Era uno de aquellos raros días de diciembre en los que el sol calienta como durante el veranillo de San Martín. Quedaban aún algunas secas hojas rojizas en el roble del corral de la tía Pitty, y la hierba agostada del prado era de un verde amarillento. Scarlett, con su niña en brazos, salió al porche y se sentó en una mecedora aprovechando un rectángulo de sol. Llevaba un vestido nuevo de lanilla verde guarnecido de metros y metros de encaje negro y cubría su cabeza con un nuevo gorrito de puntilla, negra también, que le había regalado la tía Pitty. ¡Qué placer verse bella de nuevo después de haber estado horrorosa durante tantos meses!
Se sentó meciendo a la niña y cantando por lo bajo, cuando oyó un ruido de cascos en el camino. Mirando curiosamente a través de los emparrados que trepaban por el porche, divisó a Rhett Butler, que cabalgaba hacia la casa.
Habíase marchado de Atlanta hacía meses, justamente después de la muerte de Gerald, antes de que hubiera nacido Ella Lorena. Scarlett no había sentido su falta, pero ahora hubiera deseado ardientemente no volver a verlo. Realmente la contemplación de su cara morena le producía una sensación de culpabilidad que la hacía temblar. Tenía sobre su conciencia algo que concernía a Ashley y no quería hablar de ello con Rhett; pero estaba segura de que él la obligaría a discutir, aun en contra de su voluntad.
Rhett paró ante la puerta y saltó a tierra con ligereza; mirándolo, ya nerviosa, pensó que se parecía grandemente a una ilustración de un libro que Wade quería estar siempre oyendo leer a su madre.
«Le faltan únicamente los pendientes y un cuchillo entre los dientes —pensó ella—. Bueno, pirata o no, hoy no me cortará el cuello, si puedo evitarlo.»
Viéndolo acercarse le saludó con la más dulce de sus • sonrisas. ¡Qué suerte haberse puesto el nuevo vestido y lucir aquel sombrero que la hacía tan bonita! Los ojos de él le dijeron que también la encontraban encantadora.
—¡Un nuevo niño! ¡Vaya, Scarlett, esto es una sorpresa! —dijo él riendo, y se inclinó para descubrir la fea carucha de Ella Lorena.
—¡No sea tonto! —dijo ella enrojeciendo—. ¿Cómo sigue usted, Rhett? Ha estado usted fuera largo tiempo.
—Sí. Déjeme coger al niño, Scarlett. ¡Oh! Sé como hay que coger a los niños. Tengo muchas raras habilidades. Bueno, realmente se parece a Frank. En todo, excepto en las patillas; pero ya le saldrán con el tiempo.
—Espero que no. Es una niña. —¿Una niña? Tanto mejor. ¡Los chicos traen tantas molestias! no tenga usted más hijos, Scarlett.
Iba ella a contestarle duramente que no quería ya ni chicos ni chicas, pero se contuvo y sonrió, buscando rápidamente un tema de conversación que aplazase el mayor tiempo posible la discusión temida.
—¿Ha hecho usted un buen viaje, Rhett? ¿Dónde ha estado usted todo este tiempo?
—¡Oh!… En Cuba…, en Nueva Orleáns… y en otros sitios. Tenga, Scarlett, tenga la niña. Empieza a babear y no puedo sacar el pañuelo. Es una niña monísima, pero me está mojando la pechera de la camisa.
Ella volvió a coger a la niña, y Rhett se apoyó con indiferencia en la baranda, sacando un cigarro de una petaca de plata.
—Siempre va usted a Nueva Orleáns —dijo ella con un ligero mohín— y no me dice usted nunca qué es lo que le lleva allí.
—Soy un tenaz trabajador, Scarlett, y quizá mi negocio sea lo que me lleva allí.
—¡Un tenaz trabajador usted! —rió ella con impertinencia—. Usted no ha trabajado en su vida. Es usted demasiado holgazán. Lo único que usted ha hecho es proporcionar recursos a los carpetbaggers en sus latrocinios, quedándose con la mitad de los beneficios, y corromper a los oficiales yanquis para que le dejen llevar a efecto sus planes despojándonos a nosotros, pobres contribuyentes.
Él echó hacia atrás su cabeza, riendo.
—¡Cómo le agradaría a usted tener el suficiente dinero para poder hacer otro tanto! —La sola idea…
Y empezó a enojarse.
—Pero quizá consiga usted algún día estar en condiciones de poder efectuar el soborno en amplia escala. Quizá se haga usted rica con los presidiarios que ha contratado.
—¡Oh! —dijo ella, un poco desconcertada—. ¿Cómo se las ha compuesto usted para estar ya al corriente de lo que se refiere a mi cuadrilla?
—Llegué anoche y pasé la velada en la cantina de «La Hermosa de Hoy», donde oye uno todas las noticias de la ciudad. Es un Banco de liquidación para el chismorreo. Resulta superior a la mejor reunión de señoras. Me han dicho que había contratado usted una cuadrilla de presidiarios y encargado al pequeño y feo Gallegher que los haga trabajar hasta morir.
—Eso es mentira —dijo ella, iracunda—. Él no los matará. Estaré a la mira.
—¿De verdad? —¡Claro que lo haré! ¿Cómo puede usted insinuar tales cosas?
—¡Oh! Perdóneme, señora Kennedy. Sé que sus motivos son siempre irreprochables. Sin embargo, Johnnie Gallegher es el matoncillo más frío que he visto nunca. Hará usted bien en vigilarlo, pues de otro modo corre usted el riesgo de tener jaleos cuando venga el inspector.
—Ocúpese de sus asuntos y no de los míos —dijo ella, indignada—. Y no hablemos más de los presidiarios. Todos se han puesto insoportables con ellos. Mi cuadrilla es asunto mío… y no me ha contado usted lo que ha hecho en Nueva Orleáns. Va usted allí con tanta frecuencia que todos dicen…
Ella se interrumpió. No había tenido la intención de hablar tanto.
—¿Qué es lo que dicen?
—Bueno…, que tiene usted allí un amorío. Y que estaba usted para casarse. ¿Es verdad, Rhett?
Sentía aquella curiosidad desde hacía tanto tiempo, que no había podido por menos de preguntárselo sin ambages. Y la idea de que Rhett fuera a casarse le causaba un ligero resquemor de disparatados celos. Los suaves ojos grises, en repentina alerta, se clavaron en ella provocando un leve rubor en sus mejillas.
—¿Le importaría mucho?
—Me disgustaría perder su amistad —dijo ella con afectación; y procurando adoptar una actitud indiferente se inclinó para ajustar el sencillo gorrito de Ella Lorena sobre la cabecita.
Él se echó a reír de repente y luego dijo:
—Míreme usted, Scarlett.
Ella alzó los ojos involuntariamente y su sonrojo aumentó.
—Puede usted decir a sus curiosas amigas que cuando me case será porque no habré podido conseguir de otro modo a la mujer que quiera. Y no he querido nunca a una mujer lo suficiente para casarme con ella.
Ahora ella se sintió realmente confusa y desconcertada, recordando aquella noche en que él le había dicho en el porche, durante el sitio: «Yo no soy de los que se casan», y sugerido, a todo evento, que fuera su amante… Recordó también el terrible día en que fue a verlo a la cárcel y aquel recuerdo la avergonzó. En el rostro de Rhett apareció lentamente una sonrisa maliciosa, mientras leía en los ojos de ella.
—Pero satisfaré su vulgar curiosidad, ya que me pregunta tan categóricamente. No es una novia lo que me lleva a Nueva Orleáns. Es un niño, un chiquillo.
—¡Un chiquillo!
La conmoción que le produjo aquella noticia inesperada hizo desaparecer su confusión.
—Sí; está bajo mi tutela y soy responsable de él. Está en la escuela de Nueva Orleáns. Y voy a verlo con frecuencia.
—¿Y a llevarle regalos?
«Hace eso —pensó ella— porque sabe perfectamente lo que le gustan a Wade los regalos.»
—Sí —dijo él brevemente, de mala gana.
—¡Muy bien! ¿Es guapo?
—¡Demasiado guapo, evidentemente!
—¿Y es un niño bueno?
—No. Es un perfecto demonio. Preferiría que no hubiese nacido. Los chicos son unas criaturas molestas. ¿Desea usted saber alguna otra cosa?
Parecía súbitamente irritado, como si lamentara haber hablado de aquella cuestión.
—Bueno, no hable más si no quiere —dijo ella suavemente, aunque la consumiera la curiosidad—. Pero no puedo figurármelo en su papel de tutor.
Y se echó a reír, esperando desconcertarlo.
—Ya lo supongo. Su imaginación es graciosamente limitada.
No dijo más y siguió fumando su cigarro en silencio durante un rato. Ella hubiera querido lanzarle alguna réplica desagradable, pero no se le ocurrió ninguna.
—Le estimaría que no hablase de esto a nadie —dijo él por último—. Aunque me imagino que pedir a una mujer que cierre la boca es pedir un imposible.
—Sé guardar un secreto —dijo ella, con dignidad ofendida. —¿Sabrá usted guardarlo? Es algo insospechado entre amigos. Ahora, no se enfurruñe usted, Scarlett. Siento haber sido áspero, pero se lo merecía usted por curiosa. Concédame una sonrisa y sea agradable durante un minuto o dos, antes de que aborde un tema desagradable.
«¡Oh, Dios mío! —pensó ella—. ¡Ahora va a hablar de Ashley y de la serrería!» Y se apresuró a sonreír, mostrando sus hoyuelos para alegrarle.
—¿Dónde más ha estado usted, Rhett? ¿Ha permanecido todo el tiempo en Nueva Orleáns?
—No, estos últimos meses estuve en Charleston. Ha muerto mi padre.
—¡Oh, lo siento!
—No se moleste. Estoy seguro de que a él no le ha disgustado morirse y de que a mí no me desagrada que se haya muerto.
—¿Por qué dice usted esas cosas atroces, Rhett?
—Sería mucho más atroz que fingiera sentirlo cuando no es así, ¿verdad? Entre nosotros no ha existido afecto. El viejo siempre estuvo en contra mía. Me parecía demasiado a su propio padre y él odiaba cordialmente a su padre. Y, cuando fui mayor, su desaprobación hacia mí se convirtió claramente en antipatía; reconozco que no hice nada para hacerle variar de opinión. Todo cuanto mi padre pretendía de mí ¡me aburría de tal modo! Y, finalmente, me largó por el mundo sin un centavo y desprovisto de toda educación; yo no era más que un señorito de Charleston, buen tirador de pistola y excelente jugador de poker. Y para él fue como una afrenta personal que no me muriese de hambre y utilizase, en cambio, mi destreza en el poker como una magnífica ventaja y sacase un regio provecho del juego. Se sintió tan avergonzado de que un Butler fuera un punto en el juego que, cuando volví a casa la primera vez, prohibió a mi madre que me viese. Y durante toda la guerra, cuando lograba yo llegar a Charleston, mi madre se veía obligada a mentir y a escaparse secretamente para verme. Naturalmente, esto no aumentó en lo más mínimo mi cariño hacia él.
—¡Oh, no sabía nada de eso!
—Era lo que se llama un distinguido y viejo caballero, de la antigua escuela, es decir, ignorante, testarudo, intolerante e incapaz de pensar de otro modo que los otros caballeros de la antigua escuela. Todos lo admiraban enormemente porque me había desheredado y me consideraba muerto. «Si tu ojo derecho te ofende, arráncatelo.» Yo era su ojo derecho, su primogénito, y me arrancó con toda su alma.
Sonrió él, y su dura mirada brilló, divertida, al recordar.
—Bueno, pude haber perdonado todo esto, pero no puedo perdonar lo que hizo a mi madre y a mi hermana cuando terminó la guerra. Estaban materialmente en la miseria. La casa de la plantación incendiada y los arrozales convertidos en tierras pantanosas. Y la casa de la ciudad se fue al diablo por las contribuciones y ellas tuvieron que vivir en dos habitaciones inhabitables hasta para los negros. Mandé dinero a mi madre, pero mi padre lo devolvió —¡dinero corrompido, comprenderá usted!— y fui varias veces a Charleston y di dinero a hurtadillas a mi hermana. Pero mi padre se lo encontraba siempre y se burlaba de ella, hasta que le hizo imposible la vida a la pobre muchacha. Y me devolvía siempre el dinero. No sé cómo han vivido… Sí, lo sé. Mi hermano daba lo que podía; aunque era poco y no quería tampoco aceptar nada de mí… ¡Ya sabe usted que el dinero de los especuladores es dinero maldito! Y han vivido también de la caridad de los amigos. Su tía Eulalie ha sido muy buena. Ya sabe usted que es una de las mejores amigas de mi padre. Le ha dado vestidos y… ¡Dios mío! ¡Mi madre obligada a vivir de la caridad!
Era una de las raras veces en que ella lo veía sin máscara, con el rostro endurecido por un justo odio hacia su padre y por el dolor que le causaba su madre.
—¡Tía Eulalie! ¡Pero, Dios mío, Rhett, si ella no tiene más que lo que yo le mando!
—¡Ah! ¿Ésa es su procedencia? Es poco delicado en usted echármelo en cara, querida, para humillarme. Permítame que se lo devuelva.
—Con mucho gusto —dijo Scarlett, torciendo el gesto de repente; y él sonrió a su vez prontamente.
—¡Ah, Scarlett, cómo brillan sus ojos pensando en los dólares! ¿Está usted segura de no tener algo de sangre escocesa o judía, además de sangre irlandesa?
—¡No sea usted odioso! No he tenido intención de echarle en cara lo de la tía Eulalie. Pero ella cree honradamente que yo fabrico dinero. Me escribe sin cesar que le dé más, y bien sabe Dios que no tengo el suficiente para sostener lo de Charleston. ¿De qué ha muerto su padre?
—De noble inanición, creo… y deseo… Se lo merecía. Quería que muriesen de hambre mi madre y Rosa María, con él. Ahora que ha muerto, podré ayudarlas. Les he comprado una casa en la Batería y tienen criadas. Naturalmente, ellas no quieren que se sepa de dónde les viene el dinero.
—¿Por qué no?
—Ya conoce usted lo que es Charleston. Usted ha estado allí. Mi familia tiene derecho a ser pobre, pero no por eso queda dispensada de mantener un rango. Ahora bien, ese rango no podrían mantenerlo mucho tiempo si se supiera que aceptaban el dinero de un jugador, de un especulador y de un carpetbagger. No, no, mi madre y mi hermana han hecho correr el rumor de que mi padre estaba asegurado por una suma fabulosa, que había hecho un gran esfuerzo para pagar un seguro tan importante y que gracias a él tenían con qué vivir desahogadamente. En una palabra, han dicho tantas cosas, que después de su muerte mi padre pasa aún más por una de esas austeras figuras de antaño… Se le considera poco menos que un mártir. Estoy seguro de que le molesta en su sueño saber que mamá y Rosa María viven ahora bien, a pesar de sus esfuerzos para impedirlo… En cierto sentido lamento que haya muerto… ¡Tenía tal deseo de morirse!
—¿Por qué?
—¡Oh, su verdadera muerte sucedió el día en que Lee se rindió! Ya conoce usted a esos tipos. Nunca ha podido adaptarse a las circunstancias. Nunca dejaba de hablar de los tiempos de antaño.
—Rhett: las personas de edad son todas así.
Scarlett pensaba en Gerald y en lo que Will había dicho de él.
—¡No, por Dios! Mire, ahí tiene usted a su tío Henry y a ese buen viejo de Merriwether, por no citar más que a ellos dos. Los dos han firmado un nuevo contrato con la vida cuando han entrado en fuego con la guardia local. Y me da la impresión de que, desde entonces, están rejuvenecidos y le sacan más jugo a la existencia. Esta mañana me he encontrado al viejo Merriwether. Conducía el coche del reparto de Rene e insultaba al caballo igual que hubiera hecho un sargento que mandara una expedición de acarreos. Me ha dicho que se sentía diez años más joven desde que ha escapado a la tiranía de su nuera. Y su tío Henry encuentra otra clase de placer. Combate a los yanquis en el Palacio de Justicia y defiende a la viuda y al huerfanito contra los carpetbaggers… ¡y sin pedirles honorarios! ¡Miedo me da! Sin la guerra, haría tiempo que habría renunciado a la abogacía y se hubiera metido en casita a cuidarse el reuma. Estos hombres están rejuvenecidos porque aún sirven para algo y se dan cuenta de que se tiene necesidad de ellos. Y no maldicen esta época que ha ofrecido a los viejos una nueva posibilidad. Sin embargo, hay un montón de viejos y de jóvenes que piensan como mi padre y como el suyo. No pueden ni quieren adaptarse, y esto me lleva a la cuestión desagradable que quería tratar con usted, Scarlett.
Este brusco giro de la conversación causó tal sorpresa a Scarlett, que se puso a balbucear:
—¿Qué, qué…?
«¡Oh, Señor, ya llegó!», añadió para sí.
—Conociéndola como la conozco, no debería haber esperado de usted ni lealtad, ni honor, ni honradez. Sin embargo, he sido tan necio que he confiado en su palabra.
—No sé lo que quiere decirme.
—Sí, lo sabe usted perfectamente. Tiene usted un aire de culpa que no engaña. Hace un momento, seguía la calle del Acebo para venir aquí a su casa, cuando oí que me llamaban: «¡Buenos días, eh!». ¿Quién podía llamarme así sino la señora de Wilkes? Naturalmente, me detuve y me puse a charlar con ella.
—¿En serio?
—Y tan en serio. Hemos tenido una conversación muy agradable. Me ha dicho que siempre había deseado felicitarme por mi bravura. ¡Qué quiere usted! Me admira por haber abrazado la causa de la Confederación en una hora tan adversa.
—¡Oh, Melanie está loca! El heroísmo de usted a poco más le cuesta la vida a ella aquella noche.
—Estoy convencido de que habría muerto pensando que mi sacrificio no era inútil. Cuando le pregunté lo que hacía por Atlanta, se mostró muy sorprendida de mi ignorancia y me contó que su marido y ella se habíí n instalado aquí porque usted había tenido la bondad de tomar al señor Wilkes como asociado.
—Bueno, ¿y qué? —dijo Scarlett en un tono seco.
—Al prestarle dinero para comprar esa serrería, estipulé con usted una cláusula que usted firmó. Ese dinero no debía, bajo ningún pretexto, servir para ayudar a Ashley Wilkes.
—¡Lo veo a usted muy agresivo! Le he devuelto ya su dinero. La serrería me pertenece y tengo derecho a hacer lo que me viene en gana.
—¿Le molestaría decirme cómo ha ganado usted el dinero que le ha permitido devolverme el préstamo?
—¡Vendiendo madera, señor mío!
—Usted ha ganado dinero gracias a la cantidad que le presté para dedicarse a los negocios. Mi dinero sirve para ayudar a Ashley. Es usted una mujer sin honor y, si no me hubiera reembolsado, sentiría un gran placer exigiendo que me pagara en el acto o procediendo al embargo, si no podía hacerlo.
Rhett aparentaba un tono ligero, pero en sus ojos llameaba la ira.
Scarlett se apresuró a llevar las hostilidades al campo enemigo.
—¿Por qué odia usted tanto a Ashley? ¿Es que está usted celoso?
Apenas hubo pronunciado estas palabras, se mordió la lengua. Rhett echó atrás la cabeza y se puso a reír a carcajadas. Scarlett se ruborizó hasta las orejas.
—Eso es, añada usted la vanidad al deshonor —dijo Rhett—. Usted creerá siempre que sigue siendo la Reina del Condado. Se cree en un pedestal y se figura que todos los hombres están muertos de amor por usted.
—¡Es falso! —exclamó ella con vehemencia—. Lo único que no entiendo es por qué detesta de ese modo a Ashley y no encuentro otra explicación.
—Pues no; trate de encontrar otra, encanto, porque no es ésta. En cuanto a odiar a Ashley… ¡Bah, no tengo por él más simpatía que odio! La verdad es que el único sentimiento que me inspira es una especie de compasión.
—¿De compasión?
—Sí, y un poco de desprecio. Vamos, sea usted sincera y dígame si no prefiere usted mil veces a un canalla de mi especie y si hago mal sintiendo por él desprecio y compasión. Cuando se haya calmado, ya le diré lo que entiendo por eso, si le interesa.
—No me interesa lo más mínimo.
—Se lo diré de todas maneras, porque me resultaría muy desagradable seguir oyéndola hablar de mis celos. Le tengo compasión, porque mas valdría que se hubiera muerto; lo desprecio, porque no sabe de qué lado volverse, ahora que el mundo de sus sueños ha desaparecido.
Esta idea no era absolutamente nueva para Scarlett. Recordaba vagamente haber oído emitir una reflexión análoga, pero ya no se acordaba dónde ni cuándo. Por lo demás, no trató apenas de averiguarlo, tan ofuscada la tenía la cólera.
—Si a usted le dejaran, no habría un hombre decente en el Sur.
—Y, si se les dejara las manos libres, creo que los tipos como Ashley preferirían la muerte. No les disgustaría reposar bajo una pequeña losa que llevara, grabadas, estas palabras: «Aquí yace un soldado de la Confederación caído por la Causa del Sur», o «Dulce et decorum est»…, o cualquiera de los epitafios corrientes.
—No sé por qué.
—Usted no sabe nunca lo que ocurre en sus mismas narices, ¿no es verdad? Si esos hombres se hubieran muerto, habrían terminado sus inquietudes y no tendrían que habérselas con problemas insolubles. Además, sus familias los venerarían, durante generaciones y generaciones. He oído decir que los muertos son felices. ¿Cree usted que Ashley Wilkes sea feliz?
—No veo por qué… —empezó Scarlett. De repente se detuvo, recordando la expresión que había sorprendido en los ojos de Ashley recientemente.
—¿Cree usted que Ashley, Hugh Elsing o el doctor Meade son mucho más felices que lo eran mi padre o el suyo?
—Tal vez no lo son tanto como debieran, porque han perdido toda su fortuna.
—No se trata de eso, querida —dijo Rhett, sonriendo—. No, yo le hablo de otra pérdida…, de la desaparición del mundo en que habían sido educados. Son como peces fuera del agua o como gatos a los que hubieran crecido de pronto alas. Habían sido educados para desempeñar un papel, para hacer unas cosas determinadas, para ocupar tal o cual sitio, y ese papel, esas cosas y esos sitios dejaron de existir el día en que el general Lee se rindió en Appomatox. ¡Oh, Scarlett, no ponga usted ese gesto de boba! ¿Qué le queda por hacer a Ashley Wilkes, ahora que ya no tiene casa, que le han confiscado la plantación por no poder pagar los impuestos y que hay veinte mil como él que van a la caza de un dólar? ¿Puede ganarse la vida con sus manos? ¿Puede emplear de algún modo sus facultades intelectuales? Apuesto a que ha perdido usted dinero desde que está al frente de su serrería.
—¡No!
—¡Qué buen corazón! ¿Me dejaría echar una ojeada a sus libros de cuentas uno de esos domingos por la tarde en que usted puede disponer de tiempo?
—¡Vayase al demonio! ¡Y vayase de prisa! ¡Ande! Para lo agradable que me es su compañía…
—Conozco muy bien al demonio, querida. Es un sujeto bien tonto. No volveré más a verlo, ni siquiera por sus bellos ojos… En fin, veo que sabe usted aceptar mi dinero cuando le hace falta y que sabe emplearlo a su gusto. Sin embargo, nos habíamos puesto de acuerdo sobre la manera en que usted se serviría de él, pero usted ha roto su compromiso. Pues bien, de todos modos, acuérdese de esto: El día menos pensado, mi querida tramposilla, me volverá a pedir sumas mucho más importantes. Querrá usted que yo ponga dinero en Sus negocios a un interés ridículo, para comprar otras serrerías, otras muías y hacer construir otros cafés. Bien, pues ya está usted lista, créame.
—Muchas gracias. Cuando necesite dinero, me dirigiré a mi Banco —declaró Scarlett, en un tono seco, mientras la rabia le levantaba el seno.
—Sí, ¿eh? Pruebe a ver. Soy uno de los accionistas más importantes del Banco.
—¿Es cierto?
—Sí; tengo intereses en una serie de negocios honrados.
—Hay otros bancos.
—Infinidad de ellos, estamos de acuerdo; pero, si depende de mí, puede esperar sentada si quiere obtener un dólar. Cuando le haga falta dinero puede dirigirse a los carpetbaggers, que son unos usureros.
—Me dirigiré a ellos de muy buena gana.
—Ya desistirá, cuando vea los intereses que le exigen. Las raterías se pagan siempre en el mundo de los negocios, querida. Hubiera sido más ventajoso para usted haber jugado limpio conmigo.
—Usted se considera un hombre extraordinario, ¿no es verdad? ¡Tan rico, tan influyente! Pero esto no le impide aprovecharse de la situación de los que han caído, como Ashley o yo.
—No se ponga al mismo nivel de Ashley. Usted no ha caído y nada la hará caer tampoco. Él sí, él ha mordido el polvo y seguirá derribado, a menos que lo levante alguien enérgico y lo guíe y lo proteja mientras viva. En todo caso, no siento ningún deseo de que mi dinero aproveche a un tipo como él.
—Pues amí… bien me ha ayudado a levantarme y…
—Lo he hecho a título de experiencia, querida. Era bastante arriesgado ayudarla así, pero me interesaba. ¿Por qué? Pues porque usted no ha querido vivir a expensas de los hombres de su familia, lamentándose sobre el pasado. Usted se ha despabilado sólita y hoy su fortuna reposa sólidamente sobre el dinero arrancado a la cartera de un muerto y sobre el dinero robado a la Confederación. Tiene usted muchas cosas en su haber. No solamente pesa sobre usted una muerte, sino que ha tratado, ademas, de seducir al novio de una muchacha, ha pretendido entregarse a la fornicación, ha mentido y ha faltado a su palabra de honor. Omito multitud de pequeñas bajezas que saldrían a relucir en cuanto profundizáramos un poco. Todo eso es admirable y demuestra que es usted una persona enérgica y decidida, a quien, al prestarle dinero, ello no se hace sin riesgo. Yo prestaría diez mil dólares, sin recibo siquiera, a esa vieja matrona romana que es la señora Merriwether. Empezó vendiendo pastelillos con una cestita y ahí la tiene usted: media docena de personas trabajan ya en su pastelería, el abuelo está encantado con el coche del reparto y ese holgazán criollo de Rene, que antes no trabajaba ni aunque lo matasen, se da ahora buen garbo… Y ese pobre diablo de Tommy Wellburn, que hace el trabajo de dos hombres. Y… ¿para qué seguir? Temo abrumarla.
—Sí, me abruma usted. Me abruma y me da dolor de cabeza —declaró Scarlett, con la esperanza de que Rhett se enfadara y olvidara a Ashley. Pero Rhett no cayó en la trampa.
—Esa gente sí es digna de que la ayuden. Pero Ashley Wilkes… Los tipos de su calaña no son de ninguna utilidad en un mundo agitado como el nuestro. Son los que primero desaparecen en la revuelta. ¿Y por qué no, por otra parte? No merecen sobrevivir, puesto que no aceptan el combate y no saben luchar. No es la primera vez que ha habido trastornos en el mundo y no será la última. Cuando esto ocurre, cada uno pierde lo que poseía y todos quedan a un mismo nivel. Entonces uno empieza la batalla sin más armas que su inteligencia y su fuerza. Pero hay personas que, siguiendo el ejemplo de Ashley, no quieren servirse de ellas. Ésos se quedan en su sitio y acaban por hundirse. Es una ley natural, y le aseguro que el mundo prescinde sin pena de ellos. Otros, por el contrario, los más audaces, se abren camino y no tardan en recobrar el lugar que ocupaban antes de la catástrofe.
—¡Usted ha sido pobre! Hace un momento me ha dicho que su padre lo echó de casa, sin un céntimo —dijo Scarlett, furiosa—. ¡Creí que comprendería usted a Ashley y que sentiría sus desgracias!
—Le comprendo admirablemente —replicó Rhett—, pero maldito si me complazco de sus desdichas, como dice usted. Después de la rendición, Ashley se encontraba en mejor situación que yo cuando fui arrojado de casa por mi padre. Al menos él ha contado con amigos para recogerlo. Mientras que yo, yo era como Ismael. Y ¿qué se ha hecho de Ashley?
—Sí, se compara usted con él. ¡Qué vanidad tiene! Gracias a Dios, se le parece muy poco. No sería él quien se ensuciara las manos con el dinero de los carpetbaggers, de los scallawags y de los yanquis. Es un hombre de escrúpulos, un perfecto caballero.
—Sus escrúpulos y su caballerosidad no le impiden aceptar el dinero y la ayuda de una mujer. —¿Qué otra cosa podía hacer?
—¿Soy yo el llamado a saberlo? Lo único que sé es lo que he echo yo, durante y después de la guerra, y cuando, antes, me echó mi padre de casa. Y también sé lo que han hecho muchos hombres, hemos visto el partido que podíamos sacar de la ruina de una civilización y nos hemos aprovechado. Unos han recurrido a medios lícitos, otros a medios clandestinos, pero todos hemos estado a la altura de las circunstancias y continuamos estándolo. Los Ashley de este mundo tenían las mismas posibilidades que nosotros, pero no han sabido qué hacer. Les falta energía, Scarlett, y sólo los que tienen energía merecen salvarse del naufragio.
Scarlett apenas escuchaba lo que decía Rhett, pues el recuerdo hque había tratado en vano de precisar unos minutos antes se hacía ahora más preciso. Recordaba la huerta de Tara, barrida por el viento helado. Le parecía ver a Ashley, sentado junto a un haz de leña. Él la había mirado sin verla y le había dicho… ¿qué era exactamente lo que había dicho? Había pronunciado una palabra extraña, una palabra extravagante, había hablado también del fin del mundo. De momento, ella no había penetrado el sentido de sus palabras, pero ahora comenzaba a comprender y experimentaba una sensación de angustia indecible.
—Ashley me dijo un día… —¿El qué?
—Un día, en Tara, me habló de… de un crepúsculo de los dioses y del fin del mundo.
—Ah, un Gótterdàmmerung\ —exclamó Rhett, mostrando gran interés—. ¿Y qué más le dijo?
—No recuerdo bien. Apenas prestaba atención a lo que hablaba. ¡Pero, sí…, esto es…, me dijo poco más o menos que los fuertes siempre salían de las pruebas, y los débiles fenecían!
—Así que él mismo se da cuenta. Eso es más penoso para él. La mayor parte de esa gente no comprenden nada ni lo comprenderán jamás. Se pasarán la vida entera preguntándose por la vida pasada. Pero él, por lo visto, sabe que su suerte está echada.
—No; mientras me queden arrestos, no le ocurrirá nada. —Scarlett —la interrogó Rhett, cuyos rasgos se habían contraído—, ¿cómo se las ha arreglado para lograr que Ashley viniera a Atlanta a dirigir su serrería? ¿Opuso mucha resistencia?
Scarlett recordó la escena que había seguido a los funerales de su padre. Sin embargo, alejó en seguida aquel recuerdo.
—No: ¿por qué había de oponerse? —replicó con indignación—. Le expliqué que lo necesitaba, porque no podía fiarme del sinvergüenza que dirigía la serrería, y que Frank estaba demasiado ocupado en el almacén para poder ayudarme. Le dije que iba a…, en una palabra, que Ella Lorena…, ya me comprende. Y a él le encantó poder serme útil, sacándome del apuro.
—¡Qué agradable excusa, la maternidad! Así es como se ha hecho usted con él, ¿eh? Sí, ha conseguido usted sus fines. He aquí al pobre diablo tan ligado a usted por el agradecimiento como sus forzados a las cadenas. Les deseo a los dos mucha suerte. Pero, como se lo he declarado al principio de esta discusión, no obtendrán nada más de mí para andar con sus pequeñas intrigas, mi querida farsante.
Scarlett se moría de rabia, pero al mismo tiempo estaba entonces sin reservas económicas. Desde hacía algunas semanas proyectaba pedir de nuevo un préstamo a Rhett para comprar un terreno en el que se proponía construir un almacén de madera.
—¡No necesito su dinero! —exclamó—. Gano más del que me hace falta con la serrería de Galleher. Y, además, tengo colocado dinero sobre hipotecas que me producen beneficios, y el almacén de Frank va muy bien.
—Sí, ya he oído hablar de sus inversiones de dinero. ¡Qué hábil, ¿eh?, apretar a las pobres gentes indefensas, a las viudas, a los huérfanos, a los ignorantes! Pues, ya que se dedica a robar a sus semejantes, Scarlett, ¿por qué no pone mejor su mira en los ricos y fuertes en vez de hacerlo en los pobres y débiles? Desde los tiempos de Maricastaña se considera aquella forma de robo como una acción de alta moralidad.
—Porque es más fácil y más seguro robar, como dice usted, a los pobres —replicó Scarlett, concisamente.
—Es usted una sinvergüenza, Scarlett —decjaró Rhett, riendo tan fuertemente que sus hombros experimentaron una sacudida.
¡Una sinvergüenza! El epíteto la hirió y la dejó sorprendida. «No, no soy una sinvergüenza», se dijo con vehemencia. O, al menos, no tenía intención de serlo. Quería ser toda una señora. Scarlett volvió la vista a varios años atrás y vio otra vez a su madre, con su vestido de seda, al cual imprimía, cuando andaba, un exquisito balanceo; vio sus manos, que habían cuidado a tanta gente, sus manos infatigables. Todo el mundo quería a Ellen. Todo el mundo la respetaba y la rodeaba de consideraciones. Su corazón se encogió de súbito.
—Si trata usted de irritarme, está perdiendo el tiempo —le dijo en tono cansado—. Ya sé que no soy ni tan… escrupulosa, ni tan buena, ni tan agradable como debiera. Pero es algo más fuerte que yo, Rhett. Verdaderamente me es imposible serlo. ¿Qué nos hubiera ocurrido a mí, a Wade, a Tara y a todos nosotros, si hubiera tratado de ser… dulce, cuando los yanquis vinieron a robarnos? Podría haber sido…, pero prefiero no pensar en ello. Y cuando Jonnas Wilkerson quiso incautarse de nuestra casa… ¿dónde estaríamos ahora si me hubieran detenido los escrúpulos? Y ¿dónde estaríamos igualmente si yo hubiera sido una pobre infeliz muy dulce y no hubiera obligado a Frank a que cobrara? Tal vez sea una sinvergüenza, Rhett, pero no seguiré siéndolo siempre. Incluso en este momento, ¿cómo podría salir del lío en que me encuentro si no fuera como soy? Durante estos últimos años tengo la impresión de estar remando en medio de una tempestad, de estar conduciendo una barca cargada hasta arriba. Me cuesta tanto mantener a flote mi barca, que no he titubeado en tirar por la borda todo lo que me molestaba y no me parecía estrictamente necesario.
—Orgullo, honor, virtud, lealtad, bondad —enumeró Rhett con voz melosa—. Sí, Scarlett, tiene usted razón, todas estas cosas no cuentan cuando un barco está a punto de zozobrar. Pero mire usted a sus amigos. O bien abordan en lugar seguro con toda su carga intacta, o bien se van a pique en alta mar, con las banderas desplegadas.
—Son una partida de imbéciles —declaró Scarlett—. Para todo hay tiempo. Cuando tenga dinero, también seré una mujer honorable.
—Tiene todo lo necesario para ello… pero no podrá conseguirlo. Es difícil recuperar las mercancías arrojadas al mar, y, aun en el caso de lograrlo, se da uno cuenta de que están perdidas de todos modos. Temo que el día en que se encuentre en disposición de poder recuperar el honor, la virtud y la bondad que ha arrojado usted por la borda, se dé cuenta de que su estancia bajo el agua no les ha sido provechosa. Rhett se levantó bruscamente y cogió su sombrero.
—¿Se marcha usted?
—Sí. ¿No le resulta agradable? La dejo sola con lo que le queda de conciencia.
Se detuvo y contempló a la niña, a la que tendió un dedo que ella estrechó en su manecita.
—Supongo que Frank no cabrá en sí de orgullo.
—Evidentemente.
—Seguro que ha hecho ya mil proyectos para su hija.
—Ya sabe usted… ¡Los hombres se encaprichan tanto con sus hijos…!
—Entonces dígale esto —murmuró Rhett, con una expresión extraña—: dígale que haría bien quedándose un poco más en casa por las noches, si es que quiere realizar los proyectos que tiene formados para su hija.
—¿Qué quiere usted decir?
—Nada más que eso. Aconséjele que se quede en casa.
—¡Oh, qué innoble es usted! Insinuar que el pobre Frank…
—¡Santo Dios! —exclamó Rhett, echándose a reír—. No quería decirle que Frank anduviera de picos pardos. ¡Frank! ¡Oh, qué gracia tiene!
Y bajando la escalera, alejóse, riendo.