Se casó con Frank dos semanas más tarde, después de un vertiginoso período de cortejarla que, según ella le decía muy ruborosa, la dejaba sin alientos para resistir más a su ardor.
No sabía él que durante esas dos semanas Scarlett se había paseado por su habitación gran parte de la noche, rechinando los dientes al ver la lentitud con que él reaccionaba a sus indicaciones y a sus alentadoras indirectas, mientras rogaba al Cielo que no llegase ninguna carta inoportuna de Suellen que pudiese destrozar sus planes. Daba gracias a Dios de que su hermana fuese tan perezosa que se deleitara tanto recibiendo cartas cuanto tenía horror a escribirlas. Pero siempre había una posibilidad de que escribiese, pensaba ella durante las largas horas nocturnas en que daba vueltas y vueltas por la fría habitación, con el deslucido mantoncillo de Ellen arrebujado sobre la camisa de dormir. Frank no sabía que Scarlett había recibido una lacónica carta de Will relatando que Jonnas Wilkerson había hecho otra visita a Tara, y al ver que ella estaba en Atlanta había comenzado a chillar y a despotricar hasta que Will y Ashley le arrojaron a puntapiés de la finca. La carta de Will incrustó más en su mente el hecho, para ella tan sabido, de que el plazo se acortaba más y más y había que pagar la contribución. Se sentía invadida de feroz desesperación al ver cómo transcurrían los días, y hubiera deseado poder asir con sus manos el reloj de arena del Tiempo, para impedir que su dorada arenilla continuase cayendo inexorablemente, ininterrumpidamente.
Pero disimuló tan diestramente sus sentimientos y desempeñó tan hábilmente su papel, que Frank nada sospechó, nada vio, a no ser lo que asomaba a la superficie; la bella e indefensa viudita de Charles Hamilton, que le acogía todas las veladas en la sala de estar de la señorita Pittypat y escuchaba, reteniendo la respiración, todo lo que él decía acerca de sus futuros planes para la tienda y de cuánto dinero esperaba ganar cuando pudiese adquirir el aserradero. Su dulce comprensión y el interés patente por cada palabra que él pronunciaba fueron eficaz bálsamo para curar la herida abierta por la supuesta censurable conducta de Suellen. El corazón de Kennedy estaba dolorido y confuso ante aquella traición amorosa; y su vanidad, la tímida y susceptible vanidad de un solterón de mediana edad que sabe que no goza de gran partido entre las mujeres, estaba también profundamente herida. No podía escribir a Suellen reprochándole su infidelidad; eso era inconcebible para él. Pero podía consolar su corazón hablando de ella con Scarlett. Sin decir ni una palabra desleal a Suellen, ella podía mostrarle que se hacía cargo de lo mal que le había tratado y del buen tratamiento que merecía por parte de otra mujer que realmente lo conociese y lo apreciase.
La señora Hamilton era una personilla tan linda y de tan frescos colores, que alternaba tan melancólicos suspiros al pensar en su triste situación con risas alegres y suaves como el tintineo de cascabeles de plata, que él incluso hacía pequeños chistes para distraerla. Su vestido verde, ahora ya satisfactoriamente limpio y repasado por Mamita, ponía de relieve aquella esbelta figurilla, de perfecto talle, y la suave fragancia que impregnaba siempre su pañuelito y sus cabellos era como un hechizo. Era incomprensible que una mujercita tan buena tuviese que permanecer sola e indefensa en un mundo tan malvado y crudo, que ella no podía tan siquiera entender. No tenía marido, ni hermanos, ni siquiera un padre que la protegiese. Frank creía que el mundo era un lugar totalmente imposible para una mujer sola, y Scarlett, silenciosa y cordialmente, compartía esta opinión.
Él iba a visitarla todas las noches porque la atmósfera de la casa era agradable y suave. La sonrisa de Mamita al abrirle la puerta de entrada era la sonrisa reservada para las personas de calidad. La tía Pitty le servía café reforzado con coñac o aguardiente y revoloteaba, solícita, en derredor suyo mientras Scarlett estaba pendiente de todas sus frases. A veces, por las tardes, se llevaba a Scarlett en el cochecillo cuando tenía que salir por asuntos de negocios. Estos paseos eran siempre alegres, porque Scarlett le hacía preguntas tan ingenuas «como suelen hacer las mujeres», se decía él complacido. Por tal motivo, no podía por menos de reírse de su ignorancia en las cosas de negocios, y ella se reía también, diciendo:
—Bueno, claro, no puedes esperar que una mujercita tonta como yo entienda vuestras cosas de hombres.
Le hacía sentirse, por primera vez en su vida de solterón meticuloso, un hombre fuerte y notable, modelado por Dios en un molde más noble que los demás hombres, creado especialmente para proteger a las pobrecillas mujeres ingenuas e indefensas.
Cuando, al fin, se hallaron ambos frente al funcionario matrimonial, la manita confiada de Scarlett en la de Frank, y sus inclinadas pestañas destacándose como espesas y negras medias lunas sobre sus rosadas mejillas, no sabía aún cómo había acontecido todo. Sólo le contaba que había hecho algo romántico y emocionante por primera vez en su vida. Él, Frank Kennedy, había hecho perder el equilibrio a tan encantadora criatura haciéndola caer en sus varoniles brazos. Era una sensación embriagadora.
Ningún pariente ni amigo asistió al acto. Los testigos fueron personas extrañas. Scarlett había insistido en ello, y él había cedido, aunque con sentimiento, porque le hubiera agradado tener a su lado a su hermana y a su cuñado, que residían en Jonesboro. Y una recepción con brindis a la salud de la novia en la sala de la señorita Pitty, entre amigos gozosos, hubiera sido una gran satisfacción para él. Pero Scarlett no quiso que estuviese presente ni siquiera la señorita Pitty.
—¡Nadie más que nosotros dos, Frank! —le rogó, oprimiéndole el brazo—. Como si nos hubiésemos fugado. ¡Siempre deseé que me raptasen para casarme! ¡Hazlo, querido mío, hazlo por mí!
Fueron este título cariñoso, todavía tan nuevo para sus oídos, y las relucientes lágrimas que bordeaban los ojos verdes de la joven cuando lo miraban suplicantes, los que le hicieron capitular. Después de todo, un novio tiene que hacer concesiones a su novia, especialmente en lo que se refiere a la boda, ya que las mujeres dan tanta importancia a las cosas sentimentales.
Y, casi sin enterarse, se encontró casado.
Frank le dio los trescientos dólares, aturdido por su cariñosa persistencia, de mala gana al principio, porque ello suponía el derrumbamiento de sus esperanzas de comprar el aserradero. Pero no podía consentir en el desahucio de la familia de su esposa, y su pena pronto amenguó a la vista de su radiante alegría, y se eclipsó totalmente ante el adorable agradecimiento con que ella premiaba su generosidad. Frank jamás había experimentado esa sensación de ser un bienhechor amado, y estimó que, después de todo, ese dinero estaba bien gastado.
Scarlett envió inmediatamente a Mamita a Tara, con el triple propósito de entregar el dinero a Will, anunciar su boda y traer a Wade a Atlanta. A los dos días, tenía una breve nota de Will, que llevaba consigo y que leía y releía con creciente júbilo. Will le anunciaba que se había pagado la contribución y que Jonnas Wilkerson se había mostrado furioso al saberlo, pero que no había proferido ninguna amenaza más, hasta el presente. Will terminaba deseando que fuese muy feliz, una lacónica felicitación de fórmula, exenta de todo comentario. Sabía que Will comprendería lo que ella había hecho y por qué y que se abstenía de alabarlo o censurarlo. «Pero ¿qué pensará Ashley? —se preguntaba Scarlett febrilmente—. ¿Qué pensará de mí ahora, después de todo lo que le dije tan poco tiempo atrás en el huerto de Tara?»
También recibió una carta de Suellen, con pésima ortografía, violenta, insultante, manchada de lágrimas, tan llena de veneno y de veraces juicios sobre su modo de ser, que jamás podría olvidarla ni perdonar a la que la escribió. Pero ni siquiera las palabras de Suellen podían nublar su júbilo al ver que Tara quedaba a salvo, por lo menos del peligro inmediato.
Era difícil hacerse cargo de que Atlanta y no Tara iba a ser ahora ¡su residencia permanente! En su desesperación por conseguir el dinero para los impuestos, ningún otro pensamiento más que Tara y el destino que la amenazaba pudo tener cabida en su mente. Aun en el momento de su boda, no había dedicado un solo pensamiento al hecho de que el precio que pagaba por la seguridad de su hogar era su permanente destierro de él. Ahora que la cosa no tenía remedio, lo comprendió así, con una oleada de nostalgia difícil de disipar. Pero estaba hecho. Y estaba reconocida a Frank por haber salvado a Tara; le tenía afecto y estaba resuelta a que jamás se arrepintiese de haberse casado con ella.
Las damas de Atlanta conocían los asuntos de sus vecinos casi tan perfectamente como· los propios, y se interesaban más en ellos. Todas sabían que, durante años, Frank había tenido una «inteligencia» con Suellen O’Hara. De hecho, él mismo había dicho avergonzadamente que esperaba casarse en la primavera. Por lo tanto, el tumulto de chismorreos, suposiciones y profundas sospechas que siguió al anuncio de su secreta boda con Scarlett no era sorprendente. La señora Merriwether, que jamás permitía que su curiosidad quedase insaciada por mucho tiempo si podía evitarlo, le preguntó a quemarropa que cómo era que se había casado con una hermana cuando era el prometido de la otra. Y hubo de comunicar a la señora Elsing que recibió por toda respuesta una mirada aturdida. Ni siquiera la señora Merriwether, por osada y entremetida que fuese, se atrevió a sondear a Scarlett sobre el particular. Scarlett apareció modesta y quieta en aquellos días, pero se leía en sus ojos una satisfecha complacencia que enojaba a sus amigas, aunque ninguna se atrevió a perturbar esa ficticia suavidad.
No se le ocultaba a ella que todo se comentaba en Atlanta, pero no le importaba. Después de todo, no había nada inmoral en casarse con un hombre. Tara estaba a salvo. Que hablase la gente. Ella tenía otras cosas de que ocuparse. Lo más importante era hacer que Frank comprendiese, pero haciéndolo con mucho tacto, que la tienda debía procurarle mayores beneficios. Después del gran susto que Jonnas Wilkerson le había dado, jamás estaría tranquila hasta que no tuviese algún dinero ahorrado. Y, aun si no surgía ningún nuevo apuro, era preciso que Frank ganase más dinero, si ella tenía que pagar los impuestos del año siguiente. Además, lo que Frank había dicho acerca del molino de aserrar se le había quedado en la mente. Frank podía ganar mucho dinero con un taller de aserrar. Cualquiera podía ganarlo, cuando la madera alcanzaba precios tan fantásticos. Se lamentaba silenciosamente de que los fondos de Frank no fuesen suficientes para pagar la contribución en Tara y comprar además el aserradero. Y había decidido que Frank tenía que hacer más dinero con la tienda, de un modo o de otro, y hacerlo pronto, a fin de poder adquirir el taller antes de que otro se apresurase a comprarlo. Ella podía ver muy bien que era una ganga. Si ella fuera hombre, el aserradero sería suyo. Aunque tuviese que hipotecar la tienda para conseguir el dinero. Pero, cuando se lo indicó delicadamente a Frank, al día siguiente de su boda, él se sonrió y le dijo que su preciosa cabecita no estaba hecha para preocuparse de las cosas de negocios. Le sorprendió incluso que ella supiese lo que era una hipoteca, y, al principio, pareció divertirle. Pero esta diversión pasó pronto y se tornó en desagrado, ya en los primeros días de su matrimonio. En una ocasión, incautamente, le dijo que había «gente» (tuvo cuidado de no revelar nombres) que le debía dinero, pero que no podía pagar por el momento, y, naturalmente, no quería hacer mucha presión sobre amigos antiguos y «gente distinguida». Frank lamentó después habérselo dicho, porque desde entonces ella le había hecho preguntas sobre el particular una y otra vez. Lo hacía con aire infantil y encantador, por sentir la curiosidad, decía, de saber quién le debía y cuánto. Frank se mostraba muy evasivo en el asunto. Tosía nerviosamente y agitaba las manos y repetía tas acostumbradas frases sobre «su linda cabecita».
Había comenzado a penetrar en él la idea de que esa misma linda cabecita era excelente para los números. En verdad, mucho mejor que la de él, y el fenómeno era inquietante. Se quedó atónito al ver que podía sumar rápidamente y de memoria una larga columna de cifras, cuando él necesitaba papel y lápiz para más de tres cantidades. Y las fracciones no presentaban para ella la menor dificultad. Le parecía a él que había algo incongruente en que una mujer estuviese al corriente de las fracciones y de las cosas de negocios, y es más: creía que, si alguna mujer tenía la desgracia de poseer conocimientos tan inexplicables en una dama, debía fingir no tenerlos. Ahora, le desagradaba hablar de negocios con ella tanto como le había gustado hacerlo antes de casarse. Veía que ella lo entendía todo demasiado bien, y experimentó la usual indignación masculina contra la doblez de las mujeres. Añadíase a ello el usual desencanto masculino al descubrir que una mujer tiene cerebro.
Lo pronto o tarde que en su vida matrimonial se enterara Frank del engaño que Scarlett había utilizado para casarse con él, nadie lo pudo saber. Acaso la verdad surgió ante sus ojos cuando vio a Tony Fontaine, evidentemente libre de todo lazo sentimental y que fue a Atlanta por cuestiones de negocios. Acaso le fue dicha más directamente en las cartas de su hermana desde Jonesboro. Su hermana no podía explicarse tal boda. Ciertamente no lo supo por la propia Suellen. Jamás le escribió y, naturalmente, él no podía escribir explicándolo. ¿De qué servían las explicaciones, de todos modos, ahora que ya estaba casado? Le angustiaba en su fuero interno la idea de que Susele no conociese la verdad porque siempre habría ella de creer que él la había traicionado rufianamente. Era probable que así lo pensasen todos y que le criticasen… Ello lo colocaba en embarazosa posición. Y no cabía justificarse, porque no podía ir a contar que había perdido la cabeza por una mujer, y un caballero no podía publicar el hecho de que su esposa le había cazado con un embuste.
Scarlett era su esposa, y una esposa tiene derecho a la lealtad de su marido. Además, no podía llegar a creer que ella se había casado sin sentir el menor afecto hacia él. Su vanidad masculina no permitía que tal idea se albergase por mucho tiempo en su imaginación. Era más lisonjero suponer que ella se había enamorado de él tan violentamente, que hasta había recurrido a una falacia para conseguirlo. Pero todo era muy enigmático. Comprendía que él no era muy buen partido para una mujer a quien doblaba la edad, bonita e inteligente además; pero Frank era un caballero y se reservó las dudas para su fuero interno. Scarlett era su esposa y él no podía insultarla haciéndole embarazosas preguntas que, después de todo, no podían remediar las cosas.
Y no es que Frank desease de modo especial remediarlas, porque le parecía que su matrimonio había de ser feliz. Scarlett era la más encantadora e interesante de las mujeres y la consideraba perfecta por todos estilos, excepto en el detalle de ser obstinada. Frank supo desde los primeros tiempos de su vida conyugal que, mientras se hacía lo que Scarlett quería, esa vida podía ser sumamente agradable, pero cuando se la contrariaba… Complaciéndola en todo, era tan alegre como un chiquillo, se reía con gran facilidad, gastaba bromitas inocentes, se sentaba en sus rodillas y le tiraba de las barbas hasta hacerle confesar que se sentía veinte años más joven. Sabía mostrarse inesperadamente cariñosa y atenta, calentándole las zapatillas ante la chimenea cuando llegaba a casa por las noches, preocupándose de si se había mojado los pies y de sus interminables catarros de cabeza y recordando siempre que a él le gustaba la molleja del pollo y que echaba tres cucharadillas de azúcar al café. Sí, la vida con Scarlett era plácida y confortable… mientras todo se hacía a gusto de ella.
A las dos semanas de casados, Frank atrapó la gripe, y el doctor Meade le mandó guardar cama. El primer año de la guerra, Frank había pasado dos meses en el hospital con pulmonía, y desde entonces temía mucho recaer, razón por la cual se alegró de poder quedarse a sudar bajo tres mantas y beber los brebajes calientes que Mamita y la tía Pittypat le llevaban de hora en hora.
La enfermedad se prolongó y, conforme pasaban los días, Frank se preocupaba más y más por su tienda. Ésta había quedado a cargo del dependiente del mostrador, que venía a la casa todas las noches a informar acerca de las transacciones hechas en el día, pero Frank no se hallaba satisfecho. Se inquietaba tanto, que Scarlett, que había estado aguardando una oportunidad de tal índole, posó su fresca manita sobre la frente del enfermo y dijo:
—Ahora, amor mío, me enfadaré si te pones así. Yo iré a la ciudad y veré cómo van las cosas.
Y allí fue, sonriendo mientras acallaba sus débiles protestas. Durante las tres semanas siguientes a su boda, tenía verdadera ansia de ver cómo estaban sus libros de cuentas y averiguar el estado de sus finanzas. ¡Qué suerte que él estuviese enfermo en cama!
La tienda estaba emplazada cerca de Cinco Puntos, y su tejado nuevo se destacaba, reluciente, entre los ahumados ladrillos de las demás casas viejas. Un tejadillo de madera cubría la acera hasta el borde del arroyo, y en las largas barras de hierro que conectaban los soportes se ataban los caballos y muías que inclinaban la cabeza bajo la lluvia fría y persistente, con los lomos protegidos por mantas y cobertores. El interior de la tienda era casi como el establecimiento de Bullard en Jonesboro, salvo en que aquí no había ociosos ante la roja y candente estufa afilando ramitas con la navaja y escupiendo chorros de jugo de tabaco sobre las escupideras colmadas de arena. La tienda, aunque mayor que la de Bullard, era mucho más oscura. El tejadillo de madera impedía el paso a la luz del día invernal, y el interior de la tienda aparecía sombrío y pobretón, ya que sólo unos tenues haces de luz penetraban en ella a través de las altas ventanillas de las paredes laterales. El piso estaba cubierto de húmedo serrín y en todas partes se veía polvo y suciedad. Existía cierta apariencia de orden en la parte delantera de la tienda, en donde altos estantes se elevaban hasta las sombras, rebosantes de rollos de paño, de loza, de enseres de cocina y de artículos diversos. Pero en la parte de atrás, al otro lado de los departamentos de madera, reinaba el caos.
Aquí no había pavimento en regla, y la confusa colección de géneros estaba amontonada de cualquier modo sobre la endurecida tierra. En la semioscuridad, Scarlett percibió cajas y balas de mercancías, arados, guarniciones y sillas de montar y ataúdes baratos, de pino. Muebles de segunda mano, que iban desde la madera ordinaria hasta la de palorosa, surgían entre las tinieblas, y la lujosa pero gastada tapicería de brocado o de seda contrastaba incongruentemente con el miserable ambiente. Tazones, jarras y bacinillas de loza se alineaban por el suelo en compactas hileras, y junto a las cuatro paredes había profundos nichos, tan oscuros que tuvo que sostener la lámpara encima de ellos para descubrir que contenían semillas, clavos, tornillos e instrumentos de carpintería.
«Yo hubiera imaginado que un hombre tan minucioso y detallista como Frank lo tendría todo más ordenado —pensó mientras se limpiaba con un pañuelo el polvo de las manos—. Esto es una porquería. ¡Vaya un modo de tener una tienda! Si quitase el polvo a los géneros y los pusiese a la vista de los parroquianos, vendería todo con mucha mayor rapidez.»
Y, si sus géneros se hallaban en tan deplorable estado, ¡cómo andaría su contabilidad!
«Voy a ver su libro de cuentas», pensó. Y cogiendo la lámpara, volvió a la parte delantera de la tienda. Willie, el muchacho del mostrador, se mostró algo reacio en entregarle el sucio «libro mayor». Era evidente que compartía la opinión de Frank de que las mujeres estaban de más en las cosas comerciales. Pero Scarlett le cerró el pico con cuatro palabras tajantes y le mandó que se fuese a comer. Se sintió más a sus anchas después de que él se fue, porque su desaprobación la molestaba. Se sentó en una silla con asiento de rejilla, junto a la enrojecida estufa, encogió una pierna bajo la otra y colocó el libro sobre su regazo. Era la hora de comer y las calles estaban desiertas. No entró ningún comprador; estaba sola en la tienda.
Fue volviendo las páginas lentamente, ojeando curiosamente nombres y cifras escritos por la cuidadosa y caligrafiada mano de Frank. ¡Era lo que ella esperaba! Frunció el ceño al ver esta nueva prueba de la falta de sentido comercial de Frank. Por lo menos quinientos dólares en débitos, algunos con varios meses de antigüedad, aparecían apuntados bajo los nombres de personas que Scarlett conocía muy bien. Los Merriwether y los Elsing entre otros muy familiares para ella. Juzgando por los depreciatorios comentarios de Frank acerca del dinero que «la gente» le debía, se había imaginado que las sumas eran muy pequeñas. ¡Pero aquello!
«Si no pueden pagar, ¿por qué siguen comprando? —pensó irritada—. Y, si él sabe que no pueden pagar, ¿por qué sigue vendiéndoles cosas? Muchos de ellos podrían pagar si él los forzase un poco. Los Elsing ciertamente podrían pagar, ya que les es dable regalar a Fanny un vestido nuevo de raso y celebrar una boda tan costosa. Frank es demasiado blando, y la gente se aprovecha. Si cobrase siquiera la mitad de ese dinero, podría comprar el taller de aserrar, a pesar de haberme dado el dinero para los impuestos.»
Entonces pensó: «No puedo imaginarme a Frank, dirigiendo un taller de aserrar. ¡Santo Dios! Si lleva la tienda como un establecimiento de beneficencia, ¿cómo puede esperar ganar dinero con un taller así? El sheriff se lo iba a quitar antes de un mes. ¡Pero yo podría llevar la tienda mejor que él! Y también sabría dirigir un aserradero mejor que él, aunque ahora no tenga idea del negocio de maderas».
Era una idea más que atrevida la de que una mujer pudiese dirigir un negocio igual o aun mejor que un hombre; era una idea revolucionaria, pensó Scarlett, que se había criado en la tradición de que los hombres eran omniscientes y las mujeres no pecaban de inteligentes. Por supuesto, había descubierto que aquello no era realmente cierto, pero la agradable ficción todavía ocupaba un lugar en su mente. Hasta entonces, jamás había fijado en palabras una idea tan original. Se quedó sentada y quieta, con el libro en las manos, con la boca entreabierta por la sorpresa, recordando que durante los meses de estrechez en Tara ella había estado haciendo una labor de hombre y la había hecho bien. Le habían enseñado a creer que una mujer sola era incapaz de hacer nada, pero ella se las había arreglado para dirigir la plantación sin un hombre que la ayudase hasta que llegó Will. «¿Cómo? —exclamaba mentalmente—. ¡Las mujeres pueden hacer cualquier cosa, todo, sin el auxilio masculino… excepto parir hijos, y Dios sabe que ninguna mujer con los sentidos cabales tendría hijos si pudiese evitarlo!»
Con la idea de que ella era tan capaz como cualquier hombre, surgió de Scarlett una oleada de orgullo y un violento deseo de probarlo, de ganar dinero por sí sola, como lo ganan los hombres. Dinero que sería suyo propio, del que no tendría que pedir ni que dar después cuentas a ningún hombre.
«¡Qué lástima que no tenga yo dinero bastante para comprar el aserradero! —dijo en voz alta, suspirando—. Estoy segura de que lo haría funcionar magníficamente. Y no dejaría que saliese de él a crédito ni una astilla.»
Suspiró otra vez. No podía sacar dinero de ninguna parte, y por lo tanto la idea era irrealizable. Frank era el que tenía que cobrar el dinero que le debían y adquirir ese taller. Era un medio seguro de hacer dinero, y cuando fuese dueño del negocio ya descubriría ella alguna manera de hacerle ser más comerciante en sus transacciones de lo que había sido con la tienda.
Arrancó una de las últimas páginas del libro de cuentas y comenzó a copiar la lista de deudores que no habían hecho pago alguno en los meses recientes. Tendría que hablar de ello a Frank en cuanto llegase a casa. Debía hacerle comprender que aquellas gentes tenían que liquidar sus deudas, aunque fuesen viejos amigos, aunque fuese embarazoso reclamarles el dinero. Claro que ello disgustaría a Frank, quien era tímido y deseaba conservar la buena opinión que de él tenían sus amigos. Su delicadeza era tal, que antes perdería ese dinero que obrar como un verdadero comerciante para lograr el cobro.
Y probablemente diría que nadie tenía ahora dinero para pagarle. Bueno, acaso fuese así. La pobreza no era cosa nueva para ella. Pero casi todo el mundo había podido salvar plata o alhajas, o apegarse a una finquita. Frank podía aceptar algo de eso en vez de dinero contante. Podía imaginarse ya cómo Frank habría de gemir cuando ella le expusiese la idea. ¡Llevarse las alhajas o las propiedades de sus amigos! «Bueno —se dijo con una sacudida de hombros—, que gima todo lo que quiera. Yo le voy a decir que, si él se conforma con ser pobre toda su vida por causa de los amigos, yo no. Frank jamás llegará a ser nada como no muestre más energías. ¡Y tiene que llegar a ser algo! Tiene que ganar dinero, aunque para ello me vea obligada yo a ponerme sus pantalones.»
Estaba escribiendo aceleradamente, con la expresión tensa por el esfuerzo y la lengua apretada contra los dientes, cuando se abrió la puerta de la calle y una ráfaga de frío viento barrió la tienda entera. Un hombre alto entró en el tenebroso compartimiento con pasos ligeros y silenciosos como los de un indio. Y, al levantar los ojos, Scarlett vio a Rhett Butler.
Estaba resplandeciente en su nueva indumentaria, con un abrigo que ostentaba una airosa pelerina echada hacia atrás sobre sus fuertes hombros. Se quitó su alto sombrero de copa en una gran reverencia cuando sus miradas se cruzaron y se llevó la mano a la pechera de una impecable camisa a pliegues. Sus blancos dientes relucían al destacarse de su morena tez y sus osados ojos parecieron escudriñarla totalmente.
—¡Querida señora Kennedy! —dijo avanzando hacia ella. Y soltó una ruidosa carcajada.
Al principio, ella quedó tan asustada como si un fantasma hubiese invadido la tienda, pero en seguida, apresurándose a sacar el pie, que tenía encogido debajo de una pierna, se incorporó rígidamente y le dirigió una fría mirada.
—¿Qué viene usted a hacer aquí?
—Fui a visitar a la señorita Pittypat y me enteré de su matrimonio, y me apresuro, por lo tanto, a venir a felicitarla.
El recuerdo de la humillación sufrida con él la hizo ponerse roja de vergüenza.
—¡No sé cómo tiene usted la osadía de ponerse ante mi vista!
—¡Muy al contrario! ¿Tiene usted valor para enfrentarse conmigo?
—¡Oh, es usted el más…!
—¿Y si pactásemos una tregua? —dijo Rhett sonriéndole, en una sonrisa amplia y luminosa que revelaba descaro en él, pero no vergüenza de sus propias acciones ni condenación de las ajenas. Involuntariamente, ella hubo de sonreírse también, pero con sonrisa forzada, violenta.
—¡Qué lástima que no lo ahorcasen!
—Hay otras personas que opinan lo mismo, me temo… Vamos, Scarlett, sosiégúese. Parece como si se hubiese tragado un ariete, y esto no la favorece, la verdad. Ha tenido ya tiempo suficiente para rehacerse de mi…, bueno, de mi pequeña broma.
—¿Una broma? ¡No la olvidaré jamás!
—¡Sí, se le pasará! Quiere usted aparecer muy indignada porque le parece que ésa es la actitud más procedente y respetable. ¿Me puedo sentar?
—No.
Él se dejó caer sobre una silla junto a ella e hizo una mueca.
—Conque, ¿no pudo aguardarme ni siquiera un par de semanas? —dijo con un suspiro burlón—. ¡Qué variable es la mujer!
Al ver que ella no replicaba, continuó:
—Dígame, Scarlett, así entre amigos…, entre amigos antiguos y muy íntimos…, ¿no hubiera sido más acertado aguardar hasta que yo saliese de la cárcel? ¿O es que los encantos de la vida matrimonial con Frank son más atractivos que los de unas relaciones ilícitas conmigo?
Como siempre que sus sarcasmos despertaban la ira en ella, la ira luchaba con la risa causada por su mismo descaro.
—No sea usted absurdo.
—¿Y no le importaría satisfacer mi curiosidad acerca de un punto que me viene intrigando desde hace algún tiempo? ¿No ha sentido usted jamás la menor repugnancia femenina, ningún escrúpulo de delicadeza antes de casarse, no ya con un hombre, sino con dos, por quienes no sentía usted amor, ni siquiera afecto? ¿O es que yo estaba mal informado acerca de la delicadeza de nuestras mujeres del Sur?
—¡Rhett!
—Ya me ha constestado. Siempre he creído que las mujeres poseían un temple y una resistencia desconocidos para los hombres a pesar de la bonita ficción que me enseñaron en la niñez de que las mujeres son seres frágiles, tiernos y sensitivos. Pero, claro, según el código europeo de etiqueta, es de mal gusto que marido y mujer se amen. De muy mal gusto en verdad. Siempre me ha parecido que los europeos tenían razón en este particular. Casarse por conveniencia y amar por placer. Un sistema muy acertado, ¿verdad? Está usted más cerca del viejo mundo de lo que yo creía.
Qué agradable hubiera sido poderle gritar: «¡No me casé por conveniencia!» Pero, desgraciadamente, Rhett estaba al corriente de todo, y cualquier protesta de inocencia ofendida sólo suscitaría en él más comentarios punzantes.
—Esto son cosas que usted se figura —contestó ella glacialmente. Deseosa de cambiar de tema, le preguntó—: ¿Cómo pudo usted salir de la prisión?
—¡Oh, eso! —respondió Rhett con un ligero gesto—. No hubo gran dificultad. Me soltaron esta mañana. Recurrí a un delicado sistema de comunicar a escondidas con un amigo de Washington que figura mucho en las altas esferas del Gobierno Federal. ¡Un gran tipo! Uno de esos firmes patriotas de la Unión de quienes yo solía comprar mosquetes y miriñaques para la Confederación. Cuando se puso en su conocimiento, de manera adecuada, mi angustiosa situación, se apresuró a utilizar su influencia, y me dejaron en libertad. La influencia lo es todo, Scarlett. Recuérdelo si la detienen alguna vez. La influencia lo es todo y la culpabilidad o la inocencia es meramente una cuestión académica.
—Juraría que no era usted inocente.
—No. Ahora que estoy libre de trabas, admitiré francamente que soy tan culpable como Caín. Maté al negro. Fue insolente con una dama, y ¿qué otra cosa podía hacer un caballero del Sur? Y, puesto que hago mi confesión, debo admitir también que maté a un soldado yanqui de caballería después de tener unas palabras con él en un bar. Jamás me acusaron de tal pecadillo, así es que acaso algún otro pobre diablo haya sido ahorcado por él, hace tiempo.
Rhett hablaba de sus crímenes con tanto desparpajo que la sangre se le helaba a Scarlett en las venas. Palabras de indignación subían ya a sus labios cuando se acordó súbitamente del yanqui que yacía bajo la maraña de vides de Tara. Aquello no había inquietado su conciencia más que si hubiese pisado una cucaracha. No podía condenar a Rhett cuando ella era tan culpable como él.
—Y como al parecer estoy naciendo confesión general, le diré en estricta confianza (lo que significa que no debe decírselo a la señorita Pittypat) que sí tenía el dinero, puesto a salvo en un Banco de Liverpool.
—¿El dinero?
—Sí; el dinero que tanta curiosidad inspiraba a los yanquis. No fue realmente tacañería lo que me impidió darle el dinero que usted necesitaba. Si yo hubiese girado una letra, se hubieran enterado de un modo u otro, y usted no hubiera percibido ni un centavo. Mi única esperanza estaba en no hacer nada. Sabía que el dinero se hallaba completamente seguro, porque si ocurría lo peor, si lo localizaban, si trataban de quitármelo, yo hubiera denunciado a todo «patriota» yanqui que me vendió municiones y maquinaria durante la guerra. Y algunos de los elevados personajes de Washington no olerían muy bien. De hecho, fue mi amenaza de confesarlo todo lo que me sacó de la cárcel. Yo…
—¿Quiere ello decir que… que realmente tiene usted en su poder el oro de la Confederación?
—Todo, no. ¡Cielos, no! Debe haber por lo menos una cincuentena de antiguos burladores del bloqueo que tienen un poco escondido en Nassau, en Inglaterra y en el Canadá. Por eso somos muy mal mirados por los confederados que no supieron ser tan listos como nosotros. Yo poseo cerca de medio millón. Piénselo, Scarlett; ¡medio millón de dólares, si hubiese usted dominado su fiero carácter y no se hubiese precipitado al lazo conyugal otra vez!
¡Medio millón de dólares! Scarlett sintió una punzada casi como de dolor físico al pensar en una cantidad tan grande. Las irónicas palabras de Rhett pasaron por su cabeza sin que ella las oyese siquiera. Era difícil creer que existiese tanto dinero en aquel mundo amargo y empobrecido. ¡Tanto dinero, tanto dinero, y alguien lo tenía, alguien que lo tomaba como cosa de juego, y que no lo necesitaba! Y ella sólo tenía un esposo enfermo y aviejado, y esta sucia y miserable tiendecilla como protección contra un mundo hostil. No era justo que una mala persona como Rhett Butler poseyese tanto y que ella, que soportaba tanto peso, tuviese tan poco. Le indignaba verlo delante con su elegante indumentaria, atormentándola sin piedad. Bueno, no sería ella la que fomentase su vanidad con alabanzas a su inteligencia. Buscaba con ansia palabras para herirle.
—Supongo que para usted es muy honroso guardarse el dinero de la Confederación. Pero no lo es. Es un robo como otro cualquiera, y eso no lo ignora usted. No me gustaría tener una cosa así en mi conciencia.
—¡Vaya, vaya, qué verdes están hoy las uvas! —exclamó él, serio—. ¿Ya quién robo yo?
Scarlett quedó en silencio, tratando de hallar quién era exactamente la víctima del robo. Después de todo, Rhett sólo había hecho lo que hizo Frank en menor escala.
—La mitad del dinero me pertenece honradamente —continuó Rhett—. Está ganada honradamente con la ayuda de los patriotas de la Unión que estuvieron dispuestos a traicionar a la Unión mediante un beneficio de cien por cien en sus mercancías. Parte, lo gané con mis pequeñas inversiones en algodón al principio de la guerra, algodón que compré barato y vendí a dólar la libra cuando los telares británicos comenzaron a necesitarlo. Otra parte la gané especulando con los víveres. ¿Por qué tenía yo que regalar a los yanquis los frutos de mi trabajo? Pero el resto, eso sí, pertenecía a la Confederación. Procedía del algodón confederado que conseguí pasar burlando el bloqueo y vendí en Londres a elevados precios. Ese algodón me fue entregado de buena fe para que adquiriese curtidos y fusiles y maquinaría con el producto de la venta. Y yo lo tomé de buena fe para cumplir tales instrucciones. Tenía órdenes de depositar el oro en Bancos ingleses, a mi nombre, a fin de poseer buen crédito. Se acordará usted de cuando se apretó el bloqueo. Yo no podía hacer salir ningún barco de los puertos de la Confederación, ni hacerlos entrar. ¿Qué me cabía hacer? ¿Retirar todo ese dinero de los Bancos ingleses, como un cretino, y tratar de transportarlo a Wilmington? ¿Y dejar así que los yanquis se apoderasen de él? ¿Fue acaso culpa mía que el bloqueo se estrechase tanto? ¿Fue culpa mía que fracasase la Causa? El dinero, es cierto, pertenecía a la Confederación. Bueno, hoy no existe la Confederación…, aunque nadie lo creería así juzgando por el modo que tienen de hablar algunas personas. ¿A quién debo entregar ese dinero? ¿Al gobierno yanqui? Nadie puede, por tanto, llamarme ladrón.
Y mirando a Scarlett, como si estuviera muy interesado en conocer su opinión, sacó de su bolsillo un estuche de cuero y empezó a fumar un puro de grandes dimensiones, aspirando su aroma con complacencia.
«¡Que se vaya al infierno! —pensó ella—. Siempre tiene más razón que yo. Siempre hay algo capcioso en sus argumentos, pero nunca acierto a descubrir el qué.»
—Podría usted —dijo con dignidad— distribuirlo entre los pobres que lo necesitan. La Confederación ha desaparecido, pero quedan muchísimos confederados y sus familias, que se mueren de hambre.
Rhett echó la cabeza hacia atrás y se rió descortésmente.
—Nunca está usted tan encantadora o tan absurda como cuando suelta alguna hipocresía como ésa —exclamó con aire francamente divertido—. Diga siempre la verdad, Scarlett. No sabe usted mentir. Los irlandeses son los que peor mienten en el mundo entero. Vamos a ver, sea franca. A usted jamás le importó un comino la difunta Confederación, y los confederados hambrientos le importan todavía menos. Lanzaría usted grandes gritos de protesta si yo sugiriese siquiera distribuir todo ese dinero sin darle a usted la parte del león.
—No necesito su dinero —comenzó a decir la joven, tratando de adoptar un aire digno.
—¿De veras que no? Ahora mismo siente comezón en la palma de la mano. Si le mostrase una moneda de veinticinco centavos, daría usted un salto para cogerla.
—Si ha venido usted aquí para insultarme y burlarse de mi pobreza, le deseo muy buenos días —replicó ella, tratando de desembarazar su regazo del pesado libro mayor, a fin de poder levantarse y causarle más impresión. Al instante, él fue quien se puso en pie, inclinándose hacia ella y riéndose al empujarla otra vez a su sitio.
—¿Cuándo se le curará esa predisposición a enfadarse en cuanto le dicen la verdad? Nunca tiene usted inconveniente en oírla si se trata de los demás. ¿Por qué la irrita, pues, que se la digan a usted? Yo no la insulto. Creo más bien que la manía adquisitiva, el afán de poseer, es una excelente cualidad que debía ser reconocida y admirada por todos. No estaba muy segura de saber qué era eso de la manía adquisitiva; pero, como él la alababa, se sintió algo más calmada.
—No he venido aquí a gozarme en su pobreza, sino a desearle larga vida y felicidad en su matrimonio. A propósito, ¿qué le pareció a su hermanita Suellen su latrocinio?
—¿Mi qué?
—¡Que le quitase a Frank delante de sus propias narices!
—Yo no…
—Bueno, no discutamos el calificativo. ¿Qué dijo?
—No dijo nada —repuso Scarlett. Sus ojos saltaron desmintiendo sus palabras.
—¡Muy generoso por su parte! Ahora, dígame algo sobre su pobreza. Tengo seguramente el derecho de saber algo después de su reciente excursión a la cárcel. ¿No tiene Frank tanto dinero como usted esperaba?
No había medio de escapar de su insolencia. O tenía que aguantarla o pedirle que se marchase. Y, ahora, no quería que se fuese. Sus palabras llevaban un agudo aguijón, pero era el aguijón de la verdad. Él sabía lo que ella había hecho y por qué lo había hecho, y no parecía que eso la rebajase en su concepto. Era una persona a quien siempre podía decir la verdad. Y, si bien sus preguntas eran enojosamente brutales, parecían estar inspiradas por un auténtico interés hacia ella. Era un alivio poder decir la verdad, porque hacía muchísimo tiempo que no podía hablar a nadie francamente acerca de ella misma y de sus motivos. En cuanto quería ser franca, todo el mundo parecía horrorizarse. Hablar con Rhett era comparable sólo a una cosa: a la sensación de comodidad y de agrado que se experimenta al ponerse unas zapatillas viejas después de haber estado bailando con zapatos demasiado estrechos.
—¿No consiguió el dinero para la contribución? No me diga que en Tara se hallan ustedes en lamisma situación crítica. —Su voz tenía ahora un tono muy diferente.
Ella levantó los ojos para mirarlo y sorprendió una expresión que le chocó y la intrigó al principio y luego le hizo sonreír repentinamente, una sonrisa dulce y encantadora que ahora aparecía muy raramente en su fisonomía. ¡Qué gran canalla era, pero qué simpático sabía hacerse en ocasiones! Scarlett adivinaba ahora que el verdadero motivo de su visita no era el de torturarla, sino el de asegurarse de que ella había logrado el dinero que tan desesperada la puso. Comprendía ahora que él se había precipitado a ir a verla tan pronto como quedó en libertad, sin querer aparentar prisa alguna, para prestarle el dinero si todavía lo necesitaba. Y, sin embargo, tenía que atormentarla e insultarla, y negaría que hubiese tenido tales intenciones si ella lo acusase de tenerlas. Era un hombre incomprensible. ¿Se interesaba por ella realmente más de lo que quería admitir? ¿O tenía algún otro motivo? Probablemente esto último, pensó. Pero ¿quién podría decirlo? ¡Hacía cosas tan extrañas!
—No —dijo—, la situación no es ya tan crítica. Obtuve el dinero.
—Pero no sin lucha, estoy cenvencido. ¿Consiguió usted reprimirse hasta tener el anillo nupcial en el dedo?
Procuró no sonreírse al escuchar una síntesis tan exacta de su conducta, pero no pudo menos de dejar ver dos hoyuelos en sus mejillas. Rhett volvió a sentarse otra vez, estirando cómodamente sus largas piernas.
—Bueno, cuénteme algo acerca de su pobreza. ¿La engañó ese zorro de Ftank acerca de sus circunstancias? Merecería una paliza por abusar así de una mujercita tan candida. ¡Hala, Scarlett, cuéntemelo todo! No debería usted tener secretos conmigo. Seguramente conozco ya los peores.
—¡Oh, Rhett, es usted el más…; bueno, no sé lo que iba a llamarle! No, no es que me engañase, pero… —Repentinamente fue un gran placer para ella descargarse de todo lo que pesaba sobre su mente—. Rhett, si Frank cobrase siquiera todo el dinero que le deben, no me inquietaría lo más mínimo. Pero hay una cincuentena de personas que le deben dinero, y él no quiere apretarles. ¡Es tan escrupuloso! Dice que un caballero no puede portarse así con otro caballero. Y, posiblemente, pasarán meses antes de que cobremos ese dinero, si lo cobramos.
—Bueno, ¿y qué? ¿No tienen ustedes lo suficiente para comer hasta que él cobre?
—Sí, pero…; bueno, el caso es que no me vendría mal un poco de dinero, en este momento. —Sus ojos brillaron al acordarse del taller de aserrar—. Acaso…
—¿Para qué? ¿Más impuestos?
—¿Le importa a usted algo?
—Sí, porque se está usted preparando para pedirme un préstamo. ¡Oh, conozco los síntomas! Y se lo concederé, querida señora Kennedy, sin esa tentadora «garantía colateral» que usted me ofreció pocos días atrás. Por supuesto que si usted insiste en darla…
—Es usted el más brutal…
—De ningún modo. Sólo quería tranquilizarla. Sabía que estaría preocupada por ese detalle. No mucho, pero algo. Y estoy dispuesto a concederle el préstamo. Pero quiero saber en qué va usted a gastar el dinero. Creo tener derecho a saberlo. Si es para comprarse vestidos bonitos, o un coche, ahí va y que le aproveche. Pero, si es para comprarle a Ashley Wilkes un calzón nuevo de montar, siento tener que negarme al préstamo. Roja de cólera, Scarlett tartamudeó antes de poder coordinar las palabras.
—¡Ashley Wilkes jamás ha tomado un centavo mío! ¡Ni lo tomaría aunque se muriese de hambre! ¡Es usted incapaz de comprender lo caballero y lo soberbio que es! ¿Cómo lo va a comprender siendo usted… lo que es?
—No comencemos otra vez con los calificativos. Yo podría llamarle unas cuantas cosas que no desmerecerían de todas las que me pudiera usted llamar a mí. Se olvida de que he seguido sus pasos a través de la señorita Pittypat, y ella es tan bondadosa que cuenta todo lo que sabe en cuanto encuentra a alguien interesado en escucharla. Sé que Ashley está en Tara desde que regresó de Rock Island. Sé que incluso usted ha tolerado tener a su mujer a su lado, lo que le habrá costado gran esfuerzo.
—Ashley es…
—¡Oh, sí! —dijo él agitando la mano negligentemente—. Ashley es demasiado sublime para mi terrenal comprensión. Pero haga usted el favor de acordarse de que fui testigo interesado de su tierna escenita con él en Doce Robles, y algo me dice que Ashley no ha cambiado desde entonces. Ni usted tampoco. No hizo un papel tan sublime aquel día, a lo que me parece recordar. Y no creo que el papel que hace ahora sea mucho mejor. ¿Por qué no saca de allí a su familia y se pone a trabajar? Por supuesto que ello será un capricho mío, pero no tengo intención de prestarle a usted un centavo para Tara y contribuir a la manutención de Ashley. Entre hombres hay un nombre muy feo para los que permiten que una mujer los mantega.
—¿Cómo se atreve usted a decir tales cosas? ¡Ha estado trabajando como un peón negro! —A pesar de su cólera, se le desgarraba el corazón al recuerdo de Ashley cortando leña para la cerca de Tara.
—¡Y debe valer su peso en oro como tal peón! Debe ser listísimo con el estiércol y…
—Él es…
—Sí, ya lo sé. Concedamos que hace todo lo que puede, pero no es una gran ayuda, me imagino. De Wilkes, jamás se conseguirá un peón agrícola, ni nada útil. Su raza es puramente ornamental. Ahora baje usted de esas erizadas plumas y no haga caso de mis rudos comentarios acerca del orgulloso y honorable Ashley. Es extraño que persistan tales ilusiones aun en mujeres que razonan fríamente como usted… ¿Cuánto dinero necesita y para qué lo quiere?
Al ver que ella no contestaba, repitió:
—¿Para qué lo quiere? A ver si se las compone para decirme la verdad. Sirve lo mismo que cualquier embuste. De hecho, es más práctico, porque, si me miente, seguramente lo habré de averiguar, y piense cuan embarazoso sería esto para usted. Recuerde siempre, Es carlata, que de usted lo puedo tolerar todo, todo menos la mentira…: su antipatía, sus iras, todas sus tretas de oficio, pero no la mentira. Bueno, ¿para qué lo quiere?
Rabiosa como estaba por lo que Rhett había dicho de Ashley, hubiera dado cualquier cosa por poder escupirle y arrojarle orgullosamente a su burlona cara la oferta de dinero que hacía. Por un momento estuvo a punto de hacerlo, pero la fría mano del sentido común la contuvo. Devoró su cólera de mala gana y trató de asumir una expresión de placentera dignidad. Él seguía recostado sobre el respaldo de la silla con las piernas estiradas hacia la estufa.
—Si hay algo en el mundo que me divierta de veras —observó él— es el espectáculo de sus luchas mentales cuando una cuestión de principio está en pugna con una cuestión práctica, como es el dinero. Naturalmente, en usted el lado práctico siempre vence, pero yo continúo a su alrededor para ver si el lado mejor de su naturaleza logra triunfar algún día. Y, cuando llegue ese día, haré la maleta y me marcharé de Atlanta para siempre. Hay demasiadas mujeres en las que triunfan siempre los buenos instintos… Bueno, volvamos a los negocios. ¿Cuánto y para qué?
—No sé cuánto necesitaré exactamente —dijo hoscamente Scarlett—. Pero quiero comprar un taller de aserrar… y creo poderlo comprar barato. Y necesitaré un carro y un par de muías. Quiero que sean muías buenas. Y un cochecillo y un caballo para mi uso personal.
—¿Un taller de aserrar?
—Sí, y, si me presta usted el dinero, podemos hacer el negocio a medias.
—¿Y qué demonio haría yo con un taller de aserrar?
—¡Hacer dinero! Podemos hacer muchísimo dinero. O bien le pagaré los intereses del préstamo… Vamos a ver, ¿qué interés se considera como remunerativo?
—El cincuenta por ciento se considera como muy satisfactorio.
—Cincuenta… ¡Oh, está usted de broma! No se ría usted. Hablo en serio.
—Por eso es por lo que me río. Me pregunto si otra persona que no sea yo puede comprender todo lo que pasa en esa cabeza que hay detrás de su carita tan engañosamente ingenua.
—Bueno, ¿a quién le importa nada de todo eso? Óigame, Rhett, y vea si esto no le parece buen negocio. Frank me habló de ese hombre que es dueño de un molino de aserrar, uno pequeñito que hay en el extremo de Peachtree Street. Ese hombre necesita dinero contante cuanto antes, y está dispuesto a venderlo barato. No hay muchos aserraderos por aquí, hoy en día, y, dado el modo que la gente tiene de estar reconstruyéndolo todo, puede vender la madera cortada y alisada a cualquier precio. El propietario se quedaría y dirigiría el taer a sueldo. Frank compraría el aserradero él mismo si tuviese dinero. Me figuro que se proponía comprarlo con el dinero que me dio para la contribución.
—¡Pobre Frank! ¿Qué va a decir cuando usted le cuente que lo ha comprado y se lo ha arrebatado? ¿Y cómo piensa usted explicar un préstamo de ese dinero sin comprometer su reputación?
Scarlett no había pensado para nada en ello, concentrada su mente como estaba en el dinero que el taller habría de reportarle.
—Con no decirle nada…
—Pero él sabe que el dinero no se encuentra por las calles.
—Le diré…; ya está… Le diré que le vendí a usted mis arracadas de brillantes… Y se las daré. Ésta será mi garantía cola…; bien, como usted la llame…
—Yo no la privaré de sus arracadas.
—No las quiero. No me gustan. No son mías en realidad, ¿sabe?
—¿De quién son?
La imaginación de Scarlett se retrotrajo prontamente a aquella calurosa mañana de verano, en que el silencio campestre envolvía Tara y el hombre vestido de azul yacía al pie de la escalera.
—Me las dejó… alguien que ha muerto… Son mías, mías realmente. Tómelas. No las quiero. Prefiero su valor en dinero.
—¡Por Dios santo! —exclamó él, con impaciencia—. ¿No sabe usted pensar más que en el dinero?
—No —replicó ella con franqueza, volviendo hacia él sus verdes ojos—. Y, si usted hubiese pasado lo que yo, tampoco sabría pensar en otra cosa. He descubierto que el dinero es lo más importante del mundo, y Dios me sea testigo de que me propongo no verme sin dinero de aquí en adelante.
Rememoraba el ardiente sol, la blanda tierra rojiza bajo sus pies, el olor a negros de la cabana tras de las ruinas de Doce Robles. Recordó el estribillo que su corazón repetía: «¡Nunca he de volver a tener hambre! ¡Nunca he de volver a tener hambre!»
—Volveré a poseer dinero algún día, mucho dinero, para poder comer todo lo que se me antoje. Y nunca más aparecerán las gachas o los guisantes secos en mi mesa. Y voy a tener preciosas ropas, todas ellas de seda…
—¿Todas?
—Todas —repitió ella secamente, sin molestarse siquiera en ruborizarse por la insinuación—. Voy a tener dinero suficiente para que los yanquis no puedan desposeerme de Tara. Voy a poner en Tara un tejado nuevo, y nuevo establo, y buenas muías para arar, y más algodón del que haya usted visto en su vida. Y Wade no va a saber jamás lo que es tener que pasarse sin las cosas que necesite. ¡Jamás! Va a poseer todo lo que quiera. Y toda mi familia jamás volverá a pasar hambre, se lo aseguro. Usted no comprende esto; es usted un miserable egoísta. Nunca tuvo usted esos advenedizos yanquis queriéndole arrojar de su casa. Usted jamás se ha visto helado y harapiento y teniendo que matarse a trabajar para no morir de hambre.
Él contestó quietamente:
—Estuve ocho meses en el Ejército confederado. No conozco lugar mejor para aprender lo que es el hambre.
—¡El Ejército! ¡Bah! Usted jamás ha tenido que recoger algodón ni destruir las malas hierbas entre el maíz. Usted ha… ¡No se ría usted de mí!
Las manos de Rhett se posaron otra vez sobre las suyas al oírla gritar.
—No me reía de usted. Me reía de la gran diferencia que hay entre lo que parece usted ser y lo que es realmente. Y recordaba la primera vez que la vi en una merienda al aire libre, en casa de los Wilkes. Llevaba un vestido verde y zapatitos verdes, y estaba archirrodeada de hombres y muy pagada de su personita. Apostaría a que usted no sabía entonces cuántos centavos tenía un dólar. Sólo había entonces una idea en su cerebro: la de pescar a Ashley.
Scarlett desasió violentamente sus manos de las de Rhett.
—Rhett, si hemos de continuar tratándonos, tendrá usted que abtenerse de hablar de Ashley Wilkes. Siempre discrepamos, porque usted no puede comprenderle.
—Supongo que usted lee en él como en un libro —dijo Rhett con malicia—. No, Scarlett, si le presto el dinero ha de ser reservándome el derecho de discutir sobre Ashley todo lo que quiera. Renuncio al derecho de percibir intereses sobre el préstamo, pero a eso otro no. Y hay un gran número de cosas referentes a ese joven que me interesaría saber.
—No tengo por qué hablar de él con usted —contestó Scarlett con sequedad.
—¡Oh, sí tiene por qué! Yo poseo los cordones de la bolsa, ya lo sabe. Algún día, cuando sea usted rica, tendrá facultades para hacer lo mismo con otras personas… Es obvio que todavía le quiere.
—No le quiero.
—¡Oh, se ve en la manera de apresurarse a defenderlo! Usted…
—No tolero que se haga mofa de mis amigos.
—Bueno, dejemos eso a un lado por el momento. Y él, ¿la quiere todavía, o Rock Island le hizo olvidarla? ¿O es que ya ha aprendido a apreciar la joya que tiene por esposa?
A la mención de Melanie, Scarlett comenzó a respirar trabajosamente, y apenas pudo abstenerse de contarle todo y decirle que solamente el honor retenía a Ashley al lado de Melanie. Abrió la boca para hablar, pero la cerró en seguida.
—¿No tiene aún el suficiente buen sentido para apreciar a su mujer? ¿Y los rigores de la prisión no entibiaron su ardor por usted?
—No necesito discutir el asunto.
—Yo sí deseo discutirlo —insistió Rhett. Había en su voz una iiota baja que Scarlett no comprendía ni le gustaba percibir—. Y, vive Dios, lo discutiré y espero que usted me responda. ¿Así que está todavía enamorado de usted?
—Bueno, ¿y qué si lo está? —gritó Scarlett, perdida ya la paciencia—. No quiero hablar de él con usted porque no puede comprenderle ni a él ni la índole de su amor. Usted sólo comprende esa #specie de amor…, sí, ese amor que siente por las criaturas como la Watling.
—¡Oh! —dijo Rhett suavemente—. ¿Es que yo sólo soy capaz de Sentir apetitos carnales?
—Bien sabe usted que es verdad.
—Ahora comprendo sus escrúpulos en discutir el asunto conmigo. Mis sucios labios profanan la pureza de su amor. —Bueno, sí…, algo por el estilo. —Me interesa ese amor tan puro.
—No sea usted tan malvado, Rhett. Si es usted tan ruin que cree ha podido existir algo censurable entre nosotros…
—¡Oh, esa idea jamás entró en mi cabeza, de veras! Pero ¿por qué no ha existido nada criticable entre ustedes dos? —Si piensa usted que Ashley podría jamás… —¡Ah! Luego es Ashley y no usted quien luchó para que no se perdiese esa pureza. La verdad, Scarlett, no debería usted delatarse tan fácilmente.
Scarlett dirigió una mirada rebosante de confusión y de ira a la amable pero enigmática fisonomía de Rhett.
—No hay por qué continuar la conversación y no necesito su dinero. Por lo tanto, váyase.
—Sí, necesita usted mi dinero, y, puesto que hemos profundizado ra tanto en el asunto, ¿por qué abandonarlo? Seguramente no puede laber mal alguno en discutir un idilio tan casto…, ya que no ha labido en él nada pecaminoso. ¿De modo que Ashley la quiere a tsted por su inteligencia, por su alma, por su nobleza de carácter? Scarlett se estremeció interiormente al oír tales palabras. Era evidente que Ashley únicamente la quería por estas cualidades. Era una certidumbre lo que le permitía soportar la existencia, la certidumbre de que Ashley, esclavo de su honor, la quería y la respetaba por todas las cosas bellas encerradas en el fondo de sí misma y que sólo él podía ver. Sin embargo, todo perdía su belleza sublime cuando Rhett hablaba de ello en tono meloso lleno de sarcasmo.
—Me devuelve mis ideales de adolescente el saber que un amor así puede existir en este picaro mundo —continuó diciendo Rhett—. ¿De modo que no hay obsolutamente nada de carnal en su amor por usted? ¿Sería igual si fuese usted fea y no poseyese esa piel tan blanca? ¿Y si no tuviese esos ojos verdes que le hacen a un hombre desear saber lo que usted haría si él la cogiese entre sus brazos? ¿Y un modo de mecer las caderas que es una tentación para cualquier hombre que no haya cumplido noventa años? ¿Y esos labios, que son…? Bueno, no debo permitir que aparezcan mis carnales apetitos. ¿No ve Ashley nada de esto? O, si lo ve, ¿no le produce ningún efecto?
Sin proponérselo, la imaginación de Scarlett se retrotrajo al día en que, en el huerto, los brazos de Ashley la sacudían violentamente entre los suyos mientras la tenía asida, en que su boca parecía quemar la de ella, como si no pudiese despegarse. Un color rojo vivo se esparció sobre sus mejillas, y ello no pasó inadvertido a Rhett.
—Ya lo veo. La quiere sólo por su cerebro —dijo en un tono vibrante, casi de cólera, en su voz.
¿Cómo se atrevía él a escudriñar con sus sucios dedos, haciendo que lo único bello y sagrado que existía en su vida pareciese bajo y ruin? Fríamente, resueltamente, forzaba los últimos reductos de Scarlett y la información que él exigía iba a aparecer.
—¡Sí, sólo por eso! —gritó, procurando deshacerse del recuerdo de los labios de Ashley.
—Querida mía: no se ha enterado siquiera de si usted tiene o no cerebro. Si era su cerebro lo que le atraía, no hubiera necesitado luchar contra usted como debe haber hecho para mantener este amor tan… ¿diremos tan santo? Podía vivir muy tranquilo, porque, después de todo, un hombre puede admirar la mente y el alma de una mujer y ser no obstante un dignísimo caballero y un hombre fiel a su esposa. Pero debe ser difícil para él reconciliar el honor de los Wilkes con el deseo de su cuerpo que sin duda siente.
—¡Juzga usted los pensamientos de los demás por los propios, tan ruines!
—¡Oh, yo no he negado nunca que la deseaba, si esto es a lo que usted se refiere! Pero, a Dios gracias, a mí no me estorban los escrúpulos del honor. Lo que deseo, lo tomo si puedo, y por lo tanto no tengo que luchar ni con ángeles ni con demonios. ¡Qué vida más infernal debe de haber proporcionado usted al pobre Ashley! Soy capaz hasta de compadecerle.
—¿Yo… hacer su vida infernal?
—¡Sí, usted! Allí estaba usted, una tentación constante para él, pero, como la mayor parte de los de su cuerda, él prefiere lo que aquí pasa por ser el honor a cualquier amor verdadero. Y me parece que el pobre diablo se ha quedado sin honor y sin amor que pueda consolarle. —¡Tiene amor!… Quiero decir, ¡me ama!
—¿La ama? Entonces contésteme a lo que voy a decirle y termino ya por hoy y puede coger el dinero y tirarlo por la alcantarilla si quiere, por lo que a mí respecta.
Rhett se puso en pie y arrojó su cigarro a medio fumar en la escupidera. Había en sus movimientos la misma soltura pagana y la misma fuerza contenida que Scarlett había observado en él la noche de la caída de Atlanta, algo siniestro y terrible.
—Si la amaba, ¿cómo demonios le permitió venir a Atlanta a buscar el dinero para la contribución? Antes de que yo permitiese a una mujer que amo hacer esto, yo…
—¡Nada sabía! No tenía la menor idea de que yo… —¿No se le ocurre que debiera haberlo sabido? —Había en su voz brutalidad apenas reprimida—. Queriéndola como dice usted que la quiere, debería saber lo que usted habría de hacer en su desesperación. ¡Debió matarla antes de dejarla venir aquí… y a buscarme a mí precisamente! ¡Santo cielo! —¡Pero él no lo sabía!
—Si no lo adivinó sin necesidad de que se lo dijesen, jamás conocerá a usted ni a su sublime cerebro.
¡Qué injusto era! ¡Como si Ashley pudiese leer los pensamientos!
¡Como si Ashley hubiese podido retenerla, aun sabiendo! Pero, ahora lo comprendía repentinamente, Ashley podía haberla detenido. La más leve insinuación suya en el huerto de que acaso algún día las circunstancias variarían, y jamás hubiera pensado ella en salir de Tara.
Una palabra de ternura, una simple caricia de despedida cuando subía al tren, la hubieran retenido allí. Pero sólo había hablado del honor. No obstante…, ¿tendría razón Rhett? ¿Debía Ashley haber conocido sus propósitos? Se apresuró a descartar de sí tal desleal idea. Por supuesto, él nada sospechaba. Ashley no podía sospechar más que ella pudiese soñar tan siquiera en hacer algo tan inmoral.
Ashley era demasiado decente para abrigar tales pensamientos. Rhett sólo trataba de destrozar su amor. Trataba de destruir lo más precioso que existía para ella. Algún día, pensó con encono, cuando la tienda uncionase como debía y el aserradero estuviese en marcha y ella tuviese dinero, haría pagar a Rhett la tortura y la humillación que ahora le causaba.
Él estaba de pie a su lado, mirándola vagamente divertido. La Emoción que le había agitado estaba disipada.
—¿Qué le importa eso a usted después de todo? —preguntó—. Es cosa de Ashley y mía, no de usted.
—Solamente esto. Siento una profunda e impersonal admiración por su temple, Scarlett, y detesto ver su espíritu aplastado por tantas piedras de molino. Está Tara. Esto ya es una empresa más que regular para cualquiera. Está su padre, enfermo por añadidura. Jamás podrá ayudarla en nada. Y tiene a las chicas y a los negros. Y ahora se ha echado encima a un marido y probablemente a la señorita Pittypat también. Lleva ya bastantes cargas para que caigan sobre usted Ashley y su familia.
—No es una carga. Él ayuda…
—¡Oh, por amor de Dios! —prorrumpió él, impacientemente—. ¡No me venga más con eso! No es una ayuda. Es una carga y lo será para usted o para otro, hasta que se muera. Personalmente, estoy harto de él como tema de conversación… ¿Cuánto dinero quiere usted?
Afluyeron a los labios de Scarlett mil palabras injuriosas. Después de todos sus insultos, después de arrebatarle todo lo que era más precioso para ella y pisotearla, ¡creía todavía que ella iba a aceptar su dinero!
Pero estas palabras no llegaron a pronunciarse. ¡Qué maravilloso sería poder despreciar su ofrecimiento y arrojarlo de la tienda! Mas sólo los que son ricos y están muy seguros pueden permitirse tales lujos. Mientras fuese pobre, tendría que soportar escenas como ésta. Pero, cuando fuese rica, no toleraría nada que no le gustase, no se abstendría de nada que desease, no sería ni siquiera cortés con las gentes a menos que le fuesen simpáticas.
«Entonces les diré a todos que se vayan al quinto infierno, ¡y Rhett Butler será el primero!»
El placer de pensarlo hizo chispear sus verdes ojos y dibujó una semisonrisa en sus labios. Rhett se sonrió también.
—Es usted una criatura muy bonita, Scarlett —le dijo—. Especialmente cuando está meditando alguna maldad. Y, sólo por haber visto esos hoyuelos, estoy dispuesto a comprarle una docena de muías, si las quiere.
Se abrió la puerta de la calle y entró el chico del mostrador limpiándose los dientes con una pluma de ave. Scarlett se levantó, se arrebujó en su chal y anudó las cintas de la capota por debajo de su barbilla. Había tomado una decisión.
—¿Está usted ocupado esta tarde? ¿Puede usted venir ahora conmigo? —le preguntó.
—¿Adonde?
—Quiero que venga usted conmigo al taller de aserrar. Prometí a Frank que no saldría sola en el coche fuera de la ciudad.
—¿Al taller con esta lluvia?
—Sí, quiero comprarlo ahora, antes de que cambie usted de parecer.
Él se rió tan ruidosamente, que el dependiente se asombró y le miró con curiosidad. —¿Se ha olvidado usted de que está casada? La señora de Kennedy no puede permitir que la vean yendo en coche hacia las afueras de la ciudad con este desprestigiado Butler, al que no reciben en los salones decentes. ¿Ha olvidado usted su reputación?
—¡Que se vaya a paseo mi reputación! Quiero ese aserradero antes de que usted cambie de opinión o de que Frank se entere de que lo compro. No ande usted con tonterías, Rhett. ¿Qué importa una lluvia ligera? Vayamos pronto.
¡Aquel aserradero! Frank se daba al diablo cada vez que pensaba en él, maldiciendo de sí mismo por habérselo mencionado a Scarlett. Ya era malo de por sí que hubiese vendido sus arracadas al capitán Butler (¡a Butler precisamente!) y hubiese adquirido el taller de aserrar sin consultar siquiera a su marido; pero era mucho peor todavía que no le hubiese entregado a él la dirección. Esto le disgustaba. Parecía como si no tuviese confianza en él o en su criterio.
Frank, como los demás hombres, sabía y creía que una mujer debía estar guiada siempre por el superior conocimiento de su esposo, que debía aceptar totalmente sus opiniones y no poseer ninguna propia. Él hubiera cedido ante la mayor parte de las mujeres. Las mujeres eran pequeños seres tan especiales que no importaba satisfacer sus antojillos. Suave y moderado por naturaleza, no estaba en él oponerse mucho a su esposa. Hubiera sido un placer para él complacer los pueriles caprichos de una personilla así y reñirla cariñosamente por sus infantiles prodigalidades. Pero las cosas que se proponía hacer Scarlett eran inadmisibles.
Lo del aserradero, por ejemplo. Experimentó el asombro mayor de toda su vida cuando ella le dijo, contestando a sus preguntas y sonriendo dulcemente, que tenía la intención de dirigirlo ella misma. «Dedicarme yo misma al negocio de maderas», fue la manera que tuvo de expresarlo. Frank no olvidaría jamás el horror de aquel momento. ¡Dedicarse ella a los negocios! Era inconcebible. En Atlanta no había mujeres dedicadas a los negocios. A decir verdad, Frank no había oído jamás que ninguna señora se dedicase a los negocios en alguna parte. Si una mujer tenía la desgracia de verse obligada a ganar algún dinero para ayudar a la familia en tiempos tan difíciles, lo ganaba de manera discreta y femenina: junto a un horno, como la señora Merriwether; o pintando porcelana, cosiendo o tomando huéspedes, como la señora Elsing y Fanny; o enseñando en una escuela, como la señora Meade; o dando lecciones de música, como la señora Bonnel. Aquellas damas ganaban dinero, pero se quedaban en sus casas para ganarlo, como debía hacer una mujer. Pero que una mujer abandonase la protección del hogar y se aventurase por el rudo mundo masculino, compitiendo en los negocios con los hombres, dándose codazos con ellos, exponiéndose a los insultos y a las murmuraciones… ¡Especialmente cuando no necesitaba hacerlo, cuando tenía un marido plenamente capaz de mantenerla!
Frank esperaba que ella no quisiese más que gastarle una broma, una broma de dudoso gusto, pero pronto descubrió que le hablaba en serio. Comenzó a dirigir el aserradero. Se levantaba antes que él para ir en su cochecillo hasta el final de Peachtree Street y con frecuencia no volvía a casa hasta mucho después de haber él cerrado la tienda y regresado a cenar en casa de la tía Pittypat. Recorría las largas millas hasta el taller sin más protección que la del reacio y viejo Peter cuando por todas partes pululaban los negros liberados y el hampa yanqui. Frank no podía ir con ella, porque la tienda le absorbía todo su tiempo; pero, cuando protestó, ella le dijo en tono resuelto:
—Tengo que vigilar a ese canallita de Johnson. De lo contrario, sería capaz de vender mis maderas y guardarse el dinero. Cuando pueda buscar un hombre que sirva para encargarse del taller, no tendré que ir por allí tan a menudo. Entonces podré quedarme en la ciudad a vender la madera.
¡Vender madera en la ciudad! Esto era lo peor. Con frecuencia no aparecía por el taller durante todo el día y se dedicaba a ofrecer el género casi de puerta en puerta, y, en tales días, Frank deseaba esconderse en la trastienda y no ver a nadie. ¡Su mujer vendiendo madera!
Y la gente hablaba terriblemente mal de ella. Probablemente, de él también, por pernitirle que se comportase en una forma tan poco femenina. Se sentía embarazado al enfrentarse con sus parroquianos desde el otro lado del mostrador y oírlos decir: «He visto a su esposa hace pocos minutos en…», lodo el mundo se interesaba en decirle lo que ella hacía. Todo el mundo se complacía en contarle lo que sucedió cuando construían el nuevo hotel. Scarlett llegó allí precisamente cuando Tommy Wellburn estaba comprando madera a otro individuo, y ella se apeó del cochecillo entre los rudos albañiles irlandeses que ponían los cimientos y aseguró a Tommy, en pocas palabras, que le engañaban. Dijo que su madera era mejor que la de nadie, y más barata además, y para probarlo sumó de memoria una larga columna de números y le dio un presupuesto de coste allí mismo. Ya estaba mal eso de haberse metido entre rudos obreros, pero era todavía peor que una mujer mostrase públicamente que conocía las matemáticas de tal modo. Cuando Tommy aceptó su presupuesto y le firmó el pedido, Scarlett no se despidió inmediatamente con discreción, sino que se quedó allí charlando con Johnnie Gallegher, el capataz de los operarios irlandeses, un gnomo de malas pulgas que gozaba de pésima reputación. Toda la ciudad habló del asunto durante varias semanas.
Para colmo, ganaba dinero efectivamente con el aserradero, y ningún hombre podría estar contento de que su mujer tuviese éxito en actividades tan poco femeninas. Y tampoco le entregaba el dinero, o parte de él, para que se empleara en la tienda. La mayor parte iba a Tara, y Scarlett escribía cartas interminables a Will Benteen diciéndole exactamente cómo había que gastarlo. Además, manifestó a Frank que, si podía terminar las reparaciones necesarias en Tara, se proponía prestar el dinero que tuviese disponible, pero sobre hipotecas.
«¡Dios mío! ¡Dios mío!», gemía Frank siempre que pensaba en ello. Una mujer no debía saber siquiera lo que era una hipoteca.
Scarlett hacía toda clase de planes aquellos días, y cada uno de ellos le parecía a Frank peor que el precedente. Habló incluso de construir un bar en el terreno en donde había estado su almacén de depósito hasta que Sherman lo destruyó. Poseer fincas dedicadas a tabernas era un mal negocio, un negocio de mala nota, casi tan malo como el de alquilar una finca para casa de prostitución. Pero él no podía explicarse por qué estaba mal y a sus torpes argumentos ella sólo contestaba:
—¡Bah! ¡Tonterías! Los bares siempre son buenos inquilinos. Así lo decía el tío Henry —aseguraba—. Siempre pagan puntualmente el alquiler. Mira, Frank, se podría construir un bar modesto, con la madera de mala calidad que no logro vender, y sacar una buena renta, y con el producto de esta renta y del aserradero podría comprar más talleres de aserrar.
—Pero, cariñito, ¡no necesitas más talleres! —exclamaba Frank, horrorizado—. Lo que debías hacer es vender el que tienes. Te está dando demasiado trabajo, y ya sabes lo difícil que es el conseguir que trabajen en él los negros liberados…
—Los negros liberados no sirven ciertamente para nada —convino Scarlett, pasando por alto la alusión de que debía desprenderse del taller—. El señor Johnston dice que todas las mañanas, cuando va a trabajar, no sabe si tendrá o no el personal completo. Ya no se puede contar con los negros. Trabajan un día o dos y luego descansan hasta que se han gastado el jornal cobrado, y toda la cuadrilla es muy capaz de perderse de vista de la noche a la mañana. Cuanto más veo los resultados de la emancipación, más criminal me parece. Ha acabado con los negros. Millares de ellos están ociosos, y aquellos a los que podemos persuadir de que trabajen en el taller son tan holgazanes y tornadizos que no vale la pena de tenerlos allí. Y si llega uno a insultarles —¡y no digo nada si se les dan unos cuantos golpes por su bien!—, la Oficina de Hombres Liberados se echa encima como un pato sobre un insecto.
—Monada, tú no permitirás que el señor Johnson pegue a esos…
—No, por supuesto —replicó ella con impaciencia—. ¿No acabo de indicarte que los yanquis me meterían en la cárcel si lo hiciese?
—Apostaría a que tu padre jamás dio una paliza a un negro en su vida —dijo Frank.
—Una sola vez. A un chico de la caballeriza que no cepilló a su caballo después de un día de caza. Pero entonces era distinto, Frank. Los negros libres son de otro género, y una buena paliza les sentaría bien a muchos de ellos.
Frank estaba asombrado, no sólo por las opiniones y planes de su consorte, sino por el cambio que se había realizado en ella durante los pocos meses transcurridos desde su matrimonio. Ésta no era ya la criatura dulce, suave y femenina que había tomado por esposa. Durante el breve período del noviazgo, pensó que jamás había encontrado a una mujer más atractivamente femenina, en sus reacciones ante la vida, más ignorante, tímida, asustadiza… Ahora, todas sus reacciones eran masculinas. A pesar de sus rosadas mejillas y de sus hoyuelos y de sus agradables sonrisas, hablaba y obraba como un hombre. Su voz era incisiva y decidida, y resolvía las cosas instantáneamente, sin vacilaciones ni rodeos de colegiala. Sabía lo que quería y salía a buscarlo por el camino más corto, como debía hacer un hombre, no por los ocultos y sinuosos caminos peculiares a las mujeres.
No era que Frank no hubiese visto nunca mujeres autoritarias. Atlanta, lo mismo que cualquier otra ciudad del Sur, tenía su número de viudas enérgicas a quienes nadie se atrevía a irritar. Nadie podía ser más dominadora que la gruesa señora Merriwether, o más imperiosa que la frágil señora Elsing, ni más astuta para conseguir lo que deseaba que la señora Whiting, con su voz armoniosa y su pelo corto de plata. Pero todos los medios y recursos empleados por esas damas eran siempre resursos femeninos. Se esforzaban por mostrarse deferentes con las opiniones de los hombres, tanto si se dejaban guiar por ellas como si no. Tenían la cortesía de aparentar que seguían los consejos masculinos, y esto era lo que importaba. Pero Scarlett no aceptaba más guía que la suya propia, y llevaba sus negocios de manera tan masculina, que toda la ciudad hablaba de ella.
«Y para colmo —pensaba Frank, acongojado—, probablemente hablarán de mí también por dejarla obrar de un modo tan poco femenino.»
Además, había lo de aquel Butler. Sus frecuentes visitas a la casa de la tía Pittypat eran la peor humillación de todas… A Frank le había desagradado siempre, aun en los tiempos anteriores a la guerra, cuando había tenido negocios con él. Muchas veces maldijo el día en que se le ocurrió llevarlo a Doce Robles y presentarlo a sus amigos. Le despreciaba por la fría crueldad con que había obrado en sus especulaciones durante la guerra, así como por el hecho de que no había estado en el Ejército. Los ocho meses de servicio con la Confederación eran conocidos sólo por Scarlett, porque Rhett le rogó, con pretendido temor, que no revelase su vergüenza a nadie. Sobre todo, Frank le censuraba por seguir reteniendo el oro de los confederados, cuando los hombres honrados, como el almirante Bulloch y otros, al hallarse en idéntica situación, devolvieron muchos miles de dólares el Tesoro federal. Pero, tanto si le gustaba a Frank como si no, Rhett era un visitante asiduo.
Aparentemente, era la señorita Pittypat a quien iba a ver, y ésta era tan ingenua que lo creía y se mostraba lisonjeada por sus visitas. Pero Frank abrigaba la desagradable sensación de que la señorita Pittypat no era la atracción que le llevaba allí.
El pequeño Wade se había aficionado mucho a él, a pesar de ser muy tímido con todo el mundo, e incluso le llamaba «tío Rhett», lo que molestaba a Frank. Y Frank no podía por menos de recordar que Rhett había acompañado mucho a Scarlett durante los tiempos de la guerra y que se había murmurado de ellos. Ninguno de sus amigos tenía valor para mencionar nada de eso a Frank, por francas que fuesen sus palabras al juzgar la conducta de Scarlett en lo referente al aserradero. Pero Kennedy no pudo por menos de observar que a Scarlett y a él se les invitaba menos a comidas y a fiestas y que cada vez recibían menos visitas. A Scarlett le desagradaban la mayor parte de sus vecinos, y estaba demasiado ocupada para ir a ver a los pocos que le eran simpáticos; así es que la escasez de visitantes no la perturbó lo más mínimo. Pero a Frank le afectaba mucho, una enormidad.
Durante toda su vida, Frank había estado demasiado preocupado por la frase: «¿Qué dirán los vecinos?», y ahora se veía indefenso ante las repetidas infracciones de Scarlett a las convenciones sociales. Estaba seguro de que todo el mundo desaprobaba a Scarlett y le despreciaba a él por permitirle «perder el sexo». Ella hacía muchas cosas que un marido no debiera tolerar; pero si le daba órdenes en contrario, si intentaba criticarla o argumentar con ella, la tempestad descargaba pronto sobre su cabeza.
—¡Válgame Dios! —exclamaba él, impotente—. Se enfurece con más rapidez y le dura la furia mucho más que a ninguna mujer que yo haya conocido en mi vida.
Aun en los momentos en que las cosas marchaban más plácidamente, era maravilloso ver cuan pronto la esposa cariñosa y alegre que andaba tarareando por la casa podía transformarse por completo en una persona totalmente distinta. Bastaba con que él dijese: «Nena, yo en tu lugar no…», para que la tempestad estallara.
Sus negras cejas se apresuraban a contraerse en agudo ángulo sobre la naricilla, y Frank se atemorizaba y casi lo dejaba ver. Scarlett tenía el temperamento de un tártaro y la furia de un gato montes y, en tales accesos, no parecía preocuparse de lo que decía ni de a quién podía agraviar. Melancólicas nubes se cernían sobre la casa en tales ocasiones. Frank iba pronto a la tienda y se quedaba hasta tarde. Pittypat se escurría hacia su dormitorio como un conejo que corre a meterse en su madriguera. Wade y el tío Peter se retiraban a la cochera, y la cocinera no salía de la cocina ni levantaba la voz en sus cánticos de alabanza al Señor. Sólo Mamita soportaba las rabietas de Scarlett con ecuanimidad; pero Mamita había tenido ya muchos años de entrenamiento con Gerald O’Hara y sus arranques.
Scarlett no se proponía tener mal genio y quería realmente ser una buena esposa para Frank, porque le había tomado afecto y le estaba agradecida por su auxilio para salvar a Tara. Pero ponía muy a prueba su paciencia y de diversas maneras.
Scarlett no podía respetar a un hombre que se dejaba dominar por ella, y la tímida y vacilante actitud que Frank desplegaba en cualquier situación desagradable, con ella o con los demás, la irritaba extremadamente. Pero hubiera podido perdonar esto e incluso ser feliz, ahora que algunos de sus problemas monetarios se iban resolviendo, si no hubiese sido por la constantemente renovada exasperación nacida de múltiples incidentes que revelaban que Frank no era un hombre de negocios ni quería que ella lo fuese.
Como se figuraba, Frank rehusó cobrar las cuentas atrasadas hasta que ella le azuzó, y lo hizo luego de manera poco firme y de mala gana. Esta experiencia fue la prueba final que Scarlett necesitaba para convencerse de que la familia Kennedy jamás pasaría de cubrir sus necesidades, a menos que ella personalmente ganase el dinero que estaba resuelta a tener. Sabía ahora que Frank se contentaría con ir tirando el resto de su vida con la sucia tiendecilla. No parecía hacerse cargo de cuan tenue era la cuerda que sujetaba el ancla de la seguridad y de lo importante que era ganar más dinero en aquellos revueltos tiempos en que el dinero era la única protección contra nuevas calamidades.
Frank podía haber sido un buen comerciante en los días fáciles de la anteguerra, pero estaba chapado muy a la antigua, según le parecía a ella, y se emperraba en hacer las cosas a la antigua, cuando los días de antes y los métodos de antes ya se habían acabado. Carecía en absoluto de la agresividad indispensable en estos enconados tiempos. Pues bien, ella poseía tal agresividad y habría de emplearla, tanto si a Frank le gustaba como si no. Necesitaba dinero y ella lo estaba ganando, pero con un trabajo duro. En su opinión, lo menos que Frank podía hacer era no estorbar los planes de su mujer, ya que conseguían buenos resultados.
Dada su inexperiencia, la dirección del nuevo taller no era cosa fácil, y la competencia era más reñida que al principio, y de ahí que muchas noches, al regresar a su casa, se sintiese rendida, preocupada y malhumorada. Y cuando Frank tosía tímidamente y le decía: «Nena, yo no haría eso», o: «Nena, si estuviese en tu lugar…», tenía que hacer un gran esfuerzo para no estallar en furia, y a veces no sabía contenerse. Si él no tenía agallas para hacer más dinero, ¿por qué había de criticarla siempre? ¡Y las cosas por las que se atormentaba eran tan nimias! ¿Qué más daba, en tiempos como los actuales, que ella no fuese muy femenina? Especialmente cuando el poco femenino aserradero producía el dinero que se necesitaba tanto para ella como para la familia y para el mismo Frank.
Frank deseaba reposo y tranquilidad. La guerra, en la que había participado tan concienzudamente, le había estropeado la salud, le había costado su fortuna y había hecho de él un viejo. No deploraba nada de esto y, después de cuatro años de guerra, lo único que pedía a la vida era paz y amabilidad, caras sonrientes en derredor suyo y la aprobación de sus amigos. Pronto averiguó que la paz doméstica tenía su precio y que este precio era dejar que Scarlett hiciese lo que se le antojase, fuere lo que fuere. De ahí que, sintiéndose tan cansado de luchar, comprase la deseada paz aun a ese precio. A veces, pensaba que valía la pena hacerlo al ver la sonrisa de su mujer cuando ella le iba a abrir la puerta principal en el frío crepúsculo y le besaba en la oreja, en la nariz o en cualquier sitio impropio, o al sentir su cabecita anidar lánguidamente bajo su brazo por la noche, entre las abrigadas mantas de la cama. ¡El hogar era tan agradable cuando se dejaba a Scarlett hacer lo que le viniese en gana! Pero la paz que Frank lograba era falsa, solamente externa, porque la había comprado a costa de todo lo que él creía sagrado en la vida conyugal.
«La mujer tiene que prestar más atención a su casa y a su familia y no andar corriendo por ahí como un hombre —pensaba—. Acaso si tuviese un nene…»
Sonreía al pensar en un nene, y se acordaba de ello con frecuencia. Scarlett había dicho abiertamente que no quería más hijos, pero éstos rara vez aguardaban a recibir una invitación especial. Frank sabía que muchas mujeres decían que no querían tener hijos, pero todo esto eran temores y tonterías. Si a Scarlett le naciese otro nene, le querría mucho y sería feliz quedándose en casa a cuidarlo. Se vería entonces obligada a vender el taller de aserrar, y así se terminarían sus problemas. Una mujer necesita hijos para ser completamente feliz, y Frank comprendía que Scarlett no lo era. Por ignorante que él fuese en todo lo que respectaba a las mujeres, no estaba tan ciego que no viese que ella, en ocasiones, era desgraciada.
A veces, él despertaba por la noche y percibía el suave ruido de un llanto ahogado en la almohada. La primera vez que se despertó al sentir que la cama se movía a compás de las sacudidas de los sollozos, Frank se alarmó y preguntó: «¿Qué te pasa, cariño mío?»; pero ella no le dio más respuesta que un grito vehemente: «¡Oh, déjame, por favor!»
Sí, un hijo la haría feliz y apartaría su mente de cosas en las que no tenía por qué interesarse. Más de una vez, Frank suspiraba y le parecía haber logrado capturar un ave tropical resplandeciente con su plumaje de gemas y llamas, cuando él se hubiera contentado simplemente con un vulgar reyezuelo desprovisto de tan brillantes colores. Sí, un pajarillo le hubiera valido más, mucho más.