El sol brilló, intermitente, a la mañana siguiente. El fuerte viento que empujaba, veloces, las oscuras nubes sobre el disco solar, hacía retemblar los vidrios de las ventanas y gemía débilmente alrededor de la casa. Scarlett rezó una breve oración de gracias al notar que había cesado la lluvia de la noche anterior, porque había estado escuchándola toda la noche y pensando que esa lluvia supondría la total ruina de su vestido de terciopelo y de su sombrero. Ahora que podía contemplar breves rachas de sol, su ánimo se elevó considerablemente. Le era difícil permanecer en la cama y aparentar languidez, y fingir molestias de garganta hasta que tía Pitty, Mamita y Peter se marchasen y estuviesen ya a medio camino de la casa de la señora Bonnell. Cuando, finalmente, la verja delantera se hubo cerrado con un golpe y ella se quedó sola en la casa, sin otra compañía que la cocinera que estaba cantando en la cocina, saltó de la cama y sacó del armario sus ropas de gala.
El sueño la había refrescado y fortalecido, y del frío fondo de su corazón extrajo nueva bravura. Había algo en una contienda de inteligencia con un hombre, con cualquier hombre, algo que le picaba en el amor propio. Y, después de tantos meses de batalla contra desalentadores obstáculos, ahora se enfrentaba por lo menos con un adversario concreto al que podía derribar con las armas que ella poseía, y esta idea le daba una sensación de brío.
Era difícil vestirse sin auxilio ajeno, pero lo consiguió al fin, y, poniéndose la linda capota con sus coquetonas plumas, corrió al cuarto de tía Pitty para contemplarse en el alto espejo: ¡qué bonita estaba! Las plumas de gallo le daban un aire agresivo, y el verde mate del sombrero prestaba mayor brillo a sus ojos, que ahora parecían casi del color de la esmeralda. Y el vestido era incomparable, de aspecto lujoso y bello, y, sin embargo, digno. ¡Era tan agradable ponerse otra vez un lindo vestido! Era tan halagüeño saber que estaba bonita y provocativa, que se inclinó hacia delante y besó su propia imagen en el espejo, riéndose en seguida de su puerilidad. Cogió el mantón de Ellen para echarlo sobre los hombros. Los apagados colores del ya desteñido mantón producían un feo contraste con el vestido verde musgo y le daban un aire pobretón.
Abriendo, pues, el armario de tía Pitty, sacó de allí una capa de paño negro, una prenda que Pitty sólo utilizaba los domingos, y se la puso. Colocó en sus perforadas orejas las arracadas de diamantes que trajera de Tara y meneó la cabeza de un lado para otro para apreciar el efecto. Los pendientes originaban pequeños tintineos que le parecieron muy satisfactorios, y pensó que tendría que acordarse de sacudir la cabeza con frecuencia cuando estuviese sola con Rhett. Los pendientes saltarines siempre atraían a los hombres y daban a las chicas un aire de animación.
¡Qué lástima que tía Pitty no tuviese más guantes que los que ahora llevaba puestos sobre sus manos regordetas! Ninguna mujer podía realmente sentirse una dama sin llevar guantes, pero Scarlett no había poseído otro par desde que salió de Atlanta. Y los largos meses de labor en Tara había estropeado sus manos de tal modo que estaban ahora muy lejos de ser bonitas. Cogería el pequeño manguito de nutria de la tía y ocultaría en él las manos. A Scarlett le pareció que el manguito completaría su apariencia de elegancia. Nadie que la viese ahora podría sospechar que sus hombros iban cargados con el peso de la pobreza y la necesidad.
Era muy importante que Rhett no barruntase nada… Debía creer que sólo un sentimiento de ternura la impulsaba a visitarle.
Bajó de puntillas las escaleras y salió de la casa, mientras la cocinera cantaba a grito pelado en la cocina. Se apresuró a descender la calle Baker, para evitar los inquisidores ojos de las casas vecinas, y se sentó en un poyo de la calle Ivy, frente a una casa quemada, para aguardar a que pasase algún coche o carro que la pudiese llevar. El sol brillaba y se ocultaba detrás de las presurosas nubes, iluminando la calle con falsos resplandores que no daban calor alguno, y el viento jugaba entre el encaje de los largos pantalones de Scarlett. Hacía más frío del que ella había supuesto, y se arropó temblorosa e impaciente en la capa de tía Pittypat. Cuando ya se preparaba a recorrer a pie el largo trayecto a través de la ciudad hasta el campamento yanqui, apareció un carro destartalado. Sobre él iba una vieja con el labio manchado de rapé y un rostro curtido por el viento que asomaba bajo el descolorido sombrero de paja. Guiaba una mula vieja y tropezona. Iba en dirección al Ayuntamiento y, aunque no de buena gana, se prestó a llevar a Scarlett. Pero era obvio que el vestido, el sombrero y el manguito no le producían un efecto muy favorable.
«Cree que soy una cualquiera —pensó Scarlett—. Y acaso tenga razón.»
Cuando llegaron finalmente a la plaza y surgió la blanca cúpula del Ayuntamiento, la joven dio las gracias, saltó del carro y aguardó a que la campesina se alejase un poco. Mirando cuidadosamente en derredor suyo para asegurarse de que no la observaban, se pellizcó las mejillas para darles color y se mordió los labios hasta que le dolieron, para hacerlos enrojecer. Se reajustó el sombrerito, se alisó los cabellos y echó un vistazo por la plaza. El edificio municipal de ladrillo rojo y de dos pisos de altura había sobrevivido a la quema de la ciudad. Pero parecía abandonado y descuidado bajo aquel cielo gris. Rodeando completamente el edificio y cubriendo el rectángulo de terreno del cual éste era centro se levantaban hileras tras hileras de barracas militares, feas y salpicadas de barro. Los soldados yanquis deambulaban por todas partes, y Scarlett los miró con algo de incertidumbre. Ahora le flaqueaba el valor. ¿Qué haría para encontrar a Rhett en pleno campo enemigo?
Miró calle abajo hacia el cuartel de bomberos, y vio que las amplias puertas rematadas por un arco estaban cerradas y valladas y que dos centinelas iban y venían a lo largo de ambos costados del edificio. Allí estaba Rhett. Pero ¿qué diría a los soldados yanquis? ¿Y qué le dirían a ella? Enderezó la espalda con gallardía. Si no había tenido miedo de matar a un soldado yanqui, no podía tener miedo a hablar con otro de ellos.
Fue caminando cuidadosamente sobre las piedras que sobresalían entre el lodo de la calle y avanzó hasta llegar ante un centinela con el capote azul abotonado para protegerse del viento, que la detuvo.
—¿Qué desea, señora?
Su voz tenía un extraño acento nasal del centro-oeste, pero era cortés y respetuosa.
—Quisiera ver a una persona que está ahí dentro…, un prisionero.
—No sé —contestó el centinela rascándose la cabeza—. Ponen muchas dificultades a las visitas y… —Se interrumpió y la miró a la cara con atención—. ¡Por Dios, señora, no llore usted! Vaya al puesto de guardia y pregunte a los oficiales. Apostaría algo a que la dejan entrar.
Scarlett, que no tenía intención alguna de llorar, le dirigió la más agradecida de las sonrisas. El hombre se volvió hacia otro centinela que paseaba lentamente.
—¡Eh, Bill, ven aquí!
El segundo centinela, un hombretón arrebujado en un capote azul del que sobresalían unas negras barbazas, cruzó el barro hasta ellos.
—Acompaña a esta señora hasta el cuerpo de guardia. Scarlett le dio las gracias y siguió al centinela.
—Tenga cuidado de no torcerse un pie en esas piedras —dijo el soldado, cogiéndola por el brazo—. Y vale más que se recoja un poco la falda para no mancharse.
La voz que surgía de entre las barbas tenía el mismo acento nasal, pero era amable y grata, y su mano también firme y respetuosa. ¡Así que los yanquis no eran tan atroces después de todo!
—Hace un día muy frío para que salgan de casa las señoras —dijo su acompañante—. ¿Viene usted de muy lejos?
—¡Oh, sí, del otro extremo de la ciudad! —replicó ella, tranquilizada por la amabilidad de su voz.
—No hace un tiempo adecuado para que las señoras anden por ahí —insistió el soldado, con reproche—. Hay mucha gripe… Aquí está el puesto del comandante, señora. ¿Qué le pasa?
—Esta casa…, esta casa ¿es el cuartel general?
Scarlett miró de arriba abajo el bello edificio que había frente a la plaza, y sintió ganas de llorar. ¡Había asistido a tantas fiestas allí durante la guerra! Había sido entonces un lugar alegre y simpático, ¡y ahora una gran bandera de Estados Unidos ondeaba sobre él!
—¿Qué le pasa?
—Nada. Sólo que… yo conocía a los que vivían aquí.
—Es una lástima. Supongo que no reconocerían su casa si la viesen ahora, porque ciertamente ha variado por dentro. Entre usted, señora, y pregunte por el capitán.
Scarlett subió los escalones apoyándose en la rota barandilla, y empujó la puerta. El vestíbulo estaba oscuro y frío como una tumba, y un aterido centinela se apoyaba contra las cerradas puertas de corredera de lo que había sido, en días anteriores, el comedor.
—Deseo ver al capitán —dijo Scarlett.
El soldado abrió las puertas y ella entró en la habitación con el corazón palpitante y el rostro enrojecido por la vergüenza y la excitación. Había en la estancia un olor casi asfixiante formado por el humo de la lumbre y el del tabaco, el cuero, los mojados uniformes de lana y los cuerpos sin lavar. Ella tuvo una confusa impresión de paredes desnudas cubiertas de rasgado papel, de hileras de capotes azules y sombreros flexibles que colgaban de clavos en la pared, de un fuego chisporroteante y de un grupo de oficiales con uniforme azul de botones dorados.
Procuró aclararse la voz. No debía mostrar a esos yanquis que tenía miedo. Debía aparecer ante ellos tan bonita como natural.
—¿El capitán?
—Yo soy uno de los capitanes —dijo un hombre grueso que llevaba la guerrera desabrochada. —Quisiera ver a un preso. Al capitán Rhett Butler. —¿Otra vez a Butler? ¡Es un hombre muy popular! —exclamó el capitán quitándose de la boca un masticado cigarro—. ¿Es usted pariente suyo, señora?
—Sí…, sí…, su hermana… El gordo se rió otra vez.
—Debe de tener muchas hermanas. Una de ellas estuvo ayer aquí. Scarlett se sonrojó. ¡Alguna de esas mujeres con las que Rhett trataba; probablemente la Watling! Y estos yanquis creían que ella era otra por el estilo. Era inaguantable. Ni siquiera por salvar a Tara se quedaría allí un minuto más si había de ser insultada. Giró hacia la puerta y asió con cólera el picaporte, pero otro oficial se puso prontamente a su lado. Era joven, iba bien afeitado y tenía unos ojos juveniles, sonrientes y amables.
—Un instante, señora. ¿No quiere sentarse aquí, junto a la lumbre? Aquí no se siente frío. Voy a ver lo que se puede hacer. ¿Cómo se llama usted? El preso rehusó ver a la… la señora que vino a verle ayer. Scarlett se sentó en la silla que le ofrecieron, mirando airada al derrotado capitán grueso, y dio su nombre. El simpático joven se echó el capote encima y salió de la habitación. Los otros se agruparon al otro extremo de la mesa, en donde hablaron en voz baja hojeando papeles. Ella extendió los pies con elegancia hacia la lumbre, percatándose entonces de lo fríos que estaban y lamentando no haber puesto un pedazo de cartón para tapar el agujero en la suela de uno de los zapatos. A poco, se oyeron murmullos de voces al otro lado de la puerta, y sonó la risa de Rhett. Se abrió la puerta, una corriente de aire frío barrió la estancia y apareció Rhett, sin sombrero, con una capa echada descuidadamente sobre los hombros. Estaba sucio y sin afeitar y no llevaba corbata, pero se mostraba altanero como siempre, a pesar de su desaliño, y sus vivos ojos oscuros parecieron saltar gozosamente al verla.
—¡Scarlett!
Tomó entre las suyas ambas manos de la joven. Como siempre, había algo cálido, vital y fortalecedor en su simple apretón de manos. Antes de que Scarlett se diese cuenta, él se había inclinado y la había besado en la mejilla, haciéndole cosquillas con el bigote. Al sentir el sorprendido movimiento que ella hizo para separarse, Rhett dijo: «¡Mi querida hermana!», y la miró sonriente, como si disfrutase de la impotencia de ella para eludir su caricia. Scarlett no pudo por menos que reírse al ver cómo se aprovechaba él de las circunstancias. ¡Qué pillo era! La cárcel no le había cambiado ni un ápice.
El capitán obeso murmuraba al oficial de ojos humorísticos:
—Esto no está permitido. Debía haberse quedado en el cuartel. Ya conoces las órdenes. —¡Oh, por amor de Dios, Henry! La señora se helaría en ese cobertizo.
—Bueno, bueno. Queda bajo tu responsabilidad.
—Aseguro a ustedes, señores —dijo Rhett volviéndose hacia los oficiales, pero manteniendo asido aún el hombro de Scarlett—, que mi… hermana no me ha traído ninguna sierra ni lima para ayudarme a escapar.
Todos se rieron, y entonces Scarlett echó una mirada rápida en torno suyo. ¡Santo cielo, tendría que conversar con Rhett en presencia de seis oficiales yanquis! ¿Era un prisionero tan peligroso que no podían perderle de vista? Al observar su inquieta mirada, el oficial amable abrió una puerta y les dijo unas palabras en voz baja a dos soldados que se pusieron en pie. Los soldados cogieron sus carabinas y salieron al pasillo, cerrando cuidadosamente la puerta tras ellos.
—Si lo desean, pueden sentarse aquí, en la salita de los ordenanzas —dijo el joven capitán—. Y no intente usted huir por la otra puerta. Los soldados están fuera.
—Ya ves qué terrible criminal soy, Scarlett —dijo Rhett—. Gracias, capitán. Es usted sumamente amable.
Hizo una leve inclinación y, tomando a Scarlett por el brazo, la ayudó a levantarse de la silla y la llevó a la destartalada salita. Nunca pudo ella recordar cómo era esta habitación, excepto que era pequeña y bastante oscura, y no muy caliente, y que había papeles escritos a mano sujetos con chinchetas a las destartaladas paredes, y sillas de piel de vaca con el pelo adherido aún.
Cuando cerró la puerta, Rhett se acercó a Scarlett rápidamente y se inclinó sobre ella. Adivinando sus deseos, la joven echó la cabeza a un lado, pero sonriéndole provocativamente.
—¿No la puedo besar de verdad ahora?
—En la frente, como un buen hermano, sí —contestó ella con aire pudoroso.
—Gracias. Prefiero esperar algo mejor.
Sus ojos buscaron los labios de ella y se detuvieron en ellos un instante.
—¡Ha sido usted muy buena viniendo a verme, Scarlett! Es usted la primera persona respetable que me visita desde mi encarcelamiento, y estando preso es cuando más se aprecian a los amigos. ¿Cuándo llegó a la ciudad?
—Ayer por la tarde.
—¿Y viene esta mañana? Pero, querida, esto es ser más que buena.
Y le dirigió una sonrisa, la primera expresión de sincero placer que ella viera jamás en su fisonomía. Scarlett rió interiormente y bajó la cabeza como avergonzada. —¡Por supuesto que he venido en seguida! La tía Pitty me contó anoche lo ocurrido y… no pude dormir pensando en lo horrible del caso. ¡Rhett, estoy tan apenada! —¡Cómo, Scarlett…!
Su voz era suave, pero había en ella una nota vibrante. Mirando su moreno semblante, Scarlett ya no vio en él el escepticismo, el humor sardónico que ella conocía tan bien. Ante la mirada tan franca de Rhett, ella bajó los ojos con un embarazo que esta vez era auténtico. Las cosas iban mejor aún de lo que esperaba.
—Vale la pena estar en la cárcel con tal de verla otra vez y oírle decir cosas así. La verdad, no podía creer lo que oía cuando me anunciaron su nombre. No esperaba que me perdonase mi patriótica conducta aquella noche en la carretera, cerca de Rough and Ready. Pero ¿puedo creer que esta visita significa que me ha perdonado usted?
Todavía se sentía ella hervir de cólera, aun después de tanto tiempo, al pensar en aquella noche; pero se dominó y sacudió la cabeza hasta que bailotearon los colgantes de las arracadas.
—No, no le he perdonado —dijo, haciendo un mohín. —¡Otra esperanza desvanecida! ¡Y esto después de que ofrecí mi vida a mi patria y combatí descalzo entre la nieve en Franklin y pesqué el mayor caso de disentería que se haya visto, como recompensa!
—No quiero oír nada de sus… penas y quebrantos —dijo Scarlett, todavía con un mohín de disgusto, pero sonriéndole con los ojos—. Sigo creyendo que se comportó usted odiosamente aquella noche, y no me parece que pueda perdonarle nunca. ¡Dejarme sola de ese modo cuando podía sucederme cualquier cosa!
—Pero no le sucedió nada. Ya ve usted que mi confianza estaba justificada. Sabía que iba a llegar a su casa sin tropiezo, y ¡pobre del yanqui que se hubiese puesto en su camino!
—Rhett, ¿cómo pudo usted hacer una cosa tan sin sentido? ¡Eso de alistarse a última hora, cuando sabía que nos iban a ganar! ¡Y después de todo lo que había dicho usted acerca de los imbéciles que iban a hacerse matar!
—Scarlett, no me hable de esto. ¡Me avergüenzo cada vez que pienso en ello!
—Me alegro de que se avergüence al fin de haberme tratado de aquel modo.
—No me ha comprendido. Siento decirle que mi conciencia no me ha remordido jamás por haberla abandonado allí. Pero en cuanto a mi alistamiento… ¡Cuando pienso que fui al ejército con botas de charol y traje de piqué blanco y sin más armas que un par de pistolas de duelo! ¡Y esas largas y glaciales marchas de muchos kilómetros sobre la nieve cuando se gastaron mis botas, sin tener abrigo y sin comer…! No puedo comprender por qué no deserté. Era todo una pura locura. Pero lo lleva uno en la sangre. Los del Sur no resistimos a la fascinación de una causa perdida. Mas dejemos aparte mis razones. Me basta con estar perdonado.
—No lo está. Creo que es usted un canalla.
Pronunció esta última palabra de forma tan acariciadora, que parecía decir «un encanto».
—No sea usted embusterilla. Me ha perdonado ya. Las señoritas no arrostran los centinelas yanquis para ir a ver un preso sólo por espíritu caritativo; no vienen además, vestidas de gala con terciopelos y plumas y manguitos de nutria. Scarlett, ¡qué preciosa está! Gracias a Dios, no tiene que llevar harapos ni lutos. ¡Está uno tan harto de ver a las mujeres con vestidos viejos y gastados o con los perpetuos crespones negros! Parece usted salir de la rué de la Paix. Dé la vuelta, querida, y déjeme admirarla.
Así que se había fijado en el vestido. Por supuesto, siendo Rhett como era, tenía que fijarse. Scarlett se echó a reír, ligeramente excitada, y giró sobre las puntas de los pies con los brazos abiertos. El revuelo del miriñaque dejaba ver los largos pantalones adornados de encaje. Los negros ojos de Rhett absorbieron la imagen desde la capota a los talones, en una mirada que no pasaba nada por alto, la mirada de antes, atrevida, que parecía desnudar a las mujeres y que siempre ponía a Scarlett carne de gallina.
—Parece estar muy boyante y muy bien arreglada. Dan ganas de comérsela. Si no fuese por esos yanquis de ahí fuera… Pero aquí está usted muy segura, querida. Siéntese. No trataré de aprovecharme como hice la última vez que la vi.
Se frotó la mejilla en broma, como si le doliese aún.
—En serio, Scarlett, ¿no cree usted que fue algo egoísta esa noche? Piense en todo lo que yo había hecho por usted: arriesgué mi vida, robé un caballo… ¡y qué caballo…! ¡Y corrí a la defensa de nuestra gloriosa Causa! ¿Y qué saqué de todo ello? Palabras duras y un bofetón todavía más duro.
Ella se sentó. La conversación no iba por completo en la dirección que ella deseaba. ¡Rhett había parecido tan amable en el primer momento de verla, tan sinceramente gozoso por su visita! Se había mostrado casi como un ser humano, y no como el miserable tunante que ella conocía tan bien.
—¿Necesita usted siempre recompensa por lo que hace?
—¡Claro, por supuesto! Soy un monstruo de egoísmo, como debe usted saber. Siempre espero que me paguen por todo lo que doy.
Esto le causó a Scarlett un ligero escalofrío que recorrió su cuerpo; pero se recuperó e hizo tintinear otra vez sus arracadas. —¡Oh, no es usted realmente tan malo, Rhett! Le gusta mostrarse así.
—¡Lo que ha cambiado, palabra de honor! —dijo él, echándose a reír—. ¿Qué es lo que la ha vuelto tan humana? He seguido algo sus avatares a través de la señorita Pittypat, pero ella jamás me dejó entender que ahora poseía usted esa dulzura femenina. Cuénteme más de su vida, Scarlett. ¿Qué ha hecho usted desde la última vez que nos vimos? Todo el antagonismo e irritación que siempre le inspiraba ese hombre ardían en el corazón de la joven. Sentía ansias de hablarle con acritud. Pero sonrió, y los hoyuelos reaparecieron en sus mejillas. El había acercado su silla a la de ella, y Scarlett se inclinó y le puso suavemente la mano en el brazo, como si lo hiciese inconscientemente.
—¡Oh, no lo he pasado mal! En Tara todo va bien ahora. Por supuesto, pasamos momentos terribles cuando Sherman atravesó la comarca; pero, después de todo, no nos quemó la casa, y los negros salvaron la mayor parte del ganado conduciéndolo al pantano. Y obtuvimos una cosecha bastante buena en este último otoño, veinte balas. Por supuesto, esto no es nada comparado con lo que Tara puede rendir; pero no tenemos muchos peones. Papá dice, naturalmente, que el año próximo será mejor. Pero, Rhett, ¡es tan aburrido ahora el campo! Imagínese, no hay bailes ni meriendas, y de lo único que la gente habla es de los malos tiempos. ¡Dios mío, ya estoy cansada de tanto oírlo! Finalmente, la semana pasada estaba ya tan hastiada que papá dijo que debía hacer un viaje y distraerme. Vine aquí, por lo tanto, para encargarme algunos vestidos, y luego iré a Charleston para hacer una visita a mi tía. ¡Será tan agradable volver a ir al baile otra vez!
«Bueno —pensó con orgullo—, he soltado todo ese párrafo con el tono adecuado: ligero pero no frivolo.»
—Siempre está usted lindísima con vestido de baile, querida; ¡y lo sabe, por desgracia! Supongo que la verdadera causa de su viaje es que agotó usted ya toda la lista de admiradores en el condado, y ahora va a buscar más en lejanos campos de operaciones.
Scarlett pensó que era afortunado para ella que Rhett hubiese pasado en el extranjero los últimos meses y acabara de llegar a Atlanta. De otro modo, jamás hubiera dicho una cosa tan ridicula. Pensó rápidamente en sus adoradores del condado, los harapientos y amargados Fontaine, los empobrecidos hermanos Munroe, los pretendientes de Jonesboro y Fayetteville, que andaban ahora tan ocupados arando, cortando leña y cuidando a sus animales viejos y enfermos y que ni se acordaban de que hubiesen existido bailes y agradables flirteos. Pero los apartó de su memoria y soltó una pequeña risa como si admitiese la exactitud de tales suposiciones.
—¡Bah! —dijo con aire despectivo. —Es usted una criatura sin corazón, Scarlett; pero acaso eso forme parte de su encanto.
Rhett se sonrió del mismo modo que antes, con una comisura de la boca torcida hacia abajo; pero ella sabía que él quería decirle un piropo con su frase.
—Por supuesto, sabe usted bien que posee más atractivos de los que permiten las leyes. Hasta yo mismo los he sentido, a pesar de la experiencia que tengo. Siempre me he preguntado qué había en usted que me hacía recordarla siempre, porque he conocido muchas mujeres que eran más bonitas que usted, y seguramente más listas, y, debo decirlo, moralmente más rectas y más buenas. Pero, sea por lo que fuere, siempre me he acordado de usted. Incluso durante los meses después de la rendición, cuando yo estaba en Francia y en Inglaterra y ni la había visto ni sabía nada de usted. ¡Siempre la recordé y me preguntaba qué habría sido de Scarlett…!
Por un momento, se sintió indignada, de que él dijese que otras mujeres eran más bonitas, más listas y más buenas que ella; pero ese arrebato momentáneo se disipó ante la satisfacción de saber que él siempre había recordado su encanto. Y Rhett se estaba comportando casi tan bien como lo hubiera hecho un caballero en análogas circunstancias. Ahora, lo único que Scarlett tenía que hacer era referirse a él insinuando que tampoco ella lo había olvidado, y entonces…
Le oprimió el brazo cariñosamente y sonrió de nuevo.
—¡Oh, Rhett! ¡Cómo le gusta dejar confusa a una pobre muchacha del campo como yo! Demasiado sé que no me dedicó ni un pensamiento desde que me abandonó aquella noche. No me venga a contar que se acordó de mí con todas esas guapas francesas e inglesas que tenía usted en Europa. Pero no he venido hasta aquí para hablar de tonterías acerca de mí misma. He venido… porque…
—¿Por qué?
—¡Oh, Rhett, estoy tan angustiada con respecto a usted! ¿Cuándo le dejarán salir de este lugar tan terrible?
Con rapidez, él cubrió la manita de ella con la suya y la apretó contra su brazo.
—Esta angustia habla mucho en favor suyo. Es imposible decir cuándo saldré de aquí. Acaso cuando hayan estirado la cuerda un poco más.
—¿La cuerda?
—Sí; supongo que mi salida de aquí será al extremo de una cuerda.
—¿No le colgarán a usted realmente?
—Lo harán, si pueden conseguir alguna prueba contra mí.
—¡Oh, Rhett! —exclamó ella llevándose la mano al corazón.
—¿Lo sentiría? Si lo siente, la mencionaré en mi testamento.
Sus negros ojos reían mientras le apretaba la mano.
—¡Su testamento!
Scarlett bajó prontamente la vista para que sus ojos no la delatasen; pero no con bastante rapidez, porque los ojos de Rhett brillaron de curiosidad.
—Según pretenden los yanquis, mi testamento ha de valer la pena. Parece existir actualmente gran interés acerca de mis finanzas. Todos los días me arrastran ante un nuevo Consejo de Investigación y me dirigen preguntas idiotas. Parece ser que corre insistentemente el rumor de que yo escapé con el fabuloso oro de la Confederación. —¿Y qué…? ¿Es cierto?
—¡Vaya una pregunta capciosa! Usted sabe tan bien como yo que la Confederación hacía funcionar una prensa de imprimir, en vez de una Casa de la Moneda.
—¿Cómo ganó usted su dinero? ¿Especulando? Tía Pitty dijo… —¡Qué preguntas tan directas hace!
¡Maldito Rhett! ¡Por supuesto que tenía el dinero! Estaba tan excitada que ni siquiera podía hablarle con dulzura.
—Rhett, me tiene tan trastornada verle a usted aquí… ¿No cree tener algunas probabilidades de salir? —Nihil desperandum es mi lema. —¿Qué significa eso?
—Quiere decir «quizás», adorable ignorantilla. Ella hizo aletear sus pestañas para mirarle, y las volvió a bajar. —¡Usted es demasiado listo para que le cuelguen! Estoy casi segura de que se le ocurrirá algún modo ingenioso para ganarles la partida y salir. Y cuando lo consiga…
—¿Y cuando lo consiga…? —preguntó él con suavidad. —Bueno, yo…
Y logró aparentar graciosa confusión y sonrojo, El sonrojo no era tan difícil porque los latidos de su corazón eran tan fuertes como el redoble de un tambor y no podía respirar.
—Rhett…, lamento tanto lo que yo…, lo que le dije aquella noche…, ya sabe usted cuál…, en Rough and Ready. Estaba yo… tan… tan asustada y trastornada, y usted se mostró tan…
Scarlett bajó la vista y vio la morena mano de él apretar la suya. —¡Creí que nunca, nunca podría perdonarle! Pero cuando tía Pitty me dijo ayer que usted… que podrían matarlo…, la cosa fue tan repentina que yo… yo…
Le miró a los ojos con mirada rápida e implorante, y en ella supo poner toda la agonía de un corazón destrozado.
—¡Oh, Rhett, me moriría si lo ahorcasen! ¡No podría resistirlo! ¿No comprende que yo…? Y, no pudiendo ya sostener el candente brillo de los ojos de Rhett, los suyos bajaron otra vez.
«Dentro de un momento voy a echarme a llorar —pensó, en un frenesí de sorpresa y de excitación—. ¿Lloro o no? ¿Qué parecería más natural?»
Él saltó:
—¡Pero, Scarlett! ¿Acaso quiere decir que usted…?
Y sus manos oprimieron tan fuertemente las de ella, que le hicieron daño.
Cerró los ojos con fuerza, tratando de hacer brotar las lágrimas; pero se acordó de que debía volver la cabeza un poco para que él pudiese besarla fácilmente. Ahora, dentro de un instante, se juntarían con los suyos los labios de Rhett, esos labios persistentes y duros que recordó de pronto con una avidez que la hizo sentirse débil. Pero él no la besó. La desilusión desazonó extrañamente a Scarlett. Abrió los ojos un tanto, mirándole de reojo. La negra cabeza de Rhett estaba inclinada sobre sus manos. Mientras ella lo miraba, él le tomó una y la besó, y colocó la otra junto a su mejilla un momento. Este gesto dulce y amoroso, cuando ella esperaba cierta violencia, la sorprendió. Se preguntaba qué expresión tendría el rostro de Rhett pero no podía averiguarlo, porque él tenía la cabeza agachada.
Scarlett bajó la vista prontamente por miedo a que Rhett se incorporase y viese la expresión de su propia fisonomía. Sabía que la sensación de triunfo que la invadía había de delatarla. De un momento a otro, él le propondría matrimonio, o por lo menos diría que la amaba, y entonces… Mientras lo contemplaba a través del velo de sus pestañas, él le volvió la mano con la palma hacia arriba para besarla también y, de pronto, sofocó una exclamación de asombro. Scarlett se fijó en su propia mano y, por primera vez en un año, cayó en la cuenta del aspecto que tenía. Un terror frío se apoderó de ella. Era la mano de un extraño, no la de Scarlett O’Hara, suave, blanca, con hoyitos, una mano de princesa. Esa mano era áspera, estaba quemada por el sol y salpicada de pecas. Las uñas eran irregulares, estaban rotas en algunos dedos, y la palma estaba cubierta de callos. En el pulgar había todavía una ampolla a medio cicatrizar. Otra cicatriz roja, producida por grasa hirviendo el mes anterior, hacía un efecto desagradable. Ella la miró con horror y, sin pensar en nada, cerró el puño.
Pero él no levantó aún la cabeza. La obligó inexorablemente a abrir el puño y observó su palma. Cogió la otra mano y las juntó en silencio sin dejar de examinarlas.
—Míreme —dijo él al fin, con voz muy queda—. Y no ponga esa expresión de niña candorosa.
Aun en contra de su voluntad, Scarlett se vio obligada a mirarle. Los ojos de ella expresaban desconcierto y desafío. Los de Rhett brillaban con intensidad bajo las cejas enarcadas.
—Conque han prosperado mucho en Tara, ¿verdad? Sacaron tanto dinero del algodón que ahora puede usted ir por ahí de viaje. ¿Qué labor manual ha estado usted haciendo…? ¿Arando?
Ella trató de retirar las manos; pero él las tenía cogidas fuertemente, pasando sus pulgares sobre las callosidades.
—Éstas no son las manos de una dama —dijo, soltándolas sobre el regazo de Scarlett.
—¡Oh, cállese! —exclamó Scarlett, sintiendo un instantáneo e intenso alivio al poder ya hablar sin fingimientos—. ¿Qué le importa a usted lo que yo haga con mis manos?
«¡Qué imbécil soy! —pensó vehementemente—. Debí haber cogido los guantes de tía Pitty. Pero no me di cuenta de que mis manos estaban tan estropeadas. Y, claro, él tenía que advertirlo. Y, ahora me he encolerizado y seguramente lo he echado todo a perder. ¡Y que haya sucedido esto cuando estaba ya a punto de declararse!»
—Ciertamente, sus manos nada me importan —dijo Rhett fríamente, recostándose hacia atrás en la silla con la más indiferente expresión en sus facciones.
Iba a ser difícil tratar con Rhett. Ella tenía que resignarse sumisamente, le gustase o no, si pretendía convertir su derrota en victoria. Acaso hablándole con dulzura…
—Me parece muy poco galante meterse con mis pobres manos. Sólo porque guié un coche la semana pasada sin ponerme guantes y se me estropearon…
—¿Un coche? ¡Un cuerno! —contestó él, en el mismo tono tranquilo—. Ha estado usted trabajando con esas manos, y trabajando como un negro. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué me mintió diciendo que todo iba muy bien en Tara?
—Mire, Rhett…
—Vamos a ser francos. ¿Cuál es el verdadero objeto de su visita? Casi llegué a persuadirme, viendo sus coqueterías, de que yo le importaba algo y que me compadecía usted.
—¡Oh, Rhett, me da usted tanta lástima…!
—¡Qué le voy a dar lástima! Por lo que a usted respecta, me pueden colgar más alto que un campanario. Eso está escrito claramente en su cara, lo mismo que la dura faena está escrita en sus manos. Usted necesita algo de mí, y lo necesita tanto que no ha vacilado en montar una obra teatral. ¿Por qué no acudió a mí abiertamente diciéndome de qué se trataba? Hubiera tenido muchas más probabilidades de conseguirlo, porque, si hay una virtud que yo aprecie en la mujer, es la franqueza. Pero no; ha tenido usted que venir agitando los pendientes y haciendo pamplinas y gestos como una prostituta con un posible cliente.
No levantó un ápice su voz al decir estas palabras ni las subrayó en nada; pero para Scarlett sonaron como un trallazo y comprendió con desesperación que ya no le quedaba la menor esperanza de matrimonio. Si Rhett hubiese estallado de cólera y de vanidad herida y la hubiese insultado, como otros hombres hubieran hecho, ella habría podido manejarlo. Pero la tranquilidad de su tono la incapacitaba para pensar en otro camino que tomar. Aunque él estaba preso y los yanquis estaban en la sala contigua, se le ocurrió súbitamente que Rhett Butler era un hombre de quien resultaba muy peligroso burlarse.
—Veo que mi memoria se debilita. Debí acordarme de que usted era lo mismo que yo, y que nunca hace nada sin un motivo. Ahora vamos a ver. ¿Qué planes secretos tenía usted, señora Hamilton? ¿Es posible que estuviese usted tan mal informada que creyese que yo iba a pedirla en matrimonio?
El rostro de Scarlett enrojeció. Pero no contestó.
—¿Ha olvidado usted mi repetidísima afirmación de que yo no soy de los hombres que se casan?
Al no contestar ella, él le dijo con súbita violencia:
—¿Lo ha olvidado usted? ¡Contésteme!
—No lo he olvidado —contestó ella, abrumada.
—¡Qué espíritu de jugador tiene usted, Scarlett! —exclamó él con burla—. Especuló con la probabilidad de que mi encarcelamiento, al aislarme de toda compañía femenina, me afectara de tai modo que mordería el anzuelo como una trucha se zampa un gusanillo.
«Y eso es lo que hiciste —pensó Scarlett con interior enojo—, y si no hubiese sido por mis manos…»
—En fin; sabemos ya gran parte de la verdad, excepto sus móviles. A ver si puede usted decirme la verdad de por qué quería conducirme al matrimonio.
Vibraba ahora en su voz una nota suave, casi compasiva, y ella se rehízo un poco. Acaso no lo hubiese perdido todo aún. Por supuesto, se habían ido al diablo todas las esperanzas de boda; pero, aun en su desesperación, Scarlett se alegraba de ello. Había en aquel hombre impasible algo que la asustaba, y ahora la idea de casarse con él le producía terror. Pero, si ella era lista y lograba despertar su simpatía y sus recuerdos, podría quizá conseguir un préstamo. Puso en su rostro una expresión infantil y apaciguadora.
—¡Oh, Rhett…! ¡Podría usted ayudarme tanto, si fuese bueno!
—No hay nada que me complazca tanto como ser bueno.
—Rhett, en nombre de nuestra antigua amistad, quisiera que me hiciese un favor. —¡Ah! La dama de las manos callosas va a decirnos al fin su verdadero objetivo. Ya me parecía que eso de visitar a los enfermos y a los prisioneros no era papel adecuado para usted. ¿Qué necesita? ¿Dinero?
La rudeza de su pregunta eliminaba toda esperanza de preparar el terreno de manera sutil y sentimental.
—No sea usted tan crudo, Rhett —dijo ella en tono conciliatorio—. Sí, necesito algún dinero. Quisiera que me prestase trescientos dólares.
—¡La verdad al fin! Se habla de amor y se piensa en el dinero. ¡Qué femenino es esto! ¿De veras necesita usted mucho ese dinero?
—¡Oh, sí! Es decir, no de un modo terrible; pero me vendría muy bien.
—Trescientos dólares es una gran cantidad hoy en día. ¿Para qué los quiere?
—Para pagar las contribuciones sobre Tara.
—Así pues, quiere que le preste dinero. Bueno, puesto que habla usted de negocios, yo hablaré también como hombre de negocios. ¿Qué garantía me dará usted?
—¿Qué garantía…?
—Resguardo. Algo en prenda. Como es natural, yo no deseo perder ese dinero.
Su voz era ficticiamente suave, casi melosa; pero ella no lo notó. Acaso se arreglarían las cosas, después de todo.
—Mis arracadas.
—No me interesan las arracadas.
—Le daré una hipoteca sobre Tara.
—¿Y qué haría yo con una finca rústica?
—Podría usted… podría…, es una buena plantación. Y nada habría de perder usted. Yo le pagaría con el algodón del año próximo.
—No estoy muy seguro de ello.
Rhett se recostó hacia atrás con la silla y metió las manos en los bolsillos.
—El precio del algodón baja. Los tiempos son difíciles y el dinero anda escaso.
—¡Oh, Rhett! ¿Por qué me atormenta usted? ¡Usted que tiene millones!
Sus ojos reflejaron viva malicia al mirarla.
—De modo que todo va muy bien y no necesita mucho el dinero. Bueno, me alegro de saberlo. Es satisfactorio saber que nuestros amigos no carecen de nada.
—¡Oh, Rhett, por amor de Dios…! —comenzó ella a decir con desesperación, perdiendo ya todo dominio de sí misma. —Baje la voz. No querrá usted que los yanquis la oigan, supongo… ¿Nadie le ha dicho que tiene ojos de gato…, de un gato en la oscuridad?
—¡Rhett, por favor! Se lo diré todo. ¡Necesito tanto ese dinero! Mentí, mentí al decir que todo iba bien. Las cosas no pueden estar peor. Papá está…, está…, bueno, no es el mismo. Está muy raro desde que murió mamá, y no me puede ayudar en nada. Es como un niño. ¡Y no tenemos un solo peón para cultivar el algodón, y somos tantos a comer, trece personas! ¡Y los impuestos son tan elevados! Rhett, se lo contaré todo. ¡Oh, usted no sabe! ¡No puede saber! Durante un año hemos estado a punto de morirnos de hambre. Nunca teníamos bastante que comer, y es terrible irse a la cama con hambre y despertarse con hambre. Y carecemos de ropas de abrigo, y las pequeñas están siempre enfermas, y…
—¿De dónde sacó usted ese lindo vestido?
—Lo hice con las cortinas de mi madre —contestó ella, demasiado desesperada ya para ocultar su vergüenza—. Pude aguantar el hambre y el frío; pero, ahora, los recién llegados nos aumentan la contribución. Y hay que pagar el dinero en seguida. Y no tengo más que una moneda de oro de cinco dólares. ¡He de conseguir el dinero para los impuestos! ¿No lo comprende? Si no pago… perdemos Tara, y ¡no podemos perderla! ¡No puedo dejar que me la quiten!
—¿Por qué no me dijo todo esto desde el principia, en vez de jugar con mi susceptible corazón…, siempre débil en lo que concierne a las mujeres bonitas? No, Scarlett, no llore usted. Ha ensayado ya todo menos eso, y no creo poder aguantarlo. Mis sentimientos están ya muy heridos al descubrir que era mi dinero y no mi encantadora persona lo que le interesaba a usted.
Recordó ella que Rhett frecuentemente decía atrevidas verdades sobre sí mismo cuando hablaba con ironía…, burlándose de sí mismo tanto como de los demás. Le miró. ¿Realmente había herido sus sentimientos? ¿Estaba realmente enamorado de ella? ¿Había estado Rhett a punto de declararse antes de ver sus manos? ¿O preparaba solamente la odiosa proposición que ya le había hecho dos veces anteriormente? Si en verdad estaba enamorado de ella, podría apaciguarlo. Pero sus negros ojos la analizaban de una forma que no era la de un enamorado, mientras se reía plácidamente.
—No me satisface su garantía. No soy plantador. ¿Qué otra cosa tiene usted que pueda ofrecerme?
Había llegado finalmente el momento de la verdad. ¡A por todas! Aspiró una profunda bocanada de aire y le miró decididamente a los ojos, abandonando toda coquetería y toda pretensión, ya que su ánimo se disponía para enfrentarse con lo que más temía.
—Tengo… me tengo a mí misma. —El perfil de su mandíbula se contrajo casi hasta ponerse rígido y sus ojos se tornaron esmeraldas—. ¿Se acuerda usted de aquella noche en el pórtico de la casa de tía Pitty, durante el sitio? Usted dijo… usted dijo que me deseaba.
Él se echó hacia atrás con negligencia y miró el tenso rostro de Scarlett; pero su morena fisonomía era inescrutable. Algo pasó por sus ojos, mas nada dijo.
—Usted dijo… usted dijo que jamás había deseado a una mujer como me deseaba a mí. Si todavía me desea usted, seré suya, Rhett. Haré todo lo que usted me diga; pero, por amor de Dios, ¡escriba una orden de pago por esa suma! Siempre cumplo mi palabra. Le juro que no me volveré atrás. Le firmaré un documento, si quiere.
Él la miró extrañamente, siempre inescrutable. Mientras hablaba, Scarlett no podía adivinar si su proposición asqueaba o divertía a Rhett. ¡Si al menos él dijese algo! Sentía afluir la sangre a sus mejillas.
—Necesito el dinero muy pronto, Rhett. Si no, nos echarán a la calle, y ese maldito capataz que tuvo papá será el amo de aquello y…
—Un instante. ¿Por qué cree usted que la deseo todavía? ¿Qué le hace creer que vale trescientos dólares? La mayor parte de las mujeres no piden tanto.
Scarlett enrojeció hasta la raíz de sus cabellos. No podía humillarse más.
—¿Por qué hace eso? —prosiguió Rhett—. ¿Por qué no abandona la finca y se va a vivir en casa de la señorita Pittypat? La mitad de la casa es suya.
—¡Por amor de Dios! —exclamó ella—. ¿Cómo es usted tan insensato? No puedo permitir que Tara se pierda. Es nuestro hogar. No, no quiero perder Tara. ¡No, mientras me quede un soplo de vida!
—Los irlandeses —dijo él poniendo la silla en posición normal y sacándose las manos de los bolsillos— son la raza más especial que hay. ¡Ponen todo su interés en tantas cosas que no valen la pena! La tierra, por ejemplo. Pero ¡si cada trozo de terreno es igual a otro trozo cualquiera…! Bueno, vamos a aclarar la cuestión, Scarlett. Usted viene a mí con una proposición comercial. Yo le doy trescientos dólares y usted será mi amante.
—Sí.
Ahora que se había pronunciado la repugnante palabra, ella se sintió más aliviada, y su esperanza renació. El había dicho «yo le doy». Había en los ojos de Rhett una reflejo diabólico, como si algo le divirtiese en extremo.
—Y, sin embargo, cuando yo tuve la desfachatez de hacerle la misma proposición, usted me arrojó de su casa. Y me llamó no sé cuántas cosas feas, y mencionó, de paso, que no quería tener «una colección de crios». No, querida, no es que quiera vengarme ahora. Pero es que me admiran las peculiaridades de su modo de pensar. No lo hubiera hecho usted por gusto, pero lo hace para librarse de la miseria. Eso prueba mi tesis de que la virtud es sólo una cuestión de precio.
—¡Oh, Rhett, cuánto habla usted! Si quiere insultarme, insúlteme; pero déme el dinero.
Respiraba ya mejor. Siendo Rhett lo que era, querría, naturalmente, atormentarla e insultarla todo lo que pudiese, para vengarse de los desprecios pasados y de la reciente tentativa de engaño. Bueno, podía aguantarlo. Podía aguantar cualquier cosa. Tara lo valía. Por un brevísimo instante, se vio en pleno verano, bajo el azulado cielo de la tarde, recostada perezosamente sobre la espesa hierba de la pradera de Tara, contemplando cómo flotaban las nubéculas, con la fragancia de las blancas flores halagándole el olfato y con el suave zumbido de las abejas en sus oídos. Toda la quietud de la tarde, sin otro rumor que el producido por el lejano ruido de los carros que volvían de los rojizos campos. Tara lo valía todo y más aún.
Su cabeza se irguió.
—¿Va usted a darme ese dinero?
Parecía como si él se estuviese divirtiendo. Cuando habló, había en su voz una brutalidad tranquila.
—No, no se lo doy —dijo.
Por un momento, la mente de Scarlett fue incapaz de comprender tales palabras.
—No podría dárselo aunque quisiese. No llevo encima ni un centavo. No tengo ni un dólar en Atlanta. Poseo algún dinero, sí; pero no aquí. No digo ni cuánto ni dónde. Pero, si tratase de girar una letra, los yanquis saltarían sobre mí como un pato sobre un insecto, y ni usted ni yo lo cobraríamos. ¿Qué le parece?
El rostro de Scarlett se volvió de un tinte verdoso, manchas pecosas aparecieron sobre su nariz, y su deformada boca recordó la de Gerald cuando se enfurecía. Se puso en pie de un salto, con un grito incoherente que hizo cesar repentinamente el sonido de voces en la habitación contigua. Veloz como una pantera, Rhett estaba ya a su lado, poniendo su pesada mano sobre la boca de ella y agarrándola fuertemente con el otro brazo por la cintura. Scarlett luchó contra él como una loca, tratando de morderle la mano, de gritar su rabia, su desesperación, su odio, el tormento de su orgullo humillado. Se dobló y se retorció contra aquel brazo de hierro, con el corazón a punto de estallar; el apretado corsé le impedía casi respirar. El la sujetaba tan estrecha y duramente que le hacía daño, y la mano que tapaba su boca oprimía cruelmente sus mandíbulas. Bajo la tez bronceada por el sol, el rostro de Rhett se había quedado pálido, casi blanco, y sus ojos tenían una expresión dura y ansiosa cuando la levantó completamente, la apretó contra su pecho y se sentó en la silla, sujetándola sobre sus rodillas a pesar de todos los esfuerzos de Scarlett.
—¡Querida, por Dios! ¡Cállese! ¡No chille! Si la oyen, correrán todos aquí en seguida. Cálmese. ¿Quiere usted que los yanquis la vean así?
Ya no le importaba quién podría verla. No le importaba nada, a no ser el feroz deseo de matarlo; pero el aturdimiento se apoderaba de ella. No podía respirar, él la asfixiaba, su corsé era como una opresora faja de acero; sentir los brazos de Rhett en derredor de su cuerpo la hacía agitarse con impotente odio y furia. Muy pronto, la voz de él pareció apagarse, y el rostro que se inclinaba sobre el suyo comenzó a girar entre una niebla que la mareaba y que se hacía más densa y más densa hasta que ya no pudo verle…, no pudo ver absolutamente nada.
Cuando comenzó a hacer débiles gestos al ir recobrando el conocimiento, se sintió completamente débil, agotada, aturdida. Estaba recostada sobre la silla, sin su capota, y Rhett le daba golpecitos en las muñecas mientras sus negros ojos escrutaban ansiosamente su rostro. El capitán joven y amable trataba de verter una copa de coñac en su boca, y el líquido le chorreaba por el cuello. Los demás oficiales se movían en derredor suyo cuchicheando y agitando las manos.
—¿Me… me he desmayado? —dijo. Y su voz le sonaba tan lejana que se asustó.
—Bebe esto —repuso Rhett cogiendo la copa y empujándola contra sus labios.
Ahora Scarlett lo recordaba ya todo vagamente; le dirigió una débil mirada de odio, pero estaba demasiado exhausta para sentir ira. —Anda, hazlo por mí.
Scarlett se atragantó y tosió, pero él le acercó nuevamente la copa a los labios. Scarlett la apuró de un trago, y el caliente líquido le quemó repentinamente la garganta.
—Creo que ya está algo mejor ahora, señores —dijo Rhett—, y les doy a ustedes las gracias. Al saber que me iban a ejecutar, no ha podido soportarlo.
El grupo de uniformes azules movió los pies y pareció algo embarazado. Después de emitir varios carraspeos para despejarse la garganta, fueron saliendo. El joven capitán se detuvo en el quicio de la puerta.
—¿Puedo ser útil en alguna otra cosa?
—No, muchas gracias.
Salió, cerrando la puerta tras él.
—Beba otro sorbo —dijo Rhett.
—No. —Bébalo.
Tomó otro sorbo, y el calor comenzó a propagarse por todo su cuerpo, y sus temblorosas piernas empezaron a recobrar las fuerzas. Rechazó la copa que Rhett aún le tendía y trató de levantarse; pero él la empujó hacia atrás.
—No me toque. Me voy.
—Todavía no. Aguarde un minuto. Podría desmayarse otra vez.
—Prefiero desmayarme por el camino que aquí ante usted.
—No me importa, pero no quiero que se desmaye en la calle.
—Déjeme. Le detesto.
Una leve sonrisa reapareció en el rostro de Rhett.
—Eso es ya más propio de usted. Es prueba de que se siente mejor.
Permaneció quieta y tranquila por un momento, tratando de que la cólera la ayudase, tratando de buscar fuerzas. Pero estaba demasiado fatigada. Demasiado exhausta para odiar o para que nada la preocupase. La derrota pesaba en su ánimo como plomo. Había apostado en ese juego todo lo que tenía, y había perdido. Ni siquiera orgullo le quedaba ya. Éste era el final de sus esperanzas. Éste era el final de Tara, el final de todo. Durante largos instantes quedó recostada, con los ojos cerrados, escuchando la ruidosa respiración de Rhett muy cerca de ella, y el efecto del coñac se acentuó gradualmente, proporcionándole fuerza y calor de un modo artificial. Cuando por fin abrió los ojos y vio su cara casi junto a la suya, la cólera resurgió. Y, cuando Scarlett frunció el ceño aproximando sus cejas oblicuas, la sempiterna sonrisa burlona de Rhett volvió también.
—Ahora sí que está usted mejor. Lo veo por lo furioso de su expresión.
—Claro que estoy mejor. Rhett Butler, es usted odioso, la bestia más repugnante que he conocido. Sabía usted muy bien lo que yo iba a decirle tan pronto como empecé a hablar, y sabía que no iba a darme el dinero. Y, no obstante, me dejó usted continuar. Podía usted haberme evitado…
—¿Evitado que hablase y perderme el oír todo lo demás? De ninguna manera. Tengo aquí muy pocas distracciones. No recuerdo haber oído nunca nada tan lisonjero para mí.
Se rió con aquella súbita risa sarcàstica que tenía a veces. Al escucharla, ella saltó sobre sus pies y agarró la capota de un tirón.
Él la cogió por los hombros inmediatamente.
—Todavía no. ¿Se siente lo suficientemente bien para que hablemos con sentido común?
—Déjeme marchar.
—Está ya bien, por lo que veo. Ahora dígame una cosa. ¿Era yo la única perspectiva que tenía usted a la vista? Sus ojos eran penetrantes y permanecían atentos, vigilando todos los movimientos de sus facciones. —¿Qué quiere usted decir? —¿Era yo el único hombre con quien pensaba usted intentar ese plan?
—¿Le importa a usted algo?
—Más de lo que se figura. ¿Tiene otros hombres a la vista? ¡Dígame! —No.
—Es increíble. No puedo imaginarla sin cinco o seis más en reserva. Seguramente saldrá alguien que acepte su interesante proposición. Estoy tan seguro de ello, que quiero darle un modesto consejo. —No necesito sus consejos.
—No obstante, se lo daré. Consejos son la única cosa que puedo darle por ahora. Escúcheme, porque es un buen consejo. Cuando quiera conseguir algo de un hombre, no se lo espete de pronto, como hizo usted conmigo. Procure ser más sutil, más seductora. Da mejores resultados. Antes sabía usted hacerlo a la perfección. Pero ahora, cuando me ofreció la… la «garantía» por mi dinero, parecía un enemigo irreconciliable. He visto ojos como los suyos por encima de una pistola de duelo, a veinte pasos, y no son muy agradables. No despiertan el menor ardor en un pecho masculino. Ésa no es la manera de tratar con los hombres. Está usted olvidando todo su entrenamiento.
—No necesito que me diga usted cómo debo comportarme —dijo ella. Y cansadamente se puso el sombrero.
Se admiraba de que él pudiese bromear tan alegremente teniendo una cuerda casi alrededor del cuello y conociendo ya las patéticas circunstancias en que ella se encontraba. Ni siquiera observó que Rhett había hundido los puños en los bolsillos y los crispaba con rabia ante su propia impotencia.
—Hay que animarse —dijo él mientras Scarlett se anudaba las cintas de la capota—. Puede usted asistir a la ceremonia cuando me ahorquen, y se sentirá vengada y consolada. Y la compensaré de todas mis deudas con usted… incluso de ésta. La mencionaré en mi testamento.
—Gracias, pero quizá cuando lo ahorquen será demasiado tarde para pagar la contribución —dijo ella con una malevolencia igual a la suya, sólo que más sincera.