41

Cuando la última persona se hubo despedido de la familia, cuando no se oyó más ruido de coches ni de caballos, Scarlett se dirigió al pequeño buró de Ellen y sacó de un cajón un objeto brillante que había escondido la víspera en medio de un fajo de papeles amarillentos. En el comedor, Pork, que ponía la mesa para comer, iba y venía resoplando. Scarlett lo llamó. Acudió, con el rostro descompuesto, con el aire de un perro que hubiera perdido a su dueño.

—Pork —le dijo su dueña—, si sigues llorando, yo… yo voy a ponerme a llorar también. Ya está bien.

—Sí, amita. Ya lo procuro, pero cada vez que pienso en el señor Geraldy…

—Bueno, pues no pienses más. Puedo aguantar las lágrimas de cualquiera, pero no las tuyas. Vamos —le dijo en un tono más dulce—, ¿no lo comprendes? Si no puedo aguantarlas es porque sé lo mucho que le querías. Suénate, Pork; tengo un regalo para ti.

Pork se sonó ruidosamente y manifestó un simple interés de cortesía.

—¿Te acuerdas de aquella noche en que dispararon sobre ti, mientras saqueabas un gallinero?

—¡Señor santo, señorita Scarlett! Yo nunca…

—Tú recibiste un buen trozo de plomo en la pierna; conque no vengas diciéndome que no es verdad. ¿Recuerdas también lo que te dije? Te prometí regalarte un reloj para recompensar su fidelidad.

—Sí, amita, me acuerdo; pero creía que usted se habría olvidado.

—No, no me he olvidado; mira, ahí lo tienes.

Scarlett le mostró un macizo reloj de oro labrado, con su cadena, a la que iban suspendidos diversos dijes.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Pork—. ¡Si es el reloj del señor Gerald! Le he visto mirar este reloj más de mil veces.

—Sí, es el reloj de papá. Te lo doy, tómalo.

—¡Oh, no, amita! —Pork retrocedió, horrorizado—. No; es un reloj del señor blanco, del señor Gerald… ¿Cómo habla usted de dármelo, señorita Scarlett? Este reloj pertenece en derecho al pequeño Wade Hampton.

—No, te pertenece a ti. ¿El pequeño Wade Hampton ha hecho algo nunca por papá? ¿Es él quien le ha cuidado cuando estaba enfermo y sin conocimiento? ¿Es él el que le ha bañado y vestido y afeitado? ¿Acaso no le abandonó cuando los yanquis vinieron? ¿Es él el que ha robado para que no muriera de hambre? No seas tonto, Pork. Si alguien se ha merecido el reloj eres tú, y estoy segura de que papá me aprobaría. Anda, tómalo, vamos. Scarlett le cogió la negra mano y le puso en ella el reloj. Pork lo contempló con veneración y la alegría se pintó poco a poco en su rostro.

—¿Para mí de verdad, señorita Scarlett?

—Sí, para ti.

—Muchas gracias, señorita, muchas gracias.

—¿Quieres que lo lleve a Atlanta para que graben en él alguna cosa?

—¿Qué quiere decir grabar? —preguntó Pork, con aire desconfiado.

—Quiere decir que haré que escriban en la tapa del reloj alguna cosa como… como: «A Pork, la familia O’Hara, en agradecimiento a sus buenos y leales servicios».

—No, no, gracias, señorita. No quiero.

Pork dio un paso atrás reteniendo con fuerza el reloj en la mano. Scarlett se sonrió.

—¿Por qué, Pork? ¿Es que tienes miedo a que no te lo devuelva?

—No, señorita. Tengo confianza en usted; pero podría usted cambiar de parecer y…

—No, hombre, no, por Dios.

—Podría venderlo, señorita. Esto debe valer mucho dinero.

—¿Te parece que iba yo a vender el reloj de papá?

—Sí señorita, si tuviera necesidad de dinero.

—Te mereces una paliza, Pork. Me están entrando ganas de quitarte el reloj.

—¡No, amita, no lo hará usted! —por primera vez en todo el día, una ligera sonrisa se dibujó en la desolada cara de Pork—. La conozco, señorita.

—¿Es verdad, Pork?

—Si fuera usted la mitad de amable con los blancos que con los negros, creo que la gente sería más amable con usted.

—Todos son muy amables conmigo —dijo Scarlett—. Anda, ahora ve a buscar al señor Ashley y dile que quiero hablar con él en seguida.

Sentado en la sillita de Ellen, Ashley escuchaba a Scarlett proponerle que se repartiera con ella los beneficios de la serrería. Por única vez sus ojos no encontraron los suyos, por única vez no la interrumpió. Con la cabeza gacha, se miraba las manos, las volvía lentamente, examinando primero las palmas, después el reverso, como si no las hubiera visto nunca antes. A pesar de los rudos trabajos habían conservado su finura y aparecían harto delicadas para ser las manos de un granjero. Su cabeza, baja, y su silencio turbaban a Scarlett, que redoblaba sus esfuerzos para hacer su proposición más tentadora. Pero, por más que sonriera y desplegara todas sus artes, era trabajo perdido, pues él seguía obstinadamente con la mirada en el suelo. ¡Si al menos quisiera mirarla! Scarlett no hizo la menor alusión a lo que Will le había contado, a su proyecto de ir a fijarse en el Norte, y se esforzó en hablar en el tono seguro de quien sabe que no existe ningún obstáculo que pueda contrariar sus planes. Sin embargo, el mutismo de Ashley la desarmaba y acabó por no saber qué decir. ¿Iría a negarse? ¿Qué razón podría invocar para declinar su ofrecimiento?

—Ashley… —comenzó para detenerse en seguida.

No tenía la intención de alegar su embarazo, pero viendo que los otros argumentos no hacían mella en él decidió servirse de éste como de una última carta.

—Es menester que vengas a Atlanta. ¡Tengo tal necesidad de ayuda! Yo ya no puedo ocuparme por mí misma en las serrerías. En muchos meses no podré ocuparme, porque… porque, ya lo ves, ya me comprendes…

—¡Scarlett, por favor! —replicó Ashley en tono brutal.

Levantándose bruscamente, se acercó a la ventana y se puso a seguir las evoluciones de los patos que andaban por el corral.

—¿Es… es por eso por lo que no quieres mirarme? —le interrogó Scarlett, desolada—. Ya sé que mi aspecto…

Ashley se volvió de golpe y sus ojos grises se clavaron un instante en la joven con tal intensidad que ella se llevó las manos a la garganta.

—¡Al diablo con si tienes un aspecto u otro! —exclamó con violencia—. De sobra sabes que siempre te encontré bella.

Una ola de felicidad invadió a Scarlett. Sus ojos se empañaron de lágrimas.

—¡Qué alegría oírte decir eso! Tenía tal vergüenza de mostrarme…

—¿Vergüenza? ¿Y por qué habrías de tener vergüenza? Yo soy quien debería tener vergüenza y quien la tiene. Sin mi estupidez no estaríamos así, y nunca te habrías casado con Frank. No debería haberte dejado que abandonaras Tara el invierno pasado. ¡Qué necio he sido! Debería haberte conocido mejor. Debería haber sabido que te encontrabas dispuesta a todo. Debería… debería…

Y marcó un gesto huraño.

El corazón de Scarlett latía violentamente. ¡Ashley lamentaba no haber huido con ella!

—Sí, yo era el que debía haber encontrado el dinero para los impuestos, y no tú, que nos has recogido a todos como a unos mendigos. Debería haber intentado cualquier cosa: saltear caminos, asesinar, ¡qué sé yo! ¡Lo he echado todo a perder! No eran éstas las palabras que Scarlett había esperado; su corazón se contrajo, su alegría se alteró.

—De todos modos me habría marchado —dijo ella en tono cansado—. No habría podido dejarte cometer ninguna mala acción. Y, además, ¿para qué todas estas lamentaciones inútiles sobre el pasado? lo hecho, hecho está.

—Sí, lo hecho, hecho está —repitió Ashley con amargura—. Tú no me habrías dejado cometer ninguna mala acción, pero tú te has vendido a un hombre al que no amabas. Y has permitido tener con un hijo y todo para que mi familia y yo no nos muriéramos de hambre. Ha sido muy bonito eso de sustituirme.

Su voz, dura, dolorosa, delataba que Ashley sufría de una herida «pie no estaba cerrada aún. Scarlett sintió remordimiento. Ashley se dio cuenta del cambio de su expresión y en seguida se suavizó.

—No creas que te guardo rencor. No, por Dios, Scarlett. Eres la mujer más valerosa que he conocido. Es a mí a quien tengo rencor.

Giró sobre sus talones y se volvió a la ventana. Scarlett aguardó en silencio un largo momento, con la esperanza de que Ashley cambiara de actitud y se pusiera a hablarle otra vez de su belleza, a decirle cosas que recogería cuidadosamente. ¡Hacía tanto tiempo que no había visto a Ashley, tanto tiempo que vivía de recuerdos que, poco a poco, habían ido perdiendo intensidad! Sabía que él la seguía queriendo. Esto era evidente. Todo en él lo indicaba: su amargura, la manera en que se había acusado, su irritación ante la idea de que ella iba a tener un hijo de Frank. ¡Tenía tal deseo de oírle palabras de ternura, de pronunciar ella misma palabras que lo impulsaran a una declaración! Pero no se atrevía. Recordaba la promesa que le había hecho el invierno anterior, en la huerta. Había jurado no decirle nunca la menor palabra de antemano. Sabía bien que para conservar a Ashley a su lado debía cumplir su palabra. A la primera expresión de amor, a la primera mirada tierna, todo habría acabado. Ashley se marcharía, y era necesario que no se fuera.

—¡Oh, Ashley, no tienes por qué guardarte rencor! ¿Qué culpa te echas? ¿No vas a venir conmigo a Atlanta para ayudarme?

—No.

—Pero, Ashley —dijo Scarlett, con la voz alterada por la angustia y la inquietud—, yo contaba contigo. Tengo verdadera necesidad de tu apoyo. Frank no puede sustituirme. Su almacén le absorbe todo el tiempo. Si no vienes, ¿dónde encontraré el hombre que necesito? Todos los hombres inteligentes de Atlanta se han creado una situación y, como es natural, no quieren abandonarla. Y los demás son tan incapaces que…

—Es inútil que insistas, Scarlett. —Entonces, te gustaría más ir a vivir a Nueva York en medio de los yanquis que ir a Atlanta, ¿no?

—¿Quién te lo ha contado? —dijo Ashley volviéndose.

—Will.

—Pues bien, sí, he decidido ir a establecerme en el Norte. Un antiguo amigo con el que había viajado por Europa antes de la guerra me ha ofrecido un puesto en el Banco de su padre. Es la mejor situación, Scarlett. Yo no te sería de ningún provecho. No entiendo nada de maderas.

—¡Pero menos entiendes aún de cosas de banca y es bastante más difícil! Y, además, yo, a pesar de tu falta de experiencia, me mostraría mucho más generosa que los yanquis.

Ashley hizo un movimiento y Scarlett adivinó que había pronunciado una palabra poco feliz.

—¡No me importa nada la generosidad de nadie! —exclamó él—. Quiero ser independiente. Quiero dar la medida de mi fuerza. ¿Qué es lo que he hecho en mi vida hasta ahora? Ya es tiempo de que me las arregle sólito… o que me hunda definitivamente. Ya hace demasiado tiempo que vivo a tus expensas.

—Pero yo te ofrezco participar en los beneficios de la serrería, Ashley. Tú serías independiente, serías quien haría marchar el negocio.

—Vendría a ser lo mismo. No te habría comprado esa participación en los beneficios. Tendría que aceptarla como un regalo. Ya he aceptado demasiados regalos tuyos, Scarlett… Tú nos has dado de comer, nos has alojado y hasta nos has vestido a Melanie, al bebé y a mí. Y yo no te he dado nada a cambio.

—¿Cómo que no? Will no hubiera…

—¡Ah, es verdad, me olvidaba! Ahora ya sé partir leña muy bien.

—¡Oh, Ashley! —exclamó Scarlett, desesperada—. ¿Qué es lo que te ha pasado desde que me marché? ¡Tienes un aire tan duro, tan amargo! Antes no eras así.

—¿Que qué ha pasado? Algo extraordinario, Scarlett. He meditado. Desde mi regreso y hasta que te marchaste de Tara apenas había pensado nada seriamente. Mi cabeza estaba hueca. Vivía en una especie de postración. Me bastaba con comer según mi apetito y con tener un lecho en que acostarme. Pero cuando te marchaste a Atlanta y te pusiste a realizar un trabajo de hombre, me di cuenta de mi nulidad. No son pensamientos agradables éstos, te lo aseguro, y piensa terminar con ellos. Hay muchos otros que han vuelto de la guerra en peores condiciones que yo, y ahí los tienes ahora… Sí, estoy decidido a establecerme en Nueva York.

—Pero… ¡no te entiendo! Ya que quieres trabajar, ¿por qué razón has de hacerlo mejor en Nueva York que en Atlanta? Y mi serrería… —No, Scarlett. Es mi última posibilidad. Iré al Norte. Si voy a trabajar a tu casa, estoy irremisiblemente perdido.

«Perdido, perdido». La palabra sonaba en los oídos de Scarlett fúnebremente. Trató de sorprender la mirada de Ashley, pero sus «jos grises permanecían perdidos en el vacío y parecían querer contemplar algo que ella no podía ver ni comprender.

—¿Perdido? ¿Quieres decir…? No habrás hecho nada que te pueda causar disgustos con los yanquis de Atlanta, supongo. No será por haber ayudado a Tony a fugarse… ¡Oh, Ashley! No pertenecerás al Ku Klux Klan, ¿verdad?

Volviendo a Scarlett sus ojos ausentes, Ashley sonrió. —Había olvidado lo positiva que eres. No, no es a los yanquis a los que tengo miedo. Lo que quiero decirte es que si voy a Atlanta, aceptando de nuevo tu ayuda, renuncio ya a toda esperanza de crearme una situación independiente.

—¡Ah, no se trata más que de eso! —murmuró Scarlett, aliviada.

—Sí, no se trata más que de eso —repitió Ashley con una sonrisa, glacial esta vez—. Sí, no se trata más que de mi orgullo de hombre, de mi dignidad, en una palabra, de mi alma inmortal.

—Pero —dijo Scarlett, cambiando bruscamente de conversación— tú podrías poco a poco comprarme la serrería. Te convertirías en su dueño, y en ese momento…

—Scarlett —interrumpió Ashley en tono feroz—. ¡Te digo que no! Tengo otras razones también.

—¿Cuáles?

—Tú las conoces mejor que yo.

—¡Ah, sí, ya comprendo! Pero… por ese lado no pasará nada —se apresuró ella a afirmar—. El año pasado te hice una promesa, ya lo sabes. Cumpliré mi palabra y…

—Ya veo que estás más segura que yo. Yo no tendría el valor de cumplirla. No debería habértelo dicho, pero era menester que te hiciera conocer a fondo todas mis razones. En todo caso, Scarlett, todo está ya decidido. Cuando Will y Suellen se hayan casado, me marcharé a Nueva York.

Con la mirada agitada y como vacía, Ashley se fijó un momento en Scarlett; luego atravesó la habitación a grandes zancadas. Ya tenía la mano en el picaporte. Scarlett estaba deshecha. La entrevista había terminado y ella había perdido la partida. Agotada por la fatiga y por los disgustos de la víspera, a los que venía a añadirse este nuevo golpe, no tenía ya fuerza para dominarse. Sus nervios la traicionaron de pronto. Lanzó un grito: «¡Ashley!», y, arrojándose sobre el hundido sofá, comenzó a llorar.

Escuchó las inciertas pisadas de Ashley aproximarse a ella y le oyó murmurar su nombre repetidas veces. Un paso leve atravesó el vestíbulo corriendo, y Melanie, con los ojos dilatados por la angustia, irrumpió en la pieza.

—Scarlett…; el bebé, ¿no?

Scarlett, con la cabeza hundida en los almohadones polvorientos, redobló sus lloros.

—Ashley… es tan malo…, tan odioso.

—Pero, Ashley, ¿qué le has hecho?

Melanie se arrodilló ante el sofá y tomó a Scarlett entre sus brazos.

—¿Qué le has dicho? ¿Cómo has osado? Hubieras podido provocar un accidente. Vamos, querida, pon la cabeza en el hombro de tu Melanie. ¿Qué te pasa?

—¡Ashley… es tan testarudo, tan odioso!

—¡Me dejas sorprendida, Ashley! ¡Poner a Scarlett en este estado cuando aún no acaban de enterrar al señor O’Hara!

—No le hagas reproches —exclamó Scarlett, sin la menor preocupación de lógica—. Después de todo, tiene derecho a hacer lo que le plazca.

Irguió bruscamente la cabeza y mostró el rostro bañado en lágrimas. Su redecilla se había descompuesto y sus cabellos lisos le caían por los hombros.

—Melanie —dijo Ashley, lívido—, deja que te explique. Scarlett ha sido tan generosa que me ha ofrecido un empleo en Atlanta de director de una de sus serrerías…

—¡Director! —exclamó Scarlett indignada—. Le he ofrecido participación en los beneficios, y él…

—Y yo le he dicho que ya había hecho gestiones para irme contigo al Norte, y ella…

—¡Oh! —exclamó de nuevo Scarlett, echándose otra vez a llorar—. No he dejado de repetirle la necesidad que tenía de él… Le he hecho ver que no encuentro a nadie para dirigir la serrería… y le he dicho que esperaba un bebé… y se ha negado a aceptar. Y ahora… ahora voy a tener que vender la serrería. Sé que no puedo obtener un buen precio y que perderé dinero. Esto va a dejarnos en la ruina; pero a él, por lo visto, le tiene sin cuidado. Es tan malo…

Buscó el débil hombro de Melanie y apoyó en él la frente. Al mismo tiempo concibió alguna esperanza. Adivinaba que en Melanie tenía una aliada, que le estaba entregada en cuerpo y alma. Sentía que Melanie no perdonaría a nadie, ni a su marido siquiera, a quien adoraba, que la hiciera llorar. Entonces, la menuda Melanie se volvió hacia Ashley, y por primera vez se mostró enérgica con él.

—Ashley, ¿cómo has podido negarle eso? ¡Después de todo lo que ha hecho por nosotros! ¡Vas a hacernos pasar por gentes sin corazón! ¿No comprendes lo impedida que se encuentra por su embarazo?… ¡Qué falta de caballerosidad! Así que ella nos ha ayudado mientras hemos necesitado ayuda, y ahora tú se la niegas cuando tiene necesidad de tu concurso.

Scarlett observaba a Ashley a hurtadillas. Contemplaba con estupor a Melanie, cuyos ojos negros brillaban de indignación. Scarlett no estaba, por otra parte, menos sorprendida del vigor con que Melanie se había lanzado al ataque, porque sabía que la mujer de Ashley consideraba que éste se hallaba por encima de todos los reproches.

—Melanie… —comenzó Ashley, parándose en seguida con un gesto de impotencia.

—Vamos a ver, Ashley, ¿cómo puedes vacilar siquiera? Piensa en lo que ha hecho por nosotros…, por mí. Sin ella, me habría muerto en Atlanta, en el momento del nacimiento de Beau. Y ella…, sí, ella ha matado a un yanqui para defendernos. ¿Lo sabías? Ha matado a un hombre por causa nuestra. Antes de que tú regresaras, antes de que Will viniera, ha trabajado y penado como una esclava para que no muriéramos todos de hambre. ¡Cuando pienso que ella ha tirado del arado y ha cosechado algodón!… Yo… ¡Oh, querida!

Y, bajando la cabeza, abrazó los cabellos de Scarlett en signo de fidelidad inquebrantable.

—Y ahora que nos pide una cosa por primera vez…

—No necesitas decirme tú lo que ha hecho por nosotros.

—En fin, Ashley, reflexiona. Aparte de la ayuda que le prestarías, piensa lo que sería para nosotros vivir en medio de gentes conocidas, en lugar de ir a habitar entre los yanquis. Allí están tía Pitty, tío Henry y todos nuestros amigos. Beau tendrá compañeros de juego y asistirá a la escuela. Si nos instaláramos en el Norte no podríamos dejarle que fuera al colegio y conviviera con los yanquis y los negritos. Necesitaríamos una niñera, y no creo que nos lo permitieran nuestros medios.

—Melanie —dijo Ashley con voz suave—. ¿Tanto te gustaría volver a Atlanta? No me lo has dicho nunca cuando forjábamos los proyectos de ir a Nueva York.

—No, pero cuando me hablabas de ir a Nueva York yo creía que no tenías ninguna posibilidad en Atlanta y, además, no era yo, después de todo, quien tenía que hacerte objeciones. Una mujer tiene el deber de seguir a su marido a cualquier sitio. Pero, puesto que Scarlett te necesita y te ofrece un empleo que sólo tú puedes desempeñar, podríamos muy bien volver a nuestra casa. ¡A nuestra casa!

Su voz se ahogó. Estrechó a Scarlett entre sus brazos.

—¡Volver a ver a Cinco Puntos, y Peachtree Street!, y… y… ¡qué falta me hacía todo esto! ¡Tal vez podamos tener una casita propia! Poco me importa que no podamos movernos en ella; pero ¡tener un techo propio!

Sus ojos chispeaban de entusiasmo y de alegría. Su marido y su cuñada la miraban, petrificados. Scarlett se sentía un poco avergonzada y muy sorprendida. Nunca habría creído que Melanie echara tanto de menos a Atlanta y tuviera tanto deseo de vivir en su casa. ¡Parecía estar tan contenta en Tara!

—¡Oh, Scarlett, qué buena eres, habiendo pensado en esto para nosotros! ¡Ya sabías cuántos deseos tenía de vivir en mi casa! Tendremos una casita. Cinco años hace que estamos casados y aún no hemos tenido una casa independiente.

—Podréis vivir, si queréis, con nosotros en casa de tía Pittypat. Estaréis como en vuestra casa —balbuceó Scarlett, jugando con un almohadón.

Se sentía molesta y al mismo tiempo experimentaba una gran alegría por aquel brusco cambio de la situación. Por otra parte, como siempre que notaba aquella costumbre de Melanie de atribuir motivos plausibles a lo que carecía de ellos, experimentaba cierta irritación.

—No, querida, no iremos a casa de tía Pittypat. Viviríais demasiado hacinados. Buscaremos una casita. ¡Oh, Ashley, di que sí, por favor!

—Scarlett —dijo Ashley con voz débil—, mírame.

Ella levantó la cabeza, sorprendida.

—Scarlett, iré a Atlanta; no puedo luchar contra las dos.

Dio media vuelta y salió. A pesar de su alegría, Scarlett sintió que la invadía un miedo absurdo. Había leído en los ojos de Ashley la misma expresión que en el momento en que le había dicho que estaría irremisiblemente perdido si iba a Atlanta.

Después del enlace matrimonial de Suellen y de Will y de la entrada de Carreen en un convento de Charleston, Ashley, Melanie y Beau se fueron a vivir a Atlanta y llevaron con ellos a Dilcey para que les sirviera de cocinera y de aya. Prissy y Pork se quedaron en Tara hasta que Will hubiera podido contratar otros negros para que le ayudaran en los trabajos del campo, después de lo cual irían a unirse a sus señores, a la ciudad.

La casita de ladrillo que Ashley alquiló para su familia estaba situada en Ivy Street, y quedaba justamente a espaldas de la de tía Pitty. Los jardines de una y otra se tocaban y no estaban separados más que por un seto de arbustos. Melanie la había escogido por esta razón sobre todo. La mañana de su vuelta a Atlanta declaró, tiendo, llorando y cubriendo de besos a Scarlett y a tía Pittypat, que había estado tanto tiempo separada de ellas que le parecía que ya nunca volvería a estar bastante a su lado.

La casa había tenido en su origen dos pisos, pero el segundo i había sido destruido por los obuses durante d asedio, y el propietario, a su regreso después de la rendición, no había tenido bastante dinero para reconstruirlo. Se había contentado con recubrir el primer piso con un techo plano que confería al edificio el aspecto absurdo y desproporcionado de una casa de muñecas hecha con cajas de zapatos. La casa misma, edificada sobre un amplio sótano, se encontraba muy por encima del nivel del suelo y la demasiado larga Escalera por la que se subía le proporcionaba un aspecto algo grotesco. Sin embargo, todas esas imperfecciones se compensaban en ¡parte gracias a dos viejos robles que le daban sombra y a un magnolio de hojas polvorientas!, todas sembradas de flores blancas, que se elevaba junto a la escalera. Un trébol verde y tupido cubría el amplio césped bordeado por un seto de arbustos y de madreselvas de perfume exquisito. Aquí y allá florecía un rosal mutilado, y los mirtos, losados y blancos, crecían a su arbitrio, como si los caballos yanquis no hubieran ramoneado en ellos durante la guerra.

Scarlett pensaba que en su vida había visto una casa más horrorosa, pero para Melanie los Doce Robles en todo su esplendor no habrían sido más bellos. Era su casa y su hogar, y ella, su marido y ¡su hijo vivían juntos!, al fin, bajo su propio techo. India Wilkes regresó de Macón, en donde vivía desde 1864 con su hermana Honey, y se instaló en casa de su hermano, no obstante la falta de sitio. Sin embargo, Ashley y Melanie la acogieron alegremente. Los tiempos habían cambiado, no sobraba el dinero, pero nada había modificado las costumbres familiares del Sur, donde se recibía siempre de corazón a los parientes pobres y a las hermanas solteras.

Honey se había casado y, a lo que decía India, su matrimonio había sido desventajoso, ya que lo había contraído con un rústico del Misisipí, establecido en Macón desde la rendición.

Tenía un rostro coloradote, hablaba en voz muy alta y sus maneras joviales no tenían nada de distinguidas. India no aprobaba este matrimonio y sufría viviendo con su cuñado, así que la había encantado la nueva de que Ashley había puesto casa y la idea de poder sustraerse, no solamente a una convivencia que la disgustaba, sino también al espectáculo de una hermana tan puerilmente dichosa con un hombre de tan baja condición.

El resto de la familia estimaba en secreto que Honey, a pesar de su ligereza de cascos, no se las había arreglado tan mal, y se extrañaba de ver que había sido capaz de pescar marido. La verdad es que éste era un hombre bien educado y que vivía con desahogo. Lo que ocurría es que, para India, nacida en Georgia y educada en las tradiciones de Virginia, todo aquel que no era del Este tenía aspecto de rústico y de salvaje. El marido de Honey debió quedar sin duda encantado con la marcha de su cuñada, que no era un huésped fácil de contentar.

Desde ahora, India quedaba irremisiblemente destinada a la soltería. Tenía veinticinco años y los representaba tan bien que podía renunciar a toda coquetería. Con sus ojos claros y sus labios prietos, tenía una expresión digna y orgullosa, que, cosa pintoresca, le sentaba mejor que su aire meloso del tiempo en que vivía en Doce Robles. Todo el mundo la consideraba casi como a una viuda. Se sabía que Stuart Tarleton se habría casado con ella si no lo hubieran matado en Gettysburg y le testimoniaban el respeto debido a una mujer que había sido la prometida de un hombre.

Las seis habitaciones de la casita de Ivy Street no tardaron en ser amuebladas someramente por el almacén de Frank. Como Ashley no tenía un céntimo y se veía obligado a comprar a crédito, había escogido los muebles menos caros, y aun así se había limitado a lo estrictamente indispensable. Frank estaba desolado, pues adoraba a Ashley, y lo mismo le pasaba a Scarlett. Tanto ella como su marido les hubieran regalado de la mejor gana los muebles más bellos de caoba y palisandro que se guardaban en el almacén, pero los Wilkes se habían negado rotundamente. La fealdad y la desnudez de su hogar daban pena de ver y Scarlett se estremecía pensando que Ashley vivía sin alfombras ni cortinas. Él no parecía, sin embargo, echar de menos estos detalles y Melanie era tan feliz teniendo un hogar propio, que estaba orgullosa de él. Scarlett se habría muerto de vergüenza si hubiera tenido que recibir a alguien en una casa sin colgaduras, tapices ni cojines, sin un respetable número de sillas y de juegos de té y vajillas. Pero Melanie no hacía menos los honores de la suya que si hubiera poseído cortinas de peluche y sofás de brocado.

Pero, a pesar de su aparente dicha, Melanie no se sentía bien. El nacimiento de Beau había arruinado su salud y los penosos trabajos a los que se había sometido en Tara habían acabado de debilitarla. Estaba tan delgada que sus huesos parecía que iban a asomar a través de la piel blanca. Viéndola de lejos, jugando con su niño en el jardín, se la hubiera tomado fácilmente por una chiquilla, tan liso era su pecho y tan poco acusadas sus formas. E igual que el cuerpo, su rostro era demasiado delgado y demasiado pálido, y sus cejas, arqueadas y delicadas como antenas de mariposa, dibujaban una línea oscura sobre su piel descolorida. Sus ojos, demasiado grandes para ser bonitos, estaban rodeados de unas ojeras profundas, que aún los hacían parecer más grandes; pero su expresión no había cambiado desde la época feliz de su juventud. La guerra, los continuos sufrimientos, las tareas agotadoras, no habían podido alterar su dulce serenidad. Su mirada era la de una mujer feliz, de una mujer que sabe resistir los huracanes de la vida sin que su placidez innata se altere.

«¿Cómo se las compone para conservar esa mirada?», se preguntaba Scarlett con envidia. Sabía que sus propios ojos semejábanse muchas veces a los de un gato hambriento. ¿Qué era lo que Rhett le había contado un día, a propósito de los ojos de Melanie?… Una necia comparación con unas bujías… ¡Ah, sí, los había comparado a dos buenas acciones en un mundo perverso! Sí, los ojos de Melanie lucían como dos bujías protegidas del viento, como dos dulces y discretas llamas, encendidas por la felicidad de tener un hogar y de haber vuelto a encontrar a sus amigos.

Su casita nunca estaba vacía. Todo el mundo había querido siempre con locura a Melanie, desde que era niña, y la gente acudía continuamente a darle la bienvenida. Cada cual le traía un regalo: d uno, dos o tres cucharas de plata; el otro, un cuadro, una funda de almohada, un mantel, una alfombra, pequeños objetos librados de los saqueos de Sherman y preciosamente conservados.

Ancianos que habían hecho la campaña de Méjico con su padre venían a visitarla y llevaban con ellos a sus amigos, para presentarles a «la encantadora hija del coronel Hamilton». Las viejas relaciones de su madre se pasaban la vida haciéndole compañía, pues Melanie siempre había testimoniado un gran respeto a las señoras de edad. Y éstas se lo agradecían más que nunca, ahora que la juventud parecía haberse olvidado de las buenas costumbres de antaño. Las mujeres de su edad, casadas o viudas, la querían porque había compartido sus sufrimientos sin perder su buen carácter y porque siempre escuchaba a las demás con la mayor atención. Los muchachos y las muchachas también iban a verla a su vez, porque en su casa no se aburría uno nunca y se podía encontrar en todo momento a los amigos a quienes se quería ver.

No tardó en formarse alrededor de Melanie un grupo de personas viejas y jóvenes constituido por la mejor sociedad de la Atlanta de antes de la guerra. Diríase que esta misma sociedad, dispersa y arruinada por la guerra, diezmada por la muerte, desamparada por los disturbios sociales, había encontrado en Melanie un sólido punto de reunión.

Melanie era joven, pero poseía todas las cualidades que esta gente, escapada de la tormenta, apreciaba. Era pobre, pero conservaba su orgullo. Valerosa, no se quejaba jamás. Era alegre, acogedora, amable y, sobre todo, fiel a las antiguas tradiciones. Melanie no se resolvía por nada a cambiar; se negaba incluso a admitir que fuera necesario cambiar en un mundo en plena transformación. Bajo su techo, el pasado parecía renacer. Alrededor de ella, sus amigos recobraban la confianza y encontraban medio de despreciar aún más la frenética manera de vivir de los carpetbaggers y los republicanos Henrycidos en la guerra.

Cuando miraban su rostro juvenil y leían en él su inquebrantable apego al pasado, acertaban a olvidarse un momento de los que traicionaban a su clase, causándoles a la vez tanta rabia, tanta inquietud y tanto disgusto. Y había un gran número de traidores. Hombres de buena familia, reducidos a la miseria, se habían pasado al enemigo, se habían hecho republicanos y habían aceptado puestos de los vencedores, para que sus hijos no se vieran obligados a mendigar. Ex soldados aún jóvenes no habían tenido el valor de esperar, para volver a ser ricos. Esos jóvenes seguían el ejemplo de Rhett Butler y marchaban de la mano de los carpetbaggers, haciendo dinero por los métodos más desagradables.

Las traiciones más penosas venían de algunas muchachas procedentes de las mejores familias de Atlanta. Estas muchachas, niñas todavía durante la guerra, apenas si conservaban ningún recuerdo de los años de prueba, y sobre todo no estaban animadas del mismo odio que los mayores. No habían perdido ni a sus maridos ni a sus novios. Recordaban mal los esplendores del pasado… ¡y los oficiales yanquis eran tan apuestos mozos bajo sus brillantes uniformes…! ¡Daban bailes tan agradables, tenían caballos tan bonitos y, la verdad, estaban tan interesados por las muchachas del Sur! Las trataban como a reinas y ponían un cuidado exquisito en no herir su orgullo. Después de todo…, ¿por qué no alternar con ellos?

Eran bastante más seductores que los jóvenes de la ciudad, que iban mal vestidos, que estaban siempre serios y que trabajaban tanto que no les quedaba tiempo para entretenerse… Todos estos razonamientos se habían traducido en un cierto número de raptos que habían sumido a las familias de Atlanta en la aflicción. Podía verse a hermanos que no saludaban a sus hermanas al cruzarse en la calle con ellas, madres y padres que no pronunciaban nunca el nombre de sus hijas. El recuerdo de tales tragedias ensombrecía a aquellos cuya divisa era: «Nada de rendición»; pero, ante Melanie, tan serena, tan dulce, se olvidaban de sus inquietudes. Las mismas ancianas opinaban que el ejemplo de Melanie era el mejor que podía darse a las jóvenes de la ciudad. Y, como no alardeaba de sus virtudes, las muchachas no le guardaban rencor.

Melanie no había sospechado nunca que estuviera a punto de convertirse en cabeza o cosa así de una nueva sociedad. Le parecía simplemente que eran muy amables viniendo a verla, rogándole que entrara a formar parte de los círculos de costura o que prestara su concurso a veladas recreativas o musicales. A pesar del desdén de las otras ciudades por la incultura de Atlanta, allí siempre habían «nado la música, la buena música, y, a medida que los tiempos se hacían más duros, más inciertos, crecía la predilección por este arte. Era más fácil olvidar las insolencias de los negros y los uniformes azules escuchando música.

Melanie se sintió confusa al verse al frente del nuevo Círculo musical, que daba veladas cada sábado. Atribuía esta deferencia al hecho de que era capaz de acompañar a cualquiera al piano, incluso à las señoritas Mac Lure, que desafinaban horriblemente, pero que continuaban empeñadas en seguir cantando dúos.

La verdad es que Melanie había conseguido, con mucha diplomacia, fundir en un solo Club la Sociedad de las Damas Arpistas, la Coral Masculina, la Agrupación de Mandolinistas y la Sociedad de Guitarristas, de tal modo que, de ahora en adelante, habría en Atlanta conciertos dignos de este nombre. La interpretación de «La Bohemia» por los artistas del Círculo fue considerada por numerosas personas entendidas como muy superior a cualquier audición de Nueva York o Nueva Orleáns.

Fue luego de haber obtenido la adhesión de las damas arpistas cuando la señora Merriwether dijo a la señora Meade y a la señora Whiting que había que dar la presidencia del Círculo a Melanie. La señora Merriwether declaró que, si Melanie había sido capaz de entenderse con las damas arpistas, podría ya entenderse con cualquiera. Esta excelente señora tocaba el órgano en la iglesia metodista y, en su calidad de organista, sentía un respeto bastante pobre por el arpa y las arpistas.

También habían nombrado a Melanie secretaria de la Asociación para Embellecimiento de las Tumbas de los Gloriosos Muertos y del Círculo de Costura para las viudas y los huérfanos de la Confederación.

Este nuevo honor recayó sobre ella después de una agitada reunión de estas dos sociedades, reunión que estuvo a punto de terminar en un pugilato y con la ruptura de viejas y sólidas amistades. Se había planteado la cuestión de saber si había o no que quitar las malas hierbas de las tumbas de los soldados de la Unión que eran vecinas de las de los soldados confederados. El aspecto de las sepulturas yanquis abandonadas contrarrestaba los esfuerzos de las señoras para embellecer el cementerio en que estaban las de sus propios muertos. En seguida, las pasiones que anidaban en sus corazones se desencadenaron y los miembros de las dos sociedades entraron en pugna y se echaron fulminantes miradas. El Círculo de Costura se pronunciaba porque sí se quitaran y los señores del Círculo de Embellecimiento se oponían violentamente. La señora Meade expresó la opinión de este último grupo, diciendo:

—¡Quitar las malas hierbas de las tumbas de los yanquis! ¡Lo que yo haría es desenterrarlos y echarlos al muladar!

Oyendo estas violentas palabras, los miembros de las dos asociaciones se levantaron y cada señora se puso a decir lo que le vino en gana, sin escuchar a su vecina. La reunión tenía lugar en el salón de la señora Merriwether, y el abuelo Merriwether, al que habían relegado a la cocina, contó luego que el escándalo era tan fuerte que había creído encontrarse al comienzo de la batalla de Franklin. Y hasta añadió que había corrido menos peligro en Franklin que si hubiera asistido a la reunión de esas señoras.

Milagrosamente, Melanie consiguió deslizarse en medio de la gresca y, milagrosamente también, acertó a hacerse escuchar. Turbada por su audacia y con la voz ahogada por la emoción se puso a gritar: «¡Señoras, por favor!», hasta que la efervescencia se calmó y pudo por fin hablar.

—Quiero decir…, en fin…, he pensado desde hace largo tiempo que… que no solamente deberíamos quitarles a las tumbas yanquis las malas hierbas, sino que deberíamos también plantar flores… Yo…, yo…, ustedes pensarán lo que quieran, pero cuando yo voy a llevar flores a la tumba de mi querido Charles siempre dejo algunas en la de un yanqui desconocido que se encuentra a su lado. ¡Tiene… tiene un aire tan abandonado!

El tumulto arreció, pero esta vez las dos organizaciones estuvieron de acuerdo para protestar.

—¿En las tumbas yanquis? ¡Oh, Melanie! ¿Pero cómo puede usted…? ¡Y son ellos los que han matado a Charles! ¡Y a poco más la matan a usted! ¡Los yanquis, que hubieran podido matar a Beau cuando nació! ¡Que han tratado de incendiar Tara para echarla de allí!

Melanie, apoyada en el respaldo de su silla, se sentía casi abrumada bajo el peso de aquella desesperación. Nunca había encontrado semejante hostilidad.

—¡Por favor, señoras! —exclamó en tono suplicante—. Les ruego que me dejen terminar. Sé que no tengo vela en este entierro, pues, fuera de Charles, ninguno de mis parientes cercanos ha sido muerto y, gracias a Dios, sé donde reposa mi hermano. Pero ¡hay tantas de nosotras hoy día que ignoran dónde están enterrados sus hijos, sus maridos, sus hermanos o sus…!

Se ahogaba y tuvo que pararse. Un silencio de muerte pesaba sobre la reunión.

La resplandeciente mirada de la señora Meade se ensombreció. Había hecho el largo viaje a Gettysburg, después de la batalla, para recoger el cuerpo de Darcy; pero nadie le había podido decir dónde pstaba enterrado. Probablemente yacía en alguna fosa precipitadamente cavada, en cualquier parte del territorio enemigo. Los labios de la señora Alan comenzaron a temblar. Su marido y su hermano habían acompañado a Morgan en su desdichada incursión a Ohio y lo Último que había sabido de ellos es que habían caído al borde de un río en el momento en que la caballería yanqui había dado una carga contra los confederados. También ella ignoraba dónde reposaban. El hijo de la señora Alison había muerto en un campo de concentración del Norte y, por ser más pobre que una rata, no había podido hacer traer su cuerpo. Otras muchas señoras habían leído en las listas transmitidas por el Estado Mayor: «Desaparecido…, probablemente muerto», y esas únicas palabras eran las que debían saber para siempre de los hombres que habían visto marchar al frente.

Se volvieron hacia Melanie con una mirada en la que podía leerse:

«¿Por qué ha vuelto a abrir estas heridas? Estas heridas ya no se curarán nunca…»

El silencio y la calma reinantes dieron ánimos a Melanie.

—Sus tumbas se encuentran en algún lado, en país yanqui, del mismo modo que hay aquí tumbas de soldados de la Unión. ¿No sería horrible oír hablar a una mujer yanqui de desenterrar a nuestros muertos y…?

La señora Meade ahogó un sollozo.

—¡Y qué consuelo, en cambio, enterarnos de que alguna buena mujer yanqui…! Y debe de haberlas; poco me importa lo que la gente diga, pero no todas las mujeres yanquis han de ser malas. ¡Qué consuelo saber que ellas arrancan las malas hierbas de las tumbas en que reposan los que amamos y que les ponen flores! Si Charles hubiera muerto en el Norte, sería para mí un gran consuelo saber que alguien… Y me tiene sin cuidado lo que ustedes piensen de mí, señoras.

La voz de Melanie se alteró.

—Yo presento mi dimisión en los dos clubs y yo… yo arrancaré todas las malas hierbas de todas las tumbas yanquis que encuentre y plantaré flores en ellas y… ¡y que nadie trate de impedírmelo!

Después de haber lanzado este desafío, Melanie prorrumpió en llanto y, con paso vacilante, trató de ganar la puerta.

Una hora más tarde, bien resguardados en un rincón del café de «La Hermosa de Hoy», el abuelo Merriwether refirió al tío Henry Hamilton que, tan pronto hubo terminado su arenga, todo el mundo se lanzó sobre Melanie para abrazarla, que todo terminó en fiesta y que Melanie fue nombrada secretaria de las dos organizaciones.

—¡Y van a arrancarles las malas hierbas! Lo más triste es que Dolly quiere engancharme, con el pretexto de que no tengo grandes cosas que hacer. Personalmente, yo no tengo nada contra los yanquis y creo que la señora Melanie tiene razón; pero ¡ponerme a arrancar hierbas a mi edad y con mi lumbago!

Melanie formaba parte del Comité de dirección del Hogar de Huérfanos y ayudó a reunir los libros necesarios para constituir un fondo con destino a la Asociación para la Biblioteca Juvenil. «Los Amigos de Tespis», que daban una función de aficionados una vez al mes, reclamaron su concurso. Ella era demasiado tímida para aparecer en público, detrás de las candilejas iluminadas por las lámparas de aceite; pero era capaz de hacer cualquier cosa por ser agradable. Ella fue quien se llevó el voto final del Círculo de lecturas shakespearianas, dividido acerca de la cuestión de saber si había que alternar la lectura de las obras del gran trágico con la de las obras de Dickens y de Bulwer-Lytton, o la de los poemas de Lord Byron, como lo había sugerido un joven de quien Melanie sospechaba en secreto que era un soltero juerguista.

En las noches de aquel fin de verano, su casita mal iluminada estaba siempre llena de invitados. Nunca había bastantes sillas y las señoras se sentaban frecuentemente en la tenaza, mientras los hombres se instalaban en la balaustrada, sobre cajones o sobre el césped. A veces, cuando Scarlett veía a alguien disponiéndose a tomar el té sobre la hierba, el único convite que los Wilkes hacían, se preguntaba cómo Melanie podía resolverse a mostrar tan descaradamente su indigencia. Hasta que hubiese logrado amueblar de nuevo la casa de la tía Pitty como antes de la guerra y pudiera permitirse el lujo de ofrecer a sus invitados copas de buen vino, refrescos, lonjas de jamón o fiambres selectos, Scarlett no sentía el menor deseo de recibir en casa a nadie y menos a gente distinguida como era la que frecuentaba Melanie.

El general John B. Gordon, el gran héroe de Georgia, iba con frecuencia con su familia a casa de su cuñada. El padre Ryan, el sacerdote poeta de la Confederación, no dejaba nunca de visitarla cuando estaba de paso en Atlanta. Solía encantar a la asistencia con su ingenio y no había que insistir demasiado para hacerle recitar su «Espada de Lee» o su inmortal «Bandera vencida», que las señoras escuchaban siempre llorando. Alex Stephens, el ex vicepresidente de la Confederación, solía visitar al matrimonio cada vez que se encontraba en Atlanta, y cuando se sabía que iba a ir a casa de Melanie la casa rebosaba de gente que permanecía en ella durante horas absorta ante el encanto del débil inválido de voz vibrante. De ordinario, diez o doce niños asistían a estas reuniones cabeceando en los brazos de sus padres. Deberían haber estado acostados hacía largo rato, pero su padre o su madre deseaban a toda costa poder decir más tarde que el gran vicepresidente los había abrazado o que habían estrechado la mano del que había hecho tanto en defensa de la Causa. Todas las personas distinguidas que pasaban una temporada en Atlanta conocían el camino de la casa de los Wilkes y, frecuentemente, había quienes pasaban la noche en ella. En tales ocasiones, la casa se llenaba pronto. India se acostaba en un jergón en el cuartito en que Solía jugar Beau, y Dilcey corría a pedir prestados unos huevos a la cocinera de tía Pitty. Todo lo cual no impedía a Melanie recibir a Sus huéspedes con la misma distinción que si hubiera poseído un palacio.

Melanie no sospechaba en lo más mínimo que la gente se agrupaba en torno suyo como en torno a una bandera. Así que quedó estupefacta y molesta al mismo tiempo cuando el doctor Meade, al fanal de una agradable velada en su casa, en la que él había representado con todo decoro el papel de Macbeth, le besó la mano y le dirigió un breve discurso, en el tono en que solía expresarse en otro tiempo para hablar de la gloriosa Causa.

—Mi querida señora Wilkes: es siempre un privilegio y un placer encontrarse bajo su techo, pues usted y las señoras como usted son nuestra fuerza común, todo lo que de nosotros queda. Nuestra juventud ha sido segada en flor y nuestras muchachas han perdido la risa. Han arruinado nuestra salud. Hemos sido desarraigados, nuestras costumbres han sido trastornadas. Han arruinado nuestra prosperidad, se nos ha hecho retroceder cincuenta años y se ha colocado una carga demasiado pesada sobre los hombros de nuestros muchachos, que deberían estar en la escuela, y de nuestros ancianos, que deberían calentarse al sol. Pero reconstruiremos el edificio, porque aún nos quedan corazones como el suyo sobre los que apoyar nuestros cimientos. Y mientras los tengamos, que los yanquis tengan todo lo demás.

Hasta que el embarazo de Scarlett estuvo tan avanzado que ya no podía disimular su estado bajo el gran chal negro de tía Pitty, ella y Frank solían pasearse por el seto del jardín y unirse a los invitados de Melanie en la terraza. Scarlett se preocupaba siempre de sentarse a la sombra, donde no solamente permanecía menos expuesta a las miradas, sino que podía observar a su gusto a Ashley.

Solamente Ashley la atraía, pues las conversaciones la aburrían y la disgustaban. Siempre eran las mismas: primero, la dureza de los tiempos; luego, la situación política y, en fin, la guerra. Las señoras se lamentaban muy alto de lo cara que estaba la vida y preguntaban a los caballeros si les parecía que volverían los buenos tiempos. Éstos, que lo sabían todo, respondían que sí, que era una simple cuestión de paciencia. Las señoras sabían muy bien que ellos les mentían y éstos no ignoraban que ellas no se dejaban engañar. Pero no por ello dejaban de mentir de buena fe los unos, ni las otras de fingir que lo creían. Todo el mundo sabía que los malos tiempos no habían terminado.

Una vez agotado este tema de conversación, las señoras hablaban de la creciente arrogancia de los negros, de los crímenes de los carpetbaggers y de la humillación que les causaba la vista de un uniforme azul en cada esquina. ¿Pensaban los señores que los yanquis acabarían algún día con la reconstrucción de Georgia? Y ellos afirmaban en tono tranquilo que esto no duraría ya mucho. Es decir, que llegaría el día en que los demócratas pudieran votar de nuevo. Las señoras eran bastante prudentes para no preguntar cuándo se produciría ese feliz acontecimiento. Y, agotado el tema, se iniciaba el de la guerra.

Cada vez que dos ex confederados se encontraban, no había otro tema de conversación; pero, cuando se hallaban reunidos diez o más, el resultado podía predecirse a ciencia cierta: las hostilidades comenzaban de nuevo con mayor energía que nunca y la palabra «si» jugaba el primer papel en la discusión.

—Si Inglaterra nos hubiera reconocido…

—Si Jeff Davis hubiera requisado todo el algodón y lo hubiera trasladado a Inglaterra antes de empezar el bloqueo…

—Si Longstreet hubiera ejecutado las órdenes que le habían dado en Gettysburg…

—Si Jeb Stuart no hubiera estado en aquella incursión, cuando Marse Bob tenía necesidad de él…

—Si hubiéramos podido resistir solamente un año más…

—Si no hubiera caído Vicksburg…

Y siempre: Si no hubieran sustituido a Johnston por Hood…, o: Si hubieran dado a Hood el mando de las tropas en Dalton, en lugar de dárselo a Johnston…

¡Si, si…! Las voces, suaves y gangosas, se encendían. Los de infantería, los de caballería y los de artillería evocaban sus recuerdos de la época en que sus vidas se hallaban en pleamar, rememorando aquellos cálidos mediodías de sus vidas ahora que se iniciaba el crepúsculo de sus inviernos.

«No se les ocurre nada más. Siempre la guerra, no hacen otra cosa que hablar de guerra. Y seguirán así hasta que se mueran», pensaba Scarlett.

Paseaba la mirada a su alrededor y veía a los niños acurrucados en los brazos de sus padres. Su pecho íatía más de prisa, sus ojos brillaban. Ponían toda su atención en esos relatos de salidas en plena noche, de cargas de caballería y de banderas plantadas en los bastiones del enemigo. Escuchaban redoblar los tambores, sonar las trompetas y gritar a los rebeldes. Veían marchar a los hombres con los pies deshechos, bajo la lluvia y las banderas enarboladas.

«Y esos niños no oirán hablar de otra cosa. Se imaginarán que era magnífico y glorioso batirse con los yanquis y volver a casa ciego o lisiado… o no volver siquiera. A todos les gusta evocar la guerra y hablar de ella. Pero no a mí. Me da horror sólo recordarla. ¡De qué buena gana me olvidaría de ella, si pudiera! ¡Ah, si pudiera!»

La carne se le ponía de gallina oyendo contar a Melanie las historias de Tara. Su cuñada la pintaba bajo los rasgos de una heroína, explicaba cómo ella había resistido a los invasores, salvado el sable de Charles y apagado el incendio. Pero a Scarlett no le proporcionaba ninguna satisfacción, ningún orgullo todo esto. No quería ni pensar en ello.

«¿Por qué no querrán olvidar? ¿Por qué no se dedican a mirar hacia delante en vez de hacerlo hacia atrás? Hemos sido unos locos haciendo esa guerra. Y cuanto antes nos olvidemos de ella, mejor.»

Sin embargo, nadie quería olvidar, nadie, salvo ella. Así es que Scarlett fue feliz pudiendo decir de buena fe a Melanie que se sentía molesta presentándose en público, ni siquiera en la oscuridad. Melanie comprendió que era una cosa muy natural. A ella, todo lo que se refería al nacimiento la emocionaba profundamente. Sentía los mayores deseos de tener un segundo hijo, pero el doctor Meade y el doctor Fontaine le habían prevenido que un segundo parto la mataría. Medio resignada con su suerte, pasaba la mayor parte del día con Scarlett y experimentaba placer siguiendo la evolución de un embarazo que no era el suyo. A los ojos de Scarlett, que no había querido este hijo y que se irritaba sólo de pensar que se encontraba encinta en momento tan poco oportuno, tal actitud le parecía el colmo de la sensiblería mentecata. Sin embargo, experimentaba una malsana alegría, diciéndose que el veredicto de los doctores hacía imposible toda intimidad verdadera entre Ashley y su mujer.

Scarlett veía con mucha frecuencia a Ashley, pero nunca solo. Cada tarde, al regreso de la serrería, pasaba por su casa para darle cuenta de las novedades de la jornada, pero Frank y Pittypat se encontraban allí generalmente o, lo que era peor, Melanie e India. La entrevista se limitaba a un cambio de impresiones de orden comercial, tras los cuales Scarlett daba a Ashley algunos consejos y le decía: «Muchas gracias por haber venido a verme. Buenas tardes».

¡Si al menos no estuviera encinta! Hubiera podido ir con él a la serrería cada mañana. Atravesarían juntos los bosques desiertos. Lejos de todas las miradas indiscretas, habrían podido creerse transportados de nuevo al Condado, al tiempo feliz en que los días transcurrían sin precipitaciones. No, no intentaría que le dijera una sola palabra de amor. Se había jurado no volver a hablarle de su mutua ternura. Pero, si ella se encontraba sola con él, Ashley abandonaría tal vez la máscara de indiferencia cortés que había adquirido desde su llegada a Atlanta. Tal vez volvería a ser el mismo, el Ashley que ella había conocido antes de que se hubiese hablado para nada de amor entre ellos. Ya que no podían ser amantes, al menos serían amigos. ¡Tenía tanta necesidad de caldear su corazón transido al fuego de su amistad!

«¡Si al menos tuviera en seguida al niño! —se decía con impaciencia—. Podría pasearme con Ashley todos los días. Charlaríamos…»

No era solamente su deseo de estar sola con Ashley lo que la hacía gemir de impaciencia y rebelarse contra la vida de reclusión que llevaba. Las serrerías tenían necesidad de su presencia. Desde que había cesado de vigilar su marcha y había confiado la dirección de una y otra a Hugh y a Ashley, los dos establecimientos perdían dinero.

Hugh era un perfecto inútil, a pesar de toda su buena voluntad. No tenía el menor sentido comercial ni sabía mandar a los obreros. Todo el mundo obtenía rebajas de él. A poco que un contratista avispado le declarase que su madera era de ínfima calidad y no valía el dinero que pedía por ella, estimaba que un caballero debía presentar excusas y rebajar el precio. Cuando Scarlett se enteró de la cantidad en que había vendido mil pies de madera para entarimados, rompió ." llorar de rabia. ¡El mejor lote de madera que se había vendido en la serrería lo había literalmente regalado! Y, luego, no sabía tratar con la gente. Los negros insistían para que les pagara cada día y frecuentemente ocurría que se lo gastaban en vino y al día siguiente no se presentaban al trabajo. Hugh veíase entonces obligado a salir en busca de otros obreros y el trabajo sufría retraso. Y, para postres, Hugh se pasaba días enteros sin ir a vender la madera a la ciudad.

Viendo tal mengua de beneficios en manos de Hugh, Scarlett se encolerizó por su idiotez y por la suya misma, que no podía hacer nada. Tan pronto tuviera el niño y pudiera volver a tomar la dirección de las cosas, se desharía de Hugh y buscaría otro para que ocupara el sitio. Cualquiera valdría más que él y estaba bien resuelta a no dejarse pisar más por los liberados. ¿Qué cosa de provecho iba a hacerse con esos negros, que dejaban el trabajo por un quítame allá esas pajas?

—Frank —le dijo a su marido, después de una discusión acalorada con Hugh acerca de las faltas al trabajo de sus obreros—, estoy bien decidida a alquilar a unos cuantos forzados para trabajar en las serrerías. Hace algún tiempo, le hablé a Johnnie Gallegher, el contramaestre de Tommy Wellburn, de lo pesado que resultaba hacer trabajar a los negros, y me dijo que por qué no alquilaba forzados. Me parece una buena idea. Me dijo que podía subalquilarlos por casi liada y que me bastaría con darles una bazofia para comer. Añadió que podría hacerles trabajar todo el tiempo que quisiera sin tener siempre husmeando a la gente de la Oficina de Liberados en asuntos que no son de su incumbencia. ¡Ah, y luego, tan pronto expire el contrato de Johnnie Gallegher con Tommy, lo tomaré para reemplazar a Hugh! Un tipo que logra hacer trabajar a sus órdenes a una banda de irlandeses no dejará de obtener excelentes resultados con los forzados.

¡Con forzados! ¡Frank permanecía mudo de horror! ¡Alquilar forzados! Era el colmo; era peor aún que pensar en instalar un bar.

Al menos, ésta era la opinión de Frank y de los medios conservadores en los que se desenvolvía. El sistema consistente en alquilar forzados debía su reciente aplicación a la pobreza del Estado como consecuencia de la guerra. Incapaz de mantener a los forzados, el Estado los alquilaba a los que tenían necesidad de mucha mano de obra para construir vías férreas o para explotaciones forestales. Sin dejar de reconocer la necesidad de tal sistema, Frank y sus amigos sensatos no dejaban de deplorar su existencia. Buen número de ellos ni siquiera habían sido partidarios de la esclavitud y encontraban esto bastante peor.

¡Y Scarlett quería ajustar forzados! Frank sabía que, si hacía una cosa semejante, él no se atrevería a llevar ya la cabeza alta. Era peor aún que poseer y dirigir una serrería, peor que todo lo que su mujer había emprendido o proyectado. Oponiéndose a los proyectos de Scarlett, Frank había sido impulsado siempre por esta pregunta: «¿Qué dirá de nosotros la gente?». Pero esta vez Frank experimentaba un sentimiento más profundo que el temor al qué dirán. Tenía la impresión de que se trataba de un tráfico de carne humana similar al de la prostitución. No podía permitirlo sin sentir el remordimiento de cometer un pecado. Frank estaba tan convencido de esto que encontró ánimos para prohibir a su mujer que llevara a efecto su plan y puso tanta energía en sus observaciones que Scarlett, atemorizada, no fue capaz de responderle. Finalmente, para tranquilizarle, le declaró en tono sumiso que no se trataba más que de un proyecto vago. En el fondo de sí misma pensaba todo lo contrario. Contratando forzados resolvería en el acto uno de los problemas más graves, pero, por otra parte, si Frank tomaba la cosa así…

Suspiró. Si al menos una de las serrerías le produjera beneficios, tomaría su mal con paciencia, pero Ashley apenas daba muestras de más talento que Hugh.

Al principio, Scarlett había quedado sorprendida y decepcionada de que Ashley no se hubiera puesto al corriente en el acto y no hubiera hecho que la serrería rindiera el doble de lo que rendía cuando estaba en sus manos. ¡Era tan inteligente y había leído tantos libros! No había razón alguna para que no tuviera el más brillante éxito y no ganara cantidades fabulosas. Pero, por desgracia, no obtenía mejores resultados que Hugh. Su inexperiencia, sus errores, su falta absoluta de sentido comercial, sus escrúpulos, eran los mismos de Hugh.

En su amor, Scarlett encontró fácilmente excusas a su conducta y no se le ocurrió la idea de juzgar a los dos hombres por el mismo rasero. Hugh era un necio, su caso era desesperado, mientras que Ashley lo que tenía que hacer era iniciarse en los negocios. Sin embargo, se vio obligada a reconocer a pesar suyo que Ashley no sabría nunca hacer, como ella, un cálculo mental rápido ni dar un precio exacto. Y a veces se preguntaba si aprendería nunca a distinguir el pino del roble. Como era honrado, tenía confianza en el primer sinvergüenza, y varias veces se habría perdido dinero si ella no hubiera intervenido para arreglar las cosas. Si sentía simpatía por alguien —¡y parecía sentirla por todos!— vendía la madera a crédito sin preocuparse siquiera de si el comprador tenía cuenta en el Banco o cualquier otra garantía. A este respecto, no valía más que Frank.

¡Pero ya acabaría por aprender! Sobre esto no albergaba asomo de duda. Y, mientras Ashley se iniciaba en la vida comercial, Scarlett estaba llena de una indulgencia y de una paciencia verdaderamente maternales para sus errores. Cada tarde, cuando llegaba a su casa, agotado y desesperado, ella no dejaba de prodigarle un sinfín de consejos con el tacto más exquisito. Pero, por más que le diera ánimos y tratara de levantar su moral, sus ojos conservaban una extraña mirada, una expresión muerta que ella no comprendía y que la aterraba. ¡Estaba cambiado, resultaba tan distinto del hombre que era antes! Si al menos consiguiera verlo solo, tal vez descubriría a qué se debía aquello…

Esta situación proporcionó a Scarlett muchas noches de insomnio. Se atormentaba pensando en Ashley, primero porque lo veía desdichado y luego porque sabía que siendo desdichado no podría convertirse en un buen comerciante en maderas. Era un verdadero suplicio ver sus serrerías en manos de dos hombres tan poco comerciantes como Ashley y Hugh. Se le partía el corazón viendo a sus competidores arrebatarle los mejores clientes, cuando ella había trabajado tanto y preparado tan minuciosamente su plan de campaña para los meses en que no iba a poder trabajar. ¡Si al menos pudiera volver a hacerlo pronto! Se ocuparía de Ashley y a la fuerza le haría aprender bien su oficio. ¡Y si Johnnie Gallegher pudiera dirigir la otra serrería! Ella misma se encargaría de la venta de la madera y todo iría como sobre ruedas. En cuanto a Hugh, si quería seguir trabajando con ella, le daría un carruaje para repartir el género. ¡No servía para más!

Evidentemente, por despabilado y despierto que fuera Gallegher, de escrupuloso, la verdad, no tenía mucho aspecto. Pero, entonces, ¿a quién llamar? ¿Qué ocurría para que los hombres inteligentes y honrados a la vez manifestaran tan pocos deseos de trabajar para ella? Si al menos consiguiese uno de ellos para ponerlo en el sitio de Hugh, ya podría estar más tranquila, pero…

A pesar de su dolencia física, Tommy Wellburn se había convertido en uno de los contratistas más importantes de la ciudad y, según se decía, ganaba lo que quería. La señora Merriwether y Rene también se abrían camino muy bien y acababan de abrir una pastelería que Rene regentaba con un sentido de la economía verdaderamente francés, y el abuelo Merriwether, encantado de abandonar su rincón al fuego, conducía ahora el carrito con los dulces. Los Simmons tenían tal cantidad de encargos, que empleaban tres equipos de obreros en su ladrillar. Y Kells Whiting también ganaba dinero con su cosmético, que vendía a los negros, diciéndoles que no se les dejaría que votaran si seguían teniendo los cabellos crespos.

Y otro tanto ocurría con la gente joven que Scarlett conocía: los médicos, los abogados, los comerciantes. Esa especie de amodorramiento que se había apoderado de ellos en el momento de la derrota había desaparecido por completo y todos se habían preocupado demasiado en cimentar su propia fortuna para pensar en dedicarse a edificar la ajena. Los otros, los que no desplegaban tanta actividad, eran los hombres del tipo de Hugh… o de Ashley…

¡Qué de penalidades: tratar de llevar adelante un negocio y estar embarazada, para colmo!

«No tendré otro hijo —decidió Scarlett con convicción—. No me propongo imitar a las demás mujeres y tener un bebé cada año. ¡Santo Dios! ¡Me pasaría la mitad del año en casa, sin ocuparme de mis serrerías! Y ya me doy cuenta ahora de que no puedo permitirme faltar ni un día. Le voy a decir bien claro a Frank que no quiero tener más hijos.»

Frank quería formar una familia numerosa, pero ya le haría ella entrar en razón. El hijo que ahora llevaba sería el último. Las serrerías eran bastante más importantes…