente olvidar! A no ser que bebiese hasta perder los sentidos, seguiría viendo el rostro de Frank como lo había visto la última vez que le suplicó que no saliese sola a caballo: tímido, lleno de reproche, suplicante.

El aldabón de la puerta (principal golpeó con ruido sordo que resonó en la silenciosa casa. Sintió los torpes pasos de Mamita cruzar el vestíbulo y abrirse la puerta. Se oyó el ruido del saludo y un murmullo confuso. Algún vecino que vendría a discutir el funeral, o a traer chismes y cuentos. A Pitty la entretendría. Experimentaba un melancólico placer hablando con los visitantes que venían a darles el pésame.

Scarlett se preguntaba con curiosidad quién sería, y cuando una voz de hombre, vibrante y sonora, se elevó sobre el fúnebre cuchicheo de Pitty, lo supo. Una sensación de alegría y alivio la inundó. Era Rhett. No lo había vuelto a ver desde que le había comunicado la noticia de la muerte de Frank, y ahora sentía en lo más recóndito de su corazón que él era la única persona que podría ayudarle aquella noche.

—Creo que me recibirá —oyó que decía.

—Pero está descansando ahora, capitán Butler, y no quiere ver a nadie. Pobre niña, está completamente anonadada. Ella…

—Creo que me recibirá. Haga el favor de decirle que me marcho mañana y que estaré fuera algún tiempo. Es muy importante.

—Pero… —murmuró tía Pittypat.

Scarlett corrió al vestíbulo, observando con cierto asombro que sus rodillas estaban algo inseguras, y se inclinó por encima del pasamanos.

—Ahora mismo bajo, Rhett —manifestó.

Vio de una ojeada la regordeta cara de tía Pittypat, vuelta hacia arriba, con sus redondos ojos abiertos por la sorpresa y la desaprobación. «Ahora será la comidilla de toda la ciudad que el mismo día de la muerte de mi marido me haya conducido con tan poco decoro», pensó Scarlett mientras se precipitaba a su habitación para arreglarse un poco. Se abrochó hasta la barbilla el negro corpino y se prendió al cuello el alfiler de luto de tía Pitty. «No estoy nada guapa —pensó inclinándose hacia el espejo— con esta cara tan pálida y tan asustada.» Por un momento su mano se dirigió hacia la caja donde guardaba escondidos el carmín y los polvos, pero no se decidió a usarlos. A la pobre Pittypat le daría un ataque si la viese sonrosada y recompuesta. Cogió el frasco de colonia, se enjuagó cuidadosamente la boca y escupió.

Bajó corriendo al vestíbulo, donde la esperaban en pie, pues Pittypat se había quedado tan desconcertada por la salida de Scarlett que no se le ocurrió invitar a Rhett a sentarse. Él vestía discretamente de negro con pechera almidonada y cuello duro; sus maneras eran las que las conveniencias imponen a un buen amigo que hace una visita de duelo a la persona que acaba de sufrir una desgracia. En resumen, estaba tan sumamente correcto, que casi resultaba grotesco, aunque Pittypat no se diera cuenta de ello. Se disculpaba cortesmente por venir a molestar a Scarlett y lamentaba que en su prisa por terminar unos asuntos antes de su marcha le hubiera sido imposible asistir a los funerales.

«¿Qué le habrá impulsado a venir? —se preguntaba Scarlett—. No es cierta una sola palabra de lo que está diciendo.»

—Lamento venir a molestar a usted en estos momentos, pero necesito discutir con usted un asunto que no admite espera. Unas cosas que el señor Kennedy y yo estábamos planeando.

—No sabía que usted y el señor Kennedy tuviesen algunos asuntos comunes —dijo tía Pittypat, disgustada ante la idea de que algún asunto de Frank le fuese desconocido.

—El señor Kennedy era hombre de muy diversas actividades —repuso Rhett respetuosamente—. ¿Podemos pasar al salón?

—¡No! —gritó Scarlett, mirando las cerradas puertas.

Aún podía ver el ataúd en el centro de aquella habitación; esperaba que nunca más tendría que volver a entrar allí. Pitty, por una vez en la vida, y de mala gana, se hizo cargo de la situación.

—Pasen ustedes a la biblioteca. Yo tengo que subir a coser unas cosas. Tengo retrasada la costura de la semana pasada.

Se marchó escaleras arriba, con una mirada de reproche de la que ni Scarlett ni Rhett se dieron cuenta. Él se hizo a un lado para dejarla pasar a la biblioteca.

—¿Qué negocio tenía usted con Frank? —preguntó Scarlett de buenas a primeras.

Rhett se acercó a ella y murmuró:

—Ninguno. Quería desembarazarme de la señorita Pitty.

Se detuvo y se inclinó hacia ella.

—No es buena, Scarlett.

—¿El qué?

—La colonia.

—Le aseguro que no sé lo que quiere decir.

—Estoy seguro de que sí. Ha estado usted bebiendo de lo lindo.

—¿Y qué, si he estado bebiendo? Eso no es cosa suya.

—¡Sigue usted siendo la cortesía personificada, incluso en este trance! ¡Por Dios, Scarlett, no beba usted a escondidas! La gente siempre lo nota, y así se arruina la reputación de una persona. Y, además, es mala cosa el beber a solas. ¿Qué es lo que le pasa, encanto?

La llevó al sofá de palo de rosa, y ella se sentó en silencio.

—¿Puedo cerrar las puertas?

Ella sabía que si Mamita veía las puertas cerradas se escandalizaría y pasaría unos cuantos días riñéndola y refunfuñando; pero sería muchísimo peor que pudiera llegar a ella algo de la discusión a propósito de la bebida, sobre todo después de haber desaparecido la botella de brandy. Inclinó la cabeza asintiendo y Rhett corrió las puertas, dejándolas perfectamente cerradas. Cuando volvió y se sentó a su lado, mirándola interrogadoramente con sus ansiosos ojos, la sombra de la muerte retrocedió ante la vitalidad que él irradiaba y la habitación recobró su aspecto agradable y acogedor, las lámparas su luz sonrosada y cálida.

—¿Qué le pasa, encanto?

Nadie en el mundo era capaz de pronunciar aquella absurda palabra de cariño tan acariciadoramente como Rhett, aun cuando bromeara. Pero en aquellos momentos no parecía estar bromeando. Scarlett levantó su atormentada mirada hasta su rostro y se sintió algo confortada por la impasible e inescrutable expresión de Butler. No comprendía por qué sentía esta sensación; tal vez fuese porque, como él decía, los dos se parecían mucho. Scarlett pensaba, algunas veces, que todas las personas que ella había conocido, excepto Rhett, le eran extrañas.

—¿No puede decírmelo? —le preguntó con ternura—. ¿Es algo más que la muerte del pobre Frank? ¿Necesita usted dinero?

—¿Dinero? ¡Oh, no! ¡Por Dios, Rhett! ¡Tengo tanto miedo!

—No sea tonta, Scarlett; usted no ha tenido miedo en toda su vida.

—¡Oh, Rhett, tengo miedo!

Las palabras fluían más rápidamente de lo que podía pronunciarlas. Podía decírselo. A Rhett podía decírselo todo. Él había sido tan malo que no podría juzgarla. Era maravilloso encontrar a alguien que era malo y sin conciencia y tramposo, y embustero, cuando el mundo entero estaba lleno de gente incapaz de mentir ni por salvar su alma y que preferiría morir de inanición a cometer un acto deshonroso.

—Tengo miedo de morirme e ir al infierno.

Si él se reía de ella, se moriría allí mismo. Pero no se rió.

—Está usted llena de vida, y, después de todo, tal vez no haya infierno.

—¡Oh, Rhett, sí lo hay! Usted sabe que sí lo hay.

—Sí sé que lo hay, pero está aquí en la tierra. No después de morir. No hay nada después de la muerte, Scarlett. Usted está pasando su infierno ahora.

—¡Oh, Rhett, eso es una blasfemia!

—Pero muy tranquilizadora. Vamos, diga, ¿por qué va usted a ir al infierno?

Ahora estaba embromándola, pero a ella no le importaba. ¡Sus manos eran tan cálidas, tan fuertes, y Scarlett se sentía tan tranquilizada cuando oprimía las suyas!

—Rhett, yo no debía haberme casado con Frank. Fue un engaño. Él pretendía a Suellen y la quería a ella, no a mí. Pero yo le mentí, le dije que Suellen se iba a casar con Tony Fontaine. ¡Oh! ¿Cómo pude hacer eso?

—¡Ah! ¿De modo que fue por eso? Siempre me maravilló.

—¡Y luego lo hice tan desgraciado! Le obligué a hacer todo lo que él no quería; por ejemplo: exigir el pago de las cuentas a gente que no tenía dinero para ello. ¡Y le disgustó tanto que yo pusiese en marcha las serrerías, y edificase el café, y alquilase presidiarios! Casi no se atrevía a levantar la cabeza de vergüenza. Rhett, yo lo he matado. Sí, lo he matado. Yo no sabía que él era del Klan. Nunca soñé que fuera tan atrevido, pero debía haberlo sabido. Y yo lo maté.

—¡Ojalá pudiera toda el agua del Océano lavar la sangre que hay en mis manos!…[26]

—¿Cómo?

—No haga usted caso, continúe.

—¿Continuar? ¡Eso es todo! ¿No es bastante? Me casé con él, lo hice desgraciado y lo maté. ¡Oh, Dios mío, yo no sé cómo pude hacer semejante cosa! Le mentí y me casé con él. Todo esto me pareció tan bien cuando lo hice, pero ahora comprendo lo mal que estuvo. Mire, Rhett, me parece que no fui yo quien lo hizo así. Me porté perversamente con él, pero yo en el fondo no soy mala. A mí no me educaron así. Mi madre…

Se detuvo y tragó saliva; durante todo el día había luchado con el recuerdo de Ellen, pero ya no podía desechar su imagen.

—A veces me pregunto cómo sería su madre. ¡Usted es tan igual a su padre!…

—Mi madre era… ¡Oh, Rhett! Por primera vez me alegro de que haya muerto; así no puede verme. No me había educado para que fuese tan mala. ¡Ella era tan amable para todo el mundo, tan buena! Hubiera preferido verme muerta a verme hacer esto. ¡Y yo que hubiera querido parecerme a ella en todo! No me parezco en absoluto. Yo nunca lo pensé; ¡tenía tantas otras cosas en que pensar!… Yo hubiera querido ser como ella; no quería ser como papá. Yo a mi padre lo quería mucho; pero era tan… tan… inconsciente. Rhett, algunas veces yo procuraba con toda mi alma ser amable con la gente y buena con Frank; pero entonces volvía mi pesadilla y me asustaba tanto que no tenía más remedio que lanzarme a la calle y arrancar dinero a la gente, fuese mío o no lo fuese.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas, sin que hiciese nada por ocultarlas, y sus manos se crispaban en tal forma que las uñas se le clavaban en la carne.

—¿Qué pesadilla?

La voz de él era tranquila y dulce.

—Es verdad. Se me olvidaba que usted no lo sabe. Pues bien, cuando trataba de ser amable con la gente y me decía que el dinero no lo era todo, en cuanto llegaba la hora de marcharme a la cama, siempre soñaba que estaba otra vez en Tara después de la muerte de mi madre, cuando los yanquis acababan de pasar por allí. Rhett, no se lo puede imaginar, me estremece pensarlo, lo veo de nuevo. ¡Todo está quemado, tan quieto, y no hay nada que comer! ¡Oh, Rhett, en mi sueño siento el hambre otra vez!

—Continúe.

—Yo tengo hambre, y todo el mundo, papá y mis hermanas, y los negros, están muertos de hambre y lo repiten una y otra vez: «¡Tenemos hambre, tenemos hambre!» Y yo estoy tan vacía que siento dolor. Y para mis adentros digo: «Si alguna vez salgo de ésta, nunca más volveré a tener hambre». Y entonces el sueño se desvanece en una niebla gris, y yo estoy corriendo, corriendo en la niebla, y corro tanto que mi corazón está a punto de estallar, y algo me impulsa, y ya no puedo respirar, pero pienso que si consigo llegar allí me salvaré. Pero yo no sé adonde quiero llegar. Y entonces me despierto y me siento estremecida de miedo, un miedo tan grande a volver a tener hambre otra vez… Cuando me despertaba de mi sueño, me parecía como si no hubiera en el mundo dinero bastante para evitar que yo pudiera volver a tener hambre. Y Frank era tan blando y tan compasivo con las gentes, que él nunca les hubiera sacado el dinero… No me comprendía. Yo pensaba que algún día llegaría a hacérselo comprender, cuando tuviéramos mucho dinero y yo menos miedo; a pasar hambre. Y ahora ha muerto y es demasiado tarde. Yo creí obrar bien y estaba completamente equivocada. ¡Ay, si pudiese empezar de nuevo, qué distinta iba a ser!

—Basta —dijo Rhett, soltándose de sus frenéticas manos y sacando de su bolsillo un pañuelo limpio—. Ahora séquese la cara. No tiene objeto que se ponga de ese modo.

Scarlett cogió el pañuelo y se enjugó las húmedas mejillas. Experimentaba cierta sensación de alivio, como si se hubiera desembarazado de una parte de la carga demasiado pesada para sus hombros. ¡Él parecía tan fuerte y tan tranquilo! Hasta la ligera contracción de su boca la animaba como si demostrase que compartía su tortura y turbación.

—¿Se encuentra ya mejor? Y ahora vamos con calma al fondo de todo esto. Dice que si pudiera volver a hacerlo sería completamente distinta. Pero ¿lo haría así? Piénselo fríamente. ¿Lo haría?

—Yo…

—¿No volvería a hacer lo mismo? ¿Podría obrar de otro modo?

—No.

—Entonces, ¿por qué se lamenta?

—¡He sido tan mala con él! Y ahora se ha muerto.

—Y si él no se hubiera muerto, usted seguiría siendo igual de mala. Por lo que puedo entender, no está usted disgustada por haberse casado con Frank, y haberle hecho desgraciado, y haber causado inadvertidamente su muerte; por lo que está disgustada es porque va a ir al infierno.

—Es que… ¡Está tan unido lo uno a lo otro!…

—Su moral es algo rara. Está en el mismo caso de un ladrón a quien se coge con las manos en la masa y que está asustado, no por haber robado, sino por miedo a ir a la cárcel.

—¡Un ladrón!

—¡Oh, no tome las cosas tan al pie de la letra! En otras palabras: si no se le hubiese ocurrido esa idea absurda de que estaba condenada a las eternas llamas del infierno, se encontraría muy a gusto desembarazada de Frank.

—¡Rhett!

—Vamos. Se está confesando y debe confesar la verdad como confesaría algunas mentiras. ¿La atormentó mucho su… conciencia cuando por trescientos dólares le ofreció a Frank el…, ¿cómo le llamaremos?…, ¿esa joya que es más preciada que la vida?

El brandy estaba haciendo sus efectos, y Scarlett se sentía mareada e inquieta. ¿De qué le serviría no decirle la verdad, si él parecía leer en su interior?

—Yo entonces no me acordé gran cosa de Dios ni del infierno, y cuando me acordé… pensé que Dios comprendería.

—Pero ¿usted no creyó que Dios comprendería por qué se casaba con Frank?

—Rhett, ¿cómo puede usted hablar así de Dios cuando no cree en Él?

—Usted cree en un Dios vengador, y eso es lo que ahora tiene importancia para usted. ¿Cómo no podría el Señor comprender…? ¿Siente que Tara sea aún suya y que no estén sus enemigos viviendo allí? ¿Siente no estar ya hambrienta y andrajosa?

—¡Oh, no!

—¿Tenía alguna alternativa no siendo la de casarse con Frank?

—No.

—Él no tenía ninguna obligación de casarse con usted, ¿no es así? Los hombres son libres. No tenía ninguna obligación de aguantar sus desplantes ni de hacer lo que no le placía, ¿verdad?

—Pero…

—Scarlett, ¿por qué preocuparse más por eso? Si tuviera que volver a hacerlo, volvería a mentir y a casarse con él. Volvería a poderse en peligro, y él volvería a tener que vengarse. Si se hubiera casado con su hermana Suellen, ella no hubiera causado su muerte, pero es probable que le hubiera hecho mucho más desgraciado que usted. No podía haber sido de otro modo. —Pero yo pude haberme portado mejor con él. —Podría haberlo hecho si hubiera usted sido una persona distinta. Pero usted ha nacido para imponerse a todo el que se deje imponer. Los fuertes están hechos para eso y los débiles para inclinarse ante ellos. Frank tuvo la culpa por no haberla azotado con un látigo. Me sorprende, Scarlett, que se le ocurra a usted desenterrar conciencia a estas alturas de su vida. Los oportunistas como usted no deben tenerla.

—¿Qué es un opor…? ¿Cómo ha dicho?

—Una persona que se aprovecha de las oportunidades.

—No debí hacerlo…

—Esto se ha discutido siempre, especialmente por aquellos que tienen las mismas oportunidades y no saben aprovecharlas.

—Rhett, se está usted burlando de mí, y yo había creído que iba a mostrarse cariñoso.

—Estoy siendo cariñoso, creo yo. Scarlett, querida, usted está mareada, eso es lo que le pasa.

—¿Se atreve…?

—Sí, me atrevo. Tiene usted lo que vulgarmente se llama una borrachera y está a punto de sufrir una crisis de lágrimas. Así que voy a variar de asunto y voy a animarla contándole algunas noticias jque la divertirán. Realmente a eso venía esta tarde: a contarle mi noticia antes de marchar. —¿Adonde va?

—A Inglaterra, y tal vez pase allí unos cuantos meses. Olvide su conciencia, Scarlett. No tengo ganas de perder más tiempo discutiendo el destino de su alma. ¿No tiene ganas de oír mis noticias? —Pero… —empezó débilmente.

Luego se detuvo. Entre el brandy, que iba suavizando los ásperos contornos del remordimiento, y las palabras de Rhett, burlonas, pero tranquilizadoras, el pálido espectro de Frank empezaba a borrarse en las sombras. Acaso Rhett tuviese razón. Tal vez Dios comprendiese. Se recobró lo suficiente para rechazar la idea, y decidió: «Mañana pensaré en todo esto».

—¿Cuál es esa noticia? —dijo haciendo un esfuerzo, limpiándole con el pañuelo y echándose para atrás el cabello, que había empezado a alborotársele.

—Mi noticia es ésta —contestó él haciéndole un guiño—: yo la quiero a usted más que a ninguna de las mujeres que conozco. Y, ahora que ya no existe Frank, pensé que le interesaría saberlo. Sí, lo pensé.

Scarlett apartó sus manos de las de Rhett y se puso en pie indignada.

—Yo… Es usted el hombre más grosero del mundo; venir aquí precisamente en estos momentos, con esa indecencia. Debía yo saber que no podía usted cambiar. ¡Cuando el cadáver de Frank está aún caliente! Si tiene usted alguna idea de decoro, márchese de aquí inmediatamente.

—Tranquilícese, o vamos a tener aquí a tía Pitty dentro de un minuto —dijo él, no levantándose, sino extendiendo los brazos y cogiéndola de las muñecas—. Estoy seguro de que equivoca usted mis intenciones.

—¿Equivocar sus intenciones? ¡No equivoco nada!

Y se esforzaba en desasirse.

—¡Suélteme y salga de aquí! Nunca había oído nada de tan mal gusto…

—Cállese —dijo él—. Estoy pidiéndole que se case usted conmigo. ¿Se convencerá si me pongo de rodillas?

Scarlett murmuró:

—¡Oh!

Y se dejó caer sin respiración en el sofá.

Le miró asombrada, con la boca abierta, preguntándose si el brandy la habría trastornado, recordando inconscientemente su frase acostumbrada: «Querida mía, yo no soy hombre de esos que se casan». O ella estaba bebida, o él estaba loco. Pero no parecía loco. Estaba tan tranquilo como si hablara del tiempo. Y su voz resonaba en sus oídos completamente natural.

—Siempre he pensado que llegara a ser mía, Scarlett, desde aquel primer día que la vi en Doce Robles, cuando tiró aquel vaso y juró y demostró que no era usted una señora. Siempre me propuse llegar a poseerla de una manera o de otra. Pero como usted y Frank han hecho algún dinero, comprendo que no la conseguiré con proposiciones ilícitas. Así que me he convencido de que tendré que casarme con usted.

—¡Rhett Butler! ¿Es ésta una de sus perversas burlas?

—Le estoy hablando con el corazón en la mano y no me cree. No, Scarlett; es una declaración en toda regla. Reconozco que no es del mejor gusto venir en estos momentos, pero tengo una magnífica excusa para mi falta de tacto. Me marcho mañana por bastante tiempo y temo que, si espero hasta la vuelta, la encontraré casada con otro que tenga algún dinero. Y así pensé: «¿Por qué no conmigo y con mi dinero?». Realmente, Scarlett, no puedo pasarme toda la vida esperando a cazarla entre dos maridos.

Y lo pensaba, no cabía la menor duda sobre ello. Ella tenía la boca seca, mientras procuraba convencerse. Tragaba saliva y le miraba a los ojos intentando encontrar la clave de aquello. Estaban llenos de risa, pero había algo más en el fondo que Scarlett no le había visto jamás: un fulgor que desafiaba el análisis. Estaba sentado cómoda y descuidadamente, pero Scarlett sentía que la observaba con tanta ansiedad como el gato observa el agujero del ratón. Le producía el efecto de tener un resorte en tensión bajo su aparente calma, de tal forma que ella se echó hacia atrás algo asustada.

Estaba, efectivamente, pidiéndole que se casase con él; estaba haciendo lo increíble. Alguna vez, Scarlett había planeado cómo le haría sufrir si llegase a proponérselo. Una vez había decidido que si él pronunciaba estas palabras ella lo humillaría y le haría sentir su poder y experimentaría un maligno placer al hacerlo. Y ahora él había hablado y ella ni siquiera se acordaba de sus planes porque no lo sentía en su poder, como no lo había sentido jamás. De hecho, él era el dueño de la situación, de tal modo que ella estaba tan azorada como una jovencita ante la primera declaración, y sólo era capaz de ruborizarse y tartamudear.

—Yo… yo nunca me volveré a casar.

—Ya lo creo que volverá; ha nacido usted para casada. ¿Por qué no conmigo?

—Pero, Rhett, yo… yo no le quiero.

—Eso no es un inconveniente. Yo no sé que el amor haya sido indispensable en sus otros dos matrimonios.

—¡Oh! ¿Cómo puede decir…? Ya sabe que he tenido mucho cariño a Frank.

Él no dijo nada.

—Yo estaba…, yo estaba…

—Bien, no discutamos sobre eso. ¿Quiere pensar en mi proposición mientras estoy fuera? —Rhett, no me gusta dejar las cosas en el aire. Prefiero decírselo ahora. Pienso marcharme a casa, a Tara, pronto. India Wilkes vendrá a quedarse con tía Pittypat. Quiero irme a casa por una larga temporada. Y… y yo no quiero volver a casarme.

—¡Bobadas! ¿Porqué?

—No sé por qué; no lo he pensado. Sencillamente, no quiero volverme a casar.

—Pero, hija mía, realmente usted nunca ha estado casada. ¿Cómo puede usted saber? Voy a admitir que ha tenido mala suerte: una vez por despecho y otra vez por dinero. ¿Ha pensado alguna vez en casarse sencillamente por gusto? —¿Por gusto? No diga tonterías. No hay ningún placer en estar casada.

—¿No? ¿Por qué no?

Había recobrado cierta especie de calma, y con ella toda su natural rudeza, que el brandy hacía aparecer más a la superficie.

—Hay placer para los hombres, aunque Dios sabe por qué. Nunca he podido comprenderlo. Pero todo lo que la mujer saca en limpio es algo que comer, y mucho trabajo, y tener que aguantar todas las chifladuras de un hombre, y… un bebé todos los años.

Él se reía tan estruendosamente, que su risa resonaba en la quietud de la casa, y Scarlett sintió abrirse la puerta de la cocina.

—Cállese. Mamita tiene oídos de lince y no es decoroso reír tan pronto después de… Deje de reír. Sabe de sobra que es verdad. ¡Placer! ¡Vamos, hombre!

—Le digo que ha tenido usted mala suerte, y lo que acaba de decir lo demuestra. Ha estado casada con un niño y con un viejo. Y estoy completamente seguro de que su madre le dijo que las mujeres tienen que soportar algunas cosas a cambio de las compensadoras alegrías de la maternidad. Bien, pues todo eso es una equivocación. ¿Por qué no casarse con un verdadero joven que tiene bastante mala reputación y costumbre de tratar a las mujeres? Sería divertido.

—Es usted ordinario y presuntuoso, y yo creo que esta conversación ya ha durado bastante. ¡Es de tan mal gusto!

—Y enormemente divertida también. Apostaría a que nunca discutió las relaciones matrimoniales con ningún hombre más que con Charles y con Frank.

Scarlett lo miró ceñuda. Rhett sabía demasiado. Ella se preguntaba dónde habría aprendido todo lo que sabía de las mujeres. Aquello no era decente.

—No se enfade. Fije el día, Scarlett. No insisto en un matrimonio inmediato, para salvar las apariencias. Esperemos el tiempo prescrito. Vamos a ver: ¿cuál es exactamente el término legal?

—Yo no he dicho que me voy a casar con usted. No es decoroso ni siquiera el hablar de semejante cosa en estos momentos.

—Ya le he dicho por qué hablo de ello. Me marcho fuera mañana y soy un enamorado demasiado ardiente para contener mi pasión por más tiempo. Pero tal vez he estado demasiado precipitado en mi pretensión.

Con una rapidez que la desconcertó, se dejó resbalar del sofá hasta quedar de rodillas, y, con una mano caballerescamente puesta sobre su corazón, recitó muy de prisa:

—Perdóneme por asustarla con la impetuosidad de mis sentimientos, querida Scarlett; quiero decir, querida señora Kennedy. No debe haber pasado inadvertido para su perspicacia que la amistad hace mucho tiempo sentía hacia usted ha madurado convirtiéndose en un sentimiento más hermoso, más puro, más sagrado. ¿Me atreveré a decirle su nombre? ¡Ah! Es el amor lo que me hace tan atrevido.

—Levántese —suplicó Scarlett—. Parece usted un tonto. Imagine que entrase aquí Mamita y lo viese.

—Se quedaría estupefacta e incrédula ante los primeros signos de mi entusiasmo —dijo Rhett, levantándose rápidamente—. Vamos, Scarlett, no sea usted chiquilla; no es una niña ni una colegiala para sacarme de quicio con esas absurdas excusas de decencia y cosas por el estilo. Diga que se casará usted conmigo cuando vuelva o… ¡por Dios, que no me iré! Me quedaré por estos alrededores y tocaré la guitarra debajo de su ventana todas las noches, y cantaré con toda mi voz, y la comprometeré hasta que tenga usted que casarse conmigo para salvar su reputación.

—Rhett, sea comprensivo, por favor. No quiero casarme con nadie.

—¿No? No me dice la verdadera razón; no puede ser timidez infantil. ¿Qué es?

De repente, Scarlett se acordó de Ashley, lo vio tan claramente como si estuviese allí a su lado: el cabello dorado, los ojos soñadores, ; lleno de dignidad, tan radicalmente distinto a Rhett. Él era la verdadera razón por la que no quería casarse otra vez, aunque no tuviera ninguna objeción seria que oponer a Rhett y hasta estuviera encariñada con él. Pertenecía a Ashley desde siempre y para siempre. Nunca había pertenecido a Charles ni a Frank, nunca podría pertenecer a Rhett. Cada partícula de su ser, todo lo que había hecho, por lo que había luchado, lo que había conseguido, pertenecía a Ashley, lo había hecho porque le amaba. Las sonrisas, las risas, los besos que había dado a Charles y a Frank eran de Ashley, aunque él nunca los hubiera reclamado ni nunca los reclamaría. En algún sitio, en lo más profundo de su ser, existía en Scarlett el deseo de reservarse para él, aunque supiera que él nunca había de aceptarla.

Ella no sabía que su rostro había cambiado, que el ensueño le había dado una dulzura que Rhett no le había visto nunca. Él icontemplaba los oblicuos ojos verdes, grandes y sombríos, y la curva i suave de sus labios; y por un momento contuvo la respiración. Luego hizo con la boca una mueca de burla y exclamó con apasionada impaciencia:

—Scarlett O’Hara, se ha vuelto usted loca.

Antes de que pudiera ser de nuevo dueña de su imaginación, los brazos de él la rodearon tan fuertemente como aquel día, hacía tanto tiempo, en el oscuro camino de Tara. De nuevo sintió la embestida brutal, el naufragio de su voluntad, la oleada de calor que la dejó inerte. Y el secreto de Ashley Wilkes se borró y desapareció en la nada. Él inclinó la cabeza por encima de su hombro y la besó, suavemente al principio, y luego con una creciente intensidad que la obligó a cogerse a él como a lo único firme en un loco mundo vacilante. La boca insistente de Rhett se apoyaba en los temblorosos labios de Scarlett, haciendo vibrar todos sus nervios, evocando en ella sensaciones que nunca se había creído capaz de sentir. Y antes de que el vértigo se apoderara de ella se dio cuenta de que le estaba devolviendo sus besos.

—Déjeme, por favor, no puedo más —balbuceó, intentando débilmente volver la cabeza.

Pero él la oprimió con fuerza contra su hombro y ella vio como en un sueño el rostro de Rhett; sus ojos muy abiertos lanzaban llamas; el temblor de sus manos la asustó.

—No importa. Eso quiero. Has estado esperando esto durante muchos años. Ninguno de los necios que has conocido te ha besado así, ¿verdad? Tu precioso Charles, o Frank, o tu estúpido Ashley.

—Por favor…

—Digo tu estúpido Ashley. Caballeros todos ellos. ¿Qué saben de mujeres? ¿Cómo habían de comprenderte? Yo sí te comprendo.

Su boca estaba de nuevo unida a la de Scarlett y ésta se rindió sin lucha, demasiado débil para volver la cabeza, sin sentir siquiera el deseo de volverla. Su corazón palpitaba con fuertes latidos. Sus nervios se relajaron, ¿Qué iba a hacer Rhett? Ella acabaría desmayándose si no la dejaba. ¡Oh, si la dejase, si la dejase por fin!

—Di que sí.

Su boca se posaba sobre la de ella y sus ojos estaban tan cerca que parecían enormes, llenaban el mundo.

—Di que sí, maldita sea, o…

Scarlett balbuceó: «¡Sí!», sin siquiera pensar lo que decía. Era casi como si él hubiera deseado la palabra y ella hubiese hablado hipnotizada. Pero, en cuanto lo hubo dicho, una súbita calma la invadió, su cabeza cesó de dar vueltas y hasta el mareo del brandy disminuyó. Le había prometido casarse con él cuando no tenía intención de prometerlo. Apenas se daba cuenta de cómo había ocurrido, pero no lo sentía. Ahora le parecía muy natural haber dicho: «Sí», casi como si por intervención divina una mano más fuerte que la suya arreglase sus asuntos resolviendo por ella sus problemas.

Rhett lanzó un profundo suspiro cuando ella hubo hablado y se inclinó como para besarla. Scarlett cerró los ojos y dejó caer la cabeza, pero se sintió algo decepcionada al ver que él se echaba atrás sin tocarla. Ser besada de aquel modo le resultaba extraño, pero también agradablemente excitante.

Rhett permaneció durante un rato sentado muy quieto, con la cabeza de ella apretada contra su hombro. Con poderoso esfuerzo había logrado dominar el temblor dé sus brazos. La separó un poco de sí y la miró. Ella abrió los ojos y vio que de su rostro había desaparecido la expresión que tanto la asustaba; sin embargo, no pudo resistir su mirada y bajó la suya, llena de confusión. Cuando Rhett habló, su voz era muy tranquila.

—¿Lo piensas así? ¿No deseas retirar tu palabra?

—No.

—¿No será porque te haya… ¿cómo se dice?… hecho perder los estribos con mi… ¿fogosidad?

Scarlett no pudo contestar, pues realmente no sabía qué decir; tampoco podía mirarle a los ojos. Él le cogió la barbilla con una mano y le levantó la cara.

—Te dije una vez que podría soportar de ti cualquier cosa excepto una mentira. Y ahora quiero saber la verdad. Dime: ¿por qué has dicho que sí?

Todavía no consiguió Scarlett pronunciar una palabra; pero, habiendo recobrado algo su equilibrio, sin levantar los ojos sonrió levemente.

—¡Mírame! ¿Es por mi dinero?

—¡Pero, Rhett! ¡Vaya una pregunta!

—Mírame y no intentes engañarme. Yo no soy Charles, ni Frank, ni ninguno de los muchachos del Condado para que me engañes con tus caídas de ojos. ¿Es por mi dinero?

—Sí… En parte…

—En parte.

No parecía enojado. Suspiró profundamente y con un esfuerzo barrió de sus ojos la ansiedad que hasta entonces los llenara, ansiedad que a Scarlett la sorprendía un poco.

—Bien —balbuceó ella apurada—, el dinero ayuda, ya lo sabes tú, Rhett; y Frank no me ha dejado demasiado. Pero… bueno, te lo diré: eres el único hombre que conozco que puede sufrir que una mujer le diga la verdad; será agradable tener un marido que no me crea una tonta y al que no tenga que mentir y… además, te tengo cariño.

—¿Me tienes cariño?

—Mira —le dijo, nerviosa—, si te dijera que estoy locamente enamorada de ti, mentiría y, lo que es peor, tú lo notarías. Estoy completamente segura.

—Algunas veces me parece que llevas tu afán de decir la verdad demasiado lejos. ¿No crees que, aunque fuese mentira, sería más propio que dijeses: «Te quiero, Rhett»?

Scarlett, cada vez más desconcertada, se preguntaba adonde iría Rhett a parar. Su expresión era extraña, ansiosa, dolida y burlona a un tiempo; desasió las manos que ella le tenía cogidas, las metió en el bolsillo del pantalón y ella le vio apretar los puños.

«Aunque me cueste un marido, he de decir la verdad», pensó, malhumorada.

—Rhett, sería una mentira, y ¿qué íbamos a sacar en limpio? Te tengo cariño, como ya te he dicho. Una vez tú me dijiste que no me amabas, pero que teníamos mucho en común. Ambos éramos unos picaros; era lo que tú…

—¡Oh, Dios! —interrumpió él—. ¡Ser cogido en mis propias redes!…

—¿Qué dices?

—Nada.

Y, mirándola, se rió; pero no con una risa alegre.

—Fija la fecha, querida.

Y volvió a reír y se inclinó para besarle las manos. Scarlett se sintió aliviada al ver que su enfado había pasado y otra vez estaba de buen humor, al menos en apariencia.

Rhett acarició sus manos un momento y luego, haciéndole un guiño:

—¿No has tropezado nunca, en las novelas que has leído, con el gastado truco de la mujer indiferente que llega a enamorarse de su propio marido?

—Ya sabes que no leo novelas —dijo ella, y, procurando ponerse a tono con su humor de broma, continuó—: Además, tú mismo me has dicho muchas veces que no hay cosa más ridicula en el matrimonio que estar enamorados uno de otro.

—¡Maldita sea! ¡La cantidad de majaderías que yo he dicho! —replicó Rhett de mal humor, levantándose.

—No jures.

—Tendrás que acostumbrarte a oírme y aprender a hacerlo tú también. Tendrás que hacerte a todas mis costumbres. Eso será el precio de… tenerme cariño y echarle la zarpa encima a mi dinero.

—Bueno, no lo repitas tanto, porque no miento y te hago sentirte orgulloso. Tampoco tú estás enamorado de mí, ¿no es eso? ¿Por qué habría de estar yo enamorada de ti?

—No, hija mía, no estoy más enamorado de ti de lo que tú lo estás de mí; y, si lo estuviera, tú serías la última persona a quien se lo diría. Dios tenga piedad del hombre que se enamore de ti; le destrozarás el corazón, querida. Eres una gatita cruel y revoltosa y tan despreocupada que ni siquiera te preocupas en esconder las uñas.

La obligó a levantarse y la volvió a besar; pero esta vez de un modo distinto. No parecía preocuparse de no hacerle daño; es más, parecía querer hacérselo, intentar insultarla. Sus labios se deslizaron por su garganta y por fin se detuvieron sobre el terciopelo del vestido oprimiendo su pecho tan fuertemente y por tanto tiempo, que su aliento llegó a quemarle la piel. Sus manos lucharon rechazándolo en un ademán de pudor herido.

—No debes… ¿Cómo te atreves?

—Tu corazón late tan agitado como el de un conejo —dijo él burlonamente—. Demasiado de prisa para tratarse de simple cariño, pensaría yo si fuese presuntuoso. Alisa tu alborotado plumaje. Ya empiezas a adoptar aires virginales. Dime, ¿qué quieres que te traiga de Inglaterra? ¿Un anillo? ¿Cómo lo quieres?

Ella vaciló un momento entre el interés de sus últimas palabras y el femenil deseo de prolongar la escena colérica e indignada.

—¡Oh!… Un anillo de brillantes… Cómpramelo muy grande, Rhett.

—¿Para que puedas lucirlo ante tus amistades pobres y decirles: «Mirad lo que pesqué»? Muy bien; lo tendrás grande, tan grande que tus amigas menos afortunadas puedan consolarse cuchicheando que es atrozmente plebeyo llevar unas piedras tan enormes.

De repente cruzó rápido el salón y ella, asombrada, lo siguió hasta las cerradas puertas.

—¿Qué te pasa? ¿Adonde vas?

—A mi casa a terminar el equipaje.

—¡Oh!, pero…

—Pero ¿qué?

—Nada. Espero que tengas una feliz travesía.

—Gracias.

Él abrió la puerta y salió al vestíbulo. Scarlett lo siguió, un poco desconcertada y un mucho decepcionada por el súbito cambio de tono. Rhett se puso el abrigo y cogió el sombrero y los guantes.

—¿No vasa…?

—¿A qué? —dijo Rhett, que parecía impaciente por irse.

—¿No vas a darme un beso de despedida? —cuchicheó, temerosa de que la oyesen.

—¿No te parece que ya han sido bastantes besos para una tarde? —repuso él haciéndole un guiño—. Pensar que una jovencita modosa y bien educada… ¿Lo ves? Ya te dije yo que sería divertido.

—¡Eres insoportable! —gritó Scarlett, rabiosa, sin preocuparse de que Mamita la oyera—. Me tiene sin cuidado que no vuelvas nunca.

Se volvió, dirigiéndose hacia las escaleras, esperando sentir cómo la cálida mano de Rhett le agarraba, del brazo para detenerla. Pero él abrió la puerta y una ráfaga de aire helado penetró en la casa.

—Pero volveré —dijo, y salió, dejándola en mitad de la escalera mirando la cerrada puerta.

El anillo que Rhett trajo era verdaderamente enorme, tan enorme que a Scarlett la azoraba llevarlo. Le gustaban las joyas ostentosas y de precio, pero tenía la molesta sensación de que todo el mundo decía, con perfecta verdad, que el anillo era charro. La piedra central era un brillante de cuatro quilates rodeado de esmeraldas. Le llegaba al nudillo y daba a su mano la apariencia de ir cargada con un peso. Scarlett tenía la sospecha de que Rhett había pasado grandes trabajos para conseguir que le hiciesen el anillo y que por pura maldad lo había encargado lo más ostentoso posible.

Hasta que Rhett estuvo de vuelta en Atlanta y el anillo en su dedo, no comunicó a nadie sus propósitos, ni siquiera a su familia, y cuando anunció su compromiso estalló una tormenta de las más agrias críticas. Desde el asunto del Klan, Scarlett y Rhett habían sido los más impopulares personajes de la ciudad, excepción hecha de los yanquis y los carpetbaggers. Todo el mundo desaprobaba la conducta de Scarlett desde el ya lejano día en que abandonó el luto que había llevado por Charles Hamilton. El desacuerdo había aumentado a causa de su conducta poco femenina en el asunto de las serrerías, su falta de decoro exhibiéndose cuando estaba encinta y otras muchas cosas. Pero cuando llevó a la muerte a Frank y a Tommy y puso en peligro las vidas de una docena más de hombres, el desvío se convirtió en pública reprobación.

En cuanto a Rhett, se había atraído el odio de la ciudad desde sus especulaciones durante la guerra; no se había hecho más grato por sus alianzas con los republicanos, después. Pero, cosa extraña, el hecho de que salvase la vida de algunos de los hombres más eminentes de Atlanta fue lo que le atrajo el más ardiente odio de las damas de Atlanta.

No es que sintieran que sus hombres hubiesen salvado la vida. Era que lamentaban amargamente deber su vida a un hombre como Rhett y a un truco tan violento. Durante meses se habían sentido humilladas ante la risa y la burla de los yanquis, y decían que, de interesarse Rhett realmente por el bien del Klan, debió arreglar el asunto de un modo menos aparatoso.

Decían que había tramado con Bella Watling la forma de poner en evidencia a la gente de más viso de la ciudad. Y así no merecían ni agradecimiento por haber salvado la vida de los hombres, ni siquiera perdón por sus faltas pasadas.

Aquellas mujeres, tan sensibles a la bondad, tan caritativas con el dolor, tan infatigables en momentos difíciles, podían ser también tan implacables como furias con cualquier renegado que quebrantase el más insignificante artículo de su inédito código. Este código era bien sencillo: reverencia a la Confederación, honor a los veteranos, lealtad a las antiguas costumbres, orgullo en la pobreza, manos acogedoras para los amigos y odio a muerte a los yanquis. Y Scarlett y Rhett habían ultrajado todos los artículos de este código.

Los hombres cuyas vidas había salvado Rhett intentaron, por decoro y sentido de la gratitud, hacer callar a sus mujeres, pero sin conseguirlo. Antes del anuncio de la próxima boda, los dos prometidos habían sido muy poco populares, pero la gente aún podía ser fina con ellos por puro cumplido. Pero ahora ni esa fría cortesía era ya posible. La noticia del noviazgo estalló como una bomba y escandalizó a toda la ciudad. Y hasta las mujeres más comedidas se apasionaron comentándola. ¡Casarse escasamente un año después de la muerte de Frank, ella que lo había matado! ¡Y casarse con ese hombre, ese Butler, dueño de un lupanar y que se aliaba con los yanquis en todos sus rapaces proyectos! A cada uno de ellos, por separado, podía tolerársele, pero la espantosa combinación Scarlett Rhett era demasiado. ¡Qué ordinarios y perversos eran los dos! Había que expulsarlos de la ciudad.

Tal vez Atlanta hubiera sido más tolerante con los dos si la noticia del noviazgo no hubiese llegado en los momentos en que los antecedentes de Rhett como partidario de los yanquis y carpetbaggers resultaban más odiosos para los respetables ciudadanos de lo que lo habían sido hasta entonces. El odio público contra los yanquis y todos sus aliados había llegado al máximo cuando la ciudad se enteró del proyectado enlace, porque el último reducto de la resistencia de Georgia a los yanquis acababa de caer. La larga campaña empezada cuando Sherman, cuatro años antes, se corrió desde más arriba de Dalton hacia el sur, llegaba a su momento culminante, y la humillación del Estado era completa.

Habían transcurrido tres años de reconstrucción, que fueron tres años de terrorismo. Todo el mundo había creído que las condiciones nunca podrían ser peores. Pero ahora Georgia se daba cuenta de que la fase peor de la reconstrucción estaba empezando.

Durante tres años, el Gobierno federal había estado intentando imponer en Georgia unas ideas y una ley ajenas, y, con un ejército para reforzar su imposición, lo había conseguido ampliamente. Pero sólo el poder militar sostenía el nuevo régimen. El Estado estaba bajo la ley yanqui, pero no por consentimiento propio. Los dirigentes de Georgia habían continuado luchando por el derecho del Estado a gobernarse a sí mismo de acuerdo con sus propias ideas. Habían continuado resistiendo todos los esfuerzos de Washington para obligarlos a inclinarse ante sus dictados como ante la ley del Estado.

Oficialmente, el Gobierno de Georgia no había capitulado. Aunque fue aquélla una lucha inútil, una batalla perdida desde el principio y que nunca podría ganarse, había, al menos, retrasado lo inevitable. Ya otros Estados del Sur tenían negros ignorantes ocupando importantes destinos en oficinas públicas, y legislaturas gobernadas por negros y por çarpetbaggers. Pero Georgia, por su obstinada resistencia, se había librado hasta entonces de esta degradación. Durante casi tres años, el gobierno del Estado había permanecido bajo el control de los blancos y de los demócratas. Con soldados yanquis por todas partes, las autoridades del Estado poco podían hacer más que protestar y resistir. Su poder era nominal, pero por lo menos habían sido capaces de conservar el gobierno del Estado en manos de los georgianos natos. Ahora, hasta ese poder nominal había terminado.

Exactamente lo mismo que Jonhston y sus hombres habían sido expulsados, paso a paso, hacía cuatro años, desde Dalton hasta Atlanta, así desde 1865 los demócratas de Georgia habían sido expulsados poco a poco. También el poder del Gobierno federal sobre los asuntos del Estado y la vida de los ciudadanos había ido aumentando invariablemente. La fuerza se había superpuesto a la fuerza, los edictos militares en número cada vez mayor habían reducido la autoridad civil cada vez a mayor impotencia. Por fin, en Georgia, con los estatutos de una provincia militar se había concedido a los negros la libertad electoral, permitiéndolo o no las leyes del Estado.

Una semana antes de que Scarlett y Rhett hiciesen públicas sus relaciones, habían tenido lugar elecciones de gobernador. Los demócratas del Sur presentaron como candidato al general Juan B. Gordon, uno de los más honrados y más apreciados ciudadanos de Georgia. El candidato de la oposición era un republicano llamado Bullock. La elección había durado tres días en lugar de uno. Trenes cargados de negros se habían precipitado de ciudad en ciudad, votando en cada colegio a lo largo de la línea. Naturalmente, Bullock había ganado.

Si la conquista de Georgia por Sherman había causado amargura, la conquista final del Gobierno del Estado por çarpetbaggers, yanquis y negros produjo una amargura tan intensa como el Estado no la había sentido jamás. Atlanta y Georgia hervían de ira.

Y Rhett era amigo del odiado Bullock.

Scarlett, con su acostumbrada despreocupación por todos los asuntos que no caían directamente bajo sus ojos, no se había enterado apenas de que se había efectuado la elección. Rhett no había tomado parte en ella y sus relaciones con los yanquis no habían variado. Pero persistía el hecho de que Butler era partidario de los yanquis y amigo de Bullock. Y si el matrimonio se efectuaba, Scarlett se convertiría también en partidaria de los yanquis. Atlanta no estaba en disposición de ser tolerante o caritativa con nadie que perteneciese al campo enemigo, y la noticia de las relaciones, por llegar cuando llegó, hizo a la ciudad recordar todo lo malo que tenía contra la pareja y nada de lo bueno. Scarlett se enteró de que la ciudad estaba indignada, pero no se dio cuenta de lo exaltado de esta indignación hasta que la señora Merriwether, impelida por sus amigas de la parroquia, se encargó de hablarle por su propio bien.

—Ya que su querida madre ha muerto, y la excelente señorita Pitty, por no ser señora casada, no está calificada para…, bueno, para hablar de semejante asunto, creo que soy yo quien debo prevenirla, Scarlett. El capitán Butler no es la clase de hombre apropiado para que una mujer de buena familia se case con él. Es un…

—Él consiguió salvar la cabeza del abuelo Merriwether y también la de su sobrino, señora.

La señora Merriwether tragó saliva. Escasamente una hora antes había tenido una cuestión con el abuelo. El anciano le había dicho que no debía estimar en mucho su pellejo cuando no sentía ninguna gratitud hacia Rhett Butler, aunque el hombre fuera un bandido.

—Cínicamente inventó ese ignominoso truco contra todos nosotros para humillarnos frente a los yanquis —repuso la señora Merriwether—. Sabe usted tan bien como nosotros que ese hombre es un cínico. Siempre lo ha sido y ahora su descaro no tiene nombre. En una palabra, no es una clase de hombre como para ser recibido por las personas decentes…

—¿No? ¡Qué raro, señora Merriwether! Estaba muy a menudo en el salón de usted durante la guerra. Y le regaló a Maribella su traje blanco de boda. ¿No es verdad? ¿O estoy yo equivocada?

—Las cosas eran muy distintas durante la guerra, y mucha gente distinguida se asociaba con personas que no lo eran completamente… Se hacía por la Causa y estaba muy bien hecho. Estoy segura de que no puede usted pensar en casarse con un hombre que no ha estado en el Ejército, que se reía de los que se alistaban.

—Estuvo también en el Ejército durante ocho meses, tomó parte en la última campaña, peleó con Franklin y estaba con el general Johnston cuando se rindió.

—No lo había sabido hasta ahora —dijo la señora Merriwether, con aire incrédulo—. Pero no fue herido.

—Muchos hombres no lo fueron.

—Todo el que era alguien lo fue. Yo no conozco ningún hombre que no recibiera alguna herida —añadió triunfalmente.

Scarlett estaba picada ya.

—Entonces me figuro que todos los hombres que usted conoce eran tan tontos que no sabían resguardarse de un chaparrón ni de una lluvia de balas. Y ahora déjeme usted decirle una cosa, señora Merriwether, y puede usted repetírselo a sus amigas: me voy a casar con el capitán Butler, y no me importaría mucho que hubiese luchado al lado de los yanquis.

Cuando la digna matrona salió de la casa, con la boca torcida por la rabia, Scarlett comprendió que, en lugar de una amiga que censurase sus actos, tenía una enemiga declarada. Pero le importaba poco; nada de lo que la señora Merriwether pudiera hacer o decir le interesaba, ni lo que dijese e hiciese ningún otro…, ningún otro que no fuese Mamita.

Scarlett había soportado el desmayo de tía Pitty al enterarse de la noticia, se había hecho fuerte para ver a Ashley, que pareció envejecido súbitamente y que desvió la mirada al desearle felicidades. Se había divertido e incomodado a un tiempo con las cartas de tía Eulalie y de tía Pauline de Charleston, que escribían horrorizadas por la noticia, prohibiendo el matrimonio, diciéndole que no sólo arruinaría su posición social, sino que también pondría en peligro la de ellas. Casi se había reído cuando Melanie, con un ligero fruncimiento de cejas, le había dicho lealmente: «Desde luego, el capitán Butler vale mucho más de lo que la gente piensa, y fue muy bueno, y se mostró muy inteligente cuando salvó a Ashley… Y, además, después de todo luchó por la Confederación. Pero, Scarlett, ¿no te parece que no debías decidir tan de prisa?».

No, no le importaba lo que dijese nadie, excepto Mamita. Las palabras de Mamita fueron las únicas que la enfadaron grandemente y le hicieron mucho daño.

—La he visto a usted hacer un montón de cosas que hubieran disgustado a la señorita Ellen, si lo hubiera sabido, y me ha dado mucha pena. Pero ésta es la peor de todas. ¡Casarse con ese mamarracho! No, no me diga que es de buena familia. Eso no significa nada. La gentuza puede salir de una buena familia igual que de una mala. Ese hombre es un mamarracho. Sí, señorita Scarlett. La he visto a usted como quitaba el novio, el señorito Charles, a la señorita Honey, no importándole a usted ni un comino por él. Y la he visto a usted robarle el novio, el señorito Frank, a su propia hermana. Y no he dicho ni una palabra a un montón de cosas que la he visto hacer, como, por ejemplo, vender madera vieja por nueva y mentir en las ventas, y salir a caballo sola, exponiéndose a los insultos de los negros, y causando la muerte del señorito Frank, y no dando de comer a los presidiarios ni casi para sostenerles el alma en el cuerpo. Pero no me callaría aunque la señorita Ellen desde la tierra prometida me gritase: «¡Mamita, Mamita, no sabes velar por el bien de mi hija!». Sí, señor, he aguantado todo eso, pero no voy a aguantar más, señorita Scarlett. No puede usted casarse con ese miserable. No, mientras yo tenga el alma en el cuerpo. No, mientras yo…

—Me casaré con quien quiera —dijo Scarlett fríamente parece que te estás olvidando de quien eres, Mamita.

—Y, si yo no le dijese a usted estas cosas, ¿quién se las iba a decir?

—He estado pensándolo mucho, Mamita, y he decidido que lo mejor que puedes hacer es volverte a Tara. Te daré algún dinero, y…

Mamita se puso en pie con toda dignidad.

—Yo soy libre, señorita Scarlett; no puede usted enviarme a donde yo no quiera ir, y yo volveré a Tara cuando usted vuelva conmigo. Yo no puedo abandonar a la hija de la señorita Ellen; no hay nada en el mundo que me obligue a marchar. Aquí estoy y aquí me quedo.

—No te tendré viviendo en mi casa y portándote groseramente con el capitán Butler. Me voy a casar con él y no hay más que hablar.

—Hay muchísimo más que hablar —replicó Mamita y en sus empañados ojos apareció un fulgor de lucha—. Nunca pensé en tener que decir esto a nadie de la sangre de la señorita Ellen. Pero, señorita Scarlett, escúcheme: no es usted más que una mula con arneses de caballo; puede usted limpiar las patas de una mula, enlucir sus ancas, y ponerle arneses de cobre brillante, y engancharla a un espléndido carruaje. Pero siempre será una mula, no engañará a nadie. Y a usted le pasa lo mismo. Usted tiene vestidos de seda, y las serrerías, y el almacén, y el dinero, y presume usted como un caballo de raza, pero sigue usted siendo una mula a pesar de todo. No engaña usted a nadie. Y ese Butler viene de buena familia y está enlucido y compuesto como un caballo de raza, pero es una mula con arneses de caballo exactamente igual que usted.

Mamita lanzó una penetrante mirada a su ama. Scarlett había perdido el habla y temblaba de pies a cabeza al oír el insulto.

—Si dice usted que se va a casar con él, lo hará usted, porque tiene usted la cabeza tan dura como la tenía su padre. Pero acuérdese, señorita Scarlett; yo no pienso abandonarla, yo me quedaré aquí y presenciaré eso.

Sin esperar una réplica, Mamita salió dejando a Scarlett; y si hubiera dicho: «¡Ya me verás en Filipos!»[27], su tono no hubiera sido más despectivo.

Mientras pasaban su luna de miel en Nueva Orleáns, Scarlett repitió a Rhett el discurso de Mamita. Con gran sorpresa e indignación vio que Rhett se reía mucho de la ocurrencia de Mamita sobre las muías con arneses de caballo.

—Nunca he oído tan profunda verdad expresada más sucintamente —dijo—. Mamita es una vieja admirable y una de las pocas personas que conozco cuyo respeto y aprecio desearía ganar. Pero, como soy una mula, me figuro que nunca conseguiré ninguno de los dos. Ni siquiera aceptó la moneda de oro de diez dólares que yo quise regalarle después de la boda. ¡He visto tan poca gente que no se humanice a la vista del dinero! Pero me miró a los ojos y dándome las gracias me dijo que era una negra libre y no necesitaba mi dinero.

—Pero ¿por qué lo ha tomado así? ¿Por qué está todo el mundo picoteando en mis asuntos como gallinas en un gallinero? Creo que es cosa mía con quién me he de casar y las veces que lo haga. Yo siempre me he ocupado de mis asuntos. ¿Por qué no han de ocuparse los demás de los suyos?

—Cariño, el mundo puede perdonarlo todo, excepto a la gente que se soluciona sola sus asuntos. Pero ¿por qué chillas como un gato escaldado? Has dicho bastante a menudo que no te importaba lo que los demás pudiesen decir de ti. ¿Por qué no lo demuestras? Sabes que te has expuesto a la crítica tantas veces en las cosas pequeñas, que no puedes esperar escapar de las habladurías en este asunto tan importante. Sabías que habría muchos comentarios si te casabas con un villano como yo. Si yo fuera un villano de baja extracción y muerto de hambre, la gente se quedaría muy tranquila. Pero un villano rico y floreciente… es imperdonable.

—Me gustaría que hablases seriamente alguna vez.

—Hablo seriamente; siempre es desagradable para los buenos ver a los malos florecer como el verde laurel. Anímate, Scarlett. ¿No me decías una vez que la principal razón por la que deseabas tener mucho dinero era porque así podrías mandar a todo el mundo a freír espárragos? Ahora te ha llegado la ocasión.

—Pero a ti era al primero a quien deseaba mandar a freír espárragos.

—¿Lo deseas todavía?

—Sí, aunque no tan a menudo como antes.

—Mándame cuando te parezca, si eso te hace feliz.

—No me hace extraordinariamente feliz —dijo Scarlett; e inclinándose lo besó indiferentemente. Los oscuros ojos de Rhett parpadearon y la miró buscando en los de ella algo que no encontró. Se rió brevemente.

—Olvídate de Atlanta. Olvida a aquellas arpías. Te he traído a Nueva Orleáns para que te diviertas, y me propongo conseguirlo.