El tren llevaba mucho retraso y el largo crepúsculo de junio envolvía ya la campiña con sus tonalidades azules cuando Scarlett se apeó en la estación de Jonesboro. Aquí y allí brillaban luces amarillas en las ventanas de las tiendas y de las casas que la guerra no había destruido. Había pocas así en el pueblo. A cada lado de la calle principal, espacios vacíos indicaban el lugar de los edificios aniquilados por el fuego y los obuses. Las casas, silenciosas y sombrías, con sus techos agujereados, parecían mirar a la viajera. Algunos caballos de silla, algunas muías uncidas a las carretas, estaban atados ¡ante el Almacén Bullard! La calle, roja y polvorienta, estaba desierta. A veces, de un café situado en el otro extremo del pueblo llegaba un grito, o la risa de algún beodo, únicos ruidos que turbaban la paz del crepúsculo.
No habían reconstruido la estación desde que se incendió en el curso de la batalla y, en su lugar, se habían contentado con elevar una especie de refugio de madera, abierto a todos los vientos. Scarlett se metió allí y se sentó en un tonel, destinado por lo visto a ese uso. Había recorrido la calle varias veces con la mirada, con la esperanza de descubrir a Will Benteen. Debería haber venido a esperarla. Debería haber adivinado que, después de haberle anunciado en su mensaje la muerte de Gerald, ella cogería el primer tren.
Había salido de Atlanta con tal precipitación que su saco de viaje no contenía más que una camisa de noche y un cepillo de dientes, sin la menor muda. Se sentía poco a gusto dentro del vestido negro que le había dejado la señora Meade, pues no había tenido tiempo de encargarse ropa de luto. La señora Meade había adelgazado mucho y, como el embarazo de Scarlett estaba muy adelantado, el traje le resultaba doblemente incómodo. A pesar del dolor que le causaba la muerte de Gerald, Scarlett no podía desinteresarse del efecto que producía en ella y se estudió con asco. Había perdido por completo la línea y su rostro y sus tobillos estaban hinchados. Hasta ahora no se había preocupado de estos detalles, pero hoy, que estaba a punto de volver a ver a Ashley, la cosa era muy diferente. Tembló pensando en que la vería embarazada de otro hombre. Quería a Ashley y Ashley la quería. Este niño que no había deseado tener le parecía una prueba de su traición a ese amor. Pero, por mucho trabajo que le costase presentarse a Ashley con su talle abultado y su marcha pesada, había que pasar por ello.
Impaciente, Scarlett se puso a golpear con el pie. Debería haber venido Will. Claro que siempre le quedaba el recurso de preguntar en casa de Bullard si no le habían visto o de rogar a cualquiera que la llevase a Tara, si se presentaba algún obstáculo. Pero no quería ver a Bullard. Era domingo y la mitad de los hombres del Condado se hallarían de seguro reunidos. No quería presentarse con esos estrechos vestidos que aún la hacían aparecer más voluminosa de lo que estaba. No quería tampoco oír las condolencias que le dirigirían a causa de la muerte de Gerald. No le interesaba nada despertar su simpatía. Tenía miedo de echarse a llorar escuchando pronunciar el nombre de su padre. Y no quería llorar. Sabía que, si empezaba, sería como aquella horrible noche en que Rhett la había abandonado en mitad de la carretera, mientras caía Atlanta, aquella noche atroz en que había mojado las crines de su caballo con sus lágrimas, sin poder dejar de llorar.
¡No, no lloraría! Sintió de nuevo que su garganta se ahogaba como le ocurría tantas veces desde que se había enterado de la triste noticia. Pero ¿de qué le serviría llorar? Las lágrimas no harían más que avivar su dolor y acabar de debilitarla. ¿Por qué, por qué Will, o Melanie, o sus hermanas, no le habrían escrito que su padre estaba enfermo? Habría cogido el primer tren a Tara, habría acudido a su cabecera, le habría incluso llevado un doctor de Atlanta. ¡Qué partida de imbéciles! Estaba visto que no sabían hacer nada sin ella. Pero ella no podía estar a la vez en mil sitios. ¡Y pensar que se mataba a trabajar para ellos, en Atlanta!
A medida que se prolongaba la espera se fue poniendo nerviosa. ¿Qué hacía Will? ¿Dónde se habría metido? Entonces escuchó a sus espaldas un ruido. Se volvió y vio a Alex Fontaine que cruzaba la vía y se dirigía hacia una carreta, con un saco de harina al hombro.
—Pero, Scarlett, ¿es usted? —exclamó.
En seguida se despojó de su peso y, con la alegría pintada en su rostro curtido y triste, se precipitó, con la mano extendida, hacia la mujer.
—¡Cuánto me alegro de verla! Acabo de encontrar a Will en la fragua. Estaba haciendo herrar al caballo. Como el tren traía retraso, creyó que tendría tiempo. ¿Quiere que vaya a buscarlo?
—Si me hace usted el favor, Alex —dijo Scarlett sonriendo, a pesar de su disgusto. ¡Le era tan grato volver a ver a alguien del Condado!
—Scarlett…, Scarlett… —empezó a decir Alex, sin soltarle la mano—. Siento mucho lo de su padre.
—Gracias —contestó Scarlett, lamentando que le hablara de ello.
—Si eso le sirve de consuelo, Scarlett, sepa que aquí estamos orgullosos de él —continuó Alex, soltándole al fin la mano—. Él…, en fin, él ha muerto como un soldado y por una causa digna de un soldado.
«¿Qué querrá decir con eso? —pensó Scarlett, aturdida—. ¿Lo habrán matado? ¿Se habrá batido, como Tony, contra los scallatvags?» Pero no quiso escuchar más. Si seguía hablando de él, se desharía en llanto y no quería ponerse a llorar antes de encontrarse con Will en medio del campo, lejos de todas las miradas indiscretas. Llorar delante de Will no tenía importancia. Will era como un hermano para ella.
—Alex, no quiero hablar de ello ahora —le dijo Scarlett.
—Ya sabe usted que la aprecio —declaró Alex, cuya ira alteró súbitamente sus facciones—. ¡Si fuera mi hermana…! Bien, Scarlett, ya sabe usted que nunca he hablado mal de una mujer, pero opino que alguien debía dar una buena paliza a Suellen.
«¿Qué le ocurrirá para hablar así? —se preguntó Scarlett—. ¿A qué viene hablar ahora de Suellen?»
—Es triste decirlo, pero por aquí todo el mundo opina como yo. Will es el único que la defiende, y Melanie, naturalmente, porque es una santa. No ve mal en nada y…
—Ya le he dicho que no quiero hablar ahora de esto —le dijo Scarlett secamente, sin que por eso pareciera que Alex se alterase. Al contrario, parecía comprender muy bien su frialdad y así aún resultaba todo más violento. No quería oír hablar mal de su familia y menos a un extraño, y no quería tampoco mostrar que no estaba al corriente. ¿Por qué Will no le había dado todos estos detalles?
Hubiera deseado que Alex no la mirara con tanta insistencia. Se apercibía de que Alex veía que estaba encinta y se notaba molesta. Y sin embargo Alex pensaba en cosas muy diferentes. Encontraba tan cambiada a Scarlett, que se había extrañado de reconocerla. Tal vez debíase a su embarazo. Las mujeres tenían una cara muy rara cuando estaban encinta y, además, debía estar alterada por la muerte del viejo O’Hara. Era su hija preferida. Pero no, el cambio debíase a algo más profundo. Parecía hallarse mejor que la última vez que la había visto. Al menos daba la impresión de tener buen apetito. Ya no tenía aquella expresión de animal acorralado de miedo. Al contrario, su mirada era dura. Ya no ponía aquellos ojos de entonces.
Hasta cuando sonreía, conservaba cierto aire autoritario y decidido. No debía divertirse mucho, no, el viejo Frank. Sí, ella había cambiado. Era sin duda una buena moza, pero su rostro había perdido toda su dulzura y toda su gracia. En fin, ya no tenía aquella manera provocativa de mirar a los hombres.
Bien, ¿y es que no habían cambiado todos, acaso? Alex echó una ojeada a sus toscos vestidos y su rostro volvió a adquirir una expresión amarga. De noche, cuando no podía conciliar el sueño y se ponía a preguntarse cómo haría operar a su madre, cómo daría una educación digna al hijo del pobre Joe, cómo encontraría dinero para comprar otra mula, llegaba a lamentar que la guerra hubiera terminado y no continuase todavía. No sabían los hombres lo felices que eran entonces. Siempre tenían algo que llevarse a la boca, aunque no fuera más que un trozo de pan de maíz. Siempre había alguien a quien dar una orden; no había que calentarse la cabeza para resolver problemas insolubles; no, en el Ejército no había preocupaciones, aparte de la de hacerse matar. Y, además, entonces existía Dimity Munroe. Alex hubiera querido casarse con ella, pero sabía que había demasiados que la perseguían para hacerla su mujer. La quería hacía largó tiempo y ahora el rosa de sus mejillas se ajaba, sus ojos perdían el brillo. ¡Si al menos Tony no hubiera tenido que huir a Texas! Con un hombre más en casa, la cuestión habría cambiado de aspecto. Su hermano tenía un genio de mil diablos, pero era tan simpático… ¡Pensar que estará sin un céntimo por alguna parte del Oeste! Sí, todos habían cambiado. ¿Cómo no habrían de haber cambiado? Alex suspiró fuertemente.
—No le he dado aún las gracias por lo que usted y Frank hicieron por Tony —dijo Alex—. Son ustedes los que le ayudaron a huir, ¿verdad? Es algo magnífico por su parte. He sabido de modo indirecto que se encuentra en Texas sano y salvo. No he querido escribirles para preguntárselo, pero ¿acaso Frank o usted le dejaron dinero? Quiero devolvérselo.
—¡Oh, Alex, no hable usted ahora de ello! Se lo pido por favor.
Por una vez en su vida el dinero no tenía importancia para ella.
—Voy a buscar a Will —dijo él—. Mañana asistiremos todos al entierro.
Volvió a cargarse el saco a la espalda y, en el momento en que iba a echar a andar, una carreta vacilante desembocó de una callejuela lateral y se dirigió chirriando hacia la estación.
—Siento haber llegado tarde, Scarlett —gritó Will desde el asiento.
Después de haber bajado penosamente del coche, Will se acercó cojeando y besó a Scarlett en la mejilla. Will no la había besado nunca y siempre la había llamado señorita Scarlett; pero, a pesar de su sorpresa, este gesto la conmovió y le causó una gran alegría. Él la ayudó a poner un pie en la rueda y a subir al carruaje y Scarlett vio que era el mismo carricoche destartalado que le había permitido huir de Atlanta. ¿Cómo podía rodar todavía? Will debía de haberlo cuidado con el mayor esmero. Al recuerdo de aquella noche trágica, sintió un ligero mareo. «No me importa —se dijo—; aunque tenga que ir descalza, aunque tía Pitty no vea un cuarto, me las arreglaré para comprar un carruaje nuevo y para que quemen éste.»
Al principio Will nada dijo y Scarlett se lo agradeció. Él tiró su viejo sombrero de paja al fondo del coche, chasqueó la lengua y el caballo se puso en marcha. Will seguía siendo el mismo, chupado y flaco, la mirada dulce, con el aire apacible y resignado de un animal de labor.
Dejaron el pueblo tras ellos y se adentraron en la carretera rojiza que conducía a Tara. En el horizonte quedaba un leve tinte rosáceo, y espesas nubes negras, desgreñadas como plumas, conservaban aún reflejos dorados y verde pálido. La calma def crepúsculo campesino se extendía sobre ellos, sedante como una oración. ¿Cómo había podido ella permanecer tanto tiempo, pensó Scarlett, privada del fresco aroma de los campos, del espectáculo de la tierra trabajada y de la dulzura de las noches de estío? ¡Olía tan bien la tierra roja y húmeda, era una amiga tan fiel, que hubiera querido bajarse para coger un puñado! A ambos lados de la carretera, los setos de madreselva exhalaban un perfume penetrante, como siempre que había llovido, el perfume más dulce del mundo. Sobre sus cabezas, las rápidas golondrinas aleteaban dando vueltas y, de vez en cuando, un conejo asustado cruzaba la carretera, moviendo su rabito blanco como una borla de polvera.
Mientras atravesaban los campos arados donde se alineaban vigorosos arbustos, Scarlett constató con alegría que el algodón crecía bien. ¡Qué hermoso todo aquello! Los vaporosos jirones de bruma sobre los pantanos, de tierra roja, el algodón y los sombríos pinos al fondo, como una muralla. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo en Atlanta?
—Scarlett, antes de hablarle del señor O’Hara…, y tengo intención de contárselo todo antes de llegar a casa…, querría saber su opinión sobre un punto. Tengo la impresión de que ahora es usted el cabeza de familia.
—¿De qué se trata, Will?
Durante un instante, él fijó en ella su mirada dulce y serena.
—Querría saber si a usted le disgustaría que me casara con Susele.
Scarlett quedó tan sorprendida que tuvo que agarrarse al asiento para no caer de espaldas. ¡Will casarse con Suellen! Desde que ella le había arrebatado a Frank, se había imaginado que ya nadie querría nunca a su hermana.
—¡Por Dios, Will!
—¿La disgusta?
—Disgustarme, no; pero ya ve, Will, que me ha cortado la respiración. ¡Casarse usted con Suellen! Si yo creía que usted estaba enamorado de Carreen…
Will agitó las riendas sin apartar los ojos del caballo. Scarlett le veía de perfil. Su rostro permaneció impasible, pero ella tuvo la impresión de que había exhalado un ligero suspiro. —Sí, tal vez —confesó Will.
—¿Y qué?, ¿no le quiere ella?
—No se lo he preguntado nunca.
—Pero Will, ¿está usted loco? Pregúnteselo en seguida. Carreen vale bastante más que Suellen.
—Scarlett, usted no sabe nada de lo que ha ocurrido en Tara. No nos ha prestado mucha atención estos últimos meses.
—Conque no, ¿eh? —se chanceó Scarlett, montando en cólera—. ¿Qué cree usted que hacía entonces en Atlanta? ¿Creía usted que andaba en coche y que estaba de baile todas las tardes? ¿No les he enviado dinero todos los meses? ¿No soy yo quien ha pagado los impuestos, quien ha hecho reparar el techo, quien ha comprado el arado nuevo y las muías? ¿No he…?
—Vamos, no se amosque usted —interrumpió Will sin turbarse—. Si ha habido alguien que supiera lo que hacía usted, soy yo. Ya sé que ha hecho usted el trabajo de dos hombres.
—Entonces ¿por qué me dice usted eso? —le preguntó Scarlett un poco calmada.
—Bien, no le niego que nos haya pagado las cosas y que hayamos vivido gracias a usted. Lo que le digo es que no parecía usted muy ocupada por averiguar nuestros pensamientos. No se lo censuro, Scarlett. Usted es así. No se ha preocupado nunca de lo que pasaba por el caletre de los demás. Lo que trato de explicarle es por qué no le he preguntado nunca a Carreen si me quería, porque no hubiera servido de nada. Ha sido como una hermana para mí, y apuesto a que a nadie le habrá contado las cosas que me ha contado a mí. Pero no se ha repuesto aún de la muerte de ese muchacho y no se repondrá jamás. Creo que ya puedo decírselo: Carreen se dispone a ingresar en un convento, en Charleston.
—¿Se burla usted de mí?
—Ya sabía el efecto que Je causaría, pero lo que quisiera pedirle es que no discutiera con ella, que no la riñese, y sobre todo que no se burlase. Déjela usted. Es su único deseo. Tiene el corazón destrozado.
—Yo conozco a cien mil que tienen el corazón destrozado y no se les ha ocurrido meterse en un convento por ello. Míreme a mí. Y he perdido mi marido.
—De acuerdo, pero a usted no se le ha destrozado el corazón —declaró Will plácidamente. Y cogiendo una brizna de hierba del suelo del carruaje se la puso en la boca y comenzó a mordisquearla.
Esta observación sobrecogió a Scarlett. Como siempre que oía emitir una verdad, por desagradable que le resultase, una especie de honradez interior y profunda la obligaba a reconocerla como tal. Calló un instante, para tratar de figurarse a Carreen de monja.
—Prométame que no irá a contrariarla en su deseo. —Bien, se lo prometo —dijo Scarlett, mirando a Will en seguida con cierta extrafieza. Will había amado a Carreen, y todavía ahora la quería bastante para aceptar el separarse de ella y favorecer su proyecto. Y se quería casar con Suellen. ¿Tenía esto pies ni cabeza? —¿Qué significa todo esto, Will? ¡Si usted no ha querido a Suellen nunca!
—Sí, la quiero en cierto sentido —dijo él, quitándose la hierba de la boca y examinándola como si ofreciera un extraordinario interés—. Suellen no es tan mala como usted se imagina. Scarlett. Creo que nos entenderemos muy bien los dos. Lo que necesita Suellen es un marido e hijos. Al fin y al cabo, eso es lo que todas las mujeres necesitan.
Will y Scarlett callaron de nuevo, mientras el carricoche proseguía su marcha por la carretera llena de baches. Scarlett pensaba. Debía de ocurrir algo más profundo y más importante para que un muchacho tranquilo y reservado como Will quisiera casarse con una mujer impertinente como Suellen, que no hacía más que quejarse de todo.
—No me ha dicho usted el verdadero motivo, Will. Soy el cabeza de familia y tengo derecho a saberlo.
—Es verdad —respondió Will—. Me parece que, por otra parte, lo entiende usted de sobra. No puedo marcharme de Tara. Es mi hogar, Scarlett, el único hogar que he tenido, y le tengo tanto apego, que amo cada piedra. He trabajado allí como si fuera mío. Y cuando una cosa cuesta algo, uno acaba por amarla. Usted sabe lo que quiero decir, ¿no?
Sí lo sabía. Sintió una súbita ternura por aquel hombre que amaba tanto lo que ella también amaba más en el mundo.
—Mire el cálculo que me he hecho —continuó él—: su papá ya no existe y Carreen estará en el convento. Ya no quedaremos más que Suellen y yo, y, naturalmente, yo no puedo quedarme en Tara, si no me caso con Suellen. Ya sabe usted cómo murmura la gente…
—Pero…, pero, Will, quedan aún Melanie y Ashley.
Al nombre de Ashley, Will se volvió hacia ella y la miró con sus ojos claros e insondables. Igual que en otro tiempo, adivinó Scarlett que Will sabía de sobra a qué atenerse acerca de ella y de Ashley. Tenía la intuición de que lo sabía todo, sin aprobarlo ni censurarlo.
—Van a marcharse muy pronto.
—¿Marcharse? ¿Adonde? Tara es su hogar tanto como el nuestro.
—No, no se sienten en su hogar en Tara. Esto es lo que mata a Ashley. No se siente en su propia casa y tiene la impresión de no ser lo suficientemente útil para justificar su parte de manutención y la de su familia. No sabe nada del campo y se da cuenta. No es que no lo tome con gana, pero no ha nacido para granjero. Usted lo sabe mejor que yo. Cuando se pone a cortar madera, siempre parece que va a darse un hachazo en un pie. No sabe conducir el arado mejor que Beau; se llenaría un libro con todo lo que ignora de los trabajos del campo. No es culpa suya. No ha sido educado para eso. Y, caray, le preocupa ser un hombre y vivir en Tara a expensas de una mujer, sin darle gran cosa en compensación.
—¡A expensas de una mujer! ¿Ha dicho alguna vez…?
—No, no ha dicho una palabra; pero ya conoce usted a Ashley. No tengo para qué explicárselo. Mire usted: ayer mismo, mientras velábamos a su padre, le dije que había pedido a Suellen que fuera mi mujer y que me había dicho que sí. Entonces Ashley me aseguró que le aliviaba saber esto, porque estaba en ascuas pensando en tener que quedarse en Tara. Claro: sabía que la señora Melanie y él se hubieran visto obligados a quedarse, ahora que el señor O’Hara había muerto, nada más que para evitar que la gente murmurase de Suellen y de mí. Entonces me dijo que se proponía marcharse de Tara y buscar trabajo.
—¿Trabajo? ¿Qué clase de trabajo? ¿Y adonde?
—No sé lo que hará, pero me ha contado que se dirigiría al Norte. Tiene un amigo yanqui en Nueva York y le ha hablado de darle un empleo en un Banco.
—¡No, no! —exclamó Scarlett, con voz que salió del fondo de su corazón. Al oírla, Will le dirigió la misma mirada plácida que antes.
—Tal vez valga más que vaya a instalarse en el Norte.
—No, no, no opino lo mismo.
Comenzó a cavilar febrilmente. ¡Ashley no podía marchar al Norte! Se exponía a no verle más. Aunque no le hubiera visto hacía meses", aunque no le hubiera dirigido la palabra desde la escena fatal del jardín, no había pasado día que no pensara en él, que no se hubiera alegrado de haberlo acogido bajo su techo. No había enviado un solo dólar a Wili sin sentirse feliz pensando que con esto contribuía a hacer más fácil la vida de Ashley. Desde luego, él no estaba dotado para los trabajos de la granja. «Ashley ha nacido para otras cosas», se dijo Scarlett con orgullo.
Había nacido para mandar, para vivir en una gran mansión, para tener buenos caballos, para leer poemas y decir a los negros lo que tenían que hacer. Que no tuviera casas, caballos, negros, ni libros, no tenía nada que ver. Ashley no estaba hecho para manejar un arado o partir leña. Así que no era extraño que quisiera abandonar Tara.
Pero ella no podía dejar que se marchara de Georgia. Si era menester, no desalía, vivir a Frank hasta que le hubiera encontrado un empleo en su almacén, aunque tuviera que echar a alguien. Pero no, tampoco había nacido Ashley para ser una hortera. ¡Un Wilkes en una tienda! ¡Eso nunca! Había, con todo, que buscar una solución. Ya estaba: la serrería; ¡eso era! Aquella idea le produjo tal alivio que sonrió. Pero ¿aceptaría él una proposición suya? ¿No lo consideraría una limosna? Ya se las compondría para hacerle ver que, al contrario, le prestaba un gran servicio aceptando. Despediría al señor Johnson. Ashley ocuparía su puesto y Hugh dirigiría la nueva serrería. Explicaría a Ashley que la mala salud de Frank y sus ocupaciones en eí almacén le impedían ayudarla e invocaría su estado como una razón más para que la sacara de apuros.
Le haría comprender que en aquel crítico momento no podía prescindir de su apoyo. Y luego, si aceptaba, le haría partícipe a medias en los beneficios de la industria, le daría lo que quisiera con tal de conservarlo a su lado; lo que fuera, para ver aquella radiante sonrisa que le iluminaba el rostro, para poder sorprender en su mirada aquel brillo que le demostraría que seguía amándola. Pero tomó la resolución de no instigarle más a que le declarase su amor, de no volver a inspirarle más el deseo de prescindir de aquel estúpido honor que ponía por encima de la pasión. Había que encontrar a toda costa el medio de participarle, con tacto, sus nuevas decisiones. De otro modo era capaz de no aceptar el ofrecimiento, por miedo a que se reprodujera una escena análoga a la última.
—Puedo encontrarle un empleo en Atlanta —dijo en alta voz.
—Eso es cosa de ustedes dos —contestó Will, volviendo a mordisquear la pajita—. ¡Arre, «Sherman»! Ahora, Scarlett, tengo algo que pedirle, antes de hablarle de su padre. No querría que cayera usted sobre Suellen. Lo hecho, hecho está, y por mucho que haga ella no va a resucitar por eso el señor O’Hara. Además, la pobre ha creído de buena fe que ha obrado del mejor modo.
—Yo era quien quería pedirle aclaraciones, Will. ¿Qué ha ocurrido con Suellen? Alex es tan enigmático… Me ha dicho que Suellen se merecía una paliza. ¿Qué es lo que ha hecho?
—Sí, ya sé cómo se han puesto contra ella. Toda la gente que he visto en Jonesboro ha jurado no volver a saludarla; pero ya se les pasará el enfado. Ahora, prométame no irritarse. No quiero que disputemos esta tarde, con el señor todavía en su lecho de muerte.
«¡Conque no quiere disputas! —pensó Scarlett, indignada—. Habla ya como si Tara fuese suya.»
Entonces pensó en Gerald, tendido sobre su lecho de muerte, en el salón, y estalló en sollozos. Will le pasó el brazo por la cintura, la atrajo hacia él y no dijo nada.
Mientras el coche avanzaba lentamente en la sombra que se adensaba, Scarlett, reclinada sobre el hombro de Will y con el sombrero echado sobre la cara, olvidaba al Gerald de los dos últimos años, al anciano fatigado, mirando siempre a la puerta, con la esperanza de ver entrar por ella a una mujer que nunca más habría de reaparecer. Se acordaba del hombre enérgico, lleno aún de vitalidad no obstante su avanzada edad, con su canosa y ondulada cabellera, su aire animoso y comunicativo, sus botas sonoras, su carácter bromista y su generosidad. Recordaba cuánto admiraba a su padre cuando, siendo niña la subía con él a caballo, la cogía en sus brazos o le daba unos azotes si había sido mala y se ponía a gritar tan fuerte como ella, hasta que la perdonaba y hacían las paces. Le parecía verlo, llegando de Charleston y de Atlanta, cargado siempre con los más absurdos regalos. Sonriendo, a través de sus lágrimas, lo veía también, de regreso de la fiesta de Jonesboro, a altas horas de la noche, bastante alegre, saltando el cercado y cantando con voz cascada «El color verde». Y al día siguiente lo humilde que se mostraba ante Ellen. Bien, ya estaba él a su lado.
—¿Por qué no me escribió que se encontraba enfermo? Habría venido en cuanto…
—No ha estado enfermo un solo instante. Ande, tome mi pañuelo. Voy a contárselo todo.
Aceptó su pañuelo, pues no llevaba ninguno, y se apoyó en el brazo de Will. ¡Qué amable era aquel hombre!
—Mire, Scarlett: con el dinero que usted nos ha ido enviando, Ashley y yo hemos pagado los impuestos y comprado una mula, simientes, un sinfín de rasillas, pollos y algunos cerdos. La señorita Melanie hace maravillas con las gallinas. Es una mujer asombrosa; ya la conoce. Bueno, después de haber comprado todo lo necesario, no quedó mucho para cosas superfluas, pero nadie se quejó, excepto Suellen. La señorita Melanie y la señorita Carreen no van a ninguna parte y se pasan el día trabajando en casa, pero ya conoce usted a Suellen: no sabe lo que son privaciones. Para ella era un suplicio tener que ir con vestidos viejos cuantas veces la Eevaba en coche a Jonesboro o a Fayetteville y más con lo chismosas que son las mujeres de los carpetbaggers y con lo que se acicalan. ¡Hay que ver cómo visten las esposas de esos malditos yanquis que están al frente de la Oficina de Liberados! Las señoras del Condado llevan adrede sus peores vestidos cuando van a la ciudad, para demostrar que se les da un comino de ello y que hasta están orgullosas de sus harapos. Pero no así Suellen. Y, además, hubiera querido tener un caballo y un coche. Nos repetía sin cesar que tenía usted uno.
—No es un coche, sino un carromato destartalado —declaró Scarlett, indignada.
—Esto no tiene importancia, pero prefiero prevenirla. Suellen no le ha perdonado nunca que se haya casado con Frank. Y no soy yo quien se lo censuro: fue una mala pasada hacer eso a una hermana.
Scarlett se incorporó furiosa como una serpiente. —¿Una mala pasada? Le ruego que sea más cortés, Will. ¿De modo que es culpa mía que Frank me haya preferido a Suellen?
—Usted no es tonta, Scarlett, y sospecho que debió ayudarle a hacer su elección. Sabe usted estar a la altura de las circunstancias, cuando se lo propone. No me irá usted a negar que Frank era el novio de Suellen. Mire, una semana antes de marchar usted a Atlanta, recibió una carta suya, cariñosísima. Le decía que se casarían en cuanto hubiera ahorrado algo. Lo sé porque me enseñó la carta.
Scarlett guardó silencio. Sabía que Will decía la verdad y no encontraba contestación. Nunca pudo imaginarse que iba a llegar un día en que Will la juzgaría. Además, la mentira que le había contado a Frank no le ocasionó nunca remordimientos. Si una muchacha no sabía conservar su novio y lo perdía, era que no merecía conservarlo.
—Vamos, Will, no sea tan mal pensado —protestó—. ¿Piensa usted que si Suellen se hubiera casado con él habría mandado un céntimo a Tara?
—Ya le he dicho que sabe usted estar, cuando quiere, a la altura de las circunstancias —dijo Will, volviéndose hacia ella y esbozando una sonrisa—. Ya sé que no hubiéramos visto un céntimo de Frank. Pero esto no quita para que una mala pasada sea una mala pasada. Suellen está hecha una furia desde entonces. No creo que quisiera mucho a Frank, pero eso la ha herido en lo vivo y se pasa el tiempo diciéndonos que usted lleva hermosos vestidos, que tiene coche y que vive en Atlanta, mientras ella está aquí, encerrada en Tara. ¡Con lo que le gusta ir de visitas y relacionarse! Ya lo sabe usted. ¡Y con lo que le gusta vestir bien! No es que se lo reproche; las mujeres son así. Hace cosa de un mes la llevé a Jonesboro. Como yo tenía que hacer, la dejé allí y durante ese rato se dedicó a hacer mil visitas. Al regreso, vino callada como una muerta, pero estaba tan excitada que me asustó. Pensé que habría averiguado que alguien iba a tener un…, que debía, en fin, haberse enterado de algún chisme interesante, y no le hice mucho caso. Durante la semana permaneció así, sin abrir el pico para nada. Luego fue a ver a la señora Cathleen Calvert. No podría usted contener las lágrimas, Scarlett, si viera a la señora Cathleen. Hubiera sido preferible para la pobre morirse, antes que haberse casado con Hilton, ese cochino yanqui. ¿Sabía usted que hipotecó la plantación? Se lo ha comido todo y ahora tendrán que marcharse.
—No, no lo sabía, ni me importa. Lo que quiero saber son detalles de la muerte de papá.
—Todo llegará —contestó Will con calma—. Cuando Suellen volvió de casa de la señora Calvert nos aseguró a todos que estábamos equivocados respecto a Hilton, al señor Hilton, como dijo ella. Desde entonces, ha salido mucho con su padre a dar largos paseos por la tarde, y muchas veces, al volver del campo, los he visto a los dos, sentados sobre un pequeño muro que rodea al cementerio. Suellen hablaba siempre con gran animación y gesticulaba mucho. El pobre señor parecía muy preocupado y movía la cabeza sin cesar. Ya sabe usted cómo era. Pues bien, en los últimos tiempos daba cada vez más la impresión de encontrarse en la luna; hubiérase dicho que no sabía dónde estaba y que ni nos reconocía. Una vez vi a Suellen señalarle la tumba de su madre, Scarlett, y él se echó a llorar. Aquel día cuando entró en casa estaba muy excitada y parecía radiante. La llevé aparte y le eché un sermón: «Señorita Suellen, le dije, ¿por qué diablos atormenta usted así a su padre y le habla de su madre? Ya que no suele acordarse de que ella ha muerto, ¿para qué viene usted a poner el dedo en la llaga?». Entonces echó hacia atrás la cabeza y me contestó: «No se meta en donde no le llaman. Uno de estos días será usted el primero en alegrarse de lo que voy a hacer». La señora Melanie me ha dicho ayer tarde que Suellen la había puesto al corriente de sus proyectos, pero que no creía que hablase en serio. Me ha dicho que no nos ha contado nada, porque esa idea la trastornaba.
—¿Qué idea? ¿Quiere usted acabar? Ya estamos a mitad de camino de casa y deseo saber a qué atenerme sobre la muerte de papá.
—Es que quiero explicárselo todo bien —agregó Will—. Mire, estamos tan cerca de Tara que tengo miedo de no haber acabado antes de llegar. Prefiero que paremos.
Y tiró de las riendas. El caballo se detuvo y resopló. Will colocó el coche junto a un seto que marcaba la finca de los Mac Intosh. Scarlett echó un vistazo a los árboles umbríos y divisó las altas chimeneas que, semejantes a fantasmas, dominaban las silenciosas ramas. Lamentó que a Will no se le hubiera ocurrido escoger otro lugar para pararse.
—Pues la idea de Suellen era ésta: se le había metido en la cabeza que los yanquis pagarían el algodón que habían quemado, las bestias que robaron y las granjas que destruyeron.
—¿Los yanquis?
—¿No ha oído usted hablar de eso? El Gobierno yanqui ha indemnizado a todos los propietarios sudistas que han mostrado simpatía por la Unión.
—Bueno, ya lo sé, pero ¿qué nos importa esto?
—Según Suellen, mucho. Ese día la llevé a Jonesboro; allí se encontró a la señora Mac Intosh y, mientras charlaban, Suellen no apartó la vista del lujoso vestido de la señora Mac Intosh. Naturalmente, le preguntó detalles y la otra le contó, dándose gran importancia, que su marido había formulado una queja ante el Gobierno federal, por destrucción de la finca de un leal partidario de la Unión que jamás había prestado ayuda, bajo ninguna forma, a los confederados. —Nunca han prestado ayuda a nadie —comentó Scarlett—. ¡Bah, gente medio irlandesa y medio escocesa!
—Tal vez sea cierto; no los conozco. En todo caso, el Gobierno les ha entregado no sé cuántos miles de dólares. Una suma muy redondita, créame. Esto ha impresionado a Suellen. Durante toda la semana ha estado dándole vueltas a la idea, sin comunicárnosla, pues sabía que nos burlaríamos de ella. Pero, como no podía dejar de chismorrear con alguien, ha ido a ver a la señora Cathleen, y este mal bicho de Hilton le ha metido una sarta de necedades en la mollera. Le ha hecho observar que su papá no había nacido en el país, no combatió en la guerra, que ningún hijo suyo habíase enrolado en las tropas ni ejercido ningún cargo público con la Confederación. Le ha dicho que él podría muy bien garantizar las simpatías del señor por la Unión. En una palabra, le ha calentado los cascos y desde que ha vuelto a casa ha empezado a sermonear al señor. Scarlett, me cortaría la cabeza, pero estoy seguro de que la mitad del tiempo su padre no sabía ni de lo que le hablaba. Con esto contaba ella. Esperaba que le haría prestar el maldito juramento sin que se diera cuenta.
—¡Prestar papá el juramento! —exclamó Scarlett.
—Ya sabe que tenía la cabeza muy débil de algún tiempo a esta parte. Sí, ella pensaba sin duda aprovecharse de eso, pero estábamos muy lejos de imaginárnoslo. Sabíamos que algo tramaba, pero no lo sospechábamos. No podíamos imaginar que hacía llamamientos a la memoria de su madre para censurarle que dejase a sus hijos en la pobreza cuando podía sacar ciento cincuenta mil dólares a los yanquis.
—¡Ciento cincuenta mil dólares! —exclamó Scarlett, sintiendo que se atenuaba su repulsión por el juramento.
¡Era una suma respetable! Y para tener posibilidades de lograrla bastaba con prestar un juramento de adhesión a los gobernantes de los Estados Unidos y poner su nombre al pie de una simple fórmula, declarando que el firmante no había ayudado ni sostenido nunca a los enemigos de la Unión. ¡Tanto dinero, por una mentira tan tonta! En verdad, ya no podía, a pesar de todo, censurar a Suellen. ¡Gran Dios! ¿Por qué hablaba entonces Alex de imponerle un correctivo? ¿Por qué todas las personas del Condado se oponían? ¿Estaban locos? ¡Qué no podría ella hacer con tanto dinero! ¡Qué no podría hacer la gente del Condado! ¡Bah! ¿Qué representaba una mentira más o menos? Después de todo, lo único que había de hacer era sacar a los yanquis dinero contante y sonante, sin reparar en los medios.
—Ayer, hacia mediodía, mientras Ashley y yo estábamos partiendo leña, Suellen hizo subir a su papá a este coche y se fueron a la ciudad, sin decir nada a nadie. La señora Melanie sospechaba vagamente alguna cosa, pero esperaba que Suellen no llevaría las cosas a ese extremo y no quiso alarmarnos. Hoy me he enterado por fin de todo lo ocurrido. Hilton, ese sinvergüenza, está en buenas relaciones con los scallawags y los republicanos, y Suellen había convenido en ceder a éstos una parte de lo que cobrara, a condición de que accediesen a certificar que el señor Ó’Hara había sido siempre, en el fondo, un leal partidario de la Unión, que era irlandés de nacimiento, que no había tomado parte en la guerra y qué sé yo qué cosas más… En suma, su papá no tenía más que firmar y su expediente sería enviado, en seguida, a Washington. Cuando llego, le leyeron la fórmula del juramento a toda prisa. Él no dijo palabra y todo fue como la seda hasta que le indicaron que firmara. En ese momento el viejo pareció reaccionar y movió la cabeza negativamente. No creo que supiera exactamente de lo que se trataba, pero se daba perfecta cuenta de que era algo que no le gustaba. Ya sabe usted que Suellen no ha sabido nunca tratar a su padre. Naturalmente, después de todo el trabajo que se había tomado, casi le dio un ataque de nervios. Cogió a su padre por el brazo y salió del despacho. Volvieron a subir al coche y Suellen le contó que su madre le gritaba desde el fondo de la tumba que no dejara sufrir a sus hijos tontamente. Me han dicho que su papá permanecía hundido en su asiento y que lloraba como un niño. Todo el mundo los vio y Alex Fontaine se acercó a preguntar qué les pasaba; pero Suellen le contestó que no se metiera en donde no le llamaban y Alex se alejó echando pestes.
»No sé cómo se le ha ocurrido esto, pero lo cierto es que, en el curso de la tarde, ella adquirió una botella de coñac y le hizo beber. Ya sabe usted, Scarlett, que nosotros no bebemos alcohol en Tara desde hace un año, salvo el escaso vino de moras que hace Ashley, así que el señor O’Hara no estaba ya acostumbrado. Una vez borracho, y después de dos horas de discusión con Suellen, acabó por decir que firmaría todo lo que quisiera. Los yanquis volvieron a presentar el juramento a la firma y, en el momento en que iba a poner la pluma en el papel, Suellen metió la pata. Dijo: “Y ahora supongo que los Slattery y los Mac Intosh no se darán tanta importancia ante nosotros”. Como sabrá usted, Scarlett, los Slattery habían pedido una crecida suma por mediación del marido de Emilia Slattery, y ahora lo habían conseguido todo. Me han contado que, al oír eso, su papá se irguió y mirando a Suellen de un modo terrible le dijo: “¿Es que los Slattery y los Mac Intosh han firmado una cosa como ésta?”. Suellen se quedó petrificada y, en su azoramiento, no dijo ni que sí ni que no. Entonces, su padre gritó con fuerza: “¡Contesta! ¿Es que ese sinvergüenza y ese descamisado han firmado también?”. Hilton, queriendo arreglar la cosa, le contestó: “Sí, señor O’Hara, han firmado, percibiendo por ello una cantidad fabulosa, como la percibirá usted”.
»Entonces, el señor lanzó un terrible grito de cólera; Alex Fontaine, que estaba dentro del café, en la calle, afirma haberle oído decir, con un acento irlandés más fuerte que nunca: “¿Creéis acaso que un O’Hara, de Tara, puede comer en el mismo pesebre que ese desvergonzado y ese pelagatos?”. Y rompiendo en dos pedazos la hoja se la arrojó a Suellen: “¡No eres hija mía!”, aulló y salió del despacho antes de que hubiesen tenido tiempo de decirle nada.
»Alex me ha contado que le vio salir a la calle. Iba como un loco. Me ha dicho que era la primera vez, desde la muerte de su madre, que el señor había recobrado su aspecto y volvía a ser el mismo. Parece ser que iba haciendo eses y lanzando insultos en voz alta. Alex asegura que en su vida ha oído una serie igual de juramentos. El caballo de Alex estaba allí y su padre se subió a él sin más ni más y al instante partió al galope tendido entre una nube de polvo rojo, tan densa que asfixiaba. A la caída de la tarde, Ashley y yo nos sentamos en los peldaños de la escalera para mirar la carretera. Le aseguro que estábamos realmente inquietos. La señora Melanie permanecía tumbada en su cama sollozando, pero no quiso decirnos nada. De repente, oímos el galope de un caballo y alguien que cantaba a grito pelado. Ashley me dijo: “Es curioso, me recuerda al señor O’Hara cuando venía a vernos antes de la guerra”.
»Y entonces lo divisamos al otro extremo del prado. Había debido de saltar la barrera. Subía la cuesta a una velocidad infernal y seguía cantando, como un hombre libre de preocupaciones. ¡Qué voz tan extraña tenía! Cantaba: “Pegg se marcha en su carrito”. Golpeaba al caballo con el sombrero y el caballo galopaba como un loco. Cuando llegó a lo alto de la pendiente, ni siquiera frenó. Comprendimos que iba a saltar la barrera que está junto a la casa. Nos levantamos de un salto. Estábamos muertos de miedo. Entonces, su padre exclamó con todas sus fuerzas: "¡Mira, Ellen, mira cómo salto! . Pero, por desgracia, el caballo hizo una espantada. Se detuvo en seco y su papá salió despedido por encima de la cabeza. No ha debido sufrir nada. Estaba ya muerto cuando acudimos a levantarlo. Creo que debió romperse la cabeza.»
Will esperó un minuto a que Scarlett hablara; pero como seguía callada, volvió a coger las riendas. «¡Arre, “Sherman”!», dijo. Y el caballo emprendió de nuevo la marcha hacia la casa.