32

Todavía tenía en su mano la bolita de arcilla roja cuando subió los peldaños de la escalinata central. Había evitado cuidadosamente la entrada de atrás, porque los agudos ojos de Mamita no hubieran dejado de notar que le pasaba algo serio. Scarlett no quería ver ni hablar a Mamita, le parecía que no podía hablar con ella ni con nadie, ni ahora ni nunca.

Ahora no experimentaba ya ningún sentimiento de vergüenza, de decepción o de amargura; sólo sentía flojedad en las rodillas y un gran vacío en el corazón. Apretó la arcilla tan fuertemente que se le escapó del puño mientras se repetía una y otra vez, monótona como un loro: «Todavía tengo esto. Sí, todavía tengo esto.»

No tenía nada más, no tenía más que ese suelo rojizo, esa tierra que ella se había mostrado dispuesta a dejar atrás como un pañuelo roto, unos minutos antes. Ahora era otra vez algo muy amado para ella, y se maravillaba vagamente de que, en un momento de locura, hubiese podido estimarla tan poco. Si Ashley hubiese accedido, tal vez ella se habría marchado con él, habría abandonado familia y amigos sin mirar atrás ni una sola vez, pero, aun en su vacío moral, comprendía que su corazón se habría desgarrado al dejar aquellos rojizos cerros y aquellos altos y negros pinos. Sus pensamientos habrían vuelto ávidamente hacia ellos durante todo el resto de su vida. Ni el mismo Ashley hubiera podido llenar el hueco que quedaría en su corazón al arrancar de él las raíces de Tara. ¡Qué acertado estuvo Ashley y qué bien la conocía! No tuvo más que apretar en su mano la tierra húmeda para lograr que ella volviese en sí.

Se hallaba en el pasillo disponiéndose a cerrar la puerta cuando oyó un ruido de cascos de caballos, y se volvió para mirar el sendero de entrada. Recibir visitas en estos momentos era en verdad demasiado. Correría a su cuarto y fingiría tener jaqueca.

Pero, cuando se acercó el vehículo, Scarlett se detuvo, asombrada. Era un coche nuevo, de reluciente barniz, y las guarniciones eran nuevas también, con ornamentos de brillante latón aquí y allá. Forasteros, indudablemente. Ninguna de las personas que ella conocía poseía tal carruaje.

Se quedó en el umbral mirando mientras la fría corriente de aire le enrollaba las faldas alrededor de sus húmedos tobillos. El coche se detuvo a la puerta de la casa, y de él se apeó Jonnas Wilkerson. Scarlett se quedó tan sorprendida a la vista de su antiguo capataz guiando un equipo tan soberbio y vestido con un abrigo de tanto lujo que por un momento creyó que la engañaban sus ojos. Will le había dicho que Jonnas parecía andar muy próspero desde que tenía el nuevo empleo en la oficina de esclavos emancipados. Había hecho fortuna, según Will, estafando a los negros o al Gobierno, o confiscando el algodón de los particulares y jurando que era algodón que pertenecía al Gobierno confederado. Ciertamente era imposible que ganase tanto dinero honradamente en tiempos difíciles como aquéllos.

Pero ahí le tenía ahora, descendiendo de un elegante carruaje y ayudando a apearse a una mujer vestida con tanto exceso de lujo como gusto dudoso. Scarlett vio a la primera ojeada que el vestido era de color llamativo y vulgar, pero aun así sus ojos lo contemplaron con ansia. ¡Hacía tanto tiempo que no había visto vestidos nuevos y algo a la moda! ¡En fin! Observó que los miriñaques no se llevaban tan anchos aquel año al fijarse en el vestido a cuadros rojos. ¡Y qué cortas se llevaban las chaquetas! ¡Y qué sombrero más gracioso! Las cofias debían estar pasadas de moda, porque ese sombrero era sólo una cosa absurda y plana de terciopelo rojo colocada sobre la coronilla de la mujer, como si fuese una especie de torta dura. Las cintas colgantes no iban atadas por debajo de la barbilla, como en las cofias, sino detrás, debajo de un grupo de espesos bucles que caían bajo el sombrero, bucles que, según Scarlett no pudo por menos de notar, no casaban bien ni en color ni en textura con los cabellos de aquella mujer.

Cuando la mujer se apeó y miró hacia la casa, Scarlett vio algo que le pareció familiar en aquella cara conejuda, tan cubierta de polvos blancos.

—¡Cómo! ¡Si es Emmie Slattery! —exclamó, tan sorprendida que la exclamación se le escapó en voz alta.

—Sí, soy yo —dijo Emmie, moviendo la cabeza con una sonrisa que pretendía ser amable y avanzando hacia los peldaños.

¡Emmie Slattery! La sucia y asquerosa Emmie a cuyo hijo ilegítimo había bautizado Ellen, la Emmie que había contagiado su tifus a Ellen y le había causado la muerte. Y ese asqueroso ejemplar femenino de «pordiosero blanco», ordinaria, maligna y presuntuosamente vestida, quería subir los peldaños de Tara sonriendo y haciendo monerías como si fuese íntima de la casa. Scarlett pensó en Ellen, y la pasión, como una tormenta, llenó todo el vacío de su mente con una furia tan rabiosa y tan viva que recorrió su cuerpo como un ataque de fiebre.

—¡Fuera de aquí, sinvergüenza! —le gritó—. ¡Salga de esta casa! ¡Fuera!

La boca de Emmie se abrió repentinamente y sus ojos se volvieron a Jonnas, que se acercó con las cejas fruncidas. A pesar de su cólera, intentó tomar una actitud digna.

—No puede usted hablar así a mi esposa —dijo.

—¿Esposa? —prorrumpió Scarlett, soltando una carcajada de punzante desprecio—. ¡Hora sería de que fuese su esposa! ¿Quién bautizó a sus otros crios después que mató a mi madre?

Emmie dijo «¡Oh!», y bajó apresuradamente los peldaños, pero Jonnas la detuvo antes de que se aproximase al carruaje, asiéndola por el brazo con rudeza.

—Veníamos a hacer una visita…, una visita de amistad —dijo incisivamente—. Y a hablar algo de negocios con los antiguos amigos…

—¿Amigos…? —La voz de Scarlett era como un gran trallazo—. ¿Cuándo fuimos nosotros amigos de gente como ustedes? Los Slattery vivían de nuestra caridad, y la pagaron matando a mi madre…, y usted… usted… Mi padre le despidió por lo del niño de Emmie, y usted lo sabe bien. ¡Amigos! Salgan de aquí antes de que llame al señor Benteen y al señor Wilkes.

Al oír estas palabras, Emmie se desasió de su marido y huyó hacia el coche, en una confusión de botas de charol con borlas de color rojo vivo.

Ahora agitaba a Jonnas una furia igual a la de Scarlett, y su terrosa fisonomía estaban tan colorada como la cresta de un pavo encolerizado.

—Conque todavía presumiendo de grandeza y de señorío, ¿eh? Pero estoy bien enterado. Sé que no tiene usted ni zapatos que ponerse. Sé que su padre está idiotizado…

—¡Salgan de aquí inmediatamente!

—¡Oh, no gritará usted así por mucho tiempo! Ya sé que están arruinados. Sé que no pueden pagar siquiera la contribución. Y vine aquí para ofrecerle comprarle la finca…, para hacerle una excelente proposición. A Emmie le haría ilusión vivir aquí. Pero ¡le juro que ahora no le voy a pagar ni un centavo! Ya sabrán ustedes, irlandeses pobres y presumidos, quién es el amo aquí cuando se venda la finca para pagar los impuestos. Y seré yo quien la compre, íntegra…, con muebles y todo…, y viviré en ella.

Era, pues, Jonnas Wilkerson el que quería quedarse con Tara, y Emmie la que, por tortuosidades de su cerebro, quería vengar pasados menosprecios yendo a habitar la casa en donde habían sido desdeñados. Todos los nervios de Scarlett vibraban de odio, como habían vibrado el día en que acercó el cañón de su pistola a la barbuda cara del yanqui y disparó. Hubiera deseado tener ahora esa pistola en las manos.

—Derribaría esta casa piedra por piedra y la quemaría, y sembraría de sal todo el terreno antes que permitir que ni uno ni otro pusieseis el pie sobre el umbral. ¡Fuera, os he dicho! ¡Fuera!

Jonnas la miró lleno de furor. Iba a decir algo más, pero se contuvo y echó a andar hacia el coche. Subió a él junto a su quejumbrosa compañera e hizo dar la vuelta al caballo. Cuando el animal comenzó a trotar, Scarlett sintió el impulso de escupir. Y escupió. Comprendía que aquél era un gesto pueril y de mal gusto, pero se encontró aliviada al hacerlo. Lástima no haberlo hecho cuando ellos lo hubiesen visto.

¡Esos malditos amigos de los negros que osaban venir a la finca para insultar su pobreza! Esa mala bestia jamás tuvo intenciones de comprar Tara. Lo utilizaba como pretexto para poder venir con Emmie a jactarse ante ella. ¡Esos cochinos advenedizos, esos piojosos pordioseros blancos, que se jactaban de que iban a residir en Tara!

Pero, poco a poco, se vio asaltada por un miedo repentino, y su furia se disipó. ¡Por lo clavos de Cristo! ¡Iban a venir a vivir a su casa! Nada podía hacer ella para impedirles que comprasen Tara, nada para impedirles que embargasen espejos, mesas y camas, y el cuarto de Ellen, de caoba y palo de rosa, todo tan precioso para ella, a pesar de los desperfectos que habían causado los invasores yanquis. Y también la plata de los Robillard. «No permitiré que lo hagan —pensó Scarlett con vehemencia—. ¡No y no, aunque tenga que pegar fuego a todo! ¡Emmie Slattery no pondrá jamás el pie sobre un palmo del suelo que pisaba mamá!»

Cerró la puerta, apoyándose después contra ella, muy asustada. Más asustada que el día en que el ejército de Sherman se metió en su casa. Ese día, lo más grave que podía temer era que quemasen Tara sobre su propia cabeza. Pero lo de ahora era peor. Aquellas viles criaturas habitando su casa, vanagloriándose ante sus groseros amigos de cómo habían arrojado de allí a los orgullosos O’Hara. Acaso metiesen allí negros, a comer y a dormir. Will le había dicho que Jonnas alardeaba de igualdad con los negros, comía con ellos, los visitaba en sus casas, los paseaba en coche, ponía familiarmente el brazo sobre sus hombros.

Al pensar en la posibilidad de este supremo insulto a Tara, su corazón latió con tanta fuerza que apenas podía respirar. Trataba de concentrarse en el problema, de buscarle una salida, pero cada vez que quería llevar sus pensamientos a tal propósito nuevas rachas de rabia y de miedo sacudían todo su ser. Debía existir alguna solución, debía existir alguien que tuviese dinero para prestárselo. El dinero no podía desvanecerse así como así y echar a volar. Alguien habría que tuviese dinero. De pronto, recordó las sarcásticas palabras de Ashley.

—Sólo hay una persona, Rhett Butler…, que tenga dinero.

Rhett Butler. Entró en el salón y cerró la puerta tras sí. La penumbra de las cerradas persianas y del crepúsculo vespertino la envolvió. A nadie se le ocurriría ir a buscarla allí, y necesitaba tiempo para pensar sin que nadie la estorbara. La idea que se le ocurrió era tan sencilla que se admiró de no haber pensado en ello más pronto.

—Será Rhett quien me dé el dinero. Le venderé los pendientes de brillantes. O le pediré prestado el dinero dejándole en depósito los pendientes hasta que pueda devolvérselo.

Por un momento, su alivio fue tan grande que incluso sintió una debilidad repentina. Pagaría los impuestos y se reiría abiertamente de Jonnas Wilkerson. Pero tras esa feliz idea vino en seguida un pensamiento más inexorable.

«Necesito dinero, no sólo para las contribuciones de este año, sino también para las del año próximo. Para el año próximo y para todo el resto de mi vida. Si pago este año, me aumentarán la cuota el año que viene hasta conseguir echarme. Si consigo una buena cosecha de algodón, la tasarán de forma que yo no saque nada, o acaso la confisquen inmediatamente diciendo que es algodón confederado. Los yanquis y esos canallas que están con ellos me tienen acorralada contra una pared. Toda mi vida, mientras viva, estaré asustada y tendré que andar buscando dinero. Y temeré siempre que se salgan con la suya, y ello para ver que mi trabajo no me sirve de nada y que me roban el algodón… Conseguir ahora trescientos dólares en préstamo sólo servirá para tapar momentáneamente una grieta. Lo que yo quiero es salir de esta situación de una vez y para siempre…, poder acostarme por la noche sin temor a lo que pueda ocurrirme al día siguiente, y al mes siguiente, y al año siguiente.»

Su mente trabajó febrilmente. De modo frío y lógico, una idea se abrió paso en su cerebro. Pensó en Rhett: una hilera de blancos dientes destacándose en un rostro curtido y moreno, con sardónicos ojos negros que la miraban siempre acariciadores.

Recordó aquella calurosa noche en Atlanta, casi al finalizar el sitio de la ciudad, cuando Rhett estaba sentado en el pórtico de la tía Pitty, medio oculto en las tinieblas veraniegas, y sintió nuevamente el calor de su mano contra el brazo de ella mientras le decía: «La deseo más de lo que he deseado jamás a ninguna mujer… y he aguardado más tiempo por usted que por ninguna otra mujer.» «Me casaré con él —resolvió fríamente—. Y así estaré segura de no tener que preocuparme más por cuestiones de dinero.»

¡Oh, qué bendición sería, más dulce que las esperanzas de ganar el Cielo, no tener que inquietarse ya por cosas de dinero, saber que Tara estaba salvada, que la familia se hallaba bien alimentada y vestida, que ya no tendría que darse de cabezazos contra un muro!

Se sentía muy vieja. Los acontecimientos de la tarde la habían dejado vacía de toda emoción. Primero, la inesperada noticia acerca de los impuestos, luego Ashley, y, por último, su furiosa reacción contra Jonnas Wilkerson. No, no quedaba en ella ni una sola emoción. Si no hubiese agotado toda capacidad de sentir, algo en ella hubiera protestado contra el proyecto que tomaba forma en su mente, porque odiaba a Rhett como no odiaba a nadie en el mundo. Pero era incapaz ya de sentir. Sólo podía pensar, y sus pensamientos eran muy prácticos.

«Le dije unas cosas terribles cuando nos abandonó en la carretera, pero puedo hacer que las olvide —pensó con desdén, segura todavía de sus encantos—. Fingiré cuanto sea preciso cuando esté junto a él. Le haré creer que siempre le he querido, pero que aquella noche estaba trastornada y asustada. ¡Oh, los hombres son tan vanidosos que creen todo lo que lisonjea su amor propio…! No debo dejar que se entere de las circunstancias en que nos hallamos, hasta que le tenga seguro. ¡Oh, no debe saberlo! Si se entera de nuestra pobreza, comprenderá que es su dinero, y no su persona, lo que me atrae. Después de todo, no es de esperar que lo sepa, porque aún la tía Pitty no conoce lo peor. Y, después que me haya casado con él, tendrá que ayudarnos… No puede dejar morir de hambre a la familia de su mujer.»

¡Su mujer! ¡La esposa de Rhett Butler! Cierta repugnancia, sepultada muy en el fondo de su frío razonamiento, se agitó débilmente para aquietarse luego. Recordaba los embarazosos y repulsivos episodios de su luna de miel con Charles, sus manos ávidas, su torpeza, sus incomprensibles emociones… Y Wade Hampton.

«No quiero pensarlo ahora. Ya me preocuparé de ello después de casarme con él…»

¡Después de casarse con él…! Un recuerdo asaltó su memoria. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Recordó nuevamente aquella noche en el pórtico de la tía Pitty, recordó haberle preguntado si aquello era una proposición matrimonial, recordó la odiosa carcajada que soltó Rhett cuando dijo: «Querida, yo no soy de esos hombres que se casan.»

«Supongamos que él siguiese pensando lo mismo. Supongamos que, a pesar de encantos y artificios, él rehusase casarse. Supongamos, ¡oh, qué suposición más terrible!, supongamos que ya se hubiese olvidado de mí y anduviese tras otra mujer cualquiera…»

«La deseo más de lo que he deseado a ninguna otra mujer…»

Las uñas de Scarlett penetraron profundamente en sus palmas. «Si me ha olvidado, yo haré que me recuerde. Haré que me desee otra vez.»

Y si no quería casarse con ella, pero todavía la deseaba, ésa era otra manera de conseguir el dinero. Después de todo, ya le había propuesto una vez que fuese su amante.

En la grisácea penumbra del salón, Scarlett libró una batalla decisiva con los tres lazos más fuertes de su alma: la memoria de Ellen, las enseñanzas de su religión y su amor por Ashley. Sabía que lo que se proponía hacer habría de parecer odioso a su madre, aun en ese sereno y lejano cielo en donde estaba seguramente. Sabía que la prostitución era un pecado mortal. Y sabía que, amando como amaba a Ashley, su plan constituía una doble prostitución.

Pero todo ello desaparecía ante la implacable frialdad de su mente y el acoso de la desesperación. Ellen estaba muerta, y acaso la muerte diera la facultad de comprenderlo todo. La religión prohibía fornicar bajo pena del fuego del infierno, pero si la Iglesia creía que ella iba a omitir algún medio de salvar a Tara y salvar del hambre a su familia…, bueno, que fuera la Iglesia la que se preocupara… Ella, no. Por lo menos, no ahora. Y Ashley no la quería. Sí, la quería. El recuerdo de aquella cálida boca sobre la suya bien se lo dejaba comprender. Pero nunca se marcharía con ella. Era extraño; marcharse con Ashley no le parecía un pecado, pero con Rhett…

En aquel grisáceo atardecer de invierno Scarlett llegó al final de la larga senda que había emprendido la noche de la caída de Atlanta. Había empezado a recorrer esa senda como una chica mimada, egoísta e inexperta, desbordante de juventud, de entusiasmo, fácilmente asombrada ante la vida.

Ahora, el final de la senda, nada quedaba de aquella joven. El hambre, la dura labor, el miedo, la constante tensión, los terrores de la guerra y los terrores de la Reconstrucción habían hecho desaparecer toda ternura, toda emoción, todo lo que en ella había de juvenil. Alrededor de lo más íntimo de su ser se había formado una dura corteza, y poco a poco, capa por capa, esa corteza se había hecho más gruesa durante aquellos interminables meses.

Pero, hasta ese día mismo, la sostenían aún dos esperanzas. Había esperado que, terminada la guerra, la vida recobraría gradualmente su ritmo de antes. Había esperado que el regreso de Ashley significaría un cambio en su existencia. Ahora, una y otra esperanza se habían disipado. El ver a Jonnas Wilkerson junto a la entrada principal de Tara le había hecho comprender que para ella, lo mismo que para el Sur, la guerra no terminaría jamás. La enconada lucha, las brutales represalias, no hacían más que comenzar. Y Ashley estaba aherrojado para siempre por palabras que eran más irrompibles que cualquier grillete.

La paz era un fracaso para ella. Y con Ashley ella había fracasado también. Ambas cosas le fallaban a la vez, y era como si esa corteza formada alrededor de su ser hubiese quedado ya petrificada. Se había convertido en lo que la abuela Fontaine había mencionado, en una mujer que ha visto lo peor y ya no tiene miedo a nada, ni a la vida, ni a su madre, ni a perder el amor, ni a la opinión pública. Sólo el hambre y su pesadilla del hambre podían causarle temor.

Una curiosa sensación de ligereza, de libertad, se difundió por todo su ser, ahora que su corazón había quedado acorazado contra todo lo que la ligaba todavía a los tiempos que se fueron y a la Scarlett de antes. Había tomado una decisión y, gracias a Dios, no temía llevarla a cabo. Nada tenía que perder y estaba resuelta.

Si pudiese inducir a Rhett a casarse con ella, todo iría perfectamente. Pero, si no podía…, entonces conseguiría el dinero de otro modo. Por un breve momento, se preguntó con impersonal curiosidad qué era lo que se esperaba de una «amante». ¿Insistiría Rhett en tenerla en Atlanta, como la gente decía que tenía a aquella mujer, la Watling? Si la hacía quedarse en Atlanta, tendría que pagarle bien…, pagar lo bastante para compensar el coste de su ausencia de Tara. Scarlett lo ignoraba todo de la parte oculta de la vida masculina y carecía de medios para conocer exactamente qué arreglos implicaría todo ello. Y si llegase a tener un hijo… ¡Oh, eso sería una cosa terrible!

«No quiero pensar en ello ahora. Ya tendré tiempo para pensarlo más tarde», y rechazó la desagradable hipótesis al fondo de su mente, para que no pudiese influir en su resolución. Diría por la noche a la familia que iba a Atlanta a buscar dinero, a hipotecar la finca si era necesario. Era todo lo que necesitaban saber hasta el mal día en que averiguasen de qué se trataba.

Al pensar ya en la acción, su cabeza se irguió y sus hombros se enderezaron. La cosa no iba a ser muy fácil, por supuesto. Antes, había sido Rhett quien solicitaba sus favores, y ella la que dominaba. Ahora, la solicitante era ella, y una solicitante que no se hallaba en situación de poner condiciones.

«Pero no me dirigiré a él como una pordiosera. Iré como una reina que dispensa mercedes. Él nada sabrá.»

Se aproximó al oblongo espejo de cuerpo entero y se miró en él, manteniéndose con la cabeza alta. Y, al verse enmarcada por la agrietada moldura dorada, vio a una extraña. Realmente podía decirse que se veía por primera vez desde hacía un año. Dirigía una mirada al espejo todas las mañanas para comprobar si tenía la cara limpia y el pelo pasablemente peinado, pero siempre andaba demasiado escasa de tiempo para mirarse con algo más de atención. Pero ¡esta extraña que veía…! No era posible que aquella mujer con las mejillas hundidas fuese Scarlett O’Hara. Scarlett O’Hara tenía una fisonomía linda, de expresión vivaz y coqueta.

El rostro al que ahora miraba no tenía nada de bonito y no mostraba tampoco aquella gracia que ella conocía tan bien. Estaba pálido y tenso, y las negras cejas que resaltaban sobre el blanco cutis semejaban las alas de un pajarillo asustado. En todo aquel rostro había una expresión dura, acosada…

«¡No estoy ahora lo suficientemente bonita para gustarle! —pensó, y otra vez la invadió la desesperación—. ¡Estoy tan delgada, tan terriblemente delgada!»

Se tocó las mejillas, pasó frenética la mano por sus huesudas clavículas, sintiéndolas sobresalir aun por debajo de la ropa. Y sus senos habían quedado demasiado pequeños, casi tan pequeños como los de Melanie. Tendría que ponerse volantes en el delantero del corpino para hacerlos parecer más abultados, a pesar de que siempre miraba con menosprecio a las amigas que recurrían a tales subterfugios. ¡Volantes y frunces! Eso hizo nacer en ella otro pensamiento. Su ropa. Se miró el vestido, extendiendo el remendado vuelo de su falda entre ambas manos. A Rhett le gustaban las mujeres ataviadas con elegancia, a la moda. Recordó con nostalgia el vestido de volantes que había llevado cuando se quitó el luto, el otro vestido que se puso con la capota de plumas verdes que él le había traído, y recordó los aprobadores piropos que él le dirigió. Recordó también, con aborrecimiento enconado por la envidia, el vestido a cuadros rojos, las botas con caña roja y borlas y el sombrero plano de Emmie Slattery. Todo eso era chillón, pero nuevo y a la moda, y ciertamente llamaba la atención. ¡Oh, cuánto deseaba ella llamar la atención! Especialmente la de Rhett Butler. Si la viese con el vestido viejo, comprendería que las cosas iban mal en Tara. Y no debía saberlo.

¡Qué loca había sido al creer que podría ir a Atlanta y rendirlo a sus pies en cuanto ella se presentase allí, cuando ahora era una mujer de cuello flaco y ojos de gato hambriento vestida con ropas harapientas! Si no había logrado que él le propusiese matrimonio cuando estaba en el apogeo de su belleza y tenía preciosos vestidos, ¿cómo esperar que lo hiciera ahora que estaba tan fea y se vestía tan pobremente? Si lo que contaba tía Pitty era cierto, Rhett debía tener mucho más dinero que nadie en Atlanta, y probablemente le sobrarían facilidades para elegir mujeres a su gusto, honradas o no. «Bien —pensó gravemente—; yo tengo algo que no tienen otras mujeres, aun las más bonitas…, y es una cabeza que ha tomado una firme resolución. Y si tan sólo tuviese un vestido decente…» Pero no había en Tara un solo vestido en buen uso, un vestido que no hubiese sido remendado y vuelto del revés un par de veces.

«¡Cómo estamos!», pensó con desaliento, mirando al suelo. Vio la alfombra de terciopelo color verde musgo, ahora gastada, manchada y destrozada por las docenas de hombres que sobre ella durmieron, y esa alfombra de su madre la deprimió más todavía, porque comprendió que Tara estaba tan harapienta como ella. La habitación, toda ella, la deprimía, medio a oscuras como estaba. Yendo hacia la ventana, la abrió un momento, descorrió la persiana y dejó penetrar en la estancia los últimos resplandores del crepúsculo invernal. Cerró otra vez la ventana, apoyó la cara sobre las cortinas de terciopelo y miró por encima del prado hacia los oscuros cedros del pequeño cementerio.

La cortina de terciopelo verde musgo daba una sensación de rugosa suavidad, y Scarlett se frotó un poco la cara con ella, como un gato. Y, de pronto, se fijó en los dos cortinones.

Un minuto después, arrastraba por el suelo una pesada mesa con tablero de mármol, cuyas mohosas ruedecillas rechinaron como protestando. La llevó hasta la ventana y, recogiéndose la falda, se subió encima y se puso de puntillas para llegar hasta la pesada barra que sostenía los cortinones. Casi no alcanzaba, y tiró de las cortinas con tanta impaciencia que los clavos que sujetaban la barra se desprendieron, y barra y cortina cayeron al suelo con estrépito.

Como por arte de magia, se abrió la puerta del salón y apareció la negra faz de Mamita, mostrando en cada una de sus arrugas tanta curiosidad como desconfianza. Miró con desaprobación a Scarlett, de pie sobre la mesa y con la falda levantada por encima de las rodillas, dispuesta a saltar al suelo. La expresión de triunfo y excitación que iluminaba su rostro inmediatamente engendró en Mamita confusas sospechas.

—¿Qué quiere usted hacer con las cortinas de la señora Ellen? —preguntó.

—¿Y qué haces tú escuchando tras de las puertas? —preguntó Scarlett, saltando ágilmente al suelo y recogiendo en una brazada una de las pesadas y polvorientas cortinas.

—No se trata de eso ahora —replicó Mamita, aprestándose al combate—. No tiene usted por qué tocar los cortinones de la señora Ellen, arrancando barras y clavos y haciéndolos caer al suelo. La señora Ellen tenía mucho cariño a esas cortinas y no he de ser yo quien permita que las traten así.

Scarlett volvió hacia Mamita sus ojos verdes, ojos que ahora brillaban con febril gozo, ojos que parecían ser los de aquella niña traviesa que hacía rabiar a Mamita en los tiempos felices que la fiel negra tanto echaba de menos.

—Corre al ático y bájame la caja de patrones para vestidos, Mamita —exclamó, dándole un suave empujón—. Voy a hacerme un vestido nuevo.

Mamita se encontró dividida entre dos sentimientos: indignación ante la idea de que los noventa kilos de su voluminoso cuerpo pudiesen correr a ninguna parte y menos al ático, y el nacimiento de una horrible sospecha.

De un tirón arrancó las cortinas de los brazos de Scarlett y las apretó contra sus monumentales y caídos pechos, como si fuesen sagradas reliquias.

—No será de los cortinones de la señora Ellen de donde sacará usted el vestido, si era eso lo que pensaba hacer. Mientras yo conserve el aliento, no le dejaré hacerlo.

Por un momento, la expresión que Mamita solía calificar interiormente de «la de toro que embiste» pareció asomarse a la fisonomía de su joven ama, pero pronto se distendió en una de aquellas sonrisas a las que Mamita no sabía resistir. Sin embargo, la vieja esclava no se dejaba engañar. Sabía que Scarlett empleaba esta sonrisa sólo para ablandarla, y ella no estaba dispuesta a ceder.

—Mamita, no seas mala. Tengo que ir a Atlanta a buscar dinero, y necesito un vestido decente.

—No necesita usted otro vestido. Ahora ninguna señora de verdad tiene vestidos nuevos. Llevan los viejos y los llevan con orgullo. No hay razón para que una hija de la señora Ellen no pueda llevar los trapos que le dé la gana, y todo el mundo le tendrá el mismo respeto que si vistiese de seda.

La expresión «de toro que embiste» comenzó a dibujarse nuevamente. «Señor —pensaba Mamita—, es curioso cómo, con el tiempo, la señora Scarlett se parece más al señor Gerald que a la señora Ellen.»

—Vamos, Mamita, ya sabes que tía Pitty nos escribió que la señorita Fanny Elsing se casa el sábado, y, naturalmente, yo voy a la boda. Tengo que ir con un vestido presentable.

—El vestido que lleva usted ahora está tan bien como el vestido de la novia, seguramente. La señorita Pitty escribió que los Elsing hoy día son muy pobres.

—Pero ¡necesito otro vestido! Mamita, ya sabes que hemos de encontrar dinero. Las contribuciones…

—Sí, señora, sé lo de las contribuciones, pero…

—¡Ah!, ¿lo sabes?

—Dios me dio oídos para que oyese, ¿no? Especialmente cuando el señor Will nunca se molesta en cerrar la puerta.

¿Había algo de que Mamita no estuviese enterada? Scarlett se maravillaba de que un corpachón tan grande, que hacía trepidar el piso de madera cuando andaba por él, pudiese moverse tan inaudiblemente cuando su propietaria quería escuchar una conversación.

—Bueno, si has oído todo eso, supongo que habrás oído también a Jonnas Wilkerson y a Emmie…

—Sí, señora —contestó Mamita con ojos como brasas. —Entonces, no seas mala, Mamita. ¿No comprendes que tengo que ir a Atlanta y buscar el dinero para la contribución…? Tengo que encontrar dinero. ¡Sin falta! —Golpeó sus pequeños puños uno contra el otro—. ¡Por Dios santo, Mamita! Quieren ponernos a todos en la calle, y ¿adonde iremos? ¿Vas a discutir conmigo una bagatela como las cortinas de mamá, cuando esa asquerosa Emmie, que la mató, se propone trasladarse aquí y dormir en la cama en que dormía mamá?

Mamita se apoyaba sobre un pie y sobre otro, alternativamente, como un elefante inquieto. Percibía vagamente que acabaría transigiendo.

—No, señora, no quiero ver a esa asquerosa en esta casa, ni vernos nosotras en la calle, pero…

Con escrutadores ojos y aire acusador, miró a Scarlett y preguntó:

—¿De quién piensa usted recibir el dinero, para necesitar un vestido nuevo?

—Eso… —dijo Scarlett, cogida por sorpresa—, eso es cosa mía.

Mamita le dirigió una aguda mirada, lo mismo que cuando Scarlett era pequeña y conseguía enhebrar plausibles excusas para sus travesuras. Parecía leer en su mente, y Scarlett bajó involuntariamente los ojos: era la primera vez que experimentaba un sentimiento de culpabilidad por lo que se proponía hacer.

—De modo que necesita usted un vestido nuevo y elegante para ir a que le presten el dinero, ¿eh? Ahí hay algo que no me convence. Y no quiere usted decir de dónde ha de venir el dinero…

—No tengo por qué decir nada —replicó Scarlett, indignada—. Es cosa mía. ¿Vas a darme esas cortinas y ayudarme a hacer el vestido, o no?

—Sí, señora —dijo Mamita suavemente, capitulando con una facilidad que despertó las sospechas de Scarlett—. Voy a ayudarla a hacer el vestido, y espero que se pueda hacer también un refajo con el forro, que es de satén, y hasta adornar unos pantaloncitos con las cortinillas de encaje.

Entregó el cortinón a Scarlett y una sonrisa astuta se difundió por todo su rostro.

—¿Va la señora Melanie con usted a Atlanta?

—No —dijo ella ásperamente, comprendiendo ya lo que iba a venir—. Voy sola.

—Esto lo cree usted —contestó Mamita con firmeza—, pero yo también voy con usted y con ese vestido nuevo. Sí, señora; ni un paso sin mí.

Por un instante, Scarlett imaginó su viaje a Atlanta y su conversación con Rhett bajo la intensa vigilancia de Mamita en su papel de cancerbero negro. Se sonrió nuevamente y posó la mano sobre el brazo de Mamita.

—Mamita querida, eres muy buena al querer venir conmigo y ayudarme, pero ¿cómo demonios podrían componérselas sin ti los de aquí? Tú lo diriges casi todo en Tara.

—¡Bah! —dijo Mamita—. Es inútil halagarme, señora Scarlett. La conozco a usted muy bien desde que le puse el primer pañal. Dije que iba con usted a Atlanta, y voy. La señora Ellen se levantaría de su tumba si fuese usted sola a la ciudad llena de yanquis y de negros liberados y gente de esa calaña.

—Pero ¡si estaré en casa de tía Pittypat! —exclamó Scarlett frenética.

—La señorita Pittypat es una excelente mujer que cree que lo ve todo, y no ve nada —dijo Mamita.

Y, dando media vuelta con el majestuoso aire del que da por terminada una entrevista, se fue hacia el pasillo. Las maderas del suelo retemblaron cuando gritó:

—¡Prissy, niña! ¡Vuela a la buhardilla y trae la caja de patrones, y a ver si encuentras las tijeras sin necesitar toda la noche para buscarlas! «Pues me he lucido —pensó Scarlett con desaliento—. Es como si llevase a mi zaga un sabueso.»

Después de cenar y levantar manteles, Scarlett y Mamita esparcieron sobre la mesa los patrones, mientras Carreen se dedicaba a descoser los forros de satén y Melanie cepillaba el terciopelo con un cepillo húmedo para quitar bien el polvo. Gerald, Will y Ashley se quedaron allí fumando y sonriendo mientras contemplaban el tumulto femenino. Un sentimiento de agradable excitación, emanado de Scarlett, parecía haberse apoderado de todos, excitación que ellos eran incapaces de comprender. La fisonomía de Scarlett estaba ahora arrebolada, un acerado brillo iluminaba sus ojos, y se reía mucho. Esa risa era agradable para todos, porque hacía muchos meses que nadie la había oído reírse de verdad. Gerald parecía el más complacido. Sus ojos acusaban menos vaguedad que de ordinario mientras seguían la ajetreada figura de su hija, y, cada vez que ella se ponía a su alcance, le daba una palmadita de cariñosa aprobación. Las muchachas andaban tan excitadas como si hiciesen preparativos para un gran baile, y descosieron, cortaron e hilvanaron como si se confeccionasen vestidos de fiesta para ellas mismas.

Scarlett iba a Atlanta a buscar dinero, o a hipotecar Tara si fuese preciso. Pero ¿qué era realmente una hipoteca? Scarlett decía que podrían pagarla fácilmente con la cosecha de algodón del año próximo, y todavía les sobraría dinero; y lo decía con aire tan concluyente que a nadie se le ocurrió pedir más detalles. Sólo le preguntaron quién iba a prestar el dinero, y ella contestó: «No se pueden hacer preguntas indiscretas», con un aire tan solemne que todos se rieron y le gastaron infinidad de bromas sobre su millonario amigo.

—Debe de ser el capitán Rhett Butler —dijo sagazmente Melanie, y todos soltaron la carcajada al oír cosa tan absurda, porque sabían el odio que le tenía Scarlett, que no hablaba nunca de él sin decir: «Esa mala bestia de Rhett Butler.»

Pero Scarlett no se rió con ellos esta vez, y Ashley, que se reía, cambió súbitamente de expresión al notar la mirada rápida y enigmática que Mamita dirigía a Scarlett.

En un impulso de generosidad debido a la atmósfera reinante, Suellen se fue a buscar su cuello de encaje de Irlanda, todavía bonito a pesar de lo muy gastado que se hallaba, y Carreen insistió para que Scarlett llevara sus zapatos, que eran los menos deteriorados que había en la casa. Melanie rogó a Mamita que le dejara terciopelo suficiente para forrar su viejo abrigo y suscitó alaridos de risa al decir que si el único gallo que les quedaba en el gallinero no se largaba en seguida, éste tendría que renunciar a su soberbia cola negra y verde.

Scarlett, vigilando los veloces dedos que trabajaban, oyó las carcajadas y miró a unos y a otros con disimulada amargura y menosprecio. «No tienen ni idea de lo que me está pasando realmente, de lo que les pasa a ellos y al Sur. Piensan todavía, a pesar de todo, que no puede ocurrirles nada verdaderamente malo, porque son quienes son: O’Hara, Wilkes, Hamilton. Los mismos negros piensan igual. ¡Oh, todos son idiotas! ¡No comprenden! Siguen creyendo y viviendo lo mismo que antes, y nada podrá cambiarlos. Melly puede ir vestida de harapos e incluso ayudarme a matar a un hombre, pero eso no la ha alterado en lo más mínimo. Es todavía la misma señora Wilkes, tímida y bien educada, la perfecta dama. Y Ashley puede contemplar la guerra y la muerte, quedar herido, ser cogido prisionero y regresar para no encontrar aquí más que miseria, y continuar siendo el mismo caballero que era cuando poseía Doce Robles. Will es distinto. Conoce el estado real de las cosas, pero Will jamás tuvo mucho que perder. Y, en cuanto a Suellen y Carreen, éstas creen que sólo es cosa de un momento. Esperan que Dios haga un milagro en beneficio de ellas. Pero no lo hará. El único milagro que se hará aquí lo haré yo cuando me case con Rhett Butler… Ellos no han de cambiar. Acaso no pueden cambiar. Yo soy la única que ha cambiado… y no habría cambiado tampoco si no me hubiese visto obligada a hacerlo.» Mamita, finalmente, echó del comedor a los hombres y cerró la puerta a fin de comenzar a probar el vestido. Pork ayudó a Gerald a subir las escaleras y a meterse en la cama, y Ashley y Will se quedaron solos a la luz de la lámpara del vestíbulo delantero. Permanecieron silenciosos unos instantes. Will masticaba su tabaco, como un plácido rumiante. Pero su expresión distaba mucho de ser plácida.

—Ese viaje a Atlanta —dijo finalmente, con voz lenta— no me gusta. No me gusta ni pizca.

Ashley miró rápidamente a Will y en seguida miró a otra parte, preguntándose si a Will le asaltaban las mismas sospechas que le atormentaban a él. Pero esto era imposible. Will ignoraba lo que había pasado en el huerto aquella tarde y cómo él había empujado a Scarlett a la desesperación. Will no pudo haber observado la cara de Mamita cuando se mencionó el nombre de Rhett Butler y, además, Will nada sabía de la mala reputación de Rhett y de su dinero. Por lo menos, Ashley no creía que pudiese estar enterado de ello, aunque desde su regreso a Tara había notado él que Will, como Mamita, parecían saber muchas cosas sin que nadie se las dijese e incluso presentirlas o adivinarlas antes de que acaecieran. Percibía algo siniestro en el aire, pero era impotente para salvar de ello a Scarlett. Ni una sola vez había podido cruzar su mirada con la de ella aquella noche, y el buen humor punzante y duro con que ella le había tratado le asustaba. Las sospechas que le atormentaban eran demasiado terribles para ser expresadas con palabras. Él no tenía derecho a insultarla preguntándole si eran ciertas. Apretó los puños. No tenía derecho alguno sobre ella, porque esa misma tarde había renunciado a tenerlos, y para siempre. No podía ayudarla. Nadie podía ayudarla. Pero, cuando recordó la cara de Mamita y la resuelta expresión que mostraba al meter la tijera en las cortinas de terciopelo, se sintió algo aliviado. Mamita protegería a Scarlett tanto si ésta lo deseaba como si no.

«Yo soy la causa de todo ello —pensaba con desesperación—. Yo la he empujado a ello.»

Se acordó del modo en que Scarlett había enderezado los hombros al separarse de él por la tarde, se acordó de qué manera resuelta había alzado la cabeza. Su corazón se derritió de compasión por ella, desgarrado por su propia impotencia, inundado de admiración. Ashley sabía que en el diccionario de Scarlett no existía la palabra «denuedo», y sabía que ella le hubiera mirado sin comprender si él le hubiese dicho que era el ser más denodado que jamás conociera en toda su vida. Sabía que ella ignoraba todas las bellas cualidades que él le atribuía al creerla denodada. Sabía que ella tomaba la vida tal y como se presentaba, oponiendo su sólido y firme cerebro a cualquier obstáculo que surgiese, luchando siempre con una determinación que no conocía la derrota y continuando la lucha aunque viese que la derrota era inevitable.

Pero, durante cuatro años, él había visto que también se negaban a reconocer la derrota hombres que avanzaban sonriendo hacia el desastre seguro, porque eran denodados. Y habían sido vencidos a pesar de todo.

Pensó, mientras miraba a Will en el tenebroso vestíbulo, que jamás había conocido un denuedo como el que mostraba Scarlett O’Hara al ponerse en marcha para conquistar el mundo, vestida con las cortinas de su madre y adornada con las largas plumas de un gallo de la casa.