Al llegar abril, el general Johnston, a quien le habían devuelto los maltrechos restos de las tropas de su antiguo mando, se rindió con ellas en Carolina meridional y se terminó la guerra. Pero la noticia no llegó a Tara hasta dos semanas más tarde. Había demasiado que hacer en Tara para que nadie malgastase el tiempo en viajes y excursiones para averiguar lo que se rumoreaba, y, como sus vecinos andaban tan ocupados como ellos, no se hacían muchas visitas, y las noticias se difundían muy lentamente.
La labor de arado primaveral estaba en su punto culminante, y las semillas de algodón y de hortalizas que Pork trajera de Macón empezaban a sembrarse. Pork no servía ya casi para nada, desde tal viaje, de puro orgullo por haber regresado de Macón con el carro cargado de telas, semillas, aves de corral, jamones, carne fresca, harina. Una y otra vez contaba la historia de los peligros en que se viera, de los senderos por los que hubo de meterse al regresar a Tara. Había estado de viaje cinco semanas, cinco semanas de agonía para Scarlett. Pero no le reprendió a su vuelta a Tara, porque se sentía contentísima de que el negro hubiese podido efectuar su misión con tanto éxito, devolviéndole, además, casi tanto dinero como ella le había dado. Mucho sospechaba ella que la causa de que le sobrase tanto dinero era que la mayor parte de las aves y carnes que trajo no eran producto de compras. Pork se hubiera avergonzado de gastar el dinero cuando encontraba por el camino tantos ahumaderos y gallineros mal vigilados.
Ahora que tenía algunas provisiones, todo el mundo en Tara trataba de restablecer en lo posible un plan de vida normal. Había allí trabajo para todas las manos, demasiado trabajo, incesante e interminable. Había que arrancar los tallos secos del algodón del año anterior para dejar sitio a las semillas de este año, y el reacio caballo, no acostumbrado a tirar de un arado, lo arrastraba por los campos de mala gana. Había que quitar las malas hierbas del huerto y plantar las semillas, había que cortar la leña para la lumbre, y había que comenzar a rehacer las pocilgas y los muchos kilómetros de valla que tan despreocupadamente quemaran los yanquis, había que inspeccionar dos veces al día los cepos para conejos que tendía Pork, y no se podía dejar de reponer el cebo en las cañas de pesca junto al río. Había camas por hacer, suelos por barrer, comidas que preparar, platos y cubiertos que lavar, cerdos y gallinas que alimentar, huevos que recoger. Había que ordeñar la vaca y llevarla a pastar junto al pantano, y alguien tenía que quedarse a vigilarla por miedo a que los yanquis o los mismos hombres de Frank volviesen y se llevasen a tan útilísimo animal. Incluso el pequeño Wade trabajaba. Todas las mañanas salía con aire de persona importante para recoger ramitas secas y trozos de corteza de árbol que servían para encender la lumbre.
Fueron los chicos de los Fontaine los primeros del condado que regresaron de la guerra, los que trajeron la noticia de la rendición. Alex, que todavía llevaba las botas, iba a pie, y Tony, descalzo, cabalgaba a pelo sobre un mulo. Tony siempre se las componía para salir el mejor librado de la familia. Los Fontaine estaban más curtidos que nunca, después de cuatro años de exposición al sol y a los elementos, más delgados y enjutos, y las descuidadas barbas negras que traían de la guerra les hacían parecer hombres desconocidos.
De camino para Mimosa y ansiosos de llegar a su casa, sólo se detuvieron en Tara unos instantes para saludar a las chicas y darles la noticia de la rendición. Todo había terminado, dijeron, y no parecían querer hablar mucho de ello. Lo único que les interesaba saber era si Mimosa había sido quemada o no. En su viaje de regreso desde Atlanta, habían pasado por delante de chimeneas desnudas que se erguían en los lugares en donde antes estaban las casas de sus amigos, y les parecía demasiado esperar que la suya hubiera resultado indemne. Suspiraron con alivio al escuchar tan agradable información, y rieron y se dieron palmadas en los muslos cuando Scarlett les contó la loca carrera de Sally y cómo había saltado tan magníficamente por encima de la cerca de malezas.
—Es una chica con mucho coraje —dijo Tony—, y es una lástima que haya tenido la desgracia de que matasen a Joe. ¿No tendría usted por ahí tabaco de mascar, Scarlett?
—Nada más que eso que llaman «tabaco conejero». Papá lo fuma en una pipa de maíz.
—Todavía no he caído tan bajo —respondió Tony—, pero llegaré seguramente a ello.
—¿Y Dimity Munroe, está bien? —preguntó Alex con ansiedad, aunque algo embarazado.
Scarlett recordó entonces vagamente que antes parecía él andar enamorado de la hermana pequeña de Sally.
—¡Oh, sí! Vive con su tía en Fayetteville. No sé si sabe usted que también ardió su casa de Lovejoy. Y el resto de la familia está en Macón.
—Lo que él quiere preguntar es si se ha casado Dimity con algún bravo coronel de la Guardia Territorial —dijo Tony burlonamente.
Alex le miró con aire furioso.
—Por supuesto, no se ha casado —repuso Scarlett, divertida.
—Acaso hubiera hecho mejor casándose —dijo Alex con melancolía—. ¿Cómo demonios… y perdone usted, Scarlett; pero cómo puede un hombre atreverse a pedir a una chica que se case con él cuando se ha quedado sin negros y sin ganado y no tiene un centavo en el bolsillo?
—Ya sabe que eso no le importaría a Dimity —dijo Scarlett.
Podía ser leal a Dimity y hablar bien de ella, porque Alex Fontaine no había figurado nunca en el coro de sus propios admiradores.
—¡Qué demonios! Perdón otra vez, Scarlett. Como no me quite este vicio de jurar, la abuela me va a dar una buena tunda. Yo no puedo pedir a una señorita que se case con un pordiosero. Acaso no le importase a ella, pero a mí sí.
Mientras Scarlett hablaba con los muchachos, en el pórtico delantero, Melanie, Suellen y Carreen se deslizaron dentro de la casa tan pronto como oyeron la noticia de la rendición. Cuando se marcharon los chicos, atravesando los campos de Tara hacia su casa, Scarlett entró y oyó sollozar a las chicas, sentadas todas en el sofá del despachito de Ellen. Se había disipado para siempre aquel hermoso y brillante sueño tan esperado y tan querido: la Causa que habían abrazado sus amigos, novios y esposos, y que había arruinado a sus familias, la Causa que ellas creían invencible estaba perdida para siempre. Pero para Scarlett no era ocasión de lágrimas. En el instante en que oyó la noticia sólo pensó: «¡Gracias a Dios! Ya no me robarán la vaca. Ya está el caballo a salvo. Ahora podemos sacar del pozo los cubiertos de plata y todos usaremos tenedor y cuchillo. Ahora ya no tendré miedo al salir a buscar algo que comer.»
¡Qué alivio! Nunca más tendría que asustarse al oír el ruido de cascos de caballos. Nunca más se despertaría por la noche, reteniendo la respiración para escuchar mejor, dudando si era real o soñado el ruido de sables y cascos que había creído oír en el patio, las roncas voces de mando de los yanquis… Y, sobre todo, ¡Tara estaba a salvo! Su más terrible pesadilla ya no se convertiría en realidad. Ahora ya jamás tendría que ver desde fuera cómo se arremolinaban las nubes de humo que salían de la casa ni escuchar el rugido de las llamas al desplomarse el tejado.
Sí, la Causa había muerto, pero la guerra siempre le pareció a ella una cosa estúpida, y la paz era siempre preferible. Jamás se quedó con los ojos iluminados y extáticos cuando izaban la bandera de las estrellas y las franjas en lo alto de un mástil, ni sintió escalofríos cuando tocaban el himno Dixie. No había sido el fanatismo el que la había sostenido a través de todas las privaciones, de las fatigosas labores de enfermera, de los temores del ataque y el hambre de los últimos meses, que era lo que hacía soportable todo ello a los demás, con tal de que la Causa prosperase. Todo había terminado para siempre, pero no era Scarlett quien iba a derramar lágrimas por ello.
¡Todo había terminado! Aquella guerra que parecía interminable, aquella guerra que, indeseada por todos, había seccionado su vida en dos, había socavado una hendidura tan profunda entre ambas partes que era ahora difícil para ella recordar los días tranquilos y plácidos. Podía mirar hacia atrás sin emoción, a la linda muchacha que fuera, con los delicados zapatitos de tafilete verde y con los volantes de la falda perfumados de lavanda; pero dudaba de poder volver a ser la misma persona, la misma Scarlett O’Hara, con todo el condado a sus pies, con cien esclavos para atender sus caprichos y con el muro de la riqueza de Tara y el apoyo de amantísimos padres, ansiosos de complacer su menor deseo. Aquella Scarlett mimada y superficial que jamás tuvo un antojo que no quedase satisfecho, a excepción de lo que se refería a Ashley…
En alguna parte, en la prolongada cuesta que había tenido que recorrer durante esos cuatro años, la señorita perfumada y con zapatitos de baile se había esfumado, dejando su puesto a una mujer de acerados ojos verdes, que contaba los centavos y empleaba sus manos en diversos trabajos manuales, una mujer a la que nada quedaba del naufragio excepto la indestructible tierra rojiza que pisaba.
Mientras permanecía en el corredor oyendo los sollozos de las chicas, su imaginación trabajaba.
«Plantaremos más algodón, mucho más. Enviaré a Pork mañana a Macón para comprar más semilla. Ahora, los yanquis no lo quemarán, y nuestras tropas no lo necesitan. ¡Dios mío! ¡El algodón tendrá una subida enorme este otoño!»
Entró en el despachito y, sin hacer caso de las muchachas que sollozaban en el sofá, se sentó ante el pupitre y cogió una pluma para calcular el coste de la semilla y cuánto dinero disponible le quedaría.
«La guerra ha terminado», pensó de nuevo, y de pronto soltó la pluma y se dejó inundar de intensa felicidad. La guerra se había acabado, y Ashley —¡si Ashley estaba vivo!— no tardaría en volver. Dudaba de que Melanie, dominada por su tristeza al llorar por la Causa perdida, hubiese pensado en ello.
«Pronto habremos de recibir alguna carta… No, cartas no. No se pueden recibir cartas. Pero pronto… ¡Oh, él nos avisará de un modo o de otro!»
Mas los días se convirtieron en semanas, y todavía no llegaban noticias de Ashley. El servicio postal en el Sur era inseguro, y en los distritos rurales ni siquiera lo había. Ocasionalmente, algún viajero que pasaba por allí desde Atlanta les traía una notita de la tía Pitty rogando a las muchachas que volviesen. Pero jamás la menor noticia de Ashley.
Después de la rendición, la jamás desaparecida disensión entre Suellen y Scarlett se avivó. Ahora que ya no existía el temor a los yanquis, Suellen quería ir a hacer visitas a sus vecinos. Solitaria y echando de menos la agradable sociabilidad de otros tiempos, Suellen ansiaba ver a sus amistades, aunque sólo fuese para cerciorarse de que el resto del condado estaba en tan mala situación como Tara. Pero Scarlett se mostró inflexible. El caballo era para el trabajo, para arrastrar troncos del bosque, para arar, para que Pork fuese en búsqueda de alimentos. Y los domingos, el pobre animal tenía derecho a pastar por el prado y descansar. Si Suellen quería darse el gusto de ir de visitas, que fuese a pie.
Antes del año precedente, Suellen jamás había caminado cien metros, y la perspectiva distaba mucho de ser agradable para ella. Por lo tanto, se quedaba en casa lloriqueando y gimiendo y repitiendo sin cesar: «¡Oh, si mamá estuviese aquí!» Hasta que Scarlett le soltó el tan prometido bofetón, con tanto vigor que la derribó sobre la cama chillando, lo que causó gran consternación en toda la casa. Pero, en adelante, Suellen no se quejó tanto, por lo menos en presencia de Scarlett.
Esta era sincera al decir que quería dar descanso al caballo, pero sólo a medias. La otra mitad de la verdad era que ella había hecho una tanda de visitas en el primer mes después de la rendición, y el espectáculo de los antiguos amigos y de las antiguas plantaciones había minado su valor más de lo que quería reconocer.
Los Fontaine habían salido mejor librados que nadie, gracias a la prodigiosa carrera de Sally; pero su situación era floreciente sólo por comparación con la desesperada situación de los demás vecinos. La abuela Fontaine jamás pudo recuperarse totalmente del ataque al corazón que sufrió al dirigir a los demás para apagar las llamas y salvar la casa. El viejo doctor Fontaine convalecía lentamente de la amputación de un brazo. Alex y Tony tenían que emplear sus inexpertas manos en el manejo del arado y la hoz. Se inclinaron sobre la valla para estrechar la mano de Scarlett cuando llegó, y se rieron de su destartalado carromato, aunque con amargura en los ojos porque se burlaban de sí mismos tanto como de ella. Quería comprarles semillas de maíz. Ellos le prometieron vendérselas, y se pusieron a charlar de los problemas del campo. Poseían doce gallinas, dos vacas, cinco cerdos y la mula que llevaban consigo al venir de la guerra. Uno de los cerdos acababa de morir, y tenían gran miedo a perder los otros. Al escuchar frases tan serias acerca de los cerdos en boca de aquellos señoritos antaño tan elegantes que jamás habían tenido problemas más serios que la elección de corbata, Scarlett se rió; pero también su risa era amarga.
Todos la recibieron muy cordialmente en Mimosa, e insistieron en regalarle, no en venderle, la semilla de maíz. Los vivos temperamentos de la familia Fontaine saltaron en cuanto ella puso un billete sobre la mesa, y se negaron en absoluto a admitir el pago. Por lo tanto, Scarlett recogió el billete y lo deslizó ocultamente en la mano de Sally. Sally era muy diferente de la joven que había recibido a Scarlett ocho meses antes, cuando ella acababa de regresar a Tara. Ahora, toda su vivacidad había desaparecido, como si la rendición le hubiese quitado todas las esperanzas.
—Scarlett —le preguntó asiendo el billete—. ¿De qué ha servido todo? ¿Por qué peleamos? ¡Oh, mi pobre Joe! ¡Oh, mi pobre niño!
—No sé por qué combatimos ni me importa —replicó Scarlett—. No me interesa. No me interesó nunca. La guerra es cosa para los hombres, no para las mujeres. Lo único que me interesa ahora es una buena cosecha de algodón. Toma ese dólar y cómprale un vestidito al pequeño. Bien sabe Dios que lo necesita. Yo no quiero robaros ese maíz, a pesar de toda la gentileza de Alex y de Tony.
Los muchachos la acompañaron hasta el carro y la ayudaron, corteses a pesar de sus harapos, con el buen humor de los Fontaine; pero el cuadro de su pobreza reflejado aún en sus ojos hacía temblar a Scarlett al abandonar Mimosa. Estaba ya cansada de la miseria y la penuria. ¡Qué agradable debía de ser tratarse con gentes ricas que no tuviesen que preocuparse acerca de si comerían o no al día siguiente!
Cade Calvert estaba en su casa de Pine Bloom, y, cuando ella subió los peldaños de aquella morada en la cual había bailado tan frecuentemente en días más felices, vio que la muerte se retrataba en si rostro. Se hallaba demacrado y tosía atrozmente al sentarse en un sillón al sol, con una manta sobre las rodillas, pero sus facciones se iluminaron al verla. Sólo tenía un poco de frío que le había bajado al pecho, dijo, al tratar de levantarse para recibirla. Pero desaparecería pronto y entonces podría ayudar también en el trabajo.
Cathleen Calvert, que salió del interior de la casa al oír el sonido de voces, cruzó su mirada con la de Scarlett por encima de la cabeza de su hermano, y en ella leyó un exacto conocimiento de su estado y la natural desesperación. Cade podía ignorarlo, pero Cathleen lo sabía. Pine Bloom estaba sin arar e invadida por hierbas de toda clase, las pinas comenzaban a soltar sus semillas por los campos y la casa tenía un aire de abandono y de ruina. Cathleen estaba flaca y como en tensión.
Ellos dos, con su madrastra yanqui, sus cuatro hermanastros e Hilton, el capataz yanqui, continuaban en la silenciosa casa llena de inusitados ecos. A Scarlett el capataz yanqui, Hilton, nunca le había resultado más simpático que su propio capataz, Jonnas Wilkerson, y le era todavía menos simpático ahora que andaba por allí y la saludaba como a una igual. Anteriormente mostraba ya la misma combinación de servilismo e impertinencia que Wilkerson, pero ahora, muertos en la guerra el serñor Calvert y Raiford, y enfermo Cade, había descartado todo servilismo, La segunda señora de Calvert jamás había sabido inspirar respeto a sus criados negros, y no se podía esperar que se lo impusiese a un blanco.
—El señor Hilton ha sido tan bueno quedándose con nosotros en tiempos tan difíciles… —decía la señora Calvert, nerviosamente—. Muy bondadoso. Supongo que estarás enterada de cómo salvamos dos veces nuestra casa cuando Sherman estuvo aquí. No sé cómo hubiéramos podido arreglarnos sin él, no teniendo dinero y con Cade…
El rubor coloreó las mejillas de Cade y las largas pestañas de Cathleen velaron sus ojos mientras se endurecía la expresión de su boca. Scarlett sabía que todo su ser se retorcía de rabia impotente al tener algo que agradecer a su capataz yanqui. La señora Calvert parecía a punto de romper a llorar. Debía de haber cometido algún lamentable error. Siempre cometía alguno. No acertaba a entender a las gentes del Sur, a pesar de haber vivido en Georgia durante veinte años. Nunca sabía cómo debía hablar a sus hijastros, los cuales, dijese lo que dijese, siempre se mostraban exquisitamente corteses con ella. En silencio juraba y perjuraba que se volvería al Norte, con los suyos, llevándose a sus hijos propios y dejando para siempre a aquellos enigmáticos aunque correctísimos extraños. Después de tales visitas, Scarlett no sintió deseos de ver a los Tarleton. Ahora que no estaban allí los cuatro muchachos Tarleton y que la casa se hallaba quemada y toda la familia tenía que hacinarse en la casita del capataz, no podía resolverse a visitarlos. Pero Suellen y Carreen se lo rogaron, y Melanie dijo que parecería poco amistoso no saludar al señor Tarleton a su regreso de la guerra, de modo que Scarlett fue allí un domingo.
Aquello resultó lo peor de todo.
Al pasar por las ruinas de la antigua casa, vieron a Beatrice con un raído traje de montar, con la fusta debajo del brazo, sentada sobre la traviesa superior de la valla y contemplando el vacío. Junto a ella, se mantenía en equilibrio el negrito zambo que había entrenado antes los caballos de Beatriz y que parecía tan decaído como su ama. La caballeriza, antes rebosante de inquietas jacas y plácidas yeguas de cría, estaba ahora vacía, a excepción de una mula, la mula con que el señor Tarleton había cabalgado a su regreso del Sur.
—Te juro que no sé qué hacer ahora que he perdido los seres más queridos para mí —dijo la señora Tarleton bajándose de la valla. Un extraño hubiera podido creer que se trataba de sus cuatro hijos, muertos en la guerra, pero las chicas sabían que eran los caballos los que echaba de menos—. ¡Mis preciosos caballos, todos muertos! ¡Oh, mi pobre Nellie! ¡Si al menos me quedase Nellie! Pero aquí no queda nada, nada más que una mula. ¡Una maldita mula! —repitió mirando indignada al flacucho animal—. Es un insulto a la memoria de mis queridos purasangres tener una mula en sus caballerizas. ¡Las mulas son seres antinaturales, mal engendrados, y debiera prohibirse criarlas! Jim Tarleton, completamente transformado bajo una barba enmarañada, salió de la casa del capataz para saludar a las muchachas, y sus cuatro hijas pelirrojas con sus vestiditos muy remendados salieron corriendo también, dando pisotones a la docena de perros canelos y blancos que se precipitaron hacia la puerta al oír voces extrañas. Se observaba en toda la familia un aire de resuelto y determinado optimismo que causó a Scarlett mayor impresión que la amargura de Mimosa o la fúnebre atmósfera de Pine Bloom.
Los Tarleton insistieron en que las cuatro chicas se quedasen allí a comer, diciendo que ahora recibían muy pocas visitas y tenían ganas de saber noticias. Scarlett no quería prolongar su visita, porque aquel ambiente la oprimía, pero sus dos hermanas y Melanie sentían también ganas de cambiar impresiones y por lo tanto se quedaron al fin para comer parcamente la carne con guisantes secos que les sirvieron.
Todos bromearon acerca de la abreviada minuta, y las chicas se rieron mucho contando las transformaciones y arreglos que hacían para vestirse, como si para ellas todo fuese un divertido juego. Melanie contribuyó no poco al buen humor general, sorprendiendo a Scarlett con su inesperada vivacidad al relatar todas las tribulaciones pasadas en Tara, pero tomándolas por el lado jocoso. Scarlett, en cambio, apenas podía hablar. El comedor le parecía vacío sin los cuatro chicos Tarleton, que siempre daban vueltas por la sala fumando y bromeando. Y, si a ella le parecía vacía, ¿qué habría de parecerles a ellos, que se esforzaban ahora por presentar un aspecto sonriente?
Carreen no había hablado mucho durante la comida, pero al terminar se puso al lado de la señora Tarleton y le habló al oído. La fisonomía de la señora Tarleton se alteró y la frágil sonrisa abandonó sus labios cuando pasó el brazo alrededor del fino talle de Carreen. Salieron ambas del comedor, y Scarlett, que no podía ya soportar la atmósfera de aquella casa, las siguió. Bajaron por el sendero que cruzaba el jardín y Scarlett vio que se dirigían hacia el pequeño cementerio de la familia. Pero le era ya imposible volver a la casa. Parecería demasiado descortés. ¿Por qué se le había ocurrido a Carreen llevar a la señora Tarleton hasta la sepultura de sus hijos cuando Beatrice hacía tan denodados y visibles esfuerzos por mostrarse valiente?
Había dos nuevas losas de mármol en la parcela cerrada con ladrillos bajo los cedros funerarios… Tan nuevas que la lluvia todavía no las había salpicado de polvo rojizo.
—Las tenemos desde la semana pasada —dijo con orgullo la señora Tarleton—. Mi esposo fue a Macón y las trajo en el carro.
¡Piedras sepulcrales! ¡Lo que debían de haber costado! Y, repentinamente, a Scarlett ya no le dieron tanta pena como antes los Tarleton. Personas que derrochaban el precioso dinero en lápidas cuando los alimentos estaban tan caros no merecían mucha compasión. Cuantas más letras grabadas, más caro el precio. ¿Estaría loca toda la familia? Y les habría costado también no poco dinero traer los tres cadáveres. De Boyd, no se habían encontrado ni trazas.
Entre los sepulcros de Brent y de Stuart había una lápida que decía: «En vida fueron buenos y amables y la muerte no los separó.»
Sobre la otra tumba aparecían los nombres de Boyd y de Tom, con una inscripción en latín que comenzaba: «Dulce et…»[16]; pero nada significaba esto para Scarlett, que había conseguido eludir el estudio del latín en la Academia de Fayetteville.
¡Tanto dinero en lápidas! ¡Eran idiotas! Se sentía tan indignada como si fuese suyo el dinero derrochado.
Los ojos de Carreen mostraban un extraño brillo.
—Me parece muy bella —dijo en voz baja, señalando la primera lápida.
A Carreen le parecía muy bien, por supuesto. Todo lo sentimental le producía efecto.
—Sí —repuso la señora Tarleton con voz suave—. Nos pareció lo más adecuado. Murieron casi al mismo tiempo, primero Stuart y luego Brent, que había recogido la bandera que su hermano soltó.
Al regresar las cuatro muchachas a Tara, Scarlett permaneció silenciosa durante algún tiempo, reflexionando sobre todo lo que había visto en las diferentes moradas, recordando a pesar suyo el condado en todo su esplendor, con huéspedes en todas las grandes casas, y el dinero abundante, con negros que se acumulaban en los pabellones, con los bien atendidos campos desbordantes de algodón.
«Dentro de otro año habrá nacientes pinos por todos estos campos —pensó. Y, mirando hacia el boscaje que los rodeaba, se estremeció—. Sin los negros, lo más que podremos hacer será subsistir. Es imposible atender debidamente una plantación sin los negros, y, como muchos campos se quedarán sin cultivar, el bosque se apoderará otra vez del terreno. Nadie podrá sembrar más que muy poco algodón, y ¿qué haremos entonces? ¿Qué será de la población rural? La gente de la ciudad se las compone bien, de un modo u otro. Siempre han sabido componérselas. Pero la gente del campo retrocederemos un siglo. Volveremos a estar como aquellos pioneros que vivían en cabanas y apenas arañaban unas hectáreas de tierra, y apenas existían. No —pensaba con resolución—. En Tara no va a suceder eso. ¡Aunque tenga que ponerme a arar yo misma! Toda la comarca, todo el Estado, pueden volver a ser bosques, si quieren, pero yo no voy a dejar que Tara se pierda. Y no seré yo quien malgaste el dinero con tumbas ni el tiempo en lloriquear a propósito del resultado de la guerra. De un modo o de otro nos arreglaremos. Sé que podremos arreglárnoslas si no han muerto todos los hombres. La pérdida de los negros no ha sido lo peor. Es la pérdida de nuestros hombres, de los más jóvenes.»
Pensó nuevamente en los cuatro Tarleton y en Joe Fontaine, en Raiford Calvert y en los hermanos Munroe y en todos los muchachos de Fayetteville y de Jonesboro cuyos nombres había leído en la lista de bajas.
«Si quedasen hombres suficientes podríamos defendernos, pero…»
Otra idea se le ocurrió. ¿Y si pensase en casarse otra vez? Por supuesto, no quería casarse nuevamente. Una vez era más que suficiente. Además, el único hombre a quien ella había querido era Ashley, y Ashley, si aún vivía, estaba casado. Pero, suponiendo que ella tuviese ganas de casarse, ¿con quién hacerlo? La idea era aterradora.
—Melly —preguntó—, ¿qué va a ser de las muchachas del Sur?
—¿Qué quieres decir?
—Lo que digo. ¿Qué les va a ocurrir? No queda nadie para casarse con ellas. Mira, Melly, con todos esos jóvenes muertos en la guerra, miles de chicas en todo el Sur tendrán que quedarse solteras.
—Y no podrán tener hijos —añadió Melanie, para quien esto era lo más importante.
Evidentemente, la idea no era nueva para Suellen, que estaba sentada en la trasera del carro, porque se puso a llorar repentinamente. No había sabido nada de Frank Kennedy desde Navidad. No sabía si ello era culpa del servicio de correos o si él se había propuesto únicamente burlarse de su candidez. O acaso le hubieran matado en los últimos días de la guerra. Ella hubiera preferido esto último a quedar olvidada, porque en la muerte de un novio existía cierta dignidad, como en el caso de Carreen y de India Wilkes, pero la situación de una muchacha abandonada por su prometido era humillante.
—¡Oh, cállate ya, por Dios! —protestó Scarlett.
—¡Claro, vosotras podéis hablar! —decía Suellen entre sollozos—, porque os pudisteis casar y habéis tenido hijos, y todo el mundo sabe que hubo un hombre que os prefirió a las demás. Pero ¡miradme a mí! Y todavía me reprocháis con mala intención que sea soltera. ¡Como si yo tuviese la culpa! Sois odiosas las dos.
—¡Cállate! Ya sabes que detesto a las personas que se pasan la vida gimiendo. Sabes muy bien que tu viejo de las barbas color de canela no ha muerto y que cualquier día vendrá a casarse contigo. El pobre es tan tonto como eso. Pero, personalmente, yo preferiría quedarme soltera a casarme con él.
Volvió a reinar el silencio en la parte trasera del carro, y Carreen consoló a su hermana con unas palmaditas cariñosas, pero su mente estaba muy lejos, pues se acordaba de los paseos a caballo, tres años atrás, con Brent Tarleton a su lado. En sus ojos se reflejaba un brillo de exaltación.
—¡Oh! —decía Melanie con tristeza—. ¿Qué será ahora del Sur sin nuestros magníficos muchachos? ¿Qué hubiera sido de él si hubiesen sobrevivido? Su bravura, su energía y su cerebro nos hubieran servido ahora de mucho. Scarlett, nosotras, las que tenemos hijos, debemos eduCharles para que reemplacen a los que se fueron, para que sean tan buenos y valientes como ellos.
—Jamás habrá hombres como ellos —dijo Carreen suavemente—. Nadie puede reemplazarlos.
Y el resto del trayecto se hizo en silencio.
Un día, poco después, Cathleen Calvert llegó a caballo a Tara, cerca de la puesta del sol. Su silla de amazona adornaba ahora la mula más tristona que jamás había visto Scarlett, una animal cojo y de orejas caídas. Cathleen tenía un aire casi tan decaído como su escuálida cabalgadura. Su vestido era de percal desteñido, de la calidad que anteriormente sólo usaban las criadas, y su sombrero de paja estaba sujeto a la barbilla por un trozo de bramante. Llegó hasta el mismo pórtico, pero no desmontó, y Scarlett y Melanie, que estaban contemplando el crepúsculo, descendieron los peldaños para saludarla. Cathleen se hallaba tan blanca como Cade el día en que ellas estuvieron en su casa, pálida, dura, tensa, como si su fisonomía estuviese a punto de agrietarse mientras hablaba. Pero su espina dorsal se mantenía totalmente rígida y su cabeza se mostraba erguida al saludarlas.
Scarlett se acordó súbitamente de aquel día de la barbacoa en casa de los Wilkes, cuando ella y Cathleen habían cuchicheado acerca de Rhett Butler. ¡Qué bonita y graciosa estaba Cathleen aquel día con un vestido de organdí lleno de volantes y un ramito de fragantes rosas en la cintura, y unos zapatitos de terciopelo negro atados sobre sus delicados tobillos! Ahora no quedaban ni trazas de aquella jovencita en la rígida figura que se erguía sobre la mula.
—No me apeo, gracias —dijo—. He venido sólo para deciros que me voy a casar.
—¿Qué? —¿Con quién? —¡Enhorabuena, Cathleen!
—¿Cuándo?
—Mañana —contestó quietamente Cathleen, y en su voz había algo que borró pronto las sonrisas de las muchachas—. He venido a deciros que me caso mañana, en Jonesboro… y que no voy a invitaros a la boda.
La escucharon en silencio, mirándola, intrigadas. Al fin, Melanie habló:
—¿Es alguien conocido?
—Sí —contestó Cathleen lacónicamente—. Con el señor Hilton.
—¿El señor Hilton? —Sí, el señor Hilton, nuestro capataz.
Scarlett no encontró alientos ni para exclamar «¡Oh!», pero Cathleen, fijando bruscamente sus ojos en Melanie, dijo con voz ronca y feroz:
—¡Si lloras, Melly, no podré soportarlo! ¡Me moriré aquí mismo! Melanie nada dijo, pero inclinó la cabeza e hizo una caricia al pie que, calzado en un zapato de confección casera, colgaba del estribo. —Y no me acaricies. ¡No puedo soportarlo tampoco! Melanie retiró la mano, pero sin levantar la cabeza todavía. —Bueno, tengo que marcharme. No he venido más que para decíroslo. La pálida máscara volvió a cubrir su faz, mientras ella recogía las riendas.
—¿Cómo sigue Cade? —preguntó Scarlett, incapaz de encontrar palabras que pudiesen romper el embarazoso silencio.
—Está muriéndose —dijo Cathleen concisamente. Su voz parecía desprovista de todo sentimiento—. Y va a morirse con alguna comodidad y tranquilidad, si puedo arreglar las cosas, sin la preocupación de lo que me queda por pasar a mí cuando él desaparezca del mundo. Mi madrastra y los pequeños se vuelven al Norte mañana, y se quedarán allí. Bueno, me voy.
Melanie levantó la cabeza y encontró la dura mirada de Cathleen. Había lágrimas en las pestañas de Melanie, y comprensión en sus ojos, y ante esto los labios de Cathleen se curvaron en la forzada sonrisa del chiquillo valiente que no quiere llorar. Todo ello era sumamente confuso para Scarlett, que todavía estaba tratando de hacerse a la idea de que Cathleen Calvert iba a casarse con un capataz… Cathleen, hija de un rico plantador; Cathleen, que, después de Scarlett, tenía más adoradores que ninguna otra señorita de la comarca.
Cathleen se inclinó y Melanie se puso de puntillas. Se besaron. Entonces, Cathleen dio una fuerte sacudida a las riendas y la vieja mula se puso en movimiento.
Melanie la siguió con la vista; las lágrimas le corrían ahora por las mejillas. Scarlett miraba al vacío todavía, como aturdida.
—Melly, ¿estará loca? No es posible que pueda haberse enamorado de él.
—¿Enamorado? ¡Oh, Scarlett!, ¿cómo se te ocurre pensar una cosa tan horrenda? ¡Oh, pobre Cathleen! ¡Pobre Cade!
—¡Bobadas! —exclamó Scarlett, que comenzaba a sentirse irritada. Era molesto que Melanie siempre pareciese comprender ciertas situaciones mejor que ella. La de Cathleen le parecía a ella más inesperada que catastrófica. Por supuesto, no era cosa muy agradable lo de casarse con un yanqui de clase baja, pero, después de todo, una mujer no podía vivir sola en una plantación; era forzoso tener un marido que la ayudase a dirigirla.
—Es lo que te decía yo el otro día, Melly… No hay nadie con quien puedan casarse las chicas, y tienen que casarse con alguien.
—¡Oh, no necesitan casarse! No es ninguna vergüenza quedarse soltera. Ahí tienes a tía Pitty. ¡Yo hubiera preferido ver a Cathleen muerta! El mismo Cade, estoy segura, lo hubiera preferido también. Este es el fin de los Calvert. ¡Pensar que ella…, pensar lo que serán sus hijos! ¡Oh, Scarlett, di a Pork que ensille el caballo y corra tras ella para decirle que se venga a vivir con nosotras!
—¡Santo Dios! —exclamó Scarlett, horrorizada por la facilidad con que Melanie ofrecía Tara a los demás. Por supuesto, Scarlett no tenía ninguna intención de alimentar otra boca. Iba a decirlo así, pero algo en el rostro emocionado de Melanie retuvo sus palabras.
—No vendría, Melly —dijo, corrigiéndose—. Ya sabes tú que no vendría. Es muy soberbia, y le parecería que le ofrecemos una limosna.
—¡Es verdad, es verdad! —prorrumpió afligida Melanie contemplando cómo la nubecilla de rojizo polvo se iba esfumando a lo lejos por la carretera.
«Llevas conmigo varios meses —pensó Scarlett gravemente, mirando a su cuñada— y jamás se te ha ocurrido pensar que tú vives también de limosna. Probablemente no se te ocurrirá nunca. Eres una de esas personas a las que la guerra no ha cambiado en lo más mínimo, y sigues pensando y obrando como si no hubiese pasado nada…, como si fuésemos todavía ricos como Creso y tuviésemos tanto que comer que no supiéramos cómo deshacernos de todo y los huéspedes no nos importaran. Me figuro que habré de cargar contigo por todo lo que me queda de vida. Pero no quiero cargar también con Cathleen.»