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Scarlett asistía a todo esto, lo vivía, siempre pensando con terror en el día siguiente. Sabía que ella y su marido figuraban en las listas negras de los yanquis a causa de Tony y que corrían el peligro de que el desastre se abatiera sobre sus cabezas de un momento a otro. Y, sin embargo, ahora menos que nunca podía dejar que la despojasen del fruto de sus esfuerzos. Esperaba un hijo, la serrería comenzaba precisamente a dar rendimiento, aún tenía que preocuparse del mantenimiento de Tara hasta el otoño, hasta la próxima cosecha del algodón. ¿Y si lo perdía todo? ¿Si tenía que volver a empezar con las pobres armas de que disponía para defenderse contra un mundo que se había vuelto loco? ¿Si había que entablar nuevo combate contra los yanquis y contra todo lo que representaban, poniendo en juego sus ojos verdes, sus labios rojos, toda la energía de su cerebro? Devorada por la angustia, creía preferible matarse antes que pasar otra vez por lo que había pasado.

En medio de las ruinas y del caos reinante en aquella primavera de 1866, Scarlett consagró toda su energía a aumentar el rendimiento de la serrería. Había dinero en Atlanta. La ola de reconstrucción le proporcionaba la ocasión con que tanto había soñado y sabía que podría ganar dinero, si no la metían en la cárcel. Para conservar su libertad no tenía más remedio que poner punto en boca, doblar el espinazo bajo los insultos, soportar las injusticias y evitar disgustar a cualquiera, blanco o negro, que pudiera perjudicarla. Por mucho que detestara a los libertos, por más que sintiera un escalofrío de cólera cada vez que, al cruzarse con alguno de esos negros insolentes, le oía bromear o reír, nunca le dirigiría una mirada despreciativa. Por más que odiara a los carpetbaggers y a los scallawags, que tan rápidamente hacían fortuna, mientras le costaba tanto a ella, jamás dejaría escapar la menor observación descortés sobre ellos. Nadie en Atlanta sentía más repulsión que ella por los yanquis, ya que la sola vista de un uniforme azul la enloquecía de rabia, pero hasta en la intimidad se guardaba bien de hablar nada sobre ellos.

«Yo no seré tan tonta como los otros —se decía con aire sombrío—. Que los demás pierdan el tiempo lamentándose sobre el buen tiempo pasado y sobre los hombres que ya no han de volver. Que los demás despotriquen a sus anchas contra el dominio de los yanquis, que lloren porque se les aleja de las urnas, que vayan a la cárcel por haber hablado a tontas y a locas, que se ks ahorque por formar parte del Ku Klux Klan (este nombre inspiraba casi tanto terror a Scarlett como a los negros), que las demás mujeres estén orgullosas de ver a sus maridos inscritos en sus filas (gracias a Dios, Frank no se ha mezclado nunca en estas historias); sí, que los demás se acaloren, fulminen y tramen conspiraciones a su gusto… No por ello se puede cambiar el estado de cosas y, además, ¿para qué sirve todo este apego al pasado, cuando el presente es tan angustiador y el porvenir tan incierto? ¿A qué vienen esos cuentos del voto, cuando lo primero es conseguir el pan, y tener un techo, y no ir a la cárcel? ¡Oh, Dios mío, que no me ocurra ninguna complicación de aquí a junio!»

¡Sólo hasta junio! Scarlett sabía que entonces tendría que encerrarse en casa de tía Pittypat hasta el nacimiento de su hijo. Se le reprochaba ya que se presentara en público en el estado en que se encontraba. Ninguna mujer distinguida salía cuando estaba embarazada. Frank y Pittypat le suplicaban que les ahorrara esta nueva vergüenza y ella les había prometido que dejaría de trabajar en junio.

¡Sólo hasta junio! En junio, la serrería iría ya lo bastante bien para no requerir su presencia. En junio, ya tendría el dinero suficiente para contemplar los acontecimientos con más confianza. Pero ¡tenía todavía tantas cosas que hacer y disponía de tan poco tiempo! Hubiera querido que los días fueran más largos y se pasaba contando febrilmente los minutos. Hacía falta a toda costa ganar dinero, aún más dinero.

A fuerza de acosar a Frank había acabado por hacerle salir un poco de su timidez. Había obtenido el pago de algunas facturas y el almacén producía algo más. Sin embargo, Scarlett contaba con la serrería fundamentalmente. En aquel tiempo Atlanta era como un árbol gigante al que se hubiera cortado el tronco a ras del suelo, pero que hubiera vuelto a crecer con más vigor. Los contratistas de obras no daban abasto a su clientela. Los precios de la madera, del ladrillo y de la piedra de sillería subían y la serrería funcionaba de la mañana a la tarde sin descanso.

Scarlett pasaba en la serrería parte de la jornada. Lo vigilaba todo y, persuadida de que la robaban, se esforzaba en poner coto a este estado de cosas. Pero de todos modos pasaba la mayor parte del tiempo en la ciudad visitando a los contratistas y a los carpinteros. A cada uno le dirigía una palabra amable y no se despedía de ellos hasta haber obtenido un encargo o la promesa de comprarle a ella la madera.

No tardó en hacerse una figura célebre en las calles de Atlanta. Arropada en su capa, con sus delicadas manos enguantadas cruzadas sobre las rodillas, pasaba en su carruaje, al lado del viejo Peter, muy digno y muy poco a gusto con su papel. Tía Pittypat había confeccionado a su sobrina una linda manteleta verde, para disimular su embarazo, y un sombrero del mismo color, para recordar el de sus ojos. Este atuendo le sentaba a las mil maravillas y se lo ponía siempre que iba a ver a sus clientes. Con una ligera capa de rojo en las mejillas y un sutil perfume de agua de colonia a su alrededor, ofrecía ella una imagen deliciosa mientras no se veía obligada a descender del coche pie a tierra. La mayor parte de las veces le bastaba con una sonrisa o un pequeño gesto amistoso para que los hombres se acercaran a su coche y a veces se veía incluso a algunos que permanecían bajo la lluvia discutiendo con ella de negocios.

No era ella la única que había entrevisto la posibilidad de ganar dinero con los materiales de construcción, pero no temía a sus contrincantes. Se daba cuenta, con legítimo orgullo, que valía más que cualquiera de ellos. Era digna hija de Gerald y las circunstancias no hacían más que agudizar el sentido comercial que había heredado de su padre.

Al principio, los otros comerciantes en madera se habían reído de buena gana pensando que una mujer pudiera meterse en negocios, pero ahora ya no les hacía tanta gracia. Cada vez que veían a Scarlett renegaban entre dientes. El hecho de que fuera una mujer era frecuentemente un tanto a su favor, y, además, ella sabía aparentar que se encontraba desamparada, ponía tal aire implorante, que todos le tenían algo de lástima. Acertaba sin la menor dificultad a engañar a las personas sobre su verdadero carácter. Se la tomaba sin esfuerzo por una mujer valerosa, pero tímida, obligada por las circunstancias a ejercer un desagradable oficio, por una pobre mujer indefensa, que se moriría probablemente de hambre si sus clientes no le comprasen la madera. Sin embargo, cuando el género mujer de mundo no daba los resultados previstos, se convertía rápidamente en mujer de negocios y no dudaba en vender hasta perdiendo, con tal de procurarse un nuevo cliente. Tampoco le repugnaba vender una partida de madera de mala calidad al mismo precio que otra de calidad superior, cuando estaba segura de que no se le descubriría la trampa, y no tenía el menor escrúpulo en poner por los suelos a sus competidores. Fingiendo una gran repugnancia en revelar la triste verdad, suspiraba y declaraba a sus futuros clientes que la madera de los otros comerciantes no solamente era mucho más cara, sino que estaba húmeda, llena de nudos, de una calidad deplorable en fin.

La primera vez que Scarlett dijo una mentira de tal especie se sintió a un tiempo desconcertada y culpable. Desconcertada por la espontaneidad y naturalidad con que había mentido, culpable al pensar de repente: «¿Qué hubiera dicho mamá de esto?»

Lo que hubiera dicho Ellen de su hija que recurría a sistemas poco leales no era difícil averiguarlo. Acongojada e incrédula, le habría dicho unas cuantas cosas que le hubieran llegado a lo hondo, bajo una apariencia afectuosa; le habría hablado del honor, de la honradez, de la lealtad y de los deberes para con el prójimo. De momento, Scarlett tembló evocando el rostro de su madre; después la imagen se difumino, se borró bajo el efecto de esa brutalidad sin escrúpulos y de esa avidez que se habían desarrollado en ella como una segunda naturaleza en la trágica época de Tara. Así, Scarlett franqueó la nueva etapa como había franqueado las otras, suspirando de un modo que no hubiera aprobado Ellen, encogiéndose de hombros y repitiéndose su infalible fórmula: " ¡Ya pensaré más tarde en esto!"

Ya nunca volvió a asociar el recuerdo de Ellen a sus operaciones comerciales; nunca volvió a sentir remordimientos al emplear medios desleales para quitar clientes a los otros comerciantes en maderas. Por lo demás, sabía que no tenía nada que temer de estas mentiras. El caballeroso carácter de los sudistas le servía de garantía. En el Sur, una mujer de mundo podía decir lo que le venía en gana de un hombre, mientras que un hombre que se respetase no podía decir nada de una mujer y mucho menos llamarla mentirosa. No les quedaba, pues, a los otros comerciantes más que echar pestes interiormente contra Scarlett y declarar en voz bien alta, en su casa, que pagarían cualquier cosa porque la señora Kennedy fuera un hombre nada más que cinco minutos.

Un blanco de origen humilde que poseía una serrería junto a la carretera de Decatur trató de combatir a Scarlett con sus propias armas y declaró abiertamente que la joven era una mentirosa y una sinvergüenza. Pero le salió mal la jugada. Todo el mundo quedó horrorizado viendo que un blanco se atrevía a decir tales monstruosidades de una señora de buena familia, aunque se comportara de modo tan poco femenino. Scarlett no respondió a aquellas acusaciones, permaneció muy digna y, porquito a poco, desplegó todos sus esfuerzos para quitarle a aquel hombre la clientela. Ofreció mejores precios que los suyos y, doliéndole en su fuero interno, entregó madera de tan buena calidad para probar su probidad comercial, que no tardó en arruinar al desgraciado. Entonces, con gran escándalo de Frank, le impuso una serie de condiciones y le compró la serrería.

Una vez en posesión de esta segunda serrería tuvo que resolver el delicado problema de encontrar un hombre de confianza que la dirigiera. No quería oír hablar de otro señor Johnson. Sabía bien que, a despecho de toda vigilancia, seguía vendiéndole su madera a escondidas; pero pensó que, no obstante, no le sería muy dificultoso encontrar a la persona que deseaba. ¿No era todo el mundo pobre como Job? ¿No estaban llenas las calles de parados, algunos de los cuales habían nadado antaño en la abundancia? No pasaba día sin que Frank diera limosna a algún ex soldado muerto de hambre o que Pitty y Cookie no dieran de comer a algún mendigo andrajoso.

Sin embargo, Scarlett, por alguna razón que no acertaba a comprender, no pensaba dirigirse a esta clase de gente: «No quiero hombres que lleven un año parados y aún no han encontrado nada —se decía—. Si no han sabido arreglárselas solos, es mal síntoma.

Y, además, ¡tienen un aire tan famélico! No me gusta esta gente. Lo que me hace falta es alguien inteligente y enérgico como Rene, o Tommy Wellbum, o Kefis Whiting, o hasta uno de esos muchachos Simmons… En una palabra, cualquiera de este temple. No tienen ese ai ce de no importarles ya nada que tenían los soldados al día siguiente de la rendición. «Ellos, al menos, tienen aspecto de tener algo en el estómago».

Pero una sorpresa aguardaba a Scarlett. Los Simmons, que acababan de montar una fábrica de ladrillos, y Kells Whiting, que se dedicaba a vender una loción capilar preparada por su madre, sonrieron cortésmente, le dieron las gracias y no aceptaron su ofrecimiento. Lo mismo le ocurrió con una docena de hombres. Ya desesperada, aumentó el salario que pensaba ofrecer, pero tampoco tuvo éxito. Uno de los sobrinos de la señora Merriwether le indicó con cierta impertinencia que si había de guiar una carreta prefería guiar la suya y depender de sí mismo mejor que de Scarlett.

Una tarde, Scarlett mandó parar el coche junto a la carretilla de Rene Picard y se dirigió a este último, que conducía a casa a su amigo Tommy Wellbum:

—¡Eh, oiga, Rene! ¿Por qué no viene a trabajar conmigo? Reconozca que es más digno dirigir una serrería que dedicarse a vender pasteles por las calles. Yo en su lugar me moriría de vergüenza.

—¿Morirme de vergüenza? No sé ya lo que es la vergüenza s —contestó Rene, sonriendo—. Ya puede hablarme usted de dignidad; me quedo tan fresco. Mientras la guerra no me hizo tan libre como los negros, llevaba una vida llena de dignidad. Ahora, esto se ha acabado. No voy a sofocarme por tan poca cosa. Me gusta el carrito. Me gusta mi mula. Yo quiero mucho a esos yanquis que me compran los pasteles de mi suegra. No, querida Scarlett, ¡me voy a convertir en el Rey de los pasteles! ¡Es mi sino! Y sigo mi estrella, como Napoleón.

Con el extremo de su fusta dibujó un arabesco dramático. —Pero usted no ha nacido para vender pasteles, lo mismo que Tommy no lo ha hecho para discutir con una retahila de albañiles irlandeses. Lo que yo hago es más…

—Así que usted sí que había nacido para dirigir una serrería, ¿eh? —la interrumpió Tommy, con un marcado pliegue de amargura en las comisuras de los labios—. Sí, estoy viendo desde aquí a la pequeña Scarlett aprendiéndose la lección en las rodillas de su madre: «No vendas nunca madera buena si puedes vender la mala a mejor precio». Rene se desternillaba de risa oyendo aquello. Sus ojillos de mono chispearon de malicia. Dio a Totnmy un codazo de asentimiento.

—¿No sabe usted ser más educado? —replicó Scarlett en un tono seco, porque no veía por ninguna parte la gracia de la broma de Tommy—. Naturalmente que yo no había nacido para dirigir una serrería.

—Conste que no he querido ofenderla. De todos modos, es un hecho que se encuentra usted al frente de una serrería y no lo hace del todo mal. En todo caso, por lo que veo a mi alrededor, nadie hace de momento aquello a que estaba destinado, y hay que abrirse camino como sea. ¿Por qué no pone usted a uno de esos carpetbaggers que son tan listos, Scarlett? Ya sabe usted que hay de sobra.

—No quiero un carpetbagger. Los carpetbaggers no trabajan y arramblan con todo lo que tienen a mano. Si fuera verdad que valen nada más que un poquito, se estarían guapamente en su casa y no vendrían aquí a despojarnos a nosotros. Lo que yo quiero es un hombre dispuesto, que pertenezca a un medio conveniente, alguien inteligente, honrado, enérgico y…

—No exige usted mucho, pero no creo que encuentre a ese pájaro tan raro, con el sueldo que ofrece. Mire, aparte de los mutilados, todos los tipos que le convendrían se han colocado. Sin duda no han nacido para los puestos que ocupan, pero esto no tiene demasiada importancia. Se han creado una situación y preferirán conservarla seguramente a trabajar con una señora.

—No será tan difícil encontrarlos cuando están a dos velas.

—Tal vez, pero siempre tienen su orgullo, no crea…

—¡Orgullo! Es gracioso; eso del orgullo, sobre todo —contestó Scarlett con malicia.

Los dos hombres emitieron una risa un poco forzada y Scarlett tuvo la impresión de que se acercaban uno al otro para manifestar su común desaprobación. Lo que Tommy acababa de decir era cierto, pensó, pasando revista a todos los hombres a los que había ofrecido o se proponía ofrecer la dirección de la serrería. Todos tenían un empleo. Todos lo pasaban muy mal, mucho peor que lo habían pasado nunca antes de la guerra. Sin duda no hacían lo que les gustaba o lo que era menos desagradable, pero hacían algo. Eran demasiado duros los tiempos para permitirse el lujo de elegir la profesión. Y si lloraban sus esperanzas perdidas, si echaban de menos la vida fácil de otros tiempos, nadie se daba cuenta. Estaban de nuevo en guerra, una guerra más ruda que la otra. Tenían sed de vivir, estaban animados del mismo ardor que durante la guerra, cuando su vida no había sida aún partida en dos.

—Scarlett —dijo Tommy con aire forzado—, me es muy desagradable pedirle un favor, sobre todo después de haberle dicho algunas cosas poco galantes, pero me arriesgo de todos modos. Además, puede que le sea de utilidad. A mi cuñado, Hugh Elsing, no le va demasiado bien su negocio de combustibles. Fuera de los yanquis, todo el mundo se proporciona por sí mismo la pequeña cantidad de combustible que necesita. Me consta, además, que no andan bien en casa de los Elsing. Yo… les ayudo en lo que puedo, pero, ya comprenderá usted, tengo a mi mujer y además he de sostener a mi madre y a mis dos hermanas que viven en Sparta. Hugh puede ser el hombre que usted busca. Ya sabe usted que pertenece a una buena familia y que es honrado a carta cabal.

—Pero Hugh no debe de ser muy listo. Si no, ya habría sabido arreglárselas.

Tommy se encogió de hombros.

—¡Tiene usted un modo de considerar las cosas, Scarlett! —respondió—. Usted imagina que Hugh es un hombre acabado y, sin embargo, podría usted hacer peor elección. Me da la impresión de que su honradez y sus buenos deseos compensarían sobradamente su falta de sentido práctico.

Scarlett no contestó por miedo a parecer grosera. Ella no conocía casi ninguna, por no decir ninguna, cualidad que pudiera compararse al sentido práctico.

Después de haber corrido toda la ciudad y rechazado las demandas de muchos carpetbaggers deseosos de obtener la dirección de la serrería, acabó por dar la razón a Tommy y se dirigió a Hugh Elsing. Durante la guerra se había mostrado como un oficial lleno de valor y de recursos, pero dos graves heridas y cuatro años de campaña parecían haberle desposeído de toda energía. Tenía precisamente el aspecto de hombre alicaído que tanto desagradaba a Scarlett, y en modo alguno era el sujeto que había esperado encontrar.

«Es idiota —se decía—. No entiende nada de negocios y apostaría a que ni sabe sumar. Pero, en fin, es honrado y por lo menos no me robará.»

En aquel tiempo, Scarlett se preocupaba poco, sin embargo, de la honradez; pero cuanto menos importancia le daba en sí misma, más la deseaba en el prójimo.

«¡Qué lástima que Johnnie Gallegher esté ligado por un contrato a Tommy Wellburn! —pensaba—. Es exactamente el tipo de hombre que me haría falta. Duro con la gente, astuto como un zorro, estoy segura de que si le pagara bien no trataría de robarme. Nos entendemos muy bien los dos y podríamos hacer buenos negocios juntos. Cuando el hotel esté terminado, tal vez venga a mi casa. Mientras tanto, no tendré otro remedio que contentarme con Hugh y con Johnson. Si confío la nueva serrería a Hugh y dejo la vieja a Johnson, podré ocuparme de la venta en la ciudad. Hasta que me haga con Johnnie, habré de tolerar a Johnson. ¡Si al menos no fuera un ladrón! Me parece que voy a construir un almacén de maderas en la mitad del terreno que me dejó Charles. ¡Si Frank no fuera tan quisquilloso podría yo también construir un café en la otra mitad! No importa, que diga lo que quiera, tan pronto tenga bastante dinero, construiré el café. Pero ¡qué puntilloso es este Frank! Señor, ¡por qué habré elegido este momento para tener un hijo! Dentro de poco no podré ni salir. ¡Ay, Dios mío; si al menos no estuviese encinta! ¡Si siquiera estos yanquis quisiesen seguir dejándome tranquila! Si…»

¡Si! ¡Si! ¡Si! Había tantos «síes» en la vida… Nunca se estaba seguro de nada. Siempre vivía uno como el pájaro en la rama, con miedo a perder lo que se tenía, con miedo a conocer el frío y el hambre. La verdad es que Frank ganaba más ahora, pero siempre estaba acatarrado y muchas veces se veía obligado a guardar cama varios días. ¿Y si se volvía un inútil? No, no podía contar con él. No podía contar con nada ni con nadie fuera de ella. ¡Y lo que ella ganaba resultaba tan poca cosa! ¿Qué haría si los yanquis la despojaban de todo lo que tenía? ¡Si! ¡Si! ¡Si!

Cada mes, Scarlett enviaba la mitad de sus ganancias a Tara. Con la otra mitad amortizaba su deuda con Rhett y ahorraba el resto. Ningún avaro contó su oro más veces que ella, ninguno temió tanto perderlo. No quería guardar el dinero en el banco, por miedo a que quebrara o a que los yanquis confiscaran los bienes allí depositados. Siempre llevaba sobre sí, en el corsé, la mayor cantidad posible. Guardaba pequeños fajos de billetes por todos los rincones de la casa, bajo un ladrillo suelto, en su costurero, entre las páginas de una Biblia. A medida que pasaban las semanas se hacía más irascible, porque cada dólar que ahorraba sería un dólar más que podría perder, si se producía la catástrofe.

Frank, Pitty y los criados soportaban sus accesos dé ira con una paciencia evangélica y, no adivinando la verdadera causa, lo atribuían al embarazo. Frank sabía que no conviene contradecir a las mujeres encinta y, reprimiendo todo su orgullo, dejaba de reprochar a su mujer que siguiera ocupándose de las serrerías y que anduviera por la calle en su estado. Su conducta le sumía en un continuo aprieto, pero tomaba su mal con paciencia. Sabía que, cuando naciera su hijo, Scarlett volvería a ser la joven encantadora y dulce que le había enamorado. Pero, por mucho que hiciera por suavizar su humor, seguía ella comportándose de manera tan dura, que a veces Frank pensaba si no estaría endemoniada.

Nadie parecía saber lo que la llevaba a conducirse de esta forma. Quería poner a toda costa sus negocios en orden antes de confinarse entre cuatro paredes. Quería edificar un sólido dique entre ella y el creciente odio de los yanquis. Necesitaba dinero, cada vez más dinero, para el caso en que el diluvio se abatiera sobre ella. El dinero la obsesionaba. Cuando pensaba en el hijo que iba a tener, no podía refrenar un sentimiento de cólera.

«¡La muerte, los impuestos y los hijos! ¡Todo ello siempre viene cuando menos falta hace!»

Atlanta entera se había escandalizado cuando Scarlett, una mujer, se había puesto a dirigir una serrería; pero ahora todo el mundo estimaba que la cosa pasaba de raya. Su falta de escrúpulos en los negocios era sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta que su pobre mamá era una Robillard; pero su manera de exhibir su embarazo en plena calle era positivamente indecorosa. Desde el momento en que podía suponerse que estaba encinta, ninguna mujer blanca que se respetase salía de casa, y hasta las negras que lo hacían eran excepción. La señora Merriwetter declaraba llena de indignación que si Scarlett seguía así acabaría por dar a luz un día en medio de la calle.

Sin embargo, todas las críticas que le había valido su conducta anterior no eran nada en comparación con los rumores que circulaban ahora sobre ella. No solamente Scarlett hacía negocios con los yanquis, sino que daba la impresión de que esto la alegraba.

La señora Merriwether y muchos otros sudistas hacían también negocios con los recién llegados del Norte, pero con la sencilla diferencia de que en ellos se veía que lo hacían por verdadera necesidad y a disgusto. ¡Con decir que Scarlett había ido a tomar el té a casa de las esposas de unos oficiales yanquis! Sólo le faltaba recibir a esta gente en su casa, y todos opinaban que, de no ser por tía Pitty y por Frank, ya lo habría hecho.

Scarlett sabía muy bien que la ciudad comadreaba, pero se le daba un comino de ello. No podía pensar en esas tonterías. Seguía sintiendo por los yanquis el mismo odio feroz que el día en que habían tratado de incendiar Tara, pero sabía disimular ese odio. Sabía que, para ganar dinero, tenía que ponerse del lado de los yanquis y había aprendido que el mejor medio para hacerse con una clientela era halagarlos con sonrisas y frases amables.

El día de mañana, cuando fuera rica y su dinero se hallara seguro, fuera del alcance de los yanquis, ya les diría exactamente lo que pensaba de ellos, ya les enseñaría lo que los execraba y despreciaba. ¡Qué alegría para ella! Pero, entretanto, el sentido común la obligaba a pactar con ellos. Si esto era hipocresía, tanto se le daba. Que los demás de Atlanta imitaran su ejemplo.

Scarlett descubrió que crearse relaciones entre los oficiales yanquis era de una facilidad extraordinaria. Desterrados en un país hostil, sentíanse solos, y muchos de ellos estaban ávidos de conocer a mujeres de la buena sociedad. Cuando pasaban por la calle, las señoras respetables se recogían la falda y los miraban como si fueran a escupirles en el rostro. Solamente las prostitutas y las negras les hablaban cortésmente. Ahora bien: Scarlett, aunque ejerciera una ocupación de hombre, era, sin duda alguna, una mujer de mundo, y los oficiales yanquis no cabían en sí de gozo cuando les dedicaba alguna amable sonrisa o cuando una llama agradable brillaba en sus ojos verdes.

Con frecuencia, Scarlett paraba su carruaje para charlar con ellos; pero, al mismo tiempo que en sus mejillas se marcaban unos graciosos hoyuelos, la acometía tal frenesí de asco, que le costaba mucho no colmarlos de injurias. Sabía, a pesar de ello, dominarse y dábase cuenta de que manejaba a los yanquis a su antojo, como había manejado antaño a los jóvenes del Sur, por coquetería. Pero ahora no se trataba de coquetería. El papel que representaba era el de una mujer encantadora y elegante, llena de aflicción. Gracias a su aire digno y reservado, siempre conservaba a sus víctimas a respetuosa distancia; pero no conservaba por ello menos en sus modales una gracia que encendía el corazón de los oficiales yanquis cuando pensaban en la señora Kennedy.

Scarlett contaba con esta favorable predisposición de ánimo. Buen número de oficiales de la guarnición, no sabiendo cuánto tiempo permanecería aún en Atlanta, habían hecho venir a sus mujeres y a sus hijos, y como todos los hoteles y las pensiones rebosaban de gente, se hacían construir hotelitos para su familia. Así que estaban encantados de poder comprar la madera a la simpática señora Kennedy, que tan amable estaba con ellos. Los carpetbaggers y los scallatugs, que edificaban tan bellas casas, y hoteles, todos preferían tratar con Scarlett que con los ex soldados confederados, que, a pesar de su corrección les manifestaban una frialdad peor que una enemistad declarada.

Así, como era joven y encantadora y sabía fingir tan bien un aire afligido o desesperado, los yanquis estimaban que debían ayudar a una mujercita tan valerosa, que valía bastante más que su marido, y así se convertían en clientes de Scarlett y, de rechazo, de Frank. Y Scarlett, viendo que sus negocios iban viento en popa, pensaba que no solamente aseguraría el presente, gracias al dinero de los yanquis, sino que aseguraría también el porvenir, gracias a sus nuevas amistades.

Scarlett constataba que era más fácil de lo que había pensado mantener sus relaciones con los yanquis conforme a sus deseos, ya que ellos parecían tener un santo terror a las damas sudistas; pero sus relociones con sus esposas no tardaron en plantear un problema que ella no había previsto.

Ella no quería tratar con las mujeres yanquis. Le hubiera encantado evitar su trato, pero le era imposible. Las mujeres de los oficiales estaban bien decididas a visitarla. Ardían en deseos de entrar en un conocimiento más amplio con el Sur y las mujeres del Sur, y por primera vez Scarlett les ofrecía un medio de satisfacer su deseo. Las demás damas de Atlanta no sentían en modo alguno el deseo de verlas y hasta les negaban el saludo en la iglesia; así que cuando Scarlett iba por sus casas se la acogía como al Mesías. Cuando detenía su carruaje ante una casa yanqui y pregonaba al dueño, desde su asiento, las excelencias de su madera de construcción, la señora de la casa salía muchas veces a su encuentro para unirse a la conversación o para invitar a Scarlett a tomar una taza de té. Por mucho trabajo que le costara, Scarlett rara vez declinaba esta invitación, ya que con ello esperaba aumentar la clientela de Frank. Sin embargo, las preguntas demasiado personales de estas señoras, su parcialidad y su actitud condescendiente respecto a todo lo del Sur, ponían a prueba su paciencia.

Considerando que, después de la Biblia, el único libro digno de crédito era «La cabana del tío Tom», las mujeres yanquis querían saber todos los detalles sobre los podencos que los sudistas tenían en sus perreras para perseguir a los esclavos fugitivos. Nunca creían a Scarlett cuando les decía que, acerca de podencos, nunca recordaba haber visto a su alrededor más que unos perritos mansos como corderos. Deseaban saber también cómo se las componían los colonos para marcar con un hierro candente el rostro de sus esclavos, cómo les infligían el castigo del gato de nueve colas, que tantas veces les ocasionaba la muerte. En fin, sentían malsana curiosidad por enterarse del concubinato de los esclavos. Desde luego, el número de niños mulatos había aumentado desde que había en Atlanta soldados yanquis.

Cualquier otra mujer de Atlanta se hubiera ahogado de rabia ante tal muestra de ignorancia; pero Scarlett lograba dominarse, encontrando que, por otra parte, tales ideas merecían más el desprecio que el odio. Después de todo, estas mujeres eran yanquis, y ya se sabía lo que había que esperar de esa gente. Los insultos a su patria resbalaban, pues, sobre Scarlett y no le despertaban más que un desdén cuidadosamente disimulado. Esto duró hasta el día en que un incidente vino a reavivar los rencores de la joven, permitiéndole medir la anchura del abismo que separaba al Norte del Sur y la imposibilidad de tender un puente sobre él.

Una tarde que regresaba a casa en su coche con tío Peter, pasó ante una casa donde vivían hacinadas las familias de tres oficiales, en espera de que se acabaran de construir sus casas particulares con madera de Scarlett. Las tres esposas estaban precisamente en medio de la calzada. Al divisar a Scarlett le hicieron señas de que parara y se proximaron al coche, acogiéndola con aquellas voces suyas que siempre hacían pensar a Scarlett que a los yanquis podía perdonárseles casi todo menos el acento.

—Precisamente quería verla, señora Kennedy —declaró una de las señoras, una mujer delgada y alta que venía del Maine—. Quería informarme sobre esta atrasada ciudad.

Scarlett devoró esta injuria inferida a Atlanta con el desprecio que convenía, y se esforzó en sonreír:

—¿En qué puedo servirla?

—Brígida, mi niñera, se ha marchado a vivir de nuevo al Norte. Me ha dicho que no quería seguir un día más en medio de estos negros. ¡Y los niños van a volverme loca! Dígame, por favor, ¿cómo podría encontrar otra niñera? No sé adonde dirigirme.

—No es muy difícil —contestó Scarlett sonriendo—. Si encuentra usted alguna negra del campo que aún no haya sido echada a perder por la Oficina de Liberados, tendrá usted en ella una niñera ideal. Sólo tiene que permanecer ante la verja de su jardín y dirigirse a todas las negras que pasen. Estoy segura de que… lo conseguirá.

Las tres mujeres comenzaron a protestar, indignadas.

—¿Cree usted que voy a confiar mis hijos a una negra? —exclamó la mujer del Maine—. Lo que yo quiero es una buena moza irlandesa.

—Temo que no encuentre usted niñeras irlandesas en Atlanta —respondió Scarlett con cierto desparpajo—. Yo no he visto nunca criados blancos y no los querría en mi casa. En todo caso —añadió con un ribete de ironía— le aseguro que los negros no son caníbales y que se puede depositar en ellos toda la confianza.

—¡Santo Dios! ¡No querría ver a ninguno bajo mi techo! ¡Vaya una idea! ¡Dejar que una negra pusiera su mano sobre mis niños! ¡Ah, no!…

Scarlett pensó en las bondadosas manos gordezuelas y nudosas de Mamita, que tanto había penado por Ellen, por ella y por Wade. ¿Con qué derecho hablaban así estas extranjeras? No sabían cuánto podía amar uno esas manos negras, hechas para calmar, para consolar, para acariciar.

—Es extraño oírles eso —dijo Scarlett, con una rápida sonrisa—. Parecen olvidar que son ustedes los que han libertado a los negros.

—Yo no, querida —repuso la del Maine—. Nunca había visto un negro antes de venir aquí hace un mes y me hubiera pasado muy bien sin haberlos visto nunca. Me ponen la carne de gallina. No me inspiran la menor confianza. Desde hacía un rato, Scarlett se daba cuenta de que tío Peter estaba por momentos más a disgusto y no hacía más que fijar la mirada en las orejas del caballo. Su atención se fijó más en él cuando la del Maine, con una carcajada, le señaló a sus compañeras.

—¡Miren ustedes el viejo negro! Se hincha como un sapo. Apuesto a que es un niño mimado. Ustedes, los sudistas, no saben tratar a los negros. Muchas veces los miman demasiado.

Peter tragó saliva y frunció el ceño, pero permaneció impasible. ¡Verse tratado de «negro» por un blanco! ¡Lo que no le había pasado nunca! ¡Verse tratado de niño mimado él, que tanto se preocupaba de su dignidad, que estaba tan orgulloso de ser, desde hacía años, el mejor sostén de la familia Hamilton!

Scarlett no se atrevió a mirar a tío Peter cara a cara, pero adivinó que su barbilla temblaba bajo el insulto asestado a su amor propio. Se sintió invadida por una ira mortal. Había escuchado con calma a la mujeres burlarse del Ejército confederado, manchar la reputación de Jeff Davis, acusar a los sudistas de asesinar y de torturar a sus esclavos; hasta habría tolerado que se pusiera en duda su virtud y su honradez, si hubiera sacado provecho con esto; pero, sólo de pensar que estas mujeres acababan de herir al viejo y fiel servidor con sus estúpidas observaciones, se incendió como un tonel de pólvora en el que hubieran arrojado un fósforo. Sus ojos se detuvieron en el pistolón que Peter llevaba a la cintura y adelantó la mano. Sí, esta gentuza inculta e insolente merecía de sobra que se los matara como a un perro. Pero se contuvo, apretó los dientes, hasta destacar los músculos del rostro, y recordó a tiempo que aún no era el momento de decir a los yanquis todo lo que pensaba de ellos. Tal vez un día les lanzara en pleno rostro la verdad, pero no ahora…

—Tío Peter es de la familia —dijo con voz temblorosa—. Adiós. Vamos, Peter.

Peter azotó tan bruscamente al caballo que el animal, sorprendido, se encabritó y el carruaje dio un brinco. Scarlett tuvo sin embargo tiempo de oír a la del Maine preguntar a sus amigas, con perplejidad:

—¿Es de su familia? ¿Creen ustedes que es posible? ¡Es tan negro! ¡Que el diablo los lleve a todos! Merecerían que se los echara a correazos de la superficie del globo. ¿Cuándo podré escupirles a la cara? De buena gana…

Scarlett miró a Peter y vio que una lágrima le corría por la nariz. En seguida sus ojos se nublaron. Sintió una inmensa ternura por el pobre negro, una pena inmensa por su humillación. Esas mujeres habían herido a tío Peter… Peter, que había hecho la campaña de Méjico con el viejo coronel Hamilton y había tenido a su amo en sus brazos, cuando había muerto. Peter, que había visto crecer a Melanie y a Oírlos y había velado por la inocente Pittypat, que la había protegido durante el destierro, que le había «encontrado» un caballo para traerla a Macón a través de un país desolado por la guerra. ¡Y esas mujeres pretendían que no podían fiarse de un negro!

—Peter —dijo Scarlett, con voz condolida, poniendo su mano en el brazo del anciano cochero—. Me da vergüenza verte llorar. No hay que hacer caso de lo que dicen. ¡Son unas malditas yanquis!

—Han hablado ante mí como si fuera una bestia que no pudiera entenderlas, como si fuera un africano y no pudiera saber lo que decían —respondió tío Peter, sorbiendo sus lágrimas—. Y me han llamado negro, y yo nunca he sido llamado negro por un blanco, y me han llamado también niño mimado y han dicho que no podía tenerse confianza en un negro. Que no podía confiarse en mí. Cuando el viejo coronel iba a morir me dijo: «Peter, ocúpate de mis hijos. Veía por la pobre Pittypat —me dijo—, porque no tiene más seso que un mosquito». Y desde entonces he velado siempre por ella.

—Sólo un santo podría haber hecho lo que tú has hecho —le dijo Scarlett para calmarle—. No sé qué hubiera sido de nosotros sin ti.

—Sí, amita, gracias. Usted es muy buena, amita. Ya lo sé; y usted, usted lo sabe también. Pero los yanquis no lo saben y no quieren saberlo. ¿Por qué se meten en sus cosas, amita? ¡No nos comprenden a los confederados!

Scarlett no contestó, porque seguía presa de la ira que no había podido dejar estallar en presencia de las señoras yanquis. El viejo cochero y ella siguieron su camino en silencio. Peter había cesado de llorar, pero su labio inferior avanzaba de un modo cada vez más inquietante. Crecía su indignación a medida que se atenuaban los efectos del golpe recibido.

«¡Qué absurdos son esos malditos yanquis! —pensó Scarlett—. Esas mujeres parecían figurarse que Peter no tenía orejas para oírlas, porque es negro. Sí, los yanquis ignoran que los negros son como niños, que hay que tratarlos con dulzura, dirigirlos, ser amables con ellos, mimarlos, reñirlos cariñosamente. Tampoco comprenden la naturaleza de las relaciones entre los negros y sus dueños. Y, sin embargo, ello no les impidió batirse para libertarlos. Y ahora que lo han logrado no quieren hablar de ellos más que para aterrorizar a los sudistas. No los quieren, no tienen confianza en ellos, no los comprenden y, sin embargo, no dejan de gritar a todos los vientos que los sudistas no saben tratarlos.»

¡No tener confianza en un negro! Pues Scarlett tenía más confianza en los negros que en la mayor parte de los blancos, y desde luego mucho más que en cualquier yanqui. Había en ellos una lealtad, un apego sin límites, un amor que nada podía alterar, que ninguna suma de dinero podía comprar. Scarlett pensó en los que se habían quedado en Tara en el momento de la invasión, cuando podían haber huido tan fácilmente e ir a darse buena vida bajo la protección de los yanquis. Pensó en Dilcey ayudándole a recoger el algodón, en Pork desvalijando los corrales para que su familia no muriera de hambre, en Mamita acompañándola a Atlanta para protegerla. Pensó en los servidores de sus vecinos que habían permanecido fieles, auxiliando a sus amas mientras los hombres estaban en guerra, ayudándoles a refugiarse en medio de los peligros, cuidando a los heridos, enterrando a los muertos, reconfortando a los afligidos, sufriendo, mendigando o robando para alimentar a familias enteras. E incluso ahora, mientras la Oficina de Liberados les ofrecía el oro y el moro, seguían junto a los blancos y trabajaban más duramente que en tiempos de la esclavitud. Pero los yanquis no entendían esto ni lo entenderían jamás.

—Pues mira, son ellos los que te han dado la libertad —dijo Scarlett muy alto.

—No, amita; no me han dado la libertad. Yo no quería que esos canallas me dieran la libertad —declaró Peter con indignación—. Yo pertenezco siempre a la señorita Pitty y cuando me muera me enterrarán en el cementerio de los Hamilton, donde tengo mi sitio. La señorita se va a poner, cuando le diga que usted ha dejado que me insulten unas mujeres yanquis…

—Eso no es verdad —replicó Scarlett, estupefacta.

—Sí, es verdad, señorita Scarlett —dijo Peter con el labio más amenazador que nunca—. Compréndalo: si usted y yo no nos hubiéramos ocupado de los yanquis, no hubieran podido insultarme. Si usted no les hubiera hablado, no habría habido peligro de que me trataran como una bestia o un africano. ¡Y, además, usted no me ha defendido!

—¿Cómo que no? —protestó Scarlett, picada—. ¿No les he dicho que eras de la familia?

—Eso no es defenderme; es decir la verdad. Señorita Scarlett, usted no tiene necesidad de tratar con los yanquis. Las demás señoras no lo hacen. La señorita Pitty no querría ni rozar con ellos un hilo de ropa. Y no estará contenta cuando sepa lo que me han dicho.

Los reproches de Peter eran mucho más mortificantes que todo lo que Frank, Pittypat o los vecinos podrían decirle, y Scarlett, vejada, se contuvo para no sacudir al viejo cochero como a un árbol. Peter tenía razón, pero le era insoportable oír tales reproches a un negro y sobre todo a un negro que era su servidor. No había nada más humillante para un sudista que no poder gozar del aprecio de sus criados.

—¡Un niño mimado! —gruñó Peter—. Después de esto estoy seguro de que la señorita Pittypat no querrá que guíe más. No, amita, no querrá.

—Eso ya lo veremos. Ahora, cállate.

—Me va a doler la espalda —anunció Peter en tono lúgubre—. Ya me hace sufrir ahora; casi no puedo estar sentado. Si me encuentro mal, la señorita no querrá que la lleve a usted, señorita. De nada le valdrá estar en buenas relaciones con los yanquis y no estarlo con la familia.

Era imposible resumir la situación en términos más precisos, y Scarlett se mordió los labios presa de rabia.

Sí, había obtenido la aprobación de los vencedores, pero sus parientes y amigos la criticaban. Sabía todo lo que se decía de ella, y de ahí que hasta Peter la censuraba ya, hasta el extremo de no querer más mostrarse en público a su lado. Era la gota de agua que hacía desbordar el vaso.

Hasta entonces se había burlado de la opinión de la gente, pero las palabras de Peter acababan de encender en ella un feroz rencor contra sus allegados, un odio tan fuerte como el que guardaba a los mismos yanquis.

«¿Por qué se meten en lo que hago? ¿Qué tienen que decir? —pensó—. ¿Acaso imaginan que me entretiene visitar a los yanquis y trabajar sin respiro? Lo único que consiguen es hacer más ingrata mi tarea. Pero que piensen lo que quieran; me da igual. No tengo tiempo de pararme a pensar en tonterías. Ahora que, luego, luego…»

¡Luego! Cuando el mundo hubiera vuelto a la calma, podría cruzarse de brazos y convertirse en una gran señora, como lo había sido Ellen. Entonces, depondría las armas, llevaría una vida tranquila y todo el mundo la tendría en estima. ¡Qué no haría ella cuando fuese rica! Podría permitirse ser tan buena y tan amable como su madre, pensaría en los demás y respetaría las costumbres. Ya no pasaría el día temblando de miedo. La vida le sonreiría. Tendría tiempo de jugar con sus niños, de enseñarles la lección. Se reuniría por las tardes, en casa, con sus amigas. Entre el frufrú de sus faldas de gasa, y al ritmo de los abanicos de hoja de palma, serviría el té, unos bocadillos y unos pasteles exquisitos. Se pasaría horas enteras charlando. Y luego sería caritativa con los desdichados. Llevaría regalos a los pobres, caldos y compotas a los enfermos. Pasearía con ella en su coche a los que hubieran tenido menos suerte, como hacía su madre. Sería una verdadera mujer de mundo, en el sentido sudista del término… Entonces todos la querrían, como habían querido a Ellen, todos alabarían su buen corazón y la llamarían «la caritativa señora».

El placer que le causaban estas visiones del porvenir no quedaba alterado por nada. Ella no sospechaba que, en el fondo, no tenía el menor deseo de convertirse en una persona buena o caritativa. Deseaba tan sólo que le atribuyeran estas cualidades. Pero las mallas de su espíritu estaban demasido flojas para darse cuenta de tan pequeña diferencia. Le bastaba pensar que algún día, cuando fuera rica, todo el mundo sentiría estimación por ella.

¡Algún día! Algún día, sí, pero no ahora. En este momento no tenía tiempo para ser una gran dama.

Peter había juzgado bien. Tía Pittypat se enojó muchísimo y los dolores del negro tomaron tales proporciones en una sola noche, que ya no volvió a conducir nunca el carruaje. Scarlett se vio obligada a conducirlo ella misma y vio llenarse de callos sus manos.

Así pasó la primavera. En mayo, mes de hojas verdes y de perfumes, el buen tiempo sucedió a las frías lluvias de abril. Cada semana traía a Scarlett, más molesta día tras día por su embarazo, un nuevo tributo de inquietudes y trabajo. Sus amigos la trataban con frialdad. Por el contrario, en su familia tenían cada vez más atenciones y miramientos hacia la joven, comprendían cada vez menos lo que la hacía obrar de esa manera. En el curso de estas jornadas de angustias y luchas, sólo había una persona que la comprendiera y con la que pudiera contar: Rhett Butler. Scarlett estaba sorprendida de ello, conociendo a Rhett y su genio, inestable y perverso como el de un diablo recién salido del infierno.

Él solía ir con frecuencia a Nueva Orleáns, sin explicar nunca las razones de sus misteriosos viajes; pero Scarlett estaba persuadida, no sin experimentar ciertos celos, de que iba a ver a una mujer o tal vez a varias. Sin embargo, desde que tío Peter se negó a conducir, Rhett pasaba cada vez más tiempo en Atlanta.

Cuando estaba en la ciudad, pasaba la mayor parte del tiempo, o en un garito situado encima del café «La Hermosa de Hoy», o en el bar de Bella Watling, bebiendo con los yanquis y los carpetbaggers más ricos y haciendo negocios redondos, lo que le hacía más antipático a los de la ciudad que sus mismos compañeros de mesa. Ya no iba poT casa de tía Pittypat, sin duda por consideración hacia los sentimientos de Frank y de la solterona, que se hubieran ofendido recibiendo la visita de un hombre estando Scarlett (tan adelantada ya) en estado interesante. Pero apenas pasaba día sin que se encontrara casualmente con Scarlett. Cuando ella lo veía aproximarse a caballo a su coche, mientras seguía las carreteras desiertas que la conducían a una u otra de las serrerías, Rhett se paraba siempre para hablarle y a veces ataba su caballo al coche y cogía las riendas del mismo. En aquella época, Scarlett se fatigaba más de lo que quería admitir y siempre agradecía a Rhett que guiara en vez de ella. Tenía mucho cuidado de despedirse antes de entrar en la ciudad, pero Atlanta entera estaba al corriente de esos encuentros y las malas lenguas se daban el gusto de señalar este nuevo ultraje de Scarlett a las conveniencias.

Scarlett se preguntaba de vez en cuando si tales encuentros se debían solamente al azar. Cada vez eran más frecuentes, a medida que las semanas pasaban y que se multiplicaban los atentados cometidos por los negros. Pero ¿por qué elegía precisamente el momento que menos le favorecía para buscar su compañía? ¿Qué se proponía? ¿Una aventura? No era posible; ¿le habría pasado siquiera por la cabeza? Scarlett comenzó a dudar. Hacía meses que no le había gastado la menor broma sobre la lamentable escena que había tenido lugar entre los dos en la prisión yanqui. Nunca hablaba de Ashley ni del amor que le tenía; ya no hacía observaciones groseras sobre «el deseo que le inspiraba». Pensando que valía más no buscar tres pies al gato, no tardó en aclarar la razón de sus frecuentes encuentros. Por otra parte, había llegado a la conclusión de que Rhett, no teniendo gran cosa que hacer, fuera del juego, y no conociendo a demasiadas personas interesantes en Atlanta, buscaba únicamente su compañía para charlar con una persona simpática.

Aparte de los motivos que pudiera haber, Scarlett estaba encantada de verlo tan frecuentemente. Él la oía quejarse de un cliente que no le pagaba o de uno bueno que había perdido, de las estafas del señor Johnson o de la incompetencia de Hugh. La felicitaba por sus méritos, mientras Frank se contentaba con una sonrisa indulgente y Pittypat exclama: «¡Dios mío!», con aire desesperado. Aunque él se excusaba diciendo que no le había rendido ningún buen servicio, estaba persuadida de que muchas veces le hacía realizar buenas operaciones, ya que conocía íntimamente a todos los yanquis y carpetbaggers adinerados. Sabía a qué atenerse y no se confiaba;, pero cada vez que le veía surgir de un camino arbolado montado en un gran caballo negro, se ponía de buen humor. Cuando, tras coger las riendas del coche, le soltaba alguna impertinencia, se sentía rejuvenecida y, a pesar de sus preocupaciones y de su abultada figura, tenía la impresión de ser otra vez una mujer seductora. Le decía casi todo lo que le venía a la imaginación, sin cuidarse de disimular su verdadera opinión, y no evitaba nunca hablar de cualquier tema, como hacía con Frank o hasta con Ashley. ¡Claro que en sus conversaciones con Ashley había tantas cosas que el honor impedía revelar! Era agradable tener un amigo como Rhett, ahora que él había decidido, por lo que fuera, entenderse tan bien con ella. Sí, era muy agradable, muy tranquilizador. ¡Tenía ya tan pocos amigos!

—Rhett —le preguntó con vehemencia, poco tiempo después del ultimátum de tío Peter—, ¿por qué esta gente de la ciudad me trata mal y habla tanto de mí? Entre los carpetbaggers y yo, no tienen otro tema de conversación. Nada malo he hecho, y…

—Si no lo ha hecho usted es porque no se le ha presentado ocasión. Se deben dar cuenta de eso, y…

—¿Quiere usted hablar en serio? ¡Me da una rabia todo esto! Sólo he querido ganar algún dinero, y…

—Sí, usted ha buscado sencillamente no obrar como las demás señoras, ¡y a fe mía que lo ha logrado! Ya le he dicho que la sociedad no quiere que nadie se destaque. Es el único pecado que no perdona. ¡Desdichado del que es diferente de los demás! Y, además, Scarlett, el simple hecho de que su serrería le vaya bien es una injuria para todo hombre que ve sus negocios de capa caída. Recuerde usted que una mujer bien educada debe estarse en su casita sin saber lo que ocurre por ese mundo brutal de los hombres de negocios.

—Pero, si me hubiera quedado en casa, hace mucho tiempo que tal vez no tendría casa.

—A pesar de todo, Scarlett, debería usted haberse quedado en casa, dejándose morir de hambre elegantemente y con orgullo.

—¡A otro perro con ese hueso! Mire usted, por ejemplo, a la señora Merriwether: vende pasteles a los yanquis, lo que aún es peor que dirigir una serrería. La señora Elsing hace trabajos de costura y tiene gente en pensión. Fanny pinta unas cosas horrorosas en porcelana, que a nadie le gustan, pero que todos compran para ayudarla, y…

—No, no es lo mismo, amiga mía. Todas esas señoras no ganan dinero y, por consiguiente, ño hieren el orgullo sudista de los hombres de su alrededor. Éstos pueden decir siempre: «¡Pobrecillas, cómo se afanan! Más vale dejarlas que crean que sirven para algo». Además, esas señoras que dice usted no se alegran en modo alguno de tener que trabajar. Ya tienen buen cuidado en hacer saber que sólo trabajan en espera del día que venga a descargarlas de un peso que no está hecho para sus frágiles hombros. Por eso se apiadan todos de su suerte. Y a usted, al contrarío, se le ve que está encantada con el trabajo y no parece hallarse muy dispuesta a dejar que un hombre la sustituya. ¿Cómo quiere usted que le tengan lástima? Atlanta no la perdonará jamás. ¡Es tan agradable apiadarse de la gente!

—Ya veo que no puede usted decir nada en serio.

—¿No ha oído usted nunca ese refrán oriental: «Los perros ladran, pero la caravana sigue su camino»? Deje que ladren, Scarlett. Temo que nadie pueda detener su caravana. —Pero ¿por qué me reprochan que gane algún dinero?

—No puede usted tenerlo todo. Siga usted ganando dinero igual que un hombre y encontrando rostros fríos por donde vaya, o bien conviértase en una mujer pobre y encantadora y tendrá un montón de amigos. Me parece que usted ya ha elegido.

—No quiero ser pobre —se apresuró a declarar Scarlett—. Pero… he escogido bien, ¿no es verdad?

—Sí, el dinero es para usted lo primero.

—Exacto, me importa más que cualquier otra cosa.

—En estas condiciones, no se ha engañado usted. Ahora que su elección comporta una sanción, como la mayoría de las cosas que a usted le gustan: la soledad.

Scarlett calló un instante para reflexionar. Tenía razón Rhett: se encontraba un poco sola, le faltaba una compañía femenina. Durante la guerra solía desahogarse con Ellen, en los momentos de mal humor. Después de morir Ellen, tuvo a Melanie, aunque ella y Melanie no tuvieran otra cosa en común que la dura labor de Tara. Pero, ahora, no tenía a nadie, pues tía Pittypat no servía para nada más que para comadrear.

—Me parece —empezó Scarlett con voz vacilante— que siempre me ha faltado una compañía femenina. No hay nada como mis ocupaciones para atraerme la antipatía de las mujeres de Atlanta. Nunca me han querido. Fuera de mi madre, ninguna mujer me ha tenido verdadero afecto. Ni mis hermanas siquiera. No sé de qué dependerá, pero incluso antes de la guerra, incluso antes de casarme con Charles, las mujeres no encontraban bien nada de lo que yo hacía Yo…

—Se olvida usted de la señora Wilkes —la interrumpió Rhett, con la mirada chismeante de malicia—. Siempre la ha defendido ante todos y contra todo y seguirá haciéndolo, a menos que no cometa usted un crimen.

«Ha llegado a aprobar uno que he cometido», se dijo Scarlett interiormente.

—¡Bah! ¡Melanie! —añadió en voz alta, con una risa de desprecio—. No me hace mucho honor que haya sido la única en encontrar bien lo que hacía. ¡No tiene más seso que un chorlito! No sabe lo que es sentido común…

Cesó de hablar de pronto, turbada.

—Si supiera lo que es sentido común, no encontraría tan bien muchas cosas —terminó Rhett—. Usted sabe más que yo en este capítulo.

—¡Oh! ¡Malditos sean usted y sus groserías!

—Esa injustificada salida no vale la pena de tomarla en cuenta. Continuemos. Métase esto en la sesera. Si continúa siendo diferente a las otras, se la arrinconará no sólo por las personas de su edad, sino por la generación de sus padres y lo mismo por la de sus hijos. Nunca la entenderán y les chocará todo lo que haga. Y sin embargo sus abuelos hubieran estado sin duda orgullosos de usted y habrían dicho: «¡No puede negar la sangre!». En cuanto a sus nietos, suspirarán de envidia y dirán: «¡Ha debido ser cosa seria la abuela!», y, naturalmente, querrán imitarla.

Scarlett se echó a reír de buena gana.

—¡Qué cosas tiene usted siempre! Mire, mi abuela Robillard… Cuando me portaba mal, mamá me lo decía y me metía miedo… Iba más tiesa que un palo y le aseguro que no gastaba bromas. Y, ya ve usted, se casó tres veces y un montón de hombres se batieron por ella. Se ponía colorete, llevaba unos vestidos hasta allá de escotados y debajo de ellos no se ponía… no se ponía gran cosa, vaya…

—¡Y a usted se le caía la baba de admiración y no pensaba más que en imitarla!… Pues yo, por parte de los Butler, he tenido un i abuelo que era pirata.

—¿Y que hacía sufrir a la gente el martirio de la tabla?

—No se pararía en barras, sin duda, cuando era un medio de arramblar con dinero. En todo caso, debió ganar suficiente, ya que dejó una bonita fortuna a mi padre. En la familia siempre hemos tenido mucho cuidado en llamarle «el navegante». Lo mataron en el curso de una riña, en una taberna, bastante antes de que yo naciera. No tengo para qué decirle que su muerte fue un gran alivio para sus hijos, pues el caballero andaba casi siempre borracho y cuando le daba por hablar se ponía a evocar recuerdos que ponían a sus oyentes los cabellos de punta. ¡Ah, pero yo le he admirado mucho y he puesto bastante más empeño en imitarle que en imitar a mi padre! Mi padre, ya comprenderá usted, es una persona encantadora, lleno de principios religiosos y de principios simplemente… Ya me entiende usted. Estoy convencido, Scarlett, de que sus hijos no aprobarán su conducta, del mismo modo que la señora Merriwether, la señora Elsing y sus retoños. Sus hijos serán probablemente unos seres dulces y tranquilos, como lo son en general los de los que tienen un carácter de temple. Y lo peor que puede pasarles es que usted, igual que las demás madres, quiera a toda costa evitarles las pruebas que ha pasado usted. No les hará provecho. Las pruebas, la adversidad, forman a la gente o la destrozan. Así que tendrá que esperar a contar con la aprobación de sus nietos.

—No sé a quién se parecerán nuestros nietos.

—¿Qué ha querido decir usted con eso de «nuestros nietos»? ¿Que usted y yo tendremos nietos comunes? ¡Vaya, señora Kennedy!

Scarlett se dio cuenta de su error de expresión y enrojeció. Sin embargo, su vergüenza provenía sobre todo de que su chanza le había recordado bruscamente la realidad. Había olvidado que estaba embarazada. Ni ella ni Rhett habían hecho la más mínima alusión a su estado. En su compañía siempre había tenido cuidado de mantener su abrigo recogido Con las manos, hasta en los días más calurosos, diciéndose que así nada podía advertirse. Pero ahora la rabia de pensar que estaba encinta y que Rhett lo sabía, tal vez, le daba verdadero vértigo.

—Bájese del coche, desvergonzado —le dijo con voz temblorosa.

—No lo haré —respondió Rhett, sin perder la calma—. Va a oscurecer antes de que llegue a casa y me han dicho que una nueva colonia de negros ha venido a instalarse por aquí, en chozas y tiendas de campaña. Unos negros poco recomendables, a lo que parece. No veo qué interés tiene usted en dar ocasión a los exaltados afiliados del Ku Klux Klan para ponerse sus atavíos nocturnos e irse a dar una vuelta.

—¡Baje usted! —gritó Scarlett, tratando de arrebatarle las riendas; pero en aquel momento sintió que le daban náuseas.

Rhett paró en seguida el caballo, alargó dos pañuelos limpios a Scarlett y le sostuvo la cabeza mientras se inclinaba fuera del coche. Durante algunos instantes tuvo la impresión de que el sol poniente, cuyos oblicuos rayos jugaban a través de las hojas nuevas, zozobraba en un torbellino de colores verde y oro. Cuando le pasó el malestar, hundió el rostro en sus manos y se echó a llorar. No solamente acababa de vomitar delante de un hombre, lo que para una mujer era la peor humillación, sino que, al mismo tiempo, le había dado una prueba de su embarazo. Le pareció que ya nunca osaría mirar a Rhett cara a cara. Pensar que esto le había ocurrido precisamente delante de él, de ese Rhett que no tenía respeto por ninguna mujer… Mientras seguía sollozando, esperaba que él le soltara una de sus bromas groseras que no podría olvidar.

—No se haga la tonta —dijo Rhett tranquilamente—. Es demasiado necio llorar de vergüenza. Vamos, Scarlett, ya no es usted una niña. ¿Cree usted acaso que estoy ciego? Ya sé que está usted encinta.

—¡Oh! —exclamó Scarlett, horrorizada, apretando las manos contra su rostro y poniéndose colorada. Esta palabra la aterrorizaba. Frank evitaba siempre hablarle de «su estado». Gerald había encontrado una fórmula llena de tacto para definir aquello, y de una mujer encinta decía que estaba «en familia». Y, en general, todas las señoras llamaban a esto «tener dificultades».

—Es un poco simplista imaginarse que basta con taparse con el abrigo para que uno no se dé cuenta de nada. Pero Scarlett, ¡si lo sabía perfectamente!… ¿Por qué, entonces…? Rhett calló bruscamente, después tomó las riendas y con un chasquido, puso en marcha el caballo. Por último, se puso ha hablar con voz monótona, que no era desagradable al oído de Scarlett, y, poco a poco, el terroso rostro de la joven recuperó su color.

—No creía que fuera capaz de molestarse hasta ese punto, Scarlett. Creía que era una persona razonable y me he engañado. No sabía que era usted tan tímida. Bien, temo no haber estado muy galante. Ya sé que no soy galante, puesto que la vista de una mujer embarazada no me molesta lo más mínimo. Creo que no hay razón para no tratarlas como a seres normales y no veo por qué mis ojos pueden mirar al cielo, o la tierra, o lo que sea y no podrían detenerse en un vientre. Tampoco veo por qué tengo que lanzarles esas miradas furtivas, de reojo, que siempre me han parecido el colmo de la indecencia. Sí, ¿por qué todas esas gazmoñerías? Es un estado perfectamente normal. En ese aspecto, los europeos son mucho más inteligentes que nosotros. Ellos felicitan a las futuras madres. No recomendaría a nadie llegar a este extremo, tal vez; pero, en fin, es una actitud más sensata que fingir ignorar la cosa. Le repito que se trata de un estado normal y que las mujeres deberían estar orgullosas, en vez de encerrarse tras de sus puertas, como si hubieran cometido un crimen.

—¡Orgullosas! —exclamó Scarlett, con voz ahogada—. ¡Orgullosas!

—¿Así que no está usted orgullosa de tener un hijo?

—¡Oh, no, por Dios! Me dan horror los niños.

—¿Quiere usted decir los niños… de Frank?

—No…, los niños de cualquiera.

Durante un instante Scarlett se indignó contra sí misma por este nuevo error de expresión, pero Rhett siguió hablando tranquilamente como si nada hubiera notado.

—En esto no nos parecemos. Me gustan mucho los niños.

—¿Le gustan a usted? —exclamó Scarlett, tan sorprendida por esta confesión que olvidó su disgusto—. ¡Qué gran mentiroso!

—Pues sí: me gustan los niños, hasta que empiezan a crecer y se ponen a pensar y a mentir como los mayores; en fin, hasta que se mancha su alma. No es nada nuevo para usted. Ya sabe usted cuánto quiero a Wade Hampton, a pesar de que no es lo que debiera.

«Es verdad —pensó Scarlett con aire ensimismado—. Diríase que le gusta jugar con Wade; le hace muchos regalos.»

—Y ahora que hemos aclarado esta espinosa cuestión y que admite usted que va a ser madre en un porvenir no tan lejano, voy a decirle algo que quería comunicarle hace varias semanas. Se trata de dos cosas. La primera es que hace usted mal en ir por ahí sola. Es peligroso. Y usted lo sabe; no es menester que se lo diga. Se lo han dicho mil veces. Si personalmente le es a usted igual ser violada, debe al menos considerar las consecuencias que ello le traería. Su obstinación la expone a ponerse en una situación tal, que sus heroicos conciudadanos se vean en el caso de vengarla, colgando a algunos negros. Y, naturalmente, los yanquis tomarán cartas en el asunto y acabarán por colgar a su vez a alguno de sus buenos amigos. ¿Nunca se le ha ocurrido pensar que una de las razones por las que las señoras de Atlanta no la estiman es porque su conducta constituye una amenaza para sus hijos y sus maridos? Además, si el Ku Klux Klan sigue ocupándose de los negros, los yanquis van a apretarle las tuercas a Atlanta tan bonitamente que Sherman dará la impresión de haber sido un angelito a su lado. Sé bien lo que me digo, porque conozco pe a pa a los yanquis. Por triste que resulte, me consideran como uno de los suyos y no tienen pelos en la lengua para hablar en mi presencia. Están decididos a hacer desaparecer el Ku Klux Klan aunque necesiten prender fuego a la ciudad de arriba abajo y colgar a un hombre de cada diez. No le convendría eso. Saldría usted perdiendo en todos los órdenes; le costaría su dinero. Y luego, que no se sabe nunca cuándo terminan las cosas que empiezan. Confiscaciones, aumento de los impuestos, multas a las mujeres sospechosas… Les he oído sugerir todas estas medidas. El Ku Klux Klan…

—¿Conoce usted a la gente que forma parte de él? ¿Es que Tommy Wellburn, o Hugh, o…

Rhett se encogió de hombros con impaciencia.

—¿Cómo voy a saberlo? Yo soy un renegado, un cualquier cosa…, un scallawag… ¿Soy acaso alguien para saber esas cosas? Pero conozco gentes que son sospechosas a los yanquis. A la menor bromita, les va la piel en ello, ya lo sabe. Ya sé que puede que le tenga sin cuidado ver al vecino ir a la horca, pero creo que no le haría gracia perder sus dos serrerías. Ya, ya veo en su aire obstinado que no da crédito a mis palabras y que me oye como quien oye llover. Me contentaré, pues, con decirle esto: tome usted esta pistola y téngala siempre a mano…, y cuando esté en Atlanta ya sabré yo arreglármelas para acompañarla en sus caminatas.

—Entonces, Rhett, ¿es que usted… para protegerme…?

—Sí, querida, sí, para protegerla. Ya conoce usted de sobra mi espíritu caballeresco. —La llamita burlona se puso a chispear en sus ojos y su rostro perdió toda su gravedad—. ¿Y por qué esto? A causa del profundo amor que le profeso, señora Kennedy. Sí, la adoro, no como ni bebo por su causa; pero, como soy una persona decente, igual que el señor Wilkes, no le he dicho nada. ¡Ay! Es usted la mujer de Frank, y el honor me ha impedido hablarle. Pero, lo mismo que el honor del señor Wilkes vacila a veces, también el mío vacila en este momento y le revelo mi secreta pasión y mi…

—Por el amor de Dios, cállese —le interrumpió, irritada, Scarlett, que lo que menos deseaba era que la conversación recayera sobre Ashley y sobre su honor—. ¿Qué tenía que decirme?

—¡Cómo! ¿Cambia usted de conversación en el momento en que le abro mi destrozado corazón, desbordante de amor? Perfectamente: he aquí de qué se trata.

Se apagó su maliciosa mirada y su rostro volvió a adquirir su aspecto serio.

—Debería tener cuidado con su caballo. Es muy indómito y tiene una boca de hierro. Le cansa conducirlo, ¿eh? Vea, si le da por desbocarse, no podría usted sujetarlo. Si la tira a la cuneta, puede matar a su bebé y a usted para colmo. Debería pasarle el bocado lo más fuerte posible, a menos que permita usted que se lo cambie por un caballo más manso.

Scarlett le miró y, ante su aspecto sereno y dulce, su irritación desvanecióse, como se había desvanecido su confusión después de que le había hablado de su embarazo. Rhett había encontrado el medio de tranquilizarla, en un momento en que hubiera deseado morir, y ahora volvía a dar una nueva prueba de gentileza. Sintió un impulso de gratitud hacia Rhett y se preguntó por qué no sería siempre así.

—Sí, es duro de conducir este caballo —afirmó con dulzura—. A veces me duelen los brazos toda la noche a fuerza de haber tirado de las riendas. Bien, haga usted lò que quiera, Rhett, y muchas gracias.

Los ojos de Butler relampaguearon, maliciosos.

—¡Caramba, caramba, qué encantador y femenino! ¡Qué pronto han cambiado sus aires autoritarios! Basta con conocerla para volverla suave como un guante —declaró Rhett.

Scarlett frunció las cejas y volvió a encolerizarse.

—Esta vez va a hacerme el favor de bajarse si no quiere que le dé un latigazo. No sé por qué le soporto…, por qué trato de ser cortés con usted. Es usted un hombre sin educación y sin moral. Es usted un… Bien, ya se está usted bajando. No tengo gana de broma…

Mas cuando él puso pie en tierra y desató su caballo de la trasera del coche, cuando permaneció quieto en medio de la carretera iluminada por el sol poniente y ensayó su más fina sonrisa, Scarlett perdió su aire serio y le devolvió la sonrisa, mientras el coche se alejaba.

Sí, Rhett era un grosero. Pero era también hábil y valía más no tener con él ningún roce. No se sabe nunca si el arma inofensiva que se le ponía en la mano, en un momento de descuido iría a transformarse en una espada del filo más fino. Pero, después de todo, era interesante. Su conversación producía el efecto de una copa de coñac bebida a escondidas.

Los últimos meses, Scarlett había tomado gusto al coñac. Cuando regresaba a casa, por la tarde, mojada por la lluvia, derrengada por una larga caminata en carruaje, sólo la idea de su botella encerrada en el cajón de su buró le daba ánimos. El doctor Meade no había pensado en decirle que una mujer encinta no debía beber, porque nunca podía haberle pasado por la cabeza la idea de que una mujer de su clase pudiera beber otra cosa que vino de moras. Las mujeres tenían derecho a tomar una copa de champaña en una boda o un toddy bien calentito cuando estaban en cama con un catarro. Evidentemente había desdichadas que bebían, lo mismo que había locas que se divorciaban o que pensaban, como la señorita Susana B. Anthony, que las mujeres debían votar. Sin embargo, a pesar de la idea que de Scarlett pudiera tener el doctor Meade, jamás había pensado que pudiera entregarse a la bebida.

Scarlett se había dado cuenta de que un buen vaso de coñac antes de comer le procuraba un gran bienestar y siempre le quedaba el recurso de masticar unos granos de café o de hacer gárgaras con colonia para que le desapareciera el mal aliento. ¿Por qué la gente andaba con tanto cuento a propósito de las mujeres que bebían, mientras los hombres podían embriagarse tranquilamente si les venía en gana? A veces, cuando Frank roncaba a su lado y el sueño le huía y daba vueltas en el lecho pensando en Ashley, en Tara, viendo levantarse ante ella el espectro de los yanquis o de la pobreza, se decía que sin la botella de coñac se habría ya vuelto loca hacía tiempo. Y cuando el calor bienhechor y familiar corría por sus venas, todas sus penas se disipaban poco a poco. A las tres copas, siempre le quedaba el recurso de decirse: «Ya pensaré en estas cosas mañana, cuando tengo fuerza para soportarlas».

Pero ciertas noches ni siquiera el coñac conseguía calmar el dolor que le oprimía el corazón, dolor más fuerte aún que el temor de perder sus serrerías: el pesar de no ver Tara más. Atlanta, con su animación, sus edificios modernos, sus rostros extraños, sus calles estrechas atestadas de caballos, coches y una multitud atareada, parecía a veces hacerle olvidar el mal que la devoraba. Le gustaba Atlanta, pero… ¡Oh, volver a la paz exquisita, a la paz pastoral de Tara, a los campos rojizos bordeados de pinos oscuros! ¡Volver a Tara y vivir allí como fuera! ¡Estar cerca de Ashley, volver a verlo, oírle hablar, estar sostenida por la conciencia de su amor! Cada carta de Melanie diciéndole que todos seguían bien, la menor palabra de Will dándole cuenta de la marcha de la labor y de la siembra o del estado del algodón, reavivaba su deseo de volver allí.

«Iré a Tara en junio. Después de esta fecha ya no podré vivir aquí. Iré a pasar dos meses en mi casa.» Y a este pensamiento su corazón latía de contento.

Y, en efecto, volvió a su casa en junio, pero no de la manera que había pensado, sino porque, a comienzos de aquel mes, un breve mensaje de Will le hizo saber la muerte de Gerald.