40

Scarlett casi no durmió aquella noche. Cuando llegó el alba y el sol comenzó su lenta ascensión sobre los pinos que tapizaban las colinas, al este, saltó de su lecho en desorden, acercó a la ventana un taburete y sentóse. Descansando la cabeza sobre su brazo doblado, contempló la granja, luego el huerto, y por último dirigió la mirada hacia los campos de algodón. Todo estaba fresco y húmedo de rocío, todo estaba silencioso y verde. Viendo el campo sintió que un bálsamo exquisito derramábase en su maltrecho corazón. Aunque su dueño hubiera muerto, Tara, en la madrugada, daba la sensación de una finca cuidada amorosamente, de una tierra en donde reinaba la paz. Las tablas del gallinero, consolidadas con tierra de greda para impedir que entrasen las ratas y las comadrejas, habían sido enjalbegadas y el establo blanqueado también. La huerta, con sus hileras de maíz, de habas, de nabos y de calabazas color amarillo vivo, con su tierra limpia de malas hierbas, estaba cercada por todas partes. Bajo los árboles del jardín crecían solamente margaritas. El sol acariciaba las manzanas y los melocotones medio ocultos por el verde follaje… Más lejos, los algodóneros, colocados en semicírculo, extendíanse inmóviles, bajo la dorada luz del día creciente. Los orgullosos patos y los tímidos polluelos se abalanzaban hacia el campo, seguros de encontrar, bajo la maleza y en la tierra trabajada por el arado, gusanos y caracoles en abundancia.

El corazón de Scarlett se colmó de ternura y de gratitud hacia Will, el autor de todo aquello. A pesar de su culto por Ashley, no podía creer que él hubiera contribuido mucho a crear semejante prosperidad. La resurrección de Tara no era obra de un colono aristocrático, sino de un modesto granjero infatigable y laborioso que amaba la tierra. Evidentemente, Tara era tan sólo una simple granja si se la comparaba con la magnífica plantación de antaño, en que numerosas muías y caballos de raza retozaban por los prados y donde los campos de maíz y de algodón se extendían hasta perderse de vista. Pero todo estaba cuidado maravillosamente y cuando vinieran mejores tiempos podrían empezarse a cultivar de nuevo las porciones de baldío, que serían más fértiles después de aquel largo reposo.

Will no se había limitado a cuidar unos trozos. Entabló una severa lucha contra los dos enemigos de los colonos georgianos, los retoños de los pinos y las zarzamoras. No les había permitido invadir solapadamente el jardín, el prado, los campos de algodón o el césped; no dejó a las zarzas trepar con insolencia al asalto de las galerías, como en tantas otras plantaciones del Estado.

Scarlett se estremeció pensando que Tara había estado a punto de convertirse en un yermo. Will y ella se habían dado buena maña. Habían burlado los propósitos de los yanquis y de los carpetbaggers y hasta los de la naturaleza. Y, además, Will le había dicho que para el otoño, cuando hubiera terminado la cosecha del algodón, ya no tendría necesidad de enviarles dinero, a menos, naturalmente, que volviera otro carpetbagger a codiciar los bienes de Tara y se las arreglara para sacarles más impuestos. Scarlett sabía que Will sufriría sin su ayuda, pero admiraba y respetaba su espíritu de independencia. Mientras se encontró en la situación de un cualquiera a quien se le remuneraban los servicios, había aceptado dinero, pero ahora que iba a convertirse en su cuñado, que iba a ser una persona de la familia, sólo quería contar con su trabajo. Sí, Will, era un regalo del Cielo.

La víspera, por la tarde, Pork había cavado la tumba junto a la de Ellen y con la azada en la mano permanecía frente al pequeño montón de arcilla roja que iba a volver a echar en su sitio, en seguida. Tras él, inmóvil a la sombra de un cedro de ramaje bajo y nudoso que el ardiente sol de junio llenaba de motas, Scarlett esforzábase en no mirar hacia el hoyo rojizo. Avanzando penosamente por el centro de la avenida que descendía de la casa, Jim Tarleton, el pequeño Hugh Munroe, Alex Fontaine y el más joven de los nietos del viejo Mac ¡Rae llevaban el féretro de Gerald en una especie de parihuelas! Siguiéndoles, aunque a respetuosa distancia, extendíase en desorden un largo cortejo, compuesto de vecinos y amigos mal trajeados y contritos. Mientras los que sostenían el ataúd cruzaban el jardín inundado de sol. Pork apoyó la frente en el mango de la azada y se echó a llorar. Scarlett observó que sus crespos cabellos, negro azabache aún cuando marchó a Atlanta, se habían vuelto ahora totalmente blancos.

Dio gracias a Dios por haber llorado toda la noche, ya que le permitía ahora conservar los ojos secos y la cabeza firme. El ruido que hacía Suellen, llorando justamente a su espalda, la irritó tanto que tuvo que cerrar los puños para no volverse a abofetear el rostro enrojecido de su hermana. Suellen era la causa directa o indirecta de la muerte de su padre y pudo haber tenido el decoro de mantenerse serena ante una concurrencia hostil. Nadie le había dirigido la palabra aquella mañana, nadie había tenido para ella una mirada de simpatía. Habían abrazado a Scarlett sin vanas demostraciones, le habían estrechado la mano, habían murmurado algunas frases a Carreen y hasta a Pork; pero todo el mundo fingió no advertir la presencia de Suellen.

A los ojos de toda aquella gente, había hecho algo más que asesinar a su padre: intentó hacerle traicionar al Sur y, para aquella comunidad tan intransigente como estrechamente unida, era como si hubiese atacado el honor de cada uno. Había roto el sólido frente que el Condado presentaba al enemigo. Tratando de sonsacar dinero al Gobierno yanqui se había rebajado al rango de los carpetbaggers y de los scallawags, seres más vergonzosos aún que los soldados yanquis.

Ella, que pertenecía a una antigua familia confederada; ella, la hija de un colono fiel a la Causa, se había pasado al enemigo atrayendo al mismo tiempo el deshonor sobre todas las familias del Condado.

Las personas que seguían el fúnebre cortejo estaban a la vez indignadas y dolidas por el disgusto; tres sobre todo: el viejo Mac Rae, ligado a Gerald desde su llegada al país, la vieja abuela Fontaine, que tanto le quería por ser el marido de Ellen, y la señora Tarleton, que le tenía aún mayor simpatía que el resto de sus vecinos porque, como ella decía frecuentemente, era el único hombre del Condado que sabía distinguir un semental de un caballo castrado.

La vista de aquellos tres rostros agitados, en el salón oscuro donde yacía el cuerpo de Gerald antes del funeral, había causado alguna inquietud a Ashley y a Will, que se habían retirado junto al escritorio de Ellen para ponerse de acuerdo.

—No faltarán quienes hagan reflexiones sobre Suellen —declaró Will bruscamente, cortando con los dientes la pajita que hacía tiempo mordisqueaba—. Se figuran que están en la obligación de dirigirle la palabra. Puede que sí, no soy yo quien debe juzgarlo. En todo caso, tengan o no derecho, nos veremos obligados a tomar la defensa de Suellen, porque somos de la familia y eso estaría muy feo. Al viejo Mac Rae no puede írsele con razones, es sordo como una tapia y no oirá a los que le aconsejarán que se calle. Por otra parte, ya sabe usted que nadie ha podido nunca hacer callar a la abuela Fontaine, cuando se le ha metido en la cabeza soltarle a alguien cuatro frescas. Y, por último, la señora Tarleton, ya habrá usted visto las miradas que ha echado a Suellen. Ha tenido que contenerse para no abrir la boca. Si les da por hablar, tendremos que intervenir, y ya tenemos bastantes preocupaciones en Tara para buscarnos más complicaciones con nuestros vecinos.

Ashley suspiró. Sabía mejor que Will a qué atenerse sobre el carácter de los vecinos y recordaba que, antes de la guerra, la mitad de las riñas, muchas de las cuales habían terminado a tiros, tuvieron por origen cuatro palabras pronunciadas ante un féretro, según la costumbre del Condado. En general, dichas palabras eran en extremo elogiosas, pero de vez en cuando ocurría lo contrario. Ocurría, a veces, que palabras pronunciadas con la mejor intención del mundo eran mal interpretadas por una familia excitada, y apenas habían recubierto el ataúd las últimas paletadas de tierra estallaba un incidente.

En ausencia de un sacerdote católico y de los ministros metodistas y baptistas de Jonesboro y de Fayetteville, cuyo concurso no se había solicitado con tacto, correspondía a Ashley dirigir el servicio religioso ayudándose del libro de oraciones de Carreen. Más ferviente católica que sus hermanas, Carreen sintióse profundamente afectada por el hecho de que Scarlett no hubiera pensado en traer un sacerdote de Atlanta, pero se consoló un poco ante la idea de que el que viniese a casar a Will y Suellen podría de paso leer el oficio de difuntos sobre la tumba de Gerald. Era ella quien había prescindido de la asistencia de los ministros protestantes del vecindario y pedido a Ashley que sustituyera al oficiante. Apoyado en el antiguo pupitre, Ashley dábase cuenta de que tenía la responsabilidad de velar para que la ceremonia se desarrollara en paz, y sabiendo lo soliviantada que estaba la gente del Condado, buscaba en vano un medio de mantener la calma.

—No podemos hacer nada, Will —dijo, pasándose la mano por el cabello—. Ya comprenderá usted que lo que no puedo hacer es andar a puñetazos con la abuela Fontaine y con el viejo Mac Rae, ni puedo tampoco dejarle caer la mano en la boca a la señora Tarleton. Y ya lo verá, lo menos que dirán es que Suellen ha cometido un crimen y una traición y que, sin ella, el señor O’Hara viviría aún. ¡Qué maldita costumbre, hablar delante de un muerto! ¡Es terrible!

—Escuche, Ashley —contestó Will con calma—. No tengo en absoluto la intención de dejar que la gente chismorree sobre lo que piensa de Suellen, sea cual sea su opinión. Déjeme a mí este asunto. Cuando haya terminado de leer el oficio y de rezar las oraciones, diga usted: «¿Desea alguien decir algo?», y en este momento se vuelve usted hacia mí, para que pueda yo hablar el primero.

Sin embargo, Scarlett no recelaba la tormenta y miraba a los que transportaban a Gerald, esforzándose en hacerlo pasar a través de la puerta, demasiado estrecha, del pequeño cementerio. Con el corazón en un puño, pensaba que, enterrando a su padre, enterraba uno de los eslabones de la cadena que la unía a los días felices de paz e irresponsabilidad.

Por último descargaron el féretro junto a la tumba. Ashley, Melanie y Will penetraron en el cercado y se situaron algo detrás de las señoritas O’Hara. Todos los que pudieron entrar se colocaron tras ellos, quedando el resto fuera del recinto tapiado. Scarlett quedó sorprendida y emocionada a la vez viendo cuánta gente había acudido. Los medios de transporte eran de lo más precario, y haciendo aquel esfuerzo habían demostrado todos su abnegación. Habría allí cincuenta o sesenta personas, muchas de las cuales vivían tan lejos que Scarlett se preguntaba cómo se habían enterado con tiempo para llegar. Había familias enteras de Jonesboro, de Fayetteville y de Lovejoy, y con ellas algunos sirvientes negros. Gran número de modestos granjeros estaban presentes, igual que los guardas y un puñado de hombres que vivían en medio de los pantanos, con el fusil bajo el brazo y mascando tabaco. Estos últimos, gigantes enjutos y barbudos, llevaban trajes de tela grosera, tejidos en casa, y la gorra ladeada. Habían hecho que los acompañasen sus mujeres, cuyos pies desnudos se hundían en la tierra roja y blanda y cuyos labios estaban ennegrecidos por el tabaco que mascaban. Bajo sus sombreros de paja, aquellas mujeres tenían un rostro en el que la malaria había dejado sus huellas, pero iban muy limpias, y sus ropas, recién planchadas, estaban brillantes y almidonadas.

Los vecinos más próximos habían acudido en masa. La abuela Fontaine, seca, arrugada y amarilla como un canario, se apoyaba en su bastón. Tras ella, Sally Munroe Fontaine y la Señoritita la llamaban en voz baja tirándole vanamente del vestido para hacerla sentar sobre el muro. El viejo doctor, esposo de la abuela, no estaba presente. Había muerto hacía dos meses y casi toda la alegría había desaparecido de los ojos de la vieja señora. Cathleen Calvert Hilton permanecía apartada, como convenía a una mujer cuyo marido estaba mezclado en el drama. Bajaba la cabeza y su descolorida mantilla le ocultaba el rostro. Scarlett observó con estupor que su vestido de percal estaba lleno de manchas y que sus manos llenas de pecas estaban sucias y las uñas negras. Cathleen había perdido todo su aire distinguido y parecía una fregatriz o una mendiga. «Acabará hasta oliendo mal, si no le sucede ya —pensó Scarlett—. ¡Dios mío, qué manera de venir amenos!»

Se estremeció dándose cuenta de la poca distancia existente entre la gente distinguida y los blancos pobres.

«Sin mi energía, tal vez estuviera yo igual», se dijo, recordando que después de la rendición ella y Cathleen se habían encontrado en la misma situación: las manos vacías, y sólo el ingenio de cada una. Y sintió que se llenaba de orgullo.

«No me he defendido mal», pensó, alzando la barbilla y esbozando una sonrisa de satisfacción. Permaneció unos momentos sonriendo. La señora Tarleton la miraba indignada, con los ojos rojos de llorar. Detrás de la señora Tarleton y de su marido permanecían en hilera sus cuatro hijas, cuyos rizos pelirrojos ponían una nota de indiscreción y cuyos ojos oscuros chispeaban como los de los animales jóvenes desbordantes de vida y de animación.

De repente, todos se pusieron más rígidos, se calmó el crujir de las faldas, los hombres se descubrieron, las manos juntáronse para rezar y Ashley se adelantó, con el libro de oraciones de Carreen, deshilachado a fuerza de ser leído. Se detuvo y bajó la cabeza, permaneciendo inmóvil. Sus cabellos de oro relucían al sol. Un silencio profundo se hizo en la multitud, tan profundo que se oía al viento mecer i$s magnolias. A lo lejos, un mirlo lanzaba de manera obsesionante su nota grave y triste siempre igual. Ashley comenzó a leer las oraciones, y todas las frentes se inclinaron mientras él pronunciaba, con SU voz cálida y admirablemente timbrada, las dignas y breves palabras.

«¡Oh! —pensó Scarlett, con un nudo en la garganta—. ¡Qué hermosa voz! Puesto que es menester que alguien haga eso por papá, estoy contenta de que sea Ashley. Sí, prefiero con mucho que lo haga él en vez de un sacerdote. Prefiero ver enterrar a papá por uno de la (familia que por un desconocido.»

Cuando Ashley llegó al pasaje de la oración que se refería a las almas del Purgatorio y que Suellen se había preocupado en subrayar, cerró bruscamente el libro. Solamente Carreen se dio cuenta de la omisión y dirigió una mirada intrigada a Ashley, que había empezado el Padrenuestro. Sabía que la mitad de las personas congregadas allí no habían oído hablar nunca del Purgatorio y que la otra mitad se indignaría al notar la insinuación, ni siquiera en un rezo, de que un hombre tan perfecto como el señor O’Hara no había ido derecho al Cielo. Así, por respeto a la pública opinión, pasó en silencio toda alusión al Purgatorio. Los concurrentes acompañaron con toda fe la lectura del Padrenuestro, pero mostraron menor seguridad cuando Ashley empezó el Avemaria. Nadie había escuchado nunca esta oración y miraron todos furtivamente hacia las señoritas O’Hara, hacia Melanie y hacia los sirvientes de Tara, que entonaban la respuesta: «Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.»

Entonces, Ashley levantó la cabeza y pareció sentirse molesto. Todo el mundo tenía los ojos fijos en él. La gente esperaba que el servicio continuara, pues nadie se imaginaba que las oraciones católicas terminaran de aquel modo. En el Condado, los entierros se prolongaban siempre largo rato. Los ministros baptistas y metodistas no se sometían a un ritual preciso; prolongaban las cosas a placer, a compás de las circunstancias, y rara vez se detenían antes de ver derramar lágrimas a todos los asistentes y de que la familia del difunto se lamentase en voz alta. Si el servicio religioso se limitaba a breves oraciones pronunciadas ante los despojos mortales de su amigo querido, los vecinos, extrañados, empezaban a indignarse. Nadie sabía esto mejor que Ashley. Semanas enteras se comentaría el acontecimiento mañana y tarde y todo el Condado opinaría que las señoritas O’Hara no habían testimoniado a su padre el respeto que le debían.

Después de haber lanzado una rápida mirada de reojo a Carreen como para pedirle perdón, bajó de nuevo la cabeza y se puso a recitar, de memoria, las oraciones episcopales de difuntos, que había leído con bastante frecuencia en Doce Robles, en los entierros de los esclavos.

«Yo soy la Resurrección y la Vida, y todo el que cree en mí no morirá.»

Recordaba penosamente estas palabras y se expresaba con lentitud, parándose a veces para buscar las frases. Sin embargo, la lentitud misma con que se expresaba daba más fuerza a sus palabras, y los asistentes, que hasta entonces habían permanecido con los ojos secos, empezaron a sacar los pañuelos. Como todos eran baptistas o metodistas, se figuraron que Ashley seguía escrupulosamente el ritual de las ceremonias católitas. Scarlett y Suellen, tan ignorantes como sus vecinos, encontraron la oración magnífica y confortante. Solamente Melanie y Carreen se dieron cuenta de que se estaba enterrando a un ferviente católico según el rito anglicano. Y Carreen estaba demasiado abatida por la pena y demasiado ofendida por la traición de Ashley para intervenir.

Cuando Ashley hubo terminado, abrió de nuevo sus grandes ojos grises y tristes y miró a la multitud. Al cabo de un momento su mirada encontró la del Will y dijo:

—¿Desea decir alguna cosa cualquiera de los presentes?

La señora Tarleton dio en seguida muestras de inquietud, pero Will, más rápido, se adelantó y situóse ante el féretro.

—Amigos míos —empezó diciendo con voz apagada—, acaso imaginéis que soy un osado hablando el primero, yo, que hace un año no conocía todavía al señor O’Hara, mientras todos vosotros lo conocíais hace lo menos veinte años. Pero ésta es precisamente mi disculpa. De haber vivido un mes más, hubiera yo tenido derecho a llamarle padre.

Un escalofrío de asombro recorrió el grupo. Los allí presentes eran demasiado educados para cuchichear entre ellos, pero todos empezaron a apoyarse primero sobre el pie derecho y luego sobre el izquierdo y a mirar a Carreen, que bajaba la cabeza. Todos sabían el apego que por ella sentía Will, pero Will, dándose cuenta de la dirección de las miradas, continuó como si nada ocurriese.

—Voy a casarme con Suellen tan pronto como llegue un sacerdote de Atlanta. Pensé que esto me daba derecho a hablar el primero.

Sus últimas palabras se perdieron en un confuso murmullo semejante al zumbido de un enjambre de abejas. Había indignación y desencanto en aquel murmullo. Todo el mundo sentía simpatía por Will. Todo el mundo le respetaba por todo cuanto había hecho por Tara. Todo el mundo sabía que amaba a Carreen, así que el anuncio de su matrimonio con Suellen, que por su conducta había quedado excluida de su sociedad, causaba un estupor rayano en cólera. ¡El bueno de Will casarse con aquella malvada y odiosa Suellen O’Hara!

Durante un momento hubo una atmósfera de gran tensión. La señora Tarleton movía furiosamente los párpados y sus labios temblaban como si fuera a hablar. En medio del silencio, podía oírse perfectamente al viejo Mac Rae rogar a su nieto que le explicara lo ocurrido. Frente a la concurrencia, Will conservaba su expresión tranquila, pero en sus ojos azul claro brillaba un reflejo que prohibía a cualquiera hablar mal de su futura esposa. Durante un momento la balanza osciló ante el sincero afecto que todos sentían por Will y el desprecio que a todos inspiraba Suellen. Pero fue Will el que predominó. Continuó, como si su pausa hubiera sido intencionada:

—Yo no he conocido como vosotros al señor O’Hara en sus años de madurez. Cuando le conocí ya no era más que un anciano muy digno, pero que había perdido sus energías. Pero os he oído hablar de lo que en otro tiempo fue el señor O’Hara. Fue un irlandés lleno de valor, un verdadero caballero del Sur, y si ha habido alguien con amor a la Confederación ha sido él. No se puede soñar mezcla mejor. Nosotros ya no veremos las cosas como él, porque la época en que existían tales hombres ha desaparecido ya. Había nacido en el extranjero, pero la persona que hoy enterramos era más georgiana que cualquiera de los que le lloramos. Compartía nuestra existencia. Amaba nuestro país y, para decir las cosas como son, ha muerto por nuestra Causa como un soldado. Era uno de los nuestros, tenía nuestros defectos y nuestras cualidades, era fuerte como lo somos nosotros y tenía también nuestras debilidades. Poseía nuestras buenas cualidades, en el sentido de que nadie lo detenía cuando había decidido algo y nada le asustaba. Nada que viniese de fuera podía abatirlo.

»Cuando el Gobierno inglés lo buscó para colgarlo, no tuvo miedo. Tomó tranquilamente la puerta y huyó de su casa. Tampoco le asustó desembarcar en este país sin un céntimo. Se puso a trabajar y ganó dinero. No le causó miedo instalarse en esta comarca, donde los indios acababan de ser expulsados y que estaba aún semicivilizada. Desbrozó la tierra y creó una gran plantación. Cuando llegó la guerra, al ver que la ruina se le echaba encima, no tuvo miedo tampoco a verse pobre de nuevo. Y cuando los yanquis pasaron por Tara hubieran podido incendiar su casa o matarlo, pero él no permaneció con los brazos cruzados. Por esto decía yo que contaba con nuestras buenas cualidades. Nada externo podía abatirlo.

»Pero tenía también nuestras debilidades, pues era vulnerable interiormente. Quiero decir que, allí donde el mundo entero no podía nada contra él, su corazón se hería a sí propio. Cuando la señora O’Hara murió, su corazón murió también y no hubo ya nada más. No era él a quien veíamos últimamente.»

Will se detuvo y con su serena mirada examinó los rostros que le rodeaban. La multitud permanecía inmóvil bajo el sol abrasador, olvidando su odio a Suellen. Los ojos de Will se posaron un instante en Scarlett y parecieron sonreír, como para infundirle ánimo. Y Scarlett, que luchaba por no echarse a llorar, sintió efectivamente que recobraba energías. En lugar de soltar una sarta de tonterías, Will decía cosas de buen sentido, y Scarlett había encontrado siempre consuelo y fortaleza en el buen sentido.

—No quisiera que tuvierais de él una opinión inferior a la que merecía, aunque acabara dejándose abatir. Todos nosotros estamos expuestos a lo mismo. Estamos sujetos a las mismas flaquezas y a los mismos extravíos. Nada visible tiene poder sobre nosotros, ni los yanquis, ni los carpetbaggers, ni la vida dura, ni los impuestos crecidos, ni siquiera la falta de alimento. Pero en un abrir y cerrar de ojos podemos ser barridos por esa debilidad que en nosotros mismos reside. No siempre ocurre esto con ocasión de la muerte de algún ser querido como le ha pasado al señor O’Hara. Cada uno reacciona a su modo. Y quiero deciros esto: las personas que son ya incapaces de reaccionar, aquellos en los que ese resorte se ha roto, hacen mejor en morir. En los tiempos que corren no hay sitio para ellos en este mundo. Son más felices en la tumba… He aquí por qué yo os diría a todos que no os afligierais por el señor O’Hara. Al llegar Sherman y al fallecer la señora O’Hara era cuando había que afligirse. Ahora, que va a encontrarse con la que amaba, no veo razón alguna para sentir dolor, a menos de ser muy egoístas, y esto os lo digo yo, yo que le quería como a un padre… Si esto no os llega a lo más hondo, es inútil pronunciar más discursos. Los miembros de la familia se sienten demasiado apenados para escuchar nada más y no sería cortés por nuestra parte continuar.

Will se detuvo y, mirando a la señora Tarleton, le dijo, bajando la voz:

—¿Sería usted tan amable que acompañara a Scarlett a su casa? No tiene objeto que permanezca tanto tiempo de pie, bajo el sol. Ni tampoco la abuela Fontaine parece encontrarse muy bien, con todos los respetos debidos.

Turbada por la brusquedad de Will, que abandonaba sin transición el elogio fúnebre de su padre para ocuparse de ella, Scarlett se puso roja como una amapola y su confusión aumentó al notar que todo el mundo se fijaba en ella. ¿A qué venía que Will hiciera observar a todo el mundo que se encontraba encinta? Le miró indignada de reojo, pero Will no perdió la tranquilidad por ello y la obligó incluso a bajar los ojos.

«No me diga nada —parecía querer darle a entender—; sé bien lo que hago.»

Él era ya el hombre, el cabeza de familia, y Scarlett deseosa de evitar una escena, se volvió hacia la señora Tarleton. Tal como Will había esperado, ésta se olvidó de repente de Suellen y de su ira y, cogiendo a Scarlett del brazo, le dijo, en un tono lleno de dulzura:

—Anda, vámonos, querida.

Su rostro había tomado una expresión bondadosa. Scarlett se dejó conducir por entre la concurrencia, que les abría paso, mientras se elevaba un murmullo de simpatía, y diferentes personas trataban de estrecharle la mano, al pasar. Cuando llegó al sitio donde estaba la abuela Fontaine, la anciana murmuró:

—Dame el brazo, hija mía. —Y añadió, con una mirada orgullosa, dirigiéndose a Sally y a la Señoritita—: No, no se molesten, no las necesito.

Las tres mujeres caminaron con lentitud entre la gente que volvía a cerrar el grupo tras ellas, y penetraron en la umbrosa alameda que ponducía a la casa. La señora Tarleton sostenía a Scarlett con una mano tan firme, que ésta tenía la impresión a cada paso de que la levantaban del suelo.

—Pero ¿por qué habrá hecho eso Will? —exclamó Scarlett, Cuando estuvo segura de que nadie podía oírla. Era como si hubiera dicho: «Mírenla ustedes, va a tener un hijo».

—Vamos, ¿estás muy fatigada? —preguntó la señora Tarleton—. Tenía razón Will. Era una locura permanecer más tiempo a pleno sol. ¡Podría haberte dado un desmayo y provocarte un aborto!

—No era esto lo que temía Will —contestó la abuela, un poco acalorada por la marcha—. Will no es tonto. No quería que usted o que yo, Beatriz, nos acercáramos a la tumba. Temía que habláramos y ha encontrado el único medio de librarse de nosotras… Y hay más aún. No quería que Scarlett oyese caer las paletadas de tierra sobre el féretro. Ha hecho bien. Acuérdate siempre de esto, Scarlett: mientras no ha oído una ese ruido, no parece que nadie esté muerto. Pero una vez que se ha escuchado… No hay ruido más horroroso en el mundo. Ya hemos llegado. Ayúdame a subir la escalera, hija mía. Dame la mano, Beatriz. A Scarlett no le hace falta tu brazo para nada y, como ha observado Will con tanto acierto, no estoy muy rozagante… Will sabe que eras la preferida de tu padre y no ha querido añadirte este nuevo sinsabor. Ha pensado que para tus hermanas no sería tan doloroso. A Suellen la sostiene su vergüenza y a Carreen su Dios. Pero tú no tienes nada, ¿verdad?

—No —respondió Scarlett, ayudando al mismo tiempo a la anciana a subir los escalones—. No, yo no he tenido nunca a nadie que me sostuviera, excepto mi madre.

—Pero cuando la perdiste te diste cuenta de que eras bastante fuerte para poder prescindir de ese apoyo, ¿verdad? Pues bien, hay personas que no podrían. Tu padre era una de ellas. Will tiene razón. No te apenes. No podía estar sin Ellen y es más feliz en donde se encuentra ahora, como lo seré yo cuando pueda unirme con el viejo doctor.

Hablaba sin el menor deseo de despertar compasión, y Scarlett y la señora Tarleton se abstuvieron de hacer comentario alguno. Se expresaba en un tono suelto y natural, como si su marido hubiera ido a Jonesboro y le bastara un corto paseo en coche para salir a su encuentro. Era demasiado anciana y había visto demasiadas cosas para temer a la muerte.

—Pero usted también sabe prescindir de un apoyo —dijo Scarlett.

La anciana le dirigió una mirada fulgurante de ave de presa.

—Sí, pero a veces eso es muy desagradable.

—Escuche, abuela —interrumpió la señora Tarleton—, no debiera decir esas cosas a Scarlett. Ya está bastante angustiada. Entre el viaje, este vestido que la oprime, el disgusto y este calor, tiene bastante para abortar. Conque, si encima viene usted a meterle esas ideas negras en la cabeza, ¿adonde iremos a parar?

—¡Por Dios! —exclamó Scarlett algo irritada—. No estoy tan mal como para eso, ni soy tampoco una mujer que aborte por cualquier cosa.

—Eso nunca puede decirse —profetizó la señora Tarleton, con aire doctoral—. La primera vez que estuve embarazada, aborté viendo a un toro cornear a uno de nuestros esclavos y… ¿Se acuerda usted también de mi yegua pinta, «Nellie»? No había animal de mejor carácter, pero era de una nerviosidad tan acusada que, si no hubiera yo tenido mucho cuidado, habría…

—Cállate, Beatriz —dijo la abuela—. Scarlett no va a abortar sólo por darte la razón. Sentémonos aquí, en el vestíbulo, que nos dé el aire. Corre un viento muy agradable. Bueno, ¿querrías traerme un vaso de leche de la cocina, Beatriz? No, mira a ver si en la alacena hay vino. Me tomaría un vasito muy a gusto. Nos quedaremos aquí hasta que la gente venga a despedirse.

—Scarlett haría mejor en acostarse —insistió la señora Tarleton, después de haberle dirigido una mirada disimulada, como persona capaz de darse cuenta del momento exacto del parto.

—Anda, anda —dijo la abuela, y le dio un golpecito con el bastón a la señora Tarleton, que se dirigió hacia la cocina, echando con negligencia su sombrero sobre la consola y pasándose la mano por los cabellos rojos.

Scarlett se arrellanó en su sillón y desabrochó los dos primeros botones de su corpino. Se estaba bien en el amplio vestíbulo, donde imperaba la penumbra; y el viento que porría atravesaba la casa de una punta a otra ocasionando un grato frescor después de la lumbre del sol. Scarlett echó una ojeada al salón, donde había reposado el cadáver de Gerald, pero se propuso no pensar más en su padre y se dedicó a contemplar el retrato de la abuela Robillard, al que las bayonetas yanquis no habían respetado, a pesar de estar colgado muy alto, sobre la chimenea. La contemplación de su abuela, con su moño tan alto, su amplio escote y su aire casi insolente, producía siempre en Scarlett un efecto tonificante.

—No sé qué es lo que ha afectado más a Beatriz Tarleton, si la pérdida de sus hijos o la de sus caballos —dijo la abuela Fontaine—. Ya sabes que Jim y sus hijas nunca han contado mucho para ella. Pertenece a esa clase de personas a que se refería Will. Su resorte no funciona. Muchas veces me pregunto si no va a seguir los pasos de tu padre. Su único placer consistía en ver crecer y multiplicarse caballos y hombres a su alrededor. Y, mientras tanto, ninguna de sus hijas está casada ni parece tener probabilidades de pescar marido por estos contornos. No tienen el menor arte. Si no fuera una mujer de mundo, de cuerpo entero, sería de lo más vulgar… ¿Es cierto lo que ha dicho Will sobre su matrimonio con Suellen?

—Sí —respondió Scarlett, mirando a la anciana cara a cara. ¡Santo Dios! Bien se acordaba, sin embargo, de la época en que tenía un miedo cerval a la abuela Fontaine. ¡Claro! Se había hecho ya una mujer y se sentía con fuerzas para no permitirle ninguna intromisión en los asuntos de Tara.

—Podría haber hecho mejor elección —dijo la abuela candidamente.

—¿Sí? —observó Scarlett en tono altanero.

—No te pongas así, pequeña —le aconsejó la anciana agriamente—. No voy a atacar a tu preciosa hermana, aunque me haya quedado con las ganas de hacerlo en el cementerio. No; lo que quiero decir es que, dada la falta de hombres en el Condado, podría él haberse casado con la que hubiera querido. Ahí están los cuatro diablos de Beatriz, las pequeñas Munroe, las Mac Rae…

—Pues ya sabe que va a casarse con Suellen.

—Tiene suerte Suellen.

—Y Tara también.

—Sientes cariño por Tara, ¿no?

—Sí.

—Tanto, que te tiene por lo visto sin cuidado que Suellen se case mal, con tal de conservar un hombre aquí para ocuparse de las cosas.

—¿Casarse mal? —preguntó Scarlett, extrañada por esta idea—. ¿Casarse mal? ¿A qué viene la cuestión de las categorías sociales ahora? Lo que es menester es que una muchacha encuentre un marido que vele por ella.

—No está mal —dijo la anciana—. Algunos te darían la razón, pero no te faltarían los que te dijeran que hacías mal suprimiendo las barreras que no deberían haber sido rebajadas ni un dedo. Will no es un hijo de familia, mientras que tú perteneces a una familia distinguida.

La anciana lanzó una mirada al retrato de la abuela Robillard.

—Scarlett pensó en Will, en aquel muchacho flaco, suave e inexpresivo, que mordisqueaba eternamente una pajita y que, semejante a la mayoría de los campesinos de Georgia, tenía un aire tan poco enérgico. No poseía un linaje de antepasados ricos, nobles y habituados siempre a figurar. El primer Will que había venido a fijarse en Georgia fue tal vez un colono de Oglethorpe[21] o un «rescatado»[22]. Will no había ido nunca al colegio. En realidad, había seguido, simplemente, durante cuatro años, los cursos de una escuela rural. Esto constituía toda su educación. Era honrado y recto, paciente y muy laborioso, pero no era indudablemente hijo de una buena familia, y los Robillard no hubieran dejado de decir que Suellen hacía un mal matrimonio.

—¿Así que estás contenta de que entre Will a formar parte de la familia?

—Sí —respondió Scarlett brutalmente, dispuesta a saltar sobre la anciana a la primera palabra de reproche.

—Abrázame —dijo al anciana, sonriendo de la manera más inesperada—. Hasta hoy, Scarlett, no me eras muy simpática. ¡Has sido siempre tan dura! Hasta cuando eras niña eras dura, y no me agrada la dureza en las mujeres, excepto en mí. Pero me gusta la manera con que has afrontado los acontecimientos. No te sofocas demasiado por las cosas imposibles de remediar. Sabes arreglártelas bien; sí, vales mucho.

Scarlett no sabía si debía sonreír también. De todos modos la obedeció y abrazándola rozó con sus labios la mejilla apergaminada que la anciana le ofrecía.

—Por mucho que la gente aprecie a Will —siguió la anciana—, habrá más de uno que no deje de decir que no deberías haber consentido que Suellen se casase con un campesino. Al mismo tiempo que le prodiguen elogios, dirán que es una cosa terrible para una O’Hara casarse mal. Pero déjales que hablen y no te ocupes de lo que digan.

—Nunca me ha preocupado lo que pudiera decir la gente.

—Es lo que he oído decir —observó la anciana, no sin un toque de malicia—. ¡Bah! A lo mejor son muy felices. Claro está que Will tendrá siempre su aire rústico y que no será el matrimonio lo que le impida seguir cometiendo faltas de ortografía. Y luego, aunque gane dinero, no volverá a dar a Tara el lustre que le había dado el señor O’Hara. Sin embargo, Will tiene un verdadero fondo de nobleza, con el instinto de un hombre de mundo. Mira, solamente un hombre de mundo hubiera podido señalar nuestros defectos como lo ha hecho él en el entierro. Nada puede abatirnos, pero, a fuerza de llorar y de evocar el pasado, acabamos por labrar nuestra propia ruina. Sí, será un buen matrimonio para Suellen y para Tara.

—Entonces, ¿aprueba usted que no me haya opuesto?

—¡Eso no, por Dios! —exclamó la anciana con voz cascada, pero aún vigorosa—. ¡Aprobar que un campesino entre en una familia de alcurnia! Claro que no. ¿Te parece que vería con buenos ojos el cruce de un pura sangre con un caballo de tiro? ¡Oh!, sé muy bien que los campesinos de Georgia son buena gente, gente honrada a carta cabal, pero…

—¿Pero no acaba usted de decirme que será un matrimonio dichoso? —exclamó Scarlett completamente desconcertada.

—Sí, creo que será muy buena cosa para Suellen casarse con Will… Con alguien tenía que casarse. ¡Necesita de tal modo un marido! ¿Y dónde podría haberlo encontrado? ¿Dónde hubiera encontrado a otro que pudiera dirigir mejor Tara? Pero no vayas a creer por esto que me gusta más que a ti.

—¡Pero si a mí me gusta mucho! —dijo Scarlett, esforzándose en comprender lo que quería decir la anciana—. Estoy encantada de que Suellen se case con Will. ¿Por qué ha de creer usted que me disgusta? ¿Por qué se formó usted esa idea?

Scarlett estaba intrigada y se sentía un poco avergonzada, como siempre que cualquiera se imaginase por error que compartía sus reacciones y su manera de ver las cosas.

La anciana se dio aire con su abanico de hoja de palmera.

—Yo no apruebo este matrimonio, como tampoco lo apruebas tú, pero tanto tú como yo somos personas de sentido práctico. Ante un acontecimiento desagradable contra el que nada puede hacerse, no me pongo a lanzar gemidos y a levantar los brazos al cielo para implorar auxilio. No es manera ésta de tomar las alternativas que nos reserva la vida. Te hablo con conocimiento de causa, porque mi familia y la de mi marido han visto cosas de todos los colores. Si teníamos una divisa, podía resumirse así: «No hacer mucho caso, sonreír y esperar nuestra hora». Por este medio hemos podido atravesar una serie de pruebas con la sonrisa en los labios, llegando a convertirnos en expertos en el arte de arreglárnoslas por nuestros propios medios. Por otra parte, nos hemos visto obligados a ello, pues en mi familia hemos tenido con frecuencia muy mala suerte. Hemos sido expulsados de Francia con los Hugonotes, arrojados de Inglaterra con los Caballeros[23], arrojados de Escocia con el príncipe Charlie, arrojados de Haití por los negros, y ¡mira ahora el estado en que nos encontramos a causa de los yanquis! Pero siempre hemos acabado por desquitarnos al cabo de algún tiempo. ¿Y sabes por qué?

La abuela irguió la cabeza y Scarlett encontró que se parecía más que nunca a un viejo papagayo sabio.

—No, no lo sé —respondió cortésmente, mientras pensaba que se estaba aburriendo como una ostra con aquella conversación.

—Pues, hela aquí: Sabemos plegarnos a las circunstancias. No somos espigas de trigo, sino de alforfón. Cuando sobreviene una tormenta, derriba las espigas de trigo maduras porque están secas y no ceden al viento. Pero las espigas de alforfón están llenas de savia y saben doblar la cabeza. Cuando el viento ha cesado vuelven a levantarse y están tan derechas casi como antes. No hay que ser testarudo. Cuando el viento sopla fuerte, hay que ser flexible; es mejor ceder que mantenerse rígido. Cuando se presenta un enemigo lo aceptamos sin quejarnos y nos ponemos al trabajo y sonreímos y esperamos nuestro hora. Nos servimos de gente de peor temple que nosotros y sacamos de ella el mayor provecho posible. Cuando hemos vuelto a ser otra vez lo bastante fuertes, apartamos de nuestro camino a los que nos han ayudado a salir del pozo. Éste es, hija mía, el secreto de las personas que no quieren sucumbir. —Y después de una pausa, añadió—: No vacilo en confiártelo.

La anciana pareció satisfecha confesando su profesión de fe, a pesar de todo el veneno que contenía. Parecía asimismo esperar una respuesta, pero Scarlett, que apenas comprendía el sentido de sus metáforas, no encontró qué decirle.

—Mira, pequeña —continuó entonces la anciana—, en mi familia cedemos ante la borrasca, pero levantamos en seguida la cabeza. No diría lo mismo de un montón de gente que no están lejos de aquí. Fíjate en Cathleen Calvert, por ejemplo. ¿Qué se ha hecho de ella? Una pobre harapienta. Ha caído más bajo todavía que el que se ha casado con ella. ¿Y los Mac Rae? Por el suelo están y sin poder levantarse. No saben ni qué hacer. Ni siquiera intentan un esfuerzo. Pasan el tiempo quejándose del pasado. Mira, fíjate… fíjate, por así decir, en toda la gente del Condado, quitando a mi Alex y a mi pequeña Sally, quitando a ti, a Jim Tarleton y sus hijas y a algún otro. El resto andan dando tumbos. ¿Qué quieres? No tienen savia, no tienen.

—Se olvida usted de los Wilkes.

—No, no me olvido. Si no he hablado de ellos es por cortesía, pues Ashley y los suyos viven bajo tu techo. Pero, ya que los has sacado a colación, escucha esto: según he oído decir, India se ha vuelto una solterona endurecida. No se harta de lamentarse porque Stu Tarleton ha sido muerto, no hace nada por olvidarlo y ni siquiera procura pescar a otro hombre. Verdad es que ya no es una chiquilla; pero, si quisiera molestarse un poco, acabaría por encontrar algún viudo cargado de familia. Y la pobre Honey, ¡Dios sabe cómo deseaba casarse! Pero con su cabeza de chorlito va a costarle trabajo. Y, en cuanto a Ashley, mira a Ashley…

—Ashley es un hombre superior… —comenzó Scarlett con efusión.

—No he dicho nunca lo contrarío, pero tiene el aspecto de estar más perdido que una rata. Lo que es si la familia Wilkes sale de ésta, será gracias a Melanie más que a Ashley.

—¿A Melanie? Vamos, señora, ¿qué está usted diciendo? He vivido con Melanie bastante tiempo para darme cuenta de que no sabe ni tenerse derecha de miedo que tiene a todo. Es incapaz hasta de oxear a una gallina.

—Tal vez tenga miedo de todo y no sepa ni oxear a una gallina; pero puedes estar segura de que si el menor peligro amenazara a su Ashley o a su hijo, todos los gobiernos yanquis del mundo no bastarían a detenerla. No procede del mismo modo que tú o que yo, Scarlett. Melanie se conduce como se hubiera conducido tu madre de haber vivido. Sí, Melanie me recuerda a tu madre cuando era joven… Y ella será, no lo dudes, la que saque a los Wilkes del atolladero.

—¡Pero, por Dios, si Melanie no es más que una pobre tonta llena de buenas intenciones! ¡Y qué injusta es usted con Ashley! Si él…

—A otro perro con ese hueso, querida. Fuera de los libros, Ashley no sirve para nada. Y no son los libros los que permiten a nadie salir de una situación como ésta en que estamos todos metidos hasta las cejas. Más de una vez me han dicho que no había nadie más incapaz que él para manejar el arado. Ahí tienes, sin más, qué diferencia con mi Alex. Antes de la guerra, Alex era un perfecto inútil. A señorito elegante no había quien le ganara. No pensaba en otra cosa que en elegirse las mejores corbatas, en embriagarse, en batirse o en ir detrás de chicas que no valían más que él. Pero míralo ahora. Ha aprendido la agricultura, porque era necesario. Sin esto, se habría muerto él de hambre y nosotros también. Y hoy hace producir el mejor algodón del Condado, querida. Su algodón es bien superior al de Tara, desde luego. Y ha aprendido igualmente a cuidar los puercos y los pollos. ¡Ah, ah, es un muchacho admirable a pesar de su mal genio! Sabe esperar su hora. Sabe adaptarse a las circunstancias, y así, cuando hayamos acabado con esta desdichada reconstrucción, ya verás, será tan rico como su padre o su abuelo. Pero Ashley…

—Todo eso no me importa —dijo Scarlett con aire glacial, ofendida por aquella falta de miramiento hacia Ashley.

—Pues es lástima —contestó la abuela, lanzándole una mirada fulminante—. Sí, es lástima y hasta sorprendente, porque, en suma, tú has adoptado la misma forma de proceder desde tu marcha a Atlanta. ¡Oh, sí, sí! No creas que porque estamos metidos en este agujero no hemos oído hablar de ti. También tú te has adaptado a las circunstancias. Hemos oído contar cómo has sabido componértelas para arrancarles el dinero a los yanquis, a los nuevos ricos y a los carpetbaggers. No, no has dado la impresión de ser una mosquita muerta. Me parece muy bien. Sácales lo que puedas. Y, cuando tengas bastante dinero, entonces rompe con ellos. Relaciones de ese tipo no podrían más que ocasionarte disgustos a la larga. Puedes estar segura.

Scarlett miró a la anciana, frunciendo las cejas. Nunca acababa de comprender el sentido de sus peroratas y, además, le había tomado ojeriza por haber dicho que Ashley estaba más perdido que una tortuga volcada en un camino.

—Me parece que se equivoca usted con respecto a Ashley —dijo de pronto bruscamente.

—Veo que no tienes suficiente buen juicio, pequeña.

—Eso lo dirá usted —le lanzó Scarlett, lamentando no poder abofetear a la anciana.

—Ya sé que cuando se trata de dólares rayas a gran altura. Tienes una manera de conducirte propia de un hombre avezado, pero estás desprovista de sutileza femenina. Cuando se trata de formular un juicio sobre alguien, no aciertas una.

Los ojos de Scarlett llamearon y sus manos apretáronse convulsivamente.

—Ya estás loca de rabia —contestó la abuela con una sonrisa—. Vamos, ya he logrado lo que estaba buscando.

—¿Áh, sí? ¿Y por qué? ¿Se puede saber?

—Por mil razones, excelentes todas.

La abuela se reclinó sobre el respaldo de su silla y Scarlett se dio de pronto cuenta de que parecía estar muy fatigada y de lo avejentada que se encontraba. Tenía cogido su abanico con su pequeña mano descarnada y amarillenta como de cera, igual que la de una muerta.

Scarlett se apaciguó. Incorporóse hacia delante y tomó en su mano una de las de la anciana.

—Da gusto verla mentir —le dijo—. No cree usted una sola palabra de todo lo que me ha dicho. Es para que no piense en papá por lo que lo ha hecho, ¿no es cierto?

—No trates de dártelas de aguda conmigo —le aconsejó la anciana, retirando su mano—. Sí, desde luego, en parte ha sido por eso; pero también en parte porque quería decirte algunas verdades, aunque seas poco inteligente para comprenderme.

Sin embargo, sonrió y pronunció estas últimas palabras sin ninguna acrimonia. Scarlett no le guardó rencor por haber hablado mal de Ashley, puesto que ella misma reconocía que no creía todo lo que le había dicho.

—De todos modos, muchas gracias. Es muy amable queriendo cambiarme las ideas… y estoy contenta sabiendo que es usted de mi opinión sobre el caso de Will y de Suellen, aunque… aunque otras personas no me aprueben.

La señora Tarleton regresó trayendo dos vasos de leche. No tenía la menor aptitud para los trabajos domésticos y los dos vasos estaban rebosando.

—He tenido que ir hasta el invernadero —declaró—. Anden, beban deprisa. La gente ya vuelve del cementerio. Dígame, Scarlett: ¿va a consentir usted que Suellen se case con Will? No es que ella esté demasiado bien para él, no, no; pero, en fin, Will no es más que un campesino y…

Las miradas de Scarlett y de la abuela Fontaine se encontraron. La misma llamita maliciosa brillaba en el fondo de sus ojos.