Una fría tarde de enero de 1866, Scarlett estaba sentada en el despachito escribiendo a la tía Pitty una carta en la que le explicaba en detalle por qué ni Melanie ni Ashley podían volver a Atlanta para vivir con ella. Escribía impacientemente porque sabía que la tía Pitty no leería más que las primeras líneas, y luego le escribiría otra vez diciendo: «¡Pero es que tengo miedo de vivir sola!»
Sentía las manos heladas, y se detuvo para frotárselas y para enterrar más los pies en el retazo de colchón viejo que los cubría. Las suelas de las zapatillas estaban casi inservibles, aun reforzadas con remiendos de alfombra. Esa alfombrilla podía evitarle pisar el suelo, pero no era muy útil para conservar los pies calientes. Por la mañana, Will había llevado el caballo a Jonesboro para herrarlo. Y Scarlett pensaba sarcásticamente que las cosas habían llegado a tal extremo que a los caballos se les calzaba de nuevo y a las personas se las dejaba con los pies tan desnudos como los de un perro callejero.
Cogía la pluma para continuar escribiendo cuando sintió regresar a Will por la puerta de atrás. Oyó el golpeteo de su pata de palo en el pasillo cercano al despachito y en seguida Will se detuvo. Scarlett aguardó un momento a que entrase, y, al ver que no lo hacía, lo llamó. El entró, con las orejas enrojecidas por el frío, el rojizo pelo en desorden, y se quedó mirándola con una sonrisa vagamente humorística en los labios.
—Señora Scarlett —preguntó—, ¿cuánto tiene usted exactamente en dinero contante y sonante?
—¿Va usted a tratar de casarse conmigo por mi dinero, Will? —preguntó ella algo irritada.
—No, señora; pero quisiera saberlo.
Le miró, intrigada. Will no parecía hablar en serio, pero era un hombre que jamás parecía hablar en serio. Sin embargo, percibió que se trataba de algo anormal.
—Tengo diez dólares en oro —dijo ella. Lo que queda del dinero del yanqui.
—Bien, señora; pero no basta.
—¿No basta para qué?
—Para la contribución —contestó él, y, renqueando hacia la chimenea, se inclinó y expuso sus coloradas manos al ardor de la lumbre.
—¿La contribución? —repitió ella—. ¡Por Dios santo! La contribución está ya pagada.
—Sí, señora. Pero dicen ahora que usted no pagó lo justo. Lo he oído hoy en Jonesboro.
—Pero, Will, no acierto a comprender… ¿Qué quiere decir?
—Señora Scarlett, puede usted estar segura de que me duele molestarla con más dificultades de las que ya tiene; pero es mi obligación decírselo. Dicen que usted debería pagar una contribución mucho más alta de la que pagó. Han elevado la cuota que corresponde a Tara hasta las nubes…, más alta que ninguna otra en el condado.
—Pero ¿cómo pueden hacerme pagar más impuestos cuando los he pagado ya?
—Señora, usted va poco a Jonesboro, y me alegro de que sea así. No es lugar para una señora, hoy en día. Pero, si fuese usted por allí, sabría que hay una cuadrilla de politicastros de distintas tendencias que recientemente se han hecho los amos de todo. Son capaces de volver loco a cualquiera. Y cuando los negros empujan a los blancos fuera de la acera y…
—¿Pero qué tiene esto que ver con las contribuciones?
—A ello voy, señora Scarlett. No sé por qué razón, han subido la contribución de Tara como si fuese una plantación que rindiese mil balas de algodón. Al oírlo, he ido recorriendo las tabernas para escuchar lo que se decía por allí, y he averiguado que alguien se propone comprar Tara en subasta judicial si usted no puede pagar los impuestos. Y todos están enterados de que usted no puede pagarlos. No sé todavía quién es el que tiene el antojo de quedarse con esto; pero tengo idea de que ese tipo, Hilton, que se casó con la señorita Cathleen, está enterado, porque se rió de un modo bastante sospechoso cuando traté de sondearle.
Will se sentó en el sofá y se frotó el muñón de la pierna. Le dolía cuando hacía frío, y el aditamento de madera no estaba almohadillado ni ajustado debidamente. Scarlett lo miró, descompuesta. ¡Qué indiferente parecía su actitud mientras tañía las campanas funerarias por Tara! ¿Tara vendida en subasta judicial? ¡Y en otras manos! ¿Adonde irían todos? ¡No, eso no se podía ni pensar!
Había estado tan ocupada tratando de sacarle provecho a Tara que no había prestado mucha atención al mundo exterior. Ahora que estaban allí Will y Ashley para encargarse de cuantos asuntos tuviera ella que atender en Jonesboro y Fayetteville, rara vez abandonaba la plantación. Y, al igual que en los días anteriores a la guerra había tomado a risa las disertaciones bélicas de su padre, no hacía ahora mucho caso de las discusiones de sobremesa entre Will y Ashley sobre los comienzos de la Reconstrucción.
¡Oh, por supuesto que sabía algo de los llamados scallawags, hombres del Sur que se habían vuelto republicanos en provecho de sus intereses, y acerca de los carpetbaggers, yanquis que habían venido al Sur como cuervos después de la rendición, con todos sus bienes en una maleta![18] Y ya había tenido desagradables experiencias con la oficina de esclavos emancipados. Se había enterado también de que algunos de los negros ahora libres se habían vuelto más que insolentes. Le costaba trabajo creer esto último, porque en toda su vida había visto un negro insolente.
Pero ocurrían muchas cosas que Will y Ashley, de común acuerdo, le venían ocultando. Al azote de la guerra había seguido el azote peor de la reconstrucción; pero ambos habían convenido en dejarla ignorar los detalles más alarmantes al discutir la situación en casa. Y, cuando Scarlett se tomaba la molestia de escucharlos, la mayor parte de lo que decían le entraba por un oído y le salía por el otro.
Había oído a Ashley decir que el Sur estaba recibiendo un trato de país conquistado y que la venganza parecía ser la política imperante de los conquistadores. Pero era ésta una manifestación que no tenía el menor valor para Scarlett. La política era cosa de hombres. Había oído decir a Will que le parecía que el Norte no tenía el menor interés en que el Sur se repusiese. Bueno, pensó Scarlett, los hombres siempre hallaban algo absurdo de que preocuparse. Por lo que a ella se refería, los yanquis no la habían vencido jamás y no iban a hacerlo ahora. Lo único que había que hacer era trabajar como un diablo y no preocuparse más del Gobierno yanqui. Después de todo, la guerra estaba terminada.
Scarlett no se hacía cargo de que habían cambiado todas las reglas de juego y que el trabajo honrado no recibía ya su justa recompensa. Georgia se hallaba ahora virtualmente bajo la ley marcial. Los soldados yanquis quedaban de guarnición en todo el sector de Georgia y la oficina de esclavos emancipados era la dueña de todo y promulgaba ordenanzas a su gusto.
Esta oficina, organizada por el Gobierno federal para cuidarse de los ociosos y excitados ex esclavos, iba atrayéndolos a millares desde las plantaciones a pueblos y ciudades. La oficina les daba de comer mientras ellos haraganeaban y se exaltaban más y más contra sus antiguos amos. El antiguo capataz de Gerald, Jonnas Wilkerson, estaba ahora encargado de la oficina local, y su ayudante era Hilton, el marido de Cathleen Calvert. Ambos conspiraban para propagar insidiosamente el rumor de que las gentes del Sur y los demócratas estaban aguardando la oportunidad de volver a sumir en la esclavitud a los negros, y que la única esperanza que los negros tenían de escapar a tal suerte era acogerse a la protección de la oficina y el partido republicano.
Wilkerson e Hilton dijeron también a los negros que valían tanto como los blancos en todos los sentidos y que se permitirían los matrimonio entre blancos y negros. Asimismo les aseguraron que muy pronto las fincas de sus antiguos amos quedarían divididas y cada negro poseería dieciséis hectáreas de terreno y una mula. Mantenían en tensión a los negros con relatos de crueldades perpetradas por los blancos, y así, precisamente en una región que era conocida por las afectuosas relaciones entre esclavos y propietarios de esclavos, comenzaron a nacer el odio y las sospechas.
Dicha oficina estaba respaldada por los militares, quienes habían promulgado muchas y contradictorias órdenes relativas al comportamiento de los conquistados. Era muy fácil verse detenido, aunque sólo fuera por no respetar suficientemente a los empleados de aquella oficina. Se habían promulgado órdenes militares concernientes a las escuelas, a la sanidad, hasta a la clase de botones que uno podía llevar en el traje, acerca de la venta de géneros, acerca de todo. Wilkerson e Hilton gozaban de poderes para inmiscuirse en cualquier trato que Scarlett pudiese hacer y para fijar los precios de cualquier cosa que vendiese o trocase.
Afortunadamente, Scarlett había entrado poco en contacto con esos dos individuos, porque Will la había persuadido de que le dejase a él ocuparse de las transacciones mientras ella dirigía la plantación. A su manera plácida, Will había resuelto algunas dificultades de tal género, sin decirle nada. Will sabía entenderse bien con los forasteros yanquis si era necesario. Pero surgía ahora un problema que era demasiado importante para él. Esa cuestión del aumento de contribución y el peligro de perder Tara eran cosas de las que había que informar a Scarlett, y en seguida.
Ella le miró con ojos llameantes.
—¡Oh, malditos sean los yanquis! —exclamó—. ¿No es bastante que nos hayan dejado en la miseria para que ahora nos echen encima a esos canallas explotadores? La guerra había terminado, se había proclamado la paz; pero los yanquis podían todavía robarle, podían matarla de hambre, podían arrojarla de su casa. ¡Qué tonta había sido pensando, durante todo esos interminables meses, que si podía aguantar hasta la primavera todo se arreglaría! Esta aplastante noticia que traía Will, llegando después de un año de agotadora labor y de esperanzas aplazadas, era la última gota.
—¡Oh, Will! ¡Yo que esperaba que al acabarse la guerra terminarían nuestros sinsabores!
Will alzó su cara de aldeano, de barbilla casi cuadrada, y le dirigió una larga y profunda mirada.
—No, señora; nuestros disgustos empiezan ahora. —¿Cuánta contribución de más quieren que paguemos? —Trescientos dólares.
Por un momento, el asombro la dejó paralizada. ¡Trescientos dólares! Era como si le hubiesen dicho tres millones de dólares.
—¿Cómo? —balbuceó—. ¿Cómo? Entonces, ¿tenemos que buscar trescientos dólares?
—Sí, señora…, y además un arco iris y un par de lunas. —¡Oh, Will! Pero no se atreverán a vender Tara… Los pálidos ojos del joven mostraban más odio y amargura de lo que ella les creía capaces.
—¿No se atreverán? Pueden hacerlo y lo harán, ¡y gozarán haciéndolo! Señora Scarlett, el país se ha ido al mismo infierno, si me perdona la expresión. Esos yanquis y sus amigos pueden votar, y la mayor parte de nosotros, los demócratas, no podemos. No nos dejan votar si pagábamos una contribución de más de dos mil dólares en el año sesenta y cinco. Esto elimina a personas como su padre y los Tarleton, y los McRaes y los Fontaine. Tampoco puede votar nadie que haya tenido un rango igual o superior al de coronel durante la guerra, y apuesto, señora Scarlett, a que nuestro Estado tiene más coroneles que ningún otro Estado en la Confederación. Y tampoco puede votar nadie que haya ocupado cargos oficiales bajo el Gobierno confederado, y esto elimina a los notarios, jueces y demás, y de éstos andamos más que sobrados. Tal y como los yanquis han redactado la amnistía, nadie que haya votado antes de la guerra puede votar ahora. Ni las gentes que eran algo, ni los ricos. Claro que yo podría votar si quisiese prestar el maldito juramento que exigen. No tenía dinero en el año sesenta y cinco, y ciertamente no era ni coronel ni nada que valiese la pena. Pero no voy a jurar lo que quieren. Es bien seguro. Si los yanquis se hubiesen portado decentemente, yo me habría sometido a ellos; pero ahora no. Me pueden hacer volver a estar en la Unión, pero no me pueden integrar en ella. No voy a jurar lo que exigen aunque no vuelva a votar en mi vida… Pero gentuza como Hilton, y los canallas como Jonnas Wilkerson, y los blancos tan pobres como los Slattery, y los que no sirven para nada, como los Macintosh, ésos sí pueden votar. Y son ahora los amos del cotarro. Y, si les da la gana fastidiarla a usted con contribuciones extraordinarias, lo harán. Lo mismo que ahora un negro puede matar a un blanco y no lo cuelgan, y hasta…
Marcó una pausa embarazosa, porque en la memoria de ambos estaba lo sucedido a una mujer blanca que se hallaba sola en una granja aislada cerca de Lovejoy.
—Estos negros pueden hacer todo lo que se les antoje contra nosotros, y la oficina de esclavos emancipados y los soldados los protegerán con fusiles, y nosotros no podemos remediarlo ni votar.
—¡Votar! —exclamó ella—. ¿Qué tiene que ver el voto con todo esto, Will? De lo que hablamos es de los impuestos… Will, todo el mundo sabe qué buena plantación es Tara. Podríamos hipotecarla por una suma suficiente para pagar los impuestos, si fuese necesario.
—Señora Scarlett, usted no tiene nada de tonta; pero a veces habla como sí lo fuese. ¿Quién tiene hoy dinero para prestarle sobre la finca? ¿Quién, excepto esos mismos yanquis recién llegados del Norte que son los que quieren quitarle a usted Tara? Tierras, las tienen aquí todos. Pero la tierra no basta.
—Tengo esos pendientes de brillantes que llevaba el yanqui encima. Podríamos venderlos.
—Señora Scarlett, ¿quién hay hoy por aquí que tenga dinero para comprar pendientes? Las gentes no tienen dinero para comprar chuletas tan siquiera, de modo que no pueden pensar en alhajas de esa clase. Si usted es dueña de diez dólares en oro, juraría que tiene usted más que la inmensa mayoría de la gente.
Quedaron en silencio otra vez, y a Scarlett le parecía como si estuviese dando cabezazos contra un muro de piedra. ¡Y habían sido tantos los muros de piedra contra los que se había estrellado su cabeza durante el último año!
—¿Qué vamos a hacer, señora Scarlett?
—No lo sé —dijo ella con apagada voz y como si ya no le importase.
Este muro de piedra ya era demasiado, y se sentía repentinamente tan cansada que le dolían hasta los huesos. ¿De qué le servía trabajar y luchar y agotarse? Al final de cada combate parecía que acechaba la derrota para burlarse de ella.
—No sé —dijo ella—. Pero que no se entere mi padre. Se preocuparía mucho.
—No se lo diré.
—¿Se lo ha dicho usted a alguien?
—No. He venido a usted directamente.
Sí, pensó ella, todos iban a ella directamente con las malas noticias; ya estaba harta…
—¿Dónde está el señor Wilkes? Acaso él pueda sugerir algo.
Will dirigió hacia ella su plácida mirada, y ella comprendió, lo mismo que el primer día de la llegada de Ashley, que Will lo sabía ya todo.
—Está en la huerta partiendo troncos de árbol. Oí los hachazos cuando metí el caballo en el establo. Pero no creo que él tenga más dinero que nosotros.
—Si deseo hablar con él sobre el particular puedo hacerlo, ¿verdad? —preguntó ella, poniéndose en pie y dando un puntapié al retazo de colchón que le cubría los pies.
Will no se molestó por el tono desabrido de la pregunta, y continuó frotándose las manos frente a la lumbre.
—Vale más que se ponga usted el mantón, señora Scarlett. En el exterior hace frío.
Pero ella salió sin el mantón, porque lo tenía arriba y su necesidad de ver a Ashley y contarle sus cuitas era demasiado urgente para permitir retrasos.
¡Qué suerte para ella si pudiese encontrarlo solo! Ni una sola vez había podido hablar con él a solas desde su regreso. Siempre se arracimaba toda la familia en derredor suyo; siempre encontraba a Melanie a su lado, tocándole el brazo de cuando en cuando como para asegurarse de que realmente estaba allí. El espectáculo de tales gestos posesivos había despertado en Scarlett toda la celosa animosidad que se había aletargado durante los meses en que creyó probable que Ashley hubiese muerto. Ahora estaba resuelta a verlo. Esta vez nadie le impediría hablar a solas con él.
Atravesó el huerto, y los retoños desnudos y las húmedas hierbas mojaron sus pies. Podía oír cómo el hacha de Ashley resonaba al partir los troncos traídos del pantano. La renovación de las cercas que habían destruido los yanquis era tarea larga y pesada. Todas las tareas eran largas y pesadas, pensó ella con fatiga, y ¡estaba ya tan cansada, tan cansada, tan aburrida, tan irritada, tan harta de todo! Si al menos Ashley fuese su marido, en vez de serlo de Melanie, ¡qué alivio sentiría ella al poder ir a él y descansar su cabeza sobre su hombro, y llorar, y dejar en sus manos todo lo que la abrumaba, para que él se encargase de arreglarlo lo mejor posible!
Rodeó un bosquecillo de granados que agitaban sus ramas al viento frío, y le vio, apoyado en el hacha, limpiándose la frente con el revés de la mano. Llevaba los restos de unos pantalones de color avellana y una camisa de Gerald, una camisa que, en días mejores, sólo servía para fiestas y días de gala, una camisa plisada que era demasiado corta para su actual portador. Había colgado la chaqueta de la rama de un árbol, porque el trabajo daba calor, y estaba tomándose un descanso cuando ella se acercó.
Al ver a Ashley vestido de harapos y con un hacha en la mano, su corazón se desgarró, henchido de amor y de furia contra el cruel destino. No podía soportar verlo a él cubierto de andrajos, haciendo trabajos manuales, a su Ashley, tan mundano e inmaculado. Sus manos no estaban hechas para trabajar, ni su cuerpo debía llevar más que fino paño y ropas de hilo. Dios lo había creado para que fuese el dueño de una gran mansión, para hablar con gentes refinadas, para tocar el piano, para escribir cosas que pareciesen bellísimas aunque careciesen de sentido.
Podía tolerar ver a su propio hijo con delantalitos hechos de tela de saco, y a sus hermanas vestidas de deslucido percal; podía soportar que Will trabajase más que cualquier peón negro; pero ver así a Ashley, no. Era un hombre superior a todo esto, un hombre al que quería con un amor infinito. Prefería partir los troncos ella misma a sufrir mientras lo hacía él.
—Dicen que Abraham Lincoln comenzó cortando troncos —dijo Ashley al verla acercarse—. ¡Imagínate hasta dónde puedo llegar yo!
Ella frunció el ceño. Ashley hacía siempre comentarios frivolos acerca de sus cuitas. Para ella, estas cosas eran muy serias, y a veces sus observaciones jocosas casi la exasperaban.
Le contó inmediatamente las noticias traídas por Will, de manera concisa, sintiéndose aliviada al hablar. Seguramente a él habría de ocurrírsele algún remedio. Pero Ashley guardaba silencio; pasado un momento, al verla estremecerse, cogió la chaqueta y se la puso sobre los hombros.
—Bueno —dijo ella finalmente—, ¿no opinas que hemos de encontrar ese dinero de algún modo? —Sí —contestó él—; pero ¿dónde? —Es a ti a quien lo pregunto —replicó Scarlett enojada. Había desaparecido en ella el sentimiento de alivio por desprenderse de su carga. Si no podía él ayudarla, ¿por qué no decía algo consolador aunque no fuese más que «¡Cuánto lo siento!»? Él sonrió.
—En todos estos meses que llevo en casa, sólo tengo noticias de una persona que tenga dinero ahora: Rhett Butler.
La tía Pittypat había escrito la semana anterior contando que Rhett estaba de regreso en Atlanta con coche y dos magníficos caballos y con los bolsillos llenos de billetes verdes. Daba a entender, no obstante, que no había ganado esto muy honradamente. La tía Pitty tenía la teoría, muy compartida por otras personas de Atlanta, de que Rhett había logrado escapar con los míticos millones del Tesoro confederado.
—No hablemos de él —dijo Scarlett escuetamente—. Es un mal bicho. ¿Qué va a ser de todos nosotros?
Ashley dejó caer el hacha y miró hacia la lejanía. Sus ojos parecieron trasladarse a un país remoto, al que ella no podía seguirle.
—No sé —contestó él—. No sé lo que va a ser de todos nosotros, no sólo de los de Tara, sino de todo el mundo en el Sur.
Ella tenía ganas de saltar y decir: «¡Que se vayan a paseo todos los demás del Sur! ¡Lo que importa somos nosotros!»; pero mantuvo la boca cerrada, porque la sensación de cansancio volvía a dominarla más fuertemente que nunca. Estaba segura de que Ashley no iba a ayudarla en nada.
—Al fin y a la postre, sucederá lo que siempre ha sucedido cuando una civilización se derrumba. Las gentes con valor y con cerebro sobreviven y los que carecen de esto quedan eliminados. Por lo menos, aunque no haya sido muy agradable, ha sido interesante asistir a un Götterdämmerung.
—¿Un qué?
—Un ocaso de los dioses. Desgraciadamente, nosotros, los del Sur, creíamos ser dioses.
—¡Por amor de Dios, Ashley Wilkes! No me digas más sandeces cuando somos concretamente nosotros los que estamos a dos dedos de la ruina.
Algo de su exasperado agotamiento pareció penetrar en el cerebro de Ashley, haciéndole regresar de sus lejanas peregrinaciones mentales, porque cogió y levantó las manos de ella tiernamente y, poniendo las palmas hacia arriba, contempló las callosidades que mostraban.
—Estas son las manos más bellas que he visto en mi vida —dijo, besando ligeramente ambas palmas—. Son bellas porque son fuertes, y cada callosidad es una medalla. Están estropeadas por causa nuestra, de tu padre, de las chicas, de Melanie, del niño, de los negros y de mí mismo. Ya sé lo que piensas, querida. Piensas: «He aquí un imbécil que no sirve para nada, diciendo majaderías acerca de dioses muertos cuando son los vivos los que están en peligro.» ¿No es así?
Ella asintió con la cabeza, deseando que él le tuviese las manos cogidas por toda una eternidad; pero Ashley las soltó.
—¿Y viniste a mí esperando que yo podría ayudarte? Pues bien, no puedo. —Su mirada era dura cuando miró el hacha y el montón de troncos—. Mi casa no existe, tampoco el dinero que yo tenía y me parecía natural tener. No estoy en disposición de hacer nada en el mundo, porque el mundo al que yo pertenecía ya no existe. No puedo ayudarte, Scarlett, excepto aprendiendo de mala manera a hacer de torpe labrador. Y no será esto lo que te permita conservar Tara. No creas que no me hago cargo de la amargura de tu situación, cuando yo vivo aquí por caridad tuya. ¡Oh, sí, Scarlett, comprendo que es por caridad tuya! Jamás podré pagarte lo que has hecho por mí y por los míos por pura bondad de tu corazón, y soy consciente de ello cada vez más. Y cada día que pasa veo con mayor claridad cuan inútil soy para ponerme al nivel de la situación en que nos hallamos todos… No hay día en que mi maldito horror a la realidad no me haga más difícil afrontar las realidades nuevas. ¿Comprendes lo que quiero decirte?
Ella asintió con la cabeza. No tenía clara idea de lo que él quería decir, pero estaba pendiente de sus palabras, reteniendo el aliento. Era ésta la primera vez que Ashley le hablaba de lo que él pensaba mientras parecía tan lejano de ella. Se sentía tan emocionada como si estuviese en vísperas de un descubrimiento.
—Es una maldición ese afán de no querer mirar las realidades escuetas. Hasta la guerra, la vida nunca fue para mí más real que una serie de sombras chinescas vistas en una pantalla. Y yo prefería que fuese así. No me gusta que los contornos de las cosas sean demasiado nítidos. Me gusta todo suavemente vago, un poco borroso.
Se interrumpió y esbozó una sonrisa, temblando ligeramente cuando el helado viento atravesó la fina camisa.
—En otras palabras, Scarlett: soy un cobarde.
Sus frases sobre sombras chinescas y contornos vagos no significaban nada para ella; pero esas últimas palabras ya las decía en un lenguaje que ella podía comprender. Sabía que eran inexactas. La cobardía no podía abrigarla él. No había línea de su esbelta figura que no revelase generaciones de hombres valientes y denodados, y Scarlett sabía de memoria su hoja de servicios en la guerra.
—¿Cómo? ¡Eso no es verdad! ¿Cómo puede ser cobarde el hombre que saltó sobre un cañón en Gettysburg para animar a sus soldados? ¿Acaso el mismo general hubiese escrito a Melanie una carta para hablar de un cobarde? Y…
—Eso no es valentía —dijo él con fatiga—. El combate es algo como el champaña. Se sube a la cabeza de los cobardes tan rápidamente como a la de los héroes. Cualquier imbécil puede ser valiente en el campo de batalla, cuando ha de serlo o morir. Yo hablo de otra cosa. Y la índole de mi cobardía es mucho peor que si yo hubiese echado a correr la primera vez que oí un cañonazo.
Emitía las palabras lentamente y como con dificultad, cual si le hiciese daño hablar, y parecía quedarse pensando luego con tristeza en lo que acababa de decir. Si fuese otro hombre el que pronunciara tales palabras, Scarlett las hubiera considerado simple modestia fingida para poder escuchar lisonjas. Pero Ashley parecía ser sincero, y había en sus ojos una mirada que escapaba a su penetración: no de temor ni de excusa, sino de empeño en arrostrar una inminente presión tan inevitable como irresistible. El húmedo viento azotó los tobillos mojados de Scarlett y ella se estremeció de nuevo; pero el estremecimiento provenía menos del viento que del temor que las palabras de Ashley habían evocado en su corazón.
—Pero, Ashley, ¿qué es lo que temes?
—¡Oh, cosas sin nombre! Cosas que parecen tonterías cuando uno quiere expresarlas con palabras. En su mayoría, cosas que surgen porque, repentinamente, la vida se ha hecho demasiado real, porque uno se ha puesto en contacto, en contacto demasiado personal, con algunos de los simples hechos de la vida. No es que me importe estar cortando leña aquí, en el barro; pero sí me importa mucho lo que esto implica. Me importa mucho haber perdido todo lo que había de bello en la vida de antes, para mí tan grata. Scarlett, antes de la guerra, la vida era hermosa. Poseía una brillantez, una perfección, una simetría, comparables a las del arte griego. Acaso no fuese así para todos. Ahora lo comprendo. Pero, para mí, viviendo en Doce Robles, existía verdadero encanto en la vida. Yo pertenecía a esa vida. Formaba parte de ella. Y ahora ha desaparecido, y me hallo fuera de lugar en la nueva vida, y tengo miedo. Ahora sé que, en otros tiempos, lo que yo veía no era más que un desfile de sombras. Yo eludía todo lo que no eran sombras, las gentes y las situaciones que eran demasiado reales, demasiado vitales. Me irritaba su presencia. También me esforzaba por eludirte a ti, Scarlett. Tú estabas demasiado pletórica de vida, eras demasiado real, y yo era lo bastante cobarde para preferir sombras y sueños. —Pero… pero… ¿Melly?
—Melanie es un dulce ensueño, la parte más dulce de mis sueños. Y, si no hubiese sobrevenido la guerra, yo habría vivido mi vida, encerrado voluntariamente en Doce Robles, viendo plácidamente cómo desfilaba la vida, pero sin formar yo parte de ella. Al llegar la guerra, la vida, tal y como es, se echó sobre mí. La primera vez que entré en combate, fue en Bull Run, te acordarás, vi cómo mis amigos de niñez volaban destrozados y oí los relinchos de los caballos moribundos, y sentí la horrible y repulsiva sensación de ver cómo un hombre se desplomaba escupiendo sangre al disparar yo contra él. Pero no era todo eso lo peor de la guerra, Scarlett. Lo peor de la guerra fueron los hombres con quienes yo tuve que convivir. Yo había levantado una barrera de protección contra las gentes, toda mi vida. Mis escasos amigos los había seleccionado muy cuidadosamente. Pero la guerra me enseñó que yo me había creado un mundo mío, en el que sólo habia figuras de ensueño. Me enseñó lo que realmente son las personas, pero no me enseñó a convivir con ellas. Temo que no podré aprenderlo nunca. Ahora sé que, para mantener a mi mujer y a mi hijo, tendré que abrirme camino entre un mundo de gentes con las que nada tengo en común. Tú, Scarlett, estás agarrando la vida como a un toro por los cuernos y retorciéndoselos a voluntad. Pero ¿dónde puedo yo encajar ahora en el mundo? Te digo la verdad: tengo miedo.
Mientras Ashley seguía desahogándose con aquella voz baja y resonante, impregnada de una desolación que Scarlett no podía comprender, ella trataba de aferrar palabras sueltas aquí y allá para captar su sentido. Pero esas palabras se le escapaban de la mano como si fuesen pájaros asustados. Algo le estaba atormentando con crueldad, inexorablemente; pero ella no lograba comprender qué era.
—Scarlett, no sé exactamente cuándo desperté a la trágica comprensión de que mi sesión particular de sombras chinescas había terminado. Acaso ya en los primeros cinco minutos, en Bull Run, cuando vi caer al suelo el primer muerto. Pero comprendí que mi ensoñación había terminado y que ya no podía permanecer como espectador. No, me encontré súbitamente en escena, como actor, en mala postura y haciendo fútiles gestos. Mi pequeño mundo interior se había disipado por completo, invadido por gentes que no pensaban como yo y cuyas acciones me eran tan ajenas como las de un hotentote. Habían pisoteado mi mundo con sus pies cubiertos de lodo y no quedaba ya lugar alguno en donde poder refugiarme cuando las cosas llegasen a serme absolutamente insoportables. Mientras estaba en la prisión, pensaba: «Cuando termine la guerra, podré reanudar mi vida de antes, mis sueños, y contemplaré otra vez las sombras chinescas.» Pero no se puede volver al pasado, Scarlett. Y esto es lo que tenemos que afrontar ahora, algo que es peor que la guerra y la prisión y para mí peor que la muerte… Ya ves, Scarlett; me veo castigado por tener miedo.
—Ashley —comenzó a decir ella, sintiéndose sumergida en un pantano de confusión—, si tú temes que nos muramos todos de hambre, yo… yo… ¡Oh, Ashley, ya nos las compondremos! ¡Estoy segura de que sí!
Por un momento, él giró otra vez hacia ella sus ojos, grandes y de un gris cristalino, y en ellos se pintó la admiración. Luego, repentinamente, su mirada pareció remota otra vez, y ella comprendió, con el corazón oprimido, que él no había pensado en el hambre. Eran siempre como dos personas que se comunicaran en diferentes lenguajes. Mas Scarlett le amaba tanto que, cuando Ashley se alejaba en espíritu de ella, como ahora, era como si se nublase el sol dejándola expuesta a un frío glacial. Sentía deseos de asirlo por los hombros y apretarlo junto a su cuerpo para hacerle percibir que ella era de carne y hueso, no algo de sueño. ¡Oh, si hubiera podido sentirse tan unida a él como aquel día, tanto tiempo atrás, en que Ashley, a su regreso de Europa, se paró en la escalera de Tara para sonreírle!
—¡Morirse de hambre no es muy agradable! —dijo él—. Lo sé porque he pasado hambre, pero no es esto lo que me da miedo. Me asusta afrontar la vida sin la suave belleza de aquel mundo nuestro que fue y que ha desaparecido.
Scarlett pensó con desesperación que Melanie sabría comprender seguramente lo que él quería decir. Melly y él hablaban siempre de tales tonterías, de poesía, de libros, de sueños, de rayos de luna y de polvo de estrellas. Él no temía las mismas cosas que ella, ni las torturas de un estómago vacío, ni los azotes del viento invernal, ni el ser arrojados de Tara.
Se acobardaba ante temores que ella no había conocido jamás y que no podía ni concebir. Porque, en nombre de Dios, ¿qué había que temer en este destrozado mundo más que el hambre y el frío y el quedarse sin casa?
Ella había creído que, si escuchaba con más atención, sabría qué respuesta darle a Ashley.
—¡Oh! —exclamó, y la decepción de su voz era la de un chiquillo que abre un paquete lujosamente envuelto y ve que está vacío. Al notar su tono, él sonrió con pena, como excusándose. —Perdóname, Scarlett, por hablarte así. No puedo hacer que me entiendas porque tú posees un corazón de león junto con una completa ausencia de imaginación, y te envidio ambas cualidades. A ti jamás te importará afrontar realidades, y jamás ansiarás escapar de ellas como yo.
—¡Escapar!
Parecía que ésta fuera la única palabra inteligible que él hubiera pronunciado. Ashley, lo mismo que ella, estaba fatigado de la lucha y deseaba escapar. Su respiración se aceleró.
—¡Oh, Ashley! —exclamó—. Estás equivocado. Yo también deseo escapar. ¡Estoy tan cansada de todo!
Una escèptica sorpresa arqueó las cejas de él. Scarlett puso una mano, febril y apremiante, sobre el brazo de Ashley.
—Escúchame —comenzó a decir vertiginosamente, con palabras que se atropellaban las unas a las otras—. Estoy cansada de todo, te lo confieso. Me duelen hasta los huesos, y no puedo aguantarlo más. He luchado por la comida y por el dinero, he arrancado hierbajos y manejado el azadón, he recogido el algodón y hasta he arado; pero ya no puedo resistirlo más. Créeme, Ashley: ¡el Sur está muerto! ¡Está muerto! Lo tienen los yanquis y los negros libres, y los recién llegados del Norte, y no queda nada para nosotros. ¡Ashley, huyamos de aquí! Él la miró intensamente, inclinando la cabeza para observar más de cerca su fisonomía, ahora arrebolada.
—¡Sí, huyamos… dejándolos a todos! Estoy ya harta de trabajar para los demás. Alguien se ocupará de ellos. Siempre hay alguien que se ocupa de los que no pueden ocuparse de sí mismos. ¡Oh, Ashley, huyamos tú y yo! Podríamos marcharnos a México… En el ejército mexicano buscan oficiales, y podríamos ser felices allí. Yo trabajaré para ti, Ashley. Haré por ti cualquier cosa. Ya sabes que tú no amas a Melante…
Él iba a hablar con el aturdimiento reflejado en su semblante; pero ella detuvo sus palabras con un torrente de las suyas:
—Me dijiste que me amabas más que a ella aquel día… ¡Oh!, ¿te acuerdas de aquel día? ¡Y sé que no has cambiado! Y acabas de decir que ella no es más que un sueño… ¡Oh, Ashley, huyamos! Podría hacerte feliz. Y, de todas maneras —añadió con encono—, Melanie no puede…, el doctor Fontaine dijo que ella no podría ya tener más hijos, y yo podría darte…
Las manos de Ashley le apretaban los hombros tan fuertemente que le hacían daño. Se detuvo, falta de aliento.
—Habíamos quedado en que olvidaríamos ese día en Doce Robles —dijo él.
—¿Crees que jamás podría olvidarlo? ¿Lo has olvidado tú? ¿Puedes decir honradamente que no me quieres?
Él hizo una profunda aspiración de aire y contestó rápidamente.
—No, no te quiero.
—És mentira.
—Aun siendo mentira —dijo Ashley, y su voz tenía acentos de calma mortal—, no es cosa que pueda discutirse.
—¿Quieres decir que…?
—¿Crees que podría marcharme y abandonar a Melanie y al niño, aunque los odiase a los dos? ¿Destrozar el corazón de Melanie? ¿Entregarlos a una y a otro a la caridad de nuestros amigos? Scarlett, ¿estás loca? ¿No te queda el menor sentimiento de lealtad? Nunca podrás abandonar a tu padre y a tus hermanas. Es una responsabilidad que te incumbe, lo mismo que a mí me incumbe la de Melanie y Beau, y, tanto si no puedes más como si puedes, ahí los tienes, y has de llevar tu cruz. .
—Podría dejarlos a todos…; estoy harta de ellos…, harta de todo…
Ashley se inclinó hacia ella y, por un instante, Scarlett creyó, con el corazón palpitante, que él iba a cogerla entre sus brazos. Pero, en vez de hacerlo, Ashley le acarició una mano y le habló como si apaciguase a una chiquilla.
—Ya sé que estás cansada y harta de todo. Por eso hablas así. Has soportado una carga excesiva para tus hombros. Pero voy a ayudarte…; no seré siempre tan torpe.
—No hay más que una manera de ayudarme —dijo ella con voz apagada—, y es llevándome lejos de aquí y buscando los dos una nueva vida en otra parte donde tengamos alguna probabilidad de ser dichosos. Nada hay que nos retenga aquí.
—Nada —respondió él quedamente—. Nada…, excepto el honor.
Ella le miró con desilusionada ansiedad y vio, como si fuera la primera vez, cómo la media luna que formaban sus pestañas tenía el cálido matiz del trigo maduro, cuan erecta se asentaba su cabeza sobre su cuello desnudo y cómo aquel cuerpo erguido y esbelto había conservado el sello de raza y de dignidad a despecho de los grotescos harapos que lo cubrían. Sus ojos se encontraron, los de ella tiernos e implorantes, los de él tan remotos como dos lagos de montaña bajo un cielo gris.
Y ella leyó en los suyos el fracaso de todos sus sueños, de todas sus locas ansias.
Abrumada por el dolor de su corazón y por el cansancio, inclinó la cabeza, dejándola caer entre sus manos y rompió a llorar. Nunca la había visto él llorar. Nunca había creído que las mujeres de tan vigoroso temple pudiesen llorar, y a su vez se vio dominado por la ternura y el remordimiento. Se acercó a ella súbitamente, y un instante después la tomó entre sus brazos, anidada en ellos confortablemente, oprimiendo su oscura cabecita contra su corazón, y diciéndole:
—¡Querida mía! ¡Tú que eres tan valiente! ¡No llores! ¡No debes llorar!
De inmediato, percibió Ashley que todo cambiaba en ella al sentirse entre sus brazos, y notó que había algo mágico y enloquecido en aquel frágil cuerpecillo que se ceñía al suyo, y un resplandor cálido y dulce en aquellos ojos verdes que lo miraban. Parecía que ya no existiese el cruel invierno. Para Ashley, había vuelto la primavera, esa medio olvidada y fragante primavera de verdores y murmullos de fuentes, una primavera plácida e indolente, de días despreocupados en los que los juveniles deseos circulaban por sus venas. Se desvanecieron por encanto todos los años amargos y vio que los labios de ella, rojos y temblorosos, se abrían cerca de él y los besó.
En los oídos de ella retumbó un ruido extraño y profundo, como si hubiese puesto junto a ellos dos caracolas de mar, y a través de aquel fragor percibió oscuramente la trepidación de su corazón. Su cuerpo parecía fundirse con el de Ashley, y durante un incalculable momento permanecieron unidos el uno al otro, mientras los labios de él oprimían los de Scarlett ansiosa, insaciablemente.
Cuando súbitamente la soltó, a ella le pareció que no podía si quiera tenerse en pie, y su mano buscó a tientas la cerca para apoyarse. Levantó hacia él sus ojos, resplandecientes de amor y de triunfo.
—¡Me amas! ¡Me amas! Dilo…, ¡dilo!
Las manos de Ashley descansaron sobre los hombros de ella, y Scarlett percibió su temblor y se enorgulleció. Se inclinó ardientemente hacia él, pero Ashley la detuvo con la mano, mirándola con ojos de los que había desaparecido toda vaguedad, con ojos atormentados por la lucha y la desesperación.
—¡No te acerques! —dijo—. ¡No te acerques! ¡Si lo haces, serás mía aquí mismo!
Ella sonrió. Una sonrisa resplandeciente y cálida que hacía caso omiso del lugar y del tiempo, de todo lo que no fuese la memoria de la boca de él sobre la suya.
De pronto, él la cogió por los brazos y la sacudió violentamente, la sacudió hasta que sus negros cabellos se desparramaron sobre sus hombros, la sacudió con loca rabia hacia ella y hacia él mismo.
—¡No lo haremos! —gritó—. ¡Te juro que no lo haremos!
A Scarlett le pareció que el cuello se le iba a romper si él le daba otra sacudida. Los cabellos le cubrían los ojos, cegándola, y el arranque de Ashley la había aturdido. Se desasió de sus manos y lo miró fijamente.
En la frente de Ashley se habían formado pequeñas gotitas de sudor, y tenía las manos cerradas en forma de garras, como si le doliesen. La miró cara a cara, con penetrantes ojos grises.
—Es culpa mía…, no tuya, y no volverá a suceder, porque me voy a llevar a Melanie y al niño, y nos iremos.
—¡Iros! —exclamó ella con angustia—. ¡Oh, no!
—¡Sí, te lo juro! ¿Crees que podría quedarme aquí después de lo ocurrido? Cuando volviese a suceder…
—Pero, Ashley, no puedes marcharte. ¿Por qué habrías de marcharte? Me quieres…
—¿Deseas que te lo confiese? Pues bien, lo diré. Te quiero.
Se inclinó hacia ella con tan repentino furor que Scarlett retrocedió, casi incrustándose en el cercado.
—Te quiero. Te quiero por tu bravura y tu tenacidad, y tu brío y tu implacable dureza. ¿Cuánto te quiero? Tanto que, hace un momento, hubiera ultrajado la hospitalidad de la casa que nos ha acogido a mi familia y a mí, hubiera olvidado la esposa más buena que jamás pueda tener un hombre… Te quiero lo bastante para haberte poseído aquí mismo, sobre el barro, como un…
Ella se debatía en un caos de pensamientos y sentía en su corazón un punzante y frío dolor, como si un témpano lo hubiese atravesado. Y dijo, balbuciendo: —Si sentías todo eso y no te has hecho dueño de mí…, entonces, es que no me quieres.
—Jamás podré hacer que me comprendas.
Permanecieron mirándose en silencio. De pronto, Scarlett se estremeció, y vio, como si regresase de una larga jornada, que era invierno, y que los campos eran ásperos eriales, y que ella tenía frío. Vio también que aquel rostro impenetrable y lejano de Ashley, que ella conocía tan bien, había reaparecido, y era también un rostro invernal, asolado por el dolor y el remordimiento.
Hubiera dado la vuelta y le hubiera dejado, buscando el asilo de su casa para esconderse, pero se sentía demasiado exhausta para moverse. Incluso hablar representaba un trabajo, una fatiga.
—No me queda nada —dijo al fin—. No me queda nada. Nada que amar. Nada por qué luchar. Tú te vas, y Tara se va.
El la miró durante largos instantes, y después, inclinándose, cogió del suelo un puñado de tierra arcillosa y rojiza.
—Sí, algo te queda —dijo, y el espectro de su antigua sonrisa retornó a su faz, una sonrisa que parecía burlarse un poco de ella y de sí mismo—. Algo que tú amas más que a mí, aunque acaso no te des cuenta. Todavía tienes Tara.
Asió su mano, y depositando en la palma la húmeda arcilla, cerró sobre ella los dedos de Scarlett. Ahora, ni en las manos de ella ni en las manos de Ashley quedaban vestigios de fiebre. Scarlett miró un instante aquella rojiza pasta; nada significaba para ella. Le miró después a él y comprendió vagamente que había en él una integridad de espíritu que no podía ser rota ni por sus manos apasionadas ni por manos algunas.
Aunque ello le costase la vida, Ashley jamás dejaría a Melanie. Aunque se abrasase de pasión por Scarlett, jamás sería suyo, y haría lo indecible para mantenerse a distancia de ella. Nunca podría ella atravesar tal coraza. Las palabras «hospitalidad», «honor», «lealtad», significaban para él mucho más que para ella.
La arcilla continuaba, fría, en su mano, y ella la miró otra vez. —Sí —dijo—. Aún me queda esto.
Al principio, las palabras no tenían valor alguno para ella, y la arcilla era solamente arcilla. Pero, como un intruso, penetró en su mente el recuerdo de aquel mar de rojizo polvo que rodeaba a Tara, y pensó cuan querido le era y cuánto había luchado ella para conservarlo, así como cuánto tendría que luchar aún si quería conservarlo en adelante. Miró a Ashley otra vez, y no pudo por menos de preguntarse adonde había ido a parar aquella oleada de pasión. Podía pensar en él o pensar en Tara, pero no sentía nada porque su cuerpo había quedado limpio de toda emoción. —No necesitas marcharte —le dijo con voz firme—. No necesitáis moriros de hambre simplemente porque me haya ofrecido a ti. Esto no volverá a suceder nunca.
Dio media vuelta y se alejó camino de la casa a través de los desiguales campos, arrollando sus cabellos en un moño sobre su nuca. Ashley la contempló mientras se iba y observó cómo Scarlett erguía sus frágiles hombros conforme caminaba. Y este gesto penetró en su corazón mucho más profundamente que cualesquiera palabras que ella hubiera pronunciado.