Scarlett tuvo una niña menuda y calva, fea como un mono pelón y absurdamente parecida a Frank. Nadie, excepto el padre, cegado por el cariño, pudo encontrar en ella belleza alguna, pero los vecinos llevaron su caridad hasta decir que todos los niños feos podían llegar a volverse guapos. La bautizaron con los nombres de Ella Lorena. Ella por su abuela, y Lorena porque era el nombre más de moda en aquellos días para las muchachas, así como los de Roberto E. Lee y Stonewall Jackson eran los más populares para los chicos y Abraham Lincoln y Emancipación para los negritos.
La niña nació a mediados de una semana en que los ánimos estaban muy excitados en la oprimida Atlanta y la atmósfera en tensión, esperando un desastre. Un negro que se jactó de haber cometido un rapto fue detenido por entonces; pero, antes de pensar en juzgarle, varios miembros del Ku Klux Klan asaltaron la cárcel y lo colgaron sin contemplaciones. El Klan había actuado para evitar que la víctima, desconocida aún, fuese citada a comparecencia para declarar ante el tribunal. Antes que hacer pública su afrenta, el padre y los hermanos la hubieran matado; por eso el linchamiento del negro pareció a los ciudadanos una sensata solución, realmente la única solución decente. Pero las autoridades militares se enfurecieron. No vieron razón para que la muchacha no declarase públicamente.
Los militares efectuaron detenciones a diestro y siniestro y juraron que aniquilarían el Klan, aunque tuviesen que encerrar a todos los blancos de Atlanta. Los negros, irritados y ceñudos, hablaron de incendiar casas en represalia. Corrían rumores de ejecuciones en masa en el caso de que los yanquis cogieran a los culpables y de sorpresas concertadas por los negros contra los blancos. La gente permanecía en su casa con las puertas barreadas y con las ventanas herméticamente cerradas; los hombres no se atrevían a salir a sus asuntos dejando sin protección a las mujeres y a los niños.
Scarlett yacía extenuada en el lecho, débil y callada, dando gracias a Dios de que Ashley hubiera tenido el buen acuerdo de no pertenecer al Klan y de que Frank fuera demasiado viejo y apocado. Hubiera sido espantoso saber que los yanquis podían llegar de un momento a otro a detenerlos. ¿Es que no podían estar tranquilos aquellos juveniles cerebros exaltados que formaban el Klan? Probablemente la muchacha no había sido violada. Seguramente había sufrido tan sólo un susto tonto, y por culpa suya una porción de hombres podían perder la vida.
En aquella atmósfera, con los nervios tensos como una mecha sobre un barril de pólvora, Scarlett recobró sus fuerzas rápidamente. El saludable vigor que la había acompañado durante la dura temporada de Tara siguió sosteniéndola, y dos semanas después del nacimiento de Ella Lorena se encontraba ya en disposición de levantarse hasta una silla y de irritarse por su inactividad. Tres semanas después, estaba en pie y afirmaba su deseo de ir a ver las serrerías. Habían suspendido el trabajo en los dos talleres, porque tanto Hugh como Ashley temían dejar solas a sus familias durante todo el día.
Entonces estalló la tormenta…
Frank, rebosante de orgullo paterno, tuvo el suficiente valor para prohibir a Scarlett que saliera de casa en aquellas condiciones tan peligrosas. Sus órdenes no hubieran tenido ningún efecto si él no hubiera encerrado el caballo y el coche en la cuadra, resolviendo que sólo él podría utilizarlos. Es más, mientras estaba ella en cama, él y Mamita había registrado pacientemente la casa entera y descubierto el dinero en varios escondites. Y Frank lo había depositado en el Banco a su propio nombre, de suerte que Scarlett no podía disponer de nada.
Scarlett se enfureció contra Frank y Mamita; luego suplicó, y finalmente gritó toda una mañana como una niña despechada. Pero sus lamentaciones sólo le sirvieron para oír: «¡Cálmate, rica! Pareces una chiquilla enferma». Y: «Señorita Scarlett, si sigue usted llorando se le va a alterar la leche y la niña tendrá un cólico».
Llena de furia, Scarlett cruzó el patio posterior dirigiéndose a la casa en busca de Melanie para desahogarse con ella, declarando que iría a pie a las serrerías y que contaría a todo Atlanta que se había casado con un monstruo y que no quería que la tratasen como a una niña estúpida y traviesa. Llevaría una pistola y mataría a quien la amenazase. Había ya matado a un hombre y le agradaría, sí, le agradaría matar a algún otro. Iría… Melanie, que no se atrevía a aventurarse hasta su propio porche, sé quedó aterrada ante semejantes amenazas.
—¡Oh! No debes arriesgarte. ¡Me moriría si te ocurriera algo! ¡Oh, te lo ruego!
—¡Quiero ir! ¡Quiero ir! ¡Iré a pie!
Melanie la miró y vio que no se trataba del histerismo de una mujer debilitada por el reciente parto. En el rostro de Scarlett había la misma terquedad, idéntica decisión que Melanie había visto tantas veces en el rostro de Gerald O’Hara cuando se empeñaba en hacer una cosa. Abrazó a Scarlett, estrechándola fuertemente contra ella.
—La culpa es mía por no ser valiente como tú y por tener encerrado en casa a Ashley en vez de hacerle ir a las serrerías. ¡Oh, querida! ¡Soy tan miedosa! Mira, le diré a Ashley que ya no tengo miedo y permaneceré contigo y con tía Pitty; así él podrá volver al trabajo y… Ni siquiera en su interior quería Scarlett admitir que Ashley fuera incapaz de resolver la situación por sí solo.
—¡Nada de eso! ¿Cómo quieres que pueda trabajar Ashley si está preocupado por ti a todas horas? ¡Todos sois odiosos! ¡Hasta el tío Peter se niega a venir conmigo! ¡Pero no me importa! Iré sola. Recorreré el camino paso a paso y encontraré una cuadrilla de negros en algún sitio…
—¡Oh, no! ¡No debes hacer eso! Podría ocurrirte algo terrible. Dicen que el caserío de Shantytown en la carretera de Decatur está lleno de negros y tienes que pasar por allí. Deja que piense… Prométeme, querida, que no harás nada hoy y yo pensaré algo. Prométeme que te irás a acostar. Tienes mala cara. Prométemelo.
Como su rapto de furor la había dejado extenuada para cualquier cosa, Scarlett, ceñuda, lo prometió y, volviendo a la casa, rechazó con arrogancia toda tentativa de paz por parte de su familia.
Aquella tarde una extraña y escuálida figura pasó el cercado que separaba los corrales de Melanie y de Pitty. Era evidentemente uno de aquellos hombres de los que hablaban Mamita y Dilcey llamándolos «inmundicias que la señorita Melanie recoge en los caminos y deja dormir en su bodega».
En los sótanos de la casa de Melanie había tres aposentos que sirvieron antaño de alojamiento para los criados y de bodega. Ahora Dilcey ocupaba uno de ellos, y los otros dos estaban constantemente ocupados por una chusma miserable de paso por allí. Sólo Melanie sabía de dónde venían y adonde marchaban, y nadie sabía en dónde los recogía. Quizás era cierto lo que decían los negros: que ella efectuaba su redada por las calles. Pero, de igual modo que las personas importantes eran acogidas en su gran salón, así los desdichados encontraban alojamiento en su bodega, donde eran alimentados y tenían un lecho; y luego volvían a marchar con paquetes de víveres. Generalmente, los ocupantes de los aposentos eran antiguos soldados de la Confederación, gentes rudas e ignorantes, sin casa ni familia, que vagaban por el Condado con la esperanza de encontrar trabajo.
Con frecuencia, campesinas morenas y ajadas, que iban en compañía de una turba de chiquillos silenciosos, pasaban así la noche; mujeres a quienes la guerra había dejado viudas, privándolas de sus granjas, y que andaban buscando a sus parientes dispersos y perdidos. A veces los vecinos se escandalizaban por la presencia de extranjeros, que hablaban muy poco o nada el inglés; gentes atraídas hacia el Sur por el espejismo de una fortuna fácilmente lograda. Incluso un republicano había dormido allí; pero nadie creía los cuentos de Mamita, porque, como es natural, hasta la caridad de Melanie debía tener un límite.
«Sí —pensó Scarlett, sentada en el porche bajo el pálido sol noviembre, con la niña sobre sus rodillas—, debe ser uno de los pordioseros de Melanie. Es realmente un pordiosero.»
El hombre que cruzaba el patio posterior tenía una pierna de Boadera, como Will Benteen. Era alto y flaco, calvo y con la barba gris, tan larga que le llegaba a la cintura. A juzgar por su aspecto, debía tener más de sesenta años a juzgar por su arrugada cara, pero su cuerpo no mostraba las señales de la edad. Era larguirucho y desgaritado, aunque, a pesar de su pierna de madera, se movía con la agilidad de una serpiente.
Subió los escalones y se acercó a ella, y antes de que hablase, por la manera de arrastrar las erres y por su deje especial, Scarlett supo que era de la montaña. A pesar de sus ropas sucias y andrajosas, ofrecía, como muchos montañeses, un aspecto de feroz y reconcentrado orgullo, que no permitía confianzas ni toleraba bromas. Tenía la barba manchada de jugo de tabaco, la nariz aguileña y las cejas espesas; de sus orejas asomaban unos pelos que les daban el aspecto de unas orejas de lince. En lugar de un ojo mostraba una hendidura de la que arrancaba una cicatriz que le cruzaba diagonalmente la mejilla. El otro ojo era pequeño, claro y frío, un ojo inmóvil y cruel. Llevaba en el cinturón una pesada pistola, del cual también sobresalía el mango de un cuchillo de monte.
Respondió fríamente a la mirada de Scarlett y se apoyó en la baranda antes de hablar. En su único ojo había una expresión de desprecio, no especialmente dedicada a ella, sino a su sexo entero.
—La señorita Wilkes me ha mandado a usted para que me dé trabajo —dijo, conciso. Hablaba rústicamente, como quien no está acostumbrado a hacerlo y a quien sus palabras acuden casi con dificultad—. Me llamo Archie.
—Lo siento, pero no tengo trabajo para usted, señor Archie.
—Archie es mi nombre de pila.
—Perdone usted. ¿Cuál es su apellido?
Él vaciló un instante.
—Eso es asunto mío —dijo—. Con Archie basta.
—No me importa saber cómo se llama. No tengo nada para usted.
—Me parece que lo tiene. La señora Wilkes estaba asustada pensando que quería usted ir de paseo sola como una loca, y me ha mandado aquí para que la acompañe.
—¿De veras? —exclamó Scarlett, indignada tanto de la rudeza de aquel hombre como de la intromisión de Melanie.
El único ojo de Archie se clavó en ella con una animosidad impersonal.
—Sí. Una mujer no debe producir quebraderos de cabeza a sus hombres. Si no tiene usted más remedio que ir de paseo, la acompañaré. Odio a los negros… y también a los yanquis. Se pasó al otro carrillo el pedazo de tabaco que estaba mascando y, sin esperar a que le invitasen, se sentó en los escalones.
—No diré que me guste acompañar a las mujeres; pero la señora Wilkes ha sido buena conmigo dejándome dormir en su bodega y me ha mandado aquí para que la acompañe.
—Pero… —empezó Scarlett vacilante. Y luego se detuvo y lo miró. Después de un momento inició una sonrisa. No le agradaba el aspecto de aquel viejo malhechor, pero su presencia simplificaría las cosas. Llevándolo al lado podría ir a las serrerías y a la ciudad, visitar a los clientes. Nadie podría creerla en peligro y el aspecto de aquel hombre era suficiente para evitar jaleos.
—Convenido —contestó—. Es decir, si mi marido consiente.
Después de una conversación privada con Archie, Frank dio de mala gana su aprobación y envió unas líneas a las cuadras para que sacasen el caballo y el coche. Le irritaba y le producía desilusión que la maternidad no hubiera transformado a Scarlett como él había esperado; pero, si ella estaba decidida a volver a aquellos malditos talleres, entonces Archie sería bienvenido.
Así empezó aquella relación que desde el principio asombró a Atlanta. Archie y Scarlett hacían una extraña pareja: el sucio y truculento viejo con su pierna de madera llena de pegotes de barro, y la linda y elegante muchacha con la frente arrugada en una expresión abstraída. Se los veía a todas horas y en todos sitios, en las cercanías de Atlanta, hablándose rara vez, desagradándose evidentemente uno a otro, pero ligados ambos por una recíproca necesidad, él de dinero y ella de protección. Al menos, dijeron las señoras de la ciudad, era mejor que ir de paseo tan descaradamente con el tal Butler. Sentían curiosidad por saber a dónde había ido a acabar sus días Rhett, que partió bruscamente de la ciudad tres meses antes y de quien nadie, ni siquiera Scarlett, conocía el paradero.
Archie era un hombre callado que no hablaba nunca a no ser que le dirigiesen la palabra y que contestaba generalmente con gruñidos. Todas las mañanas salía de la bodega de Melanie e iba a sentarse en los escalones de la casa de Pittypat, mascando tabaco y escupiendo hasta que salía Scarlett y Peter traía el coche de la cuadra. El tío Peter temía a aquel hombre muy poco menos que al diablo o al Ku Klux Klan; y hasta Mamita pasaba junto a él en silencio y atemorizada. Él odiaba a los negros y sabía que le temían. Había reforzado su armamento con otra pistola más y su fama se difundió entre la población negra. No tuvo nunca necesidad de sacar la pistola o de poner su mano en el cinturón. El efecto moral era suficiente. Ni un negro se atrevía siquiera a reír cuando Archie se hallaba inmediato.
Una vez Scarlett le preguntó con curiosidad por qué odiaba a los negros y se quedó sorprendida cuando él contestó concretamente, ya que en general respondía a todas las preguntas diciendo: «Eso es asunto mío».
—Los odio como todos los montañeses. No los hemos querido nunca ni los hemos utilizado jamás. Ellos son los que han provocado la guerra. Los odio también por esto.
—Pero ¿usted ha peleado en la guerra?
—Ése es un privilegio de los hombres. Odio también a los yanquis, más aún de lo que odio a los negros. Los odio casi tanto como «dios a las mujeres charlatanas.
Aquellas rudas y francas palabras provocaban en Scarlett un furor silencioso contra Archie. Pero ¿qué hubiera hecho sin él? ¿Cómo hubiera podido moverse con tanta libertad? Él era rudo, sucio y, a veces, maloliente, pero servía a sus fines. La acompañaba a las serrerías y a visitar a los clientes, escupiendo y contemplando el espado mientras ella hablaba y daba órdenes. Si se apeaba del coche, bajaba detrás de ella y seguía sus pasos. Cuando estaba ella entre los trabajadores, negros o soldados yanquis, rara vez permanecía él a más de un paso de su codo.
Muy pronto Atlanta se acostumbró a ver a Scarlett con su guardia de corps, y las señoras se habituaron a envidiar su libertad de movimientos. Desde que el Ku Klux Klan inició los linchamientos, las señoras vivían realmente enclaustradas y ni siquiera iban a la ciudad de compras, como no se reunieran en grupos de media docena por lo menos.
Sociables por naturaleza, aquella reclusión forzada las humillaba; y empezaron a pedir a Scarlett que les prestase a Archie. Y ésta, cuando no lo necesitaba, era lo suficientemente amable para cedérselo a las otras señoras.
Y bien pronto Archie llegó a ser una institución en Atlanta, y las señoras se disputaban sus ratos libres. Rara vez pasaba una mañana sin que un chiquillo o un criado negro llegasen a la hora del desayuno con una nota que decía: «Si no va usted a utilizar a Archie esta tarde, le ruego que me lo deje. Voy a llevar unas flores al cementerio». «Tengo que ir a la modista.» «Me agradaría que Archie acompañase a la tía Nelly a tomar el aire.» «Tengo que ir de visita a la calle Peters y el abuelo no se siente bien para acompañarme. Si Archie pudiese…»
Acompañaba a todas, solteras, casadas y viudas, y demostraba a todas el mismo inflexible desprecio. Era evidente que no le gustaban las mujeres, a excepción de Melanie, lo mismo que no le gustaban los negros ni los yanquis. Desde el principio les chocó su rudeza, pero las señoras acabaron por acostumbrarse a él y por considerarlo como a los caballos que guiaba, olvidando su verdadera existencia. Una vez, la señora Merriwether contó a la Meade los detalles completos del parto de su sobrina sin acordarse de la presencia de Archie, sentado en la delantera del vehículo.
En ningún otro momento hubiera sido posible semejante situación. Antes de la guerra, Archie no hubiera sido admitido ni siquiera entre las fregonas. Pero ahora era bienvenida su tranquilizadora presencia. Tosco, ignorante, sucio, era un baluarte entre las señoras y los terrores de la Reconstrucción. No era ni amigo ni criado. Era un guardia de corps asalariado que protegía a las señoras cuando sus maridos trabajaban de día o estaban ausentes del hogar por la noche.
Parecíale a Scarlett que, cuando llegaba Archie, su Frank se ausentaba de noche con mucha frecuencia. Decía que necesitaba hacer el balance del negocio y que de día le quedaba muy poco tiempo después de las horas de trabajo. O bien eran unos amigos enfermos a quienes tenía que ir a visitar. Se había constituido la Asociación de los Demócratas, que se reunían todos los miércoles para discutir el modo de recobrar el voto, y Frank no faltaba nunca a ninguna reunión. Scarlett juzgaba que aquella asociación servía para muy poco, como no fuera para ensalzar los méritos del general Juan B. Gordon sobre los demás generales, excepto Lee, y para reanudar imaginariamente la guerra. Ella no veía indicio alguno de que tales actividades transformasen la situación. Pero a Frank debían agradarle mucho tales reuniones, porque permanecía fuera hasta altas horas aquellas noches.
También Ashley iba a visitar enfermos y frecuentaba asimismo las reuniones democráticas, ausentándose generalmente las mismas noches que Frank. Aquellas noches, Archie escoltaba a Pitty, a Scarlett y a Wade y a la pequeña Ella por el corral hasta casa de Melanie, y las dos familias pasaban las noches juntas. Las señoras cosían mientras Archie, tumbado sobre el sofá del salón, roncaba sonoramente. Nadie le había invitado a ocupar el sofá, que era el mueble mejor de la casa, y las señoras gemían en secreto cada vez que él se tumbaba, colocando sus botas sobre la fina tapicería que forraba aquel mueble. Pero ninguna de ellas tenía valor para protestar. Especialmente después de haber observado que afortunadamente se dormía con facilidad, pues de otro modo el ruido de la charla femenina, parecida al cacareo de una banda de gallinas, le hubiera vuelto loco con seguridad.
Scarlett se preguntaba a veces, maravillada, de dónde habría venido Archie y cuál habría sido su vida antes de ir a alojarse en la bodega de Melanie, pero no encontraba nunca respuesta. Había algo en aquel rostro con un solo ojo que no fomentaba la curiosidad. Lo único que sabía era que su acento delataba su origen de las montañas norteñas y que había hecho la guerra y perdido la pierna y el ojo poco antes de la rendición. Fueron unas palabras pronunciadas en un acceso de cólera contra Hugh Elsing las que esclarecieron y revelaron la verdad del pasado de Archie.
Una mañana en que el viejo la había acompañado a la serrería de Hugh, Scarlett encontró el taller desocupado; los negros se habían marchado y Hugh estaba sentado con gran desaliento bajo un árbol. Ninguno se había presentado aquella mañana a trabajar y él no sabía qué hacer. Scarlett montó en cólera y no sintió escrúpulos en volcarla sobre Hugh. Precisamente ella acababa de conseguir un pedido —¡un gran pedido!— que le había costado plétora de energía y de despliegue de sus encantos, y he aquí que ahora hallaba parada la serrería…
—Acompáñeme al otro aserradero —dijo a Archie—. Sí, ya sé que está lejos y que nos quedaremos sin comer, pero ¿para qué le pago? Tengo que decir al señor Wilkes que interrumpa lo que está haciendo y que me prepare su madera. ¡Con tal de que sus obreros no hayan hecho lo mismo! ¡Qué pandilla de bandidos! ¡No he visto nunca un badulaque como Hugh Elsing! Me lo quitaré de encima en cuanto Johnnie Gallegher acabe las tiendas que construye. ¿Qué me importa que Gallegher haya estado en el ejército yanqui? Trabajará. No he visto nunca un irlandés holgazán. Y estoy cansada de negros emancipados. No se puede una fiar de ellos. Diré a Johnnie Gallegher que contrate a unos cuantos presidiarios. Él sacará partido de ellos. Él…
Archie volvió hacia ella su ojo maligno y habló con una cólera fría en su áspera voz:
—El día en que tome usted presidiarios será el día en que la abandonaré —dijo.
Scarlett se quedó estupefacta.
—¡Dios mío! ¿Por qué?
—Sé lo que es contratar a un presidiario. Significa matarlo. Tratarlo como a las mulas. Todavía peor. Pegarle, hacerle morir de hambre y a fuerza de trabajo. ¿Y qué importa? Al Estado no le importa. Percibe dinero del salario. De los llamados presidiarios nadie se ocupa. Lo único que importa es alimentarlos gastando poco y sacar de ellos el maypr rendimiento posible. No he pensado nunca bien de las mujeres, ¡y ahora pensaré todavía peor!
—¿Y qué tiene usted que ver con esto?
—Eso es cuenta mía —dijo lacónicamente Archie; y añadió después—: He sido presidiario cerca de cuarenta años.
Scarlett se estremeció y durante un momento se apoyó en los almohadones. Aquélla era, pues, la respuesta al enigma de Árchie, su repugnancia a hablar de su antiguo apellido, del lugar de su nacimiento o de cualquier otra cosa que se refiriese a su vida pasada, la respuesta a la dificultad con que hablaba y al odio frío que sentía por todo el mundo. ¡Cuarenta años! Debió haber ingresado en la cárcel de joven. ¡Cuarenta años! Debió haber sido condenado a cadena perpetua y los condenados a esa pena eran…
—¿Fue… por asesinato?
—Sí —contestó concisamente Archie mientras sacudía las riendas—. Mi mujer.
Scarlett parpadeó rápidamente, aterrada. Pareció que la boca de él, oculta entre la barba, se moviese como si sonriera de aquel miedo.
—No voy a matarla, señora, si es que tiene usted miedo. No hay motivo para matar a una mujer.
—¡Mató usted a la suya!
—Se enredó con mi hermano. Él se marchó. No sentí matarla. Las mujeres perdidas deben ser asesinadas. La ley no tiene derecho a meter a un hombre en la cárcel por eso, pero fui condenado.
—Pero… ¿cómo salió usted? ¿Se escapó? ¿O le indultaron?
—Llámelo usted indulto —sus espesas cejas se unieron, como si el esfuerzo de juntar las palabras le fuera de gran dificultad—. El año 64, cuando llegó Sherman, estaba yo en la cárcel de Milledgeville, donde he pasado cuarenta años. Y el director llamó a todos sus reclusos y les dijo que estaban llegando los yanquis, que incendiaban y mataban. Ahora le advertiré que si hay algo que odio más que a los negros y a las mujeres son los yanquis.
—¿Por qué? ¿Ha… ha conocido usted a los yanquis?
—No señora. Pero he oído hablar de ellos. He oído decir que son incapaces de pensar en sus asuntos. Odio a las personas que no se ocupan de sus asuntos. ¿Qué venían a hacer a Georgia, para libertar a nuestros negros, quemar nuestras casas y matar a nuestra gente? Bueno, el director dijo que el Ejército tenía mucha necesidad de soldados y que aquellos de nosotros que quisieran alistarse serían puestos en libertad al final de la guerra… si es que seguían vivos. Pero a nosotros, los condenados a cadena perpetua…, a nosotros los asesinos, según dijo el director, no se nos quería en el Ejército, íbamos a ser enviados a otro sitio, a otra cárcel. Pero yo le dije al director que yo no era como los demás condenados a cadena perpetua. Estaba allí precisamente por haber matado a mi mujer, y fue necesario que la matase. Y yo quería pelear contra los yanquis. Y el director lo comprendió y me dejó salir con los otros reclusos.
Hizo una pausa y gruñó:
—¡Hum…! Fue algo muy gracioso. Me habían metido en la cárcel por matar y me soltaban dándome un fusil e indultándome para que volviese a matar. Se estaba bien en la costa, libre y con un rifle en la mano. Todos los de Milledgeville éramos buenos combatientes y matamos una porción de yanquis. No he conocido nunca a ninguno que desertase. Y cuando llegó la rendición seguí en libertad. Había perdido esta pierna y este ojo. Pero no los echo de menos.
—¡Oh! —dijo Scarlett débilmente.
Intentó recordar lo que había oído acerca de la liberación de los presidiarios de Milledgeville en el último y desesperado esfuerzo por contener el avance del ejército de Sherman. Frank habló de ello en las Navidades de 1864. ¿Qué había dicho? Pero sus recuerdos de aquel tiempo eran demasiado caóticos. Sintió nuevamente el salvaje terror de aquellos días, oyó el estruendo de los cañones, vio las filas de carros que dejaban detrás un rastro de sangre, vio la partida de la Guardia Nacional y los jóvenes cadetes, los niños como Phil Meade y los viejos como el tío Henry y el abuelo Merriwether. Y los presidiarios habían ido también para morir en el crepúsculo de la Confederación, para helarse en la nieve y con los temporales de aquella última campaña de Tennessee.
Durante un instante pensó que aquel viejo había sido un imbécil luchando por un Estado que le había quitado cuarenta años de su vida. Georgia le había privado de su juventud y de su madurez por un crimen que para él no era tal; sin embargo, él había dado libremente una pierna y un ojo a Georgia. Las amargas palabras pronunciadas por Rhett en los primeros días de la guerra volvieron a su memoria, y recordó que él había dicho que no combatiría nunca por una sociedad que le había proscrito. Pero, cuando fue necesario, él también había ido a combatir por aquella misma sociedad, como Archie. Le pareció a ella que todos los hombres del Sur, altos o bajos, eran unos locos sentimentales que daban menos importancia a su piel que a unas palabras desprovistas de significado.
Miró las viejas manos nudosas de Archie, sus dos pistolas y su cuchillo, y sintió nuevamente terror. ¿Dónde estaban los otros ex presidiarios, como Archie, asesinos, bandidos, ladrones, indultados de sus crímenes en nombre de la Confederación? ¡Cualquier extranjero en la calle podía ser un asesino! Si Frank supiese la verdad acerca de Archie, habría un jaleo infernal. O si tía Pittypat…, pero la conmoción la mataría. En cuanto a Melanie… Scarlett estaba casi por decirle la verdad. Le serviría para no seguir recogiendo pordioseros e introducirlos entre sus amigos y parientes.
—Me… me alegro de haberle oído, Archie. Yo… yo no se lo diré a nadie. Les causaría una gran impresión a la Wilkes y a las otras señoras si lo supiesen.
—¡Hum! La señora Wilkes lo sabe. Se lo dije la noche en que me dejó dormir en su bodega. ¿Cree usted que iba yo a dejar que una señora tan buena me llevase a su casa sin saberlo?
—¡Dios mío, ampáranos! —exclamó Scarlett horrorizada.
Melanie sabía que aquel hombre era un asesino y no lo había echado de su casa. Le había confiado a su hijo, a su tía, a su cuñada y a todas sus amigas. Y ella, la más tímida de las mujeres, no había tenido miedo de estar sola con él en su casa.
—La señora Wilkes es muy sensata para ser mujer. Comprendió que yo tenía razón. Comprendió que un ladrón sigue robando y que un mentiroso sigue mintiendo toda la vida, pero que nadie comete más que un homicidio en su vida. Y reconoce que quien ha luchado por la Confederación ha reparado con esto todo el mal que hizo. Aunque yo no crea haber hecho mal en matar a mi mujer… Sí, la señora Wilkes es muy sensata para ser mujer… Y yo le repito que el día en que contrate usted a unos presidiarios la dejaré sola.
Scarlett no dijo nada, pero pensó: «Cuanto antes se vaya, más me alegrará. ¡Un asesino!».
¿Cómo había podido Melanie ser tan… tan…? Bueno, no había palabra para definir el modo de obrar de Melanie con aquel viejo rufián. ¡No haber dicho a sus amigas que era un ex presidiario! ¡Aunque el haber servido en el Ejército lavase los antiguos pecados! Melanie era demasiado tonta en lo referente a la Confederación y a sus veteranos y a todo cuanto se relacionase con ellos. Scarlett maldijo interiormente a los yanquis, añadiendo otro motivo a su rencor contra ellos. Ellos eran los responsables de la situación que obligaba a una mujer a conservar a un asesino a su lado para protegerla.
Al volver a casa con Archie aquel atardecer desapacible, Scarlett vio un grupo revuelto de caballos ensillados, de coches y de carromatos delante de la cantina «La Hermosa de Hoy». Allí estaba Ashley a caballo con una extraña expresión vigilante en su rostro; los jóvenes Simmons bajaban de su coche con gestos enfáticos, y Hugh Elsing, con su mechón de pelo negro cayéndole sobre los ojos, agitaba las manos. En el centro del grupo estaba el carrito del pan del abuelo Merriwether, y al acercarse Scarlett vio que Tommy Wellburn y el tío Henry Hamilton estaban apretujados en el asiento junto a él.
«Preferiría —pensó Scarlett, irritada— que el tío Henry no volviese a casa en ese vehículo. Debía darle vergüenza. ¡Como si no tuviese un caballo suyo! Pero lo hace precisamente para poder ir todas las noches a la cantina con el abuelo.»
Al acercarse al grupo tuvo la sensación de que había ocurrido algo; a pesar de su insensibilidad, sintió que se le oprimía el corazón.
«¡Oh! —pensó—. ¡Espero que no haya ocurrido otra violación! ¡Si el Ku Klux Klan lincha a un negro más, los yanquis nos destrozarán! » Y dijo a Archie:
—Pare. Ha ocurrido algo. —¡No querrá usted que paremos delante de la cantina! —dijo Archie.
—¿No ha oído? Pare. Buenas noches a todos, Ashley… Tío Henry…, ¿ha ocurrido algo? Parecen todos ustedes tan…
Se volvieron hacia ella, sonriendo, pero se observaba una extraña excitación en sus ojos.
—Algo bueno o algo malo —gritó el tío Henry—. Depende de como se mire. Yo creo que el Parlamento no podía obrar de modo diferente.
«¿El Parlamento?», pensó Scarlett con alivio. Le interesaba muy poco el Parlamento y sentía escaso cariño por él. Era la perspectiva de nuevos alborotos con los soldados yanquis lo que ella temía.
—¿Qué es lo que ha hecho ahora el Parlamento?
—Pues negarse sencillamente a ratificar la enmienda —dijo el abuelo Merriwether en un tono de orgullo en la voz—. Ya lo verán los yanquis.
—Y ya la pagarán… Perdón, Scarlett —dijo Ashley.
—¡Oh! ¿La enmienda? —preguntó Scarlett, intentando parecer inteligente.
No había entendido nunca de política y no perdía el tiempo en pensar en ella. Sabía que poco tiempo antes había sido ratificada la decimotercera enmienda —¿o era decimosexta?—, pero no tenía idea de lo que era una ratificación. Los hombres se excitaban siempre por tales palabras. Algo mostró en su rostro su falta de comprensión y Ashley sonrió.
—Es la enmienda lo que permite votar a los negros, ¿sabes? —explicó—. Ha sido sometida al Parlamento, que se ha negado a ratificarla.
—¡Qué tontería! ¡Sepan ustedes que los yanquis nos la harán tragar a la fuerza!
—Por eso estaba diciendo que ya la pagarán —dijo Ashley con tono firme.
—¡Estoy orgulloso del Parlamento y de su atrevimiento! —murmuró el tío Henry—. Los yanquis no pueden obligarnos a tragárnosla si no queremos.
—Pueden hacerlo y lo harán. —La voz de Ashley era tranquila, pero había inquietud en sus ojos—. Y sufriremos cosas muy opresivas.
—¡Oh, Ashley, seguramente que no! Ya no puede haber cosas opresivas para nosotros.
—Sí, puede haber cosas peores para nosotros, aun ahora. Supónganse que nos dan un Parlamento negro, o un gobernador negro, o una cosa peor, un Gobierno militar. Los ojos de Scarlett se desorbitaron de terror mientras su cerebro empezaba a comprender algo.
—Quisiera comprender qué será mejor para Georgia, mejor para todos nosotros. —Y el rostro de Ashley se oscureció—. Si será más sensato combatir eso como ha hecho él Parlamento, levantando al Norte contra el Sur y poniendo frente a nosotros todo el Ejército yanqui para obligarnos a conceder el voto a los negros, queramos o no. O… tragarnos nuestro orgullo lo mejor que podamos, someternos amablemente y tomar la cuestión con la mayor resignación posible. El resultado final será el mismo. No hay salvación. Tenemos que tomar la dosis que han decidido darnos. Quizá sea mejor para nosotros tomarla sin mayores protestas.
Scarlett oyó apenas aquellas palabras y realmente su importancia se le escapó. Sabía que Ashley, como de costumbre, veía los dos lados de toda cuestión. Ella sólo veía uno…: hasta qué punto podía afectar aquella bofetada a los yanquis.
—¿Habrá entonces que hacerse radical y votar por los republicanos, Ashley? —preguntó burlonamente el abuelo Merriwether en tono ronco.
Hubo un silencio lleno de tensión. Scarlett vio la mano de Archie iniciar un rápido movimiento hacia su pistola y luego detenerse. Archie pensaba, y con frecuencia lo decía, que el abuelo era una vieja vejiga llena de viento; y Archie no hubiera permitido que nadie insultase al marido de Melanie, aunque éste hablase como un imbécil.
La perplejidad desapareció repentinamente de los ojos de Ashley, encendido en cólera. Pero, antes de que pudiese hablar, el tío Henry atacó al abuelo.
—¡Por el maldito y cornudo Satanás…! Perdón, Scarlett… Abuelo, eres tonto, ¿cómo puedes decir eso a Ashley?
—Ashley no necesita que tú le defiendas —dijo el abuelo fríamente—. Y está hablando como un renegado. ¿Someterse, rayos? Perdón, Scarlett.
—No creo en la secesión —dijo Ashley, y su voz tuvo una vibración áspera—. Pero, cuando Georgia se separó, me fui con ella. Y no creía en la guerra, pero estuve en la guerra. Y no creo que convenga volver a los yanquis más locos de lo que están. Pero si el Parlamento ha decidido hacerlo, estoy con el Parlamento. Yo…
—Archie —dijo el tío Henry bruscamente—, acompañe a la señorita Scarlett a casa. Éste no es sitio para ella. La política no es cosa para mujeres, y aquí se tratará de eso dentro de un minuto. Ande, Archie. Buenas noches, Scarlett.
Mientras iban hacia Peachtree Street, el corazón de Scarlett palpitaba atemorizado. ¿Qué efecto tendría para su seguridad aquel acto insensato del Parlamento? ¿No enfurecería a los yanquis haciéndolos caer sobre sus serrerías?
—Bien, señor —murmuró Archie—. He oído hablar de los conejos que disputaban frente a los perros, pero hasta ahora no lo había visto nunca. Los parlamentarios podían ponerse a gritar francamente: «¡Vivan Jeff Davis y los confederados del Sur!». Y hubiera sido lo mismo. Estos yanquis que aman a los negros se han empeñado en que sean nuestros amos. ¡Pero hay que admirar la valentía del Parlamento!
—¿Admirarla? ¡Son un hatajo de imbéciles! ¿Admirarlos a ellos? ¡Lo que había que hacer es matarlos! ¿No era mejor hacerse rati… radi…, o como sea, y tranquilizar a los yanquis en vez de irritarlos otra vez? Lo mismo conseguirán sometiéndose y es mejor rendirse en seguida que después.
Archie la miró fijamente con su ojo frío.
—¿Rendirse sin luchar? Las mujeres no tienen más orgullo que las cabras.
Cuando Scarlett contrató a diez presidiarios, cinco para cada una de sus serrerías, Archie sostuvo su amenaza y no quiso tener nada que ver con ella. Ni las súplicas de Melanie, ni las promesas de Frank de pagarle un sueldo más elevado, consiguieron inducirle a coger otra vez las riendas. Acompañaba gustoso a Melanie, a Pittypat, a India y a sus amigas hacia la ciudad, pero no a Scarlett. Ni siquiera guiaba el coche de otras señoras, cuando Scarlett iba en él. Era una situación enojosa la de verse juzgada por el viejo bandido; y más enojoso aún saber que su familia y sus amigos concordaban con el viejo.
Frank discutió largo tiempo antes de que ella contratase a aquellos individuos. Ashley, al principio, se negó a trabajar con ex presidiarios y, en contra de su voluntad, se dejó convencer únicamente después de una serie de llantos, súplicas y promesas de que cuando vinieran tiempos mejores ella contrataría obreros negros. Los vecinos manifestaron tan ostensiblemente su desaprobación, que Frank, Pitty y Melanie no se atrevían a levantar la cabeza. Hasta Peter y Mamita declararon que hacer trabajar a presidiarios traía mala suerte y que tendrían que lamentar su venida. Todos dijeron que no había que aprovecharse de las miserias y de los infortunios ajenos.
—¡Pues no hacíais objeciones cuando trabajaban esclavos! —exclamó Scarlett indignada.
¡Ah! Pero aquello era diferente. Los esclavos no eran miserables ni desdichados. Los negros estaban mejor en la esclavitud que ahora en la libertad, y, si no se creía esto, no había más que mirar alrededor. Pero, como suele suceder, la oposición tuvo por efecto hacer aún más decidida a Scarlett. Quitó a Hugh de la serrería, le confió un carro de transporte de madera y concertó los últimos detalles contratando a Johnnie Gallegher.
Parecía ser la única persona que ella supiera que aprobase lo de los presidiarios. Movió su cabeza redonda con un rostro de gnomo y dijo que era una medida inteligente. Scarlett miraba al menudo ex caballista, plantado firmemente sobre sus cortas piernas arqueadas, pensando: «Indudablemente, cuando montaba a caballo no debía de importarle mucho su cabalgadura. No le dejaría yo dar diez pasos sobre un caballo mío».
Pero no sentía ningún remordimiento en confiarle una cuadrilla de presidiarios.
—¿Y tendré manos libres con esta gente? —preguntó él con sus ojos fríos como ágatas grises.
—Completamente libres. Lo único que le pido es que ponga en marcha el taller y que sirva los pedidos de madera en la cantidad necesaria.
—Seré su hombre —dijo Johnnie concisamente—; le diré al señor Wellburn que me despido.
Viéndolo alejarse entre los grupos de albañiles y de carpinteros, Scarlett sintió aligerado su ánimo. Johnnie era efectivamente su hombre. Era duro y recio y no cabían tonterías con él. Frank lo había tratado de «irlandés» despectivamente; pero por esa misma razón le estimaba Scarlett. Sabía que un irlandés, cualesquiera que sean sus características personales, es un hombre determinado y valeroso. Y se sentía más unida a él que a muchos hombres de su propia clase, pues Johnnie conocía el valor del dinero.
La primera semana justificó todas sus esperanzas, porque rindió más con cinco presidiarios que cuanto Hugh había logrado nunca con sus cuadrillas de diez negros libres. Además, proporcionaba a Scarlett un descanso que ella no había gozado nunca desde que llegó a Atlanta el año anterior, porque la presencia de ella en la serrería no le gustaba; y se lo dijo con toda franqueza.
—Usted ocúpese de las ventas y déjeme a mí entendérmelas con la producción —le dijo él concisamente—. Un campamento de presidiarios no es lugar adecuado para una señora, y, si no se lo dice nadie, se lo digo yo, Johnnie Gallegher. Tengo que entregar su madera, ¿no es eso? Bueno, pues no necesito que me estén molestando todo el día como al señor Wilkes. Él necesita que lo molesten. Yo no.
Aunque de mala gana, Scarlett permaneció lejos de la serrería dirigida por Johnnie, pues temía que si iba allí con demasiada frecuencia él podía despedirse, lo cual sería la ruina. Su observación de que Ashley necesitaba ser estimulado la hirió en lo vivo, aun siendo más justa de lo que ella hubiera querida admitir. Ashley conseguía poco más de los presidiarios que lo que había conseguido de los obreros libres, y no hubiera sabido decir por qué. Además parecía avergonzarrse de tener a sus órdenes unos condenados, y en aquel período de penas habló a Scarlett.
Ésta hallábase preocupada por el cambio que aparecía en él. Veíanse muchos cabellos grises en su rubia cabeza; y ahora sus hombros se encorvaban ligeramente. Rara vez sonreía. No quedaba bien él ya nada del afable Ashley que había conmovido su imaginación acia ya tantos años. Parecía más bien un hombre torturado secretaente por un sufrimiento difícil de soportar; y su boca mostraba ía expresión torva y severa que la contrariaba y la sorprendía. Hubiera querido que se apoyase aquella cabeza sobre su hombro y acaldar sus cabeUos grises diciéndole: «¡Dime cuál es tu pena! ¡Yo sabré encontrar remedio para ti!»
Pero su aire serio y lejano la mantenía a prudente distancia.