Soplaba el viento, y Scarlett, que en la fría tarde de marzo se dirigía en coche a la serrería explotada por Johnnie Gallegher, se envolvió en su gruesa manta de viaje. Sabía que sus solitarias caminatas eran cada vez más peligrosas, ahora que los negros escapaban de todo control. Tal como lo había predicho Ashley, la situación había empeorado bruscamente desde que el Parlamento se había opuesto al voto de la reforma. El Norte, enfurecido, había considerado su negativa como una bofetada en pleno rostro y no había tardado en vengarse. El Norte estaba bien resuelto a imponer a toda costa el voto de los negros en Georgia, y con este fin, después de declarar al Estado en rebelión, le había aplicado la ley marcial más severa. Georgia ya no existía como Estado, habiéndose convertido, juntamente con Florida y Alabama, en el «territorio militar número 3», puesto bajo el mando de un general federal.
Si la vida había sido difícil e incierta antes, ahora lo era más. El bando de guerra del año anterior era cosa de broma comparado con el que acababa de proclamar el general Pope. El porvenir se presentaba sombrío, y el desdichado país, que estaba yugulado por los vencedores, hacía esfuerzos desesperados por reaccionar. Los negros, por su parte, llenos de orgullo por su situación y sabiéndose respaldados por los soldados yanquis, se entregaban a actos de violencia cada vez más frecuentes. Nadie estaba al abrigo de sus caprichos.
Todo el mundo vivía en el terror y en la angustia. También Scarlett tenía miedo, pero estaba decidida a defenderse y no salía nunca de casa sin llevar a mano la pistola de Frank. Maldecía para sí al Parlamento, que era el causante de todo el mal. ¿A qué venía su gesto, que todos encontraban heroico? Únicamente a agravar la situación, bastante tirante ya para hacer tonterías.
Al acercarse al camino que, adentrándose en medio de unos árboles desnudos, descendía hacia el pequeño valle en el que se elevaba Shantytown[24], Scarlett chasqueó la lengua para que el caballo alargara el paso. Cada vez que pasaba cerca de ese poblado sórdido de tiendas de campaña del tiempo de la guerra y de cabanas hechas con tablas, se sentía a disgusto. No había lugar en la región con peor fama que ese barrio de Atlanta, donde vivían hacinados los negros arrojados de todas partes, las prostitutas de color y los blancos de la más baja estofa. Pasaba por ser el refugio ordinario de los criminales blancos o negros, y los soldados yanquis siempre empezaban por allí sus registros cuando se trataba de perseguir algún malhechor. Los tiroteos y las riñas al arma blanca eran tan habituales, que las autoridades preferían no intervenir y optaban por dejar a los habitantes de Shantytown que arreglaran sus cuentas entre ellos. En los bosques, por los alrededores, había alguna que otra tabernucha en la que se servía un whisky de ínfima calidad y por la tarde se oían en todo momento los juramentos y los gritos de los borrachos.
Los yanquis eran los primeros en reconocer que aquello era una llaga que convenía cauterizar, pero no tomaban para ello ninguna medida. Los habitantes de Atlanta y de Decatur no ocultaban su indignación, pues para ir de un sitio al otro había que pasar por allí. Los hombres que tenían que hacer algo en ese suburbio iban con las pistolas prevenidas, y las mujeres decentes, ni aun protegidas por sus maridos o por sus hermanos, querían aventurarse por aquellos lugares, pues era raro que por lo menos no fueran insultadas a su paso por innobles negras en estado de embriaguez.
Mientras había llevado a Archie a su lado, Scarlett no había tenido nunca miedo de pasar junto a Shantytown, porque ni las negras más descaradas se atrevían a reír en presencia del ex forzado. Pero ahora que tenía que hacer el trayecto sola, la cosa no era lo mismo, y ya le habían ocurrido una serie de incidentes tan desagradables como exasperantes. Cada vez que las prostitutas negras veían su coche, rivalizaban en insolencia. Scarlett no tenía otro remedio que guardar un aire digno y no hacer caso; pero hervía de cólera. No tenía ni el consuelo de poder confiar su disgusto a las amistades o a la familia, porque lo primero que le hubieran dicho es: «¿Lo ves ya, o pensabas que iba a ocurrir otra cosa?», y todo el mundo volvería de nuevo a la carga, para impedirle que acudiera a las serrerías. Y no tenía la menor intención de no ir.
«Gracias a Dios —se dijo— que no veo a ninguna harapienta al borde del camino.» Cuando llegó a la altura del que conducía a Shantytown, echó una rápida ojeada, en la que se reflejaba el asco, a las apretujadas cabanas del fondo del valle, iluminado por el sol, bajo y sin fuerza. El viento helado le traía el olor de los fuegos del bosque, del asado de carne de cerdo y de los sucios excusados. Tiró enérgicamente de las riendas y el caballo aceleró el paso.
Empezaba en ese momento a respirar aliviada, cuando se le hizo un nudo en la garganta. Un enorme negro, emboscado tras de un encina, salía lentamente de su escondite. Scarlett tenía miedo, pero no hasta el punto de perder su sangre fría. Detuvo el caballo y echó mano a la pistola de Frank.
—¿Qué quiere usted? —gritó en el tono más duro que le fue posible.
El corpulento negro echó a correr y volvió a esconderse detrás del árbol, respondiendo con voz alterada por el miedo: —¡Señorita Scarlett, no mate al pobre Sam!
—¡Sam!
Durante un momento, Scarlett permaneció muda de estupor. El gran Sam, el contramaestre de Tara, al que había visto por última vez en las postrimerías del asedio. ¿Cómo diablos…?
—¡Sal de ahí para que vea si eres realmente Sam!
El negro obedeció de mala gana. Harapiento, descalzo, con un taparrabos de hila y una chaquetilla azul, muy pequeña para él, el gigantesco negro ofrecía un lamentable aspecto. Cuando lo hubo reconocido, Scarlett se guardó la pistola y sonrió.
—¡Oh, Sam, qué alegría volver a verte!
Moviendo los ojos de alegría y riendo con sus dientes blancos, Sam se acercó al coche corriendo y, con sus dos manazas negras, se apoderó de la mano que le tendía su antigua dueña. Al reír se le veía la punta de la lengua, de un rosa de sandía, y, en su júbilo, se removía y contorneaba como un perrazo de humor juguetón.
—¡Señora, gusta tanto ver a uno de la familia! —le dijo, estrechándole la mano hasta hacerle daño—. ¿Por qué se ha vuelto usted tan mala, señorita Scarlett? ¿Por qué lleva una pistola?
—Hay tanta gente mala ahora, Sam, que me veo obligada a llevar un arma. Pero ¿cómo es que vives en este lugar inmundo, tú, Sam, un negro respetable? ¿Por qué no has venido a verme a Atlanta?
—Señorita Scarlett, yo no habito en Shantytown. Había venido a dar una vuelta. Por nada del mundo querría vivir aquí. Nunca en mi vida he visto a negros tan sucios. Y no sabía que estaba usted en Atlanta. Creía que seguiría en Tara. Quería volver a Tara tan pronto como pudiese.
—¿Vives en Atlanta desde el asedio?
—No señorita; he viajado —respondió Sam, soltando la mano a Scarlett, quien sacudió los dedos para convencerse de que no se la había estrujado—. ¿Se acuerda de la última vez que me vio? —Y Scarlett recordó aquel caluroso día anterior al asedio en que, yendo acompañada de Rhett, vio al gran Sam y a la banda de negros, marchando por la polvorienta carretera hacia las fortificaciones—. Luego trabajé como un perro haciendo trincheras y llenando sacos de arena hasta que los confederados abandonaron Atlanta. Al señor capitán que se ocupaba de mí lo mataron y ya no había nadie para que el gran Sam supiera lo que tenía que hacer. Entonces me escondí en los bosques. Quería volver a Atlanta, pero me dijeron que todo el país estaba ardiendo. Y no sabía, además, por dónde pasar y tenía miedo de las patrullas, porque no llevaba papeles. Entonces vinieron los yanquis, y un señor que era coronel me mostró amistad y me tomó a su servicio para cuidar de su caballo y limpiarle las botas. Sí, amita, yo estaba contento de ser un criado, como Pork, yo que había trabajado siempre en el campo. Se lo dije al coronel y él… Mire, señorita Scarlett, los yanquis no saben nada; no comprendió la diferencia. Entonces me quedé con él y con él fui a Savannah cuando el general Sherman fue allí, y por el amor de Dios, en mi vida he visto cosas tan terribles. Robos, incendios… ¿Han quemado Tara, señorita Scarlett?
—Le prendieron fuego, pero pudimos apagarlo. —¡Ah, qué bien, me alegro mucho! Tara es: mi casa y yo quería volver a Tara. Entonces, cuando la guerra terminó, el coronel me dijo: «Te voy a llevar al Norte conmigo. ¿Sabes Sam? Te pagaré un buen sueldo». Entonces, señorita, yo, como los otros negros, quería conocer la libertad antes de volver a casa. Y me fui al Norte con el coronel. Señorita, estuvimos en Washington, y en Nueva York, y en Boston, dónde vive el coronel. Sí señorita, soy un negro que ha viajado. ¡Señorita Scarlett!, en las calles de los yanquis hay más caballos y más ¡coches…! Siempre tenía miedo de que me atropellaran.
—Y ¿te ha gustado el Norte, Sam? Sam se rascó la cabeza.
—Me ha gustado y no me ha gustado. El coronel es un buen señor que comprende a los negros. Pero su mujer no era así. Su mujer me llamó «señor» la primera vez que me vio. Sí, señorita, dijo eso, y yo quería esconderme cuando lo dijo. El coronel le dijo que me llamara «Sam» y me ha llamado así. Pero todos los yanquis, la primera vez que me veían, me llamaban «señor O’Hara» y me decían que me sentara con ellos, como si fuera uno igual que ellos. Nunca me había sentado con los blancos y soy demasiado viejo para aprender. Me trataban como a un blanco, pero, en el fondo, no me querían…, no quieren a los negros. Y me tenían miedo, por lo grande que soy. Y siempre me pedían que les hablase de los perros que corrían detrás de mí y de las palizas que me daban. ¡Dios mío! señorita Scarlett, ¡nunca me han pegado! Ya conoce usted al señor Gerald y él no hubiera querido que pegaran a un negro como yo. Cuando dije eso y conté que la señora Ellen era tan buena con los negros, que cuando yo tuve la pulmonía se pasó una semana cuidándome, no quisieron creerme. Entonces, señorita, comencé a cansarme tanto y a echar de menos tanto a Tara, que una tarde no pude zontenerme y me marché, y he hecho todo el camino en un tren de mercancías. Fíjese, ¡tan contento de ver a la señora y al señor!… Ya no quería más libertad. Quiero estar con el señor, que me daba bien de comer, y en Tara, donde me cuidaban si me ponía malo. ¡Si volviera a tener la pulmonía! La señora yanqui no me cuidaba. Mucho llamarme señor O’Hara, pero no me cuidaba. Pero la señora, ella sí querrá cuidarme si… ¿Qué le pasa, señorita? —Papá y mamá han muerto, Sam.
—¿Muerto? No me embrome, señorita; no sea usted así.
—No te embromo, Sam. Es verdad. Mamá murió cuando los soldados de Sherman vinieron a Tara, y papá… murió en junio último. ¡Oh, Sam, no llores, te lo suplico! Si lloras, lloraré yo también. No hablemos más de ello ahora. Otro día te lo contaré todo. Suellen se ha quedado en Tara. Se ha casado con un hombre muy bueno, con el señor Will Benteen. Carreen está en un…
Scarlett se detuvo. No podría nunca hacer comprender a aquel gigante lloroso lo que era un convento.
—Ahora vive en Charleston. Pero Pork y Prissy están en Tara. Vamos, Sam, suénate y no llores más. ¿Tú quieres volver a casa?
—Sí señorita; pero ya no será como cuando la señora Ellen…
—¿Y no preferirías quedarte aquí a trabajar conmigo? Necesito un cochero. Me hace verdadera falta, para no andar sola, con tanto malvado como anda suelto.
—Sí, señorita. Claro que necesita un cochero. Precisamente iba yo a decirle que no está bien que no vaya acompañada. Ya sabe usted qué malos son muchos negros ahora, sobre todo los que viven en Shantytwon. No es prudente para usted. Sólo hace dos días que estoy en Shontytwon, pero ya los he odio hablar de usted… Ayer, cuando esas sucias mujeres la insultaron, yo la reconocí, pero no pude correr detrás, porque iba muy de prisa. Pero al primero que le vuelva a decir algo le voy a arrancar la piel. ¿No me vio usted ayer a mí?
—No, no me di cuenta; pero te doy las gracias, Sam. Entonces, ¿quieres servirme de cochero?
—Gracias, señorita, pero prefiero ir a Tara.
El gran Sam bajó la cabeza y con la punta del dedo pulgar empezó a trazar signos misteriosos en el polvo de la carretera. Parecía hallarse molesto.
—¿Por qué no aceptas? Te daré buen jornal. Necesito que te quedes conmigo.
Sam levantó la cabeza y descubrió un rostro estúpido y negro, alterado por el miedo. Acercándose al coche murmuró:
—Señorita, necesito marcharme de Atlanta. Necesito irme a Tara para que no me busquen. He… matado a un hombre.
—¿A un negro?
—No, amita: a un blanco, a un soldado yanqui. Por eso me buscan y por eso he tenido que venirme a Shantytown.
—¿Y cómo ha ocurrido eso?
—Estaba algo bebido y dijo algo que no me gustaba y le eché las manos al cuello… No quería matarlo, pero tengo mucha fuerza en las manos y lo maté sin querer. Y tenía tanto miedo, que no sabía qué hacer. Entonces vine a esconderme aquí y ayer la vi y dije: «¡Bendito sea el Señor! ¡Es la señorita Scarlett! Ella se ocupará de mí y no dejará que los yanquis me encierren en la prisión. Ella me enviará a Tara».
—¿Dices que te buscan? ¿Saben que has sido tú el que ha matado al soldado?
—Sí señorita. Soy tan alto, que me es difícil pasar inadvertido. Creo que soy el negro más alto de Atlanta. Ayer tarde vinieron a buscarme, pero una muchacha negra me escondió en el bosque.
Scarlett permaneció un momento pensativa. Le tenía sin cuidado que Sam hubiera matado a un soldado yanqui, pero se lamentaba por no poder utilizarlo como cochero. Un mocetón como Sam era tan buen acompañante como Archie. Habría que enviarlo a Tara para ponerlo en seguridad. Era un negro demasiado precioso para dejarlo perder. Jamás había habido mejor capataz en Tara. A Scarlett ni le pasó por las mientes la idea de que ahora era libre. Le pertenecía siempre como Pork, Mamita, Peter, Cookie y Prissy. Continuaba «perteneciendo a la familia» y, a título de tal, tenía derecho a ser protegido.
—Esta noche te enviaré a Tara —decidió al fin Scarlett—. Ahora, escúchame, Sam. Aún me queda un trayecto que andar, pero volveré por aquí antes de que anochezca. Espérame. No digas a nadie adonde te vas, y, si tienes un sombrero, póntelo, para taparte la cara.
—No tengo sombrero.
—Entonces, toma esto y cómprate uno. Volverás a esperarme en este mismo sitio.
—Sí señorita.
Sam resplandecía de contento. Había encontrado a alguien que sabía aconsejarle.
Scarlett, meditabunda, reemprendió el camino. Seguramente a Will le encantaría el tetorno de Sam. Pork no entendía nada de las cosas del campo ni lo entendería nunca. Así, estando Sam en Tara, Pork podría venir a unirse con Dilcey en Atlanta, como se lo había prometido Scarlett, después de que murió su padre.
Cuando Scarlett llegó a la serrería empezaba ya a anochecer y se reprochó el encontrarse fuera de casa tan tarde. Johnnie Gallegher estaba en el umbral de la miserable cabana que servía de cocina al campamento. Cuatro de los cinco forzados que Scarlett había colocado en la serrería de Johnnie permanecían sentados sobre el tronco de un árbol, frente a la destartalada barraca en que se acostaban. Sus uniformes de presidiarios estaban sucios y manchados de sudor. Los grilletes que les encadenaban los tobillos sonaban al menor movimiento. Todos tenían el mismo aire sombrío y desesperado.
«¡Están muy delgados! —pensó Scarlett—. Parece como si se encontraran enfermos. Y eran unos buenos mozarrones cuando los contraté.» Ni la miraron siquiera cuando bajó del coche; pero Johnnie volvió la cabeza y, con su aire frío habitual, se descubrió sin precipitación.
—No me gusta el aspecto de esos hombres —declaró Scarlett, sin más preámbulo—. No tienen buen aspecto. ¿Dónde está el que falta?
—Enfermo —contestó Johnnie lacónicamente—. Está acostado.
—¿Qué es lo queitiene?
—Pereza, sobre Codo.
—Voy a verlo.
—No vaya usted. Debe estar completamente desnudo. Ya me ocuparé yo de él. Mañana por la mañana volverá ya al trabajo.
Scarlett vaciló. En aquel momento vio a uno de los forzados levantar penosamente la cabeza y dirigir a Johnnie una mirada de intenso odio antes de ponerse a contemplar el suelo otra vez.
—¿Ha pegado a alguno?
—Vamos a ver, señora Kennedy, ¿quién es el que dirige la serrería? Usted me la ha confiado y me ha encargado que vaya adelante, ¿no? ¿Acaso no lo hago un poquito mejor que Hugh Elsing?
—Sí; eso sí —repuso Scarlett, sin poder reprimir, no obstante, un estremecimiento.
Una atmósfera siniestra pesaba sobre aquel campamento de horrendas cabanas, como no pesaba en tiempo de Hugh Elsing. La impresión de soledad y de aislamiento dejaba helado a uno. Los forzados estaban tan desamparados, tan sometidos a la arbitrariedad de Johnnie Gallegher, que podía azotarlos todos los días a su gusto, darles el peor trato y hacer lo que quisiera de ellos sin que Scarlett se enterara. Los forzados se callarían para no ser castigados cuando ella volviera a marcharse.
—Los hombres están muy flacos. ¿Comen lo suficiente? ¡Me parece que le doy bastante dinero para que los alimente! Deberían estar más rollizos. El mes pasado, sin ir más lejos, pagué cerca de treinta dólares de harina y carne de cerdo solamente. Vamos a ver, ¿qué van a cenar hoy?
Scarlett penetró en el interior de la cabana. Una mulata gorda, inclinada sobre un viejo hornillo herrumbroso, le hizo una reverencia al verla y se puso a revolver unos garbanzos que cocía en una cacerola. Scarlett sabía que Johnnie vivía con esa mujer, pero prefería hacer la vista gorda. Pudo darse perfecta cuenta de que, salvo los garbanzos y unos trochos minúsculos de pan de maíz, nada más había preparado.
—¿Eso es todo lo que va a dar de comer a esos hombres?
—Sí señora.
—¿Ha puesto usted tocino en los garbanzos? —No señora.
—¡Y cómo van a estar los garbanzos sin un mal trozo de tocino! ¿Por qué no se lo ha echado usted?
—El señor Johnnie me ha dicho que no hacía falta.
—Pues haga el favor de echarles tocino ahora mismo. ¿Dónde guarda usted las provisiones?
La mulata dirigió una mirada de terror hacia una pequeña alacena que le servía de despensa y de la que Scarlett iba a abrir la puerta. En el suelo había un barril con harina de maíz, ya empezado. En los estantes veíase un saco de harina de trigo, una libra de café, un paquete de azúcar, una botella de jugo de sorgo y dos jamones ahumados. Llena de ira, Scarlett se volvió hacia Johnnie, que la estaba contemplando con frío aire de disgusto.
—¿En donde están los cinco sacos de harina blanca que le envié la semana pasada? ¿En dónde están las provisiones de azúcar y café? ¿En dónde están los cinco jamones que le mandé enviar, y las diez fibras de tocino, y las libras de ñame y de patatas? ¿Dónde ha ido a parar todo? Ni dando de comer cinco veces diarias a esa gente podría haberlo consumido en una semana. Lo ha vendido usted. ¡Es usted un ladrón! Lo ha vendido usted todo, se ha metido el dinero en el bolsillo y no ha dado a estos desgraciados más que garbanzos y maíz. No es extraño que estén así de flacos. ¡Déjeme pasar!
Scarlett dio un trompicón al irlandés y salió de la cabana.
—¡Vengan acá!… ¡Sí, ustedes! ¡Vengan acá! Venga usted —dijo a uno de los forzados.
El hombre se levantó y se acercó lentamente, haciendo sonar sus grilletes. Scarlett pudo darse cuenta de que los nevaba muy ceñidos.
—¿Cuánto tiempo hace que no han probado el jamón?
El hombre bajó la cabeza y empezó a mirar obstinadamente el suelo.
—¡Vamos, conteste!
El forzado levantó al fin los ojos y los fijó en Scarlett con una mirada suplicante.
—No quiere decir nada, ¿eh? ¿Tiene, miedo? Bien, vaya y coja jamón de la despensa. Rebeca, déjele el cuchillo. Vaya y reparta el jamón con sus compañeros. Rebeca, déjeles galletas y haga café a estos hombres. Que beban todo el sorgo que quieran. Vamos, de prisa. Quiero ver lo que les sirve.
—Son las galletas y el café del señor Johnnie —murmuró Rebeca, asustada.
—¡Me es igual! También puede que sea suyo el jamón. Haga lo que le mando. Usted, Johnnie, acompáñeme hasta el coche.
Scarlett atravesó a largos pasos el patio sembrado de detritus de todas clases, se subió al coche y constató con satisfacción que los hombres se cortaban buenas lonchas de jamón sobre las que se arrojaban vorazmente, como si temieran que se las arrebatasen de un momento a otro.
—Es usted el sinvergüenza mayor que he visto —le espetó a Johnnie—. Le haré que me devuelva el valor de las provisiones. En lo sucesivo, le traeré cada día lo que haga falta para el sustento de estos hombres en lugar de hacer que le envíen un pedido cada mes. Así no podrá usted estafarme.
—En lo sucesivo… me da igual. Ya no estaré aquí —declaró Johnnie.
—¿Piensa usted dejarme?
Scarlett estuvo a punto de añadir: «Pues ya se está usted largando»; pero se detuvo, por prudencia. Si Johnnie se marchaba, ¿qué haría? Gracias a él podía servir el doble de la madera que servía con Hugh y precisamente acababan de hacerle el pedido más importante obtenido hasta entonces, un pedido a un precio muy ventajoso. Si se marchaba Johnnie, ¿a quién pondría en su lugar?
—Sí, me voy. Lo único que me exigió al confiarme la dirección de su serrería era servirle la mayor cantidad de madera posible. Entonces no me dijo usted cómo tenía que arreglármelas para ello, así que no me venga ahora con consejos. Métase en lo que le importe. No podrá usted decir que no he cumplido con mi obligación. Le he hecho ganar dinero. Y me he ganado de sobra el sueldo para poder permitirme cobrar por mi cuenta algún piquito. Y ahora no hace usted más que husmear, preguntar a mis hombres y ponerme en evidencia ante ellos. ¿Qué autoridad quiere usted que tenga luego? ¿La molesta mucho, eh, que les quite algo de vez en cuando? Son unos holgazanes que se merecen mucho más. ¿También la molesta que no los cebe como cerdos? Mire, aún soy demasiado bueno con ellos; así que ya lo sabe: métase donde la llamen y déjeme hacer lo que me parezca, si no quiere que me vaya esta misma noche.
Scarlett no sabía ya qué partido tomar. Si Johnnie ponía en práctica su amenaza, ¿qué haría? No podía pasarse la noche en la serrería, vigilando a los forzados.
Johnnie notó su titubeo, pues sus rasgos perdieron su dureza y se hicieron de pronto suaves.
—Ya es tarde, señora Kennedy —le dijo con voz más suave—. Debería usted regresar ya a casa. No vamos a reñir por una tontería como ésta, ¿verdad? Mire, me descuenta usted diez dólares de mi sueldo y estamos en paz.
A pesar suyo, Scarlett miró a los desdichados que acababan de comer su jamón y pensó en el enfermo acostado en la barraca llena de corrientes de aire. Debía despedir a Johnnie Gallegher. Era un canalla y un ladrón. ¡A saber qué trato daría a los forzados cuando ella se encontrara ausente! Pero, por otro lado, era un hombre enérgico y entendido y Dios sabía bien la necesidad que Scarlett tenía de un f ^nombre así. No, no podía permitirse el lujo de despedirlo en este momento. Le daba a ganar dinero. Lo único que podía hacer era asegurarse de que, de ahora en adelante, los forzados no pasarían hambre.
—Le descontaré veinte dólares —concluyó en tono seco— y ya hablaremos de todo mañana.
Sabía de sobra, sin embargo, que el incidente estaba zanjado y Johnnie también sabía el tono que tendría la conversación del día siguiente. Scarlett tomó las riendas y fustigó al caballo.
Mientras el carruaje se adentraba en el camino de Decatur, desués de haber descendido el camino que conducía a la serrería, un combate se entabló en la conciencia de Scarlett. Amaba el dinero y quería ganar la mayor cantidad posible, pero se decía a sí misma que no tenía derecho a exponer a aquellos hombres a las brutalidades del irlandés. Si alguno de los forzados moría a consecuencia de sus malos tratos, tendría tanta culpa ella como Johnnie, al que debería despedir sabiendo qué clase de hombre era. Pero por otra parte… sí, por otra parte, allá esos hombres, que por algo habrían sido condenados a trabajos forzados. Cuando se cometía un crimen, se habían de sufrir todas las consecuencias. Este pensamiento alivió un poco a Scarlett, pero no podía olvidarse del todo de aquellas caras macilentas y consumidas de los desdichados.
«Ya pensaré en todo mañana», se dijo, encogiéndose de hombros y relegando aquella idea al fondo de su mente.
Cuando el carruaje llegó al lugar en que la carretera hacía un recodo, a la altura exacta de Shantytown, el sol había desaparecido por completo y los bosques estaban ya sumidos en la oscuridad. Un aire glacial se había levantado con el crepúsculo y soplaba a través de los árboles, haciendo crujir las ramas y moviendo las hojas muertas. Scarlett no se había encontrado nunca sola fuera de casa a tales horas y estaba deseando llegar a ella.
Buscó en vano a Sam con la mirada, pero a pesar de todo se detuvo a esperarle. Su ausencia la inquietaba. Temía que los yanquis le hubiesen echado el guante encima. Entonces oyó a alguien acercarse por el sendero que conducía al campamento negro y exhaló un suspiro de alivio. ¡Buena bronca iba a echar a Sam por su retraso!
Pero no fue Sam el que apareció.
Era un blanco fornido y desharrapado, a quien acompañaba un robusto negro con pecho y hombros de gorila. Scarlett fustigó al caballo y cogió su pistola. El animal partió al trote, pero de pronto realizó una espantada para no tropezar con el blanco, que se había acercado.
—Señora —le dijo éste—, ¿no podría darme una limosna? ¡Me muero de hambre!
—Ya se está usted marchando —respondió Scarlett, con la voz más firme que pudo—. No llevo dinero encima. ¡Arre!
Rápido como un rayo, el hombre blanco cogió las bridas del caballo.
—¡Sube al coche! —gritó al negro—. Debe llevar el dinero en el corpino.
Lo que ocurrió entonces fue como una pesadilla para Scarlett. Apuntó su pistola, pero algo instintivo le impidió tirar sobre el blanco, por miedo a matar el caballo. Con el rostro descompuesto por una risa feroz, el negro iba ya a subir al coche, cuando Scarlett dio media vuelta y le disparó a boca de jarro. Nunca supo si le había dado, pero un segundo más tarde una manaza negra le torcía la muñeca, arrebatándole la pistola. El negro estaba a su lado, tan a su lado, que ella percibía perfectamente el olor a rancio que despedía su cuerpo. Trató de empujarla por encima de la baranda del coche. Ella se defendía enérgicamente con la mano que le quedaba libre, hundiendo las uñas en el rostro de su agresor. Entonces se produjo un ruido como cuando se rasga una tela; la mano negra le rajó de arriba abajo el corpino y se hundió en sus senos. En su vida había sentido Scarlett semejante sensación de horror y de repulsión. Se puso a chillar como una demente.
—¡Hazla callar! ¡Sácala de ahí! —gritó el blanco.
Y la mano negra subió entonces hasta su boca. Scarlett le dio un gran mordisco y comenzó de nuevo a chillar. En medio de sus chillidos oyó al blanco lanzar un juramento y distinguió la silueta de una tercera persona en la carretera. La mano negra la soltó y el negro giró sobre sus talones para hacer frente al gran Sam, que se arrojaba sobre él.
—Sálvese, señorita Scarlett —gritó Sam, luchando con el negro a brazo partido.
Temblando y gritando de miedo, Scarlett cogió las riendas, tomó su látigo y empezó a golpear al caballo. El animal arrancó velozmente y Scarlett sintió pasar las ruedas sobre algo blando y resistente a la vez. Era el cuerpo del hombre blanco, que yacía en medio de la carretera, donde le había derribado un puñetazo de Sam.
Loca de pánico, Scarlett no cesaba de descargar latigazos sobre el lomo del caballo. El carruaje tropezó con una gran piedra y le faltó poco para volcar, pero ella no se dio cuenta siquiera. Hubiera querido correr aún más, porque oía que la perseguían. Si el monstruo negro volvía a atraparla se moriría de terror antes de que la tocara. —Señorita Scarlett, pare usted —gritó una voz. Sin disminuir la marcha, miró por encima de su hombro y vio al enorme Sam corriendo para alcanzarla a toda la velocidad de sus largas piernas, que se movían vertiginosamente. Tiró de las riendas. Sam saltó al coche. Era tan corpulento, que Scarlett tuvo que apretarse contra el borde del coche para dejarle sitio. El sudor y la sangre inundaban el rostro y jadeaba.
—¿La han herido? ¿No está usted herida? —preguntó él. Scarlett era incapaz de contestar; pero, sorprendiendo la mirada de Sam, se dio cuenta de que su corpino estaba desgarrado hasta la cultura y que llevaba el escote al descubierto. Con mano temblorosa cubrió su pecho con los dos jirones de tela y luego, bajando la cabeza, estalló en sollozos.
—Déme usted esto —le dijo él, cogiendo las riendas—. ¡Arre, de prisa, vamos!
El látigo silbó y el caballo dio una arrancada que a poco más tumba el coche en la cuneta.
—Creo que he matado a ese sinvergüenza de negro, pero no he esperado a saberlo —dijo Sam—. Pero, si le ha hecho algún mal, volveré a asegurarme.
—No, no, vamos, vamos de prisa —murmuró Scarlett, entre sollozos.