45

Por la noche, cuando Frank los dejó a ella, a tía Pittypat y a los niños en casa de Melanie, y se fue calle abajo con Ashley, de buena gana Scarlett se hubiera echado a llorar de rabia y de dolor. ¡Cómo era posible que se marchase a un mitin político aquella noche! ¡A un mitin político, y precisamente aquella noche! La misma noche en que ella había sido víctima de un atentado; cuando podía haberle ocurrido cualquier cosa. ¡Qué insensible y qué egoísta era! ¡Pero si lo había tomado todo con una tranquilidad enloquecedora, aun cuando Sam la había llevado a casa sollozando, con el corpino desgarrado hasta la cintura! Y mientras ella, con gemidos entrecortados, le contó su aventura, ni una sola vez había hecho un gesto de espanto. Se había limitado a preguntarle amablemente:

—¿Estás herida, vida mía, o solamente asustada?

La rabia y la ira unidas le habían impedido contestar, y Sam se había apresurado a explicar que estaba sencillamente asustada.

—Yo llegué cuando le habían roto el traje.

—Eres un buen chico, Sam, y no olvidaré lo que has hecho. ¿Hay algo en que yo pueda serte útil?

—Sí señor; déjeme usted volver a Tara lo antes posible. Los yanquis me quieren coger.

Frank había escuchado este ruego sin inmutarse y sin hacer ninguna pregunta. Tenía el mismo aspecto que la noche en que Tony había venido a llamar a su puerta. Consideraba todo aquello como un asunto exclusivamente de hombres y pensaba que debía solucionarse con un mínimo de palabras y emociones.

—Puedes irte en la calesa. Haré que Peter te conduzca hasta Rough y Ready esta noche. Puedes ocultarte en el bosque hasta mañana por la mañana, y entonces tomar el tren para Jonesboro. Será lo más seguro… Y ahora, vida mía, no llores más. Ya ha pasado todo, tú no estás herida. Señorita Pitty, ¿me hace el favor de su frasquito de sales? Mamita, tráigale a la señorita Scarlett un vaso de vino.

Scarlett había prorrumpido en renovados sollozos, esta vez de rabia. Necesitaba mimos, indignación, juramentos de venganza. Hubiera preferido que Frank se hubiese incomodado con ella, que la hubiese reñido, recordándole cuántas veces la había prevenido de lo que iba a ocurrir. Cualquier cosa hubiera sido mejor que ver que lo tomaba con tanta tranquilidad y consideraba su peligro como asunto de poca importancia. Estaba amable y cariñoso, desde luego, pero distraído cual si tuviera cosas mucho más importantes en que pensar.

Y esta cosa tan importante había resultado ser un mitin político.

Apenas podía dar crédito a sus oídos cuando le dijo que se cambiara de traje y se arreglara porque la iba a llevar a casa de Melanie para que pasara allí la tarde. Él debía comprender cuan terrible había sido su angustia, debía saber que no tenía ganas de pasarse toda la tarde en casa de Melanie, cuando su aterido cuerpo y sus excitados nervios estaban necesitando el suave descanso del lecho y de las mantas, con un ladrillo muy caliente que la hiciera reaccionar y un ponche hirviente que calmara sus temores. Si realmente la hubiera querido, nada le habría obligado a separarse de su lado, y menos que nunca aquella noche. Se habría quedado en casa, con la mano de Scarlett entre las suyas, le hubiera dicho una y otra vez que si a ella le hubiese ocurrido algo él habría muerto de dolor. Y cuando volvieran a casa y estuvieran los dos solos ya se lo diría ella así.

El saloncito de Melanie estaba tan tranquilo como todas las noches que Frank y Ashley salían y las mujeres se reunían a coser. La llama de la chimenea daba a la habitación alegría y calor. Una lámpara, colocada sobre la mesa, bañaba con suave luz las cuatro cabezas inclinadas sobre la labor. Cuatro faldas se extendían decorosamente sobre ocho piececitos cómodamente posados en los cojines. La tranquila respiración de Wade, Ella y Beau se oía a través de la entornada puerta del cuarto de los niños. Archie, sentado en un taburete al lado del hogar, con la espalda apoyada en la chimenea, con la boca distendida por el continuo masticar tabaco, trabajaba con su cuchillo un pedazo de madera. El contraste entre el sucio y despeinado anciano y las cuatro pulcras y estiradas señoras era tan grande como si él fuera un perro pardo, viejo y gruñón y ellas cuatro gatitos blancos.

La dulce voz de Melanie tenía un leve matiz de indignación al relatar la reciente salida de tono de las damas arpistas. Estas señoras, no habiendo conseguido llegar a un acuerdo con el Club de Caballeros Aficionados a la Música, a propósito del programa de su próximo recital, habían ido a ver a Melanie aquella tarde con la pretensión de rescindir el contrato. Había sido necesaria toda la diplomacia de Melanie para hacerlas desistir.

Scarlett, excitada, hubiera querido poder gritar: «¡Cállate ya con las damas arpistas!». Estaba deseando contar su terrible aventura, relatarla con todo detalle y aliviar así sus temores, atemorizando a las demás. Quería explicar lo valiente que había sido, para convencerse escuchando sus propias palabras de que efectivamente había sido valiente. Pero, cada vez que sacaba esta conversación, Melanie, hábilmente, la desviaba. Esto irritaba a Scarlett sobre toda ponderación. Melanie era tan egoísta como Frank.

¿Cómo los dos podían estar tan tranquilos cuando a ella le acababa de ocurrir una cosa tan terrible? ¿Cómo podían negarle la satisfacción de hablar de ello? Los acontecimientos de aquella tarde la habían agitado más de lo que ella misma quería reconocer. Cada vez que se acordaba de aquel perverso rostro negro que la espiaba desde las sombras en el oscuro sendero del bosque se estremecía. Cuando ptensaba en aquella negra mano en su pecho, y en lo que hubiera podido ocurrir si gran Sam no hubiese llegado, bajaba la cabeza y cerraba los ojos apretándolos fuertemente. Cuanto más tiempo llevaba sentada en el tranquilo saloncito, procurando coser, más tensos se ponían sus nervios. Sentía que de un momento a otro los iba a oír estallar con el mismo chasquido que produce la cuerda de un banjo al romperse.

El ruido que hacía Archie tallando su madera la molestaba; lo miró, pues, ceñuda. De pronto, se le ocurrió pensar que era raro que él estuviese allí sentado, trabajando su trozo de madera; generalmente, durante aquellos atardeceres en que le tocaba la guardia, solía estar tumbado en el sofá, durmiendo y roncando tan violentamente, que su larga barba saltaba sobre su pecho a cada ronquido. Aún le pareció más raro que ni Melanie ni India le hubiesen rogado que pusiera un papel en el suelo para recoger las virutas. La alfombra de delante de la chimenea estaba cubierta de pedacitos de madera, pero no parecían haberse dado cuenta de ello.

Mientras Scarlett lo miraba, él se volvió rápidamente hacia el hogar y escupió con tal violencia el tabaco que tenía en la boca, que India, Melanie y Pittypat se sobresaltaron como si hubiese estallado una bomba.

—¿Necesita hacer tanto ruido al escupir? —dijo India, con voz tan alterada, que Scarlett la miró sorprendida pues India era siempre un modelo de ecuanimidad.

Archie la miró tranquilamente.

—Confieso que sí —dijo, y escupió otra vez. Melanie miró a India con mirada de reconvención.

—Siempre me he alegrado de que el pobre papá no mascase tabaco —empezó a decir Pitty; pero Melanie frunció el ceño y le dijo las palabras más duras que Scarlett recordaba haberle oído nunca.

—¡Oh, cállate, tía! ¡Qué poco tacto tienes!

—¡Por Dios, querida! —dijo Pittypat, dejando caer la labor sobre su regazo—. No comprendo lo que os pasa a todas esta noche. Parecéis tan excitadas como si os estuviesen pinchando.

Nadie contestó. Melanie ni siquiera se disculpó por su brusquedad y, dominándose, volvió a su labor.

—Estás haciendo unas puntas larguísimas. Tendrás que deshacerlo todo. Pero ¿quieres decirme qué es lo que os pasa?

Melanie siguió sin contestar.

«¿Les ocurriría algo?», se preguntaba Scarlett. ¿Había estado tan absorta en sus propios temores que no se habría dado cuenta? Sí; pese a los esfuerzos de Melanie para hacer que aquella velada pareciese una de tantas como habían pasado juntas, se notaba algo raro en la atmósfera que no podía ser debido únicamente al susto de la alarma por lo que había pasado aquella tarde. Scarlett observó disimuladamente a sus compañeras, interceptando una mirada de India, que la disgustó, pues no era simplemente una mirada fría, sino cargada de odio y de algo más insultante que el desprecio.

«Como si pensara que yo tengo la culpa de lo que me ha ocurrido», se dijo Scarlett indignada.

India se volvió luego a Archie. Su expresión había cambiado, y le miró con velada ansiedad. Pero no encontró sus ojos; en aquel momento Archie los tenía fijos en Scarlett, y en su mirada había el mismo odio y el mismo desprecio que antes en la de India.

Melanie no se preocupó de reanudar la conversación y el silencio reinó en la salita. Se oía el zumbido del viento en la calle. Pronto se convirtió aquello en una velada muy desagradable. Scarlett empezó a notar cierta tensión en la atmósfera, y se preguntaba si habría existido desde el principio y ella habría estado demasiado alterada para observarlo. El semblante de Archie tenía una expresión expectante, y sus peludas orejas se enderezaban como las de un lince. Melanie e India podían a duras penas disimular la inquietud que les hacía levantar la cabeza de la labor cada vez que en el camino resonaban las pisadas de algún caballo, cada vez que las desnudas ramas de los árboles gemían bajo la renovada furia del viento, cada vez que una hoja seca crujía al caer sobre el césped. Se sobresaltaban a cada suave chasquido de los leños que ardían en el hogar, como si fuesen pisadas silenciosas.

Algo marchaba mal y Scarlett se preguntaba lo que era. Algo ocurría de que ella no estaba enterada. Una mirada al ingenuo y regordete rostro de tía Pittypat le dio a entender que la anciana estaba tan ignorante como ella misma. Pero Archie, Melanie e India lo sabían. En el silencio, casi podía oír los pensamientos de India y de Melanie, tan agitados como ardillas en una jaula. Ellas sabían algo, estaban esperando algo, y a pesar de sus esfuerzos no lo podían disimular. Y su inquietud se comunicó a Scarlett, poniéndola aún más nerviosa de lo que estaba. Manejando la aguja, excitada, se la clavó en el dedo y, con un gritito de dolor y disgusto que los sobresaltó a todos, se lo apretó hasta hacer brotar una roja gotita de sangre.

—Estoy demasiado nerviosa para coser —exclamó, tirando al suelo la labor—. Estoy tan nerviosa que me pondría a gritar de buena gana. Quiero irme a casa y meterme en la cama. Frank lo sabía y por lo tanto no debía haber salido. Mucho hablar de proteger a las mujeres contra los negros y los secuestradores, y, cuando le llega la ocasión de protegerlas, ¿dónde está? ¿En casa protegiéndome y cuidándome? Nada de eso. Está armando barullo con un montón de hombres, que tampoco hacen nada más que hablar y…

Sus chispeantes ojos se fijaron en el rostro de India, y se detuvo. La respiración de India era entrecortada, sus claros ojos sin pestañas se fijaban insistentes en el rostro de Scarlett con aterradora frialdad.

—Si no te molesta demasiado, India —dijo ella con acento sarcástico—, te agradecería que me dijeses… ¿por qué estás toda la noche mirándome? ¿Tengo monos en la cara, o qué?

—No me molesta nada decírtelo; lo haré con mucho gusto —repuso India, con los ojos relampagueantes—. Me indigna el verte menospreciar a un hombre tan bueno como Kennedy, cuando, si supieras…

—¡India! —exclamó Melanie deteniéndola, con las manos crispadas sobre su labor.

—Creo conocer a mi marido mejor que tú —y la perspectiva de una pelea, su primera pelea franca con India, calmó los nervios de Scarlett y la colmó de animación. La mirada de Melanie se fijó en la de India, y ésta, dominándose, apretó los labios. Pero casi inmediatamente volvió a hablar y su voz estaba preñada de odio.

—Me pones mala, Scarlett O’Hara, hablando de que te protejan. Te importa poco que te protejan. Si te importara, nunca te habrías expuesto como lo has hecho durante todos estos meses, paseándote por toda la ciudad, luciéndote ante los extraños, esperando que te admiraran. Lo que te ha ocurrido esta tarde es lo que te mereces, y si hubiese justicia en este mundo debía haberte o currido algo peor.

—¡Por Dios, India, cállate! —gritó Melanie.

—Déjala hablar —protestó Scarlett—. Me estoy divirtiendo mucho. Ya sabía yo que me odiaba y que era demasiado hipócrita para confesarlo. Si creyera que alguien la podía admirar, sería capaz de pasearse desnuda por las calles desde la mañana hasta la noche.

India estaba en pie; su delgado cuerpo se estremecía ante el insulto.

—¡Sí, te odio! —dijo con voz clara, aunque temblorosa—. Pero no es hipocresía lo que me impidió decírtelo. Es una cosa que tú no puedes comprender porque no la tienes: buena educación, cortesía. Es la convicción de que si todos nosotros no estamos unidos, y sepultamos nuestros odios, nunca podremos vencer a los yanquis. Pero tú, tú has hecho todo lo que has podido para rebajar el prestigio de las personas decentes, atrayendo escarnio y vergüenza sobre un buen marido, dando a los yanquis y a la gentuza el derecho de reírse de nosotros y a hacer insultantes comentarios a costa nuestra. Los yanquis no saben que tú no eres, que no has sido nunca, uno de los nuestros. Los yanquis no tienen sentido suficiente para darse cuenta de que tú no tienes ninguna distinción. Te has paseado a caballo por los bosques exponiéndote a un ataque, y has expuesto a todas las mujeres decentes de la ciudad a ser atacadas, porque has llevado la tentación ai corazón de los negros y de la gentuza blanca. Y has puesto la vida de nuestros hombres en peligro porque han ido a…

—¡Dios mío! —gritó Melanie; y, aun en medio de su ira, Scarlett se sintió asombrada al oír a Melanie pronunciar el nombre de Dios en vano—. Debes callarte. Ella no lo sabe, y… Debes callarte; lo has prometido.

—¡Niñas! —imploró tía Pittypat, con labios temblorosos.

—¿Qué pasa que yo no pueda saber?

Scarlett, furiosa, se había puesto en pie contemplando el frío rostro de India y el de la suplicante Melanie.

—Parecen ustedes gallinas en el corral —dijo de pronto Archie, con acento de disgusto. Y, antes de que nadie hubiera tenido tiempo de protestar, alzó la cabeza y se levantó rápidamente—. Alguien llega por el sendero y no es el señor Wilkes; cesen el cacareo.

Su voz sonaba con autoridad varonil. Las mujeres callaron inmediatamente; la cólera se borró de sus semblantes, mientras él cruzaba ligero la habitación para ir a la puerta.

—¿Quién está ahí? —preguntó, sin dar al visitante tiempo para que llamara.

—El capitán Butler. Déjeme entrar.

Melanie cruzó la habitación tan rápidamente, que los aros de su miriñaque se agitaron con violencia, dejando ver sus enaguas casi hasta la rodilla, y, antes de que Archie pudiera poner la mano en el pomo, ella abrió la puerta por completo. Rhett Butler estaba en el umbral, con el ancho sombrero negro hundido hasta los ojos; el viento huracanado le ceñía al cuerpo los pliegues de la amplia capa. Por primera vez olvidó sus corteses modales. Ni siquiera se quitó el sombrero, ni pareció ver a las demás personas de la estancia. No tenía ojos más que para Melanie; sin pensar ni en saludarla le dijo bruscamente:

—¿Adonde han ido? ¡Dígamelo pronto! Es cuestión de vida o muerte.

Scarlett y Pittypat, llenas de sobresalto, se miraron desconcertadas, como gatas acorraladas. India cruzó la habitación, poniéndose al lado de Melanie.

—No se lo digas —gritó—. Es un espía, es de los enemigos.

Rhett ni siquiera la miró.

—¡Pronto, señora Wilkes; tal vez sea tiempo aún!

Melanie estaba paralizada por el terror y no hacía más que mirar a Rhett fijamente.

—Pero ¿qué…? —balbuceó Scarlett.

—¡Cállese! —le gritó Archie—. ¡Y usted también, señorita Melanie! ¡Largo pronto de aquí, demonio! ¡Vayase de una vez, condenado!

—No, Archie, no —dijo Melanie poniendo una mano temblorosa sobre el brazo de Rhett, como para protegerle de Archie—. ¿Qué ha ocurrido? Pero ¿cómo… ¿Cómo es posible que sepa…?

En el oscuro rostro de Rhett la impaciencia luchaba con la cortesía.

—¡Dios santo, señora Wilkes! Han estado todos vigilados desde el principio, sólo que habían sido demasiado listos, hasta esta noche. ¿Que cómo lo sé? Estaba jugando al poker esta noche con dos capitanes yanquis borrachos, y lo han dejado escapar. Los yanquis sabían que iba a haber jaleo esta noche y estaban preparados. Los muy locos se han metido en una trampa.

Por un momento pareció como si Melanie se tambalease bajo un rudo golpe. Rhett la sostuvo pasándole el brazo por la cintura.

—No se lo digas; quiere engañarte —protestó India con furia—. ¿No le has oído que ha estado con unos oficiales yanquis esta noche?

Ni siquiera entonces la miró Rhett; sus ojos se fijaban con ansiedad en el lívido rostro de Melanie.

—Dígame adonde iban. ¿Tenían algún lugar de cita?

A pesar de su miedo y de su falta de comprensión, Scarlett pensó que nunca había visto una cara más pálida e inexpresiva que la de Rhett; pero indudablemente Melanie vio algo más, algo que le hizo entregarle su confianza. Se enderezó, desasiendo su menudo cuerpo del brazo de Rhett. Y dijo lentamente con voz estremecida:

—Fuera del camino de Decatur, cerca de Shantytown. Se reúnen en un sótano de la plantación del viejo Sullivan, en una casa medio quemada.

—Gracias. Iré al galope. Cuando vengan los yanquis aquí, finjan no saber nada de esto.

Desapareció tan rápidamente, hundiéndose en la oscuridad con su capa negra, que apenas pudieran creer que había estado allí, hasta que oyeron el crujido de la grava y el desenfrenado galopar de un caballo.

—¡Venir aquí los yanquis! —gritó tía Pittypat, y girando sobre sus piececitos cayó desplomada en el sofá, demasiado espantada para poder llorar.

—¿Pero qué es lo que ocurre? ¿Qué quería decir? Si no me lo explicáis me volveré loca —dijo Scarlett cogiendo a Melanie por los brazos y sacudiéndola, como si de este modo pretendiera arrancarle una explicación.

—¿Que qué ocurre? Que por tu culpa probablemente Ashley y Kennedy han ido a la muerte. —A pesar del tremendo pánico, había una nota de triunfo en la voz de India—. Deja en paz a Melanie; se va a desmayar.

—Nada de eso —balbuceó Melanie, agarrándose al respaldo de una silla.

—¡Dios mío, Dios mío! ¿Matar a Ashley? ¡Por favor, explicadme!…

La voz de Archie rechinó como un gozne mohoso, cortando las palabras de Scarlett.

—¡Siéntense! —ordenó brevemente—. Cojan su labor. Cosan como si no hubiera pasado nada. Por lo que sabemos, los yanquis deben de estar espiándonos desde el anochecer. Siéntense, les digo, y cosan.

Obedecieron temblando; hasta Pittypat cogió su calcetín con temblorosos dedos, mientras sus ojos miraban a todos en demanda de una explicación.

—¿Dónde está Ashley, Melanie? ¿Qué le ha ocurrido? —gritó Scarlett.

—¿Dónde está tu marido? ¿No sientes interés por él? —Los claros ojos de India brillaban con malsano fulgor, mientras recogía y desarrugaba la toalla rota que había estado zurciendo.

—¡India, por favor! —Melanie dominaba su voz, pero su pálido y contraído rostro y su inquieta mirada revelaban la tensión que la poseía—. Scarlett, tal vez debiéramos habértelo dicho, pero habías pasado tanto esta tarde, que nosotros, que Frank pensó… Y además te exaltabas tanto contra el Klan…

—¿ElKlan?

Al principio, Scarlett pronunció la palabra como si nunca la hubiera oído y no comprendiese su significado.

—¡El Klan! —chilló más que dijo—. Ashley no es del Klan. ¡Frank no puede serlo! Me lo prometió.

—Ya lo creo que sí. Kennedy es del Klan y Ashley también, y todos los hombres que conocemos —gritó India—. Son hombres. ¿Comprendes? Y hombres blancos, y hombres del Sur. Deberías estar orgullosa de él, en lugar de obligarlo a deslizarse como una culebra cada vez que tenía que ir, como si fuese algo vergonzoso, y…

—¡Y todas lo habéis sabido todo este tiempo y yo no!

—Teníamos miedo que te disgustases —dijo Melanie, enfadada.

—¿De modo que allí es adonde van, cuando yo los creo en los mítines políticos? ¡Oh, y me había prometido…! ¡Ahora los yanquis irán y confiscarán mis serrerías y mi casa y lo meterán en la cárcel! ¡Oh! ¿Qué significa lo que decía Rhett Butler?

Las miradas de India y Melanie se cruzaron llenas de loco temor. Scarlett se levantó violentamente tirando la labor.

—Si no me lo decís, me marcharé a la calle y me enteraré. Se lo preguntaré a todo el mundo y conseguiré enterarme…

—Siéntese —dijo Archie, mirándola con fijeza—. Yo se lo diré. Como usted salió a pavonearse esta tarde, y por su propia culpa se metió en un lío, el señor Wilkes y el señor Kennedy y los otros hombres han salido esta noche para matar a ese negro y a ese hombre blanco si consiguen cogerlos, y limpiar de bandidos toda Shantytown. Y, si lo que ese demonio nos dijo es verdad, los yanquis han sospechado algo, o se han enterado por algún medio, y han enviado tropas a desembarazarse de ellos. Nuestros hombres se han metido en una trampa. Y si lo que Butler dijo no es verdad, entonces es un espía y habría ido a entregarlos a los yanquis, y los matarán lo mismo. Y, si Butler los entrega a los yanquis, entonces yo lo mataré a él y será el último acto de mi vida. Y, si no los matan, entonces tendrán que marcharse todos a Texas y rendirse y tal vez no vuelvan nunca. Y todo por su culpa; sus manos están, pues, manchadas de sangre.

El temor cedió el paso a la ira en el rostro de Melanie, al ver reflejarse en el de Scarlett, primero, lentamente, la comprensión, y luego un horror indescriptible. Se levantó y apoyó su mano en el hombro de Scarlett.

—¡Una sola palabra más, y sale para siempre de esta casa, Archie! —dijo severamente—. No es culpa suya. Ella únicamente ha hecho… ha hecho lo que creía que debía hacer. Todos no pensamos lo mismo, ni obramos lo mismo, y es una equivocación el juzgar a los demás, por nosotros. ¿Cómo pueden India y usted decirle cosas tan crueles, cuando su marido, igual que el mío, acaso…, acaso…

—Escuchen —dijo Archie en voz queda—. Siéntense, se oyen caballos. —Melanie se dejó caer en una silla y cogió una camisa de Ashley e inconscientemente empezó a desgarrar en tiras la pechera.

El ruido de los cascos se hizo más fuerte, al acercarse los caballos a la casa. Se distinguía el chasquido de los bocados, el tirar de las riendas y el ruido de las voces. Al detenerse las pisadas delante de la casa, una voz se elevó sobre las demás dando una orden, y las que escuchaban oyeron pasos que atravesaban un patio, por una puerta trasera. Sintieron que un millar de ojos enemigos las espiaban a través de las ventanas sin persianas, y las cuatro mujeres, con el corazón rebosante de pánico, inclinaron las cabezas y se aplicaron a la labor. Scarlett murmuraba para sus adentros: «He matado a Ashley. Lo he matado». Y en aquel espantoso momento no se le ocurría siquiera pensar que también podía haber matado a Frank. No había lugar en su imaginación más que para la imagen de Ashley tendido a los pies de los soldados yanquis, con el rubio cabello teñido en sangre.

Cuando resonó en la puerta la impaciente llamada de los yanquis, Scarlett miró a Melanie y vio como su pálido rostro cambiaba hasta volverse tan inexpresivo y su mirada tan indiferente como la del jugador de poker que hace una apuesta con una jugada ínfima. —Abra la puerta, Archie —dijo tranquila.

Deslizando el cuchillo en la polaina y aflojando la pistola en el cinturón, Archie cruzó la estancia y abrió la puerta de par en par. Pittypat lanzó un pequeño chillido, como el ratón que siente cerrarse ante él, la ratonera, al ver agolpados a la puerta a un capitán yanqui y un pelotón de capotes azules. Pero las otras no dijeron nada. Scarlett vio con una ligerísima sensación de alivio que el oficial era conocido suyo. Era el capitán Tomás Jaffery, uno de los amigos de Rhett, y ella le había vendido madera para la construcción de su casa. Sabía que se trataba de un caballero. Tal vez como era un caballero no las metería en la cárcel. Él la reconoció en seguida y, quitándose el sombrero, la saludó, algo turbado.

—Buenas noches, señora Kennedy. —Y preguntó, volviéndose a las otras—: ¿Quién de ustedes es la señora Wilkes?

—Yo soy la mujer de Wilkes —contestó Melanie, levantándose, y toda su diminuta figura irradiaba dignidad—. ¿Puedo saber a qué debo esta intrusión?

Los ojos del capitán recorrieron rápidamente toda la habitación se fijaron en cada rostro, pasando luego a la mesa y al perchero, como en busca de alguna señal que le indicara si podían encontrarse los hombres en la casa.

—Desearía hablar con el señor Wilkes y el señor Kennedy.

—No están aquí —dijo Melanie con voz estremecida.

—¿Está usted segura?

—¿Duda usted de la palabra de la señora Wilkes? —exclamó Archie, temblando de rabia.

—Le ruego me perdone, señora, no quería ofenderla. Si me da usted su palabra no registraré la casa.

—Tiene usted mi palabra. Pero registre si quiere. Están en una reunión, en la ciudad, en el almacén del señor Kennedy.

Él saludó brevemente y salió cerrando la puerta. Los de la casa oyeron una orden ahogada por el viento.

—Rodeen la casa; un hombre en cada ventana y en la puerta.

Se oyó ruido de pasos. Scarlett reprimió un estremecimiento de terror al divisar vagamente rostros barbudos que las vigilaban a través de los cristales. Melanie se sentó y con mano firme cogió un libro de encima de la mesa. Era un ejemplar en rústica de Los Miserables, ese libro que había hecho las delicias de los soldados confederados. Lo leían a la luz de los fuegos del campamento y sentían cierto placer llamándolo Lee’s Miserables[25]. Lo abrió al azar y empezó a leer con voz clara y monótona.

—¡Cosan! —ordenó Archie con autoritario cuchicheo; y las tres mujeres, fortalecidas, por la fría voz de Melanie, recogieron sus labores e inclinaron las cabezas.

¿Cuánto tiempo leyó Melanie bajo aquel círculo de ojos vigilantes? Scarlett no lo supo nunca, pero le parecieron horas. No entendía ni una palabra de la lectura. Ahora empezaba a acordarse también de Frank y no sólo de Ashley. Así que ésa era la explicación de su aparente calma aquella tarde. Le había prometido que nunca tendría nada que ver con el Klan. ¡Oh, éstos eran precisamente los trastornos que ella había temido que le sobreviniesen! Toda la labor de aquel último año había sido inútil. Todas sus luchas, temores y trabajos se habían perdido. ¿Quién hubiera pensado que el frío e indiferente Frank se mezclara en aquellas locas aventuras del Klan? ¡Sí; era probable que en aquellos momentos ya estuviese muerto! Y, si no estaba ya muerto y los yanquis lo cogían, le ahorcarían y a Ashley también.

Se hundió las uñas en la palma de la mano, hasta que se formaron en ella cuatro medias lunas de un rojo brillante. ¿Cómo podía Melanie leer con aquella tranquilidad cuando Ashley estaba en peligro de ser ahorcado, cuando podía estar muerto? Pero algo en la serena voz de Melanie leyendo las peripecias de Jean Valjean la tranquilizaba y le impedía saltar y empezar a gritar.

Su mente retrocedió a aquella noche en que Tony Fontaine, perseguido y exhausto, sin un céntimo, había acudido a ellos. Si no hubiera llegado a su casa y recibido dinero y un caballo fresco, lo habrían ahorcado desde hacía mucho. Si Frank y Ashley no habían muerto ya en estos momentos, estarían en la misma situación y aún peor que Tony entonces. Con la casa cercada, no podían aproximarse a ella y coger dinero y ropas sin que los capturasen; y probablemente todas las casas de la calle estarían igualmente vigiladas por los yanquis, de modo que no podrían recurrir a los amigos en demanda de ayuda. Tal vez ahora estarían cabalgando como locos en dirección a Texas.

Pero tal vez Rhett los habría alcanzado a tiempo. Rhett siempre llevaba encima grandes cantidades de dinero. Acaso accediese a prestarles lo suficiente para que se marchasen. Pero esto era absurdo. ¿Por qué se iba a molestar por la seguridad de Ashley? Era seguro que no tenía por él la menor simpatía. Seguro que sentía cierto desprecio por él. Entonces, ¿por qué…? Pero tales cavilaciones hicieron crecer sus temores por la salvación de Ashley y de Frank.

«¡Oh, todo ha sido por mi culpa! —se lamentaba para sus adentros—. India y Archie dijeron la verdad. Pero yo nunca pensé que ninguno de ellos iba a ser tan loco que se afiliase al Klan. Y yo nunca creí que pudiera ocurrirme nada. Pero no podía haber obrado de otra manera. Melanie dijo la verdad. Cada uno tiene que hacer lo que debe. Y yo debía tener mis serrerías en marcha. Necesitaba dinero. Ahora probablemente lo perderé todo; y habrá sido por mi culpa.» Después de un gran rato de lectura, la voz de Melanie vaciló, arrastró algunas palabras y por fin quedó en silencio. Se volvió hacia la ventana y miró como si ningún soldado yanqui la mirara a ella desde el otro lado de los cristales. Las otras levantaron la cabeza sorprendidas por su actitud atenta, y ellas también atendieron. Se oía ruido de cascos de caballo, y una canción ahogada por las cerradas puertas y ventanas, apagada por el viento, pero aún reconocible. Era el más odiado y odioso de todos los cantos, el canto de los hombres de Sherman: «Marchando a través de Georgia», y era Rhett Butler el que lo cantaba.

Apenas había terminado los primeros compases cuando otras dos voces le interrumpieron, voces de borrachos, rabiosas y alocadas que tropezaban en las palabras y las confundían. Hubo una breve orden del capitán Jaffery delante del porche y rápido movimiento de pies. Pero aun antes de que se oyesen esos ruidos las señoras se miraron Unas a otras estupefactas porque las voces de borracho que escandalizaban en unión de Rhett eran las de Ashley y Hugh Elsing. Se oyeron voces más fuertes en el camino principal: la del capitán Jaffrey, breve e interrogante; la de Hugh, chillona, con locas carcajadas; la de Rhett, rotunda y atrevida, y la extraña e irreal de Ashley gritando a voz en grito:

—¿Qué diablos ocurre? ¿Qué diablos ocurre?

«No puede ser Ashley —pensó Scarlett enloquecida—. Ashley no se emborracha nunca. Y Rhett, ¿cómo es posible? Cuando Rhett se emborracha, se va quedando cada vez más tranquilo, nunca se exalta como ahora.»

Melanie se levantó y con ella Archie. Oyeron la aguda voz del capitán:

—Estos dos hombres quedan detenidos.

La mano de Archie se cerró sobre la culata de su pistola.

—No —susurró Melanie con firmeza—. No, déjamelo a mí.

Había en su rostro la misma mirada que Scarlett recordaba haberle visto aquel día en Tara, cuando Melanie, de pie en lo alto de los escalones, contemplaba al yanqui muerto, mientras de su frágil puño se desprendía el pesado sable. Un alma dulce y tímida, vigorizada por las circunstancias hasta la furia de una tigresa. Abrió la puerta de par en par.

—Métalo dentro, capitán Butler —llamó con un acento claro cargado de odio—. Supongo que habéis conseguido emborracharlo otra vez. Métalo dentro.

Desde el oscuro y sinuoso sendero, el capitán yanqui habló: —Lo siento señora Wilkes, pero su esposo y el señor Elsing están detenidos.

—¿Detenidos? ¿Por qué? ¿Por embriaguez? Si a todo el que se embriaga en Atlanta lo arrestaran, la guarnición yanqui entera se pasaría la vida en el calabozo. Bien, métalo en casa, capitán Butler, suponiendo que sea usted capaz de andar.

La inteligencia de Scarlett parecía en estado de embotamiento. Durante unos instante no pudo comprender nada. Ella sabía que ni Rhett ni Ashley estaban bebidos y estaba segura de que Melanie lo sabía también. Y sin embargo allí estaba Melanie, tan agradable y refinada corrientemente, gritando como una arpía, y delante de los yanquis para más vergüenza, que los dos estaban demasiado borrachos para poder andar siquiera.

Hubo una breve discusión salpicada de juramentos, y unos pies inseguros ascendieron los escalones. En el umbral apareció Ashley, con la cara lívida, bamboleándosele la cabeza, el brillante cabello despeinado, con su larga figura envuelta de la cabeza a los pies en la negra capa de Rhett. Hugh Elsing y Rhett, ninguno de los dos demasiado firme sobre sus pies, lo sostenían a cada lado, y era obvio que de no haber sido por su ayuda hubiera caído al suelo. Detrás de eÜos llegaba el capitán yanqui; su rostro era una mezcla de sospecha y burla. Permaneció en pie ante la puerta abierta; sus hombres, llenos de curiosidad, se asomaban por encima de sus hombros. El aire frío barrió la habitación.

Scarlett, asustada e intrigada, miró a Melanie y luego al agotado Ashley, y poco a poco empezó a comprender. Iba a gritar: «¡Pero si no puede estar bebido!». Mas ahogó sus palabras. Comprendió que estaba presenciando una comedia, una desesperada comedia en la que se jugaban las vidas de aquellos hombres. Se dio cuenta de que ni ella ni tía Pittypat tomaban parte en la representación. Pero todos los demás sí, y se lanzaban réplicas uno a otro como los actores de un drama bien ensayado. Sólo entendió a medias, pero lo suficiente para callarse.

—¡Póngalo en la silla! —gritó Melanie indignada—. Y usted, capitán Butler, salga de esta casa inmediatamente. ¿Cómo se atreve usted a presentarse delante de mí, trayéndomelo otra vez de ese modo?

Los dos hombres instalaron a Ashley en una mecedora, y Rhett, tambaleándose, se agarró al respaldo de la silla para sostenerse y se dirigió al capitán con voz de disgusto:

—Bonito modo de darme las gracias, ¿verdad? Yo por evitar que la policía lo recogiera y lo trajera a casa y él vociferando y queriendo arañarme.

—¡Y tú, Hugh Elsing, me avergüenzo de ti! ¿Qué diría tu pobre madre? Bebido y de juerga con un amigo de los yanquis como el capitán Butler.

—¡Cielos, señor Wilkes! ¿Cómo ha podido hacer tal cosa? —Melanie, yo no estoy tan, tan… bebido —balbuceó Ashley; y con estas palabras cayó de bruces sobre la mesa con la cabeza sepultada entre los brazos.

—Archie, llévatelo a su cuarto y mételo en la cama, como siempre —ordenó Melanie—. Tía Pitty, por favor, corre a arreglarle la cama y… —De repente prorrumpió en sollozos—. Oh, ¿cómo ha podido, después de tanto como me prometió…

Archie había pasado el brazo por los hombros de Ashley, y Pittypat, asustada e inquieta, se había levantado, cuando el capitán se interpuso. —¡No lo toquen! Está detenido. ¡Sargento!

Al adelantarse el sargento arrastrando el rifle, Rhett, haciendo visibles esfuerzos por sostenerse, apoyó su mano en el brazo del capitán y con dificultad dirigió hacia él su mirada.

—¿Por qué lo arrestas, Tomás? No está tan bebido. Otras veces lo he visto peor.

—¡Al diablo la bebida! Por mí puede dormir en la cuneta si quiere: poco me importa. Yo no soy policía. Él y el señor Elsing están detenidos por complicidad en una salida del Klan esta noche, en Shantytown. Un negro y un hombre blanco han sido muertos. El señor Wükes era el que los dirigía.

—¿Esta noche? —Rhett se echó a reír. Reía tan locamente que tuvo que sentarse en el sofá y apoyar la cabeza entre las manos—. Esta noche es imposible, Tomás —dijo cuando por fin pudo hablar—. Los dos han estado conmigo esta noche, desde las ocho, cuando los creían en el mitin.

—¿Contigo, Rhett? Pero… —Frunció el ceño, y miró indeciso al dormido Wilkes y a su desconsolada mujer—. Pero… ¿dónde estabais?

—No me hace mucha gracia decirlo —repuso Rhett, lanzando una astuta mirada de beodo a Melanie.

—Preferirías…

—Salgamos al porche y allí te diré dónde estábamos.

—Dímelo ahora.

—Me molesta decirlo delante de señoras. Si ustedes, señoras, quisieran salir a otra habitación…

—No saldré —gritó Melanie, limpiándose furiosamente los ojos con su pañuelo—. Tengo derecho a saber dónde estaba mi marido. ¡Tengo derecho!

—En casa de Bella Watling —dijo Rhett, con acento confuso—. Él estaba allí, y Hugh, y Frank Kennedy, y el doctor Meade, y… una porción más. Teníamos una juerga. Una juerga estupenda. Champañia, mujeres…

—¿En casa de Bella Watling?

La voz de Melanie sonó con un dolor tal, que todas las miradas se volvieron asustadas hacia ella. Llevóse al pecho las crispadas manos y antes de que Archie pudiera sostenerla cayó al suelo desmayada. Se produjo una gran confusión. Archie la levantó, India corrió a la cocina a buscar agua, Pittypat y Scarlett la abanicaban y le frotaban las muñecas, mientras Hugh Elsing gritaba una y otra vez:

—¡Buena la habéis hecho! ¡Buena la habéis hecho!

—¡Ahora se va a enterar toda la ciudad! —gritó furioso Rhett—. Ya puedes estar satisfecho, Tomás. Mañana no habrá una mujer en toda Atlanta que dirija la palabra a su marido.

—¡Diablos, no tenía ni idea! —A pesar del viento helado que entraba de la puerta abierta a su espalda, el capitán estaba sudando—. Pero, vamos a ver: ¿Repites bajo juramento que estaban en… en casa de Bella?

—¡Demonios, sí! —gruñó Rhett—. Ve y pregúntaselo a la misma Bella, si no me crees a mí. Y ahora déjame llevar a la señora Wilkes a su habitación. Démela, Archie. Si puedo llevarla… Señorita Pitty, vaya delante con una lámpara.

Tomó sin esfuerzo alguno el frágil cuerpo de Melanie de los brazos de Archie.

—Usted lleve al señor Wilkes a su cuarto, Archie. No volveré a poner mis manos en él después de lo de esta noche.

Las manos de Pitty temblaban de tal modo, que la lámpara era un peligro para la seguridad de la casa; pero no obstante la sostuvo y caminó con ella hacia la oscura habitación. Archie, con un gruñido, cogió por los hombros a Ashley y lo llevó.

—Pero… yo he venido a arrestar a estos hombres.

Rhett se volvió en el sombrío camino.

—Arréstalos por la mañana, entonces. No pueden ir muy lejos en este estado, y es la primera vez que oigo decir que sea ilegal el emborracharse en una casa de placer. Por Dios santo, Tomás, hay cincuenta testigos para probar que estaban en casa de Bella.

—Siempre hay cincuenta testigos para probar que un hombre del Sur estaba allí donde no es cierto que estuviese —murmuró el capitán, malhumorado—. Usted, venga conmigo, señor Elsing. Dejaré al señor Wilkes bajo palabra de…

—Yo soy hermana del señor Wilkes y puedo responder de que no saldrá de aquí —dijo India fríamente—. Y ahora, ¿quiere hacer el favor de marcharse? Ya ha causado suficiente trastorno para una noche.

—Lo lamento muchísimo. —El capitán se inclinó violento—. Deseo que pueda probar su presencia en… casa de la… señorita Watling. Me hará el favor de decirle a su hermano que tendrán que comparecer ante el preboste de la gendarmería, mañana por la mañana, para el interrogatorio.

India se inclinó secamente y, poniendo la mano en el pomo de la puerta, indicó que la rápida marcha del capitán sería vista con agrado. El capitán y el sargento se retiraron, y con ellos Hugh Elsing; día cerró violentamente con un portazo. Sin siquiera mirar a Scarlett, se dirigió una después de otra a cada ventana y bajó las persianas. Scarlett, con las rodillas temblorosas, se agarró para sostenerse a la silla en que Ashley había estado sentado. Al mirarla distraídamente, vio una oscura mancha húmeda, más grande que su mano, en el respaldo de la silla. Intrigada, la tocó, y observó con espanto que ¿parecía en su palma una raya roja.

—India —balbuceó—, Ashley… ¿Está herido?

—Pero, loca, ¿creíste realmente que estaba borracho?

India dejó caer la última persiana y se precipitó volando en la alcoba, con Scarlett, terriblemente angustiada, pisándole los talones. El corpachón de Rhett interceptaba la puerta, pero por encima de su hombro Scarlett pudo ver a Ashley, que pálido y rígido yacía en el lecho. Melanie, con agilidad extraña en una persona que acaba de sufrir un desmayo, cortaba rápidamente con unas tijeras de bordar la camisa de Ashley manchada de sangre. Archie sostenía una lámpara sobre el lecho para alumbrar, y uno de sus encallecidos dedos estaba en el puño de Ashley.

—¿Está muerto? —exclamaron a una las dos muchachas.

—No, simplemente desvanecido por la pérdida de sangre. Es una herida en el hombro —dijo Rhett.

—¿Para qué lo ha traído aquí, insensato? —gritó India—. Déjeme ir con él. Déjeme pasar. ¿Para qué lo ha traído aquí? ¿Para que lo arresten?

—Estaba demasiado débil para viajar. No había ningún otro sitio «donde llevarlo, señorita Wilkes. Además, ¿quiere usted verlo en el lestierro como a Tony Fontaine? ¿Querría usted que más de una docena de vecinos suyos tuvieran que vivir en Texas, bajo nombres supuestos por el resto de su vida? Hay una posibilidad; podemos larvarios a todos si Bella…

—Déjeme pasar.

—No, señorita Wilkes, hay también trabajo para usted. Tiene usted que ir a llamar a un médico, no al doctor Meade. Está complicado en esto y probablemente ahora estará explicándose con los yanquis. Traiga algún otro médico. ¿Tiene usted miedo a salir sola por la noche?

—No —dijo India, brillándole los claros ojos—, no tengo miedo. —Cogió la capa con capucha de Melanie, que estaba colgada en una percha del vestíbulo—. Iré a buscar al doctor Dean. —Con gran esfuerzo consiguió serenar su voz—. Siento mucho haberle llamado espía y loco. No comprendía… Le estoy profundamente agradecida por cuanto ha hecho por Ashley… Pero le desprecio a pesar de todo.

—Estimo la franqueza, y le doy las gracias por ella. —Rhett se inclinó y sus labios se fruncieron en una sonrisa divertida—. Y ahora vaya de prisa por caminos poco frecuentados, y a la vuelta no entre en casa si ve la menor señal de soldados en sus alrededores.

India lanzó una última mirada de angustia a su hermano, se embozó en su capa y, corriendo ligera a través del vestíbulo, desapareció silenciosamente en la noche por la puerta trasera.

Scarlett, contemplando a Ashley desde un lado de la habitación, se sintió emocionada al verle abrir los ojos. Melanie cogió una toalla limpia del estante del lavabo, la apretó contra su hombro sangrante y él sonrió débilmente procurando tranquilizarla. Scarlett notó fijos en ella los penetrantes ojos de Rhett, sintió que su corazón se reflejaba plenamente en su rostro, pero no le importó. Ashley estaba desangrándose, tal vez muriéndose, y ella, que le quería con toda su alma, era quien había abierto aquel agujero en su hombro. Deseaba correr a la cama, dejarse caer a su lado y estrecharle en sus brazos; pero sus rodillas temblaban de tal modo que no podía ni entrar en la habitación. Con la mano apoyada en la boca contemplaba fijamente cómo Melanie ponía otra toalla sobre la herida, apretándola mucho, cual si quisiera retener la sangre dentro de su cuerpo. Pero la toalla se enrojecía como por arte de magia.

¿Cómo podía un hombre sangrar tanto y vivir todavía? Pero, gracias a Dios, no había burbujas de sangre en sus labios. ¡Oh, aquellas espantosas burbujas sanguinolentas, precursoras de la muerte, que ella conocía tan bien desde el espantoso día de la batalla de Peachtree Creek, cuando los huidos habían caído en el césped de tía Pittypat con las bocas ensangrentadas!

—Anímese —dijo Rhett; y había un leve matiz de escarnio en su voz—, no se va a morir. Ahora coja la lámpara y sosténgala para alumbrar a la señora de Wilkes. Necesito a Archie para unos recados.

Archie miró a Rhett a la luz de la lámpara.

—No recibo órdenes de usted —dijo brevemente, moviendo en la boca el tabaco que mascaba.

—Haz lo que él mande —dijo Melanie—, y hazlo pronto. Haced todo lo que el capitán Butler diga. Scarlett, coge la lámpara.

Scarlett se adelantó y tomó la lámpara, sosteniéndola con ambas manos para que no se le cayera. Ashley había cerrado de nuevo los ojos. Su pecho se levantaba despacio y se hundía rápido, y el rojo se deslizaba por entre los valientes deditos de Melanie. Confusamente oyó a Archie atravesar la habitación y oyó a Rhett hablar con rápidas palabras. Su imaginación estaba tan pendiente de Ashley que de las primeraspalabras de Rhett sólo entendió:

—¡Coja mi caballo… atado fuera… y corra como el viento!

Archie murmuró alguna pregunta, y Scarlett oyó contestar a Rhett:

—La plantación del viejo Sullivan. Encontrará los trajes levantando la chimenea. Quémelos.

—¡Hum! —gruñó Archie.

—Y hay dos… hombres en el sótano. Colóquelos sobre el caballo lo mejor que pueda y lléveselos al solar que hay detrás de casa de Bella, el que está entre la casa y el tendido del ferrocarril. Tenga cuidado. Si alguien le ve, le ahorcarán lo mismo que a todos nosotros. Déjelos en ese solar y ponga unas pistolas a su lado. Tome. Aquí tiene las mías.

Scarlett, mirando a través del cuarto, vio a Rhett levantar los faldones de su capote y sacar dos pistolas, que Archie cogió y hundió en su ancho cinturón.

—Dispare una bala de cada uno; debe aparecer como un caso de riña. ¿Comprende?

Archie movió la cabeza cual si comprendiera admirablemente, y un involuntario relámpago de respeto brilló en sus fríos ojos. Pero Scarlett estaba aún muy lejos de comprender. La última media hora había sido tan de pesadilla, que le hacía el efecto de que ya nunca nada volvería a ser sencillo y claro. Sin embargo, Rhett parecía perfectamente dueño de la situación y eso era un pequeño alivio.

Archie se disponía a marcharse; de pronto volvió la cabeza y luego miró a Rhett inquisitivamente.

—¿Él?

—Sí. Archie gruñó y escupió en el suelo.

—¡Demonios! —dijo mientras cruzaba renqueando la habitación lacia la puerta posterior.

Algo en el último intercambio de palabras en voz queda que hizo nacer en el pecho de Scarlett nuevos temores y sospechas que crecían como espumeante burbuja. Y cuando la burbuja se rompió…

—¿Dónde está Frank?

Rhett llegó ligero atravesando el cuarto. Se acercó a la cama; su corpulenta figura se deslizaba tan silenciosa como la de un gato.

—Cada cosa a su tiempo —dijo con una leve sonrisa—. Tenga firme la lámpara, Scarlett. No querrá usted abrasar al señor Wilkes, señorita Melanie…

Melanie levantó la vista como un buen soldado en espera de una orden, y tan forzada era la situación que no se le ocurrió pensar que por primera vez Rhett la estaba llamando familiarmente por el nombre que sólo la familia y los amigos antiguos usaban.

—Le ruego me perdone, quería decir señora Wilkes…

—¡Oh, capitán Butler, no me pida perdón! Me sentiré honrada si me llama usted Melanie sin el señorita. Me siento como si fuera usted mi…, mi hermano o… mi primo. ¡Qué bueno es usted y qué inteligente! ¿Cómo podré nunca agradecerle lo bastante…

—Gracias —dijo Rhett, y por un momento pareció casi azorado—. Nunca hubiera esperado tanto. Señorita Melanie —y su voz tenía un matiz cual si se disculpase—, siento haber dicho que el señor Wilkes estaba en casa de Bella Watling, siento haberlos envuelto, a él y a los otros, en… Pero tenía que discurrir rápidamente mientras galopaba en su busca, y éste fue el único plan que se me ocurrió. Sabía que mi palabra sería aceptada, porque tengo muchos amigos entre los oficiales yanquis. Me hacen el dudoso honor de considerarme casi como uno de los suyos porque conocen mi… ¿llamémosla impopularidad?, entre mis conciudadanos. Yo, ¿ve usted?, estaba jugando al poker a primera hora del anochecer en el bar de Bella. Hay docenas de soldados yanquis que pueden afirmarlo. Y Bella y sus muchachas estarán encantadas de jurar y perjurar que el señor Wilkes y los otros estuvieron arriba todo el tiempo. Y los yanquis las creerán. Los yanquis son raros en algunas cosas. No se les ocurre pensar ni remotamente que mujeres de esa… profesión sean capaces de lealtad y patriotismo intensos. Los yanquis no creerían en la palabra de una de las más encantadoras damas de Atlanta respecto a lo que se refiere a los caballeros que se supone estuvieron en el mitin, pero creerán en la palabra de… esas otras mujeres. Y yo espero que entre la palabra de honor de un scallawag y la de una docena de esas señoras tenemos alguna probabilidad de saCharles del aprieto.

Había en su rostro, al pronunciar estas últimas palabras, una mueca sardónica, pero se borró cuando Melanie volvió hacia él una cara radiante de gratitud.

—Capitán Butler, es usted tan inteligente que creo que no me hubiera importado que dijese usted que habían estado en el infierno esta noche, si eso podía salvarlos. Porque yo sé, y lo saben todas las personas que pueden importarnos, que mi marido nunca ha estado en un lugar tan horrible como ése.

—Pues bien —empezó Rhett torpemente—, es un hecho que esta noche estaba en casa de Bella. Melanie se enderezó orgullosa.

—Nunca podrá usted hacerme creer semejante mentira.

—Por favor, señorita Melanie. Déjeme usted explicarme. Cuando llegué a la estancia del viejo Sullivan esta noche, encontré al señor Wilkes herido y con él estaban Hugh Elsing y el doctor Meade, y el anciano señor Merriwether.

—¿Un viejo como él? —exclamó Scarlett.

—Los hombres nunca son demasiado viejos para hacer locuras. Y su tío Henry…

—¡Cielo santo! —gimió tía Pitty.

—Los otros se habían dispersado después de su escaramuza con las tropas, y éstos, que habían quedado juntos, fueron a la hacienda del viejo Sullivan para esconder sus trajes en la chimenea y para hacerse cargo de la importancia de la herida del señor Wilkes. Si no hubiera sido por esa herida, a estas horas estarían camino de Texas todos ellos, pero él no habría podido cabalgar durante mucho tiempo, y los otros no querían abandonarlo. Era necesario probar que habían estado en cualquier sitio que no fuese aquel en que precisamente habían estado, y los llevé por caminos retirados a casa de Bella Watling.

—¡Oh, ya comprendo! Le ruego perdone mi grosería, capitán Butler. Ahora comprendo que era necesario llevarlos allí. Pero… joh, ¡capitán Butler!, la gente los habrá visto entrar.

—Ni un alma nos ha visto. Entramos por una puertecilla privada que se abre en la parte posterior y que da a la vía. Está siempre cerrada con llave, y a oscuras.

—Entonces, ¿cómo…?

—Tengo una llave —repuso Rhett, lacónico, y sus ojos miraron francamente a Melanie.

Cuando se dio cuenta del verdadero sentido de la frase, Melanie se azoró tanto, que empezó a enredar con el vendaje hasta que éste se deslizó por completo de la herida.

—Yo no quería ser indiscreta… —dijo con voz ahogada, ruborizándose mientras volvía a poner rápidamente el vendaje sobre la herida.

—Lamento haber tenido que decir semejante cosa a una señora.

«De modo que es verdad —pensó Scarlett con extraña angustia—. Así, pues, vive con esa mujer, con esa horrible Watling. Comparte su casa.»

—Vi a Bella y se lo expliqué. Le dimos una lista de los hombres que habían salido esta noche, y que ella y sus muchachas atestiguarán que han estado en su casa todo el tiempo. Luego, para hacer más patente nuestra salida, llamó a los dos vigilantes que mantienen el orden por aquellos alrededores y nos hizo sacar a la fuerza, atravesando todo el bar, y echarnos a la calle como borrachos escandalosos que estaban perturbando el orden en el local.

Hizo una mueca al recordar:

—El doctor Meade no hacía un borracho muy convincente; sólo el verse en aquel lugar hería su dignidad. Pero su tío Henry y el anciano Merriwether estaban magníficos. La escena perdió dos grandes actores al no haberse dedicado ellos al drama. Parecía divertirlos la cosa. Temo que su tío Henry haya salido con un ojo hinchado gracias al desmedido celo del señor Merriwether. Él…

La puerta posterior se abrió e India penetró en el cuarto seguida por el viejo doctor Dean, con el largo cabello en desorden y el roto maletín de cuero formando un bulto bajo su capa. Se inclinó sin hablar, saludando a los presentes, y rápidamente levantó el vendaje del hombro de Ashley.

—Demasiado alto para interesar el pulmón. Si no le ha hecho astilla la clavícula no es cosa seria. Tráiganme bastantes toallas, señoras, algodón si tienen y un poco de brandy.

Rhett tomó la lámpara de manos de Scarlett y la colocó sobre la mesa, mientras Melanie e India se multiplicaban cumpliendo las órdenes del doctor.

—No puede usted hacer nada aquí. Venga al saloncito, junto al fuego.

Y cogiéndola del brazo la sacó de la alcoba. Había una suavidad extraña en él, en su voz y en su mano.

—Ha pasado usted un día agotador, ¿verdad?

Le dejó que la llevara al gabinete, y mientras permanecía de pie delante del fuego empezó a tiritar. La burbuja de la sospecha crecía en su pecho. Era más que una sospecha. Era casi una certidumbre, una espantosa certidumbre. Miró el impasible rostro de Rhett y por un momento no pudo hablar. Luego:

—¿Estaba Frank en casa de Bella esta noche?

—No.

La voz de Rhett sonaba ronca.

—Archie lo está llevando al solar vacío, inmediato a casa de Bella. Ha muerto. Un balazo en la cabeza…