Estaba lloviendo cuando salió del edificio, y el cielo tenía un sucio y mate color de esmeril. Los soldados, en la plaza, habían buscado refugio en sus barracas, y las calles estaban desiertas. No había vehículo alguno a la vista, y Scarlett comprendió que tendría que efectuar a pie el largo trayecto hasta su casa.
El efecto del coñac se disipaba conforme proseguía su caminata. El frío viento la hacía estremecerse y las heladas gotas parecían penetrar como puntas de agujas en su cara. La lluvia no tardó en calar la fina capa de tía Pitty, formando espesos pliegues mojados sobre su cuerpo. Sabía que el vestido de terciopelo iba a quedar hecho un guiñapo y, en cuanto a las plumas de gallo del sombrero, estaban ya tan caídas y despeinadas como cuando su verdadero propietario las ostentaba en el encharcado gallinero de Tara. Los ladrillos de las aceras estaban rotos o bien habían desaparecido completamente. En esos trozos, el barro le llegaba hasta el tobillo y los zapatitos de Scarlett se quedaban pegados en él como sí fuese goma, hasta desprendérsele de los pies. Y cada vez que se inclinaba para ponérselos de nuevo el borde de su falda se metía en el barrizal. Ni siquiera trataba ya de evitar los charcos, sino que pasaba por ellos resignadamente, arrastrando tras ella la pesada falda. Sentía cómo el refajo y los largos pantalones, empapados también, se le agarraban a los tobillos, pero ya no le importaba dejar inservibles las ropas en las que tantas esperanzas había cifrado. Estaba helada, descorazonada y desesperada.
¿Cómo podía regresar a Tara y verse con los suyos después de sus optimistas promesas? ¿Cómo decirles que todos tenían que irse adonde pudiesen? ¿Cómo podría dejarlo todo, los rojos campos, los altos pinos, las oscuras tierras de fondo pantanoso, el silencioso y pequeño cementerio en donde yacía enterrada Ellen a la sombra de los cedros?
El odio que sentía por Rhett abrasaba su corazón mientras avanzaba con esfuerzo por el resbaloso camino. ¡Qué ser más despreciable era! Esperaba de corazón que lo ahorcasen, para no tener que encontrarse nunca frente a frente con quien había presenciado su vergüenza y su humillación. Claro está que él hubiera podido sacar el dinero si hubiese querido. ¡Oh, ahorcarlo era poco! Gracias a Dios, no podía verla ahora, con los vestidos chorreando, el pelo deshecho en mechones y castañeteando los dientes. ¡Qué horrible debía de estar, y cómo se hubiera reído él!
Los negros junto a quienes pasaba le dirigían insolentes sonrisas y se reían entre ellos después, mientras ella tropezaba y resbalaba en el lodo, deteniéndose con fatigosa respiración para calzarse nuevamente el zapato. ¿Cómo osaban reírse esos negros simios? ¿Cómo se atrevían a mirar insolentemente a Scarlett O’Hara, de Tara? Habría de vivir lo bastante para verlos azotados hasta que la sangre corriese por sus espaldas. ¡Qué seres absurdos eran los yanquis al dejarlos libres para que tomaran chacota a los blancos!
Conforme descendía la calle Washington, la perspectiva se hacía tan desolada como su propio corazón. Nada había en ella de la animación y alegría que había observado en la calle Peachtree. Muchas bellas casas se levantaban antes en la calle Washington pero pocas estaban reconstruidas ahora. Ahumados cimientos y solitarias chimeneas negras (conocidas por el nombre de «centinelas de Sherman») aparecían con desoladora frecuencia. Senderos en los que ya crecía la hierba conducían a lo que habían sido magníficas mansiones, a viejos jardincillos que Scarlett conocía tan bien, cubiertos ahora de hierbas secas, a peldaños para subir a los carruajes que ostentaban nombres tan familiares para ella, a postes para atar los caballos que jamás volverían a sentir el abrazo de las riendas. Viento frío y lluvia, barro y árboles desnudos, silencio y desolación. ¡Qué mojados tenía ahora ella los pies y qué interminable era el camino hasta su casa!
Oyó un chapoteo de cascos equinos tras ella y se apartó un poco en la estrecha acera para evitar más salpicaduras de barro sobre la capa de tía Pittypat. Un cochecillo de dos asientos tirado por un caballo ascendía lentamente la calle. Se volvió para mirarlo, resuelta a rogar que la llevasen si la persona que conducía era blanca. La lluvia le enturbiaba la visión cuando el cochecillo la alcanzó, pero observó que el conductor atisbaba por encima de la lona encerada que se extendía desde el tablero del pescante hasta su barbilla. Había algo familiar en esa cara, y, cuando ella se detuvo y avanzó hacia el centro de la calle para verlo de más cerca, el hombre tosió con cierto embarazo y una voz muy conocida exclamó con acento de júbilo y de asombro: —¡No me diga que es la señora Scarlett!
—¡Oh, señor Kennedy! —gritó chapoteando al atravesar la calle para apoyarse sobre la enlodada rueda, sin preocuparse ya de lo mucho que se ensuciaría su capa—. ¡En mi vida me he alegrado tanto de ver a una persona como a usted ahora!
Él se ruborizó de placer por la evidente sinceridad de sus palabras, se apresuró a escupir un chorro de jugo de tabaco al otro lado del carruaje y saltó ágilmente al suelo. Estrechó la mano de la joven y, levantando la cubierta de lona, la ayudó a subir al coche.
—Scarlett, ¿qué hace usted sola y por este distrito? ¿No sabe usted què es peligroso en estos tiempos? Y está usted chorreando. Tenga, arrópese los pies con la manta.
Mientras él la atendía con pequeños cacareos como de gallina, ella se entregaba al deleite de que la cuidasen. Era agradable tener junto a sí a un hombre que la atendiese y la riñese cariñosamente, aunque fuese esa especie de solterona con pantalones que era Frank Kennedy. Y resultaba mucho más apetecible después del brutal tratamiento de Rhett. ¡Oh, qué placer daba ver una cara de su propio condado cuando se hallaba tan lejos, muy lejos de su hogar! Él iba bastante bien vestido, observó, y el cochecillo era nuevo también. El caballo parecía joven y bien alimentado, pero Frank aparentaba ser más viejo de lo que era, más viejo que en la Nochebuena en que estuvo en Tara con sus soldados. Estaba flaco y curtido por los elementos, y sus ojos amarillentos se veían acuosos, hundidos en pliegues de carne blanduzca. Su barba color de canela parecía más escasa que nunca, estriada por regueros de jugo de tabaco y desigual como siempre, debido a su costumbre de tirar de ella incesantemente. Pero se mostraba vivaz y contento, en contraste con las señales de tristeza, preocupación y cansancio que Scarlett advertía en todos los rostros.
—¡Qué placer es para mí verla! —dijo Frank con calor—. No sabía que estaba usted en la ciudad. Vi a la señorita Pittypat la semana pasada, y nada me dijo de su llegada. ¿No ha venido nadie de Tara con usted?
¡Pensaba en Suellen, el viejo tonto!
—No —dijo ella envolviéndose en la confortable manta y subiéndosela hasta el cuello—. Vine sola. Y no envié ningún aviso a tía Pitty. Con un chasquido de la lengua contra el paladar, Frank arreó al caballo, que siguió su cuidadosa marcha por el resbaladizo arroyo. —¿Y los de Tara, están todos bien? —Oh, sí, bastante bien.
Debía pensar en algún tema de conversación, pero le era difícil. El fracaso había entorpecido su cerebro, y lo único que deseaba era arroparse en la manta y decirse a sí misma: «No quiero pensar en Tara ahora. Pensaré más tarde, cuando no me sea tan doloroso.» Si pudiese dar pie a Kennedy para que hablase de algo durante todo el camino, ella no tendría que hacer más que murmurar discretas palabras de asentimiento hasta llegar a casa.
—Señor Kennedy, ha sido una sorpresa verle. Ya sé que no me he portado bien no escribiendo a los amigos, pero no sabía que estaba usted en Atlanta. Me parecía que alguien dijo que estaba en Marietta.
—Tengo negocios en Marietta, muchos negocios —respondió él—. ¿No le contó la señorita Suellen que yo tenía una tienda?
Scarlett recordaba vagamente que Suellen mencionó algo acerca de Frank y de una tienda, pero nunca se fijaba mucho en lo que Suellen decía. A Scarlett le bastaba saber que Frank vivía y que pronto se llevaría a su hermana. —Ni una palabra —mintió—. ¿Tiene usted una tienda? ¡Qué listo es usted!
Pareció algo ofendido de que Suellen no hubiese publicado la noticia, pero la lisonja le animó.
—Sí, tengo una tienda, una buena tienda, creo yo. La gente me dice que he nacido para comerciante. —Y se rió complacido, con esa risita parecida a un cloqueo que a ella le parecía siempre tan cargante.
«¡Qué vanidoso imbécil!», pensó.
—¡Oh, usted tendrá éxito en cualquier cosa que quiera emprender, señor Kennedy! Pero ¿cómo logró usted instalar la tienda? Cuando le vi a usted en las penúltimas Navidades, me dijo que no tenía ni un céntimo.
Frank tosió un poco para despejarse la garganta, se arañó la barba y sonrió con su sonrisa nerviosa y tímida.
—Es una larga historia, Scarlett.
«¡Alabado sea Dios!», pensó ella. Acaso durase todo el resto del trayecto. Y, en voz alta, dijo:
—Cuénteme, cuénteme.
—¿Se acuerda usted de cuando estuvimos la última vez en Tara buscando provisiones? Bueno, poco después pasé al servicio activo. Quiero decir a pelear de verdad. Se acabó para mí ser comisario de Intendencia. Poco se necesitaba esta comisaría, Scarlett, porque no podíamos encontrar nada para el Ejército, y decidí que el lugar para un hombre sano era la línea de combate. Bueno, me incorporé a la caballería, y luché durante algún tiempo hasta que recibí un balazo en el hombro.
Parecía estar muy orgulloso de ello, y Scarlett hubo de exclamar:
—¡Terrible!
—¡Oh, no lo fue mucho! Era una herida superficial —dijo él con fingida modestia—. Me enviaron a un hospital en el Sur, y, cuando estaba casi repuesto, vinieron los invasores yanquis. ¡Allí sí que se armó un jaleo! Nos avisaron a última hora, y todos nosotros, los que podíamos andar, ayudamos a sacar de allí los depósitos del Ejército y el equipo del hospital para llevarlo junto a la vía y ponerlo en el tren. Teníamos un tren ya casi enteramente cargado cuando los yanquis entraron por un extremo de la ciudad, y nosotros nos marchamos por el otro tan de prisa como pudimos. Fue triste ver, desde el techo de los furgones en donde estábamos sentados, cómo los yanquis quemaban todo lo que tuvimos que dejar en la estación. Fíjese, Scarlett, quemaron por lo menos un kilómetro de material amontonado por nosotros junto a la vía. Nosotros escapamos a duras penas. Por poco…
—¡Terrible!
—Sí, ésta es la palabra. Terrible. Nuestras tropas habían vuelto ya a Atlanta por entonces, y ese tren fue enviado aquí. Bueno, la guerra no tardó en terminarse y…, bien, había cantidades de loza, de catres, de colchones y de mantas que nadie reclamaba. Supongo que, legalmente, pertenecían a los yanquis. Creo que eso fue lo que se convino cuando la rendición, ¿no es así?
—Sí, eso creo —dijo Scarlett distraídamente. Iba entrando en calor y se amodorraba poco a poco.
—No sé aún si hice bien —continuó Frank—. Pero por lo que yo veía, todo ello no iba a servir de mucho a los yanquis. Lo probable es que lo quemasen. Y nuestras gentes habían pagado su dinero para adquirirlo, y estimé que debía volver a la Confederación o a los confederados. ¿Comprende lo que quiero decir?
—Sí…
—Me alegro de que esté usted de acuerdo conmigo, Scarlett. En cierto modo, tenía un peso sobre mi conciencia. Muchas personas me han dicho: «No te preocupes, Frank», pero yo no me atrevería a levantar la cabeza si juzgase que lo que he hecho no estaba bien. ¿Le parece que hice bien?
—Naturalmente —dijo ella, sin saber realmente lo que Frank le estaba contando. ¿Por qué le atormentaba la conciencia? Cuando un hombre llega a la edad de Frank, debe haber aprendido ya a no preocuparse de cosas que no importan nada. Pero él siempre fue algo nervioso y remilgado y tenía cosas de vieja solterona.
—Me alegro mucho de que usted lo diga. Después de la rendición, lo único que yo poseía eran diez dólares en plata, y nada más. No sabía verdaderamente qué hacer. Pero me gasté los diez dólares en poner un tejadillo a una tienda desvencijada que había en Five Points, y trasladé allí el equipo del hospital, y comencé a venderlo. Todo el mundo necesitaba camas, y colchones, y loza, y yo lo vendía todo barato, porque estimaba que estas cosas eran tan mías como de los demás. Pero hice algún beneficio y compré más mercancías, y la tienda marcha muy bien. Espero ganar mucho dinero con ella, si las cosas se arreglan.
Al oír la palabra «dinero», la mente de Scarlett se despejó y quedó clara como el cristal.
—¿Dice usted que ha ganado dinero?
Al ver su interés, Frank se esponjó visiblemente. A excepción de Suellen, pocas mujeres le habían mostrado más que la acostumbrada cortesía, y era halagüeño tener a una belleza como Scarlett admirada y pendiente de sus palabras. Disminuyó el paso del caballo a fin de poder relatar toda la historia antes de llegar a la casa.
—No soy millonario, Scarlett, y, considerando el dinero que poseía antes, lo que tengo ahora resulta poco. Pero he ganado mil dólares este año. Por supuesto, quinientos sirvieron para comprar nuevos géneros, reparar la tienda y pagar el alquiler. Pero he sacado quinientos dólares limpios de polvo y paja, y, como las cosas mejoran ciertamente, pienso sacar dos mil el año próximo. Y no me vendrán mal, ¿sabe usted?, porque tengo otro negocio.
A la mención del dinero, el interés de la joven se había despertado. Bajó las espesas y gruesas pestañas para que velasen sus ojos y se acercó a él algo más.
—¿Qué quiere decir eso, señor Kennedy? Él se echó a reír y sacudió las riendas sobre el lomo del caballo. —Me parece que la estoy aburriendo al hablar de negocios, Scarlett. Una joven bonita como usted no necesita saber nada de negocios. ¡Qué majadero!
—¡Oh, ya sé que soy muy tonta con respecto a los negocios, pero me intereso tanto por sus asuntos…! Le ruego que me lo cuente todo, y ya me explicará lo que yo no entienda.
—Bueno, mi otro negocio es un aserradero. —¿Un qué…?
—Un taller para cortar y alisar madera. No lo he comprado aún, pero voy a hacerlo. Hay un individuo llamado Johnson que tiene uno muy arriba de la calle Peachtree y está con muchas ganas de venderlo. Necesita dinero contante inmediatamente, y está dispuesto a venderlo y a continuar dirigiéndolo por un jornal semanal. Es uno de los pocos molinos de aserrar que hay en este sector. Los yanquis destruyeron la mayor parte. Y el que posea hoy un molino de ésos posee una mina de oro, porque se puede pedir por la madera el precio que le dé a uno la gana. Los yanquis quemaron aquí tantas casas que no hay bastante para cobijar a la gente, y todo el mundo está loco por construir. La gente se vuelca ahora sobre Atlanta, acuden todas las personas de los distritos rurales que no pueden cultivar sus fincas sin negros. Le aseguro a usted que Atlanta va a ser muy pronto una gran ciudad. Necesitan madera para hacer casas, y por lo tanto yo voy a comprar ese taller tan pronto como…, bueno, tan pronto como me paguen algunas cuentas que me deben. Dentro de un año, a estas fechas habré de respirar libremente con respecto al dinero. Me… me figuro que ya sabe usted por qué tengo tanto empeño en juntar dinero muy pronto, ¿no es así? Se ruborizó y cacareó otra vez. «Piensa en Suellen», adivinó Scarlett con desagrado.
Por un momento, consideró la posibilidad de pedirle que le prestase trescientos dólares, pero rechazó fatigada la idea. Frank Kennedy quedaría confuso, balbuciría una disculpa, pero no se los prestaría. Había trabajado mucho para ganarlos y poderse casar con Suellen en la primavera, y si daba el dinero su boda se aplazaría indefinidamente. Aun si ella procuraba explotar sus simpatías y sus deberes hacia su futura familia y obtenía la promesa de un préstamo, sabía que Suellen no habría de permitirlo. Suellen se inquietaba cada vez más por el hecho de que se estaba convirtiendo en una solterona, y habría de remover cielos y tierra para impedir que nada retrasase su boda.
¿Qué tenía aquella niña siempre quejumbrosa para que este viejo imbécil tuviese tantos deseos de proporcionarle un nido? Suellen no se merecía un marido enamorado y los beneficios de una tienda y de un aserradero. Tan pronto como Suellen pusiese las manos en un poco de dinero, comenzaría a darse un tono insoportable y jamás contribuiría con un céntimo al sostenimiento de Tara. ¡Ca! Sólo pensaría en lo afortunada que era al haber podido marcharse de allí, y nada le importaría que vendiesen Tara en subasta por no pagar los impuestos si tenía vestidos bonitos y podía ya anteponer el título de señora a su nombre.
Al reflexionar brevemente Scarlett sobre el seguro porvenir de Suellen, y el suyo y el de Tara tan precarios, llameó en ella una viva ira por las injusticias de la vida. Ella iba a perder todo lo que tenía, mientras que Suellen… Repentinamente nació en ella una resolución.
¡Ni Frank, ni su tienda, ni su taller de maderas, serían para Suellen!
Suellen no los merecía. Sería ella misma quien los tendría. Pensó en Tara y se acordó de Jonnas Wilkerson, venenoso como una serpiente cobra, al pie de los peldaños del pórtico, y se agarró a la última pajita que flotaba por encima del naufragio de su vida. Rhett había fallado, pero el Señor le había proporcionado a Frank.
«Pero ¿puedo conseguirlo? —Sus dedos se apretaban mientras contemplaba la lluvia sin verla—. ¿Podría yo lograr que olvidase a Suellen y me propusiera casarnos ahora, en seguida? Si casi pude hacer que me lo propusiese Rhett, estoy segura de conseguir que lo quiera Frank. —Recorrió con los ojos su figura, pestañeando—. Ciertamente, no es ningún Adonis —pensó fríamente—, y tiene muy mala dentadura, y le huele el aliento, y tiene edad para ser mi padre. Además, es nervioso, tímido, candido, y posee toda una serie de defectos. Pero, al menos, es un caballero, y creo que podría tolerar mejor la vida con él que con Rhett. Por lo menos, lo manejaría mucho más fácilmente. De todos modos, los mendigos no podemos escoger.»
Que se tratara del prometido de Suellen en nada perturbaba su conciencia. Después del colapso moral completo que la había conducido a Atlanta y a Rhett, el hecho de apropiarse el prometido de su hermana le parecía una bagatela de la que no valía la pena preocuparse.
Con el resurgimiento de nuevas esperanzas, su espina dorsal se enderezó y olvidó que tenía los pies fríos y mojados. Miró a Frank tan fijamente, contrayendo las pupilas, que éste pareció alarmarse y ella bajó la mirada instantáneamente recordando las palabras de Rhett: «He visto ojos como los suyos por encima de una pistola de duelo… No despiertan ardor en el pecho masculino.»
—¿Qué le pasa, Scarlett? ¿Se ha resfriado usted? —Sí —contestó, como si estuviese vencida—. ¿Le importaría…? —vaciló tímidamente—. ¿Le importaría que metiese la mano en el bolsillo de su abrigo? Hace mucho frío, y mi manguito está empapado.
—¿Cómo? ¡Claro que no! Y no lleva usted guantes… ¡Qué bárbaro he sido pasando el tiempo así, charlando tanto, cuando debe usted estar helada y deseando sentarse junto a la lumbre! ¡Arre, Sally! Y, por cierto, he charlado tanto que me he olvidado de preguntar qué hacía usted en este barrio con un tiempo así.
—Estuve en el Cuartel General yanqui —contestó sin pensarlo. Las cejas de Frank se elevaron, asombradas.
—¡Pero qué me dice usted, Scarlett! Los soldados… «María, Madre de Dios, hazme inventar una buena y plausible mentira», pensó ella apresuradamente. No convenía en modo alguno que Frank supiese que había ido a ver a Rhett. Frank tenía a Rhett por un gran canalla a quien era peligroso que las mujeres decentes hablasen siquiera.
—Fui allí… fui allí para ver si… si alguno de los oficiales quería comprar bordados de fantasía hechos por mí, para enviar a sus esposas. Bordo muy bien.
Él se recostó contra el respaldo; su indignación luchaba con su asombro.
—¿Fue usted a ver a los yanquis? ¡Pero, Scarlett, jamás debió usted…! Seguro que su padre no lo sabe. Seguro que la señorita Pittypat…
—¡Oh, me muero si se lo dice usted a tía Pittypat! —exclamó ella con verdadera ansiedad, y estalló en lágrimas. Era fácil llorar, porque se sentía entumecida y muy desgraciada, pero el efecto fue maravilloso. Frank no se habría sentido más embarazado e impotente si ella hubiese comenzado a desnudarse. Hizo chascar la lengua contra sus dientes, murmurando: «¡Oh! ¡Oh!» y esbozando hacia ella indecisos gestos. Por su mente cruzó la atrevida idea de que Scarlett debía reposar la cabeza sobre su hombro y que él le daría palmaditas cariñosas, pero no había hecho jamás una cosa así, y no sabía cómo conseguirlo. ¡Scarlett O’Hara, tan bonita y tan mimada, Scarlett O’Hara, la más orgullosa de las orgullosas, tratando de vender su labor a los yanquis! Su corazón ardía de indignación.
Ella continuó sollozando, murmurando unas cuantas palabras de vez en cuando, y él entonces acertó a comprender que las cosas no marchaban bien en Tara. El señor O’Hara todavía estaba trastornado, y no había provisiones bastantes para tanta gente. Por esto ella había tenido que venir a Atlanta a fin de ganar algún dinero para ella y para su niño. Frank hizo chascar la lengua otra vez y descubrió súbitamente que la cabeza de ella reposaba sobre su hombro. No sabía cómo estaba allí, pero estaba. Desde luego no era él quien la había puesto así, pero tenía a Scarlett sollozando contra su pecho flaco, lo que era una excitante y nueva sensación para él. Le dio unos golpecitos en la espalda, delicadamente al principio, pero al ver que ella no protestaba se sintió atrevido y lo hizo con más firmeza. ¡Pobre mujercita, tan femenina y aniñada! ¡Y qué valiente, al tratar de ganar dinero con sus labores de aguja! Pero eso de tener tratos con los yanquis…, eso era ya demasiado.
—No se lo diré a la señorita Pittypat, pero tiene usted que prometerme, Scarlett, que nunca más volverá a hacer una cosa así. Es un escándalo que una hija del padre de usted…
Los verdes ojos de Scarlett buscaron los suyos con expresión implorante.
—Pero, señor Kennedy, tengo que hacer algo. Debo cuidarme de mi pobrecito niño, y no hay nadie que se ocupe de nosotros ahora.
—Es usted una mujercita valiente —proclamó él—, pero no me gusta que haga usted una cosa así. Su familia se moriría de vergüenza.
—¿Qué debo hacer, entonces?
Los húmedos ojos de Scarlett le miraron como si él fuese infalible y ella estuviese pendiente de sus palabras.
—Bueno, en este momento, no sé. Pero ya se me ocurrirá algo.
—¡Oh, ya sé que sí! ¡Es usted tan inteligente, Frank!
Nunca le había llamado por este nombre, y el oírlo causó a Kennedy agradable impresión y sorpresa. La pobre muchacha estaba probablemente tan trastornada que ni siquiera se dio cuenta. Sentía por ella el mayor afecto, un afecto protector. Si había algo que pudiese hacer él por la hermana de Suellen O’Hara, ciertamente lo haría. Sacó de su bolsillo un gran pañuelo de hierbas y se lo entregó, y ella se enjugó los ojos y comenzó a sonreír, trémula.
—Soy una tonta —dijo, excusándose—. Perdóneme, por favor.
—No es usted ninguna tonta. Es usted una mujercita valiente y trata de llevar sobre sí demasiada carga. Me temo que la señorita Pittypat no pueda ayudarla mucho. He oído que perdió la mayor parte de sus propiedades y que el mismo señor Henry Hamilton anda muy mal también. Sólo «iento no tener casa que ofrecerles como refugio. Pero, Scarlett acuérdese siempre de que, cuando Suellen y yo nos casemos, siempre habrá sitio bajo nuestro techo para usted y para el pequeño Wade Hampton.
¡Había llegado el momento! Seguramente los santos y los ángeles la protegían cuando le daban tan magnífica oportunidad. Se las compuso para aparecer muy trastornada y abrió la boca como para decir algo, cerrándola después de golpe. —No me dirá usted que no sabía que yo iba a ser hermano político suyo esta primavera —dijo él en tono nervioso y de buen humor. Y, al ver que los ojos de la joven se llenaban de lágrimas, preguntó alarmado—: ¿Qué pasa? No estará enferma Suellen, ¿verdad? —¡Oh, no! ¡No!
—Hay algo extraño aquí… Tiene usted que decírmelo. —¡Oh, no puedo! ¡Yo no sabía! Pensé que seguramente ella le había escrito a usted… ¡Oh, qué maldad! —Dígame, Scarlett, ¿qué hay?
—¡Oh, Frank, no quería decir nada! Pero suponía, naturalmente, que usted lo sabía… que ella le había escrito… —¿Escrito, qué? —Frank estaba temblando. —¡Oh, hacer esto a un hombre tan bueno como usted…! —¿Qué ha hecho?
—¿No se lo ha escrito? ¡Oh, me figuro que estaba demasiado avergonzada para escribírselo! ¡Con razón estaba avergonzada! ¡Oh, tener una hermana así…!
Ahora Frank ya no podía formular preguntas con los labios. La miraba con los ojos muy abiertos, el rostro grisáceo y las riendas flojas en sus manos.
—Va a casarse con Tony Fontaine el mes que viene. ¡Oh, lo siento tanto, Frank! Siento tener que ser yo la que se lo diga. Se cansó de esperar y tenía miedo a quedarse soltera.
Mamita estaba en el pórtico delantero cuando llegaron, y Frank ayudó a Scarlett a bajarse del cochecillo. Evidentemente, Mamita llevaba esperando bastante tiempo, porque su cofia estaba mojada y el viejo chai apretado contra su opulenta figura mostraba manchas de agua. Su arrugada y negra fisonomía reflejaba cólera y temor, y sus labios aparecían más protuberantes de lo que jamás los había visto Scarlett. Mamita echó un rápido vistazo a Frank y, cuando vio quién era, su rostro cambió y el agrado, la confusión y algo semejante al remordimiento se esparcieron por todas sus facciones. Se adelantó cadenciosamente hacia Frank, sonrió y hasta le hizo una reverencia cuando él le estrechó la mano.
—¡Es un placer ver amigos de casa! —dijo—. ¿Y cómo está usted, señor Frank? Tiene usted un aspecto magnífico. Si hubiese sabido que la señora Scarlett había salido con usted no me habría preocupado tanto, sabiendo que tenía quien la cuidase. Al volver aquí, me encuentro con que se ha marchado, y he andado tan loca como un pollo cuando le cortan la cabeza, pensando que ella iba por esta ciudad llena de esos asquerosos negros liberados. ¿Cómo fue que no dijo usted que iba a salir, nena? ¡Si estaba usted con un catarro…!
Scarlett hizo un significativo guiño a Frank y, a pesar de la angustia de éste por la mala noticia que acababa de oír, sonrió, viendo que ella le rogaba silencio y le hacía cómplice suyo en una agradable conspiración.
—Corre y prepárame ropa seca, Mamita —dijo Scarlett—. Y té bien caliente.
—¡Dios mío, y su vestido nuevo se ha estropeado! —gimió Mamita—. ¡Menudo trabajo voy a tener secándolo y cepillándolo para que pueda llevarlo esta noche a la boda!
Entró en la casa, y Scarlett se inclinó acercándose a Frank, y le dijo al oído:
—Venga usted a cenar esta noche. ¡Estamos tan solas! Y acompáñenos a la boda después. ¡Sea usted nuestro caballero! Y, se lo ruego, no diga usted nada a tía Pitty acerca de… acerca de Suellen. Le daría mucha pena, y no puedo soportar que ella sepa que mi hermana…
—¡No, no diré nada! —dijo Frank apresuradamente, asustado ante la idea.
—¡Ha sido usted tan bueno para mí hoy y me ha hecho tanto bien…! Seré valiente otra vez.
Le apretó la mano al despedirse, concentrando en él toda la batería artillera de sus ojos.
Mamita, que estaba esperándola junto a la puerta, le dirigió una mirada inescrutable y la siguió, respirando con dificultad, hasta el dormitorio.
Permaneció silenciosa mientras la despojaba de sus mojadas ropas, las fue colgando sobre las sillas y arropó a Scarlett en la cama. Cuando le trajo una taza de hirviente té y un ladrillo caliente envuelto en un trozo de franela, miró a Scarlett y le dijo en el tono más cercano a la excusa que jamás oyera Scarlett en su voz:
—Nenita, ¿por qué no dijo usted a su Mamita lo que se proponía? Entonces no hubiera tenido que arrastrarme hasta esta Atlanta. Estoy demasiado vieja y demasiado gorda para estos trotes.
—¿Qué quieres decir?
—Nenita, no puede usted engañarme. La conozco a usted. He visto la cara del señor Frank, y he visto la cara de usted y puedo leer lo que piensan como un pastor lee su Biblia. Y he oído lo que usted le dijo bajito sobre la señorita Suellen. Si se me hubiese pasado por el magín que a quien usted quería era al señor Frank, me habría quedado en casa, que es donde yo debía estar.
—Bueno —contestó Scarlett brevemente, encogiéndose bajo las sábanas y comprendiendo que era inútil tratar de despistar a Mamita—. ¿Quién creíste que era?
—Niña, no sé, pero no me gustó su cara ayer. Y me acordé de que la señorita Pittypat había escrito a la señora Mellie que ese pillastre de Butler tenía muchísimo dinero, y yo nunca olvido lo que oigo. Pero el señor Frank es un caballero, aunque no pueda presumir de guapo.
Scarlett le dirigió una mirada penetrante y Mamita se la devolvió con omnisciente calma.
—¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Ir a contárselo a Suellen? —Voy a ayudar a usted en todo lo que pueda para que guste al señor Frank —respondió Mamita, subiendo las ropas de la cama alrededor del cuello de Scarlett.
Scarlett permaneció quieta un rato mientras Mamita daba vueltas por la estancia. Era para ella un alivio que no hubiera ya necesidad de palabras entre ambas. No se le pedían explicaciones, no se le hacían reproches. Mamita había comprendido, y se callaba. En Mamita, Scarlett había encontrado a una mujer más realista que ella misma. Aquellos ojos moteados y cansados veían claro, con la directa percepción del salvaje y del niño, sin remordimientos de conciencia cuando se trataba de salvar a su «niña». Scarlett era su niña, y lo que a la niña se le antojaba, aunque perteneciese a otra, Mamita estaba dispuesta a ayudarla para conseguirlo. Los derechos de Suellen y de Frank no entraban en su mente, a no ser para causarle cierta risa ahogada. Scarlett estaba en apuros y hacía cuanto podía, y Scarlett era la hija de la señora Ellen. Mamita se puso de su parte sin un momento de vacilación.
Scarlett percibió este refuerzo silencioso, y, conforme el ladrillo caliente daba vida a sus pies, la luz de la esperanza que había renacido débilmente durante el frío trayecto de regreso se convirtió en una llama y penetró en todo su ser, haciendo que la sangre circulara por sus venas en fuertes borbotones. Las fuerzas le volvían, y con ellas una excitación nerviosa que le daba deseos de reír. «No estoy vencida aún», pensó jubilosa.
—Pásame el espejo, Mamita —le dijo.
—No saque afuera los hombros —ordenó Mamita, entregándole el espejo con una sonrisa en sus gruesos labios. Scarlett se miró en él. —Estoy tan blanca como un espectro —dijo— y mi pelo parece la cola de un caballo.
—No está usted tan linda como de costumbre.
—Hum… ¿Llueve mucho?
—A cántaros; ya lo sabe usted.
—Bueno, pero a pesar de eso tienes que ir al centro de la ciudad para un encargo.
—Yo no salgo con un tiempo así.
—Sí sales, o iré yo misma.
—¿Qué tiene usted que hacer que no pueda esperar? Me parece que ya ha hecho bastante por hoy. —Necesito —dijo Scarlett mirándose atentamente al espejo— una botella de agua de colonia. Podrás luego lavarme la cabeza y friccionarme con colonia. Y cómprame un tarrito de bandolina para sujetar el cabello.
—No voy a lavarle la cabeza en un día como éste y no voy tampoco a ponerle colonia en la cabeza como si fuese usted una mujer perdida. No lo haré mientras me quede un soplo de vida.
—Sí, mujer, mira en mi bolso, saca la moneda de oro de cinco dólares y vete a la ciudad. Y… Mamita, ya que vas allí, tráeme también un tarro de colorete.
—¿Y eso qué es? —preguntó Mamita con desconfianza.
Scarlett devolvió su mirada con una frialdad que estaba muy lejos de sentir. No había medio de saber hasta qué punto se podía dominar a Mamita.
—No te importa Tú lo pides y nada más.
—Yo no compro nada sin saber lo que es.
—Bueno, es pintura, ya que eres tan curiosa. Pintura para la cara. Y no te quedes ahí inflada como un sapo. Anda.
—¡Pintura! —prorrumpió Mamita—. ¡Pintura para la cara! ¡Bueno, no es usted tan mayor que no le pueda aún dar unos azotes! ¡En mi vida me he escandalizado tanto! ¡Ha perdido usted el juicio! ¡La señora Ellen se estará revolviendo en su tumba! ¡Pintarse como una…!
—Tú sabes muy bien que la abuela Robillard se pintaba. Y…
—Sí, y llevaba sólo una enagua y la humedecía en agua para que se pegase más y mostrase la forma de las piernas; pero ¡no va usted a hacer cosas así! Aquellos tiempos de cuando la vieja señora era joven eran escandalosos; pero los tiempos cambian y…
—¡Dios santo, basta ya! —exclamó Scarlett, perdiendo la paciencia y apartando a un lado las ropas de la cama—. ¡Ya te estás volviendo a Tara!
—No puede usted mandarme a Tara si yo no quiero ir. Soy libre —respondió Mamita, enardecida—. Yo me quedo aquí. Vuélvase usted a la cama. ¿Quiere usted pescar una pulmonía? ¡Deje usted ese corsé! Déjelo usted quieto, niña. Pero, señora Scarlett, yo no voy a ninguna parte con este tiempo. ¡Dios mío! Ahora sí que es usted lo mismo que su padre. ¡Vuélvase a la cama! Yo no puedo ir a comprar pintura. ¡Me moriría de vergüenza…; todo el mundo sabría que es para mi niña! Señora Scarlett, es usted tan preciosa que no necesita pinturas. Nenita, son cosas que no usan más que mujeres malas.
—Bueno, pero son las que consiguen lo que quieren. ¿No es verdad?
—¡Jesús, tener que oír esas cosas! ¡Querida, no diga cosas semejantes! Deje usted esas medias mojadas, niña. No puedo dejarla que vaya usted misma a comprar esas porquerías. La señora Ellen me atormentaría en mis sueños. Vuélvase a la cama. Iré yo. Miraré a ver si encuentro una tienda en donde no nos conozcan.
Aquella noche en casa de la señora Elsing, cuando Fanny se había casado ya y el viejo Levy y los demás músicos templaban sus instrumentos para el baile, Scarlett miró con placer en derredor suyo. ¡Era tan excitante para ella encontrarse nuevamente en una fiesta de esta índole! Se sentía satisfecha de la calurosa acogida que se le había dispensado. Cuando entró en la casa del brazo de Frank, todo el mundo se había precipitado hacia ella con gritos de alegría y de bienvenida. La besaron, le dieron fuertes apretones de mano, le dijeron cuánto la habían echado de menos y le aseguraron que no debía volver nunca a Tara. Los hombres parecían haber olvidado que ella había tratado de destrozar sus corazones en otros tiempos, y las chicas, que había hecho lo posible por quitarles sus novios y pretendientes. Incluso la señora Merriwether, la señora Whiting, la señora Meade y otras damas de edad que se habían mostrado frías con ella durante los últimos días de la guerra, olvidaron su conducta ligera y su propia desaprobación y recordaron sólo que Scarlett había sufrido mucho en la derrota común y que era la sobrina de la señorita Pittypat y la viuda de Charles. La besaron y le hablaron con gentileza, lamentaron con lágrimas en los ojos la muerte de su querida madre, y le preguntaron extensamente por su padre y por sus hermanas. Todos pedían noticias de Melanie y Ashley, y querían saber por qué no habían regresado a Atlanta.
A pesar del placer que le causaba tal acogida, Scarlett sentía una vaga inquietud, que trató de disimular, acerca del aspecto de su vestido de terciopelo. Éste estaba todavía húmedo hasta las rodillas y manchado por el borde, a despecho de los frenéticos esfuerzos que Mamita y la cocinera hicieron con una tetera de agua hirviendo, un cepillo limpio y grandes sacudidas ante la encendida chimenea. Scarlett temía que alguien notase tales detalles y adivinase que éste era el único vestido decente que poseía. No obstante, la consolaba un poco pensar que muchos de los vestidos que llevaban otras invitadas tenían mucho peor aspecto que el suyo. Eran antiguos y la mayoría de ellos revelaban haber sido recientemente remendados y planchados. Por lo menos, el vestido de Scarlett estaba completo y era nuevo, por mojado que estuviese. En verdad, era el único vestido nuevo que se vio en la ceremonia, exceptuando el satinado vestido de novia de Fanny.
Recordando lo que tía Pitty le había dicho acerca de las finanzas de los Elsing, tenía curiosidad por saber de dónde había salido el dinero para el vestido y para las decoraciones, refrescos y música, que les debieron costar un pico. Dinero prestado, probablemente, a menos que todos los parientes de Elsing hubiesen cotizado para hacer que Fanny pudiese casarse con cierto esplendor. Tales bodas, en tiempos tan difíciles, parecían a Scarlett un despilfarro comparable a las lápidas para los hermanos Tarleton, y experimentaba la misma irritación y la misma ausencia de compasión que sintió cuando estuvo en el minúsculo cementerio de los Tarleton. Los tiempos en que se gastaba el dinero a manos llenas habían pasado. ¿Por qué persistían las gentes en llevar el tren de vida de antaño cuando los tiempos eran ahora tan distintos?
Pero dejó de lado este momentáneo enojo. Después de todo, el dinero no era suyo y no quería que las necesidades de los demás le estropeasen el atractivo de la velada.
Descubrió que conocía muy bien al novio, que era Tommy Wellburn, de Sparta, a quien ella había cuidado en 1863, cuando estaba herido en un hombro. Era, entonces, un guapo chico de metro ochenta de altura y había abandonado sus estudios de medicina para irse a la guerra, a servir en la Caballería. Ahora parecía un viejecito, encorvado como había quedado por una herida en la cadera. Caminaba con cierta dificultad y, como había observado tía Pittypat, tenía que abrir las piernas de un modo muy desagradable. Pero parecía no darse cuenta de su apariencia, o no le importaba, y su actitud era la de un hombre que no necesita ayuda de nadie. Había abandonado toda esperanza de continuar sus estudios y era ahora contratista, disponiendo de una cuadrilla de irlandeses que construían el nuevo hotel. Scarlett se preguntó cómo se las arreglaba para realizar ese trabajo tan penoso, pero se calló comprendiendo que nada es imposible cuando la necesidad apremia.
Tommy y Hugh Elsing y el pequeño Rene Picard, que parecía un mico, estuvieron charlando mientras se retiraban las sillas y los muebles junto a la pared como preparativo para el baile. Hugh no había cambiado desde que lo vio en 1862… Era todavía el mismo muchacho delicado, con el mismo ricito de pelo castaño claro colgando sobre la frente y las mismas manos finas, visiblemente inútiles para el trabajo manual, que ella recordaba tan bien. Pero Rene había cambiado desde aquel permiso que obtuvo cuando se casó con Maybelle Merriwether. Todavía conservaba en sus ojos la malicia francesa y el ímpetu vital de los criollos; pero, a pesar de sus fáciles risotadas, había en su fisonomía cierta dureza que no tenía en los primeros días de la guerra. Y el aire de refinada elegancia que lo impregnaba cuando lucía su elegante uniforme de zuavo había desaparecido.
—¡Mejillas como la rosa, ojos como la esmeralda! —dijo con su perceptible acento francés al besar la mano de Scarlett, rindiendo homenaje a los afeites que animaban el rostro de la joven—. Tan linda como cuando la vi por vez primera en el bazar de caridad. ¿Se acuerda? No he olvidado nunca cómo echó su anillo de boda en mi cestita. ¡Ésa sí que fue una actitud valiente! Pero jamás creí que aguardaría usted tanto tiempo por otro anillo.
Sus ojos chispearon picarescamente, mientras daba un codazo en las costillas de Hugh.
—Y jamás creí yo que usted fuera a guiar el carro de una pastelería, Rene Picard —replicó ella. En vez de sentirse avergonzado de que sacasen a relucir su degradante ocupación, Rene pareció complacido y se rió a grandes carcajadas, dando palmadas en la espalda a Hugh.
—Touché! —exclamó, como en un asalto de esgrima—. Ma bellemère, la señora Merriwether, me obliga a hacerlo. Es el primer trabajo que he hecho en toda mi vida; ¡yo, Rene Picard, que pensaba llegar a viejo criando caballos de carreras y tocando el violin! Ahora conduzco el carro de la pastelería, ¡y me divierte! La señora Merriwether es capaz de conseguir que cualquier hombre haga lo que ella quiera. Debiera haber sido general: hubiéramos ganado la guerra, ¿eh, Tommy?
«¡Parece mentira —pensó Scarlett— que le divierta la idea de ser carretero cuando su familia era dueña de más de quince kilómetros de terreno a lo largo del río Mississippi y tenía además una gran casa en Nueva Orleans!»
—Si hubiéramos tenido a nuestras suegras en nuestras filas, hubiéramos vencido a los yanquis en una semana —convino Tommy dirigiendo los ojos a la orgullosa figura de su nueva madre política—. La única razón por la que resistimos tanto fue, sencillamente, porque las mujeres en la retaguardia no nos dejaban darnos por vencidos.
—¡Y ellas nunca se darán por vencidas! —añadió Hugh, con una sonrisa orgullosa, pero algo forzada—. No hay aquí esta noche ni una sola mujer que se haya rendido, a pesar de lo que hayan podido hacer en Appomattox[19] los hombres de su familia. La cosa es mucho peor para ellas que para nosotros. Siquiera nosotros nos desahogamos combatiendo.
—Y ellas odiando —completó Tommy—, ¿verdad, Scarlett? A las mujeres les es mucho más doloroso ver hasta dónde han descendido los hombres de su familia y sus amigos que a nosotros mismos. Hugh iba a ser juez. Rene iba a tocar el violin ante las testas coronadas de Europa. —Bajó la suya cuando Rene le amenazó con asestarle un puñetazo—. Yo iba a ser médico. Y ahora…
—¡Que nos den tiempo! —exclamó Rene—. ¡Entonces me verán a mí de príncipe de los pasteles del Sur! Y a mi amigo Hugh, de rey de las astillas, y tú, Tommy, serás amo de esclavos irlandeses en vez de esclavos negros. ¡Qué cambio! ¡Qué divertido! Y a ustedes, ¿cómo les va, Scarlett? ¿Y Melly? ¿Ordeñan las vacas, recogen el algodón?
—¡Ciertamente que no! —contestó Scarlett con la mayor sangre fría, incapaz de comprender cómo Rene podía aceptar alegremente su ruina—. Nuestros negros lo hacen.
—He oído que Melly le puso a su hijo el nombre de Beauregard. Dígale que a mí me parece muy bien y que, a excepción de Jesús, no existe nombre mejor.
Y, aunque se sonreía, sus ojos relucieron de orgullo al mencionar el nombre del denodado héroe de Luisiana.[20]
—Bueno, existe el nombre de Robert Edward Lee —observó Tommy—. Y, aunque no trato de menguar la reputación del «Viejo Beau», mi primer hijo habrá de llamarse Bob Lee Wellburn. Rene rió y se encogió de hombros.
—Voy a contarles una anécdota, que es una historia auténtica. Y verán ustedes lo que nuestros criollos piensan acerca de nuestro bravo Beauregard y de vuestro general Lee. En el tren, cerca de Nueva Orleans, un virginiano, es decir, un partidario del general Lee, se encontró con un criollo de las tropas de Beauregard. Y el virginiano habló y habló de que el general Lee hizo esto y el general Lee dijo esto otro. Y el criollo, muy cortés, frunció el ceño como si tratase de recordar, y luego se sonrió y dijo: «¿Lee? ¡Ah, sí! ¡Ahora ya sé! ¡El general Lee! ¡Ese hombre de quien habla tan bien el general Beauregard!»
Scarlett trató de participar cortésmente en la hilaridad general, pero no veía al cuento gracia alguna, exceptuando la de que los criollos eran gentes tan vanidosas como las de Charleston y Savannah. Además, siempre opinó que el hijo de Ashley debió haber llevado el mismo nombre que su padre.
Los músicos, después de los discordantes sonidos preliminares, comenzaron a tocar El viejo Dan Tucker, y Tommy se volvió hacia ella.
—¿Quiere usted bailar, Scarlett? Yo no puedo tener ese gusto, pero Hugh o Rene…
—Lo siento, no bailo —dijo ella—, guardo luto por mi madre.
Sus ojos buscaron los de Frank y le hicieron levantarse de su asiento al lado de la señora Elsing.
—Me sentaré en aquella salita si me trae usted algunos refrescos, y entonces podremos charlar a gusto —le dijo a Frank.
Mientras él corría a traerle una copa de vino y una rebanada de bizcocho fina como un papel, Scarlett tomó asiento en la alcoba que había al final del salón y se arregló cuidadosamente la falda para que no se viesen las manchas mayores. Los humillantes acontecimientos de aquella mañana, con Rhett, quedaron lejos de su mente, borrados por la excitación de ver a tanta gente y oír música otra vez. Mañana pensaría en el comportamiento de Rhett y en su propia vergüenza y volvería a retorcerse otra vez. Mañana se preguntaría si había hecho alguna impresión en el corazón herido y maltrecho de Frank. Pero no esta noche. Esta noche vivía, la vida le desbordaba hasta por las puntas de los dedos, todos sus sentidos estaban tensos de esperanza y sus ojos fulguraban.
Desde la alcobita, miró el enorme salón y contempló a los que bailaban, acordándose de cuan hermosa era esa estancia cuando ella fuera a Atlanta por primera vez. Entonces, el piso de parqué brillaba como el vidrio y, por encima, la gran lámpara, con sus centenares de pequeños prismas, recogía y reflejaba todos los destellos de sus velas, lanzándolos otra vez en forma de diamantes, zafiros y rubíes por toda la sala. Los viejos retratos de las paredes mostraban su dignidad y cortesía y parecían mirar a sus huéspedes con aire de amable hospitalidad. Los sofás de palo de rosa eran mullidos y acogedores, y uno de ellos, el más ancho, había ocupado el lugar de honor en la salita en donde ella se sentaba ahora. Era el asiento favorito de Scarlett en todas las fiestas. Desde aquel sitio se divisaba el prolongado panorama del salón y del comedor antiguo, con la mesa ovalada de caoba a la que podían sentar veinte comensales, con veinte sillas de esbeltas patas arrimadas a las paredes, la maciza consola y el aparador cargado de pesada plata y de candelabros de siete brazos, vasos, vinagreras, jarras, botellas y relucientes copitas. ¡Scarlett se había sentado con tanta frecuencia en ese sofá durante los primeros años de la guerra, siempre con algún oficial guapo junto a ella, y había escuchado tantas veces los sonidos del violín y del violoncelo, del acordeón y del banjo, así como los crujidos que los pies de los bailarines producían sobre el encerado y pulido piso! Ahora, la gran lámpara colgaba sin luces. Estaba torcida y estropeada, y la mayor parte de sus cristalinos prismas se hallaban rotos, como si los ocupantes yanquis hubiesen hecho de aquella obra de arte un blanco para sus botas. Ahora sólo una lámpara de petróleo y unas cuantas velas alumbraban la estancia, y era la llameante y chisporroteante leña en la amplia chimenea la que proporcionaba más claridad. Su inquieto resplandor permitía ver hasta qué punto el piso estaba ahora irremediablemente deteriorado, estriado y astillado. Los oscuros rectángulos en el desteñido papel de las paredes evidenciaban que en otros tiempos colgaban allí bellos cuadros y retratos de familia, y las anchas grietas del estuco rememoraban el día en que una granada estalló en la casa durante el sitio, destrozando parte del tejado y del segundo piso. La pesada mesa de caoba, con sus botellas de cristal tallado, todavía presidía el espacioso comedor, pero estaba toda arañada, y sus rotas patas delataban improvisadas reparaciones. El aparador, la plata y las esbeltas sillas habían desaparecido. Faltaban también los cortinajes de damasco amarillo oscuro que cubrían las arqueadas ventanas al extremo de la estancia, y solamente quedaban restos de los visillos de encaje, limpios, pero visiblemente zurcidos.
En lugar del viejo sofá curvado que tanto le gustaba, había un duro banco poco confortable. Se sentó en él con la mejor voluntad posible, deseando que su falda estuviese suficientemente presentable para poder bailar. ¡Qué agradable sería poder bailar otra vez! Pero, por supuesto, más podía hacer con Frank, en esta retirada alcobita que girando por el salón, ya que aquí podía aparentar escuchar fascinada su conversación y alentarle a dar nuevos vuelos a su fantasía.
Pero la música era ciertamente incitante. Su zapatito marcaba nostálgicamente el compás al ritmo del pesado pie del viejo Levy, que pulsaba un banjo y anunciaba las figuras de la «danza de los lanceros». Los pies se arrastraban, siseaban y repiqueteaban en el suelo conforme las dos filas de bailarines avanzaban la una hacia la otra, retrocedían y giraban para formar un pasillo arqueando los brazos.
El viejo Dan Tucker se bebió un azumbre (Media vuelta a la pareja) ¡Se cayó en el fuego y apagó la lumbre! (Más ligeras, señoritas)
Después de los monótonos y agotadores meses en Tara, era agradabilísimo oír otra vez la música y el ruido de pies que bailaban, muy grato ver rostros familiares que se reían a la débil luz, repitiendo antiguas bromas y chistes, conversando, discutiendo y flirteando. Era como volver a la vida después de estar muerta. Casi le parecía que habían regresado los antiguos tiempos. Si al menos pudiese cerrar los ojos y no ver los raídos y reformados vestidos, las remendadas botas masculinas y zapatitos femeninos; si al menos su imaginación no evocase las fisonomías de los muchachos que ahora no tomaban parte en los «lanceros», casi podría pensar que nada se había alterado. Pero mientras contemplaba a los viejos agrupados en el comedor junto al frasco de vino, a las matronas que se alineaban a lo largo de la pared cuchicheando tras sus manos faltas de abanicos, y a los bailarines que se agitaban, se le ocurrió la idea repentina de que todo estaba tan cambiado como si aquellas familiares figuras fuesen fantasmas.
Parecían iguales, pero eran diferentes. ¿Por qué? ¿Era sólo que todos tenían cinco años más? No, era algo más que el mero transcurso del tiempo. Algo les faltaba, a ellos y a su mnundo. Cinco años antes, una sensación de seguridad los envolvía tan completa y suavemente que ni siquiera se percataban de ella. A su amparo habían florecido. Ahora se había disipado, y con ella la emoción de antaño, la sensación de que les aguardaba algo delicioso y excitante a la vuelta de la esquina, el antiguo hechizo de su manera de vivir.
Sabía que ella misma había cambiado también, però no había cambiado de igual modo que ellos, y esto la intrigaba. Desde su asiento, los contemplaba y se sentía como una extraña entre los demás, tan extraña y solitaria como si viniese de otro mundo, hablando un idioma que ellos no entendían, como ella no comprendía el suyo. Vio entonces que este sentimiento era el mismo que había experimentado ante Ashley. Con él y con todas las personas de su clase (y éstas constituían la mayor parte del mundo de ella) se sentía apartada de algo, de algo que le era imposible adivinar.
Sus caras no se habían alterado mucho, y sus maneras, nada; però le parecía que esas dos características eran las únicas que quedaban de sus viejos amigos. Una dignidad permanente, una bravura inextinguible, todavía los rodeaba y los rodearía hasta su muerte; però llevarían a la tumba la amargura de su fracaso, una amargura demasiado profunda para traducirse en palabras. Eran gentes de suave lenguaje, fieros y fatigados, aquellos vencidos que habían sido derrotados y no reconocían la derrota, aplastados, però que parecían resueltamente erguidos. Estaban deshechos e inermes, eran ciudadanos de provincias conquistadas. Veían al estado que tanto amaban pisoteado por el enemigo, a los canallas burlándose de la ley, a sus antiguos esclavos convertidos en amenaza, a sus hombres despojados del sufragio, a sus mujeres insultadas. Y a todas horas se acordaban de las tumbas de los suyos.
Todo había cambiado en el mundo, excepto las antiguas fórmulas. Los viejos usos continuaban, debían continuar, porque las formas externas era lo único que les quedaba. Se asían fuertemente a las cosas que más conocían y amaban en los antiugos tiempos: los modales ceremoniosos, la cortesía, la agradable superficialidad de los contactos sociales y, más que nada, su actitud protectora con respecto a sus mujeres. Fieles a las tradiciones en las que habían sido educados, los hombres eran corteses y tiernos, y casi lograban crear una atmósfera resguardada para evitar a sus mujeres todo lo que era áspero e inadecuado para los ojos femeninos.
Esto, pensaba Scarlett, era totalmente absurdo porque ahora había pocas cosas que la mujer más protegida no hubiese visto y sabido durante los últimos cinco años. Habían cuidado a los heridos, cerrado ojos moribundos, sufrido la guerra y el fuego de la devastación, habían conocido el terror y la huida, el hambre y la muerte.
Pero, a despecho de todo lo que hubiesen podido ver, de la labor manual que hubiesen hecho y tenían que hacer, seguían siendo damas y caballeros, majestades en el destierro, seres amargados, altivos, indiferentes, amables los unos con los otros, duros como el diamante, brillantes y quebradizos como los trocitos de cristal de la averiada lámpara que ahora colgaba sobre sus cabezas. Los buenos tiempos habían pasado, pero estas gentes continuarían como si existiese aún el pasado, se mostrarían encantadores y sosegados, resueltos a no precipitarse y arremolinarse para recoger las monedas del suelo, como hacían los yanquis, determinados a no alterar su prístino modo de ser y de vivir.
Scarlett sabía que ella también había cambiado muchísimo. De otro modo, jamás hubiera podido hacer todo lo que estaba haciendo desde que había llegado a Atlanta la vez anterior; de otro modo, jamás estaría dispuesta a hacer lo que ahora se proponía. Sí; había una diferencia entre el temple de los demás y el de ella, pero en qué estribaba la diferencia no hubiera podido decirlo. Acaso estribase en que no había nada que ella no estuviese dispuesta a hacer y había muchas cosas que toda esa gente estaba dispuesta a no hacer aunque les costase la vida. Acaso fuera porque ellos no tenían ya esperanzas, pero sonreían a la vida, hacían una airosa reverencia al pasar, y seguían. Y, esto, Scarlett no lo podía hacer.
No podía desconocer la vida. Tenía que vivirla, y ésta era demasiado hostil, demasiado brutal para que ella intentase velar sus asperezas con sonrisas. «De la bondad, valor e inquebrantable orgullo de sus amigos» ella nada veía. Sólo veía una rigidez de principios que reconocía los hechos, pero sonreía y rehusaba encararse con ellos.
Mientras contemplaba a los que bailaban, arrebolados por la viveza de aquel baile virginiano, se preguntaba si las circunstancias los acosaban a ellos como la acosaban a ella: novios muertos, esposos mutilados, hijos que estaban hambrientos, hectáreas de tierra que se esfumaban, techos amados que ahora cobijaban a personas extrañas. ¡Claro estaba que los acosaban también! Conocía sus problemas casi tan bien como los suyos propios. Sus pérdidas eran las suyas; las privaciones que pasaban, las mismas de ella; sus problemas, los mismos. Empero, ellos Feaceioriaban de manera diferente a todo ello. Los rostros que ella veía no eran rostros, eran caretas, excelentes caretas de las que no se desprendían jamás.
Pero, si ellos sufrían tan agudamente como ella debido a las brutales circunstancias, y sufrían sin duda, ¿cómo podían mantener ese aire de alegría y de superficialidad? ¿Y por qué tenía ella que aparentarlo? Eran cosas que excedían a su comprensión y la irritaban. No podía ser como ellos. No podía presenciar el naufragio del mundo con aire de indiferencia o falta de interés. Se sentía perseguida como un zorro, corriendo con la lengua fuera, procurando buscar un agujero antes de que los perros de caza la alcanzasen.
Repentinamente, se percató de que los odiaba a todos, porque eran diferentes de ella, porque soportaban sus pérdidas con un aire que jamás podría ella adoptar, que nunca desearía adoptar. Los odiaba porque esos extraños de ágiles pies, esos necios orgullosos, se enorgullecían de lo que habían perdido y hasta de haberlo perdido. Las mujeres se comportaban como damas y ella sabía que eran damas, a pesar de que la labor manual era tarea diaria para ellas y de que no sabían siquiera de dónde iban a sacar su primer vestido. ¡Todas eran unas damas! Pero ella no se sentía una dama a pesar de su vestido de terciopelo y de sus cabellos perfumados, a pesar del orgullo de su nacimiento y del orgullo de la riqueza que antes poseía. El áspero contacto con la roja tierra de Tara la había despojado de toda capa de refinamiento, y sabía que jamás volvería a sentirse como una dama hasta que su mesa se doblegase bajo el peso de la plata y el cristal y humease con suculentos manjares, hasta que tuviese caballos propios en las cuadras y carruajes en las cocheras, hasta que manos negras y no blancas cosechasen el algodón en Tara.
«¡Ah! —pensó rabiosamente reteniendo el aliento—. ¡Ésta es la diferencia! Aunque son pobres, todavía se sienten señoras, y yo no. ¡Las muy necias creen que se puede ser una dama sin tener dinero! ¡Están en un error!»
Aun en ese relámpago de revelación, comprendió vagamente que, por tonto que pareciese, la actitud de los demás era la procedente. Ellen hüBiera opinado lo mismo. Y esto la perturbó. Sabía que debía sentir como esas gentes, pero no podía. Sabía que debía creer, como ellos, que una dama bien nacida continuaba siendo una dama, aun reducida a la mayor pobreza, pero no podía inducir su ánimo a creerlo ahora.
Toda su vida había oído censurar a los yanquis porque sus pretensiones al señorío se basaban en la riqueza, no en el nacimiento ni en la educación. Pero en estos momentos, aunque pareciese una herejía, no podía por menos de pensar que los yanquis tenían razón en esto, aunque; estuviesen equivocados en todo lo demás. Para ser una dama, se necesita dinero. Sabía que su madre se habría desmayado si hubiese llegado a oír tales palabras en boca de su hija. La más profunda pobreza no hubiera podido hacer que Ellen se sintiese avergonzada. ¡Avergonzada! Sí, así es como se sentía Scarlett. Avergonzada de ser pobre y reducida a penosos expedientes, a la penuria y a un trabajo que los negros deberían hacer.
Se encogió de hombros con irritación. Acaso esas gentes tenían razón y ella no; pero, de todos modos, esos necios orgullosos no se esforzaban, como lo hacía ella poniendo en tensión todos sus nervios arriesgando aun su honor y su reputación, en recobrar lo perdido. La «dignidad» de la mayoría de ellos les impedía rebajarse a un confuso pugilato por el dinero. Los tiempos eran duros y exigentes. Se necesitaba exigencia y dureza, y lucha para sobreponerse a ellos. Scarlett no ignoraba que la tradición familiar impedía a muchos de ellos empeñarse en una lucha de tal índole, a pesar de que el común objetivo era abiertamente el de hacer dinero. Todos pensaban que era vulgar ir abiertamente a la caza del dinero, e incluso hablar de dinero. Naturalmente, se daban algunas excepciones. La señora Merriwether con su horno de pastelería, y Rene haciendo de carretero. Y Hugh Elsing cortando astillas y vendiéndolas de casa en casa, y Tommy metido a contratista. Y Frank, con el sentido común suficiente para poner una tienda. Pero ¿qué hacía la gran mayoría? Los plantadores arañarían unas cuantas hectáreas de tierra y vivirían en la miseria. Los abogados y los médicos retornarían a sus profesiones y a esperar clientes que acaso no aparecerían jamás. ¿Y el resto, los que habían vivido ociosamente de sus rentas? ¿Qué sería de ellos?
Pero ella no iba a ser pobre toda su vida. No iba a sentarse y aguardar pacientemente un milagro que la salvase. Iba a zambullirse en el remolino de la vida para sacar de él todo lo que pudiese. Su padre había comenzado como un pobre joven inmigrante y había ganado con su esfuerzo los vastos campos de Tara. Lo que él había hecho, su hija podía hacerlo también. No era ella como esas gentes que se jugaron todo lo que poseían a una Causa que había desaparecido ya y que se contentaban con estar orgullosos de haber perdido esa Causa, porque ésta valía cualquier sacrificio. Ellos extraían su denuedo del pasado. Ella encontraba el suyo en el futuro. Y Frank Kennedy, hoy en Tája representaba su futuro. Al menos tenía la tienda y tenía dinero contante Y si podía casarse con él y manejar ese dinero, sabía que podría ir tirando en Tara por un año más. Y después de esto Frank debía comprar el aserradero. Era obvio lo de prisa que se iba reconstruyendo la ciudad, y cualquiera que estableciese uti negocio en maderas ahora, cuando existía tan poca competencia, poseería una mina de oro.
Ésta es la destrucción que él previo —pensó Scarlett—, y no se equivocaba. «Ganará dinero cualquiera que no tenga miedo a trabajar… o a cogerlo.»
Vio que Frank atravesaba el saloncito y venía hacia ella con un vasito de licor de moras en la mano y un bocado de bizcocho en un platillo, y sus labios dibujaron una sonrisa. No se le ocurrió preguntarse si por Tara valía la pena casarse con Frank. Sabía que Tara valía más que nada, y no se preocupó de otra cosa.
Le sonrió mientras bebía el licor a sorbitos, consciente de que sus mejillas lucían rosados tonos más atrayentes que los de ninguna de las chicas que bailaban. Apartó las faldas para que él se sentase a su lado y agitó el pañuelo suavemente para que el aroma de la colonia llegase a su olfato. Se sentía orgullosa de esa colonia, porque ninguna de las otras damas la usaba, y Frank se había dado cuenta de ello. En un arranque de atrevimiento le había dicho en voz baja que ella tenía el color y la fragancia de una rosa.
¡Si al menos no fuese tan tímido! Le hacía pensar en un medroso conejo silvestre. ¡Si al menos poseyese Frank la galantería y el ardor de los chicos Tarleton, incluso la descarada osadía de Rhett Butler! Pero, si poseyese tales cualidades, habría sido suficientemente listo para percibir la desesperación que se ocultaba bajo aquellos párpados que se bajaban modestamente. Él era incapaz de adivinar lo que una mujer se proponía. Era una suerte para Scarlett que fuera así, pero ello no hacía que aumentara su estima hacia Frank.