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Pocas familias durmieron aquella noche en el barrio del norte d la ciudad, pues India Wilkes, deslizándose silenciosa como una sombra en los patios posteriores, con rápido cuchicheo a través de las puertas de las cocinas, difundió por todo él las noticias del desastre del Klan y de la estratagema de Rhett. Y a su paso fue dejando temor e inciertas esperanzas.

Desde fuera las casas parecían oscuras, silenciosas y sumidas en el sueño, pero dentro se cuchicheó vehementemente hasta el amanecer. No sólo los complicados en la correría aquella noche estaban preparados para la huida, sino también cada miembro del Klan, y en casi todas las cuadras a lo largo de Peachtree Street los caballos estaban ensillados, en la oscuridad, con las pistolas en el arzón y la comida en las alforjas. Lo que evitó un éxodo general fueron las palabras cuchicheadas por India: «El capitán Butler dice que no huyan. Los caminos estarán guardados. Se ha puesto de acuerdo con esa mujer, ¿la Watling…» En las oscuras alcobas los hombres se resistían: «¡Pero cómo me voy a fiar de ese condenado Butler! Puede ser una trampa.» Y las voces femeninas imploraban: «No te vayas. Si salvó a Ashley y a Hugh puede salvaros a todos. Si India y Melanie se fían de él…» ¡Y ellos se fiaron a medias, y se quedaron porque no tenían otro recurso!

A primera hora de la noche los soldados entraron en una docena de casas, y aquéllos que no quisieron o no pudieron decir dónde habían estado aquella tarde fueron arrestados. René Picard y uno de los sobrinos del señor Merriwether, y los Simmons, y Andy Bonnel, estaban entre los que pasaron la noche en el calabozo. Habían participado en la correría, pero se separaron de los demás después del tiroteo. Vueltos a su casa a todo galope, los arrestaron sin haberse enterado del plan de Rhett. Afortunadamente todos contestaron al interrogatorio diciendo que el sitio donde habían estado aquella noche era cuestión suya y no de los condenados yanquis. Estaban encerrados para interrogarlos de nuevo por la mañana. El anciano señor Merriwether y Henry Hamilton declararon sin rubor que habían pasado la velada en la casa de placer de Bella Watling, y cuando el capitán Jaffery observó, irritado, que ya eran demasiado viejos para tales correrías, intentaron agredirle.

La misma Bella Watling recibió al capitán Jaffery, y antes de que le expusiera sus deseos le gritó que la casa había cerrado por toda la noche. Una pandilla de borrachos pendencieros había estado a primera hora del anochecer, se habían peleado, habían revuelto todo, roto sus mejores espejos y asustado de tal modo a las muchachas, que se había suspendido el trabajo por el resto de la noche. Pero, si el capitán Jaffery quería tomar una copa, el bar estaba aún abierto…

El capitán Jaffery, consciente de que estaban burlándose de sus hombres y sintiéndose desesperado por aquella lucha en las tinieblas, declaró incomodado que no deseaba ni copa ni señoritas y preguntó a Bella si conocía los nombres de sus alborotadores parroquianos. ¡Oh, sí, Bella los conocía! Eran clientes fijos. Iban todos los miércoles por la noche y se denominaban a sí mismos «los de los miércoles demócratas». Ella nunca supo ni la preocupó lo que querían decir con eso. Y si no pagaban la rotura de los espejos del cuarto de arriba los denunciaría. Aquélla era una casa respetable y… ¡oh!, ¿sus nombres? Bella, sin vacilar, dio los nombres de una docena de sospechosos. El capitán Jaffery sonrió sombríamente.

—Estos condenados rebeldes están tan admirablemente organizados como nuestro servicio secreto —dijo—. Mañana tendrá usted que comparecer ante el preboste de la gendarmería.

—¿Les obligará el preboste a pagarme los espejos?

—¡Vaya al diablo con los espejos! Que pague Rhett Butler por ellos. Vive en la casa, ¿no es así?

Antes del alba todas las familias ex confederadas de la ciudad estaban enteradas de todo. Y sus negros, a quienes nada se les había dicho, estaban enterados también, por ese sistema negro del telégrafo particular, que desafía la comprensión de los blancos. Todo el mundo conocía los detalles de la expedición; la muerte de Frank Kennedy y de Tommy Wellburn, el tullido, y cómo al querer recoger el cuerpo de Frank había sido herido Ashley.

Parte del amargo sentimiento de odio que las mujeres tenían a Scarlett, por ser suya la culpa de la tragedia, se mitigó al enterarse de que su marido había muerto y de que ella, sabiéndolo, no se podía dar por enterada y que ni siquiera tenía el pobre consuelo de reclamar su cadáver. Hasta que la luz del día permitiese encontrar los cuerpos, y las autoridades se lo comunicasen, no debía saber nada. Frank y Tommy, con las pistolas en sus yertas manos, yacían rígidos entre los yerbajos de un solar desocupado. Y los yanquis dirían que se habían matado uno a otro en una riña de borrachos por una mujer de las de la casa de Bella. Fanny, la mujer de Tommy, que acababa de tener un niño, excitaba general simpatía, pero nadie podía deslizarse en la oscuridad para acompañarla y confortarla, porque un pelotón yanqui rodeaba la casa esperando el regreso de Tommy. Había otro pelotón alrededor de casa de tía Pitty en espera de Frank.

Antes del alba, la noticia de que el proceso militar tendría lugar aquel mismo día era del dominio público. Todo el mundo, con los ojos cargados por la falta de sueño y la ansiedad de la espera, sabía que la salvación de algunos de sus más eminentes conciudadanos dependía de tres cosas: la habilidad de Ashley Wilkes para sostenerse en pie y comparecer ante el tribunal militar, como si no sufriera nada más serio que un fuerte dolor de cabeza, la palabra de Bella Watling de que aquellos hombres habían pasado toda la velada en su casa, y la de Rhett Butler de que había estado con ellos.

La ciudad vibraba al pensar en los dos últimos: Bella Watling y Rhett. ¡Bella Watling! Deberle la vida de sus hombres era intolerable. Mujeres que habían cruzado la calle ostensiblemente al ver llegar a Bella se preguntaban si lo recordaría y temblaban pensando que así fuese. Los hombres se sentían menos humillados que las mujeres por deber sus vidas a Bella, porque muchos de ellos la creían una buena mujer. Pero los irritaba mucho más el deber vida y libertad a Rhett Butler, un especulador, ¡Bella y Rhett, la más conocida mujer pública de la ciudad y el hombre más odiado de toda ella! ¡Y tendrían que quedarles agradecidos!

Otra idea que irritaba a los hombres, colmándolos de impotente rabia, era la de que los yanquis se iban a reír de ellos. ¡Oh, cómo se iban a reír! ¡Doce de los más eminentes personajes de la ciudad, reconocidos como habituales parroquianos de la casa de placer de Bella Watling! Dos de ellos muertos en una pelea por una muchacha barata; otros expulsados del lugar como demasiado bebidos para ser tolerados ni siquiera por Bella, y algunos otros arrestados, negándose a confesar que estaban allí donde todo el mundo sabía que estaban.

Atlanta tenía razón al creer que los yanquis se reirían. Habían sufrido demasiado tiempo el desprecio y la frialdad de las gentes del Sur y ahora hubo una explosión de hilaridad. Los oficiales despertaban a sus compañeros para relatarles la estupenda noticia. Los maridos hacían levantar a sus mujeres al amanecer y les contaban todo lo que decentemente se les podía contar a las señoras. Y las mujeres, vistiéndose a toda velocidad, llamaban a la puerta de los vecinos y difundían la historia. Las señoras yanquis estaban encantadas con todo esto y se reían hasta que las lágrimas les corrían por las mejillas. Ésa era la caballerosidad y la galantería de los del Sur. Tal vez aquellas mujeres que llevaban la cabeza tan alta y rechazaban todo intento amistoso no serían tan altaneras ahora, cuando todo el mundo sabía dónde pasaban el tiempo sus maridos, mientras se les suponía en mítines políticos. ¡Mítines políticos! Era divertidísimo.

Pero, aun mientras reían, expresaban su compasión por Scarlett y su tragedia. Al fin y al cabo, Scarlett era una señora, y una de las pocas señoras de Atlanta que eran amables con los yanquis. Ya había ganado su simpatía por el hecho de tener que trabajar, porque su marido no podía o no quería mantenerla de acuerdo con su categoría. Aunque su marido fuese una persona despreciable, era terrible que la pobrecilla hubiera descubierto que le había sido infiel. Y era doblemente espantoso que su muerte ocurriese simultáneamente al descubrimiento de su infidelidad. Después de todo, un pobre marido era mejor que ningún marido; y las señoras yanquis decidieron ser extraordinariamente amables con Scarlett. Pero con las otras, la señora de Meade, la de Merriwether, la de Elsing, la viuda de Tommy Wellburn, y, más que con otra, con la de Wilkes, se iban a reír en su cara cada vez que las viesen. Eso les enseñaría a ser más amables.

Muchos de los cuchicheos que tenían lugar en las oscuras alcobas en el extremo norte de la ciudad aquella noche versaban sobre lo mismo. Las señoras de Atlanta aseguraban a sus maridos que no se les daba un ardite de lo que las yanquis pensaran. Pero para sus adentros pensaban que cualquier suplicio hubiera sido preferible a la dura prueba de soportar las burlas de los yanquis y de serles imposible decir la verdad sobre sus maridos.

El doctor Meade, fuera de sí, herido en su ultrajada dignidad por la posición en que Rhett los había puesto a él y a los otros, le dijo a su mujer que, a no ser porque al hacerlo complicaría a todos los demás, preferiría confesar y que le colgasen a decir que había estado en casa de Bella.

—Es un insulto para ti.

—Pero todo el mundo sabrá que no estabais allí… para… para…

—Los yanquis no lo sabrán. Tendrán que creerlo si salvamos la cabeza. Y se reirán. El solo hecho de que alguien lo crea y se ría me indigna. Y te insulta a ti, porque…, querida mía, yo siempre te he sido fiel.

—Ya lo sé —y en la oscuridad la señora Meade sonrió y deslizó su fina mano en la de su marido—. Pero casi preferiría que todo fuese verdad antes que ver en peligro un solo cabello de tu cabeza.

—Mujer, ¿sabes lo que estás diciendo? —gritó el doctor, estupefacto, ante el insospechado realismo de su mujer.

—Sí, lo sé. He perdido a Darcy y he perdido a Phil, y tú eres lo único que tengo; y, antes que perderte a ti, preferiría verte como parroquiano permanente de ese lugar.

—Estás delirando. No puedes saber lo que dices.

—¡Querido mío! —dijo la señora de Meade tiernamente, apoyando la cabeza en el brazo de su esposo.

El doctor resopló en silencio, le dio unas palmaditas en la mejilla y continuó:

—¡Y deberle el favor a ese Butler! La horca sería agradable comparada con eso. No, ni siquiera porque le debiera la vida podría ser amable con él. Su insolencia es enorme y su desvergüenza me hace saltar de ira. ¡Deber mi vida a un hombre que nunca sirvió en el Ejército!

—Melanie dice que se alistó después de la caída de Atlanta.

—Es mentira. Melanie es capaz de dar crédito a cualquier bandida, Y lo que no puedo comprender es por qué está haciendo todo esto, metiéndose en semejante jaleo. Siento decirlo, pero, vaya, siempre se ha hablado de él y de la señora de Kennedy. Los he visto, demasiado a menudo este año pasado, volviendo de pasear a caballo. Debe de haberlo hecho por ella.

—Si hubiera sido por Scarlett no hubiera movido una mano. Hubiera estado encantado de ver colgar a Frank Kennedy. Yo creo que ha sido por Melanie.

—Por Dios, ¿no querrás insinuar que haya habido nunca la menor cosa entre los dos?

—¡Oh, no seas tonto! Pero siempre le ha estimado mucho; sobre todo desde que procuró que canjearan a Ashley durante la guerra. Y debo decir en honor suyo que nunca se sonríe de ese modo tan desagradable cuando ella está delante. Es todo lo agradable y atento que puede… Sencillamente, un hombre distinto. Se podría decir, al ver cómo se porta con Melanie, que sería una persona decente si quisiera. Y ahora mi opinión sobre el porqué de lo que está haciendo es…

Hizo una pausa.

—Doctor, no te va a gustar mi idea.

—No me gusta nada de todo este asunto.

—Bien, pues yo creo que lo hace, en parte por Melanie, y en parte porque le parece una burla estupenda de todos nosotros. ¡Le hemos odiado tanto y se lo hemos demostrado tan a las claras! Y ahora os ha puesto en el dilema a todos vosotros: o bien decís que habéis estado en casa de esa mujer, avergonzándoos vosotros y vuestras mujeres delante de los yanquis, o decís la verdad y os cuelgan a todos. Y sabe muy bien que tendremos que quedarle agradecidos, a él y a su querida, y que casi preferiríamos que nos colgasen a deberles nada a ellos. ¡Oh, apostaría a que se está divirtiendo horrores!

El doctor refunfuñó:

—No parecía muy divertido cuando nos subió a esa casa, se lo aseguro.

—Doctor —la señora Meade vaciló—. ¿Qué aspecto tenía?

—¿Qué quieres decir?

—La casa de esa mujer. ¿Qué aspecto tiene? ¿Hay grandes candelabros de cristal? ¿Cortinas de terciopelo rojo y lunas de cuerpo entero biseladas y doradas por docenas? Y ¿dónde se… dónde se desnudan las muchachas?

—¡Santo Dios! —exclamó el doctor, que no podía dar crédito a sus oídos, pues nunca se había imaginado que la curiosidad de una mujer decente en lo que a sus hermanas menos virtuosas se refería fuera tan devoradora—. ¿Cómo puedes hacer unas preguntas tan indecorosas? No estás en tus cabales. Te voy a preparar un calmante.

—No quiero un calmante. Quiero saber. ¡Oh, querido, es la única ocasión que tengo de conocer qué aspecto tiene una casa de placer, y eres lo bastante mezquino para no decírmelo!

—No me fijé en nada. Estaba demasiado azorado al encontrarme en semejante lugar para darme cuenta de lo que me rodeaba —dijo el doctor muy serio, más desconcertado ante aquel nuevo aspecto del carácter de su mujer que lo había estado ante ninguno de los acontecimientos de la velada—. Y ahora perdóname. Voy a ver si duermo un poco.

—Bien, duérmete entonces —contestó ella con acento de desilusión. Y, al inclinarse el doctor para quitarse las botas, habló desde la oscuridad con renovada animación—: Espero que Dolly se lo haya sacado todo al viejo Merriwether, y ya me lo contará.

—¡Santo cielos, mujer! ¿Quieres hacerme creer que las mujeres honestas hablan de esas cosas entre ellas?

—Anda, acuéstate —dijo la señora de Meade.

Al día siguiente granizaba, pero el viento del anochecer invernal barrió las partículas heladas y detuvo su caída. Empezó a soplar viento frío. Envuelta en su abrigo, Melanie caminaba aturdida siguiendo a un extraño cochero que la había llamado misteriosamente, ante un coche cerrado parado delante de la casa. Al acercarse al coche se abrió la puerta y pudo ver a una mujer en su oscuro interior.

Inclinándose para mirar dentro, Melanie preguntó:

—¿Quién es? ¿No quiere entrar en casa? Hace tanto frío…

—Por favor, entre y siéntese conmigo un minuto —dijo desde las profundidades una voz apagada, íntima y azorada.

—¡Oh!, ¿es usted, señora Watling? —exclamó Melanie—. Deseaba tanto verla… Tiene usted que entrar en casa.

—No puedo hacer eso, señora Wilkes.

La voz de Bella Watling sonaba escandalizada.

—Entre usted aquí y siéntese un minuto conmigo.

Melanie entró en el coche, y el cochero cerró la puerta tras ella. Se sentó al lado de Bella y le tendió la mano.

—¿Cómo podré agradecerle nunca bastante lo que ha hecho hoy? ¿Cómo podrá ninguno de nosotros agradecérselo?

—Señora Wilkes, no ha debido usted mandarme esa nota esta mañana. No es que no me sienta orgullosa de haber recibido esa nota de usted, pero los yanquis podían haberla cogido. Y en cuanto a decir que iba usted a ir a verme para darme las gracias… Señora Wilkes, ¿se ha vuelto usted loca? ¡Qué ocurrencia! Vine, tan pronto como empezó a oscurecer, para decirle que no debe pensar en semejante cosa. Pero ¿cómo usted…? ¿Cómo yo…? No estaría nada bien, en absoluto.

—¿No estaría bien en mí el ir a visitar y a dar las gracias a una taujer caritativa que ha salvado la vida de mi marido?

—Cállese, señora Wilkes; ya sabe usted lo que quiero decir.

Melanie permaneció un momento callada, molesta por la complicación. Sin embargo, la hermosa mujer, discretamente vestida, sentada en la oscuridad del coche, no hablaba ni parecía ser como ella se imaginaba que una mujer mala —la dueña de una casa de placer— debía hablar y debía parecer. Algo vulgar y amanerada, sí, pero amable y de buen corazón.

—Estuvo usted magnífica ante el preboste de la gendarmería, señora Watling. Usted y las otras (sus… muchachas) salvaron sin duda la vida de nuestros hombres.

—El señor Wilkes es el que estuvo magnífico. Yo no comprendo cómo pudo tenerse en pie y contar su historia, y tan fríamente como lo hizo. ¡Si sangraba como un cerdo cuando yo lo vi la otra noche! ¿Está ya mejor, señora Wilkes?

—Sí, muchas gracias. El doctor dice que la herida sólo ha interesado la carne y que únicamente ha perdido una gran cantidad de sangre. Esta mañana estaba muy aliviado a fuerza de brandy, sin lo cual no habría tenido fuerza para soportarlo todo tan bien. Pero fue usted, señora Watling, la que los salvó. Cuando se puso como loca y habló de los espejos rotos, ¡sonaba su voz de un modo tan convincente!

—Gracias, señora, pero yo creo que el capitán Butler lo hizo también estupendamente —dijo Bella con una nota de tímido orgullo en su voz.

—¡Oh, estuvo espléndido! —exclamó Melanie con calor—. Los yanquis no tuvieron más remedio que creer en su testimonio. ¡Estuvo tan admirablemente en todo! Nunca podré demostrarle bastante mi agradecimiento… Ni a ustedes tampoco. ¡Qué buenos son ustedes!

—Muchas gracias, señora Wilkes; era un placer para mí el hacerlo. Yo espero que no la molestaría mucho que yo dijese que el señor Wilkes era asiduo de mi casa. El nunca… ¿sabe usted?

—Sí, ya sé. No, no me molestó nada. ¡Le estoy tan agradecida!

—Apostaría que las otras señoras no me están agradecidas —dijo Bella con repentina amargura—. Y apostaría que tampoco lo están al capitán Butler. Apostaría que lo odian por esto más aún. Apostaría que será usted la única señora que me ha de dar las gracias. Apostaría que ni siquiera me mirarán si me encuentran en la calle. Pero no me importa. No me hubiera importado que colgasen a los maridos de todas ellas. Pero me importaba por el señor Wilkes. No se me ha olvidado lo delicada que estuvo usted conmigo, durante la guerra, en lo del dinero para el hospital. Ni una sola señora en toda la ciudad fue conmigo tan delicada como usted entonces. Yo nunca olvido una atención que me hacen. Y pensé que usted pudiera quedarse viuda con un niño, si ahorcaban al señor Wilkes… Y es tan mono su niño, señora Wilkes. Yo también he tenido un hijo y…

—¡Oh! ¿De veras? ¿Y vive en…?

—¡Oh, no! No está en Atlanta. No ha estado nunca aquí. Está fuera, en un colegio. No lo he visto desde que era pequeñín. Yo… Bueno, hablando de otra cosa, cuando el capitán Butler me pidió que mintiese para salvar a aquellos hombres, yo quise saber quiénes eran, y cuando oí que el señor Wilkes era uno de ellos, no vacilé. Les dije a las muchachas: «¡Os zurraré hasta mataros a todas si no ponéis un cuidado especial en asegurar que estuvisteis con el señor Wilkes todo el tiempo!»

—¡Oh! —dijo Melanie, aún más azorada al enterarse de la amenaza de Bella a sus muchachas—. ¡Eso es muy amable en usted y en ellas también!

—No más de lo que usted merece —repuso Bella con entusiasmo—. Pero no lo hubiera hecho por nadie más. Si hubiera sido por la señora Kennedy, no habría movido un dedo, aunque el capitán Butler dijese lo que quisiese.

—¿Por qué?

—Bien, señora Wilkes, la gente de nuestra profesión se entera de un montón de cosas. ¡Buen susto se llevarían muchas de vuestras encopetadas damas si tuviesen idea de todo lo que sabemos de ellas! Y esa señora no es buena, señora Wilkes. Mató a su marido, y a ese pobre chico Wellburn, lo mismo que si les hubiera disparado un tiro. Hizo que todo el mundo en Atlanta tuviera que hablar de ella, excitando a los negros y a la gentuza. Vamos, si ni una sola de mis muchachas…

—No debe usted decir esas cosas de mi cuñada —dijo Melanie con frialdad.

Bella puso una mano ansiosa en el brazo de Melanie, pero la retiró en seguida.

—Por favor, no me hable así, señora Wilkes. No podría sufrirlo, después de lo buena y cariñosa que ha sido conmigo. Se me olvidó que usted la quiere mucho; siento lo que he dicho. También siento mucho la muerte del pobre señor Kennedy. Era muy buena persona. Yo acostumbraba a comprarle algún género para mi casa y siempre me trató amablemente. Pero la señora Kennedy, sencillamente, no es de la misma categoría que usted, señora Wilkes. Es una mujer sumamente fría, y cuando lo pienso no puedo impedir que… Bueno: ¿cuándo será el entierro del señor Kennedy? —Mañana por la mañana. Pero está usted equivocada en lo que piensa de la señora Kennedy. En estos mismos momentos está postrada por el dolor.

—Tal vez —dijo Bella con evidente incredulidad—. Ea, tengo qué marcharme. Tengo miedo de que alguien pueda reconocer este Éoche si estoy aquí más tiempo. Y si alguna vez me encuentra usted en la calle no necesita usted hablarme, señora Wilkes. Yo me hago cargo.

—Me sentiré orgullosa de hablar con usted, orgullosa de deberle un favor. Y espero que nos volveremos a ver.

—No —repuso Bella—, no estaría bien. Buenas noches.