37

Una húmeda y tormentosa noche de abril, Tony Fontaine, que había llegado de Jonesboro en un caballo blanco cubierto de espuma y medio muerto de fatiga, se presentó a llamar a la puerta, despertando sobresaltadamente a Frank y a su mujer. Entonces, por segunda vez en cuatro meses, Scarlett hubo de medir todas las consecuencias de la Reconstrucción y comprender exactamente aquello a que Will había hecho alusión al decir: «Nuestras fatigas no han hecho más que empezar», reconociendo la exactitud de las sombrías palabras pronunciadas por Ashley, en la puerta de Tara barrida por el viento: «Lo que nos espera es peor que la guerra, peor que la prisión, peor que la muerte».

Su primer contacto con la Reconstrucción databa del día en que ella se había dado cuenta de que Jonnas Wilkerson podía echarla de Tara con ayuda de los yanquis. Pero esta vez la llegada de Tony vino a abrirle los ojos de un modo más tremendo aún. Estaba oscuro y llovía fuerte. Llamó Tony y minutos más tarde, se hundía para siempre en la noche. Sin embargo, en el curso de aquel breve intervalo, tuvo tiempo de alzar el telón sobre una nueva escena de horror, sobre una de las terribles escenas que Scarlett creía disipadas para siempre.

Aquella noche tormentosa en que el aldabón golpeaba violentamente la puerta, Scarlett, echándose por encima su peinador, se inclinó sobre el vano de la escalera, entreviendo el rostro descompuesto de Tony antes de que éste hubiese apagado la luz que Frank tenía en la mano. Bajó a tientas los escalones para ir apretarle la mano y le oyó murmurar en voz baja: «Me persiguen… Me he escapado de Jonesboro… Mi caballo no puede más y me muero de hambre… Ashley me ha dicho… No encienda la luz… No despierte a los negros… No quiero atraer peligros sobre ustedes…»

Una vez bien cerradas las maderas de la cocina y echadas todas las cortinas, consintió al fin en que se encendiese un poco de luz y se puso a hablar a Frank con frases nerviosas, entrecortadas, en tanto Scarlett se afanaba en prepararle una improvisada comida.

No tenía abrigo y estaba calado hasta los huesos. Tampoco traía sombrero y sus cabellos negros se le pegaban a la frente estrecha. Sin embargo, en sus vivos ojos, los ojos de los mozos Fontaine, brillaba una llamita alegre que, esta noche, le daba a uno frío. Scarlett le miró tragar a grandes sorbos el whisky que le había traído y dio gracias al Cielo por el hecho de que tía Pittypat roncara pacíficamente en su cuarto: se habría desvanecido ante una aparición semejante. —Un cerdo…, un scallawag menos —dijo, tendiendo su vaso, para que se lo llenasen de nuevo—. He hecho una escapada de todos los diablos; pero es el caso que peligra mi cabeza si no me largo de nuevo inmediatamente. Y merece la pena, ¡qué caramba! Voy a ver si puedo pasar la frontera de Texas y hacer que no vuelvan a acordarse de mí. Ashley estaba conmigo en Jonesboro y ha sido él quien me ha aconsejado que venga a casa de ustedes. Mire a ver, Frank, si le es posible procurarme un caballo de refresco y algo de dinero. El caballo que traigo no puede más… He hecho todo el camino a marchas forzadas y…, como un imbécil, me salí de casa sin capa, sin sombrero y sin un centavo. Y no es que nos sobrase el oro, allá abajo…

Se echó a reír, lanzándose vorazmente sobre una mazorca de maíz frío y un plato de nabos recubiertos por una capa de grasa helada.

—Puede usted llevarse mi caballo —dijo Frank con calma—. Tengo en el bolsillo diez dólares, pero si quiere esperar a mañana por la mañana…

—¡Que si quiero esperar!… —exclamó Tony, enfáticamente, pero sin abandonar su buen humor—. Deben de venir pisándome los talones; no crea que les saco tanta ventaja. De no haber sido por Ashley, que me ha cogido del cuello haciéndome salir a toda prisa, me hubiera quedado quieto como un imbécil y a estas horas estaría balanceándome de una cuerda. Es un buen muchacho ese Ashley.

De modo que Ashley se encontraba implicado en aquel peligroso enigma. Scarlett sintió que la sangre se le helaba en el corazón. Sin darse cuenta, se llevó la mano a la garganta. ¿Se habrían apoderado de Ashley los yanquis? Pero ¿por qué Frank no pedía explicaciones? ¿Por qué tomaba todo esto con tanta flema?

—¿Qué?… ¿Qué… —consiguió tartamudear.

—El antiguo administrador de su padre…, ese condenado Jonnas Wílkerson.

—¿Qué pasa? ¿Es que ha muerto?

—Caramba, Scarlett O’Hara —exclamó Tony, malhumorado—. ¿Es que iba a contentarme con hacerle un pequeño arañazo con mi cuchillo, habiéndoseme metido en la cabeza arreglar mis cuentas con él? No, por Dios. Eso está liquidado.

—Tiene usted razón —dijo Frank con desgana—. Nunca me ha sido simpático ese individuo.

Scarlett miró a su marido. No se trataba ya de aquel Frank timorato que ella conocía, el ser nervioso que pasaba las horas mordisqueándose los bigotes y se dejaba conducir tan fácilmente por malos caminos.

Había en Frank algo firme y resuelto, y no se mostraba dispuesto a perder el tiempo con palabras inútiles. Era un hombre. Y Tony era un hombre también, y en esta circunstancia en que mediaba la violencia, una mujer no tenía ni voz ni voto.

—Pero ¿es que… Ashley…?

—No. Él quería matarlo, pero yo le he dicho que éste era asunto mío, porque Sally es mi cuñada. Y terminó por comprender que tenía razón. Me ha acompañado a Jonesboro para estar allí si Wilkerson me hubiera cogido primero. Pero no me parece que el buen Ashley esté inquieto. Espero que no. ¿Es que no tienen compota para ponerle a esta mazorca? ¿No podrían darme algo más para llevarme?

—¡Me va a dar un ataque si no me lo cuenta usted todo!

—Espere, para el ataque, a que yo me haya ido, si es que tiene empeño en ello. Todo se lo contaré en tanto que Frank ensilla el caballo. Ese… Wilkerson ha fastidiado ya bastante. No tengo que decirle las tonterías que ha hecho. Lo cual no es sino una muestra de su inclinación por la crápula. Pero lo peor de todo era el modo que tenía de excitar a los negros. Si alguien me hubiera dicho que un día yo iba a odiar a los negros, no lo hubiera creído. ¡El diablo cargue con sus negras almas! Toman por evangelio todo lo que les dicen esos canallas y olvidan lo que por ellos hemos hecho aquí abajo. Hoy los yanquis hablan de concederles el derecho de voto y, en cambio, a nosotros nos lo niegan. Mire, en el Condado apenas hay un puñado de demócratas que no se vean tachados de las listas electorales, ahora que los yanquis han puesto de lado a todos los que combatieron en las filas del Ejército confederado. Si dejan votar a los negros, estamos listos. ¡Pero, en fin, Dios mío, nuestro Estado es nuestro y no de los yanquis! Esto no se puede tolerar. Y no lo toleraremos. Nos pondremos enfrente, aunque ello signifique empezar de nuevo la guerra. Pronto tendremos jueces negros, legisladores negros…, gorilas negros salidos de la jungla…

—De prisa…, por favor. ¿Qué ha hecho?

—Déme un poco más de eso antes de envolverlo. Pues bien, empezó a esparcirse el rumor de que Wilkerson iba un poco demasiado lejos con sus principios de igualdad. ¿Qué quiere usted? Conferenciaba horas y horas con esos cretinos… En resumidas cuentas, tuvo el descoco de… —Tony se detuvo a tiempo—. Sí, el descoco de pretender que los negros tenían derecho a… a… unirse con mujeres blancas.

—Por Dios, Tony, no…

—Pues sí ¡caramba! No me extraña que ponga usted esa cara aterrorizada. Pero es necesario, con todo, que esté al corriente. Los yanquis les han contado esto a los negros de Atlanta.

—No sabía tal cosa.

—Entonces, es que Frank no ha querido hablar de ello. En todo caso, a consecuencia de esto, quedamos todos convenidos en hacer una visita… nocturna al señor Wilkerson y despacharlo de una vez; pero antes de haber podido ejecutar nuestro proyecto… ¿Se acuerda usted de aquel mocetón negro, Eustis, el que fue nuestro capataz?

—Sí.

—Pues bien, hoy mismo ha entrado en la cocina mientras Sally preparaba la cena y… no sé lo que le ha dicho. Tengo, por otra parte, la impresión de que no he de saberlo nunca; pero de todos modos algo le ha dicho y yo mismo he oído a Sally lanzar un grito. Entonces me he precipitado a la cocina y he encontrado a Eustis, borracho como un cerdo… Perdón, Scarlett…

—Continúe.

—Entonces he acabado con él de un pistoletazo y, cuando ha llegado corriendo la madre para atender a Sally, he saltado a la silla y he partido para Jonesboro a la busca de Wilkerson. Él era el culpable. De no ser él, jamás al pobre bruto se le hubiera ocurrido… Junto a Tara, me encontré a Ashley, el cual me acompañó, naturalmente. Me dijo que, después de lo que Wilkerson había tratado de hacer en Tara, quería arreglarle él mismo las cuentas. Por mi parte le repliqué que ello era a mí a quien me incumbía, porque Sally era la mujer de mi hermano muerto en la guerra. Todo el camino hemos ido discutiendo. Al llegar a la ciudad, he aquí que me doy cuenta de que no había cogido mi pistola. Me la había dejado en la cuadra. Estaba tan lleno de ira, que se me había olvidado.

Aquí se detuvo y mordió con toda su alma la mazorca de maíz que ahora comía. Scarlett se estremeció. La rabia asesina de los Fontaine se había hecho legendaria en el Condado, mucho antes de empezar aquel nuevo capítulo.

—No tuve más remedio que liquidarlo de una cuchillada. Lo encontré en el café. Le hice retroceder hasta un rincón, en tanto que Ashley mantenía a los otros en actitud prudente, y antes de agujerearle el pellejo tuve tiempo de explicarle el porqué de querer suprimirle. La cosa acabó antes de que pudiera darme cuenta —declaró Tony con aire pensativo—. Después, no me acuerdo de mucho, si no es de que Ashley me hizo subir de nuevo a caballo y me dijo que viniese a casa de ustedes. Para estas ocasiones, Ashley vale un mundo. Sabe conservar toda su sangre fría.

Volvió Frank, con el capote al brazo, y se lo tendió a Tony. Era su único abrigo, un abrigo bueno y caliente, pero Scarlett no protestó. El sentido y alcance de este asunto, estrictamente masculino, parecía serle inasequible.

—Pero, Tony…, es que le necesitan a usted en casa. Sin duda, si volviera y explicase…

—Se ha casado usted con una loca, Frank —lanzó Tony con una sonrisa, esforzándose al mismo tiempo en encajarse el capotón—. Scarlett imagina que los yanquis le van a dar confites a uno por haber defendido a uno de sus parientes contra un negro. La recompensa sería unos palmos de cuerda. Abráceme, Scarlett. Frank no se enfadará. Es muy posible que no nos volvamos a ver nunca. Texas está lejos y no me arriesgaré a escribir. Luego que haya partido, hagan decir a mi familia que toda iba bien cuando salí.

Scarlett permitió a Tony que la abrazase. Los dos hombres salieron y quedaron charlando un momento en la terraza trasera. En seguida se oyó el ruido de un caballo que partía al galope. Tony se había marchado. Scarlett entreabrió la puerta y distinguió a Frank, que llevaba a la cuadra un caballo jadeante. Volvió a cerrar la puerta y se sentó, temblándole las rodillas.

Por lo demás, ella sabía muy bien bajo qué aspecto se presentaba la Reconstrucción; lo sabía tan bien como si la casa se hubiera visto atacada por una banda de salvajes medio desnudos. Ahora, una multitud de recuerdos la asaltaba. Veníanle a la mente muchas cosas en que apenas había parado atención estos últimos tiempos, conversaciones que había oído, pero no seguido con atención, discusiones de hombres, interrumpidas por su presencia, pequeños incidentes a los cuales no había concedido ninguna significación en su tiempo, advertencias que Frank le prodigaba vanamente para ponerla en guardia contra los peligros de ir al aserradero bajo la sola protección de tío Peter. Ahora, todos estos recuerdos concordaban y se fundían en una imagen terrorífica.

Los negros sostenidos por las bayonetas yanquis, eran los amos de la situación. «Me pueden matar, me pueden violar. Y ¿quién castigaría a los culpables?» Cualquiera que intentase una venganza estaría perdido, sin formalidades siquiera de juicio. Los oficiales yanquis se cuidarían tan poco de respetar la ley como de conocer las circunstancias del crimen, y ello no sería obstáculo para ahorcar a un sudista, sin otra forma de proceso.

«¿Qué podemos hacer? —se dijo, retorciéndose las manos, desesperada—. ¿Cuál será nuestra suerte con esos demonios, que no dudarían en colgar a un buen muchacho como Tony Fontaine, por haber defendido a las mujeres de su familia contra un borracho y un crapuloso?»

«No se puede tolerar esto, ha dicho Tony, y tiene razón. Pero ¿qué habrán de hacer los sudistas, reducidos a la impotencia, sino doblar el espinazo?» Y Scarlett empezó a temblar de miedo y, por primera vez en su vida, comprendió que las gentes y los acontecimientos tenían existencia real fuera de ella misma y que Scarlett O’Hara no era la única cosa que tenía valor en el mundo. Había, sí, en todo el Sur, miles de mujeres en el mismo caso que ella, miles de mujeres desarraigadas y sin defensa. Y había también miles de hombres que, habiendo depuesto las armas en Appomatox, las habían cogido de nuevo y estaban prestos a jugarse la vida de un minuto a otro por volar en socorro de estas mujeres.

En la cara de Tony había sorprendido ella algo, algo reflejado después en la de Frank, una expresión que había notado recientemente en el rostro de otros hombres de Atlanta, pero que hasta ahora no se había preocupado en analizar. Era una expresión muy distinta de aquel aire lúgubre y profundamente desanimado que se veía en los hombres que volvían a sus casas tras de la rendición. Entonces no pensaban sino en volver a sus hogares; pero ahora, ahora tenían de nuevo un objetivo, sus nervios se desentumecían, se reanimaba la antigua llama. Pensaban como Tony, con fría resolución: «¡Esto no puede tolerarse!».

Scarlett había visto a esos hombres del Sur, encantadores y peligrosos antes de la guerra, rudos e intrépidos en los últimos días de la lucha desesperada. Sin embargo, en el rostro de aquellos hombres, en las miradas que habían cambiado al vacilante resplandor de la bujía, había habido algo diferente, algo que la había reconfortado y horrorizado al mismo tiempo: un furor indescriptible con palabras, una voluntad que nada podía detener.

Por primera vez sintió como un lazo de parentesco con las gentes que la rodeaban, sintió que compartía sus temores y su amargura y que tenía la misma voluntad. ¡No, eso no podía tolerarse! Era demasiado hermoso el Sur para dejarlo desaparecer sin combate, para permitir a los yanquis que lo aplastaran bajo sus botas. El Sur era una patria demasiado querida para abandonarla a aquellos zotes de negros, ebrios de whisky y de libertad.

Pensando en la brusca llegada de Tony y en su precipitada marcha, Scarlett se sintió emparentada también con él. Recordaba cómo su padre había huido de Irlanda, de noche, a consecuencia de un crimen que ni él ni su familia consideraban como tal. La sangre hirviente de Gerald corría por sus venas. Se acordó de la alegría que había experimentado matando al desertor yanqui. La misma sangre hirviente corría por las venas de todos esos hombres cuya cortés apariencia disimulaba la violencia a flor de piel. Todos los hombres que la conocía se parecían, hasta Ashley el soñador, hasta el timorato Frank, hasta Rhett, que, a pesar de ser un canana sin escrúpulos, había matado a un negro porque «había faltado al respeto a una mujer».

Cuando Frank, chorreante de lluvia, entró tosiendo, Scarlett se levantó de un salto.

—¡Oh, Frank! ¿Cuánto va a durar esto?

—Tanto como nos odien los yanquis, queridita. —¿No puede hacerse nada, entonces?

Frank se pasó la mano por la barba empapada.

—Sí, nos ocupamos de ello.

—¿Sí?

—¿Para qué hablar? Aún no hemos logrado nada. Tal vez nos lleve unos cuantos años. Tal vez… el Sur seguirá siempre así.

—No, eso no.

—Vamos a acostarnos, queridita. Debes de tener frío, estás tiritando.

—¡Cuándo podremos ver el fin de todo esto!

—Cuando se nos conceda de nuevo derecho a votar, pequeña. Cuando todos los que se han batido por el Sur puedan meter en la urna una papeleta de voto con el nombre de un sudista y de un demócrata.

—¡Una papeleta de voto! —exclamó Scarlett—. ¿Para qué sirve todo eso, si los negros se han vuelto locos y los yanquis los han levantado contra nosotros?

Frank empezó a darle explicaciones con su acostumbrada lentitud, pero la idea de que esas papeletas de voto podían acabar con todos aquellos males era demasiado complicada para ella. Además, ella no hacía otra cosa que pensar en Jonnas Wilkerson, que ya no sería una amenaza para Tara, y en Tony.

—¡Oh, pobres Fontaine! —exclamó—. ¡No queda más que Alex, y hay tanto trabajo en Mimosa! ¿Por qué no se le habrá ocurrido a Tony la buena idea de… de hacerlo por la noche, cuando nadie habría podido saber quién era? Sería más útil en su casa durante las labores de primavera que en Texas.

Frank le pasó el brazo por la cintura. Generalmente temblaba al hacerlo así, con una emoción anticipada; pero esta noche su brazo se mantenía firme y sus ojos tenían una mirada ausente.

—En estos momentos hay cosas más importantes que las labores, nena. Se trata, para empezar, de inspirar a los negros un saludable terror y de dar una lección a los yanquis. Mientras queden muchachos del temple de Tony no tendremos que alarmarnos demasiado por el Sur. Vamos a acostarnos.

—Pero, Frank…

—A condición de marchar codo con codo y de no dar ocasión alguna a los yanquis, creo que el día que menos te imagines habremos ganado. No te devanes los sesos, pequeña. Ten confianza en los hombres que te rodean. Los yanquis acabarán por cansarse de perseguirnos cuando vean que no llegan a quebrantar nuestra resistencia. Todo acabará por quedar como antes y podremos vivir y educar a nuestros hijos honorablemente.

Scarlett pensó en Wade y en el secreto que guardaba hacía varios días. No, ella no quería educar a sus hijos en ese infierno de violencia, de pobreza, de odio y de inseguridad. Por nada del mundo quería que sus hijos conociesen lo que ella había conocido. Ella deseaba vivir en un mundo bien ordenado en que pudiese mirar el porvenir con confianza, cierta de que sus hijos tendrían siempre afecto y amparo, buena comida y excelentes ropas. ¿Y se figuraba Frank que el derecho de voto arreglaría todo eso? ¿El derecho de voto? ¿Para qué servía? Sólo había una cosa que permitiría resistir en cierta medida los golpes del destino: el dinero.

Bruscamente, comunicó a su marido que iba a tener un hijo.

Durante las semanas que siguieron a la fuga de Tony, destacamentos de soldados yanquis vinieron en diversas ocasiones a registrar la casa de tía Pittypat. Se presentaban sin prevenirla y a cualquier hora, recorrían todas las habitaciones, le hacían mil preguntas, abrían los armarios, miraban bajo las camas. Las autoridades militares habían oído decir que Tony había debido refugiarse en casa de la señorita Pittypat y estaban persuadidos de que allí seguía todavía o que se escondía por alguna parte de la vecindad.

No sabiendo nunca cuándo iba a irrumpir en su casa un oficial con un pelotón de hombres, tía Pittypat estaba continuamente «en un estado» tal, según la expresión de tío Peter, que ni Frank ni Scarlett le contaron la corta visita de Tony. Así que hablaba de buena fe cuando decía para disculparse que no había visto a Tony Fontaine más que una vez en su vida, el año 1862 por Navidad.

—Y, ¿sabe usted? —añadía con voz entrecortada por la emoción—, estaba completamente borracho.

Scarlett, que soportaba mal su embarazo, vivía entre un odio feroz hacia los uniformes azules y el miedo de que Tony se dejara coger y revelara el papel jugado por sus amigos. Las prisiones estaban llenas de gente que había sido detenida con menos motivo. Sabía que si acababan por descubrir la más mínima cosa, ella y Frank serían encarcelados, lo mismo que la inocente Pittypat.

Durante cierto tiempo se había hablado mucho en Washington de confiscar todos «los bienes de los rebeldes» para pagar las deudas de guerra de los Estados Unidos, y Scarlett se angustiaba pensando que el proyecto pudiera pasar a estudio nuevo. Por otra parte, por Atlanta corría el rumor de que iban a embargar los bienes de todos los que habían violado la ley marcial, y Scarlett temblaba ante la idea de que no solamente ella y Frank corrían el peligro de perder la libertad, sino el de que les quitaran su casa, el almacén y el aserradero. Y aun suponiendo que no se incautaran del negocio, ¿qué sería de éste, desatendido, si Frank y ella perdían la libertad? Odiaba a muerte a Tony por haberle ocasionado todas estas preocupaciones. ¿Cómo había hecho esto a unos amigos? ¿Cómo había podido Ashley darle el consejo de acogerse en su casa? Lo que es ella no ayudaría a nadie más, bien seguro. No le hacía ninguna gracia pensar que los yanquis pudieran de nuevo caer sobre ella como un enjambre de zánganos. No, atrancaría su puerta y no la abriría a nadie, quitando a Ashley, naturalmente. Durante algunas semanas, después de la breve visita de Tony, no se atrevió a pegar ojo. Al menor ruido en la calle ya estaba temiendo que fuera Ashley que se escapaba también a Texas, perseguido por haber ayudado a Fontaine. No sabía a qué atenerse en este punto, porque no osaba hablar en sus cartas de la visita nocturna de Tony. Los yanquis podían interceptarlas y echar la culpa también a los de Tara. Sin embargo, pasaron las semanas sin tener malas noticias y Scarlett adivinó que Ashley había salido del lío. Después, cansados, los yanquis acabaron por dejar tranquila la casa.

Esta vuelta a la normalidad no libró a Scarlett de la angustia en que vivía desde que Tony había llamado a la puerta, angustia peor que los bombardeos durante el asedio, peor que el terror que le inspiraban los hombres de Sherman en los últimos días de la guerra. Parecía que la llegada de Tony en plena noche, mientras rugía la tempestad, la había despabilado, obligándola a constatar lo precario de su existencia.

Aquella fría primavera de 1865, Scarlett no tenía más que echar una ojeada a su alrededor para comprender los peligros que la amenazaban, igual que a todo el Sur. Por más que formara proyectos y combinara planes, por más que trabajara más duramente que sus esclavos lo habían hecho nunca, por más que triunfara de todos los obstáculos y resolviera, gracias a su energía, laboriosidad y sacrificios, problemas a los que su educación no la había acostumbrado, estaba expuesta a verse despojada de un momento a otro del fruto de sus esfuerzos. Y, si ocurría esto, no tendría derecho a ninguna compensación ni indemnización, a menos que los tribunales militares, cuyos poderes eran tan arbitrarios, quisieran oírla. En aquel tiempo sólo los negros gozaban de sus derechos. Los yanquis mantenían el Sur en un estado de postración del que no daban muestras de querer levantarlo. El Sur parecía gemir bajo la mano de un gigante maléfico y los que antes habían tenido influencia estaban ahora más inermes que lo habían estado nunca sus esclavos.

Importantes fuerzas militares permanecían acantonadas en Georgia y en particular en Atlanta. Los comandantes de las tropas yanquis en las diversas ciudades ejercían un poder absoluto sobre la población civil y hacían uso de aquel poder que les confería el derecho de vida y de muerte. Podían encarcelar a los ciudadanos con cualquier pretexto, o hasta sin él. Podían confiscarles los bienes, ahorCharles, hacerles la vida imposible con órdenes contradictorias sobre las operaciones comerciales, los sueldos de los criados, lo que se tenía derecho a decir en público o en privado, lo que se tenía derecho a escribir en los periódicos. Ordenaban la hora y el lugar para vaciar los cubos de la basura y decidían el tipo de canciones que las mujeres y las hijas de los ex confederados podían cantar. El primero que tarareaba «Dixie» o «Bella bandera azul» se hacía culpable de un crimen poco menos grave que el de alta traición. Algunos jefes militares llegaban hasta a negar el permiso de matrimonio a los futuros esposos que no habían prestado el odiado juramento.

La prensa estaba tan amordazada, que nadie podía protestar públicamente contra las injusticias o las depredaciones de los soldados, y toda protesta individual tenía pena de prisión. Las cárceles rebosaban de personalidades que se pudrían en los calabozos esperando ser juzgadas. Los jurados de los tribunales y la ley del «habeas corpus» estaban prácticamente abolidos. Los tribunales civiles todavía funcionaban, pero sometidos por entero al capricho de las autoridades militares, a las que no les importaba demasiado el cambiar las leyes a su gusto. Practicábanse detenciones en masa. A la menor sospecha de haber tenido propósitos sediciosos contra el Gobierno o de ser afiliado al Ku Klux Klan, se iba a la cárcel, y para esto también bastaba con ser acusado por un negro de «haberle faltado al respeto». Las autoridades no exigían pruebas ni testimonios. Bastaba una simple denuncia. Y, gracias a las incitaciones de la Oficina de Hombres Liberados, siempre había negros dispuestos a denunciar a cualquiera.

Los negros aún no habían obtenido el derecho al voto, pero el Norte estaba bien decidido a concedérselo y a hacer de suerte que sus votos le fueran favorables. En tales condiciones, ningún mimo era demasiado para los negros. Los soldados yanquis les apoyaban incondicionalmente y el medio más seguro para un blanco de buscarse complicaciones era dar queja de algún negro.

Ahora, los antiguos esclavos dictaban la ley y, con la ayuda de los yanquis, los menos recomendables y los más ignorantes eran los cabecillas. Los mejores, en cambio, no dejaban de tomar en broma la emancipación y sufrían de todo tan cruelmente como los blancos. Miles de servidores negros que formaban la casta más elevada entre los esclavos permanecían fieles a sus dueños y se rebajaban a hacer trabajos que en otro tiempo hubieran considerado humillantes. Buen número de negros leales, empleados en el campo, se negaban igualmente a hacer uso de su libertad; pero era, sin embargo, entre ellos donde se reclutaban también las hordas de «miserables libertos» que más complicaciones originaban.

En tiempos de la esclavitud, los domésticos y los artesanos despreciaban a esos negros de baja estofa. En todo el Sur, muchas mujeres de colonos igual que Ellen, habían sometido a los negros a una serie de pruebas a fin de seleccionar a los mejores y confiarles puestos en que había que desplegar cierta iniciativa. Los demás, a los que se empleaba en las plantaciones, eran los menos diligentes y los menos aptos para el estudio, los menos enérgicos o los menos honrados, los más viciosos o los más embrutecidos. Y, de ahora en adelante, esta clase de negros, la última de la jerarquía negra, era la que hacía la vida imposible en el Sur.

Ayudados por los aventureros sin escrúpulos que manejaban la Oficina de Hombres Liberados, impulsados por los del Norte, cuyo odio llegaba al extremo del fanatismo religioso, los antiguos campesinos negros se habían encontrado elevados de repente al rango de dominadores y dueños del poder. Y, naturalmente, se conducían como cabía esperar de gente tan poco inteligente. Semejantes a monos o a niños que vivieran en medio de objetos cuyo valor no podían comprender, se entregaban a toda clase de excesos, ya por el placer de destruir, ya por simple ignorancia.

Hay que reconocer, no obstante, en descargo de los negros, que hasta entre los menos inteligentes muy pocos obedecían a malos instintos o a un sentimiento de rencor, y los que así obraban habían sido considerados siempre, y hasta en tiempo de la esclavitud, como «inmundos negros». Pero todos esos libertos no tenían más entendimiento que un niño y se dejaban dominar fácilmente. Habían adquirido, además, el hábito de obedecer, y sus nuevos dueños les daban órdenes de este género: «Vales más que cualquier blanco, así que ya sabes lo que tienes que hacer. En cuanto puedas votar a un republicano, podrás apoderarte de los bienes de los blancos. Es ya como si fueran tuyos. Cógelos, si puedes hacerlo».

Aquellos insensatos consejos les trastornaban el juicio. La libertad se convertía para ellos, pues, en una continua fiesta, en un carnaval de holgazanería, de rapiñas y de insolencias. Los negros del campo invadían las ciudades, dejando los distritos rurales sin mano de obra para las cosechas. Atlanta rebosaba de negros de éstos, que continuaban afluyendo a cientos para transformarse, por efecto de estas nuevas doctrinas, en seres vagos y peligrosos. Amontonados en sórdidas cabanas, la viruela, el tifus y la tuberculosis los diezmaban. Acostumbrados a ser cuidados por sus dueñas, no sabían cómo luchar contra la enfermedad.

En tiempo de la esclavitud, los negros se ponían ciegamente en manos de sus dueños para el cuidado de los niños pequeños y de los ancianos; y ahora no tenían la menor idea de los deberes que les incumbía llenar con los jóvenes y los viejos sin defensa. La Oficina de Liberados se preocupaba demasiado del aspecto político de las cosas para proporcionar a los negros los mismos servicios desinteresados que los antiguos plantadores.

Los negritos, abandonados por sus padres, correteaban por toda la ciudad como bestias aterrorizadas, hasta que los blancos se apiadaban, les abrían la puerta de la cocina y se encargaban de eduCharles. Los viejos campesinos negros, enloquecidos por el movimiento de la gran urbe, sentábanse lamentablemente al borde de las aceras, gritando a las damas que pasaban: «Señora, por favor, mi dueño está en el Condado de Fayette. Él vendrá a buscar a su pobre negro para llevarlo a casa. Ya estamos hartos de esta libertad, señora».

Los funcionarios de la Oficina de Hombres Liberados, desbordados por el número de solicitantes, se daban cuenta demasiado tarde de ciertos errores y esforzábanse en devolver todos aquellos negros a sus antiguos dueños. Les decían que, si querían volver a la tierra, serían tratados como trabajadores libres, con un salario fijo. Los viejos obedecían con alegría, viniendo a complicar la tarea de los colonos que, reducidos a la miseria, no tenían, sin embargo, el valor de no acogerlos; pero los jóvenes se quedaban en Atlanta. No querían oír hablar de trabajo. ¿Para qué trabajar cuando se tiene qué comer? Por primera vez en su vida, los negros tenían la posibilidad de ingerir tanto whisky como querían. Antes, sólo bebían por Navidad, cuando cada uno de ellos recibía su «gota» al tiempo que su aguinaldo. Pero de ahora en adelante tenían no solamente a los agitadores de la Oficina y a los carpetbaggers para embriagarlos, sino que las copiosas libaciones de whisky y los actos de violencia se hacían inevitables. Ni la vida ni los bienes de los ciudadanos se hallaban seguros, y los blancos, sin la protección de la ley, estaban aterrorizados. Los negros, borrachos, insultaban a todo el mundo en plena calle. De noche incendiaban las granjas y las casas, de día robaban los caballos y los corrales. Se cometían toda clase de crímenes y sus autores quedaban casi siempre impunes.

Sin embargo, tales infamias no eran nada en comparación con el peligro al que estaban expuestas las mujeres blancas, gran número de las cuales, privadas por la guerra de sus naturales protectores, vivían solitarias en el campo o junto a los caminos desiertos. Fue la gran cantidad de atentados perpetrados contra las mujeres y el deseo de sustraer a sus esposas y a sus hijas a este peligro lo que exasperó a los hombres del Sur, decidiéndoles a fundar el Ku Klux Klan. Y los periódicos del Norte se pusieron a vituperar a esta organización porque operaba de noche, sin caer en la cuenta de la trágica necesidad que había determinado su constitución. El Norte quería que se persiguiera a todos los miembros del Klan y que se les ahorcara por haberse atrevido a tomarse la justicia por su mano, en una época en que las leyes y el orden público eran despreciados por los invasores. En aquel tiempo se asistía, estupefacto, al espectáculo de una nación en la que una mitad se esforzaba por imponer a la otra la dominación de los negros a punta de bayoneta. Negando el Norte el derecho de voto a sus antiguos dueños, quería concedérselo a esos negros que frecuentemente habían abandonado la selva africana hacía apenas una generación. Creía el Norte que mantener al Sur bajo su bota y privar a los blancos de sus derechos era uno de los medios para impedir que se sublevase. La mayor parte de los hombres que habían combatido en las filas confederadas, o que habían ocupado un cargo público no tenían más derecho de votar que de elegir a los funcionarios. Gran número de ellos, a ejemplo del general Lee, deseaban prestar el juramento de descargo, volver a ser de nuevo ciudadanos y olvidar el pasado, pero no se les permitía. Y, en cambio, aquellos a quienes se concedía este derecho se negaban a aceptarlo, declarando que no querían jurar fidelidad a un Gobierno que les infligía deliberadamente tantas crueldades y humillaciones.

Scarlett oía repetir sin cesar: «Yo hubiera prestado el condenado juramento que exigen los yanquis si se comportaran decentemente. Podré ser reintegrado a la Unión; pero no quiero ser “reconstruido” en ella».

De día y de noche el miedo y la ansiedad devoraban a Scarlett. La amenaza de los negros, a los que ninguna ley retenía, el temor a ver a los soldados yanquis despojarla de todos sus bienes eran para ella una continua pesadilla. Por más que se repitiera sin cesar la frase que Tony Fontaine había pronunciado con tanta energía: «No, Scarlett, el buen Dios no puede tolerar esto. ¡Y no lo tolerará!», apenas reaccionaba contra el desaliento que se apoderaba de ella, cuando constataba su impotencia, la de sus amistades y la del Sur entero.

A pesar de la guerra, el incendio y la Reconstrucción, Atlanta había vuelto a ser la ciudad coqueta de antes. En muchos aspectos, recordaba la ciudad joven y activa de los primeros días de la Confederación. Desgraciadamente, los soldados esparcidos por sus calles no llevaban el uniforme que se hubiera deseado ver, ni el dinero estaba entre las manos donde hubiera sido necesario, y así los negros se daban la mejor vida, mientras sus antiguos dueños pasaban por pésimos ratos y morían de hambre.

A primera vista Atlanta daba la impresión de una urbe próspera que se levantara rápidamente de entre las ruinas; pero, observando mejor, podía uno advertir que el miedo y la miseria reinaban en ella. Comparada con Savannah, con Charleston, con Augusta, con Richmond y con Nueva Orleáns, parecía que Atlanta sería siempre una ciudad activa, cualesquiera que fuesen las circunstancias. No era, sin embargo, de buen tono agitarse, porque resultaba «demasiado yanqui», pero en aquella época Atlanta estaba peor educada y era más yanqui que lo había sido nunca ni lo sería jamás. Las «gentes nuevas» afluían por todos lados y, de la mañana a la tarde, se andaba a tropezones por las ruidosas calles. Los soberbios troncos de caballos de las esposas de los oficiales yanquis o de los carpetbaggers salpicaban las moradas ruinosas de los burgueses. Las suntuosas residencias de los extranjeros ricos crecían en medio de las casas discretas de los antiguos habitantes.

La guerra había consagrado definitivamente la importancia de Atlanta en el Sur y ya la fama de la ciudad llegaba lejos. Las vías férreas por las que Sherman había luchado todo un otoño y que habían costado la vida de miles de hombres traían de nuevo la vida a la ciudad que habían creado. Atlanta había vuelto a ser el centro económico de una vasta región que atraía a una oleada de nuevos ciudadanos, malos y buenos.

Los carpetbaggers habían establecido su cuartel general en Atlanta y se codeaban en las calles con los representantes de las más antiguas familias del Sur. Los colonos, cuyas propiedades habían sido incendiadas durante la marcha de Sherman, abandonaban sus plantaciones de algodón que ya no podían cultivar sin esclavos y venían a instalarse en Atlanta. Cada día llegaban nuevos emigrantes que huían de Tennessee y de las Carolinas, donde la Reconstrucción revestía un aspecto todavía más duro que en Georgia. Gran número de irlandeses y alemanes, ex mercenarios de los Ejército de la Unión, se habían fijado en Atlanta, a su desmovilización. Las esposas y las familias de los yanquis, acantonadas en la ciudad, eran impulsadas por la curiosidad de conocer el Sur después de cuatro años de guerra, viniendo a engrosar el contingente de población. Toda clase de aventureros se daba cita con la esperanza de hacer fortuna y los negros del campo continuaban llegando a centenares.

Abierta al primer llegado como un pueblo fronterizo, la escandalosa ciudad no intentaba en modo alguno disimular sus pecados y sus vicios. Los cafés se hacían de oro. A veces, había dos o tres seguidos en la misma acera. Por las tardes las calles se llenaban de borrachos, negros o blancos, que andaban vacilantes. Apaches, rateros y prostitutas vagaban por las avenidas sin luz o por las calles mal alumbradas. En los garitos se jugaba a todo tren. No pasaba noche sin que hubiera riñas a cuchillo o revólver. Los ciudadanos respetables estaban escandalizados de que Atlanta tuviera un barrio reservado más extendido y próspero que durante las hostilidades. Toda la noche, detrás de las persianas bajadas, se oía tocar el piano, reír y cantar canciones groseras, subrayadas frecuentemente por gritos y pistoletazos. Las pensionistas de estas casas eran todavía más atrevidas que las prostitutas del tiempo de guerra y, asomadas descaradamente a la ventana, llamaban a los transeúntes. El domingo por la tarde los bellos coches cerrados de las patronas del barrio atravesaban las principales calles de la ciudad paseando a sus pupilas, que iban con los mejores vestidos y miraban a través de las cortinas echadas.

Bella Watling era la más célebre de aquellas damas. Había hecho construir una gran casa de dos pisos que eclipsaba a todas las del barrio. En el bajo abríase una espaciosa sala de café, con los muros elegantemente decorados con pinturas al óleo. Una orquesta negra tocaba todas las tardes. Los dos pisos superiores se componían de habitaciones que, de creer el rumor que corría, estaban alhajadas con muebles de peluche de los más elegantes, sólidas cortinas de encaje y un número impresionante de espejos con marco dorado. La docena de muchachas de la casa eran muy bonitas, aunque pintadísimas, y se conducían con mucha más decencia que las pensionistas de las otras casas. Por lo menos la policía había tenido que intervenir muy pocas veces en casa de Bella.

Las señoras de Atlanta sólo hablaban de esta casa en voz baja y los sacerdotes, desde el pulpito, lanzaban contra ella sus anatemas en términos velados, pintándola como un abismo de iniquidad, un lugar de perdición y un azote de Dios. Todo el mundo estimaba que una mujer de la estofa de Bella no había podido ganar por sí sola bastante dinero para montar un establecimiento tan lujoso. Así que debía tener un protector, y un protector muy rico. Como Rhett no se había preocupado nunca de ocultar sus relaciones con ella, se le atribuía, ¡naturalmente, este papel! Por otra parte, bastaba echar la vista a Bella en su coche cerrado, conducido por un arrogante negro, para darse cuenta de que nadaba en la opulencia. Cuando pasaba al trote de dos soberbios caballos bayos, los niños que conseguían escaparse de casa se precipitaban para verla y cuchicheaban con voz emocionada: «¡Es Bella, es Bella! ¡He visto sus cabellos rojos!»

Junto a las casas bombardeadas y reparadas de cualquier modo con ayuda de viejas tablas y de ladrillos ennegrecidos por el humo, se elevaban las suntuosas residencias de los carpetbaggers y de los especuladores de la guerra, que no habían ahorrado cornisas en los techados, torrecillas y amplios campos de césped en el jardín. Noche tras noche veíanse llamear las vidrieras de estas casas brillantemente iluminadas con gas y bailar al son de músicas que se esparcían por el aire. Las mujeres, acicaladas con magníficos vestidos de seda, paseaban ante las ventanas en compañía de hombres de etiqueta. Los tapones del champaña saltaban; sobre los manteles de encaje se servían cenas de siete platos; los convidados se hartaban de jamón, pato en su salsa, bocadillos de «foie gras» y frutas exóticas.

En el interior de las viejas casas reinaban la miseria y las privaciones. La existencia era tanto más amarga y más dolorosa por el hecho de que cada uno luchaba heroicamente para conservar su dignidad y afectar una orgullosa indiferencia por las cuestiones de orden material. El doctor Meade sabía demasiado de estas familias que, echadas de sus casas, se habían tenido que refugiar en pensiones y más tarde habían ido a parar a una buhardilla. Abundaban los clientes que sufrían «debilidad cardíaca» o «languidez». Ni él ni sus pacientes ignoraban que las privaciones eran la única causa de todos sus males. Hubiera podido citar el caso de familias enteras atacadas de consunción. La pelagra que antes de la guerra sólo se encontraba entre los blancos más pobres, hacía ahora su aparición en las mejores familias de Atlanta. Y luego había los bebés raquíticos y las madres que no podían darles el pecho. En otro tiempo el viejo doctor tenía costumbre de dar gracias a Dios devotamente cada vez que asistía a un parto. Ahora, ya no consideraba la vida como un beneficio tan grande. Se hacía mal en traer niños al mundo. ¡Morían tantos en los primeros meses de su existencia!

En las grandes casas de postín derrochábase el vino y la luz; allí el baile y las orquestas, los encajes y los brocados; del otro lado de la calle, el frío, la lenta inanición. La arrogancia y la dureza para los vencedores; los punzantes sufrimientos y el odio para los vencidos.