30

Durante el caluroso verano que siguió a la paz, Tara salió repentinamente de su aislamiento. A lo largo de varios meses, una riada de espectros barbudos, andrajosos y siempre hambrientos y con los pies doloridos, subieron trabajosamente el rojizo cerro hasta Tara para descansar sobre los sombreados peldaños del pórtico delantero, solicitando algo que comer y alojamiento por una noche. Eran soldados confederados que regresaban a pie a sus casas. El ferrocarril había transportado los restos del ejército de Johnston desde Carolina del Norte hasta Atlanta, y los había descargado a todos allí, y desde Atlanta comenzaban las peregrinaciones individuales. Cuando pasó la oleada de soldados de Johnston comenzaron a llegar los fatigados veteranos del ejército de Virginia, y después las tropas occidentales, dirigiéndose todos hacia el sur, hacia hogares que acaso no existieran ya, y a unirse con familias que quizás estuvieran dispersas o muertas. La mayoría caminaban a pie, unos cuanto afortunados cabalgaban sobre flacos jamelgos y muías que, según las cláusulas de la rendición, podían conservar, extenuados animales que aun el más lerdo podía ver que no llegarían jamás a Florida o a Georgia meridional.

¡A casa! ¡A casa! Este era el único pensamiento que albergaba la mente de aquellos soldados. Unos estaban tristes y silenciosos; otros alegres y sin hacer caso de todas las dificultades, porque la idea de que la guerra había terminado y de que volvían a sus casas sostenía su ánimo. Muy pocos se mostraban enconados y vengativos. Dejaban los odios a las mujeres y a los viejos. Habían sostenido una buena pelea, habían perdido, y ahora estaban dispuestos a empuñar el arado otra vez bajo la misma bandera contra la que combatieran activamente.

¡A casa! ¡A casa! No sabían hablar de otra cosa, ni de batallas, ni de heridas, ni de prisiones, ni siquiera del porvenir. Más tarde revivirían las batallas y contarían a sus hijos y a sus nietos estrategias y expediciones y cargas, y marchas forzadas, y heridas recibidas, y días de hambre, pero ahora no. Algunos de ellos habían perdido un brazo, una pierna o un ojo, muchos ostentaban cicatrices que les dolerían en tiempo lluvioso aunque viviesen hasta los setenta años, pero todas estas cosas eran insignificantes por el momento. Más tarde sería distinto.

Viejos y jóvenes, charlatanes y taciturnos, ricos plantadores y curtidos obreros, todos tenían dos cosas en común: los piojos y la disentería. El soldado confederado estaba ya tan acostumbrado a este estado parasitario, que ni pensaba en ello siquiera, y se rascaba sin el menor reparo en presencia de las damas. En cuanto a la disentería —el «flujo de sangre», como lo llamaban las damas delicadamente—, parecía no haber perdonado a nadie, ya fuera simple soldado o general. Cuatro años de deficiente nutrición, cuatro años de raciones indigestas o en mal estado, habían dejado rastros profundos en cada uno de los militares que se detuvieron en Tara, y el que no estaba convaleciente de tal enfermedad era porque la padecía aún.

—No hay un solo vientre sano en todo el ejército confederado —observaba Mamita sombríamente, mientras sudaba junto a la lumbre preparando una amarga infusión de raíces de morera que había sido el soberano remedio de Ellen para tales afecciones—. Para mí no fueron los yanquis los que vencieron a nuestros señores. Fueron esas cosas que llevan dentro. No hay nadie que pueda pelear cuando las tripas se le vuelven agua.

Mamita daba su medicina a todos, sin detenerse a hacer inútiles preguntas acerca del estado de sus órganos interiores, y todos ellos bebían la poción sumisamente y con caras contraídas por el amargor, recordando acaso otros rostros negros mucho más duros y otras manos negras e inexorables que sostenían cucharas con medicamentos.

En cuanto a la «compañía», Mamita se mostraba no menos severa. En Tara no podía entrar ningún soldado piojoso. Los obligaba a ir tras un grupo de malezas, los despojaba de sus uniformes, les daba un barreño de agua y un recio jabón de greda para lavarse, y les dejaba mantas o colchas para cubrir su desnudez mientras ella metía en agua hirviendo todas sus ropas en el enorme caldero de la colada. Era inútil que las señoritas le dijesen que esto humillaba a los pobres soldados. Mamita argumentaba que mucho más humilladas habrían de sentirse ellas si se encontraban piojos encima.

Cuando los soldados comenzaron a venir todos los días, Mamita protestó de que se les permitiese utilizar los dormitorios. Siempre temía que se le hubiese escapado algún bicho. En vez de discutir con ella, Scarlett decidió convertir en dormitorio el salón, con su mullida alfombra de terciopelo. Mamita gritó más aún ante el sacrilegio de que se permitiese a los soldados acostarse sobre las alfombras de Ellen, pero Scarlett se mantuvo firme. En alguna parte tenían que dormir los pobrecillos. Y, en los meses que siguieron a la rendición, la espesa y mullida trama de la alfombra comenzó a mostrar señales de deterioro, y el cañamazo no tardó en asomar por los lugares en donde los taconazos eran más frecuentes o en donde las espuelas habían dado más dentelladas.

A todos los soldados les preguntaban ansiosamente por Ashley. Suellen, nerviosa, siempre pedía noticias de Kennedy. Pero ninguno parecía saber quiénes eran, ni se mostraban dispuestos a hablar de los desaparecidos. Bastante era que ellos hubiesen salvado la vida, y no querían pensar en los millares que yacían en anónimas tumbas y que jamás regresarían.

La familia procuraba levantar el ánimo de Melanie después de cada una de estas decepciones. Por supuesto, Ashley no podía haber muerto en una prisión. Si así hubiese ocurrido, algún capellán yanqui les habría escrito. Sin duda regresaría, pero quizá su prisión estuviera en algún punto lejano de Tara. Aun en tren, podían ser necesarios muchos días, y si Ashley tenía que venir a pie como aquellos pobres… «¿Por qué no habrá escrito?» «Bueno, querida, todos sabemos cómo andan ahora los correos…, tan inciertos e irregulares aun en donde se han restablecido las rutas postales.» «¿Y si ha muerto por el camino?» «Melanie, alguna mujer yanqui nos hubiera escrito…»

«¡Mujeres yanquis; bah!…» «Melly, hay mujeres yanquis que son buenas.» «Sí, naturalmente, Dios no podría crear una nación sin poner en ella mujeres buenas y decentes. Scarlett, ¿no te acuerdas de que conocimos a una yanqui muy simpática en Saratoga, aquella vez? Cuéntale, cuéntale a Melly…»

—¿Simpática? ¡Narices! —contestó Scarlett—. ¡Me preguntó cuántos sabuesos teníamos en la finca para cazar a los negros si se escapaban! Estoy de acuerdo con Melly. Jamás he conocido a ningún yanqui simpático, hombre o mujer. Pero ¡no llores, Melly! Ashley volverá. El trayecto es largo, y acaso el pobre no tenga ni zapatos.

Y, ante la sola idea de que Ashley pudiese andar descalzo, Scarlett sintió ganas de llorar. Otros soldados podían andar cojeando con los pies cubiertos de trapos o retazos de alfombra, pero Ashley no. Debía regresar sobre un gallardo caballo, vestido con elegantes ropas y relucientes botas, con una pluma en el sombrero. Para ella, la última degradación era pensar que Ashley se hallaba reducido al mismo estado de miseria que los otros soldados.

Una tarde de junio, cuando todo el mundo en Tara se había congregado en el pórtico trasero para contemplar ansiosamente cómo Pork arrancaba la primera sandía de la estación, a medio madurar nada más, oyeron pisadas de cascos por la enarenada senda de la entrada principal. Prissy se levantó lánguidamente para ir a la puerta mientras las demás discutían con ardor acerca de si debían esconder la sandía o reservarla para la cena de aquella noche, si el visitante resultaba ser algún soldado.

Melly y Carreen sugirieron que al soldado visitante se le diese también su ración, pero Scarlett, apoyada por Suellen y por Mamita, hizc señas a Pork para que la escondiese.

—¡No seáis idiotas! Ni siquiera tenemos bastante para nosotros, y si vienen dos o tres soldados hambrientos, ninguno de nosotros va a poder probarla siquiera.

Mientras Pork se quedaba quieto con la sandía apretada contra su cuerpo, inseguro de cuál sería la decisión final, oyeron chillar a Prissy:

—¡Dios Todopoderoso! ¡Señora Scarlett! ¡Señora Melly! ¡Vengan en seguida!

—¿Quién será? —gritó Scarlett, saltando por los escalones y corriendo hacia el vestíbulo con Melly a su lado y las otras detrás.

«¡Ashley! —pensó—. ¡Oh, acaso…!»

—¡Es el tío Peter! ¡El tío Peter, el de la señora Pittypat!

Corrieron todas hacia el pórtico delantero y vieron al alto y canoso viejo déspota de la casa de tía Pitty que desmontaba de una yegua con cola de ratón sobre cuyos lomos se había colocado un trozo de colchoneta. En la cara redonda y negra de tío Peter, el aire de dignidad que le era habitual pugnaba con el gozo de ver a antiguos amigos, y, como resultado, su frente quedaba surcada de profundas arrugas al tiempo que su boca se abría desdentada y feliz como la de un viejo sabueso.

Todos se precipitaron por la escalinata para saludarle, lo mismo blancos que negros, estrechando su mano y acribillándole a preguntas, pero la voz de Melly se elevó sobre la de los demás.

—¿Está enferma la tía Pitty?

—No, señora. No anda mal, gracias a Dios —contestó Peter, mirando severamente, primero a Melly y luego a Scarlett, que se sintieron algo avergonzadas sin saber por qué—. No anda mal, pero está indignada con ustedes, y, a decir verdad, también lo estoy yo. —Pero, tío Peter… ¿Qué pasa?

—No sirve de nada excusarse. ¿No les ha escrito la señora Pitty no sé cuántas veces que vayan ustedes a su casa? ¿No la he visto yo escribir y llorar después cuando le contestaban ustedes que tenían tanto que hacer aquí, en esta casucha vieja, y no podían ir? —Pero, tío Peter…

—¿Cómo la dejan ustedes tan sola, cuando ella está tan asustada? Saben tanto como yo que es una señora que no puede vivir sola y que se muere de miedo desde que volvió de Macón. Me ha dicho que les diga bien claro que no puede comprender cómo la dejan tan abandonada en estas horas de necesidad.

—Bueno, chitón ya —dijo Mamita, malhumorada, porque no le gustó que hablasen de Tara como de una «casucha vieja». Sólo un inculto negro de la ciudad podía ignorar la diferencia entre una plantación y una casucha—. ¿No estamos nosotros también en un momento de apuro? ¿No necesitamos nosotros aquí a la señora Scarlett y a la señora Melanie? Las necesitamos, y de veras. ¿Por qué la señora Pitty no pide ayuda a su hermano, si la necesita?

El tío Peter le dirigió una mirada fulminadora. —Hace años que no tenemos nada que ver con el señor Henry, y somos ya muy viejos para cambiar las cosas. —Se volvió hacia las muchachas, que trataban de reprimir la risa—. Ustedes, las señoras jóvenes, deberían sentir vergüenza de dejar tan sola a la señora Pitty, con la mitad de sus amigos muertos y la otra mitad en Macón, y Atlanta llena de soldados yanquis y de negros libres que creen poder hacer lo que les da la gana.

Las dos muchachas habían escuchado el sermón con cara seria mientras pudieron, pero la idea de que la tía Pitty les enviaba a Peter para reprenderlas y para llevárselas en brazos a todas hasta Atlanta rebasó su fuerza de voluntad. Rompieron en carcajadas y tuvieron que apoyarse unas en otras. Naturalmente, Pork, Dilcey y Mamita también lanzaron ruidosas risotadas al ver que se tomaba a broma al audaz que se atrevía a hablar de Tara con desprecio; Suellen y Carreen se ahogaban de risa, e incluso la fisonomía de Gerald parecía sonreír vagamente. Todo el mundo se reía, excepto Peter, que, en su indignación, sólo sabía apoyar su alto cuerpo tan pronto sobre una pierna como sobre la otra.

—Pero ¿qué te pasa, negro? —le preguntó Mamita, riéndose aún—. ¿Te has vuelto demasiado viejo para proteger a tu señora ama?

Peter se sintió insultado.

—¡Demasiado viejo…! ¿Demasiado viejo yo? ¡De ningún modo! Puedo proteger a la señora Pitty como la he protegido siempre. ¿No la protegí hasta Macón cuando íbamos huidos? ¿No la protegí cuando los yanquis llegaron a Macón y ella estaba tan asustada que se desmayaba a cada momento? ¿Y no compré esta yegua para llevarla a Atlanta otra vez y defenderla, a ella y a la plata que le dejó su padre, durante todo el camino? —Peter se erguía al reivindicarse a sí mismo—. Yo no hablo de protección. Hablo de las apariencias. —¿Qué apariencias?

—Hablo de lo que dice la gente viendo que la señora Pitty tiene que vivir sola. La gente suele criticar mucho a las damas solteras que viven solas —continuó Peter. Era evidente que, para él, Pittypat seguía siendo una joven regordeta y encantadora, de dieciséis años, a la que había que preservar de las malas lenguas—. Y yo no quiero que la gente pueda hablar mal de ella. No, no señor… Y no es cosa de que alquile habitaciones en su casa para tener compañía. Ya se lo he dicho. No, mientras tenga personas de su propia carne y de su propia sangre que deban estar con ella. Pero, si las personas de su propia sangre la dejan abandonada… La señora Pitty no es más que una niña…

Al oír esto, Scarlett y Melly lanzaron verdaderos alaridos de risa y se dejaron caer sobre los peldaños de la escalinata. Finalmente, Melly tuvo que enjugarse las lágrimas que las carcajadas hacían brotar de sus ojos.

—¡Pobre tío Peter! Perdona que me ría. Lo siento, perdóname… Ni la señora Scarlett ni yo podemos ir ahora a vuestra casa. Puede ser que yo vaya en septiembre, cuando ya esté recogido el algodón. ¿Te envió la tía sólo para que cargases con todas nosotras a lomos de ese saco de huesos?

A esta pregunta, las mandíbulas de Peter se abrieron repentinamente y la consternación inundó su rostro negro y arrugado. Su saliente labio inferior se encogió hasta las líneas normales con la rapidez de una tortuga que encoge el cuello para meter la cabeza dentro de su concha.

—Señora Melly, me voy haciendo viejo, por lo visto, porque se me había olvidado de momento la causa de que me mandasen aquí. Tengo una carta para usted. La señora Pitty no ha querido confiarla al correo o a otros, sino que quería que la trajese yo y… —¿Una carta? ¿Para mí? ¿De quién?

—Bueno, es de… La señora Pitty me dijo: «Tú, Peter, prepara poco a poco a la señora Melly», y yo digo…

Melly se levantó del peldaño, con la mano en la garganta. —¡Ashley! ¡Ashley! ¡Ha muerto…!

—¡No, no señora! —gritó Peter con voz que se elevó hasta hacerse un estridente grito, mientras rebuscaba en el bolsillo interior de su andrajosa chaqueta—. ¡Está vivo! ¡Esta carta es suya! ¡Va a venir…! ¡Oh, Dios Todopoderoso! ¡Cógela, Mamita! Déjame que yo… —¡No la toques, viejo idiota! —rugió Mamita, tratando de sostener el cuerpo de Melanie que, abandonado por todas sus energías, se desplomaba—. ¡Imbécil! ¡Mono negro! Conque ¿es así cómo la preparabas suavemente? ¡Tú, Pork, cógela por los pies! Señorita Carreen, ¡póngale bien la cabeza! ¡Llevémosla al sofá del salón!

Se produjo un confuso tumulto cuando todos, a excepción de Scarlett, se agruparon alrededor de la desmayada Melanie. Todo el mundo estaba alarmado y corría hacia la casa a buscar agua y almohadas; en un momento, Scarlett y Peter se encontraron solos y frente a frente al pie del pórtico. Ella se había quedado inmóvil, como si hubiese echado raíces, en la postura que había tomado al oír sus palabras, mirando azorada al aturdido negro que débilmente le tendía una carta. Su cara de negro viejo daba tanta compasión como la de un niño regañado por su madre; toda su dignidad se había derrumbado.

Por un momento, Scarlett no pudo ni hablar ni moverse, y su cerebro no cesaba de gritar: «¡No ha muerto! ¡Va a volver!» Sin embargo, esa noticia no parecía causarle ni júbilo ni excitación, sino sólo una completa inmovilidad. La voz del tío Peter llegaba hasta sus oídos como lejana, plañidera y sumisa.

—El doctor Willie Burr, de Macón, que es pariente nuestro, se la llevó a la señora Pitty. El señor Willie estaba en la misma prisión que el señor Ashley. Pero el señor Willie tenía caballo y llegó más pronto. Y el señor Ashley viene a pie y…

Scarlett arrancó el sobre de sus manos. Estaba dirigido a Melly con letra de la tía Pitty, pero esto no la hizo dudar ni un momento. Desgarró el sobre, y la nota que incluía la tía Pitty cayó al suelo. Dentro del sobre había un trozo de papel doblado, ennegrecido por el roce con el sucio bolsillo del que la había traído, arrugado y roto por los bordes. La dirección estaba escrita de puño y letra de Ashley: «Señora de George Ashley Wilkes. Suplicada a la señora Sarah Jane Hamilton, Atlanta, o en Doce Robles, Jonesboro, Estado de Georgia.» La abrió con temblorosos dedos y leyó: «Amada mía: Vuelvo a casa y a ti…»

Las lágrimas comenzaron a correr abundantemente por sus mejillas hasta el punto de no poder seguir leyendo, y su corazón pareció hincharse como si fuese incapaz de contener tanto júbilo. Asiendo fuertemente la carta, corrió escalinata arriba, pasó a lo largo del pasillo, sin entrar en el salón en donde todos se estorbaban unos a otros al tratar de reanimar a la desmayada Melanie, y se metió en el despachito de Ellen. Cerró la puerta de un golpe, echó la llave y se dejó caer sobre el hundido y baqueteado sofá, llorando, riendo, besando la carta.

—«Amada mía» —repitió ella en un murmullo—. «Vuelvo a casa y a ti.» El sentido común les decía que, a menos que le brotasen alas a Ashley, pasarían semanas, y acaso meses, antes de que pudiera cubrir el trayecto entre Illinois y Georgia, pero aun así sus corazones latían con furia cada vez que un hombre uniformado desembocaba por la avenida de acceso a Tara. Cualquier espantapájaros con barbas podía ser Ashley. Y, si no era el mismo Ashley, podía ser un soldado que trajese noticias suyas o una carta de tía Pitty hablando de él. Tanto negros como blancos, todos corrían al pórtico de la fachada en cuanto oían pasos. Ver un uniforme bastaba para que todos corriesen desde el rincón de la leña, desde el prado o desde la parcela dedicada al algodón. Durante un mes después de recibir aquella carta, el trabajo estuvo casi paralizado. No se hacía nada. Todo el mundo quería estar, allí cuando él llegase, Scarlett más que nadie. Y no podía exigir que los demás atendiesen a sus labores cuando ella misma descuidaba las suyas.

Pero, cuando se deslizaron las semanas, una tras otra, sin que llegase Ashley ni se tuviesen noticias suyas, Tara fue retornando a su acostumbrada rutina. Los corazones más ansiosos sólo pueden soportar la ansiedad hasta cierto límite. Y en la mente de Scarlett fue penetrando el temor de que le hubiese ocurrido algo durante el trayecto de regreso. Rock Island estaba muy lejos, y acaso él estuviese enfermo o muy débil cuando fue puesto en libertad. No poseía dinero alguno, y viajaba por regiones en donde se odiaba a los confederados. Si ella supiese dónde se hallaba, le enviaría dinero, le enviaría hasta el último centavo que tenían, aunque la familia pereciese de hambre, para que él pudiese llegar antes en el tren.

«Amada mía: Vuelvo a casa y a ti…»

En el primer impulso de alegría, cuando sus ojos leyeron estas palabras, significaron tan sólo que Ashley volvía a ella. Ahora, razonando fríamente, comprendía que era a Melanie a quien volvía. A Melanie, que ahora paseaba por la casa cantando muy gozosa. A veces, Scarlett lamentaba con rabia que Melanie no hubiese muerto de parto en Atlanta. Eso lo habría arreglado todo. Entonces, después de un intervalo decente, ella se hubiese podido casar con Ashley y ser una buena madrastra para Beau. Cuando se le ocurrían tales pensamientos, no se precipitaba a rezar para que Dios la perdonase, fingiendo que no deseaba tal cosa. Ni el mismo Dios la asustaba ya.

Los soldados llegaban ora solos, ora a pares o por docenas, y siempre estaban hambrientos. Scarlett, desesperada, creía que una plaga de langosta hubiera sido preferible. Maldecía nuevamente las viejas costumbres hospitalarias que habían prevalecido en las épocas de abundancia, estas costumbres que no permitían que ningún viajero, poderoso o humilde, prosiguiera su jornada sin que se le ofreciese al menos alojamiento por una noche, alimentos para él y para su cabalgadura y la mayor cortesía que se pudiera otorgar en la casa. Ella sabía que esa época había pasado para no volver, pero el resto de la casa no lo sabía, ni lo sabían tampoco los soldados, y se recibía a cada uno de ellos como si fuese un huésped a quien se esperaba con ansiedad.

Conforme iba pasando por allí la interminable fila, se iba endureciendo su corazón. Los soldados se estaban comiendo las vituallas destinadas a las bocas de Tara: las legumbres para cuya siembra y recolección ella había tenido que quebrarse el espinazo, los otros víveres que había podido comprar después de largos kilómetros de búsqueda. Era dificilísimo encontrar alimentos, y el dinero de la cartera del yanqui no iba a durar siempre. Sólo quedaban unos cuantos billetes dé reverso verde y las dos monedas de oro. ¿Por qué había ella de dar de comer a toda aquella horda de hombres hambrientos? Ya no habrían de colocarse nuevamente como barrera entre ella y el peligro. Por lo tanto, dio órdenes a Pork de que siempre que hubiese un soldado en la casa las comidas fuesen lo más parcas posible. Esta regla prevaleció hasta que observó que Melanie, que jamás había recobrado el vigor desde que naciera Beau, hacía que Pork no le pusiese casi nada en el plato, para dar su parte a los soldados.

—No lo hagas más —dijo riñéndola—. Estás todavía medio enferma y si no te alimentas lo bastante tendrás que volver a guardar cama y tendremos que cuidarte. Deja que esos hombres se queden con hambre. Ellos pueden aguantarlo. Lo han aguantado durante cuatro años y pueden muy bien aguantarlo un poco más.

Melanie se volvió hacia ella, y en su rostro se transparentó la primera expresión de verdadera emoción que Scarlett había visto en sus ojos serenos.

—¡Oh, Scarlett, no me riñas! Déjame que lo haga. No sabes cuánto me consuela hacerlo. ¡Cada vez que doy mi parte a uno de esos hombres, pienso que acaso en alguna parte del trayecto desde el Norte hay alguna mujer compasiva que cede a mi Ashley una parte de su comida y le ayuda con ello a que vuelva más pronto! «¡Mi Ashley!» «¡Vuelvo a casa y a ti!»

Scarlett la dejó. No podía ni hablar. Después de esta conversación, Melanie notó que había más de comer en la mesa cuando venían huéspedes, aunque a Scarlett le doliese cada bocado que comían.

Cuando los soldados estaban demasiado enfermos para proseguir su viaje, Scarlett los dejaba acostarse, pero no de muy buena gana. Cada enfermo significaba una boca más que alimentar. Alguien tenía que ocuparse de él, y esto significaba menos manos para la labor de reparar vallados, arrancar hierbas, manejar la azada y el arado. Un muchacho, en cuyo rostro comenzaba apenas a brotar un rubio vello, fue dejado en el pórtico delantero por un militar montado que seguía hasta Fayetteville. Lo había encontrado sin sentido junto a la carretera y lo había llevado, atravesado sobre la silla, hasta Tara, la casa más próxima. Las chicas suponían que sería uno de aquellos cadetes a quienes se hizo abandonar la Academia Militar cuando Sherman se acercaba a Milledgeville; pero no llegaron a averiguarlo jamás, ya que murió sin recobrar el conocimiento, y el registro de sus bolsillos no arrojó ninguna luz sobre su identidad.

Un guapo chico, evidentemente de buena familia… En algún lugar del Sur habría alguna mujer que escudriñaría los caminos preguntándose por dónde andaría él y si volvería o no, lo mismo que ella y Melanie miraban ansiosamente a toda figura barbuda que se acercaba por el sendero de ingreso. Enterraron al cadete en el pequeño cementerio de la familia, junto a los tres niñitos O’Hara, y Melanie lloró a lágrima viva mientras Pork llenaba la fosa; se preguntaba, angustiada, si gentes extrañas estarían haciendo lo mismo con el vigoroso cuerpo de Ashley.

Will Benteen fue otro soldado que, igual que el anónimo jovencito, llegó sin conocimiento, atravesado sobre la montura de un camarada. Will estaba gravemente atacado de pulmonía y, cuando las chicas le metieron en cama, temieron que pronto iría a reunirse con el jovencito en el pequeño cementerio.

Tenía la pálida tez de los labradores de la Georgia meridional, cabellos de un rubio rosado y apagados ojos azules que, aun en su delirio, parecían dulces y pacientes. Una de las piernas estaba cortada por la rodilla, y bajo el muñón se había ajustado una pierna de madera mal cepillada.

Era seguramente un labrador, como el muchacho recientemente sepultado era sin duda hijo de algún plantador. Las chicas sabían esto, aunque no hubieran podido decir por qué. Ciertamente, Will no estaba más sucio, ni era más velludo, ni tenía más piojos encima que muchos verdaderos caballeros que pasaban por Tara. Ciertamente, el lenguaje que empleaba en su delirio no era menos correcto que el de los gemelos Tarleton. Pero ellas sabían intuitivamente, igual que distinguían un caballo de raza de uno de anónimos y mezclados ascendientes, que aquél no era un hombre de su clase. Ello no les impidió hacer todo lo posible para salvarlo.

Demacrado por un año pasado en una prisión yanqui, agotado por su larga caminata con la mal ajustada pierna de palo, tenía pocas energías para combatir la pulmonía, y durante varios días yació sobre la cama quejándose, tratando de incorporarse, disputando otra vez pasadas batallas. Ni una sola vez llamó a una madre, esposa, hermana o novia, y esta omisión preocupaba a Carreen.

«Todo hombre debe tener algún pariente o amigo íntimo —decía—. Pero parece que este hombre no conozca a nadie en el mundo entero.»

A pesar de su extremada delgadez, poseía un organismo resistente, y los buenos cuidados lo salvaron. Llegó finalmente el día en que sus ojos azul claro, ya conscientes de lo que les rodeaban, se detuvieron en Carreen, sentada cerca de él rezando el rosario, y con el sol de la mañana brillando sobre sus cabellos.

—Así que no era usted una cosa de sueño —dijo con su voz igual y sin matices—. Espero no haberla molestado demasiado, señorita.

La convalecencia fue larga; él yacía tranquilamente mirando los magnolios desde la ventana y dando poco que hacer. A Carreen le agradaba por sus plácidos silencios, sin asomo de embarazo. Se quedaba sentada cerca de él durante las largas y calurosas tardes, abanicándole sin decir nada.

Carreen tenía poco que decir aquellos días mientras se movía, delicada y etérea como una aparición, para ocuparse de las escasas tareas que le permitían sus fuerzas. Rezaba mucho; cuando Scarlett entraba en su habitación sin llamar, siempre la encontraba arrodillada junto a la cama. Tal espectáculo jamás dejaba de irritarla, porque Scarlett consideraba que el tiempo de rezar había pasado. Si Dios había creído necesario castigarles así, entonces Dios podía pasarse muy bien sin rezos. Para Scarlett, la religión siempre había sido una especie de transacción. Ella prometía a Dios ser buena a cambio de favores. Si Dios había quebrantado el convenio una y otra vez, según ella pensaba, le parecía que nada absolutamente le debía ahora a Dios. Y siempre que encontraba a Carreen de rodillas, cuando debería estar echando la siesta o remendando, le parecía que eludía compartir las cargas de los demás.

Así se lo dijo a Will Benteen una tarde, cuando él pudo ya sentarse en una silla, y quedó sorprendida ante la respuesta de su voz sin inflexiones:

—Déjela usted, señora Scarlett. Eso la consuela.

—¿La consuela?

—Sí, reza por la madre de ustedes y por él.

—¿Quién es «él»?

Los pálidos ojos del hombre la miraron desde detrás de las rubias pestañas, sin sorpresa. Nada parecía sorprenderle o emocionarle. Acaso había visto demasiadas cosas insospechadas para poder ya sentir emoción alguna. Que Scarlett pareciese ignorar el secreto del corazón de su hermana no le resultaba extraño. Lo aceptó como había aceptado el hecho de que Carreen encontrara alivio contándoselo a él, un extraño.

—Su novio, ese Brent, o como se llame, que murió en Gettysburg. —¿Su novio? —exclamó Scarlett—. ¡Qué novio ni qué calabazas! Tanto él como su hermano eran pretendientes míos.

—Sí, ya me lo dijo. Parece ser que todos los jóvenes de la comarca eran pretendientes de usted. Pero, aun así, se hizo novio de ella después de que usted le rechazara, porque cuando él estuvo por aquí de permiso quedaron prometidos. Ella me ha dicho que era el único muchacho que le ha interesado en su vida, y por eso ahora encuentra consuelo rezando por él.

—¡Vaya, esto sí que tiene gracia! —dijo Scarlett, sintiendo un leve alfilerazo de celos.

Miró con curiosidad a aquel hombre flaco y de encorvados hombros, con su cabello rojizo y sus ojos plácidos y firmes. Resultaba que sabía cosas de su propia familia que ella no se había preocupado de averiguar. ¡Conque era por eso por lo que Carreen andaba siempre suspirando y se pasaba el tiempo rezando! Bueno, ya se le curaría. Multitud de chicas habían perdido el novio, y hasta el marido, y se consolaban al fin. ¿No se había consolado ella totalmente de la muerte de Charles? Y conocía una muchacha de Atlanta que había quedado viuda tres veces durante la guerra, y todavía se interesaba por los hombres. Así se lo dijo a Will; pero éste movió la cabeza.

—La señorita Carreen no es de ésas —dijo con acento concluyente.

Era agradable charlar con Will porque tenía poco que decir, y en cambio era un oyente muy comprensivo. Scarlett le habló de sus problemas: arrancar hierbas, trabajar con el azadón, plantar, engordar a los cerdos, vigilar la leche de la vaca, y él le dio buenos y prácticos consejos, porque había sido propietario de dos negros y de una pequeña granja en el sur de Georgia. Sabía que ahora sus esclavos quedaban libres y que la granja estaba invadida por las hierbas y por las semillas de pino. Su hermana, único pariente que tenía, se había trasladado a Texas años antes, con su marido, y él había quedado solo en el mundo. Sin embargo, nada de eso parecía importarle, como tampoco parecía acordarse de la pierna que se había dejado en Virginia.

Sí, Will vino a ser un alivio para Scarlett después de los penosos días en que los negros murmuraban, y Suellen protestaba y lloraba constantemente, y Gerald preguntaba con demasiada frecuencia dónde estaba Ellen. A Will le podía contar todo. Incluso le contó cómo había matado al yanqui, y se enorgulleció cuando él comentó brevemente:

—¡Bien hecho!

En ocasiones, toda la familia solía ir a parar al cuarto de Will para descargar sus preocupaciones, incluso Mamita, que al principio se mantenía distante, ya que él no era «persona de calidad», puesto que sólo poseía un par de esclavos. Cuando Will pudo al fin andar por la casa, comenzó a ocupar sus ociosas manos en confeccionar canastos de listones de roble y en reparar todos los muebles estropeados por los yanquis. Era diestro para los trabajos en madera, y Wade andaba constantemente a su lado para que le hiciese juguetes, los primeros juguetes que el chiquillo había tenido. Estando Will en la casa, todo el mundo se sentía tranquilo al dejar a Wade y a los dos niños, mientras los mayores iban a trabajar, porque él sabía cuidarlos perfectamente, y sólo Melanie le superaba en habilidad para calmar a un chiquillo llorón, blanco o negro.

—Han sido ustedes muy buenas conmigo, señora Scarlett, siendo yo un extraño y sin conocerme siquiera. Les he dado mucho que hacer, muchas molestias, y, si no tienen inconveniente, voy a quedarme aquí y ayudar con mi trabajo hasta que pueda pagarles algo de lo que han hecho en mi favor. No puedo pagarlo todo, por supuesto, porque no hay nada con que un hombre pueda pagar el haberle salvado la vida.

Así, se quedó allí y, de modo gradual, casi imperceptiblemente, una buena porción de las cargas de Tara pasaron de los hombros de Scarlett a la huesuda espalda de Will Benteen.

Llegó septiembre, y con él la recolección del algodón. Will Benteen, sentado en la escalinata delantera, a los pies de Scarlett, al agradable calor de una tarde de principios de otoño, dejaba oír su voz plana, que disertaba sobre el elevado coste de limpiar y desfibrar el algodón en el nuevo ingenio cercano a Fayettevílle. No obstante, había averiguado ese mismo día en Fayetteville que podía reducir el gasto a una cuarta parte prestando el carro y el caballo durante dos semanas al propietario. Había aplazado la aceptación de la oferta hasta poder hablar del asunto con Scarlett.

Ella miró la flaca y alta figura que se apoyaba contra una columna del pórtico, chupando una paja. Indudablemente, como decía Mamita con gran frecuencia, Will era un don de los dioses, y la misma Scarlett se preguntaba más de una vez cómo habrían podido vivir sin él durante los últimos meses. Nunca tenía nada que decir, nunca parecía desplegar gran energía, nunca parecía tomar gran interés en todo lo que se hacía en derredor suyo; pero todo lo sabía, con respecto a todos y cada uno de los habitantes de Tara. Y hacía cosas. Las hacía en silencio, con paciencia y eficacia. Aunque sólo tenía una pierna, trabajaba con más rapidez que Pork. Y hacía trabajar a éste, lo que, para Scarlett, era cosa casi milagrosa. Cuando la vaca tuvo un cólico y el caballo contrajo una misteriosa dolencia que amenazaba con hacerle desaparecer del escenario de Tara, Will se pasó la noche al lado de los animales y los salvó. El hecho de que fuese muy astuto para las transacciones le hizo merecer el respeto de Scarlett, porque podía salir a caballo una mañana con un cesto o dos de manzanas, ñames y otros frutos del huerto y volver con semillas, trozos de paño, harina y otras cosas muy necesarias, que Scarlett sabía perfectamente que ella jamás hubiera podido conseguir, aunque se preciaba de buena comerciante.

Gradualmente, Will había llegado a ser como un miembro de la familia, y dormía en un catre en el pequeño cuarto ropero contiguo al aposento de Gerald. Jamás dijo nada acerca de marcharse de Tara, y Scarlett tenía buen cuidado de no preguntárselo, temerosa de que pudiese dejarlas. A veces pensaba que al fin ese hombre se marcharía, aunque no tuviese casa a donde ir. Pero, aun con esa idea, rogaba fervientemente que Will se quedase para siempre. ¡Era tan conveniente tener un hombre en la casa!

Pensó también que si Carreen tuviese siquiera el cerebro de un ratón podría ver que Will se había enamorado de ella. Scarlett habría quedado eternamente agradecida a Will si éste le hubiese pedido la mano de Carreen. Por supuesto, antes de la guerra no hubiera sido un pretendiente aconsejable. No pertenecía a la clase de los plantadores, aunque tampoco era un pordiosero blanco. Era simplemente un labrador modesto, educado a medias, que a veces cometía errores gramaticales y desconocía los finos modales que los O’Hara solían ver entre los caballeros amigos suyos. A decir verdad, Scarlett se preguntaba si podría o no llamársele «caballero», y decidió que no. Melanie le defendía calurosamente, diciendo que cualquiera que poseyese el buen corazón y la consideración hacia los demás que tenía Will era persona bien nacida. Scarlett sabía bien que Ellen se hubiera desmayado con la idea de que una hija suya se casase con un hombre así; pero ahora la necesidad había obligado a Scarlett a apartarse tanto de las enseñanzas de su madre, que tal pensamiento no la inquietaba en lo más mínimo. Los hombres escaseaban, las chicas tenían que casarse fuese como fuera y en Tara hacía falta un hombre. Pero Carreen, cada vez más profundamente sumergida en el libro de oraciones y cada día con menor contacto con la realidad, trataba a Will con la misma dulzura que a un hermano, pero lo consideraba poco más o menos como a Pork.

«Si Carreen poseyese el menor sentido de gratitud hacia mí por lo que yo he hecho por ella, se casaría con él, y no le dejaría que se marchase de aquí —pensaba Scarlett con indignación—. Pero no, tiene que pasar las horas gimiendo por un muchacho que probablemente jamás pensó en ella seriamente.»

En todo caso, Will se quedó en Tara, aunque Scarlett no sabía por qué. Hallaba tan agradable como práctica la actitud que tomó con ella, como de hombre a hombre. Se mostraba ceremoniosamente atento con Gerald, pero era siempre a Scarlett a quien se dirigía como cabeza de familia. Scarlett aprobó el plan de dar en alquiler el caballo, aunque esto significase para la familia quedarse sin medios de transporte temporalmente. Suellen sería la más afectada por tal situación. Su mayor placer era ir a Jonesboro o a Fayetteville y enterarse de todo el chismorreo del condado. Suellen jamás perdía las oportunidades de salir de la plantación y darse aires de grandeza ante gente que ignoraba que tenía que trabajar arrancando malas hierbas en el campo o haciendo las camas.

La «señorita Presumida» tendría que abstenerse de sus excursiones durante un par de semanas, pensó Scarlett, y a ella le tocaría soportar sus pesadeces y lloriqueos.

Melanie se unió a ellos en la galería, con el bebé en brazos, y tendiendo una manta vieja en el suelo puso allí a Beau para que aprendiese a gatear.

Desde la carta de Ashley, Melanie dividía el tiempo entre sentirse felicísima y experimentar ansiosas premuras. Pero, feliz o deprimida, estaba demasiado delgada, demasiado pálida.

El viejo doctor Fontaine diagnosticó que aquello era una dolencia femenina, y coincidió con el doctor Meade en opinar que nunca debía haber tenido el niño. Agregó con franqueza que otro parto la mataría. —Cuando estuve en Fayetteville hoy —dijo Will— encontré algo muy bonito que me pareció podía interesarles a ustedes, y me lo traje. Buscó en el bolsillo trasero del pantalón y sacó una carterita de percal, reforzada con corcho, que Carreen le había confeccionado. Extrajo de ella un billete de banco confederado.

—Si le parece a usted que el dinero confederado es tan bonito, Will, a mí no me lo parece ciertamente —dijo Scarlett con sequedad, porque hasta la vista de aquel dinero repugnaba—. Tenemos tres mil dólares de billetes así en el baúl de papá, y Mamita me los está pidiendo siempre para tapar los agujeros en las paredes del desván, a fin de que no entren las corrientes de aire, y me parece que se los daré. Por lo menos, servirán para algo.

—El imperioso César, muerto y convertido en arcilla[17] —dijo Melanie con triste sonrisa—. No lo hagas, Scarlett. Guárdalos para Wade. Algún día, estará orgulloso de poseerlos.

—Bueno, yo no sé nada acerca del imperioso César —dijo Will pacientemente—; pero lo que tengo es algo que va bien con lo que acaba usted de decir acerca de Wade, señora Melly. Es un poema pegado al dorso de este billete. Ya sé que a la señora Scarlett no le interesan mucho los poemas; pero quizás éste la complazca.

Dio la vuelta al billete. Sobre su reverso aparecía pegada una tira de papel moreno y ordinario, del que se usa para envolver, escrito con tinta pálida de confección casera. Will se aclaró la garganta y leyó despacio y con dificultad:

—El título es: «Unas líneas detrás de un billete confederado»:

Aunque no represente en esta tierra nada, y nada en las aguas que hay debajo, guarda, querido amigo, este recuerdo de una nación que fue, para mostrarlo…

Muéstralo a aquellos que prestar oídos quieran de este papel al fiel relato de una nación que vio muerta en la cuna la libertad que sus hijos soñaron…

—¡Oh, qué bello! ¡Qué conmovedor! —gritó Melanie—. Scarlett, no des esos billetes a Mamita para que los pegue en el desván. Son lo que dice el poema: «El recuerdo de una nación que fue.»

—¡Melly, no seas romántica! El papel es papel, y nosotros no tenemos casi nada, y yo estoy ya cansada de oír a Mamita quejarse de las rendijas del desván. Cuando Wade crezca, ya tendré yo billetes verdes del Norte en abundancia para poderle dar, en vez de esa basura confederada.

Will, que mientras se discutía había procurado atraer a Beau con el papelito para que se arrastrase sobre la manta, levantó la vista y, poniéndose una mano a modo de visera para resguardarse los ojos de la luz, miró hacia el sendero de entrada.

—Más visitas —anunció haciendo un guiño a causa de los rayos del sol—. Otro militar.

Scarlett siguió su mirada y contempló una visión ya muy familiar: un soldado barbudo que avanzaba lentamente por la avenida, bajo los cedros; un hombre con una andrajosa mezcla de uniformes grises y azules, con la cabeza inclinada por la fatiga, que arrastraba pausadamente los pies.

—Creí que ya se habían acabado los soldados —dijo Scarlett—. Esperemos que éste no traiga mucha hambre.

—La traerá —repuso Will sucintamente.

Melanie se levantó.

—Vale más que le diga a Dilcey que ponga otro cubierto —dijo— y que avise a Mamita que no haga desnudarse al pobre hombre con excesiva rudeza y…

Se interrumpió tan bruscamente que Scarlett se volvió para mirarla. La flaca mano de Melanie estaba ahora en su garganta, oprimiéndola como si se la desgarrase el dolor, y Scarlett podía ver las venas por debajo de la palpitante y blanca epidermis. El rostro de la joven se puso más pálido aún, y sus castaños ojos se dilataron enormemente.

«Va a desmayarse», pensó Scarlett, incorporándose de un salto para asirla por el brazo.

Pero, en un instante, Melanie se desasió de ella y descendió los escalones. Voló en dirección al sendero pareciendo planear como un pájaro, dejando que su descolorida falda flotase tras ella como una cola, y con los brazos tendidos. Scarlett comprendió la verdad como si recibiese un fuerte golpe. Retrocedió buscando el apoyo de una columna del pórtico cuando el visitante levantó su rostro cubierto por una descuidada barba rubia, y se detuvo mirando hacia la casa como si la fatiga le impidiese dar un paso más. Su corazón saltó, se paró y volvió a saltar al ver cómo Melanie, lanzando incoherentes gritos, se arrojaba en los sucios brazos del militar y cómo la cabeza de éste se inclinaba hacia ella. Arrobada, Scarlett dio dos rápidos pasos hacia delante; pero se vio detenida cuando la mano de Will agarró su falda.

—No lo estropee —dijo él a media voz.

—¡Suélteme, imbécil! ¡Suélteme! ¡Es Ashley!

Pero él no aflojó su presión.

—Después de todo, es su marido, ¿no es cierto? —preguntó Will con calma, mirándola, mientras ella se debatía en una confusión de júbilo y de impotente furia.

Scarlett vio en las serenas profundidades de los ojos de Will comprensión y piedad.