33

Soplaba un viento, fuerte y frío y las densas nubes eran de un oscuro tono pizarroso cuando Scarlett y Mamita se apearon del tren en Atlanta, la tarde del siguiente día. No se había reconstruido la estación después de la quema de la ciudad, y tuvieron que recorrer unos cuantos metros entre cenizas y barro sobre las ennegrecidas ruinas que señalaban el antiguo emplazamiento del edificio. Impulsada por la costumbre, Scarlett hizo ademán de buscar a Peter y el carruaje de tía Pitty porque siempre los había encontrado esperándola cuando iba desde Tara hasta Atlanta durante los años de guerra. Pero pronto se rehizo, y se reprochó mentalmente su falta de memoria. Naturalmente, Peter no podía estar allí, porque ella no había avisado a tía Pitty de su llegada y, además, recordaba que en una de sus cartas tía Pitty le había relatado lacrimosamente la muerte del pobre animal que Peier había adquirido en Macón para conducirla a Atlanta después de la rendición.

Miró el terreno lleno de surcos de ruedas que rodeaba la antigua estación, buscando el coche de algún amigo o conotido que pudiese conducirlas hasta la casa de tía Pitty, pero no vio ningún rostro familiar, ni negro ni blanco. Era probable que ninguno de sus amigos tuviese ya coche, si era cierto lo que había escrito la tía. Los tiempos eran duros, y si resultaba difícil hallar alimentos y acomodo para las personas, mantener a los animales era imposible. La mayor parte de los amigos de Pitty, lo mismo que ésta, tenían ahora que andar a pie.

Había unos cuantos carros que cargaban mercancías junto a los vagones y varias calesas salpicadas de barro con desconocidos de desagradable aspecto en el pescante, pero sólo había dos carruajes. Uno era un coche cerrado; el otro, abierto, iba ocupado por una mujer bien vestida y un oficial yanqui. Scarlett retuvo involuntariamente la respiración al ver el uniforme. Aunque Pittypat había escrito que Atlanta tenía una guarnición yanqui y estaba llena de militares, la primera visión de las guerreras azules le chocó y atemorizó. ¡Era tan difícil recordar que la guerra había terminado y que ese militar no iba a perseguirla, ni a robarla, ni a insultarla!

El relativo vacío junto al tren hizo retroceder su memoria a aquella mañana de 1862, cuando ella llegó a Atlanta como joven viuda, envuelta en crespones y loca de aburrimiento. Rememoró cuan ocupado estaba aquel espacio por carros, carruajes y ambulancias, y cuánto alboroto armaban de carreteros y cocheros y los gritos de las gentes saludando a sus amigos. Añoró la despreocupada excitación de los tiempos de guerra y suspiró con desmayo al pensar que tenía que caminar a pie hasta la casa de tía Pittypat. Pero tenía esperanzas de que, una vez en la calle Peachtree, podría encontrar a alguien que las llevase en coche.

Mientras miraba a su alrededor, un negro color de cuero, de mediana edad, guió su carruaje cerrado hasta ella y, saltando del pescante, preguntó:

—¿Desea coche, señora? Medio dólar a cualquier calle de Atlanta.

Mamita le dirigió una mirada aniquiladora.

—¡Un coche de alquiler! —rugió—. Negro, ¿sabes quiénes somos?

Mamita era una negra rural, pero no siempre había vivido en el campo, y sabía que ninguna mujer decente circulaba en un vehículo de alquiler, especialmente en coche cerrado, sin ir escoltada por algún miembro masculino de la familia. Echó a Scarlett una severa mirada cuando vio que se le iban los ojos hacia la berlina.

—¡Venga por aquí, señora Scarlett! ¡Un coche alquilado y un negro liberado! ¡Esa sí que es una buena combinación!

—Yo no soy un negro liberado —declaró el cochero con calor—. Pertenezco a la señora Talbot, lo mismo que el coche, y lo traigo con objeto de ganar dinero para ella.

—¿Qué señora Talbot es ésa?

—La señora Suzannah Talbot, de Milledgeville. Nos trasladamos aquí cuando el viejo amo murió en la guerra.

—¿La conoce usted, señora Scarlett?

—No sé —lamentó Scarlett—. ¡Conozco tan pocas personas en Milledgeville!

—Entonces, iremos a pie —sentenció Mamita severamente—. Puedes seguir tu camino, negro.

Asió la maleta que contenía el vestido de terciopelo de Scarlett, su sombrero y su camisa de noche y recogió el lío envuelto en un gran pañuelo de algodón que encerraba sus propias cosas, y empujó suavemente a Scarlett hacia el vasto espacio cubierto de cenizas. Aunque Scarlett hubiera preferido ir en coche, no quiso discutir con Mamita. Desde la tarde del día anterior, cuando Mamita la sorprendió con las cortinas en la mano, había notado en los ojos de la vieja negra una expresión alerta y vigilante que no agradaba a Scarlett lo más mínimo. Iba a ser difícil escapar de aquella Mamita en disposición de guardiana, y así procuró no excitar el espíritu combativo de la negra mientras no fuese absolutamente imprescindible.

Según avanzaban por las estrechas aceras hacia la calle Peachtree, Scarlett se sentía tan apenada como desalentada, porque Atlanta tenía un aspecto devastado y muy diferente del que ella había conocido. Pasaron junto a lo que había sido el hotel Atlanta, en donde habían vivido Rhett y el tío Henry. De tan elegante albergue sólo quedaba la armazón, los ennegrecidos muros. Los almacenes que habían bordeado la vía a lo largo de quinientos metros, y que contenían toneladas y toneladas de provisiones militares, no habían sido reconstruidos y sus rectangulares cimientos parecían desnudos y esqueléticos bajo la luz grisácea. Sin edificios a uno y otro lado y sin cobertizos de coches, las vías parecían abandonadas y expuestas a los elementos. Confundidos entre aquellas ruinas, yacían los restos del almacén que Scarlett edificara en los terrenos que Charles le había legado. El tío Henry había pagado los impuestos del año precedente. Tendría que reembolsarle ese dinero, cuando pudiese. ¡Otra cosa en que pensar!

Al dar la vuelta a la esquina de la calle Peachtree y mirar hacia Five Points, no pudo dejar de exhalar un grito de espanto. A pesar de todo lo que Frank le había dicho acerca de que la ciudad estaba totalmente quemada, ella no había imaginado una destrucción tan completa. En su mente, la ciudad que tanto amaba existía aún, con sus apretados edificios y sus bellas casas. Pero aquella calle Peachtree estaba ahora tan desconocida que era como si jamás la hubiese visto anteriormente. La enlodada calle por la que ella había corrido con la cabeza inclinada y piernas temblorosas cuando las granadas reventaban sobre su cabeza durante el sitio, esa calle que ella había visto por última vez bajo el calor, la premura y la angustia del trágico día de la retirada, le era tan extraña que sintió ganas de llorar.

Aunque habían surgido muchos edificios nuevos en el año transcurrido desde que Sherman salió de la ciudad incendiada y volvieron a ella los confederados, quedaban todavía muchos solares alrededor de Five Points, y en ellos yacían montones de ladrillos rotos entre un cúmulo de escombros, hierbas secas y trozos de escoba. Quedaban las ruinas de unos pocos edificios que Scarlett conocía: paredes de ladrillos sin techos, ventanas sin cristales, chimeneas que se erguían solitarias. Aquí y allá, sus ojos divisaban algo que le era familiar y que había sobrevivido a las granadas y al incendio, y que había sido reparado, destacándose el rojo vivo de los ladrillos nuevos sobre el fondo antiguo… En nuevas tiendas y nuevos escaparates vio con placer nombres que conocía de antes, pero eran pocos, especialmente sobre los rótulos que señalaban los despachos de doctores, abogados y comerciantes de algodón. Hubo tiempos en que conocía en Atlanta a casi todo el mundo, y el ver ahora tantos nombres extranjeros la deprimió. Pero también la reconfortó observar los nuevos edificios levantados a lo largo de la calle.

Había docenas de ellos, ¡y muchos tenían hasta tres pisos! Por todas partes se construía; cuando contempló la calle en toda su largura, tratando de ajustar su mente a la nueva Atlanta, oyó martillazos y rechinar de sierras, vio andamios y hombres que trepaban por las escaleras con cestos de ladrillos sobre la espalda. Miró con afecto la calle que le era familiar y sus ojos se humedecieron.

«Te quemaron —pensó— y te arrasaron. Pero no te vencieron. No pueden vencerte. Revivirás tan grande y tan atrevida como siempre fuiste.»

Según caminaba por la calle Peachtree, seguida por los andares bamboleantes de Mamita, encontró las aceras tan llenas de gente como lo estaban durante el agitado período de la guerra. En la resucitada población se percibía el mismo aire de apresuramiento y de actividad que cuando llegó allí, mucho tiempo atrás, para hacer su primera visita a la tía Pitty. Los vehículos que circulaban traqueteando sobre enlodados baches parecían ser tantos como antes, excepto que ahora no se veían allí las ambulancias de los confederados, y había tantos caballos y muías como en otros tiempos, trabados a los postes de la acera frente a los tejadillos de madera que protegían las tiendas del reflejo del sol. Aunque las aceras desbordaban de gente, las caras que Scarlett veía eran tan desconocidas para ella como los rótulos que leía a su paso, gentes recién llegadas, muchos hombres de tipo ordinario, muchas mujeres vestidas chillonamente. Las calles estaban repletas de negros ociosos, apoyados en las paredes o sentados en el borde de la acera, viendo pasar los coches con la ingenua curiosidad de niños que presencian el desfile de un circo.

—Negros recién emancipados —comentó despreciativamente Mamita—. No han visto en su vida un carruaje de verdad. Y tienen cara de insolentes todos ellos.

Tenían, en efecto, cierto aire descarado, convino Scarlett, porque la contemplaban con insolencia, pero ella no les hizo caso, dominada por la repugnancia de ver allí tantos uniformes azules. La ciudad rebosaba de soldados yanquis, a caballo, a pie, en carros militares, vagabundeando por las calles, saliendo de las tabernas dando traspiés. «¡Jamás me acostumbraré a verlos! —pensó—. ¡Jamás!» Y gritó por encima del hombro:

—¡Mamita, date prisa! Salgamos de entre este gentío. —Pronto me deshago yo a puntapiés de toda esta basura negra —contestó Mamita en voz alta, esgrimiendo el saco de mano contra un negro presumido que se ponía delante de ella y haciéndole saltar a un lado—. No me gusta esta ciudad, señora Scarlett. Está demasiado llena de yanquis y de negros de nuevo cuño.

—Será más agradable en donde no haya tanta gente. Cuando lleguemos a Five Points, ya caminaremos mejor.

Siguieron andando sobre las resbaladizas piedras que servían de puente para cruzar el barrizal de la calle Decatur y continuaron por la calle Peachtree ya en su parte menos concurrida. Cuando llegaron a Wesley Chapel, en donde Scarlett se había detenido para recobrar el aliento aquel día de 1864 cuando corría en busca del doctor Meade, miró el edificio y rió en voz alta, breve y sarcásticamente. Los vivos ojos de Mamita buscaron los suyos con aire de interrogación y de sospecha, pero su curiosidad no se vio satisfecha. Scarlett recordó con desdén el terror que la había dominado aquel día. Estaba muerta de pavor, torturada por el miedo, aterrorizada por los yanquis, espantada por el próximo nacimiento de Beau.

Ahora se preguntaba por qué había estado tan asustada, tan aterrada como un chiquillo que oye un gran estruendo. ¡Y qué inocente había sido al creer que los yanquis, y el incendio, y la derrota, eran lo peor que podía acontecerle! ¡Qué cosas tan triviales eran éstas comparadas con la muerte de Ellen, la enajenación mental de Gerald y la perpetua pesadilla de la inseguridad! ¡Qué fácil sería ahora mostrar bravura ante un ejército invasor, pero qué difícil afrontar el grave peligro que amenazaba a Tara! No, ya no podría jamás asustarse de nada, excepto de la pobreza.

Por la calle Peachtree subía un carruaje cerrado, y Scarlett se aproximó al borde de la acera para ver si conocía al ocupante, porque la casa de tía Pitty todavía quedaba a bastante distancia. Tanto ella como Mamita se inclinaron para mirar cuando el coche llegó a su nivel, y la cabeza de una mujer asomó un momento por la ventanilla, una mujer con los cabellos de un rojo demasiado vivo debajo de una magnífica capota de piel. Scarlett dio un paso atrás y en ambas fisonomías se denotó el mutuo reconocimiento. Era Belle Watling, y Scarlett percibió unas aletas de nariz dilatadas por el desagrado antes de que el coche pasara de largo. Era curioso que la de Belle fuese la primera cara conocida que encontrase.

—¿Quién es ésa? —preguntó Mamita con desconfianza—. Se ve que la conoce, pero no ha saludado. Jamás he visto pelo de ese color en toda mi vida. Ni siquiera en la familia Tarleton. Para mí que ese pelo es teñido.

—Lo es —dijo Scarlett lacónicamente, caminando más de prisa.

—¿Y usted trata a una mujer con el pelo teñido así? Le he preguntado quién es.

—Es una mala mujer, pero te doy palabra de que no la trato. De modo que cierra el pico.

—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Mamita, quedándose con la boca abierta y mirando el carruaje con apasionada curiosidad.

No había visto a una mala mujer profesional desde que salió de Savannah con Ellen, hacía más de veinte años, y sentía en el alma no haberse fijado en Belle más detenidamente.

—Ciertamente, va bien vestida y tiene un magnífico coche con un cochero —murmuró—. No sé en lo que piensa el Señor cuando permite que mujeres así anden tan florecientes mientras nosotras, que somos buenas, andamos hambrientas y casi descalzas.

—El Señor dejó de pensar en nosotros hace muchos años —contestó Scarlett con amargura—. Y no empieces a decirme que mamá se agitará en su sepultura al oírme decir esto.

Quería sentirse virtuosa y superior a Belle, pero no podía. Si sus planes salían bien, quizá descendiese al mismo plano de Belle y fuera mantenida por el mismo hombre. Si bien no deploraba en lo más mínimo su decisión, la cosa, vista en su verdadero aspecto, la inquietaba.

«No quiero pensar en esto ahora», se dijo, y apresuró el paso.

Pasaron por delante del solar en donde había estado la casa de los Meade y de la que sólo quedaban los peldaños de piedra y un caminito que no iba a ninguna parte. Donde se levantaba antes la casa de los Whiting existía ahora un desnudo erial. Habían desaparecido hasta las piedras de los cimientos y las chimeneas de ladrillo, y se veía el surco de los carros que se habían llevado los últimos restos del edificio. La casa de los Elsing, construida de ladrillos, estaba en pie, con un segundo piso y un tejado nuevos. La de los Bonnell, torpemente remendada y con un tejado de tablas en vez de texas, parecía habitable a pesar de su maltrecha apariencia.

Pero en ninguna de ellas se veía un rostro en la ventana ni una figura viviente en el pórtico, de lo cual se alegró Scarlett. No quería ahora hablar con nadie.

Pronto, el nuevo tejado de pizarra de la casa de tía Pitty, con sus paredes de rojos ladrillos, se hizo visible, y el corazón de Scarlett palpitó. ¡Qué bueno fue Dios al no destruirla del todo! Saliendo del patio trasero, apareció el tío Peter con la cesta del mercado colgada del brazo, y cuando vio a Scarlett seguida de Mamita, una sonrisa tan amplia como incrédula descompuso su negra fisonomía. «Besaría con gusto a ese viejo imbécil, ¡cuánta alegría me da verle!», pensó Scarlett gozosa, y le gritó:

—¡Corre a buscar el frasco de sales de la tía, Peter! ¡Soy realmente yo!

Aquella noche, la ineludible pasta de maíz y los guisantes secos aparecieron en la mesa de tía Pittypat, y mientras Scarlett los comía hizo el voto de que, en cuanto tuviese dinero otra vez, aquellos dos platos no volverían a presentarse a su mesa. Por muchos sacrificios que eso le costara, ella tendría dinero otra vez, y dinero para algo más que pagar meramente los impuestos. De algún modo, algún día ella habría de tener mucho dinero, aunque para conseguirlo tuviese que asesinar a alguien.

A la amarillenta luz de la lámpara del comedor, preguntó a tía Pitty acerca del estado de sus bienes, esperando contra toda esperanza que acaso la familia de Charles pudiese prestarle la suma que necesitaba. Las preguntas no pecaron de delicadas, pero Pitty, con el placer de tener a alguien de la familia con quien hablar, ni siquiera notó el atrevimiento de aquellas preguntas, y se sumergió lacrimosamente en los detalles de sus infortunios.

No sabía exactamente adonde habían ido a parar sus fincas rurales, sus casas urbanas y su dinero, pero todo había volado. Por lo menos, esto era lo que le había dicho su hermano Henry. No había podido pagar la contribución sobre sus propiedades. A excepción de la casa en que habitaba, todo se lo había llevado el diablo, y Pitty jamás se había detenido a pensar que esa casa no era suya, sino de Melanie y de Scarlett conjuntamente. Henry a duras penas conseguía pagar la contribución sobre la casa. Le pasaba una pequeña cantidad al mes, para que su hermana pudiese ir viviendo, y, por humillante que fuera para ella, tenía que aceptarlo.

—Mi hermano Henry dice que no sabe cómo arreglárselas con todas las cargas que tiene que soportar y con unos impuestos tan excesivos; pero, por supuesto, es muy posible que ande sobrado de dinero, aunque no me quiera dar mucho.

Scarlett sabía que el tío Henry no mentía. Las escasas cartas que de él había recibido con referencia a las propiedades de Charles lo demostraban. El viejo abogado batallaba valientemente para salvar la casa y la única parcela de propiedad urbana en donde se levantaba antes el almacén, a fin de que a Scarlett y a Wade les quedase algo del naufragio. Scarlett sabía que pagaba esas contribuciones con gran sacrificio personal.

«Por supuesto, él no tiene dinero —pensó Scarlett sobriamente—. Bien; tanto él como tía Pitty quedan eliminados de mi lista. No hay nadie más que Rhett. Tengo que hacerlo. Debo hacerlo. Pero no puedo pensar en ello ahora… Debo procurar que ella misma hable de Rhett, y así podré yo sugerir que le invite a visitarnos mañana.»

Se sonrió y estrechó afectuosamente entre las suyas las regordetas manos de tía Pitty.

—Queridísima tía —le dijo—. No hablemos más de cosas tan penosas como el dinero. Olvidémoslo y charlemos de otros temas más agradables. Tiene usted que contarme más noticias acerca de nuestros amigos. ¿Cómo están la señora Merriwether y Maybelle? Me dijeron que el criollo de Maybelle había vuelto sano y salvo. ¿Cómo están los Elsing, y el doctor y la señora Meade?

Pittypat se animó con el cambio de tema, y su cara aniñada cesó de temblar con los lloros. Dio informes detallados acerca de sus antiguos vecinos, lo que hacían, lo que vestían, lo que comían y lo que pensaban. Contó con horrorizado acento cómo, antes de que Rene Picard regresase de la guerra, la señora Merriwether y Maybelle iban tirando confeccionando tartas de dulce y vendiéndolas a los soldados yanquis. ¡Era tremendo! A veces, se veían hasta dos docenas de yanquis en el patio trasero de la casa de los Merriwether, aguardando a que terminase la hornada. Ahora Rene, que había vuelto, guiaba todos los días un carro viejo hasta el campamento de los yanquis, y vendía a los soldados tartas, pasteles y bizcochos. La señora Merriwether decía que en cuanto reuniese algún dinerillo iba a abrir una tienda en el centro de la ciudad. Pitty no quería criticar, pero a pesar de todo, ella, por su parte, prefería morirse de hambre a tener tratos con los yanquis. Era para ella cosa de honor mirar con desdén a todo soldado con quien se cruzaba, o atravesar la calle de la manera más insultante posible, aunque esto era incómodo cuando hacía mal tiempo. Scarlett pudo colegir que en lo que concernía a la señorita Pittypat, ningún sacrificio, aunque fuese el de llenarse de barro los zapatos, era demasiado grande para mostrar su lealtad a la Confederación.

El doctor Meade y su esposa habían perdido su casa cuando los yanquis incendiaron la ciudad, y no tenían dinero ni alientos para reconstruirla, ahora que Phil y Darcy habían muerto. La señora Meade decía que ya no quería una casa grande, porque ¿qué era una casa sin hijos y nietos que la habitasen? Se sentían muy solos, y habían ido a vivir con los Elsing, que habían reconstruido la parte deteriorada de su casa. El señor y la señora Whiting también tenían en ella una habitación, y la señora Bonnel hablaba de trasladarse igualmente allí si tenía la suerte de poder arrendar su casa a un oficial yanqui con su mujer.

—Pero ¿cómo pueden meterse allí todos? —exclamó Scarlett—. La señora Elsing, Fanny, Hugh…

—La señora Elsing y Fanny duermen en el salón y Hugh en el desván —exclamó Pitty, que conocía los arreglos domésticos de sus amigos—. Hija mía, siento tener que decírtelo, pero… la señora Elsing los llama «invitados de pago». —Aquí la voz de la señorita Pitty se convirtió en un cuchicheo—. No son más que huéspedes, en el sentido vulgar de la palabra. ¡La señora Elsing tiene una casa de huéspedes! ¿No es eso horrible?

—Lo considero magnífico —contestó Scarlett con viveza—. ¡Ya quisiera yo tener huéspedes de pago en Tara, en vez de tenerlos gratuitos! Acaso no seríamos tan pobres ahora.

—Scarlett, ¿cómo puedes decir estas cosas? ¡Tu pobre madre se removería en su tumba al mero pensamiento de cobrar dinero por la hospitalidad de Tara! Por supuesto, la señora Elsing se vio literalmente forzada a hacerlo así, porque aunque probaron a defenderse cosiendo en casa y con los bordados de Fanny y el poco dinero que sacaba Hugh vendiendo leña a domicilio, les fue imposible cubrir gastos. ¡Y Hugh que se preparaba para ejercer de abogado! Es cosa de ponerse a llorar el ver lo que ahora tienen que hacer nuestros pobres muchachos.

Scarlett pensó en todas aquellas hileras de algodóneros bajo el deslumbrante sol de Tara y en cómo le dolían los riñones de tanto inclinarse. Recordó el contacto de los mangos del arado en sus manos, y pensó que Hugh Elsing no merecía compasión especial. ¡Qué pobre imbécil era la tía Pitty y, a pesar de toda la devastación ocurrida en derredor suyo, qué protegida había estado!

—Si no le gusta vender de casa en casa, ¿por qué no ejerce la abogacía? ¿O es que ya no se puede ejercer en Atlanta?

—¡Oh, sí! Se ejerce mucho. Casi todo el mundo pleitea con los demás, hoy en día. Como se ha quemado todo y no existen ya líneas de demarcación, nadie sabe exactamente en dónde principia y en dónde acaba su propiedad. Pero no se puede sacar dinero de los litigios judiciales porque nadie tiene dinero. Y por eso Hugh tiene que seguir de vendedor ambulante… ¡Oh, casi lo olvidaba! ¿No te lo escribí? Fanny Elsing se casa mañana por la noche y, por supuesto, debes asistir a la boda. La señora Elsing se alegrará mucho de verte cuando sepa que estás en la ciudad. Espero que habrás traído otros vestidos, además del que llevas. No es que éste no te vaya bien, pero… parece algo gastado. ¡Ah!, ¿tienes un vestido elegante? Me alegro, porque ésta va a ser la primera boda que valga la pena, después de la caída de la ciudad. Habrá pasteles, y vino, y baile después. No sé cómo pueden permitírselo los Elsing; son tan pobres…

—¿Con quién se casa Fanny? Creí que después de que Dallas Mac-Lure muriera en Gettysburg…

—Querida, no debes criticar a Fanny. Todo el mundo no es tan fiel a sus muertos como tú lo eres al pobre Charles. Espera. ¿Cómo se llama? Nunca puedo acordarme de los nombres… Tom no sé qué más. Conocí mucho a su madre, estudiamos juntas en el Instituto Lagrange. Era una Tomlinson y su padre se llamaba…, espera…, ¿Perkins, Parkins, Parkinson? Eso es. De Sparta. Muy buena familia, pero, sin embargo…, no debía decirlo, pero ¡no sé cómo Fanny pudo pensar en casarse con él!

—¿Es bebedor, o qué?

—No, por cierto. Su conducta es perfecta, pero, verás, fue herido, recibió una herida de granada y esto hace que sus piernas…, bueno, siento tener que emplear esta palabras, pero las piernas le han quedado «espatarradas». Eso le da una apariencia vulgar cuando camina, hace feo… No sé por qué Fanny se casa con él.

—Las chicas solteras tienen que casarse con alguien.

—No veo por qué —dijo Pitty, altanera—. Yo nunca me sentí obligada a hacerlo.

—¡Querida tía, no me refería a usted! ¡Todo el mundo sabe cuántos admiradores tenía usted, y aun ahora…! El mismo juez Carlton le ponía a usted ojos de carnero hasta que yo…

—¡Oh, cállate, Scarlett! ¡Ese tonto! —exclamó la tía Pitty, riendo complacida—. Después de todo, Fanny era tan popular que podía haber encontrado mejor partido, y no creo que ella esté enamorada de ese Tom… como se llame… No creo que se haya consolado de la muerte de Dallas MacLure, pero no es como tú, querida. Tú has sido fiel a la memoria del pobre Charles, aunque hubieras podido volverte a casar una docena de veces. Melly y yo nos hemos maravillado muchas veces de tu lealtad a su memoria, cuando todo el mundo decía que eras una coqueta sin corazón.

Scarlett no hizo caso de tal confidencia indelicada y, con destreza, fue pasando de un conocido a otro, pero, entretanto, ardía de impaciencia por llevar la conversación hacia Rhett. No convenía que ella preguntase directamente acerca de él nada más llegar. Ello podía llevar a la vieja a pensar en cosas que valía más no tocar. Sobraba tiempo para despertar las sospechas de Pitty si Rhett rehusaba casarse con ella.

La tía Pitty continuó charlando a su gusto, feliz como un chiquillo al tener quien la escuchase. Las cosas en Atlanta habían llegado a los peores extremos, con todas las maldades que según decía ella cometían los republicanos. Lo peor de todo eran las ideas que metían en la cabeza de los pobres negros.

—Querida, ¡quieren dejar a los negros que voten! ¿Has oído jamás algo más absurdo? Aunque no sé, porque ahora que me acuerdo, el tío Peter tiene mucho más sentido común que ningún republicano que yo conozca y modales mucho mejores; pero, por supuesto, el tío Peter está demasiado bien educado para querer votar. Mas el proyecto ha trastornado a los negros. ¡Y algunos se han vuelto tan insolentes…! No hay seguridad en las calles en cuanto anochece, y aun en pleno día empujan a las señoras de las aceras y las obligan a caminar por el barro. Y si algún caballero se atreve a protestar lo detienen y… ¿te dije, querida, que el capitán Butler está en la cárcel? —¿Rhett Butler?

Aun a pesar de tan mala noticia. Scarlett agradeció que su tía le hubiese evitado el tener que sacar ese nombre a colación.

—¡El mismo! —La excitación coloreó las mejillas de Pitty, que se había incorporado—. Y a estas horas está preso por matar a un negro, y pueden ahorcarlo. ¡Imagínate, el capitán Butler en la horca!

Por un instante, Scarlett se quedó sin respiración, y no pudo hacer más que mirar con asombro a tía Pitty, que se sentía a todas luces halagada por el efecto que causaban sus noticias.

—No lo han probado todavía, pero alguien mató a ese negro que había insultado a una mujer blanca. Y los yanquis están muy apurados porque han matado recientemente a muchos negros insolentes. No tienen pruebas contra el capitán Butler, pero quieren que alguien sirva de ejemplo, dice el doctor Meade. Dice también que si los yanquis lo cuelgan será la primera buena obra que hayan hecho, pero, vamos, no sé… ¡Y pensar que el capitán Butler estuvo aquí pocos días antes y me trajo como regalo la codorniz más gorda que he visto en mi vida, y preguntó por ti, y dijo que temía haberte ofendido la noche del sitio, y que acaso tú no quisieses perdonárselo nunca…! —¿Cuánto tiempo estará en la cárcel?

—Nadie lo sabe. Es posible que lo ahorquen y es posible que no puedan probar nada después de todo. No obstante, no parece preocuparles mucho a los yanquis si las personas son culpables o no, siempre que puedan ahorcar a alguien. Están tan inquietos… —Pitty bajó aquí la voz misteriosamente— con el Ku Klux Klan. ¿Tenéis el Klan allí, en vuestro condado? Estoy segura de que sí, querida, y de que Ashley nada os dice a vosotras. Los miembros del Klan tienen la consigna de no decir nada. Van a caballo por la noche, vestidos de fantasmas, y hacen inopinadas visitas a los yanquis recién venidos que roban dinero y a los negros que se muestran demasiado insolentes. A veces no hacen más que asustarles y advertirles que deben marcharse de Atlanta; pero cuando no se comportan bien, les dan una tunda y —cuchicheó Pitty—, a veces, los matan y los dejan en donde puedan ser encontrados fácilmente, con la tarjeta del Ku Klux Klan sobre el cadáver… Y los yanquis están furiosos, y quieren hacer un escarmiento con alguien… Pero Hugh Elsing me dijo que no creía que ahorcaran al capitán Butler, porque los yanquis creen que él sabe dónde está el dinero, aunque no quiere decirlo. Están tratando de obligarle a que lo diga. —¿El dinero?

—¿No lo sabías? ¿No te lo escribí? Querida, ¡has estado tan enterrada en Tara…! La ciudad se quedó realmente asombrada cuando el capitán Butler regresó aquí con un magnífico coche y un buen caballo y con los bolsillos repletos de dinero, mientras todos los demás no sabíamos de dónde saldría la comida del día siguiente. Todo el mundo se puso rabioso al ver que un especulador que siempre decía pestes de la Confederación tuviese tanto cuando nadie tenía nada. Todos estaban intrigados por saber cómo se las compuso para salvar su dinero, pero nadie tuvo valor para preguntárselo… excepto yo. Y él se rió y me dijo: «De ningún modo honrado; puede usted estar segura de ello.» Ya sabes lo difícil que es lograr que hable en serio. —Debió de ganar el dinero con el bloqueo…

—Desde luego, hijita, al menos parte de él. Pero no fue más que una gota de agua en comparación con lo que hoy posee realmente. Todo el mundo, incluso los yanquis, creen que tiene millones en oro, pertenecientes a la Confederación, escondidos en alguna parte. —¿Millones… en oro?

—Dime, hijita, ¿adonde fue a parar todo el oro de la Confederación? Alguien lo tiene y el capitán Butler debe de ser uno de ellos. Los yanquis pensaron que el presidente Davis lo tenía al salir de Richmond, pero cuando capturaron al pobre hombre vieron que apenas tenía un céntimo. No había dinero en el Tesoro cuando terminó la guerra, y todo el mundo cree que alguno de los que burlaban el bloqueo lo guarda y se calla.

—¡Millones… en oro! Pero ¿cómo?

—¿No llevó el capitán Butler millones de balas de algodón a Inglaterra y a Nassau para venderlas en nombre del Gobierno confederado? —preguntó tía Pitty triunfalmente—. No solamente algodón suyo, sino del Gobierno también. Y ya sabes qué precios alcanzó el algodón en Inglaterra durante la guerra. ¡El precio que se quería pedir! Él era un agente libre que trabajaba para el Gobierno y se suponía que había de vender el algodón y con su importe comprar cañones y municiones y traérnoslos. Bueno, cuando el bloqueo se estrechó, no podía ya traer las armas y de todos modos no pudo haber gastado en ellas ni la centésima parte del dinero del algodón, y quedaron por lo tanto millones de dólares en los bancos ingleses, puestos allí por esos agentes y por el capitán Butler, en espera de que el bloqueo perdiera intensidad. Y nadie me dirá que lo pusieron a nombre de la Confederación. Lo pusieron a nombre suyo, y allí está… Todo el mundo ha venido hablando de ello desde la rendición y criticando a los agentes muy severamente, y, cuando los yanquis detuvieron al capitán Butler por haber matado al negro, debían de estar enterados del rumor, porque han querido forzarle a que diga dónde está el dinero. ¿No ves que todos los fondos confederados pertenecen ahora a los yanquis… o por lo menos así lo creen los yanquis? Pero el capitán Butler dice que él no sabe nada… El doctor Meade asegura que debieran ahorcarlo de todos modos, aunque la horca es cosa demasiado buena para un ladrón y un sinvergüenza como ése… Pero, querida, ¡tienes una cara tan extraña! ¿Te sientes mareada? ¿Te he trastornado hablándote así? Ya sé que era un admirador tuyo, pero tenía entendido que todo se había acabado hacía tiempo. Personalmente, no me gusta mucho porque es un pillastre…

—No es amigo mío —dijo Scarlett haciendo un esfuerzo—. Tuve una disputa con él durante el sitio, después que usted se fuera a Macón. ¿Dónde… dónde está?

—En el cuartel de bomberos, cerca de la plaza. —¿En el cuartel de bomberos? La tía Pitty se echó a reír ruidosamente.

—Sí, en el cuartel de bomberos. Los yanquis lo emplean ahora como prisión militar. Están acampados en tiendas por todos los alrededores del Ayuntamiento, en la plaza, y el cuartel de bomberos está un poco más abajo, y allí tienen al capitán Butler. Y ayer, Scarlett, oí la cosa más cómica que puedas figurarte acerca del capitán. No recuerdo quién me lo contó. Sabes lo atildado que andaba siempre…; era muy elegante, realmente… Pues ahora no le permiten bañarse, y él todos los días insiste en que necesita un baño, y finalmente lo sacaron del cuartel y lo condujeron a la plaza, en donde hay un gran abrevadero para los caballos, en el que ya se había bañado todo el regimiento, en la misma agua. Y le dijeron que podía bañarse allí, y él dijo que no, que prefería su propia suciedad a la suciedad yanqui, y…

Scarlett escuchaba la alegre y charlatana voz, pero sin enterarse de las palabras que decía. En su mente no había más que dos ideas. Rhett tenía todavía más dinero del que ella esperaba, y estaba preso. El hecho de que se hallara en la cárcel y pudiera ser ahorcado podía alterar algo el aspecto de las cosas, incluso hacerlas más favorables. No le producía mucho efecto lo del posible ahorcamiento. Su necesidad de dinero era demasiado apremiante y desesperada para que ella se inquietase por la suerte de Butler. Además, casi compartía la opinión del doctor Meade de que la horca era demasiado buena para Rhett. Un hombre capaz de dejar a una mujer que huye, abandonada entre dos ejércitos en plena noche, sólo por ir a combatir por una causa que ya estaba perdida, merecía la horca… Si pudiese componérselas para casarse con Rhett en la misma cárcel, todos aquellos millones serían suyos y sólo suyos, en el caso de que a él lo matasen. Y, si el matrimonio no era posible, acaso pudiera conseguir de él un préstamo bajo la promesa de casarse con él cuando quedase en libertad, o prometiéndole… ¡oh, prometiéndole todo lo que él quisiese! Si lo ahorcaban, el ajuste de cuentas no tendría lugar jamás.

Por un momento, su imaginación se inflamó al pensar en quedarse viuda gracias a la amable intervención del Gobierno yanqui. ¡Millones en oro! Podría hacer reparaciones en Tara, alquilar peones y plantar muchas hectáreas de algodón. Y podría tener magníficos vestidos, comer tanto como se le antojase, y lo mismo Suellen y Carreen. Y Wade podría tomar cosas nutritivas para redondear sus demacradas mejillas, y tener ropas de abrigo, y una institutriz, y después ir a la universidad en lugar de crecer descalzo e ignorante como un labrador cualquiera. Un buen médico podría atender a su padre y en cuanto a Ashley… ¡qué no podría hacer por Ashley!

La tía Pittypat interrumpió su monólogo interior, al preguntar:

—¿Qué hay, Mamita?

Y Scarlett, retornando de sus ensueños, vio a Mamita de pie en el quicio de la puerta con las manos bajo el delantal y una mirada penetrante y alerta en sus ojos. Se preguntó cuánto tiempo llevaría la negra allí y cuánto habría podido escuchar y observar. Todo, probablemente, a juzgar por el fulgor de sus cansados ojos.

—La señora Scarlett me parece que está fatigada. Sería mejor que fuese a acostarse.

—Sí, estoy cansada —dijo Scarlett, levantándose y dirigiendo a Mamita una mirada infantil y suplicante—, y me temo, además, que he cogido un constipado. Tía Pitty, ¿no le importaría que mañana me quedase en cama y no fuese a hacer visitas con usted? Puedo hacerlas cualquier otro día, y tengo muchos deseos de asistir a la boda de Fanny mañana. Y si el constipado se agrava no voy a poder ir. Un día en cama sería una cura maravillosa.

La mirada de Mamita se llenó de inquietud al tocar las manos de Scarlett y ver su fisonomía. No parecía estar bien, ciertamente: la excitación de su mente se había calmado de golpe, dejándola pálida y temblorosa.

—Su mano está como el hielo, niña. Venga usted a la cama y yo le prepararé una infusión de hierbas y le pondrá un ladrillo caliente a los pies para hacerla sudar.

—¡Qué desconsiderada he sido! —exclamó la gruesa anciana saltando de la silla y dando palmaditas sobre el brazo de Scarlett—. Yo, habla que te habla, sin pensar en nada. Nena, quédate mañana en la cama todo el día, y descansa; y charlaremos después… ¡Ay, querida, no podré estar contigo! He prometido ir a cuidar mañana a la señora Bonnell. Tiene la gripe, y su cocinera también. Mamita, me alegro de que estés aquí. Así podrás venir conmigo por la mañana y ayudarme.

Mamita se dio prisa en llevar a Scarlett escaleras arriba, murmurando frases sobre las manos frías y los zapatos finos, y Scarlett parecía sumisa y resignada. ¡Si pudiese siquiera calmar las sospechas de Mamita y procurar que no estuviese en la casa el día siguiente, todo iría bien! Podría entonces ir a la cárcel y ver a Rhett. Mientras subía lentamente la escalera, comenzó a sonar un distante fragor de truenos, y, al detenerse en el jamás olvidado rellano, pensó en lo mucho que se parecía aquel ruido a los cañonazos del sitio de la ciudad. Se estremeció. Durante toda su vida los truenos habrían de evocar en ella el cañón y la guerra.